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El Catoblepas, número 30, agosto 2004
  El Catoblepasnúmero 30 • agosto 2004 • página 8
Historias de la filosofía

Diálogos en Estocolmo

José Ramón San Miguel Hevia

Habidos en el año 1648 entre el razonador caballero Descartes
y la temperamental reina Cristina de Suecia

Introducción para lectores recelosos

1. Es un hecho histórico que en el invierno de 1649, Cristina de Suecia conversa diariamente con Descartes, que se ha incorporado poco antes a su brillante corte. Los une ciertamente su extensa cultura y su actitud común ante la historia, pues la reina promueve el tratado de Westfalia y el filósofo celebra en su último escrito el nacimiento de la paz. Como estas tertulias tienen un carácter informal y ningún testigo hostil puede registrarlas, es bastante lógico que traten de temas de moral y religión, sobre los cuales Descartes había establecido una rígida autocensura. Por lo demás la contundente afirmación de la libertad humana que está en la base de los coloquios es probablemente causa de que Cristina desafíe el integrismo reformista de su país y en una decisión sorprendente se convierta al catolicismo, aunque su carácter es demasiado temperamental para aceptar la letra de los teologúmenos concretos y de sus consecuencias morales.

2. Don Bernardino, Conde de Rebolledo, es embajador en Dinamarca desde 1647 hasta 1661, y además de tener una cultura amplísima y ser un gran escritor y poeta, participa también activamente en la preparación del documento que pone fin a la guerra. Todas estas circunstancias y además su amistad con el embajador de España en Suecia, Antonio Pimentel de Prado, le acercan al círculo que rodea a Cristina, y le permiten reunir por escrito el contenido de los diálogos que ella ha mantenido con el filósofo francés. El Conde, probablemente por deseo de claridad, les da nueva forma y los convierte en una meditación solitaria en primera persona. Cuando, vuelto a España, Don Bernardino es nombrado presidente del Consejo de Castilla, oculta estos documentos de la furia de los inquisidores, por el procedimiento, tan sencillo como cínico, de registrarlos en el Tribunal de la Suprema como prueba de una supuesta herejía de judaizantes exiliados a los Países Bajos, que desde el año 1659 no pertenecen, ni siquiera nominalmente a la Corona.

3. Los papeles de la Inquisición se guardan en el más absoluto de los secretos hasta la invasión francesa, que declara religión oficial al catolicismo, pero al mismo tiempo decreta la abolición de la Inquisición. Cuando José I encarga a Llorente el cuidado de los archivos, sus documentos sufren una dispersión descomunal, y únicamente es posible tener una idea apropiada de esta catástrofe bibliográfica por el testimonio parcial pero inapreciable de Menéndez Pelayo. El destino de todos los legajos es muy variado, pues, aparte unos cuantos que fueron quemados o destruidos, Llorente se hace cargo de una cantidad enorme de información, que le sirve para redactar las dos primeras partes de su Historia. La retirada de los franceses interrumpe su trabajo, pero cuando huye de España lleva con él un número infinito de apuntes y extractos, que vende a la Biblioteca Nacional de Francia, donde se conservan en dieciocho volúmenes. Pero además el mismo prólogo de la Historia nos informa de que el general Leverdière «me dio las llaves como colector general, después de haber permitido a muchas personas sacar muchos papeles y libros por espacio de dos meses». Afortunadamente, entre los protagonistas de este primer expolio están unos pocos letrados conocedores de la filosofía y la teología, entre ellos los directores de los centros superiores de Estudio y de los archivos de Alcalá, que por su rango de supremas autoridades culturales y posiblemente por su talante afrancesado merecen la confianza del nuevo rey.

