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El Catoblepas, número 33, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 33 • noviembre 2004 • página 2
Rasguños

La viscosa ideología pacifista
de la farándula socialdemócrata

Gustavo Bueno

Un análisis de las reacciones españolas ante la reelección de Bush
como presidente de los Estados Unidos de América (del Norte)

el elefante republicano triunfantepara mayor gloria del aguila yanki imperialderrotado el burro demócrata en 2004

Farándula y socialdemocracia no son lo mismo. Por de pronto, la farándula es mucho más antigua: tiene que ver con una danza de la Provenza y con unos farsantes (creadores de farsas, cómicos de la legua) vagabundos (que algunos filólogos alemanes, «barriendo para casa», asociaron al verbo fahren, viajar). La farándula estaba emparentada con el mester de juglaría, y representó ese espíritu libertario, bullangero, teatral, desenfadado, humanista, utópico, pacifista, crítico del sistema económico y político, en el cual, sin embargo, los de la farándula vivían, y al que servían.

La socialdemocracia, que apareció siglos después (como un cuarto género de izquierda), mantuvo un cierto espíritu libertario, muy moderado y conciliador, y siempre relativo, incluso frente a la severa disciplina de los partidos marxistas anarquistas, que consideraban a sus posiciones conciliadoras y gradualistas como una traición –el «renegado Kautsky»–, como una vuelta al capitalismo. Aunque la verdad es que también los socialdemócratas, a quienes la ambigüedad era esencial, porque ella corría como un hilo rojo, tanto en su génesis como en su estructura, hicieron lo que pudieron. Por ejemplo, al final de la PGM, cuando el SPD llegó al poder (Ebert, jefe del gobierno; Noske, ministro de la guerra), fueron fusilados Rosa de Luxemburgo y Liebknecht, los «espartaquistas»; o, por ejemplo, en la Segunda República española, el PSOE (obviamente, su ala izquierda, aunque Besteiro, conocido como «marxista de cátedra», como nos recuerda el diario Informaciones del martes 30 de abril de 1935, en su discurso de toma de posesión como miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, a los pocos meses de la Revolución del 34, no se atrevió a «condenar la salvajada de octubre») llevó la iniciativa de la sangrienta revolución de octubre de 1934 contra la «República burguesa». Después de la SGM la socialdemocracia española, una vez que se sintió amparada por la OTAN («¡De entrada, No!») y por el estado de bienestar en creciente, se hizo más pacifista, pactista, liberal en las costumbres laicas, y aún «libertaria» (en palabras del Zapatero incipiente). Sin dejar de hacer lo que pudo en Kosovo y antes aún en otros lugares más próximos a la memoria histórica (el GAL, por ejemplo).

Lo cierto es que, a lo largo del siglo XX, la mayor parte de la farándula europea (Cabaret, Brecht, La Barraca, &c.) se había ido polarizando hacia la izquierda, en sus versiones divagantes o extravagantes. En España, ya en la Guerra Civil, comenzó a presentarse bajo el rótulo «Intelectuales y Artistas». Siguió actuando la farándula contra el franquismo («Libre como el viento») y, en los años últimos, fueron incorporándose a ella algunas corrientes afines (entre los «intelectuales»: periodistas, profesores de derecho internacional o de historia contemporánea, algún que otro diplomático, clérigos anticlericales, presentadores de televisión, tertulianos, &c.; entre los «artistas»: músicos, directores de cine, cantantes, residuos de la movida madrileña, actores, diseñadores, &c.).

Sus actuaciones públicas, como trujamanes de la «conciencia del pueblo», consistieron al principio en poner sus nombres entre los cientos y cientos de firmas que suscribían los manifiestos de protesta contra el Gobierno. Muerto Franco, ya no necesitaban firmar manifiestos, porque disponían de las páginas centrales de los periódicos de mayor tirada, de emisoras de radio, de pantallas de televisión. Representaban el Progreso, la Cultura, la Vanguardia de la Humanidad, el 0,7%, el Pueblo, la Izquierda; decían representar hasta a la misma Madre Naturaleza («¡No a las centrales nucleares!», «¡No al trasvase del Ebro!»).

