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El Catoblepas, número 33, noviembre 2004
  El Catoblepasnúmero 33 • noviembre 2004 • página 22
Artículos
Educación para la ciudadanía

Sobre la denominada
«Educación para la Ciudadanía»

Demetrio Pérez Fernández

Ante la propuesta del Ministerio de Educación para la inclusión en España de una nueva asignatura en educación primaria y secundaria denominada «educación para la ciudadanía»

Sobre la justificación de este escrito

Ante la propuesta del Ministerio de Educación y Ciencia para incluir en la educación obligatoria un área o materia denominada «Educación para la Ciudadanía» y su impartición en la ESO por parte, entre otros, de los profesores de Filosofía, los miembros del Departamento de Filosofía del IES Concejo de Tineo nos vemos en la obligación de intervenir en este punto del documento «Una educación de calidad entre todos y para todos». Y no podíamos hacerlo de otro modo que desde el terreno mismo del análisis filosófico, que es nuestro terreno. Así, entendemos que el discurso de fundamentación del apartado «Los valores y la formación ciudadana» en su punto 9 («Qué valores y cómo educar en ellos»), es un discurso, un logos, una melodía biensonante pero que adolece de dos graves defectos:

1) La ausencia total de profundización en el análisis de conceptos e ideas fundamentales como respeto, tolerancia, libertad, solidaridad, ética, moral, &c., inadmisible desde un punto de vista filosófico.

2) La presencia de graves aporías, paradojas, contradicciones, inadmisibles desde un punto de vista formal.

Pues bien, estos dos defectos convierten dicho discurso más que en un logos cuasivacío e idealista en un mito confusionario y oscurantista. Y ante mitos de tal índole, el discurso filosófico no puede hacer otra cosa que mostrar su poder desmitificador.

Sobre la fundamentación de la propuesta

El texto Los valores y la formación ciudadana, en su punto 9, «Qué valores y cómo educar en ellos», es un texto profusamente adornado de conceptos e ideas muy bellos, sin duda, pero falto de un serio análisis de los mismos. Tomaremos, a modo de ejemplo, unos pocos fragmentos sin extendernos demasiado. Así, ya en el primer párrafo de la página 93 alude al papel que debe desempeñar la educación en la sociedad actual:

«... la educación debe contribuir a formar personas que puedan convivir en un clima de respeto, tolerancia, participación y libertad y que sean capaces de construir una concepción de la realidad que integre a la vez el conocimiento y la valoración ética y moral de la misma.»

Es obvio que, aunque no lo explicite en estas líneas (sí lo hará al final del punto 9), los valores a los que se refiere son los valores asociados a la sociedad democrática: respeto, tolerancia, libertad, participación, &c. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico es de toda necesidad aclarar, salvo que lo demos por supuesto, en qué consisten el respeto, la tolerancia, la participación, &c. Así por ejemplo, sobre el respeto o la tolerancia cabría preguntarse, además, qué debemos respetar y qué no debemos o si debemos ser respetuosos y tolerantes con todos y con todo o no. A este respecto, merece la pena recordar un artículo del profesor Fernando Savater publicado por el diario El País, el sábado 2 de Julio de 1994 y que llevaba por título «Opiniones respetables». Decía Savater:

«En nuestra sociedad abundan venturosa y abrumadoramente las opiniones. Quizá prosperan tanto porque, según un repetido dogma que es el non plus ultra de la tolerancia para muchos, todas las opiniones son respetables. Concedo sin vacilar que existen muchas cosas respetables a nuestro alrededor: la vida del prójimo, por ejemplo, o el pan de quien trabaja para ganárselo, o la cornamenta de ciertos toros. Las opiniones, en cambio, me parecen todo lo que se quiera menos respetables...».

