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El Catoblepas, número 35, enero 2005
  El Catoblepasnúmero 35 • enero 2005 • página 15
Artículos

Licántropos

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre hombres-lobo, psicóticos y psicópatas

Lo que sigue puede ser visto como un capítulo de la historia del Demonio –o por mejor decir, de la Demonología–, pero lo es también –y acaso principalmente– de la Psiquiatría.

licántropo maquillado La leyenda del hombre que en noches de luna llena se convierte en una bestia horrible e inmunda que, dotada de piel, garras y colmillos de lobo, merodea en la oscuridad, buscando alguna víctima con la que saciar su ansia de carne y sangre, fue historia que añadió a nuestra infancia –que añadió, seguramente, a todas las infancias desde hace al menos tres mil años– un punto de magia y de inquietud –hermosísimas, según hoy puedo recordarlas–, salpicando nuestros sueños de esa sensación equívoca de miedo –equívoca por cuanto que con él se mezclaba el placer de experimentarlo sintiéndose uno a salvo– y que permitía el dulce juego de imaginar peligros y pesadillas sin cuento, porque, en el fondo, no eran más que meras fantasías. Pero entonces no sabíamos –y acaso tampoco hubiéramos querido saber– que el del hombre-lobo es uno de los mitos no sólo más antiguos, sino también más sugerentes e inquietantes de todos los creados por la fantasía humana. Cómo y por qué surge, así como cuál es su posible significado, es lo que estas notas quisieran aclarar.

1. Los orígenes

La referencia más antigua que tenemos sobre licantropía se la debemos a Herodoto, quien hablando de los neuros dice que: «Estos individuos, al parecer, son hechiceros, pues, según los escitas y los griegos que están establecidos en Escitia, una vez al año todo neuro se convierte en lobo durante unos días y luego vuelve a recobrar su forma primitiva.»{1}

En la bucólica VIII de Virgilio encontramos, asimismo, la alusión a un caso de licantropía:

Has herbas, atque haec Ponto mihi lecta venena
Ipse dedit Moeris; nacuntur plurima Ponto.
His ego saepe lupum fieri, et se conducere sylvis
Moerin, saepe animas excire sepulchris,
Atque satas alio vidi traducere messes.{2}

De enorme importancia es, asimismo, el mito griego de Licaón, a quien Zeus convierte en lobo por motivos que varían según las distintas versiones, aunque siempre tienen que ver directamente con el sacrificio de un ser humano, seguido, en ocasiones, del consumo de su carne. Así, una de esas versiones dice que Licaón se convierte en lobo después de sacrificar un niño en el altar de Zeus; en tanto que otra (de la que se hace eco Platón) sostiene que la transformación se produjo después de ingerir la carne de un individuo que previamente había sido sacrificado en el mismo altar. Y aún otra afirmará que Licaón llevó su osadía hasta el extremo de poner a prueba la sabiduría del propio Zeus dándole a comer carne humana, al objeto de comprobar si el padre de los dioses podría advertirlo, razón por la cual fue convertido en lobo. Esta última es la que recoge Ovidio en las Metamorfosis. Tras cocer y asar partes del cuerpo de un hombre al que había hecho cortar el cuello, Licaón las presenta a Zeus. Mas:

«Tan pronto como las sirvió a la mesa, yo con rayo vengador
hundí su casa sobre aquellos penates dignos de su dueño;
huyó él aterrorizado y alcanzando el silencioso campo aulló
y trató en vano de hablar; su boca recogió su propia rabia,
empleando con el ganado su habitual avidez de matanza:
todavía ahora se regocija con la sangre.
La ropa se transforma en pelo, en patas los brazos:
se convierte en lobo y conserva las huellas de su antigua figura.
Igual es su pelo cano, igual es la violencia de su rostro,
igualmente brillan sus ojos, igual es la fiereza de su imagen.»{3}

También Plinio nos habla de la transformación de un hombre en lobo después de que hubiera sacrificado un ser humano a un dios. Es conducido a un lago que tiene que atravesar a nado, y cuando llega a la otra orilla se convierte en lobo. En ese estado habrá de permanecer durante nueve años, pasados los cuales, y siempre que se abstuviese de comer carne humana, volvería a ser hombre de nuevo.

Con todo, la historia más acabada y completa que nos ha legado la antigüedad clásica se la debemos a Petronio. En la cena de Trimalción, Nicerote cuenta haber visto con sus propios ojos la conversión de un hombre en lobo{4}. Se trataba de un soldado de quien Nicerote se hizo acompañar para ir a casa de su amiga Melisa. Era noche cerrada, aunque «la luna lucía como si fuera mediodía» [luna lucebat tanquam meridie]. El soldado se había detenido para hacer sus necesidades, y cuando Nicerote, que le esperaba, se vuelve hacia él, ve que se desnuda, apila sus ropas al lado del camino, orina alrededor de ellas, «y de repente se convirtió en lobo» [et subito lupus factus est] y huyó al bosque. Cuando Nicerote llega al lugar donde se encuentran los vestidos del soldado, descubre que se han convertido en piedra. Ya en casa de su amiga, ésta le hace saber que de haber llegado antes podría haberlos ayudado con un lobo que entró en la finca, y que, aunque logró escapar, fue herido por un criado con una lanza que le atravesó el cuello. Al amanecer, víctima de un oscuro presentimiento que no logra apaciguar, Nicerote echa a correr hacia su casa (hacia la casa en la que a la sazón él era esclavo y el soldado huésped). Pero cuando llega al lugar en el que la víspera su acompañante había dejado sus ropas amontonadas, no encuentra más que un charco de sangre, y cuando por fin llega a casa, encuentra al soldado tumbado en la cama y a un médico tratando de curarle el cuello. «Caí en la cuenta –concluye Nicerote su relato– de que era un hombre-lobo, con lo que ya no pude pasar bocado a su lado, ni así me matasen. Allá lo que otros piensen de esto: yo si miento, así se vuelvan contra mí vuestros genios» [Intellexi illum uersipellem esse, nec postea cum illo panem gustare potui, non si me occidisses. Viderint quid de hoc alii exopinissent; ego si mentior, genios uestrus iratos habeam.]

Indudablemente, en aquellas épocas en las que ninguna imposibilidad se veía al fenómeno de las transformaciones, nada tiene de extraño que se creyera a pies juntillas que individuos particularmente crueles y sanguinarios, o, en otras ocasiones, simples enfermos mentales se convirtieran efectivamente en lobos.