Había muchos motivos y ocasiones, una vez desmantelados los Partidos comunistas, para que se produjera la confluencia entre la farándula ampliada y la socialdemocracia rampante. La ocasión más reciente, en la que la influencia común llegó a tomar la calle, tuvo lugar en la primavera de 2003, con motivo de la guerra del Irak (la farándula había quedado paralizada tras el atentado del 11S y la inmediata guerra de Afganistán).

Pero las cosas habían cambiado. Desde Europa el 11S quedaba cada vez más lejos, y cada vez más cerca el petróleo de Irak y la necesidad sentida por Francia y Alemania por controlarlo, al margen de Estados Unidos. España había decidido comprometerse con los Estados Unidos en el mantenimiento del orden internacional establecido; esperaba, no sin fundamento, que si se comprometieran también otros Estados europeos, el control del Irak –de su petróleo– y del terrorismo islámico podría conseguirse plenamente.

Pero la socialdemocracia española vio con claridad que si esto ocurría podía ya despedirse del gobierno. Optó por unirse a Francia y Alemania y salió a las calles, teniendo como altavoces a los intelectuales y a los artistas, a la farándula en general, de cuyas filas salían los lectores de los comunicados en las manifestaciones. La farándula había heredado las funciones que los frailes del Antiguo Régimen, incluso en la época del Padre Cádiz, asumieron: predicaba la Paz, la Humanidad, a través de la necesaria caída de Aznar y de Bush.

Todo encajaba: la España progresista podía golpear con fuerza a Aznar y a Bush porque tenía con ella a «Europa» (a Francia y Alemania: como si Inglaterra, Italia, Polonia, &c., no fuesen Europa). Incluso creía también firmemente que el pueblo americano estaba amordazado por los republicanos: suponía que el pueblo que alentaba la democracia americana era evidentemente el pueblo representado por el Partido Demócrata, como su propio nombre lo indicaba. Se trataba, por tanto, de derribar a Bush para que el pueblo americano, secuestrado por él, pudiera volver de nuevo a tomar las riendas de su destino oculto.

Es cierto que no quedaba siempre claro si el enfrentamiento había que dirigirlo contra Bush o contra el pueblo americano, o a éste a través de aquél. A Zapatero, por ejemplo, como signo de enemistad hacia Bush, no se le ocurrió otra cosa sino sentarse cuando, en el desfile de la Castellana del 12 de octubre de 2003, pasaba la bandera norteamericana. ¿No se había dado cuenta el entonces aspirante a presidente, que la bandera no representaba al Partido Republicano sino al Pueblo norteamericano? Se diera cuenta o no, su gesto era el propio de la ambigüedad constitutiva de la socialdemocracia.

Y llega el año 2004, año de elecciones parlamentarias en España y de elecciones presidenciales en Estados Unidos. La farándula, en confluencia con los socialdemócratas, ven la ocasión de sacar rendimiento a las movilizaciones por la Paz, contra Aznar y Bush, del año anterior. Quienes se manifiestan por la Paz se supone que se manifiestan también contra Aznar, «que había llevado a España a la guerra del Irak». La campaña electoral del PSOE encuentra en la oposición a la guerra del Irak, y en la oposición a Bush, la principal arma para golpear al gobierno del PP (a Aznar, y a otros dirigentes, la farándula y muchos socialdemócratas les llaman «asesinos», incluso en el Parlamento).

Y en esto ocurre, como un efecto dignamente ilustrativo de la armonía preestablecida, tan querida por el pacifismo de todos los tiempos, la masacre del 11 de marzo del 2004. «Terrible, pero es nuestra ocasión, siempre que no sea ETA la responsable.»