Y qué decir del respeto o la tolerancia hacia determinadas costumbres culturales de kikuyus, bambarras, fulas, mandicas, soninkes, halpulaares que argumentando que forma parte de su irrenunciable identidad cultural practican las más variadas formas de mutilación genital femenina apoyándose, además, en razones de lo más peregrinas desde el punto de vista «científico». En esta línea apunta el profesor David Alvargonzález en un artículo publicado por el diario La Nueva España el domingo 3 de noviembre de 2002 y que llevaba por título «Del Relativismo cultural y otros relativismos». Decía Alvargonzález:

«No tiene ningún sentido apelar a la tolerancia para defender estas prácticas contrarias a la ética: los principios éticos universales nos exigen tener una posición intolerante en este asunto. Lo contrario sería estar viendo a esos millones de mujeres como hormigas, como si no fuesen personas humanas, como si fuesen animales de una reserva (aunque ahora la reserva sea reserva cultural). Es decir, el respeto por esas personas, por esos dos millones de mujeres que esperan ser mutiladas cada año, nos impide respetar las pautas culturales correspondientes y nos obliga a ser intolerantes.»

Cabría igualmente rechazar frontalmente la inclusión de la valoración ética y moral dentro de un mismo saco, tal y como hace el documento-propuesta. Paradójicamente, es muy frecuente, tratando de simplificar al máximo, no distinguir entre ética y moral introduciendo así un confusionismo total. Desde un punto de vista filosófico, la ética y la moral son dos campos perfectamente definidos y diferenciados y que en muchas ocasiones entran en conflictos que resultan cuasi-irresolubles. Además, no es lo mismo valorar desde el punto de vista ético que hacerlo desde el punto de vista moral.

En las páginas 94 y 95 se habla de la co-responsabilidad de docentes, familias, televisión, medios de comunicación e información en la formación de esos valores democráticos:

«Una de las mayores novedades de nuestro tiempo consiste en la gran influencia que ejercen la televisión, los medios de comunicación o la información a la que se accede a través de Internet, que son también instancias educativas que se escapan al control de las familias y de la escuela. Al igual que los centros, los docentes y las familias, también estos medios tienen una responsabilidad social en la formación en valores de los ciudadanos que no puede ser soslayada. La confluencia o la contraposición de los mensajes transmitidos desde unas y otras instancias tiene un gran impacto educativo.»

Se olvida en este punto que cada una de estas partes exhiben una gran multiplicidad de valores que, aunque sin hacer apología de ellos, salen a la luz constantemente reflejando así las luces y las sombras, las virtudes y miserias de la condición humana. Siendo así, que tal multiplicidad e incluso tal contraposición de mensajes, aún teniendo un gran impacto educativo, no tiene por qué ser un impacto negativo en tanto que sirvan para ejercitar la reflexión cuidadosa y reposada. Lo contrario sería tanto como querer implantar la uniformización de conductas, de pensamiento (único), la fabricación de un «hombre unidimensional», súbdito de un «Gran Hermano», muy alejado, sin duda, de ese ciudadano autónomo y crítico que se pretende.

En esta misma línea, en la página 95, bajo el título «Educar en valores desde la escuela» se deja entrever una cierta preocupación por la presencia de esa pluralidad (¿negativa?) de códigos de conducta percibidos por nuestros niños y jóvenes y:

«la aparición de un ciudadano más individualista, que tiende a basar sus valores y comportamientos en elecciones personales y a depender menos de la tradición y del control social ejercido por aquellas instituciones que tradicionalmente eran las depositarias y las intérpretes de los códigos de conducta: familia, iglesias, grupos sociales, partidos políticos, &c. Frente a los códigos grupales emerge una escala de valores menos uniforme, una moral de situación que parece fragmentar la vida personal y social en mil visiones distintas y, muchas veces, contrapuestas. Un individualismo, en fin, que incita al individuo a desarrollarse de espaldas a su contexto cultural e histórico de manera atomizada».

En la «España plural», de la que tanto hablan nuestros gobernantes, no parece recomendable, o al menos parece una contradicción, restringir la pluralidad de códigos de conducta. Por otra parte, cabe recordar aquí que, buena parte de los valores y derechos asociados a la ideología democrática, asociada a su vez al modo de producción capitalista, van dirigidos directamente al individuo: privacidad, intimidad, competencia, &c. De todos modos, esa «huida de lo político», de la ciudad ya fue pregonada como una virtud por Epicuro y sus discípulos tres siglos antes de nuestra era.

