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El Catoblepas, número 30, agosto 2004
  El Catoblepasnúmero 30 • agosto 2004 • página 11
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Ministras Socialistas
Obreras Españolas

María Santillana Acosta

La sección femenina del gobierno de España
posa para una revista afrancesada

La sección femenina del gobierno de España posa para una revista afrancesada

Dos de las ocho ministras socialistas obreras españolas
que posaron entre pieles ante la puerta del Palacio de la Moncloa

La revista Vogue España, versión castiza de uno de esos instrumentos de los que se sirve Francia en su afán de globalizar a quien se deje a la manera pija parisina, publica en el número que lleva fecha de septiembre de 2004 (pero que se difunde desde mediados del mes de agosto), páginas 220 a 229, un reportaje realizado el 9 de julio de 2004 en el Palacio de la Moncloa (sede de la presidencia del gobierno de España), rotulado «Ocho mujeres para la historia» (en su portada la revista anuncia: «Exclusiva. El poder y la gloria. Las ocho mujeres del gobierno juntas para Vogue.»), que se abre con el siguiente texto:

«Nunca tantas mujeres y tan dispuestas entraron en la historia tan de golpe. Son las siete ministras del Gobierno de nuestro país junto a la vicepresidenta (...). Un retrato para Vogue y para la posteridad. Las damas del poder. Viva la revolución. Federica Montseny fue símbolo de una España revolucionaria por ser ministra, multiplíquenlo por ocho. Es un terremoto histórico. El encuentro supuso unas horas únicas, vividas en el corazón del poder, pero con la ilusión y el encantamiento de los que acaban de llegar.»

Efectivamente es un terremoto: la Sección Femenina del partido obrero socialista español ya no quiere permanecer esclava de las antiguas formas de oposición a la derechona; aquella derechona nacional católica y cuasi fascista cuyas mujeres iban vestidas casi de sayal, y que a lo sumo alcanzaron a mejorar algo en la triste indumentaria de las monjas teresianas, y en sus grados más altos y avanzados, con el pelo corto y la manga larga de los vestidos algo más modernos, pero que permitían también ocultar discretamente el cilicio, que se toleraban en la Sección Femenina del Opus Dei.

Pasaron también los tiempos en los que las mujeres de izquierdas querían equipararse a las secciones masculinas buscando la igualdad, incluso mediante la neutralización de los atributos de género. Las ministras socialistas españolas, es decir, la sección femenina del Gobierno socialista, ya sabe, frente a la derecha, que la igualdad de género ha de manifestarse ante todo en el plano cuantitativo, es decir, en el 50% del cupo de ministros, pero nada de igualación en la indumentaria.

Aquí las ministras se ponen decididamente al lado de las grandes mujeres que trabajan la pasarela: sería impensable que los ministros masculinos emprendiesen caminos parecidos. Pero sobre todo las nuevas ministras llevan la revolución a su límite: fuera el miserabilismo de la antigua izquierda, fuera también los recelos ante lo que pueda decirse en cuanto a la falta de igualdad con las obreras socialistas no ministras, que no tienen acceso a los trajes y a las pieles de diseño, cuyo valor excede el salario de tres o cuatro años de la mujer obrera española que no se dedica a la política.

¿Acaso se olvida que lo que estas ministras revolucionarias socialistas obreras españolas de izquierda tienen en su cabeza es la igualación por arriba? Su proyecto consiste, sin duda, en lograr que todas las mujeres españolas, y particularmente las obreras, en el próximo Estado pacífico de Bienestar que la Sección Masculina del PSOE diseña, puedan vestir también con estos trajes.

¡Qué socialismo tan hermoso nos abren estas mujeres de la más auténtica izquierda socialista obrera española! Una España en la que todas sus mujeres podrán ir vestidas al estilo Vogue, con todo lo que eso significa: salarios mucho más altos, incluso, que los percibidos por la Sección Masculina, puesto que estas nuevas ministras obreras socialistas no quieren de ningún modo que sus trajes los paguen sus maridos, compañeros, o compañeras.