La masacre del 11M servirá para derribar al gobierno del PP si los autores han sido los musulmanes. Si hubiera sido ETA la masacre favorecería al gobierno de Aznar. Hay que descubrir, por tanto, las pruebas, no buscando en la dirección de ETA, sino en la dirección del terrorismo islámico, fuera marroquí, fuera argelino, fuera iraquí: lo importante es que hubiera tenido algún contacto con Al Qaeda, con el Irak.

Y resultó que los terroristas habían sido musulmanes. Luego ya se tenían los motivos, los planes y se conocían los ejecutores. ¿Que ETA les facilitó la infraestructura, los planos, &c.? ¡Qué mas daba! Los autores responsables eran ellos.

Y cuando los socialdemócratas ya estuvieron seguros o casi seguros de que esto había sido así, los intelectuales y artistas, la farándula, junto con los dirigentes socialdemócratas, en lugar de preocuparse por las víctimas y dejar para después de los funerales la cuestión de su autoría, lanzaron con toda energía y prontitud la campaña del 12 y 13 de marzo, al grito de «¡Queremos saber!».

Lo que querían saber, con una urgencia investigadora incomprensible (fuera de este contexto), con una urgencia impuesta por las dos fechas, 12 y 13 de marzo, que separaban del 14, día de las elecciones, era que los autores de la matanza fueron los musulmanes. Y al gritar «¡Queremos saber!» estaban diciendo implícitamente: «Lo que el gobierno está ocultando», lo cual era completamente gratuito, porque el gobierno no ocultaba lo que ignoraba, y esto aunque le pudiese interesar la autoría de ETA. ¿Por qué querían saberlo? ¿Por qué no reprimían este imperioso deseo de saber para después de atender a las víctimas? Porque de este modo todo el mundo haría responsable a Aznar, aunque no fuera por vía jurídica, de la masacre; todo el mundo (es decir, todos los electores necesarios) pensaría que Aznar era el responsable de la masacre, por haber llevado las tropas españolas «a combatir contra el Islam en el Irak», y que por ello quería ocultarlo. Pero, dice la farándula desde su sabiduría, contra el Islam no se combate, aunque el Islam se haga terrorista; con el Islam se dialoga... No hacía falta siquiera explicar este silogismo, todo el mundo lo intuía.

La farándula, aparte de la socialdemocracia, naturalmente, pudo gozar por fin de la victoria de Zapatero. Almodóvar, Bardem, Banderas, &c., celebraron esta victoria a la vez que asumieron la representación de las víctimas y del género humano en tantos funerales.

«La derecha» había caído por fin en España. Muy pronto caería también la «derecha republicana» en Estados Unidos. También allí el pueblo tenía que obtener la victoria, a través de Kerry, el demócrata, en las elecciones del otoño. También los norteamericanos «querían saber» (lo que ya sabían): que no se habían encontrado armas de destrucción masiva, olvidando que ninguno lo sabía cuando comenzó la guerra del Irak. Bush, hombre basto, casi analfabeto, reaccionario, estúpido... –daba por supuesto la farándula– debía caer ante la justicia popular, expresada en las urnas democráticas, como antes había caído Aznar, tras la masacre.

Tan fuerte era la evidencia de la socialdemocracia española en la victoria del partido demócrata norteamericano, que Zapatero, recién elegido Jefe del Gobierno, retiró la invitación que se había hecho a una representación del ejército norteamericano en el desfile de la Castellana del 12 de octubre de 2004. Con este desaire a Bush, a Norteamérica, Zapatero reafirmaba, aunque sin salir de la ambigüedad, su «europeísmo», es decir, su alineamiento con Francia y Alemania.

Llega el otoño: elecciones en USA, duelo Bush-Kerry. Jamás habían interesado tanto en España estas elecciones. Todas las cadenas de televisión envían corresponsales especiales; durante días enteros se nos informa, minuto a minuto, de los incidentes electorales; la expectación crece. La mayoría de los intelectuales y artistas, españoles y norteamericanos (ahora sobre todo en la sección de asesores, tertulianos o periodistas), confía plenamente en la caída de Bush y en el triunfo de la Democracia (suponían, por tanto, que Bush no era demócrata). «Se han inscrito varios millones más de electores»: la noticia se comenta de inmediato en las pantallas. Los nuevos electores, probablemente gente joven y progresista, darán el triunfo a Kerry.