Durante el periodo de la gran caza de brujas de la Europa Moderna, aunque es verdad que muchas veces se puso en duda la existencia de una transformación real, no es menos cierto que se creyó firmemente en la posibilidad de una transformación aparente, propiciada por el Diablo, lo que suponía, después de todo, que se daba algún tipo de trato y relación con él. Y así, durante los siglos XV, XVI y XVII, nuestro hombre-lobo formará parte, junto con las brujas, del que era visto como grupo de servidores de Satanás, y con ellas, asimismo, compartirá su suerte, puesto que quien se hiciera sospechoso de poseer tal condición (ser hombre-lobo) no era infrecuente que acabase en la hoguera. De hecho, sólo en Francia, en el periodo comprendido entre 1520 y 1630, se registra una cantidad enorme de procesos por licantropía. Creyendo, como se creía en la transformación, real o aparente, de un hombre en lobo, ninguna otra explicación al fenómeno consiguió abrirse paso, excepto la intervención directa del Diablo. Y como ocurrió en el caso de las brujas, también los episodios de licantropía alcanzarían muchas veces el grado de auténtica epidemia, como la que en el siglo XVII asoló Luc (Béarn), donde los hombres-lobo se contaban por cientos. Y es que, al igual que sucedió con la brujería, también respecto a este fenómeno se pasó de un escepticismo inicial (San Bonifacio, por ejemplo, arremetió en sus sermones contra quienes se dejaban llevar supersticiosamente por la creencia en strigas y fictus lupus) a un absoluto convencimiento en la existencia de tales seres.

Es más: del mismo modo que se creía que las brujas asistían a aquelarres, se fue afianzando la suposición de que por fuerza habrían de existir ceremonias similares protagonizadas por hombres-lobo. Esa era, el año 1603, la postura de Boguet. Y en 1660, el médico protestante Casper Peucer, en una obra titulada Commentarius de Praecipibus Divinationum Generibus, narra una reunión de miles de hombres-lobo, al frente de la cual se encontraba en el propio Satán:

«En Navidad, un muchacho cojo de una pierna recorre la región reuniendo a los seguidores del Diablo, que son innumerables, para que vayan a un cónclave general. Quien se niega a ir o va de mala gana es azotado por otro con un látigo de hierro hasta que mana sangre y deja huellas ensangrentadas. Desaparece la forma humana y la multitud se transforma en lobos. Se reúnen muchos miles de personas. A la cabeza va el jefe, armado con un látigo de hierro, y la legión le sigue, todos firmemente convencidos de que se han transformado en lobos. Atacan manadas de vacas y rebaños de ovejas pero no tienen poder para matar a los hombres. Cuando llegan a un río, el jefe golpea el agua con el látigo y ésta se divide, dejando un sendero seco en medio por el que pasa la gente. La transformación dura doce días, al final de los cuales desaparece la piel de lobo y se recupera la forma humana.»{5}

Pese a la limitación que señala Peucer al poder de los hombres-lobo, que «no tienen poder para matar a los hombres», Olao Magno (1555) dirá que «cuando descubren una vivienda aislada en la espesura, la asedian atrozmente, y se esfuerzan en derribar la puerta, y en caso de conseguirlo, devoran a todos los seres humanos y a todos los animales que se encuentran dentro»{6}.

En España encontramos dos tradiciones diferenciadas respecto a la leyenda del hombre-lobo. Una de ellas, en la que cabe situar tanto al lobis-home gallego como al guizotxoa vasco, es similar a la que hallamos en otras partes de Europa, es decir, se trata del individuo que ya sea como consecuencia de una maldición o por propia voluntad se convierte en lobo. En la otra, en cambio, el hombre-lobo no experimenta transformación alguna: simplemente es alguien que ha sido criado por lobos, convirtiéndose más tarde en su líder, o, sencillamente, alguien que tiene poder sobre tales animales. Este es el caso del lloberu asturiano, aunque la más conocida sea una llobera, Ana María García, acusada de tener trato con Satanás y siete lobos demonios (cargos que ella admitía) y procesada en Toledo, el año 1648, en el único proceso inquisitorial (que se sepa) seguido contra alguien nacido en Asturias. El 3 de agosto de ese mismo año, tras algo más de dos meses desde el inicio de la causa (el 25 de mayo), se dictó sentencia por la que Ana María fue condenada a poco más que una reprimenda y cuatro meses de reclusión para ser instruida en materia religiosa. Supongo que en un momento en el que en el resto de Europa las hogueras ardían por doquier, que cosas como ésta ocurriesen en España, es motivo para llenarnos de orgullo. En cualquier caso, esta segunda tradición en la que se encuadra Ana María, y con ella el lloberu asturiano (tradición presente también en otros lugares de España), nos interesa menos en este momento, puesto que más que de licantropía, en sentido estricto, se trata de un fenómeno de lo que se puede denominar licantrofilia, como acertadamente señala Rodríguez-Vigil.{7}

2. La transformación

La metamorfosis que experimenta el hombre-lobo es, obviamente, doble: se da primero una conversión de humano en animal, y luego una conversión inversa: de animal a humano; y entre una y otra tiene lugar el vagar ansioso en busca de individuos o animales a los que devorar y, consecuentemente, el ataque a unos u otros (o a los dos) con el objeto de satisfacer su anhelo desesperado de carne y sangre. Los pasos de tal metamorfosis y los elementos que en ella se incluyen, han seguido, casi siempre, el esquema que encontramos en el relato de Petronio, a saber: la transformación a la luz de la luna llena, el desnudarse, tomando, al mismo tiempo, la precaución, mediante algún tipo de ritual mágico, de garantizar la vuelta a la forma humana (el orinar alrededor de la ropa, en el caso de la historia de Nicerote), y, finalmente, la herida por simpatía, esto es, la herida que casi siempre acaba recibiendo el lobo (que, por el contrario, no suele resultar muerto de inmediato) se encuentra luego en el cuerpo humano del individuo que experimenta la transformación.

Mas, ¿por qué se produce la conversión misma? En algunas ocasiones se pensaba que podía acontecer de forma espontánea (vale decir, involuntaria), lo que daba pie a la sospecha de que la licantropía era, a veces, una tara de carácter hereditario. De hecho, no faltan las tradiciones que creen que el séptimo hijo (o hija) de una familia nace licántropo. O también se creía que alguien podía ser convertido en lobo mediante un hechizo o una maldición, sin que en modo alguno el propio sujeto desease tal conversión, de la que no era sino simple víctima. En estos casos, esto es, cuando la transformación se produce contra la voluntad del sujeto, es cuando con más probabilidad podemos encontrarnos con hombres-lobo buenos (porque también existe una importante tradición de ellos), que viven su estado como una auténtica desgracia y tortura de las que desearían poder verse libres, y que lamentan profunda y sinceramente todo el daño que causan cuando el mal del que son portadores toma posesión de ellos.

