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El Catoblepas, número 31, septiembre 2004
  El Catoblepasnúmero 31 • septiembre 2004 • página 5
Voz judía también hay

Estruendoso silencio sobre el Líbano

Gustavo D. Perednik

En su reciente libro España Descarrilada, Gustavo Perednik se extiende acerca de la obsesión europea en criminalizar siempre a un solo país. En este artículo lo ejemplifica con el caso más extremo de una curiosa moralidad: la de quienes se mantuvieron apáticos ante el martirio del Líbano hasta que...

Gustavo Daniel Perednik, España descarrilada, terror islamista en Madrid y el despertar de Occidente, Inedita Ediciones, Barcelona 2004, 319 páginas En nuestro artículo anterior nos hemos referido a la cómplice apatía de la Unión Europea frente a las agresiones contra Israel. En éste, complementaremos ese síndrome poniendo de relieve su contrapartida: negar que el país judío pueda ser alguna vez la víctima, fomenta en los medios europeos la imperiosa necesidad de convertir a Israel, a toda costa, en el ubicuo verdugo.

La euromiopía llegó a su éxtasis en el caso del Líbano. Leer la historia de ese país en los últimos treinta años, es casi un ejercicio de novelística kafkiana, sobre todo si se presta atención a la reacción mundial ante cada estadio de esa cronología.

Cuando en 1970 Jordania mató a miles de palestinos y expulsó de su territorio a Arafat y sus secuaces, nadie los defendió, ya que la pretendida solidaridad europea con los palestinos se circunscribe exclusivamente a aquellos casos en los que se puede denostar a Israel.

Los grupos armados palestinos se refugiaron en territorio libanés desde donde, para continuar con sus ataques contra Israel, implantaron lentamente un mini-Estado propio que generó tensiones étnicas.

La población cristiana del Líbano se resentía de la presencia palestina, que ponía en peligro el frágil enlace entre las diversas comunidades de ese país y amenazaba con obligarlo a dejar de ser la única democracia del mundo árabe, para transformarse en una dictadura árabe más, totalitaria e intolerante.

La metamorfosis demandó una década. En su libro La guerra terrorista de Siria contra el Líbano y el proceso de paz (2003), Marius Deeb relata minuciosamente cómo, entre 1974 y 2000, el régimen de los Assad en Siria engulló a su pequeño vecino (cabe consignar que el dominio de esa familia sobre Siria desde 1969 es de por sí una ocupación, ya que pertenecen a una minoría que constituyen un diez por ciento de la población del país{1}).

Cronología de la ocupación

La primera de una larga serie de matanzas contra cristianos, se produjo en el monasterio de Deir Ayach, el 3 de septiembre de 1975, donde palestinos asesinaron a tres monjes, Boutros Sassine, Antoine Tamini y Hanna Maksoud. El mundo no protestó. Los lugareños cristianos que vivían en las cercanías huyeron, y los agresores destruyeron la aldea. Los palestinos liderados por George Habash y Nayef Hawatmeh atacaron asimismo la localidad de Beit Mellat y asesinaron a los aldeanos que cayeron en sus manos.

El siguiente año fue crítico. El 15 de enero de 1976, los palestinos asolaron Kab Elias, una aldea mixta (cristianos y mahometanos) en el valle de Bekaa. Diez días después, dieciséis cristianos fueron asesinados y veintitrés heridos. Los cristianos iniciaron su éxodo a Zahlé, Beirut oriental y Jounieh. En por lo menos dos ciudades, Damour y Jieh, las bandas palestinas cortaron los dedos de niños cristianos para asegurarse de que no pudieran disparar armas. Las iglesias de Damour fueron profanadas y trescientos habitantes masacrados. No hubo protestas.

El 19 de enero, la aldea de Hoche Barada fue enteramente demolida. Otro grupo fundado por palestinos, el Ejército del Líbano Árabe, destruyó la ciudad de Aintours. Tres cabecillas del grupo recibieron la misión explícita de llevar a cabo masacres que sometieran a los cristianos libaneses al Estado en formación de Arafat. Samir Abou Zahr, lideró la masacre en Emir Bechir (donde las víctimas fueron asesinadas mientras dormían), Mostapha Sleiman hizo arrasar la ciudad de Checa, y Moiin Hatoum atacó los cuarteles de Khyam matando a más de treinta soldados libaneses.