4. En el año 1836 se trasladan a Madrid las Facultades de los dos Derechos, Canónico y Civil, y a mitad de siglo el resto de los Estudios de Filosofía y Teología, al mismo tiempo que se cierran los Colegios Mayores de Alcalá. Todos los fondos bibliográficos los acompañan en su exilio a la Universidad, y durante más de un siglo llevan una existencia oculta, sin que la curiosidad de los estudiosos desentierre sus doctrinas. Con la llegada a España de la filosofía existencial todo cambia, pues por primera vez en muchos siglos se pone en marcha un pensamiento de sorprendente originalidad. Gracias a los tratados de Husserl y ya en España de Ortega y Gasset, la figura de Descartes adquiere gigantescas proporciones, aunque su dualismo queda anulado, al pasar a primer plano la consideración íntegra de la vida humana. En la increíble Facultad de Filosofía de los años treinta, donde enseñan Morente, Gaos, Zubiri, Besteiro y Ortega, y donde los alumnos de la Licenciatura y sobre todo del Doctorado son tan escasos que pueden presumir de tener a tan ilustres maestros de profesores particulares, un estudiante anónimo redacta y corrige el borrados de las meditaciones, que tienen la forma de apuntes de clase.

5. Desgraciadamente desconocemos el nombre de quien le dictó las lecciones, aunque en este punto es posible adelantar una hipótesis bastante probable. Efectivamente, las conferencias que en el año 1940 da en Buenos Aires Ortega y Gasset, y que han quedado recogidas bajo el título de «La Razón histórica» se acercan más que ningún otro ensayo a estas lecciones, pues tocan con mayor o menor amplitud sus temas centrales, hacen un elogio descomunal de Descartes, lo convierten en un existencialista «avant la lettre», y sugieren por todo esto la lectura de un texto distinto de los desarrollos tópicos del maestro francés. En todo caso, muchos años después del terremoto de la Guerra Civil, que descontroló también los fondos bibliográficos del país, el Licenciado Alonso de Illescas, que había terminado sus estudios de filosofía, tuvo la fortuna de encontrar el anónimo manuscrito en un lugar tan extraño como era la reducida y sórdida biblioteca de Derecho Natural, y después de leerlo, decidió quedarse con él, antes de que se pudriese o lo descubriese un nuevo inquisidor para hacer con él un solemne auto de fe.

6. Alonso de Illescas ha respetado estos documentos originales y sólo introduce en su manuscrito una serie de modificaciones accidentales. En primer lugar distribuye el tratado en seis partes, según el esquema del Discurso del método, y sobre todo de las Meditaciones de Filosofía Primera. Además conserva el estilo de Descartes y el orden en que desarrolla su pensamiento, y entre sus seis jornadas de diálogo entre el filósofo y Cristina resalta la tercera, donde, a pesar de la dificultad del tema y precisamente por ella, aparece el filósofo de las ideas claras y distintas.

7. En resumen, la redacción del documento pasa por cuatro momentos diferentes en sus trescientos cincuenta años de historia. La base, y por decirlo así el sólido recipiente que da unidad a cuanto se elabora dentro de él, tiene el sello inimitable del gran maestro francés, por su estilo, su método y el orden riguroso por el que deriva desde un principio indudable todas las verdades derivadas. Bernardino de Rebolledo da un nuevo paso, acercando los diálogos con la reina a monólogos que recuerdan las solitarias meditaciones de Descartes. Los pensadores que enseñan en Madrid en los años veinte y treinta trasladan la reflexión de sus ilustres antecesores al lenguaje y categorías de la filosofía de la existencia, imitando a Husserl en sus Meditaciones Cartesianas y adelantando las ideas del gran teólogo del siglo XX, Rudolf Bultman.

Jornada tercera

Siempre he estimado la prudencia como la primera de las virtudes, lo mismo en mi vida pública que en la solitaria marcha de mis reflexiones. Gracias a ella he conseguido mantener un sosiego constante, a pesar del acecho de los necios y del excesivo celo de unas autoridades demasiado convencidas de tener en exclusiva la verdad. Y con tan grandísimo cuidado sigo esta cautelosa forma de ser que no la abandono ni siquiera a la hora de ordenar en secreto mis pensamientos. Porque acostumbro a ponerlos por escrito, encerrarlos en un cajón con triple llave, dejarlos reposar largo tiempo y someterlos después a una segunda lectura. Así me convierto en crítico de mis propias ideas, que puedo contemplar, por así decirlo, desde fuera antes de sacarlas a la luz pública. Porque si no tomo esta precaución, bien pudiera suceder que cuanto aparece indudable para mí mismo en el nacimiento y desarrollo de mi meditación, no tenga la misma validez ante el juicio de este segundo y más alto tribunal.