Gervais de Tilbury, en el siglo XII, narra uno de estos casos. Un sacerdote es abordado por un lobo que le dice ser humano y le hace saber que como consecuencia de una maldición que pesa sobre su pueblo, cada siete años dos de sus habitantes se convierten en lobos. Si sobreviven, vuelve a recuperar la forma humana y son relevados por otros dos. A continuación, el lobo le pide al sacerdote que le acompañe al lugar donde se encuentra su esposa moribunda, a fin de darle los últimos sacramentos. Para convencerle de la verdad de su historia, el animal retira la piel de lobo que cubre a su mujer, y debajo aparece una anciana. Cumplida su misión el sacerdote, el lobo le dio las gracias y lo guió hasta la salida del bosque.

William of Palerme es un relato de la literatura inglesa (traducido, al parecer, de otro francés de finales del siglo XIII) en el que también se nos narra la historia de uno de estos hombres-lobos bondadosos y víctimas de un embrujo. Se trata de Alfonso, príncipe de España, que es convertido en lobo por su madrastra, con el objeto de que sea el hijo de ésta quien herede el trono. Siendo ya lobo, Alfonso libra a Guillermo, heredero de Sicilia, del tío de esté y lo deja al cuidado de una vaca. Mas adelante, Alfonso conduce al emperador de Roma al lugar donde se encuentra Guillermo. El emperador adopta al niño a quien cría junto a su propia hija. Ya adulto, Guillermo se fuga con ella, disfrazados de osos blancos. Alfonso, siempre bajo la forma de lobo y desconocido por ambos, los conduce a Sicilia, donde Guillermo recuperará su trono. A su vez, él (Alfonso) regresa a España y, mediante un anillo que cuelga de su cuello por un hilo rojo, consigue que su madrastra le devuelva la forma humana, tras lo cual es reconocido como heredero legítimo al trono español y se casa con la hermana de Guillermo.

María de Francia, en Lai de Bisclavaret, narra la historia de un caballero de Bretaña que padece tan horrendo mal. Viéndose obligado a confesárselo a su esposa, se niega, en cambio, a revelarle el lugar donde esconde sus ropas mientras dura la transformación, ya que –le dice– sólo recupera la forma humana cuando vuelve a ponérselas. La esposa, que acaba descubriendo donde las deja, pide a su amante que se haga con ellas, y, como era de esperar, su marido ya no regresa a casa, con lo que los adúlteros pueden casarse a su vez. Pasado un tiempo, el rey hiere a un lobo en el bosque y, conmovido por el gesto del animal, quien, en lugar de atacarle, le lame el pie, lo lleva consigo. El lobo, que no es otro que el desdichado caballero, vive en la corte sin causar el menor daño a nadie, excepto en una ocasión en que ataca a su mujer y a su amante (ahora marido) cuando van a ver al rey. Con ocasión de otra visita a la corte, arranca la nariz a la mujer de un mordisco. El asunto parece tan extraño que ésta es interrogada y acaba por confesar lo sucedido. Cuando le es entregada su ropa, el caballero vuelve a su forma original y el rey le pone de nuevo en posesión de sus títulos y pertenencias y decreta el destierro de la esposa infiel, cuyas hijas, a partir de ese momento, nacen todas sin nariz.

El hombre-lobo perverso, por el contrario, ha de ser buscado en aquellos individuos que voluntariamente y por procedimientos mágicos aspiran a tal conversión. O también en aquéllos otros en los que si bien la transformación es involuntaria y propiciada por otro, lo es como justo castigo del que se han hecho acreedores por su maldad (caso de Licaón).

Uno de los procedimientos mediante los cuales se pensaba que un hombre podía convertirse en lobo consistía, justamente, en cubrirse con una piel de este animal. La creencia, cuya carácter mágico resulta obvio, tiene, seguramente, unos orígenes muy antiguos, remontándose a la costumbre de muchos pueblos primitivos de cubrir su cuerpo con pieles animales, ya fuera con fines prácticos (explorar el terreno, acercarse a las presas animales, &c.) o puramente rituales. Es comprensible que, conforme a las leyes que, según Frazer, rigen el pensamiento mágico (semejanza y contacto), se pensara que el contacto con la piel del lobo y el parecido que con este animal tendría aquél que la llevase, le trasferiría el poder y las propiedades de la bestia, de donde no resultaría muy difícil pasar a la creencia de que él mismo se convertiría en un lobo real. En este orden de cosas, resulta muy importante y sugestiva la tradición escandinava de los berseker, guerreros que se cubrían con piel de lobo, acaso tanto para protegerse del frío como para aumentar su aspecto fiero, y a los que la superstición popular acabó atribuyendo poderes sobrenaturales. Casi con toda certeza se puede asegurar que tales feroces individuos, verdadero objeto de terror entre los humildes campesinos, es una de las raíces de nuestro hombre-lobo.

Otra forma consistía en colocarse un cinturón de piel de lobo (aunque también podía servir la piel de un ahorcado). Mientras se conservase puesto, se mantenía la conversión, y al quitárselo, daba fin el hechizo. Mas también se podía alcanzar la transformación mediante diversos conjuros o frotándose el cuerpo con distintos ungüentos.

Durante el tiempo que duraba la transformación, se creía que el hombre-lobo podía ser reconocido porque conservaba dos características humanas: la voz y los ojos. Estos, que resultaban inconfundiblemente humanos, le delataban aunque no emitiese ningún sonido. Barig-Gould se apoya en este aspecto de la superstición para relacionar el origen de la creencia en el hombre-lobo con los berseker, a los que antes nos referíamos: «Creo –escribe– que la circunstancia en la que insisten los escritores de sagas de que los ojos de la persona permanecían inalterables es muy significativa e indica el hecho de que la piel se limitaba a cubrir el cuerpo como un disfraz»{8}. Asimismo, se reconoce al lobo que no es sino un hombre transformado por el hecho de que carece de apéndice caudal, esto es, de rabo.

Pero aun en su estado humano podía ser detectado un licántropo: se trataría de un individuo cejijunto, con el tercer dedo de las manos particularmente largo, orejas bajas y orientadas hacia atrás de la cabeza, y abundancia de vello en manos y pies. Otro detalle que le delataba, aunque éste resultaba imposible de comprobar, era que mientras conservaba la forma humana, la piel de lobo le crecía hacia adentro (al parecer, cuando deseaba convertirse en lobo no tenía más que darse la vuelta a sí mismo). Claro que he dicho que esta particularidad resultaba imposible de comprobar, y eso no es del todo cierto; siempre cabía un procedimiento: descuartizando al pobre mentecato que decía ser un hombre-lobo o al infeliz que era considerado sospechoso de tal condición. Y no faltaron los casos en que así se hizo. Según cuenta Job Fincelius, eso fue lo que sucedió en Pavía, el año 1541, con un tarado que se creía un lobo y que para justificar su aspecto humano declaró que a él, a diferencia de lo que ocurre con un lobo normal, la pelambre le creía hacia a adentro, en lugar de hacia fuera: las autoridades ordenaron que se le cortaran brazos y piernas. Y aunque, como es obvio, se comprobó su inocencia, falleció a los pocos días.