Los cristianos solicitaban auxilio de un mundo que permanecía silencioso. Y el vecino del norte, que siempre había descrito al Líbano como su «natural zona de influencia» se regodeaba en oír ese silencio. Las tensiones étnicas se extendieron y los drusos, solidarios con la OLP, comenzaron a hostilizar a los cristianos. Éstos pidieron un alto el fuego, pero el líder druso Kemal Jumblatt no lo aceptó. Con la excusa de ese rechazo, el 31 de mayo Siria invadió el Líbano, esgrimiendo la curiosa explicación de que su presencia protegería a la minoría cristiana de la creciente hostilidad islámica.

Una vez que el ejército de decenas de miles de soldados sirios se hizo fuerte en el país, se lanzó a la operación inversa a la anunciada. En los bombardeos subsiguientes, más de quinientos civiles cristianos fueron asesinados.

Al año siguiente, los sirios mataron a Kemal Jumblatt (16/3/77) y enviaron grupos guerrilleros para someter a las aldeas cristianas, en las cuales más de mil pobladores fueron asesinados. Sólo en Deir Dourit, devastada por completo, murieron doscientos setenta y tres. Ni una palabra de queja en el mundo entero.

1978 fue el año de la apropiación siria del país, y el otrora Líbano independiente moría asesinado. Sami Khatib, instalado por el gobierno sirio como agente de seguridad, fue directamente responsable de la detención, tortura y desaparición de miles de libaneses opuestos a la invasión. Ni una condena, lamento o queja de nadie.

El 27 de junio un escuadrón sirio conducido por Ali Dib arrastró a veinte jóvenes de sus camas en las aldeas de Kaa y Ras-Baalbeck, y los fusiló sin juicio ni acusación alguna. El objeto era el control total de una comunidad en la que pervivía el hábito antisirio de la libertad. Ni la prensa, ni los organismos de derechos humanos, ni ningún país condenaron seriamente el episodio.

El 1 de julio, la milicia privada de Rifaat Assad, hermano del presidente sirio, sitió las zonas que permanecían libres en los suburbios de Beirut y las hizo bombardear durante cinco días y cinco noches, con cañones y morteros, con un saldo de más de sesenta civiles muertos y trescientos heridos. Nada.

En agosto de 1979, los sirios y palestinos destruyeron las aldeas Niha, Deir Bella y Douma, en el Norte. Ni una palabra de nadie. Los sirios y palestinos ya se habían impuesto al país. Entre 1980 y 1981 las brutalidades sirio-palestinas se extendieron para acabar con todo foco potencial de resistencia. El 24 de febrero, el director de la revista Hawadess, Selim Laouzi, fue secuestrado por los sirios camino al aeropuerto, torturado y asesinado, y su cuerpo mutilado fue hallado en el bosque de Aramoun. Nada. El 23 de julio, Riad Taha, presidente de la prensa, fue asesinado en Raouché.

En marzo de 1981, la ciudad cristiana de Zahlé fue bombardeada y la monja Marie Sophie Zoghbi asesinada mientras intentaba socorrer a las víctimas. Dos mil cristianos murieron en los bombardeos que siguieron en Beirut del Este, bajo el mando del palestino Ahmad Ismail. No hubo reacción.

Uno podría pensar que la falta de resistencia de Occidente se debía a que la agresión siria no los afectaba. Craso error. La desidia continuó cuando el ataque los afectó directamente.

El 4 de septiembre de 1981, el embajador francés en el Líbano, Louis Delamarre, fue asesinado por sirios. Francia apenas atinó a convocar a París para consultas a su embajador en Siria. En esto los franceses fueron más rigurosos que los españoles. Cuando en marzo de 1989 las tropas sirias asesinaron al embajador español, Pedro Manuel de Aristegui, junto con su suegro y cuñada, España ni siquiera llamó a consultas a nadie. Pero sigamos con el relato.