Y ahora que vuelvo a leer las conversaciones que hemos mantenido y que guardé después por escrito, veo con satisfacción que casi todas ellas tienen el mismo grado de evidencia y no merecen que se les cambie un solo punto. Pero en cambio esta tercera meditación sobre el primer principio, a pesar de que contempla una serie de ideas tan nuevas como provechosas, no me parece indudable, y más bien me recuerda un difícil tratado de escolástica, tanto más peligroso cuanto que sus razonamientos son tan sutiles como resbaladizos. Y cuando comparo su incertidumbre con la seguridad de mis primeros pensamientos, experimento la necesidad de hacer una revisión a fondo de su contenido, aunque haya que someterlo a una enérgica poda.

Pero antes de nada quiero averiguar las causas de que esta meditación, en vez de proporcionarme un punto de partida evidente e indudable, esté sometida a la inseguridad, de forma que aparezca como un cuerpo extraño en la marcha cierta de mis demostraciones. Porque puede ser que mi atrevimiento para intentar conocer verdades demasiado altas haya roto en dos la cadena de mi pensamiento, dejándome sumergido en la mayor perplejidad. Y para salir de este mal paso, si es que puedo, voy a repasar mis meditaciones anteriores, como un hombre que ha perdido el camino y quiere volver a su punto de partida.

Y esa repetición de la marcha no va a ser para mí y para cuantos me escuchen o lean sumamente tediosa, porque se limitará a caer en la cuenta de que mi vida es desde su principio a su fin y todos sus momentos una realidad indudable y de incomparable valor. Y mientras no abandone este punto de partida y me mantenga fiel a la consideración de mi existencia y de sus condiciones, puedo estar bien seguro de que me acompañará la certeza más absoluta.

Y ahora entiendo la razón de mi desconcierto, pues al comenzar esa tercera meditación, en vez de mantenerme dentro de mi existencia, me lancé imprudentemente fuera de ella a investigar por su principio, pasando por alto todas las evidencias que con tanto trabajo había cosechado. Porque la consideración de un ser perfecto que me sacase de mi estado vacilante de duda sólo me sirvió en su día, para completar artificialmente la marcha de mi método.

Mi meditación se parecía mucho más a un tratado de escolástica, que a través de mil revueltas quería dar con la causa indeterminada de una existencia puramente posible. Pero de esta forma no conseguí establecer ninguna proposición que fuese del todo evidente y que no se pudiese dudar, siquiera fingidamente. Y para mantenerme fiel a mi método decidí volver a la consideración de mi propia vida y de cada una de sus actitudes.

Al llegar aquí me di cuenta de un grave equívoco en que han caído tanto los teólogos que desarrollan un saber para ellos supremo, como los filósofos que niegan la existencia del primer principio, porque todos ellos mantienen una disposición del conocimiento, extraído de una cadena de razonamientos, al perecer imparables.

Y esa actitud indicativa, que pretende decirme cómo las cosas sagradas son o no son no tiene nada que ver con la piedad o la impiedad y se parece más a una enciclopedia que en el mejor de los casos me puede proporcionar un saber exhaustivo. Y ahora me explico por qué cada una de las teologías o antiteologías niega con tanto encono y seguridad a todas las demás, pues como está en posesión de ese libro verdaderamente definitivo puede prescindir de todos los otros.

Es verdad que todas las religiones y en particular la católica cristiana que me enseñaron en la Compañía reciben su inspiración de un hombre iluminado y adoptan en los siglos primeros una actitud de esperanza en un futuro mundo teologal. Pero cuando ha pasado ese momento inicial la primitiva y sencilla sociedad queda en manos de autoridades, que convierten esa fe en un código de enseñanzas, tanto más complicadas cuanto más se alejan las iglesias de su origen.

De esta forma también los teólogos al interpretar una religión revelada, la traducen a una serie de verdades, adoptando una actitud indicativa y construyendo su particular enciclopedia, y haciendo que los fieles aprendan, repitan y crean ese conjunto de acontecimientos prodigiosos, que a pesar de toda su majestad están tan alejados del mundo teologal como la tierra del cielo. Y tan orgullosas están las autoridades de su saber que ponen la felicidad del hombre en el frío conocimiento de una causa capaz de explicar toda las realidades del universo.