Al hombre-lobo rara vez se le conseguía dar muerte bajo su condición de lobo, aunque muy habitualmente resultaba herido. Y esta herida se encontraba luego, recuperada su forma humana, en el individuo que había experimentado la transformación. Muy a menudo, era este el hecho que delataba a uno de tales individuos. Se trata de una de las cuestiones centrales en el mito, dada la altísima frecuencia con que aparece en las narraciones sobre hombres-lobo, y ha sido por eso, también, uno de los aspectos de los que más se han ocupado las distintas explicaciones de la licantropía.

3. Las explicaciones

A comienzos del siglo XVII, la licantropía comienza paulatinamente a ser reconocida como un trastorno mental (algo en lo que tuvo mucho que ver el caso de Jean Grenier, del que hablaremos más adelante). Y será definida como una enfermedad que hace que quien la padezca crea firmemente haberse convertido en lobo. Previamente a ese desplazamiento en la forma de entender el asunto, las explicaciones que se daban a tal fenómeno, se hallaban directa e inmediatamente relacionadas con el Diablo, en la medida en que ninguna otra alternativa a la intervención diabólica parecía plausible para aclarar hechos tales. Y aunque (como ya hemos apuntado) no siempre se creyese necesariamente (ni lo creyesen todos) en la existencia de una transformación real, eso, obviamente, no hacía menos culpables a los sospechosos, y luego acusados, de ser hombres-lobo, por cuanto que, transformados o no, resultaba claro, al menos, que mantenían algún trato y relación con Satán, en la medida en que obraban por mediación suya, o él por la de ellos{9}.

Nos engañaríamos, sin embargo, si creyéremos que con la descripción de la licantropía como enfermedad mental finalizan, al mismo tiempo, las explicaciones de carácter mítico, mágico o paranormal. Al contrario: algunas de ellas las encontramos, defendidas con toda rotundidad y seriedad, en el momento presente. Y así, quienes, aun reconociendo la existencia de la enfermedad (que ni la mente más parasicológicamente febril puede negar), se resisten, no obstante, a abandonar definitivamente el mito, distinguirán entre el licántropo (que sería el enfermo) y el hombre-lobo mismo (que es otra cosa distinta).

Examinaremos, en primer lugar, esta familia de teorías, ya sean religiosas, ya sean puramente míticas, y nos ocuparemos luego del desarrollo y la cristalización de las explicaciones de carácter médico y psiquiátrico.

1. El Malleus maleficarum (1486), obra de los inquisidores Jacobo Sprenger y Enrique Institoris (Kramer){10}, que determina de modo notable la forma como será visto por la Iglesia y la Inquisición (hasta ya entrado el siglo XVIII) el fenómeno de la brujería, no es menos importante por lo que hace al caso de la licantropía, y ello aunque no es éste, ni con mucho, asunto principal en el propósito de sus autores, cuya atención se encuentra acaparada en exclusiva por el asunto de las brujas. Con todo, en dicho manual se dibujan una serie de argumentos a propósito de las transformaciones y del propio hombre-lobo que serán luego repetidos por quienes explican la licantropía como resultado de una intervención diabólica.

Los autores del Malleus, siguiendo en esto al Canon Episcopi (siglo X), mas apoyándose también en la autoridad de Santo Tomás de Aquino, negarán la posibilidad de que pueda darse una transformación real de hombre en animal (o, para el caso, una transformación inversa). Sin embargo, el Malleus sostiene (tal como había hecho San Agustín) que, ya que no una transformación real, sí puede darse una transformación aparente, es decir, que «el diablo puede equivocar la imaginación de los hombres, hasta el punto de que un hombre pueda parecer verdaderamente un animal»{11}. De este modo, no sólo el individuo afectado, sino también aquellos que le ven pueden llegar a convencerse de que, en efecto, se ha producido realmente la conversión bestial (únicamente los santos se hallan a salvo de esta ilusión diabólica y no pueden ser engañados por Satán, como le sucedió a San Macario con una muchacha supuestamente convertida en yegua, que continuaba viendo a la mujer donde otros, y ella misma, no veían sino una yegua).

Pero el Diablo dispone aún de otro ardid (admitido tanto por el Canon Episcopi como por Santo Tomás), consistente en transformarse él mismo, adoptando diversas formas, para luego engañar al individuo que acaba por creer que es en él donde se ha producido la metamorfosis. Así, y refiriéndose ya a los casos de licantropía, Sprenger y Kramer sostendrán que se trata, a veces, de auténticos lobos (aunque poseídos por Satán) de los que Dios se sirve para castigar a un determinado pueblo, mas en otras ocasiones nos encontramos ante uno de esos engaños diabólicos en los que es el propio Diablo el que toma la forma de lobo, creyendo el individuo que, en realidad, es él quien se ha transformado. La cita es larga, pero lo suficientemente interesante (creo yo) como para que se me disculpe reproducirla:

«Una cuestión incidente: concierne a los lobos que de vez en cuando arrancan de sus casas a hombres y niños con animo de devorarlos, y huyen con tal habilidad que ningún artificio ni ninguna fuerza son capaces de capturarlos o herirlos. Conviene decir que a veces la causa de esto es natural en unas ocasiones y que otras veces se debe al arte mágica si intervienen en ello las brujas. Respecto del primer caso [...] Digamos [...] que tales cosas son causadas por un sortilegio diabólico, cuando Dios castiga a una nación por su pecado según la Palabra del Levítico: lanzaré sobre vosotros bestias feroces que os consumirán a vosotros y a vuestros ganados; o la del Deuteronomio: yo excitaré contra ellos los dientes de las bestias... En cuanto a la cuestión: son verdaderos lobos o demonios que han adoptado esta forma. Respondemos que son verdaderos lobos, pero poseídos por el diablo. Son excitados de dos maneras: sin la operación de los brujos: así es el caso de los cuarenta y dos niños devorados por dos osos salidos de un bosque, por haberse burlado del profeta Eliseo, diciéndole asciende, calvo; o en el caso del león que mató al profeta por haber desobedecido la orden de Dios; o finalmente en la historia del obispo de Viena, que había instituido las letanías menores antes de la Ascensión del Señor porque los lobos habiendo entrado en la ciudad devoraron a muchos hombres. Pero esto puede ser también una ilusión de los brujos: así Guillermo de París cuenta en su Suma del Universo, la historia de un hombre que se creía transformado en lobo, cuando en determinadas épocas habitaba en las cavernas. Iba allí y durante el tiempo que se encontraba en este sitio, le parecía haberse convertido en lobo y que marchaba a merodear y a devorar niños. En realidad era el demonio él solo que, habiendo tomado forma de lobo, hacía esto y él se figuraba en su sueño que era él en forma de lobo quien rondaba para hacerlo.»{12}