En la misma página 95 y ya en la 96 se apunta la influencia del fenómeno de la inmigración:

«... el fenómeno de la creciente inmigración hacia Europa en general y a nuestro país en particular, tan positivo en aspectos demográficos, económicos y culturales, ha introducido en las distintas instancias sociales y en la escuela un abanico de creencias, costumbres y prácticas de socialización muy diversas, a veces contradictorias, cuando no ocasionalmente enfrentadas a principios democráticos comúnmente aceptados en nuestra sociedad.»

Afirmaciones éstas muy discutibles cuando se habla en términos de valoración positiva. La realidad de la inmigración lleva consigo virtualidades y problemas muy diversos (demográficos, económicos y culturales) que deberíamos analizar muy seriamente en lugar de simplificar burdamente. Por otra parte, se reconoce que algunas creencias, costumbres y prácticas de socialización de la población inmigrante de nuestro país son contrarias a los principios democráticos establecidos. Se trata, en efecto, de una cuestión muy preocupante cuya única salida no parece ser otra que «...reconocer que la multiplicidad de códigos morales es una característica propia de nuestro tiempo» (página 96), con lo cual volvemos a instalarnos en el problema del Relativismo Cultural al que hacíamos alusión con anterioridad: ¿debemos respetar o tolerar toda pauta cultural porque todos los sistemas culturales son iguales en valor?

En la página 96 se insiste en que:

«Los niños y los jóvenes tienen que aprender que pertenecer a una sociedad democrática es formar parte de una colectividad que se ha dotado a sí misma de un conjunto de valores y normas que expresan el consenso, la racionalidad, la libertad, el respeto a los demás y la solidaridad que constituyen los cimientos de la misma.»

Aquí se da por supuesto que la democracia y sus valores son el resultado de una decisión democrática, olvidando que la sociedad que se constituye como democracia debe estar ya constituida anteriormente como sociedad; y en su origen, una sociedad humana estaría más cerca de la tiranía o de la aristocracia que de la propia democracia.

En las páginas 96 y 97 queda perfectamente definido, por si no lo teníamos claro, a qué tipo de sociedad y de valores nos estamos refiriendo:

«En una sociedad democrática, la educación en valores debe referirse a los que capacitan para el desarrollo de la ciudadanía. El desarrollo de actitudes de respeto, tolerancia, solidaridad, participación o libertad debe figurar entre los objetivos y las tareas del sistema educativo. (Ello) exige proporcionar a los alumnos un conocimiento suficiente acerca de los fundamentos y los modos de organización del Estado democrático. Por otra parte, requiere ayudarles a desarrollar actitudes favorables a dichos valores y a ser críticos con aquellas situaciones en que se nota su ausencia.»

Se trata, en suma, de extender democracia y sus valores asociados a raudales y por doquier. Sin embargo, una resolución democrática por el origen puede conducir, por sus contenidos, a situaciones difíciles para la democracia (por ejemplo: la aprobación de un «acto de suicidio» democrático). ¿No habría que ser crítico con semejante acto democrático».

En los dos últimos párrafos de la página 97 se nos habla de la transversalidad de esta «Educación en valores»:

«Aun aceptando la necesidad de seguir atribuyendo un papel relevante a los proyectos educativos de centro y a la participación de todo el profesorado en la educación en valores, es necesario superar esta situación haciendo que esta ocupe un lugar más destacado, sobre todo en lo que se refiere a la formación de los ciudadanos. Por esta razón se propone incluir una nueva área o materia de Educación para la ciudadanía, que aborde de manera expresa los valores asociados a una concepción democrática de la organización social y política.»

En efecto, tradicionalmente este tipo de enseñanzas tenían un carácter transversal. Por ello, no se entiende demasiado bien por qué tienen que ocupar un lugar más destacado incluyéndolas dentro de un área o materia. ¿Hay algún lugar más destacado que «todos los lugares»?