Pero esta actitud interrogativa e indicativa, que es tan propia de la física y las matemáticas, de la teología con su presunción de gaya ciencia y de la venerable filosofía, no es la única que puedo adoptar ante el mundo. Para no complicar demasiado mi exposición y quedarme con las disposiciones que a fuerza de repetirse son lugares comunes, experimento una actitud admirativa o estética ante un paisaje de suprema belleza o ante una obra de arte consumada. En este caso no pretendo dar razón ni conocer o explicar el mundo, pero no por eso pierde valor mi sentimiento de admiración.

Y en la medida en que soy un sujeto de la vida moral, también puedo tomar una actitud imperativa, lo mismo si obedezco a un legislador supremo que a los dictados universales e inapelables de mi razón. Y otra vez hay que decir que, aunque esta disposición de mi ánimo esté muy lejos del conocimiento o de la admiración estética, es igualmente digna de respeto, además de que es actual y evidente. Y en resolución este larguísimo prólogo me sirve de antesala para preguntarme si, además de estas disposiciones y otras tantas derivadas que llenan mi vida, habrá lugar en ella para una actitud teologal.

Antes de nada voy a repasar las disposiciones que adoptan los seguidores de las distintas comunidades religiosas, para después sacar factor común, como decimos los matemáticos. Para eso basta con atender a las más universales por el número de sus fieles, las más ilustres por sus doctrinas y las mejor conocidas por mí. Porque los sufíes mahometanos, los maestros de zen orientales, los seguidores cristianos de la devotio moderna, los monjes budistas y los sannyasis hindúes, a pesar de la contradicción de sus enseñanzas, siguen una actitud sorprendente mente parecida.

Para empezar, todos ellos buscan la soledad por los medios más contundentes. Y así los monjes budistas se refugian en sus monasterios evitando hasta la pregunta por el destino de los justos y la existencia de cualquier entidad trascendente. Y los maestros de zen guardan un parecido silencio, porque según ellos quien habla no sabe y quien sabe no habla. Los cristianos del siglo XIV se retiran a sus celdas y allí aprenden en sus libros de meditación lo que ellos llaman el desprecio del mundo.

Otros místicos, sufíes o cristianos, tienen su morada en los desiertos, sin conocer la conversación con los hombres comunes durante muchos años, tal vez durante toda la vida. Y los sannyasis, llegados a la última etapa de las cuatro que componen su existencia, aprenden a despegarse del mundo y de todas sus preocupaciones, liberándose del ciclo de las encarnaciones y del pesado destino heredado de un pasado interminable.

En resolución, todos estos hombres religiosos, con las inevitables variantes, dan la espalda a las cosas y se refugian en su propia intimidad. Y así podríamos decir que su actitud común es la negación del mundo, entendido como horizonte de la existencia. Y esta misma actitud seguiría yo, si no tuviese una cualidad tan extraña y sorprendente que necesariamente debo hablar de ella.

Desde que comencé a desarrollar mi método y mis meditaciones, y todavía mucho antes en mis años de aprendizaje con los padres de la Compañía he alcanzado tanta aversión a los lugares comunes que no sólo los paso por alto, sino que encima de eso he adoptado la extraña costumbre de contradecirlos por sistema, y así donde ellos dicen blanco, yo digo negro, y quedo totalmente convencido de tener la verdad. Cuando en mi juventud leí el libro de Copérnico que acababan de introducir en el Indice, seguí sus doctrinas astronómicas ocultamente, pero con tanto más entusiasmo cuanto que anulaban todos los tratados clásicos, desde Tolomeo a los monótonos escolásticos medievales.

Pues lo mismo me sucede ahora cuando reflexiono sobre esa actitud negativa que siguen unánimemente todas las comunidades religiosas cuando se presentan como modelo de santidad. Estoy decidido a desconocerlas y contradecirlas, y así donde ellas niegan el mundo, yo estoy dispuesto a afirmarlo de forma incondicional, poniendo en esta afirmación universal mi propia actitud teologal. Y además traslado este valor a las vidas de los hombres, lo mismo si son reyes, labradores, físicos o políticos, o la infinita serie de oficios que la naturaleza o la disciplina les enseñó.