Podría decirse, sin imperdonable exageración, que la mayoría de las explicaciones posteriores sobre el caso de los hombres-lobo siguen los argumentos apuntados por Sprenger y Kramer. Así, Rhanaeo (a principios del siglo XVIII) y Olao Magno, antes (a mediados del XVI), señalarán que existen tres tipos de hombres-lobo: a) aquéllos que atacan al ganado (y es de suponer que también a seres humanos) teniéndose realmente por lobos; y aunque no experimentan ningún tipo de transformación, ellos sí lo creen, y lo creen también cuantos sufren alucinaciones similares a las suyas; b) los que mientras duermen sueñan que realizan tales ataques, siendo así que lo que en verdad sucede es que el Diablo instiga a los lobos reales para los cometan, mas tales individuos, en sueños, creen ser ellos quienes lo hacen; y c) aquéllos que creen ser lobos que realizan las acciones crueles y vandálicas, que son, en realidad, obra del Diablo transformado en lobo.

El primero de estos argumentos (defendido también por Thyraneus, en 1594) puede ser puesto en correspondencia con el primero de los manejados por Sprenger y Kramer (a saber: que el Diablo puede engañar la imaginación de los hombres, haciéndoles creer, tanto al sujeto implicado como a cuantos le ven, que se ha producido una transformación real), y es el único que, despojado de las referencias diabólicas del Malleus, podría ser solidario de una interpretación racionalista del asunto, supuesto que, en efecto, pudiera considerarse posible que se diese una alucinación colectiva de esas características. Los otros dos, en cambio, nacen y se alimentan en el terreno de la pura demonología, pudiendo ser, el segundo, visto como una explicación muy similar a la explicación natural de los autores del Malleus, es decir, la de que se trata a veces de lobos reales poseídos por el Diablo; y en cuanto al tercero (que se halla ya en San Agustín), es evidente que se encuentra tal cual en el manual de Sprenger y Kramer.

Otro importantísimo manual para uso de inquisidores, el Compendium Maleficarum, del que es autor Francesco Maria Guazzo (a principios del siglo XVII){13}, se muestra terminante en cuanto a rechazar la existencia de una transformación real: «Nadie puede negar –afirma Guazzo– que todas las artes y metamorfosis por las que las brujas pueden transformar a los hombres en bestias son ilusiones engañosas y opuestas a toda la naturaleza. Añadiré que cualquiera que sostenga opinión de lo contrario incurre en peligro de Anatema»{14}. Se trata, argumenta Guazzo, de engaños del Diablo, que puede ilusionarnos presentando ante nuestros ojos un cambio en la forma, pero jamás operando un cambio en la realidad misma de la cosa o del ser aparentemente transformado.

Hasta aquí nada hay que no se hubiera dicho ya en el Malleus. Lo novedoso de Guazzo se encuentra en la exposición de los diversos medios de los que el Diablo se vale para engañarnos. En ocasiones se limita a sustituir un cuerpo por otro, colocando un cuerpo falso en el lugar del individuo ausente; otras, él mismo toma la forma de un determinado sujeto, de tal manera que las acciones que realiza le son atribuidas a éste, que se encuentra dormido; por último, el Diablo puede crear la imagen de un animal, hecha de de aire, con la que rodea con entera perfección el cuerpo humano, que, encerrado, podríamos decir, en esa bolsa de aire, se presenta, no obstante, en forma bestial.

Las tres estratagemas demoníacas pueden aplicarse tanto al caso de las brujas como al de los hombres-lobo; pero con éstos, acaso tiene que ver muy especialmente la tercera. De ese modo, al hallarse el cuerpo del ser humano cubierto por una forma animal de aire, es como explica Guazzo el hecho (del que no duda) de la herida por simpatía (aspecto éste del que no se habla en el Malleus). El aire cede ante el arma y ésta hiere al individuo humano, y como quiera que sus miembros se encuentran, en la efigie aérea, en estricta correspondencia con los miembros de la forma animal, se comprende que la herida que se cree haber provocado en el cuerpo del lobo se encuentre luego en la misma parte del cuerpo del ser humano. Mas aún cabe otra explicación de la herida por simpatía: y es que el propio Diablo la provoque al individuo en el mismo lugar en que sabe que ha resultado herido el lobo real. Pero oigamos al propio Guazzo:

«Pero como ya he dicho, nadie puede dejarse convencer de que un hombre pueda verdaderamente transformarse en un animal, o un animal en un hombre de verdad; porque estos son portentos mágicos e ilusiones, cobrando la forma, pero no la realidad que aparentan ante nuestra vista. Porque el diablo, como he dicho en otro lugar, defrauda nuestros sentidos de muchas maneras. A veces, sustituye otro cuerpo, mientras las propias brujas se hallan ausentes o escondidas a parte en algún lugar secreto, y él mismo asume el cuerpo de un hombre formado a partir del aire y envuelto a su alrededor, y comete estas acciones que los hombres creen que son la obra de la desgraciada bruja ausente que se halla dormida [...] A veces de acuerdo con su pacto rodea a la bruja con una efigie aérea del animal, cada parte de la cual se ajusta a la parte correspondiente del cuerpo de la bruja, cabeza con cabeza, boca con boca, vientre con vientre, pie con pie, y brazo con brazo; pero esto sólo ocurre cuando utilizan ciertos unguentos y palabras, como en el caso del ejemplo anterior del hombre que fue despedazado por los perros; y luego dejan las pisadas de un lobo en el suelo. Pero en este último caso no hay motivo de asombro si son después encontrados con una verdadera herida en aquellas partes de su cuerpo humano cuando fueron heridos cuando se hallaban bajo la apariencia de un animal; porque el aire alrededor cede fácilmente, y el verdadero cuerpo recibe la herida. Pero cuando la bruja no se halla físicamente presente en absoluto, entonces el diablo la hiere en aquella parte de su cuerpo ausente correspondiente con la herida que sabe que ha sido recibida por el cuerpo del animal.»{15}

Sin embargo, el argumento de la efigie aérea, esgrimido por Guazzo, debía venir ya de tiempo atrás, y era, seguramente, de una nada desdeñable importancia, como lo prueba el hecho de que el Malleus maleficarum lo recoge, otorgándole la suficiente trascendencia y beligerancia como para ocuparse en refutarlo: «si se dice –leemos– que la total forma se encuentra en el aire ambiente, esto no puede ser, porque el aire no puede recibir una forma o figura y, además, porque el aire en torno a una persona no es siempre el mismo a causa de su fluidez, sobre todo cuando se mueve»{16}. Por otra parte, Sprenger y Kramer argumentarán que, de ser así, esa forma habría de ser vista por todos, pero no es el caso, ya que (como hemos señalado anteriormente) por lo menos los santos no pueden ser engañados por el Diablo.