El gobierno del PSOE (Partido Socialista Obrero Español), en el poder tras las elecciones de 11+3 de marzo, avanza así otro poco en su afrancesamiento. El ministro masculino encargado de los asuntos extranjeros se declaró afrancesado en cuanto tuvo ocasión de hacerlo; y este verano la prensa ha difundido que el propio Presidente del Gobierno de las revolucionarias ministras obreras socialistas Vogue, ha renunciado por fin en sus fallidos intentos de aprender la lengua inglesa, y que se limitará a procurar mejorar los rudimentos de francés que alcanzó de estudiante, para no perderse, en futuros viajes internacionales, los comentarios de sus colegas sobre las modélicas ministras socialistas obreras españolas, la sección femenina del gobierno de izquierdas que preside.

Lucía Méndez, en El Mundo (del lunes 23 de agosto de 2004), define al presidente ZP como político «metrosexual» y glosa sus lecturas estivales. Nos permitimos reproducir este artículo, pues ayuda a comprender la deriva afrancesamiento Vogue del gobierno obrero socialista español:

«El político 'metrosexual' y 'La cultura de la conversación'.
El término hombre metrosexual fue acuñado por el periodista británico Mark Simpson en 1994. Y desde entonces ha hecho fortuna. El concepto tiene muchas acepciones y ha sido explotado por el marketing publicitario para vender productos de belleza hasta ahora dirigidos al público femenino. Básicamente, se utiliza para describir al hombre moderno que se muestra más cercano y sensible a los problemas de las mujeres, es educado, encantador, cultiva su atractivo y extrema los buenos modales. Es ese varón que, sin complejos, ha establecido una comunicación con su lado femenino, sin por ello perder su condición de hombre. No tiene inconveniente en expresar sus emociones y, por supuesto, es heterosexual. Según los estudiosos de esta tendencia del siglo XXI, los metrosexuales han asumido la misión de acabar con el modelo del macho dominante, duro y autoritario que ha regido los destinos del mundo, la empresa y la política.
Cuesta poco reconocer en estos rasgos que se atribuyen al hombre metrosexual algunas de las características que adornan al presidente del Gobierno. El político español que ha roto con los estereotipos del liderazgo político del macho-macho. No es necesario poner ejemplos del pasado que están en la mente de todos. Desconocemos si José Luis Rodríguez Zapatero usa cremas hidratantes u otro tipo de cosméticos –características más visibles y publicitadas de estos hombres– y, desde luego, sus trajes no son tan fashion como los de Beckham. El gesto cómplice de acompañar a sus ocho ministras mientras se fotografiaban tan elegantes en Vogue nos indica que la estética le importa. Pero lo suyo, lo de ZP, es otra cosa. Pertenece, digamos, al sector intelectual y refinado de la metrosexualidad.
La amabilidad y exquisitez que caracterizan a estos hombres las llevaba el presidente en su maleta de lecturas para las vacaciones. Uno de los libros que dijo que leería en Menorca se titula La cultura de la conversación. Su autora es Benedetta Craveri, nieta del filósofo Benedetto Croce y estudiosa de la literatura y la sociedad francesas del siglo XVIII. La obra, editada por Siruela, es más que un libro. Es una delicada joya que ha obtenido varios premios literarios. Si por su lecturas los conoceréis, zambullirse en las páginas de La cultura de la conversación puede ilustrarnos sobre la filosofía vital del presidente. Y también acerca de ese lado femenino que tiene que ver con su visión, admiración y respeto por las mujeres.
Craveri relata, con prodigiosa erudición, sensibilidad y rigor historiográfico, el esplendor de los salones parisinos en los dos siglos anteriores a la Revolución Francesa. La autora cuenta cómo, con qué sutileza, ingenio, inteligencia y talento, las mujeres de la nobleza se las apañaron para ejercer su dominio sobre la sociedad a través de lo que se llamó «la vida mundana». Las nobles francesas urdieron una «conspiración» para conquistar un poder «sin precedentes y que será único en la Historia de Europa». Ellas eran quienes legislaban y establecían las reglas del juego.
Escribe Craveri en el preámbulo: «Este libro cuenta la historia de un ideal de sociabilidad a través de la elegancia y la cortesía, que contraponía a la lógica de la fuerza y a la brutalidad de los instintos un arte de reunirse basado en la seducción y el placer recíprocos». «La conversación obedecía a leyes que garantizaban la armonía en un plano de perfecta igualdad. Eran leyes de claridad, de mesura, de elegancia, de respeto por el amor propio ajeno. El talento para escuchar era más apreciado que el talento para hablar, y una exquisita cortesía frenaba la vehemencia e impedía el enfrentamiento verbal.»