Antes de seguir adelante, y para no entrar en discusiones tan estériles como ociosas, debo reflexionar qué quiere decir esta palabra afirmar, que uso de forma tan continua como despreocupada. Y esto es tanto más necesario cuanto que a través de ella me atrevo a llevar la contraria a las escuelas de teología y de mística. Y poniendo atención me doy cuenta de que en uno de sus sentidos no tiene que ver con los juicios afirmativos de la ciencia física, aunque sus descubrimientos la hayan convertido en este siglo en el saber por excelencia. Tampoco pretende alcanzar la verdad, a través de un conjunto de creencias, aseguradas por un testigo infalible.

Ahora puedo experimentar una evidencia que de ningún modo hubiera debido pasar por alto. Y es que afirmar quiere además, decir que sí al mundo y a la vida con todo cuanto tienen de adverso o favorable, y por esa disposición positiva de mi ánimo tomo la palabra, cuando considero una pareja de sinónimos la afirmación del mundo y la actitud teologal.

Para caminar paso a paso y no perderme en una selva necesito saber primero de nada, qué modalidad nominal acompaña al principio de esa afirmación, pues si la desconozco no sabré tampoco decir nada sobre su forma de ser, y menos sobre su existencia. Y ahora me doy cuenta del laberinto en que entran los teólogos clásicos, pues construyen su ciencia, empezando por el final y dando marcha atrás como dicen que hacen los cangrejos, y no sólo ellos, sino sus ilustres imitadores humanos.

Y así, primero de nada, se lanzan atrevidamente a demostrar la existencia del primer principio con una serie de argumentos tan débiles que merecen la contestación de sus adversarios librepensadores. Y en un segundo momento le dan un nombre capaz de definir su esencia, y unas propiedades tan abundantes como superlativas. Y al final de su andadura enseñan orgullosamente su objeto de estudio, dejando de lado la actitud que les debió guiar desde el principio.

Y no necesito pensar mucho para darme cuenta de que he de seguir un camino rigurosamente inverso, imitando al gran Anselmo, que primero de nada adopta una actitud de invocación, en un segundo momento da nombre al sujeto invocado, a través de una fórmula tan compleja como admirable, y finalmente demuestra su existencia precisamente a partir de ese nombre. Y aunque las categorías de mi pensamiento son diferentes de las suyas me acerco tanto a él que casi rozo su saber teologal.

Para mantener un orden parecido en mis ideas empiezo afirmando incondicionalmente el mundo, y en eso quedamos en que consiste la actitud teologal. Y después buscaré la modalidad nominal que es expresión segura de mi afirmación y en un tercer momento deduciré sus propiedades mucho más admirables que las de mi maestro, porque está por encima de toda definición y de todo ser.

La afirmación y aceptación de mi mundo y mi vida no se corresponde con la simple enumeración de un proceso horizontal de causas y efectos, tal como lo explican las ciencias de la naturaleza, y primero de todas la física, sino que es algo mucho más complicado. Si me fijo bien, no tardo en descubrir que se compone de dos polos con propiedades opuestas y complementarias.

Siempre me agradó, no sólo el conocimiento de las matemáticas y en particular de la geometría, sino la transposición de su lenguaje abstracto a la conversación común. Y así puedo decir que cuando adopto la actitud teologal el principio de mi afirmación se proyecta verticalmente sobre el mundo, de tal forma que su sujeto y su objeto pertenecen a planos distintos.

Y en primer lugar el principio de mi afirmación teologal permanece invisible, y con relación al mundo se comporta como la especie impresa de los escolásticos, o para utilizar un lenguaje menos barroco, como las palabras de un idioma cualquiera, pues no soy consciente de ellas cuando hablo o leo, pero me sirven para conocer las cosas que significan.

Y lo mismo sucede con la luz o el aire, que desaparecen a mis ojos, pero son diáfanos y causa de una universal iluminación. Y en resolución todas estas imágenes me ayudan a aclarar cómo será el principio de mi actitud en la medida en que, permaneciendo también oculto, se abre a una afirmación incondicional del mundo y de la vida.

Y después de reflexionar sobre estas propiedades admirables, me pareció llegado el momento de averiguar qué modalidad nominal corresponde a este principio de mi afirmación, o utilizando el mismo camino de Anselmo cuál es el nombre del objeto de la invocación y de la actitud teologal. Porque si no doy este segundo paso mi investigación quedará frustrada y no podré dar cuenta de su esencia y de su ser.