Finalmente, en la página 95, (dentro de las denominadas «Propuestas»), se puede leer:

«En la ESO, la educación para la ciudadanía será encomendada a los departamentos de geografía e historia y filosofía, y será impartida en dos cursos, uno en cada ciclo e incorporará los actuales contenidos de ética. Se impartirá asimismo en uno de los cursos de bachillerato.»

Se olvida en este punto que estos contenidos relacionados con la Filosofía política (formas de organización política, estado, derecho, individuo, persona, &c.) ya están incorporados en la propia área de Ética que actualmente se imparte en 4º de ESO. La medida pretende justo lo contrario, es decir, introducir los contenidos de Ética dentro de la «Educación para la Ciudadanía», lo cual es un sinsentido lógico: «la parte es más grande que el todo».

Sobre las cuestiones formales y sus contradicciones

Han pasado ya más de dos mil años desde que los atenienses (inventores de la Filosofía y de la democracia) regulasen la concesión del derecho de ciudadanía a través del nacimiento. En efecto, en la Atenas del siglo V antes de nuestra era, para ser ciudadano, para tomar asiento en la Asamblea del pueblo eran necesarias dos condiciones:

1) Ser padre ateniense y, a partir de la ley de Pericles del 451, que la madre también fuera ateniense.

2) Ser mayor de edad (18 años), mayoría de edad que se instalaba en los 20 años dado que se hacían dos años de servicio militar.

Por otra parte, los atenienses podían por decreto conceder la ciudadanía a un extranjero, y también podían retirársela a uno de los suyos acusándolo de atimía, es decir, inhabilitación cívica.

Hoy, sin embargo, se puede adquirir la ciudadanía de otras formas. No obstante, sigue prevaleciendo la vía natal: somos ciudadanos de un Estado desde el momento mismo de nuestro nacimiento y, sobre todo, desde nuestro «asentamiento» en el juzgado correspondiente. Es este último acto el que nos convierte en ciudadanos de pleno derecho del Estado que sea. Es obvio que la criatura recién nacida no tiene conciencia de su ciudadanía a pesar de estar en posesión de ella, pero cuando el niño (convertido en alumno) toma contacto con un centro escolar (último ciclo de primaria o ESO), es más que probable que, aunque a nivel práctico, ya sepa muchas cosas acerca de su condición. Y ello porque tales informaciones ya flotan en los distintos entornos en los que se mueve el ciudadano, especialmente el familiar. Así pues, y esta es la gran paradoja en la que se mueve la «Educación para la Ciudadanía», si ya somos ciudadanos, ¿cómo enseñar a serlo?

Tan sólo si suponemos que ya existen ciudadanos podemos enseñarles a ser ciudadanos. Pero entonces, ¿cómo enseñar a ser ciudadanos a individuos humanos{1} que ya lo son? En el fondo, ¿no se trata de una contradicción enseñarles a ser ciudadanos? Y aún más allá: quien pretenda impartir semejante enseñanza, ¿no será un impostor, un sofista? Estas paradojas y contradicciones quedan irónicamente retratadas en el Protágoras platónico por boca de Sócrates, a la sazón, uno de los ciudadanos más ilustres de Atenas:

«En efecto, yo opino, al igual que todos los demás helenos, que los atenienses son sabios. Y observo, cuando nos reunimos en asamblea, que si la ciudad necesita realizar una construcción, llaman a los arquitectos para que aconsejen sobre la construcción a realizar. Si de construcciones navales se trata, llaman a los armadores (...). Pero si hay que deliberar sobre la administración de la ciudad, se escucha (en la democracia) por igual el consejo de todo aquél que toma la palabra, ya sea carpintero, herrero o zapatero, comerciante o patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar; y nadie le reprocha, como en el caso anterior, que se ponga a dar consejos sin conocimientos, sin haber tenido maestro»{2}

En resumen, nos encontramos, pues, ante una situación dialéctica del máximo interés:

1) Por un lado, debemos suponer que este ciudadano, por el hecho de nacer y vivir en una sociedad política (una ciudad), ha de poseer un «saber político» aunque sea de carácter «mundano».