En febrero de 1982 los Hermanos Musulmanes desataron una rebelión islamista contra el régimen de Damasco, en la ciudad siria de Hama. Sin ninguna vacilación, el ejército de Assad aisló la ciudad, comenzó su bombardeo generalizado a toda la población, musulmanes y cristianos sin discriminación. Fueron masacradas entre veinte y treinta mil personas. Nada de nada, de nada. No hay condenas. Nadie se conmovía, nadie protestaba. El 24 de mayo, los sirios atacaron la embajada francesa en el Líbano y asesinaron a su secretaria de asuntos comerciales, Anna Comidis y a diez personas más. Créase o no, nada.

Atención: repentinamente, un evento transformó la apatía del mundo ante la destrucción del Líbano en un festival de histeria e ira generalizadas, condenas diarias, Naciones Unidas enfadadas, diarios que trinaban de disgusto.

La culpa es del judío

El 6 de junio de 1982, Israel invadió el Líbano desde el sur. Los aldeanos recibieron a los tanques hebreos como liberadores. Los cámaras no podían creer lo que grababan cuando cristianos libaneses de todas las edades salían de sus casas para ofrecer flores y alimentos a los soldados israelíes.

No somos ingenuos: no había amor mutuo sino intereses en común. La población cristiana creyó que se pondría punto final a la tiranía terrorista sirio-palestina en el Líbano. E Israel había emprendido lo que dio en llamarse Operación Paz para Galilea en respuesta a morteros e infiltraciones de los terroristas palestinos, que ya tenían instalado en el Líbano un poderoso ejército. En uno de esos atentados (marzo de 1978) los milicianos que habían penetrado desde el Líbano, secuestraron dentro de Israel un autobús civil, y mantuvieron como rehenes a treinta y cuatro pasajeros, a los que finalmente asesinaron.

Israel invadió el Líbano a fin de terminar con la agresión que desde allí se ejercía, objetivo que eventualmente consiguió por medio de expulsar a Arafat y su OLP (quienes encontraron refugio en el lejano Túnez) y por medio de instituir una pequeña franja de seguridad en el sur cristiano, en el que se establecieron relaciones cordiales con sus habitantes. En todo momento, los israelíes insistían en que no deseaban ni un palmo de suelo libanés, y que su presencia temporaria allí tenía como único objeto impedir el embate terrorista.

Pero nuestro tema aquí no es la guerra en el Líbano, sino la enfermiza reacción de los medios ante lo sucedido, una que no deja ningún lugar a la duda de cómo Israel despierta cóleras que no se le reservan a ningún otro país.

La iracundia generalizada se focalizó en un tema en particular, y para señalarlo debo continuar un poco más con la cronología de los hechos.

En agosto de 1982, gracias al clima de menor dependencia de Siria que se sentía desde la invasión israelí, el parlamento libanés eligió presidente del país al jefe de la Falange cristiana, Bashir Gemayel. Para los sirios esta osadía era un exceso, sobre todo porque se sabía que Gemayel cooperaba con Israel en la recuperación de la independencia del país.

Un par de semanas después, el 14 de septiembre, en el cuartel de la Falange en Achrafieh, Gemayel fue asesinado por una carga de explosivos colocada por Habib Chartouni, quien pertenecía desde 1977 al partido prosirio capitaneado por Assad Hardane. Los explosivos habían sido suministrados por el jefe de inteligencia siria, Ali Douba. Además del presidente, veintiséis personas murieron en el ataque. Los sirios consideraron a Chartouni un héroe. Los cristianos, no precisamente.

El jefe de la seguridad de la Falange, Elie Hobeika, decidió vengar la muerte del presidente, en los campamentos palestinos de Sabra y Chatila. El 16 de septiembre de 1982, cien falangistas penetraron en los campos y mataron a varios centenares de civiles (las estimaciones varían desde trescientos a quinientos). Los israelíes, en cuya franja de control se hallaban los campamentos, ingresaron en los mismos para detener la masacre.

Y aquí ocurrió lo insólito en el imaginario europeo. La opinión pública de Europa, que durante siete años se había mantenido cruelmente apática ante el desgarramiento del Líbano día a día, esta vez saltó como un felino y comenzó una diatriba permanente ¡contra Israel! De todos los nombres de aldeas destruidas que incluí en esta crónica, no me cabe duda de que los únicos que resultaron conocidos al lector son los de Sabra y Chatila. Y aunque Hobeika nunca se arrepintió de la matanza, aunque los falangistas la vieron siempre como un acto de aceptable venganza, ni éstos ni aquél jamás fueron reprochados por el mundo, sino Israel, sólo Israel... por no haberlo evitado.