Voy a considerar los nombres que los teólogos más ilustres de las tres religiones y los de las otras comunidades han dado a la divinidad, como también las fórmulas más o menos complicadas con que definen su relación con el mundo. Y así podré eliminar todos aquéllos que no correspondan a la actitud teologal, en la esperanza de encontrar una fórmula tan sencilla que se ha dejado pasar por alto, por su misma evidencia.

En primer lugar debo dejar de lado todos los nombres sustantivos, tales como ser realísimo, ens a se, primer principio, causa causarum, ordenador del mundo, fin último, y los demás con que le adornan los teólogos. Pues estas expresiones indican una naturaleza determinada, ya que por muy alta que se piense, no puede ser ni más ni menos de lo que es. Por lo demás mi actitud ante este principio, cuya existencia queda demostrada racionalmente es puramente indicativa y de ninguna forma teologal.

Por la misma razón debo excluir todos los nombres propios, como Dios, Allah, Yahveh, Elohim, o cualquier otro, pues nombrar o numerar una cosa es tanto como dominarla y convertirla en objeto. Y una vez más me admiro de la sabiduría del mandamiento de los judíos, que prohibe figurar a Dios, no sólo por imágenes sensibles, sino también por su nombre. Y el evangelio traslada este mandamiento a los mismos espíritus impuros.

Tampoco es suficiente usar una colección de adjetivos, todo lo abundante y superlativa que se quiera para encontrar una modalidad nominal que se corresponda con la actitud teologal. Porque cada uno de ésos adjetivos, como omnipotente, justísimo, eterno, impasible, supremamente vivo, sabio y bueno, y otros muchos innumerables, sólo sirven para llenar pesados libros de teología, que en el mejor de los casos proporcionan a sus lectores un conocimiento indicativo, igual en esencia al de cualquier ciencia, aunque infinitamente menos seguro.

Mucho peor es utilizar una modalidad nominal, correspondiente a un verbo como crear, sacar de la nada, predestinar. Porque en todos estos casos el sujeto de la acción tiene un valor tan definitivo sobre el universo y sobre la libertad, que ante su majestad ya nada vale la pena. Y de esta forma habría que cambiar la sentencia según la que Dios creó al mundo y al hombre de la nada por otra rigurosamente inversa, pues la pura presencia de Dios convierte en nada al hombre y al mundo.

Cuando repaso las categorías de Aristóteles, que a primera vista agotan todas las formas de significación de un término, no descubro ninguna que sola o en composición con otras sea un nombre que responda a mi primera actitud teologal. Y esta es la razón, me parece a mí, por la que los solitarios de todas las religiones, además de abandonar y negar el mundo, refugiándose en los desiertos, guardan un silencio reverencial y obligado cuando se preguntan por ese desconocido. Y la más elemental prudencia me aconseja acompañarles en esa disposición de ánimo, porque en este punto «más fácil es callar siempre que hablar sin errar».

Pero, como ya me sucedió en la segunda meditación, es posible que ese nombre esté oculto no por la infinita excelsitud y lejanía de su objeto, sino al contrario, por su proximidad a mi lenguaje y mi pensamiento. Y tengo que procurar investigar hasta lo más evidente, no me vaya a suceder como al hombre del apólogo, que recorrió enormes distancias sin poder encontrar por ninguna parte su asno, precisamente porque estaba sentado encima de él.

Quienes me conocen, saben muy bien que mi inteligencia es increíblemente lenta, hasta tal punto que cuando discuto verbalmente con alguien, casi siempre quedo sin argumentos, aunque se trate de un problema de filosofía primera o de matemáticas en que me he ejercitado constantemente a lo largo de la vida. Y me indigno conmigo mismo, porque pasada más de una hora de aquel fracasado diálogo, me vienen a la cabeza una serie de pruebas decisivas que me dan de sobra la razón, cuando mi rival dialéctico ha desaparecido hace tiempo, llevando la corona del vencedor. Y por eso prefiero elaborar mis pensamientos en la soledad de mi celda, y comunicarme por escrito –que ahí sí llevo ventaja– con los ingenios más eminentes.