2) Por otro lado, ¿cómo podría serle enseñado este saber por algunos ciudadanos en especial?, es decir, ¿cómo podría constituirse esta sabiduría en un saber «académico»?

Dicho de otro modo: Si este «saber para la ciudadanía» es necesario para la ciudad (democrática), entonces los individuos (humanos) que viven en ella han de poseer ya una sabiduría política «mundana» sin necesidad de que nadie en particular y desde ningún área en particular se lo tenga que enseñar. Deberían aprenderlo por sí mismos a lo largo del proceso de su formación (y no precisamente de su formación académica). De otro modo, una «Educación para la Ciudadanía» (de un Estado (democrático)) se convertiría en una suerte de educación o adoctrinamiento ideológico a cargo de ese Estado.{3}

Con todo, siempre se podrá argüir en defensa de la implantación de un área como la que se propone, que se trata de un Estado democrático y de la enseñanza de los valores democráticos. Y aquí es donde, a nuestro juicio, una afirmación como la anterior da por supuesto quizás demasiado. Para empezar, da por supuesto:

1) Que existe una idea pura y unívoca de democracia y que las sociedades políticas consideradas como democráticas son realizaciones más o menos plenas de esa idea pura y unívoca de democracia.

2) Que esta idea pura de democracia es el fundamento de toda sociedad política, de tal manera que resulta absolutamente intolerable, impensable cualquier forma de sociedad política que no se ajuste a este modelo.

Estos dos supuestos ponen las bases para un fundamentalismo (democrático) que al fin y a la postre se convierte en un dogmatismo (democrático). Fundamentalismos y dogmatismos de los que precisamente una «Educación para la Ciudadanía» (democrática) abominaría de forma contundente.

Finalmente, nos encontraríamos con otro problema de extrema seriedad política. Dado el actual clima político de reivindicaciones autonómicas varias y modificación de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía, cabría hacerse la siguiente reflexión:

Puesto que en el punto 9 del documento propuesto por el Ministerio de Educación (del Estado español) tan sólo aparece una vez la palabra «Estado» («democrático»), cuando se habla de una «Educación para la Ciudadanía», ¿de qué ciudadanos estamos hablando? No sería descabellado pensar que, puesto que España es, según algunos (entre otros el presidente del gobierno español), una nación de naciones, y, puestos a modificar, se podría modificar hasta el concepto de «ciudadanía de un Estado», ¿por qué no hablar de «ciudadanía de la nación» (vasca, catalana, gallega, &c.), como de hecho ya se está haciendo por parte de altos responsables políticos de algunas de estas «Comunidades-Nación»? Si esto es así, ¿no habría que introducir distintas «Educaciones para las Ciudadanías» respectivas?, ¿serían los mismos los valores a enseñar a la ciudadanía vasca que a la ciudadanía extremeña aún cuando ambas «naciones» fuesen democráticas? Y, como apuntábamos líneas más arriba, ¿por qué no reclamar el «derecho de ciudadanía» para algunos animales en tanto, según importantes etólogos, son sujetos dignos de reconocimiento de determinados derechos? Claro que, seguiríamos encontrándonos con la dificultad de qué «Educación para la Ciudadanía» enseñarles en función de su pertenencia a qué «Comunidad-Nación».

Notas

{1} Subrayamos la expresión «individuos humanos», al recordar las declaraciones públicas del Sr. Alcalde de Barcelona, Joan Clos, con motivo de la muerte del gorila albino Copito de Nieve. Según el primer edil del citado Ayuntamiento Copito de Nieve se había convertido en un «ciudadano más de Barcelona». Y ahora la pregunta lógica: ¿Habría entonces que incluir la enseñanza de la «Educación para la Ciudadanía» dentro de las actividades de algún que otro zoológico para algún que otro mono antropomorfo?

{2} Platón, Protágoras (319b-d), Pentalfa, Oviedo 1980.

{3} Recordemos a este respecto las semejanzas formales con la otrora impartida «Formación del Espíritu Nacional» de infausto recuerdo para quienes la recibieron.

 

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