Guazzo, no obstante, hace a un lado la objeción del Malleus (no resulta creíble suponer que la desconociera), acaso porque le brinda la oportunidad de ofrecer una explicación muy original (por supuesto, tan original como gratuita) de la herida por simpatía, cuestión ésta que, a su vez, es ignorada por Sprenger y Kramer, lo que tal vez podría prestar algún apoyo a la suposición de que en el momento en que escriben su obra (recordemos que es a finales del siglo XV), aunque ciertamente ésta era ya uno de los elementos presentes en las leyendas sobre hombres-lobo, acaso no había adquirido aún la suficiente relevancia, o al menos no la que tendrá más tarde, que será enorme.

Estas son, acaso, las principales explicaciones religiosas del asunto que nos ocupa (religiosas, quiero decir, en la medida que se hace de todo ello un fenómeno de carácter estrictamente diabólico, posibilitado por la mediación directa del Diablo). Mas pintorescas resultan todavía aquéllas de filiación parapsicológica, que explican la licantropía como un fenómeno paranormal, o las que dan cuenta de ella en términos de lo que, sin duda alguna, constituye uno de los delirios mitológicos esenciales en el momento actual, a saber: la intervención extraterrestre.

2. Las primeras, las que llamamos «parapsicológicas», a las que convendría asimismo la denominación de «mágicas», si no fuese porque el término induciría a una cierta confusión, dado que mágicas son también, en algún sentido (en el sentido de que en ellas se mezclan las prácticas mágicas), aquéllas que hemos denominado «religiosas»; las explicaciones parasicológicas (digo), tienen en Eliphas Lévi, el conocido ocultista francés del siglo XIX, uno de sus más importantes representantes. Lévi explicará la licantropía como el resultado de la acción del cuerpo sideral, mediador entre el alma y el cuerpo del ser humano. Este cuerpo suele permanecer despierto mientras el cuerpo físico duerme, y puede transportarse a sí mismo a través del espacio magnético. Mas el cuerpo sideral adopta con frecuencia la forma que corresponde a nuestro verdadero carácter o pensamiento, y puede llegar incluso a transformar los rasgos de nuestro cuerpo material. De este modo, según Levi, el hombre-lobo es en realidad un individuo dotado de instintos crueles y sanguinarios similares a los de un lobo, y cuyo cuerpo sideral vaga en forma de lobo, en tanto que el individuo duerme y sueña que, efectivamente, es un lobo. Eso explicaría, al mismo tiempo, la herida por simpatía: el órgano herido en el cuerpo sideral se encontrará también en el cuerpo físico una vez que ambos vuelvan a unirse, o lo que es igual, una vez que el hombre-lobo recupere de modo pleno su forma humana{17}.

Charles Webster Leadbeater, en su obra The astral plane (1895), sostendrá también la idea de que el hombre-lobo es el resultado de la proyección astral del cuerpo sideral (o cuerpo astral), y tal sería, al mismo tiempo, la explicación de la herida por simpatía:

«Al igual que ocurre tan a menudo con la materialización corriente, cualquier herida infligida a este animal se reproduciría en su cuerpo humano-físico debido al extraordinario fenómeno de la repercusión, a pesar de que, después de la muerte de este cuerpo físico, el cuerpo astral (que probablemente continuaría apareciendo en la misma forma) sería menos vulnerable. Sería también menos peligroso, ya que, a menos que encontrara un médium adecuado, sería incapaz de materializarse plenamente.»{18}

Y la misma explicación encontramos también, ya a finales del siglo XX, en la curandera y clarividente británica Rose Gladden:

«Supongamos –dice esta maestra de lo oculto– que yo fuera una persona cruel que disfrutará con las cosas horribles de la vida; bien, cuando yo proyectara mi mi cuerpo astral fuera de mi cuerpo físico, toda la maldad circundante podría agarrarme, cogerme. Y sería la maldad que se apodera de mi proyección astral, o de mi "doble", lo que me trasformaría en un animal, en un lobo. La atmósfera está siempre llena de fuerzas malignas, y a estas fuerzas malignas les es mucho más fácil existir dentro de un ser humano –digamos dentro de una persona mala– que en un vacío nebuloso. Los hombre-lobo eran –son aún– la manifestación perversa de la humanidad. Entiendo perfectamente por qué hay tantas narraciones de casos de "duplicación de la herida".»{19}

Si en lugar de decir que el hombre-lobo es la manifestación perversa de la humanidad se dijera que su leyenda es símbolo de ese lado perverso o maligno del ser humano (símbolo formado, acaso principalmente, a partir de hechos reales de auténtico trastorno o enfermedad mental), ésas serían las únicas palabras del discurso de Gladden que tendrían algún sentido. Pero, naturalmente, esto no es sino una forma de hablar, porque si la señora Gladden dijera eso, entonces ya no diría lo que dice. Por lo demás, no voy a perder el tiempo entrar a discutir con alguna seriedad estos argumentos (no sólo los de ella, sino también los de Lévi o los de Webster), toda vez, en cualquier caso, que ya lo he hecho en alguna ocasión{20}, y, además, porque como decía Schopenhauer, «en presencia de imbéciles y de insensatos, no hay más que una manera de demostrar que se tiene razón: no hablar con ellos». Diré solamente que da la impresión de que el delirio y la irracionalidad presentes en Lévi y en Webster llegan a su climax en Gladden: ya no se trata únicamente de que el hombre-lobo sea el resultado de la proyección de su cuerpo sideral o astral en el que halla recogida su propia maldad (con lo que uno creería haber oído ya todos los sinsentidos que su razón le permite soportar), sino que la transformación es propiciada por las propias fuerzas del mal, fuerzas, al parecer, cósmicas y malignas que llenan la atmósfera y de las que la señora Gladden ha conseguido averiguar que les resulta más fácil existir dentro de un ser humano que en el vacío nebuloso.