Diez años de guerra en el Líbano y de genocida ocupación siria, se redujeron en la conciencia de Europa a Sabra y Chatila. A esos dos nombres se dedicaron películas y libros, manifestaciones y condenas. Sólo a ese evento de la guerra en el Líbano, le dedicó Alberto Cortez una canción de su repertorio, y Jean Genêt en 1992 un tétrico documental, Cuatro horas en Chatila. A partir de ese episodio, por el hecho de que los judíos no impidieran que árabes cristianos mataran a árabes musulmanes, Israel fue sistemáticamente presentado como un país nazi.

Sabra y Chatila son el libelo de sangre del siglo veinte, un caso más de histeria colectiva destinado exclusivamente a presentar al judío como verdugo. En un artículo de El Periódico español del 23 de marzo de ¡2004! Ángel Sánchez vuelve a acusar a Sharon de Sabra y Chatila. Veintidós años después, algunos periodistas no encuentran más violencia en este mundo que la desatada en aquellos campamentos.

Puede aplicarse a Israel una reflexión de Teodoro Lessing: Cuando no tenemos 'la conciencia tranquila' con respecto a determinado país, resaltamos lo que haya de malo o indigno en las víctimas de nuestra hostilidad, para justificarla ante nuestro fuero interno. Pues no odiamos a tal país porque sea malo, sino que, porque lo odiamos, lo tildamos de malo.

Pese a todo, Israel y el Líbano firmaron un tratado de paz el 17 de mayo de 1983, del que al poco tiempo Siria exigió su unilateral anulación. Ningún medio de difusión volvió a mencionar jamás ese tratado, que no gozó de la aprobación internacional.

Si el lector aún no está convencido del despropósito, permítame agregarle un dato casi extravagante. Las matanzas entre libaneses no se detuvieron. En septiembre de 1983 más de cien aldeas en la región de Chouf fueron limpiadas étnicamente de cristianos por tropas drusas.

En mayo de 1985, milicianos musulmanes atacaron nuevamente el campo de refugiados de... ¡Chatila! De acuerdo con datos oficiales de las Naciones Unidas, asesinaron a seiscientos treinta y cinco personas y dejaron a más de dos mil quinientos heridos. Nadie se quejó. Alberto Cortez no cantó y las Naciones Unidas no se reunieron para condenar. Tampoco cuando en octubre de 1990 las tropas sirias mataron en ocho horas a setecientos cristianos más. Por toda respuesta, el mundo hizo la vista gorda una vez más.

Y cuando la información se filtra en una nota como ésta (la prensa europea no la menciona jamás) pues los que se enteran argumentan «no haber sabido nada». Pero cuando lo saben tampoco cambian su actitud, enraizada en siglos de prejuicios que los ha entrenado para condenar sólo al judío.

La cacofonía generalizada sobre el Líbano, ahoga las voces solitarias que bregan por murmurar la verdad. El 2 de enero de 2003 Carlos Semprún Maura se preguntaba en sus Crónicas Cosmopolitas «¿Cómo se puede calificar sino de propaganda antisemita seguir manteniendo que Sharon es el responsable de la matanza de Sabra y Chatila, cuando se sabe que es falso, y seguir hablando de la inaudita masacre de Yenín, incluso cuando se sabe que también es falso?»

Si no creéis, pues ved. La ocupación de todo el Líbano por parte de Siria continúa hasta hoy. Ni siquiera Javier Nart, quien se opuso con uñas y dientes a la ocupación de un diez por ciento del Líbano por parte de Israel, tiene ni una sílaba de censura contra la ocupación del cien por ciento del Líbano por el régimen fascista sirio. Es que en su dilatada soberbia, los judeófobos se creen motivados por cuestiones morales. Y criminalizar a Israel es el clímax de su curiosa moralidad.

Nota

{1} El alawismo es una corriente dentro del Islam que cree en una trinidad y mantiene en secreto una parte de su doctrina.

 

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