¿Por qué interesó tanto en España el seguimiento de las elecciones norteamericanas? ¿Por interés hacia Bush o hacia Kerry? ¿Acaso veían en ellos equivalencias simbólicas, o bien del capitalismo tejano depredador, o bien del talante demócrata más moderado? No se tenía en cuenta que Kerry, como los socialdemócratas, mantenía su ambigüedad más intensamente aún que sus homólogos europeos: también él formaba parte del gran capitalismo norteamericano; era millonario, al menos consorte; se confesaba católico, pero sin obedecer al Papa en cuestiones graves, que hubieran servido como materia de excomunión en otra época: se había divorciado de su mujer y casado con la millonaria de la salsa de tomate azucarada; había manifestado su apoyo a los matrimonios de homosexuales, todo lo cual puede estar muy bien, pero no para un católico. Más ambigüedades: la farándula le tiene por pacifista, pero había apoyado la guerra del Afganistán y la del Irak. La farándula le tiene por antimilitarista, pero en plena campaña se disfraza de soldado con una escopeta en la mano, y prodiga saludos militares, con la mano en la sien, aún cuando va vestido de civil.

La farándula americana da ciento y raya a la española, al menos en números absolutos, como es lógico, en su «apoyo profesional» a la democracia de Kerry. Ya en 2002 Michael Moore había escrito un libro de gran circulación, Estúpidos hombres blancos; pero sobre todo, había «creado» su documental Fahrenheit 9/11, que fue premiado en Francia, en Cannes, naturalmente. Pero también cantaron otros muchos grupos musicales de la farándula norteamericana, como REM o Bruce Springsteen, que se habían hecho millonarios a cuenta de la Paz y de la Libertad años antes; y Oliver Stone, y Woody Allen, y Steve Earle (The Revolution Starts... Now), &c.

¿Acaso interesaba tanto Kerry a la farándula española a causa de la identificación con sus colegas norteamericanos? No, porque este interés era común a la farándula española y a la izquierda socialdemócrata.

Más bien parece que si el duelo Bush-Kerry interesaba tanto en España era porque en él querían ver, tanto la farándula como la socialdemocracia española, la reproducción ampliada del duelo de meses antes entre Rajoy y Zapatero. La victoria de Kerry (por la que Zapatero llegó a apostar) significaría la confirmación de que no solamente el pueblo norteamericano, sino también el pueblo español, es decir la izquierda socialdemócrata universal (puesto que también se contaba con la socialdemocracia europea), estaba contra Bush, es decir, contra la derecha reaccionaria y conservadora, casi fanática. Confiaban por tanto que la España renovada tras la masacre del 11M podría volver a reconciliarse con el pueblo y el gobierno norteamericano.

Pero llega el martes negro. Bush resulta victorioso, por un margen popular de cuatro millones de votos. La ideología socialdemócrata y la ideología de la farándula se derrumban.

Y no importa aquí tanto subrayar las consecuencias que ello pudiera tener en la política real posterior a la reelección de Bush, y al éxito de las medidas tendentes a acortar el abismo abierto entre España y el gobierno reforzado de Bush. Puede suponerse que, sin perjuicio de todo lo ocurrido en las elecciones de Marzo o de Noviembre, lo más probable es que las aguas desbordadas vuelvan a sus cauces, que todo pueda seguir igual, o incluso mejor.

Lo que sí parece esencial es tratar de analizar, del modo más claro posible, a partir de las reacciones de los intelectuales y los artistas, la ideología de estos intelectuales y artistas, de la farándula, y de la socialdemocracia rampante.

Pues ocurre que esta ideología, incluso cuando las aguas van volviendo a sus cauces, se mantiene como si fuese impermeable a los sucesos ocurridos. Puede afirmarse que las reacciones de estos intelectuales se orienta a digerir estos sucesos, pero de modo tal que la textura de su ideología permanezca invariante.