Ciertamente, de ningún modo podemos admitir las explicaciones de carácter religioso que han sido propuestas para explicar el fenómeno de los hombres-lobo; y no podemos hacerlo porque para ello habría que comenzar por admitir la existencia del propio Demonio. Pero si el Demonio no existe (y sostengo rotundamente que no existe), entonces no puede haber intervenciones demoníacas. Y ni siquiera tenemos ningún motivo para sospechar que tras los casos de licantropía pueda hallarse algún tipo de culto de carácter religioso (siquiera residualmente), ya tuviera como destinatario al Diablo cristiano o a cualquier otra deidad pagana con la que pudiera haber sido confundido (lo que sí sucedió, probablemente, en el caso de la gran caza de brujas de la Europa moderna). Pero lo que sí es justo reconocer es que las teorías religiosas son un auténtico curso de racionalidad cuando se las compara con las parasicológicas, y que el Malleus o el Compendium maleficarum son verdaderos manuales de lógica cuando son puestos al lado de las argumentaciones de los tres insignes magos a los que acabamos de hacer referencia.

Por lo demás, yo me pregunto de dónde habrán sacado esos tres sabios que el lobo es encarnación del mal; que el lobo es un animal especialmente perverso, cruel o sanguinario. Cierto es que tal es la leyenda que le acompaña desde siempre (desde los cuentos infantiles a Tomas Hobbes y su homo homini lupus), pero a quien posee los poderes suficientes para desentrañar los misterios de lo oculto, a quien ha podido conocer la existencia del cuerpo sideral y de la proyección astral, no debería resultarse especialmente difícil caer en la cuenta que dicha leyenda es tan falsa como injusta, y que un lobo que se comporta como un lobo, no es malo: simplemente es un lobo. Si comiera lechuga y cantara sería un canario. Pero ésta es otra historia.

3. Ahora bien, si alguien cree que con esto hemos agotado nuestra capacidad de sorpresa, se equivoca: nos quedan aún las explicaciones extraterrestres. Porque para descubrimientos geniales sobre el hombre-lobo, el que han hecho Horacio Velmont y José Raúl Olguín, fundador y director, respectivamente, del Grupo Elron, que se define como «Sociedad científica independiente, sin fines de lucro, religiosos o políticos, dedicada a erradicar los falsos conceptos en todos los campos del conocimiento a través de las enseñanzas de los Maestros de la Luz»{21}.

Velmont, en respuesta a una carta de Ascensión B.H., interesada en el caso del lobisón, que así es como se le llama al hombre-lobo en Argentina (¿contracción, acaso, del lobis-home gallego?), después de rechazar todas las supersticiones al respecto, afirma lo siguiente:

«Todo esto no es más que fruto de la ignorancia o, si se quiere, del infantilismo de la raza humana. Y me refiero también a los científicos "serios", que como son "serios" eluden el tema y entonces el enigma no se resuelve (quizás sea mejor que no se hayan metido, porque vaya a saber con qué disparates saldrían). El Grupo Elron sabe con toda certeza que no existen los lobisones u hombres que se convierten en lobo, ya que es una imposibilidad genética que un ser humano pueda convertirse en animal. Los "lobisones" no son más que seres extraterrestres sumamente primitivos provenientes de un planeta situado a 500 años luz de la Tierra, habiendo sido traídos en naves espaciales por sus habitantes superiores –los elhonis–, hace miles de años, porque estaban proliferando demasiado. En buen romance, se los "sacaron de encima", y con el tiempo estos seres monstruosos se convirtieron en leyenda. Y esto es todo.»

Y en respuesta a Marcelo E., añade Velmont que lo mismo sucedió con los Tetis y los Pies Grande, sólo que éstos fueron traídos por los extraterrestres de Ani.

En sesión celebrada el 7/8/97: Médium: Jorge E. Olguín; Interlocutor: Horacio Velmont; Entidades que se presentaron a dialogar: Maestro Jesús, Logos Solar, y L. Ronald Hubbard, fundador de Dianética y Cienciología, tuvo lugar el siguiente dialogo (realmente es largo, pero sé que el lector me lo agradecerá por lo que disfrutará con él):