Pero esta lentitud de mi pensamiento se ve compensada de sobra con otra cualidad complementaria. Porque cuando entiendo definitivamente una proposición y la paso a la memoria, allí me queda instalada, tal vez durante toda mi vida. Y si me planteo una cuestión cualquiera mucho después y los demás la dan por cerrada, experimento cómo mis recuerdos llaman a la puerta imperiosamente y solicitan mi atención. Y también en esta ocasión me acordé de una sentencia que había leído repetidamente, pero que siempre había pasado por alto por su condición, aparentemente impensada y fortuita.

Y ahora que la repaso me doy cuenta de que para descubrir una modalidad nominal que se corresponda con mi actitud teologal, no necesito estudiar la increíble complicación de los sistemas de los teólogos antiguos o medievales, ni admirar el movimiento de las esferas celestes, la configuración del universo o la disposición de los órganos de los seres vivos, pues me basta proclamar, como hace Pablo en el inicio de la segunda carta a los corintios, una breve y contundente afirmación, un sí absoluto y universal, o como dicen los fieles más simples, alejados de las confusas doctrinas de las autoridades, un amén.

Y no podía ser de otra forma, porque como la actitud teologal se corresponde con una afirmación del mundo, necesariamente empieza y termina en esta brevísima fórmula, que ha pasado inadvertida a las inteligencias más ilustres por su misma sencillez. Pues tanto los que están a favor como en contra de la teología, en vista de la importancia del tema y de la excelsitud de su pretendida ciencia, escriben larguísimos y tediosos libros, sin llegar a conclusiones definitivas.

Y cuanto más lo pienso, más me admiro de esa sencillísima sentencia de Pablo, porque ella, mejor que ninguna otra, respeta la indeterminación del nombre que corresponde a la actitud teologal. Pues este «sí» no dice nada de él mismo, y por ello está –como dijeron en el pasado algunos meditadores eminentes– por encima de toda esencia y de toda definición. Y se equivocan los teólogos que persiguen un objeto directo de sus palabras y sus pensamientos, porque esta afirmación permanece invisible aunque se proyecta directamente sobre el mundo.

Y volviendo otra vez a esa expresión, tanto más rica cuanto más sencilla, compruebo cómo excluye de golpe, no sólo todas las determinaciones definidas internamente por una naturaleza, sino también las acciones proyectadas sobre un universo exterior. Y siguiendo siempre esta actitud teologal me atrevería a sustituir a un ente realísimo, que a través de un misterioso acto de voluntad y por un proceso difícil de entender crea un universo de existencias, por un afirmador de todas las cosas, que encuentran en él su sentido.

Pero además me parece, no sólo imposible, sino además falta de sentido la pretensión de establecer un juicio de existencia, positivo o negativo, sobre esta afirmación en que se funda la actitud teologal. Porque, aunque en ella están contenidos el sentido de mi vida y de su mundo, y la de otros universos y proyectos infinitos, sin embargo, considerada formalmente en sí misma, está colocada, no sólo más allá de toda esencia y definición, como dije hace poco, sino también por encima de todo ser.

Y después de eso, reflexionando que este sí es la modalidad nominal más sencilla y rica en sentido que pude encontrar, que a pesar de ser una afirmación universal mantiene el secreto de su esencia y de su ser, que los hombres comunes la repiten de continuo, evitando la complicada teología y los pretenciosos razonamientos de las autoridades oficiales, decidí tomarla como llave maestra de mi actitud teologal. Y que es la más sencilla y la más cercana a nosotros, bien lo dice otra sentencia complementaria, que me viene a la memoria: «No quieras subir al cielo ni descender al abismo, porque la palabra está muy cerca de tí, en tu boca y en tu corazón.»

Todavía me queda considerar el universo a que hace referencia esta afirmación universal, y otra vez he de andar con sumo cuidado. Pues si me limito a afirmar la existencias de cada una de las realidades, o de todas ellas juntas, otra vez quedo sometido a un lenguaje indicativo y alejado de la actitud teologal. Y si sustituyo esta afirmación por un primer principio de la existencia, claramente veo cómo el universo entero y mi propia vida, quedan anulados y pierden todo su valor.

Y ahora me explico porqué las doctrinas que en los siglos pasados y sobre todo en éste último describen las hazañas de los hombres más ilustres y elaboran una ciencia del mundo físico cada vez más perfecta por sus principios y sus efectos, dejan en segundo plano al universo teologal, que en las universidades de la Edad Media acaparaba toda la atención de los estudiosos. Pues mientras la teología no experimente un giro radical será incompatible con el desarrollo de las humanidades, las matemáticas y la ciencia de la naturaleza.