Y así, cuando la nube de intelectuales socialdemócratas (porque ahora –y esta observación no deja de tener gran interés– los artistas de la farándula parece que se han ido con la música a otra parte), es decir, asesores, tertulianos, diplomáticos, periodistas, comienza el análisis de la cuestión, «¿por qué Kerry ha fracasado, cuando todos esperábamos su triunfo, como su destino manifiesto?», procede de modos parecidos a los siguientes:

Ante todo, y esto es muy importante, los «intelectuales» evitan en lo posible reconocer la equivocación de sus pronósticos. Un tal reconocimiento equivaldría a un rasgón escandaloso en el tejido de la ideología pacifista, democrática y humanista, del «destino manifiesto» del «género humano», con la que se cubre tanto a España como a Estados Unidos y a Europa.

Olvidando, en lo posible, lo que se había dicho hasta unas horas antes del escrutinio, los «intelectuales» se entregarán a la tarea de explicar las causas del fracaso electoral de los demócratas. Pero, por supuesto, estas causas no podrán buscarse en el terreno político (desde luego, en el terreno de la misma democracia procedimental), sino en otros terrenos, que los «analistas» creen político, pero que en realidad es un terreno psicológico, sociológico o religioso. Allí irán a buscar la explicación del cataclismo; y no por azar, sino porque no quieren ir a buscarla en el terreno político, sea porque no necesitan explicación (porque no «quieren saber nada» en este terreno), sea porque la temen. Pero las explicaciones extrapolíticas (las que se apoyan en el terreno de la psicología, de la sociología o de la religión) amenazan rasgar ellas mismas el tejido ideológico de los intelectuales, aunque ellos ni siquiera se den cuenta. Por ejemplo:

Unos alegarán que la razón del resultado electoral estriba en que los «roles» (como dicen los intelectuales) o papeles (psicológicos) de Kerry y Bush han estado cambiados: Kerry es liberal y progresista, pero la imagen que ofrece es distante, taciturna y elitista; Bush es reaccionario, basto, pero ofrece una imagen juvenil, próxima, simpática. Por ello «el pueblo norteamericano» votó a Bush y no a Kerry.

Ahora bien, ¿acaso esta «explicación» no compromete a la misma base de una democracia? ¿Qué electorado es ese que se deja engañar por el aspecto simpático de un depredador, o el antipático de un hombre de bien? ¿Es que no han tenido tiempo los electores para informarse de los proyectos de los candidatos y de sus antecedentes y consiguientes? ¿Es que han elegido a uno o a otro según que le supere o no en cinco centímetros de estatura, o que haya hecho una mueca descuidada ante las cámaras de la televisión? No digo que un porcentaje importante del pueblo soberano no se conduzca en su elección por tales criterios. Lo que digo es que si el socialdemócrata que cree en la democracia acepta este tipo de explicación, resultará ser un consumado hipócrita o un profundo necio, puesto que él es el primero en no creer en el «electorado responsable», aunque sea por ficción.

Otros se acuerdan del «voto evangélico». Comentaristas ilustres han defendido la tesis de que el éxito de Bush se debió al «voto evangélico» de los electores creyentes, que ven en Bush a un creyente convencido y seguro que confía en Dios (además de confiar en los dólares, que recuerdan, también a Kerry y a los demócratas, la necesidad de confiar en él: «In God We Trust»). Pero, ¿no pone también esta explicación en peligro a la ideología democrática en el momento en que discrimina en el cuerpo electoral un voto evangélico, acaso de otro coránico? Evangélicos y coránicos, rubios y morenos, hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, ¿no debían quedar reabsorbidos, para los demócratas, en el cuerpo místico electoral? «Ya no somos galos ni francos, ya no somos borgoñones ni aquitanos: somos todos franceses.» ¿O es que habría que comenzar neutralizando el voto evangélico, es decir, prohibiendo ese voto, o haciendo apostatar a los creyentes, para que el cuerpo electoral norteamericano se purificase y el sufragio pudiera ser absolutamente limpio?