«Este ideal de conversación, que conjuga la ligereza con la profundidad, la elegancia con el placer, la búsqueda de la verdad con la tolerancia y el respeto a la opinión ajena, no ha dejado de atraernos nunca; y cuanto más nos aleja de él la realidad, más sentimos su falta.»
No negará nadie que estos párrafos le cuadran como un guante a nuestro presidente.
«Sólo frecuentando a las damas se consigue ese aire de mundo, esa politesse que ningún consejo ni ninguna lectura pueden dar», escribía en el siglo XVII el abate de Bellegarde.
Craveri sitúa el comienzo de la historia de esta vida mundana en 1613, cuando Catherine de Vivonne, Madame de Rambouillet, abrió sus salones en la rue Saint-Thomas-Du-Louvre. Ella hizo decorar primorosamente en su palacio la denominada Estancia Azul, que ha pasado a la leyenda como un mito de esta cultura de la conversación. En el ambiente de esta sala, los invitados «tenían la impresión de hallarse bajo el efecto de un hechizo».
En los salones de Madame de Rambouillet, como posteriormente en los de Madame de Sévigné, marquesa de Lambert, Madame de Tencin, Madame de Maintenon, y tantas otras cuyas vidas se cuentan en el libro con todo lujo de detalles –también los escabrosos– se practicaba mucho «la complacencia, inseparable de la politesse», que indicaba «la voluntad, común a la mayoría de las personas de mundo, de no entrar en conflicto con la personalidad del interlocutor, sino de mostrarle una disposición sin reservas, incluso a costa de contravenir el propio carácter».
«No os podéis imaginar, ni yo puedo explicaros, todas las ventajas que se pueden derivar de un aire elegante, de una manera amable y de un modo de presentarse cautivador, incluso en el terreno de los negocios. Estas son las cosas que seducen, que atraen las preferencias, que juegan con el corazón hasta conquistarlo.Conozco a un hombre que, sin una pizca de mérito, de saber o de talento, se ha elevado infinitamente por encima de su nivel gracias al aire elegante y a sus maneras cautivadoras», escribía Lord Chesterfield a su hijo en 1750, tras mandarle a París para que le educara una gran dama en sus salones.
Madame Necker, una de las últimas protagonistas de la vida mundana antes de que la Revolución comenzara a cortar cabezas, aseguraba lo siguiente: «El gobierno de una conversación se parece mucho al de un Estado; hay que conseguir que apenas se note la autoridad de la guía. El estadista y la anfitriona no deben entrometerse nunca en las cosas que funcionan solas, pero sí deben ir solucionando los problemas que surgen en el camino, quitar los obstáculos, reavivar el intercambio de ideas en los momentos de cansancio.Una anfitriona ha de impedir que la conversación se vuelva desagradable o peligrosa; y debe abstenerse de cualquier injerencia mientras el impulso inicial sea suficiente y no necesite ser renovado. Acelerar demasiado supone ser un estorbo.»
No sabemos si Zapatero se leyó este libro antes o después de su singladura con Pasqual Maragall para pescar atún rojo, que es el más difícil de pescar. Tal vez pusiera en práctica las enseñanzas del libro. Puede que logre construir en La Moncloa una Estancia Azul tan refinada, elegante y exquisita como para que sus socios de Gobierno resulten hechizados en la negociación de los Presupuestos, de igual forma que aquellos nobles, escritores, políticos y filósofos que cultivaban La cultura de la conversación se sentían hipnotizados en los salones de Madame de Rambouillet. Si bien a otros esta exquisita costumbre les parecía tan fútil como inútil. Rousseau fue el más contundente fustigador de los salones y Edward Gibbon, autor de Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano salió una noche del salón de Madame Necker haciéndose una sesuda reflexión sobre el alcance de esta arraigada cultura. Era de dominio público que el célebre historiador había estado profundamente enamorado de Madame Necker, de soltera mademoiselle Curchod, con quien su familia no le dejó casarse. A pesar de lo cual, al marido, ministro de Finanzas, no le importó dejarles solos porque, al fin y al cabo, en los salones sólo se cultivaba la conversación como una de las bellas artes. Lucía Méndez.»

 

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