Y por eso me lleno de asombro cuando veo que esa nueva fórmula por otra parte tan simple, no sólo no suprime el mundo, sino que por el contrario le da pleno sentido. Hasta tal punto que mientras este «sí» permanece oculto y lleva una vida que podría llamarse humilde, sin embargo el universo afirmado por él, adquiere un valor supremo. Y me viene a la memoria la actitud de Francisco de Asís, que lejos de desvalorizar las cosas, consideraba a todas las criaturas, hasta las más insignificantes, sus hermanas.

Y no encuentro ninguna contradicción ni incompatibilidad entre una dedicación a la ciencia del universo y esa afirmación, donde el valor de las cosas vuelve a aparecer de forma superlativa. Porque el mundo ya no es sólo el objeto de una teoría y de sus aplicaciones prácticas tan admirables como provechosas para los hombres, sino que además es digno de un respeto incomparable. Y la correspondiente actitud teologal ya no lo contempla como una entidad indiferente, sino como algo que existe en plenitud.

Gracias a esta sencilla afirmación puedo desmontar el complicado aparato de las teologías de las tres religiones, que toman a la primera causa como objeto de estudio, y después de establecer su existencia, deducen sus propiedades internas e investigan su acción sobre las causas segundas y su intervención en la vida de los hombres. Porque como su actitud es puramente teórica, no se diferencia en nada del matemático o del físico, como no sea que al juzgar al principio primero, hacen de él una cosa, con resultados ciertamente catastróficos.

Y no sólo ellos, sino quienes de una u otra forma ponen en duda o niegan esa entidad suprema, mantienen la misma disposición teórica, pues la someten a un juicio indicativo y hacen de ella –aunque con resultados negativos– objeto de su filosofía. Y como también ellos pasan por alto esta afirmación casi imperceptible que da sentido a todas las cosas, y toman al ser supremo como tema directo de su negación, su conversación suele ser tediosa, porque están siempre hablando, directa o indirectamente, de teología.

Ya estoy acercándome al final de esta meditación, pero los pasos últimos suelen ser los más difíciles, y para no tropezar debo andar con infinita cautela, no sea que se tuerza el sentido de mi actitud y de su modalidad nominal. Y tomando estas precauciones me doy cuenta de que este lenguaje teologal no es posterior al descubrimiento de cualquier realidad ni a los efectos de mi acción sobre ella, como sucede en la ciencia física. Tampoco se contrae a la formulación de un mandamiento moral, ni a la admiración ante una obra de arte, por muy admirables y llenos de sentido que sean esos mundos.

Porque este otro lenguaje, no sólo es el más simple, el más universal por su alcance y el más incondicional, sino que además empieza y termina en una simple afirmación, y funciona como un foco de luz, que en sí mismo permanece oculto, pero es capaz de iluminar todo su horizonte. Y en resolución, gracias a esta actitud, mi vida y su mundo ya no son una realidad opaca e indiferente, sino que adquieren pleno sentido.

Voy a reflexionar, como de costumbre, sobre el contenido de esta tercera meditación para ver si los prejuicios de escuela o la costumbre secular de seguir ciegamente un catecismo me han impedido llegar a proposiciones verdaderas o por lo menos del todo evidentes. Pero estoy verdaderamente perplejo, porque en vez de sortear difíciles silogismos escolásticos y llegar a conclusiones tan inciertas como discutibles, todo mi discurso se reduce a caer en la cuenta, de que la afirmación del mundo es sin que haya lugar a duda, una actitud teologal.

Y si alguien queda insatisfecho y exige una demostración escolar de la existencia de un primer principio, solo puedo decirle que, aunque esa proposición fuese tan evidente como un teorema matemático, hasta el punto de que todos los hombres estuviesen ciertos de él, y se pudiese calcular con máquinas, tal como había soñado el gran Raimundo Lulio, este consentimiento universal no tendría nada que ver con la actitud teologal, y en el mejor de los casos sería un conocimiento indicativo, incapaz de dar sentido a mi existencia y a su mundo.

 

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