Otros acuden a la supuesta condición de «gran comunicador» de Bush. Él habla mirando al público y suelta frases solemnes, mientras coloca su mano derecha sobre el corazón: de este modo «logra entrar en la gente», sobre todo en la gente rural, poco viajada. Otra vez semejante explicación se mantiene al margen de la política democrática. En realidad la niega, o la convierte en demagogia o en populismo. Pues lo que se viene a decir con esto es que el Pueblo es capaz de entregarse a un charlatán, a un comunicador, capaz de «entrar en su corazón», como se entregó a Mussolini, o a Hitler, que también eran grandes comunicadores. Si consigue el voto, como lo consiguió Hitler, este voto, se dirá, es democrático sólo en la superficie, pero no lo es profundamente. ¿Donde está la línea divisoria? En realidad, este tipo de explicación sólo puede fundarse en una tautología: sólo hay democracia cuando el electorado vota a un candidato sabiendo lo que quiere, es decir: el Pueblo debe saber lo que quiere el candidato («¡queremos saber!»), y el candidato lo que quiere el Pueblo. Para lo cual el candidato (o el Partido) deberá comenzar por educar al electorado, y de este modo podrá esperarse la perfecta comunicación entre ambos, entre los políticos y el pueblo.

Esto es lo que están haciendo, con encantadora ingenuidad, los políticos en estas semanas en Europa, cara al referéndum sobre su Constitución. Los organizadores, reunidos en Roma estos días, declaran su gran temor de que los ciudadanos europeos no participen, o de que si participan digan «No». Decía uno de los ministros más ingenuos, europeísta y socialdemócrata convencido: «Es precisa una intensa pedagogía previa, orientada a conseguir que el electorado europeo sepa lo que debe querer, es decir, votar y votar que Sí para que Europa prospere.» Pero una democracia adulta, ¿acaso no ha de suponer que el Pueblo ya sabe lo que quiere, y que los diputados y candidatos son sólo mandatarios suyos, y no pedagogos (o engañadores, o demagogos), que le condicionan lo que tiene que votar?

Más aún, si siguen esta regla, debieran concluir que cuando un candidato llega al Pueblo, aunque sea poniendo previamente su mano en el corazón, es porque en realidad la está poniendo en el corazón del electorado, porque logra engranar con él, con su voluntad.

Es decir, debieran concluir que los que votaron a Bush, y en particular los menos letrados, sabían perfectamente lo que querían, como sabían lo que querían los fascistas italianos que empujaron a Mussolini hacia la marcha sobre Roma, o los nazis alemanes que encumbraron a Hitler. Otra cosa es que, pasados los años, después de la derrota, rectificaran, aunque sin reconocer su error, es decir, imputándoselo a aquéllos a los que habían elegido.

No fueron embaucados: los millones de votantes norteamericanos que votaron a Bush sabían lo que querían, y además lo sabían en términos políticos. ¿Y qué es lo que querían? Querían un Comandante en Jefe que mantuviese el orden internacional representado por la nación en la que ellos vivían orgullosos, en el Imperio. Y acaso querían esto precisamente porque no habían viajado demasiado, y no habían tenido ocasión de internarse en la nebulosa ideológica de los demócratas precisamente más viajados (y más viajados a costa, por cierto, de la política real, que no era propiamente pacifista). Dicho de otro modo: los que votaron a Bush son totalmente responsables, como lo fueron también quienes auparon a Mussolini o votaron a Hitler (Mussolini o Hitler ofrecían lo que los italianos y los alemanes querían: otra cosa es que más adelante, tras la derrota, y solamente por ella, comenzasen a rectificar y llegasen incluso a colgar a Mussolini cabeza abajo, después de asesinarle, antes de que este pudiera haberse suicidado, como lo hizo Hitler).

Otros recurrirán al concepto de «voto del miedo»: Bush habría asustado, durante la campaña, a su pueblo con el terrorismo, y el pueblo le habría elegido víctima de ese terror. ¿Qué género de electorado sería ese que se deja intimidar, cuando el miedo no tuviera causa y fuera puramente psicológico? Porque si el miedo fuese fundado, y no sólo creado por un charlatán, ¿acaso el voto del miedo no estaría justificado democráticamente? Pues sería precisamente el voto del miedo de quienes quieren salvar la democracia de atentados que ponen en peligro su propia existencia, como la pusieron en el 11S. Lo que no sería justificable en una democracia, sino simple imprudencia, es, confiando en la celestial armonía preestablecida entre las democracias, y aún entre las sociedades no democráticas, sería no tener miedo ante un peligro inminente, hasta el punto de no hacer nada para prevenirlo (incluso mediante una guerra preventiva).

¿No habrá al menos que contrastar estas explicaciones psicológicas, sociales o religiosas del fracaso de Kerry, en cuanto ajenas a la inmanencia de las estructuras políticas, con otras explicaciones basadas en la estructura política misma de Estados Unidos? ¿Y cómo podría una explicación política de las elecciones últimas orillar el hecho fundamental de que la democracia estadounidense se encuentra ejercida por una sociedad política que es al mismo tiempo, y de un modo incontestable, un Imperio, el Imperio por antonomasia de nuestros días?

Y un Imperio realmente existente: esto lo saben todos los norteamericanos, los de Nueva York y los del Middle East, lo saben los demócratas y los republicanos. Pero lo saben de distinto modo. Los demócratas ambiguamente, porque saben que el Imperio necesita la fuerza militar, y al mismo tiempo no quieren saberlo porque respiran en la nebulosa ideológica del pacifismo. En cambio, los republicanos, más bastos, rurales y realistas, como lo son también los responsables de las grandes empresas y corporaciones industriales o financieras, no viven flotando en esa nebulosa, ni necesitan ambigüedad, tienen los pies puestos en la política real del Imperio.

Todos saben, incluso los más iletrados, que los marines norteamericanos están distribuidos por toda la Tierra. Todos saben, y por supuesto también los demócratas (la farándula acaso ni siquiera sabe esto: harto tiene con mirarse al espejo), que su bienestar depende de su condición hegemónica. Están orgullosos de ella. Pero los republicanos tienen un patriotismo vivo, fundado en la historia y en su propio poder. Y han sentido el ataque del 11S en el centro mismo del Imperio como un ataque a su propia existencia. Saben que su poder se funda en el control sobre los enemigos y en la ayuda de los amigos; entre otras cosas, y muy principalmente, en el control del petróleo.

Pero este control requiere un ejército, un poder militar, la bomba atómica... y si las fuentes de aprovisionamiento, las fuentes del petróleo iraquí, por ejemplo, corren el peligro de ser controladas por los enemigos (por ejemplo por China por un lado, y por Francia y por Alemania por otro), entonces habrá que defenderlas militarmente, porque sólo así se defiende el orden internacional real, y no sólo el jurídico diplomático. La farándula, y muchos políticos socialdemócratas también, proceden como si no quisieran saberlo, y prefieren pensar en que sus automóviles, sus autopistas, sus aviones, sus instrumentos musicales, no tienen nada que ver con el petróleo.

Las dificultades comienzan cuando el Imperio, a través del gobierno en ejercicio, necesita frenar a los enemigos objetivos (que están a punto de controlar el petróleo), y encuentran un plausible casus belli, porque al principio hay consenso sobre el particular (por ejemplo, las «armas de destrucción masiva»); por tanto, el gobierno cuenta implícitamente con la complicidad de la oposición demócrata. Y entonces se encuentra con un frente cerrado de fiscales, de abogados y de cantantes que le acusan de falsedad y de engaño.

El núcleo del «Pueblo» no se deja afectar por esta gritería. Él quiere un Comandante en Jefe seguro, y no un candidato titubeante que se disfraza malamente de soldado en la campaña electoral. Y por ello, cuanto más canta la farándula por todas las pantallas pidiendo la Paz y la retirada de las tropas, más desconfianza produce en el Pueblo soberano.

Lo que hubiera habido que explicar sería por qué la mayoría del pueblo norteamericanos no hubiera votado a Bush. Pero el pueblo norteamericano votó a Bush por razones políticas internas a su Imperio. Y estas razones deben ser apreciadas, aunque no sean las nuestras, para entender, políticamente, lo que ha ocurrido. Bush ha dicho a los norteamericanos que tras las elecciones, y con la unión de todos, Norteamérica, el Imperio, no tiene límites. Esto es precisamente lo que la mayoría del electorado norteamericano quería saber; esto es lo que los socialdemócratas y la farándula no pueden reconocer, aún cuando quieren seguir viviendo en su mismo terreno.

Pero ni la ideología de la farándula española, ni la de los intelectuales socialdemócratas, se moverá por ello. Sigue presionando en ellos la memoria histórica: «No nos moverán.» Los intelectuales y artistas tienen abierto todo el campo de la psicología, de la religión, de la libertad, del humanismo, para buscar y encontrar alimento inagotable para sus viscosas divagaciones. Cuya única limitación está en la posibilidad de que el suministro de petróleo no esté asegurado por las compañías capitalistas y por los gobiernos, que las coordinan, aunque sean republicanos.

La farándula y sus aliados socialdemócratas dará en pensar que son sus grandes ideas humanistas y pacifistas las que mueven a los pueblos, al Género Humano, abrumado por sus razones. Por ejemplo, darán en creer que la Marcha de la Sal, que promovió Gandhi para reivindicar la libertad de su pueblo ante el Imperio británico depredador, injusto y explotador, logró el triunfo cuando los Pueblos, la Humanidad, el Género Humano, reconociendo la injusticia y la grandeza moral de los pacifistas que marchaban tras Gandhi, hizo que el Imperio, avergonzado, se retirase. ¿Pero acaso fue esta la razón por la que aquel Imperio se retiró? ¿Acaso en realidad, a quien convenció Gandhi, y la muchedumbre de sus seguidores, no fue al Género Humano, sino a los enemigos del Imperio británico, que aprovecharon la ocasión?

Hemos pretendido mostrar que el interés partidista inusitado que la España de Zapatero, a través de los medios de comunicación, mostró por las elecciones de Estados Unidos en 2004, no se debe, desde luego, a la mera curiosidad o expectativa de lo que ocurre en un Imperio cuya influencia se extiende a toda la Tierra; ni tampoco en el interés que España, que se había distanciado simbólicamente de Bush, podría tener, tras la victoria de Kerry, en una nueva y cómoda situación para reanudar las relaciones de amistad deterioradas, porque esta reanudación tendría que producirse de cualquier modo. El interés principal no habría brotado tampoco del afán de establecer paralelismos, sino de la necesidad –esta es nuestra hipótesis– de justificar o corroborar la legitimación de la victoria, inesperada también, que el PSOE obtuvo el 14 de marzo.

Del interés de convencer a los demás, y a sus mismas huestes, que se habían manifestado por la Paz en el año 2003, contra Bush-Aznar, y que fue la fuente de la que se nutrió el electorado extra de 2004, de que estaban justificados mundialmente, puesto que hasta el pueblo norteamericano derrotaba a los conservadores (al PP).

No se trataba, por tanto, de hacer paralelismos o comparaciones más o menos forzadas. Se trataba de corroborar la ideología pacifista y socialdemócrata, de justificar su victoria del 14M con la victoria del 2N, vistas como el «destino manifiesto del mundo decente».

Y a pesar de todo, de los hechos en contra, la ideología se mantiene incólume ante el intenso tornado. Artistas, intelectuales y socialdemócratas demuestran tener en el campo ideológico, más que en real, verdadera memoria histórica: «No nos moverán.»

 

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