«Interlocutor: ¿Y con respecto a los lobisones?
Ron Hubbard: No pertenecen a la raza humana. Son entidades extraterrestres.
Interlocutor: ¡Pero Maestro, si hay infinidad de casos donde al lobisón perseguido le han cortado una pata y al día siguiente aparece un ser humano, hombre o mujer, con un miembro cortado!
Ron Hubbard: Eso es un camuflaje preparado por las entidades extraterrestres.
Interlocutor: ¡Apenas lo puedo creer!
Ron Hubbard: Hay entidades extraterrestres llamadas "lupus", que tienen que ver con el latín terrestre, y de ahí derivó la palabra "lobo". Por eso, el famoso investigador Linneo, al lobo lo llama canis lupus. El nombre científico del lobo, del lobo común, es canis lupus linné, que viene de Linneo, que fue un gran naturalista, investigador de todas las ramas zoológicas.
Interlocutor: ¿De dónde provienen los lupus?
Ron Hubbard: Provienen de un planeta que está a más de 500 años luz de la Tierra, cuyos habitantes han logrado construir naves que han superado la velocidad de la luz y han llegado hasta ustedes, pero cono tienen un entendimiento corto en cuanto a armamento, nunca han podido dominar a los terrestres. Lo que han hecho, entonces, es disfrazar su cuerpo mediante técnica, que no viene al caso explicar ahora, y se han hecho pasar por seres humanos. Estos lupos tienen instinto de dominación y de morder, un instinto decididamente canino.
Interlocutor: ¿Pero no se transforman para nada en lobos?
Ron Hubbard: ¡No se transforman en lobos! Lo que hacen es sacar directamente su disfraz de humano por la noche.
Interlocutor: ¿Entonces son similares a los lobos?
Ron Hubbard: Son similares a los lobos terrestres, pero no caminan en cuatro patas. Son bípedos.
Interlocutor: ¿Son como los extraterrestres de Arturo, que son parecidos a las langostas de aquí?
Ron Hubbard: Es algo similar. Lo que ocurre es que su planeta está tan lejos de su estrella –algo así como, hablando en medidas terrestres, 500 millones de kilómetros– que prácticamente viven en penumbras, casi en una eterna noche. El día del planeta de los lupos es una tarde muy oscura y la noche es muy cerrada. Tienen una luna enorme como la terrestre y esa luna los excita a tal punto que tienen un sexo carnal tan violento que en algunos casos llegan a lastimar severamente a la hembra. Aprovechan la noche para desatar sus instintos sexuales, y pueden llegar a violar hembras terrestres, matándolas en su salvajismo. Aclaro que las hembras lupos son tan salvajes como los machos. Entonces, en al apareamiento sexual nocturno luchan entre ellos, se muerden, se arañan y se lastiman como si nada.
Interlocutor: ¿Son como los escarceos humanos, donde la pareja se besa y a veces se muerde un poquito?
Ron Hubbard: Es algo así como los escarceos humanos, pero con muchísima más violencia.
Interlocutor: ¿Para ello, entonces, se transforman en seres humanos?
Ron Hubbard: No se transforman en seres humanos, sino que se disfrazan de seres humanos. A la noche se sacan ese disfraz y atacan a hembras humanas para aparearlas sexualmente.
Interlocutor: ¿A los lupos les gusta la mujer terrestre?
Ron Hubbard: Les gusta porque es lampiña. Pero el ataque es tan feroz que llegan a matarlas.
Interlocutor: Está bien. Ahora la pregunta obligada es si están entre nosotros cumpliendo tareas similares a la que realizamos aquí los seres humanos. Me refiero a que, si disfrazados de hombres o mujeres, trabajan, van a hacer las compras, estudian, &c.
Ron Hubbard: No, porque su instinto salvaje no les permite eso.
Interlocutor: ¿Tiene alguna relación la luna del planeta de los lupos con nuestra luna?
Ron Hubbard: Sí, porque cuando en la Tierra hay luna llena, –en esta fase es cuánto más se parece a la luna de su planeta–, algo se les despierta adentro...
Interlocutor: ¿Los tethanes de lo lupos en qué nivel están?
Ron Hubbard: En su mayoría son de nivel 2 y 3. No son seres de Luz. Es muy difícil que desarrollen.
Interlocutor: Nuevamente, Maestro, voy a hacerle la pregunta, para que no quede ninguna duda: ¿Qué sucede cuando a algún lupo los perseguidores le cortan un miembro y luego aparece algún ser humano con una mano o una pierna cortada?
Ron Hubbard: Cuando a algún lupo le cortan un apéndice lo que hacen sus compañeros es matar a un ser humano y cortarle un miembro y así, al día siguiente, todos lo señalan como el lobo que perseguían. Ese ser humano no es otra cosa que una víctima de los lupos para pasar desapercibidos entre ustedes.
Interlocutor: ¿Podría en alguna otra sesión conversar con el tethán de algún lupo para ampliar sus explicaciones?
Ron Hubbard: Sí, por supuesto.
Interlocutor: ¿Puede decirse que todos o casi todos los monstruos con que se han topado los seres humanos a través de la historia han sido en realidad extraterrestres?
Ron Hubbard: Así es, son extraterrestres provenientes de distintos planetas.
Interlocutor: Obviamente cada uno de esos extraterrestres tiene sus engramas...
Ron Hubbard: Así es. Ninguna duda cabe que el engrama de los lupos es impresionantemente alto, porque tienen un sexo tan aberrante que los juegos eróticos que pueda proponer el ser humano más perverso sería como un juego de niños ante el salvajismo de esta raza. Lo que sucede es que como constituyen una raza muy fuerte, el tener sexo con una raza más débil, como la terrestre, los matan.
Interlocutor: ¿Las lupas han tenido sexo con hombres terrestres?
Ron Hubbard: ¡Por supuesto! ¡Y los han destrozado! En algunos casos les han arrancado el pene...
Interlocutor: Creo que el tema de los lobisones está bien aclarado...»

4. Las primeras explicaciones naturales y médicas sobre el fenómeno de los hombres-lobo fueron apuntadas muy pronto. Del año 1508 data un curioso e interesante texto que puede ser visto como una especie de puente y transición entre las explicaciones religiosas y las puramente naturales. Se trata del «Sermón sobre los hombres-lobo»{22}, pronunciado el domingo de cuaresma del referido año por Johanes Geiler von Kaysersberg, sacerdote luterano de Estrasburgo, en el que sostiene que los hombres-lobo, que se dice que atacan y devoran hombres y niños, no son sino lobos que hace esto impelidos por siete razones. De ellas, las cinco primeras son enteramente naturales: esuriem (hambre); rabiem (ferocidad); senectutem (vejez), pues les es más fácil cobrar piezas humanas que animales; experientiam (experiencia), dado que, según se dice, la carne humana resulta especialmente sabrosa, de modo que el lobo que se ha acostumbrado a ella, la prefiere a cualquier otra; e insaniem (locura). Las otras dos, en cambio, nos remiten de nuevo al ámbito de las explicaciones religiosas, pues son Diabolum y Deum: «En el sexto enunciado –dice Kaysersberg– el daño viene del Demonio, que se transforma y adopta la forma de lobo [...] En el séptimo enunciado, el daño viene del mandato de Dios. Porque a veces Dios castiga con lobos a algunas tierras y pueblos»{23}. Como puede observarse, los dos últimos «enunciados» de Kaysersberg insisten en explicaciones que nos resultan familiares desde el Malleus maleficarum, donde se hallan claramente recogidas, hasta tal punto que incluso cabe pensar que de ahí las toma directamente este sacerdote luterano, o al menos eso puede sospecharse, dado que, como ilustración del su sexto argumento, apunta la historia referida por Guillermo de París sobre el hombre que creía convertirse en lobo, y como prueba del séptimo, la historia de los 42 niños devorados por dos osos como castigo impuesto por Dios por burlarse del profeta Elías, ambas recogidas tal cual en la obra de Sprenger y Kramer.

A finales del siglo XVI, sin embargo, encontramos ya explicaciones puramente médicas (y, por tanto, naturales) del fenómeno que estamos examinando: «La licantropía es una trastorno mental y no una transformación», escribe el año 1584 Reginald Scot{24}. Y aun antes, en 1558, Della Porta sostendrá que los supuestos casos de licantropía no son sino el efecto de determinadas pócimas y drogas, explicación que suscribirá asimismo, el año 1615, el médico Jean Nynauld. Por esta misma época, el también médico Alfonso Ponce de Santa Cruz describe dicho fenómeno como una enfermedad derivada del humor melancólico. En este orden de cosas, es enormemente importante la obra de Robert Burton, Anatomía de la melancolía,{25} en la que se mantiene que la licantropía es un trastorno mental, que, aunque relacionado con la melancolía, es simple locura, sin más, y cuyo origen, en todo caso, Burton atribuye a los efectos de la imaginación:

«El que algunos se conviertan en lobos –escribe–, de hombres en mujeres y las mujeres de nuevo en hombres (según se ha creído siempre) se atribuye a la misma imaginación; o de hombres en burros, perros, o cualquier otra forma [...] El hecho de que en la hidrofobia parecen ver la imagen de un perro en el agua, el que los melancólicos y enfermos conciban tantas visiones fantásticas, apariciones, y tengan tales absurdas suposiciones, como que son reyes, caballeros, gallos, osos, monos, búhos, que son pesados, ligeros, transparentes, grandes y pequeños, insensibles o que están muertos [...], no se puede imputar más que a la imaginación corrupta, falsa y violenta.»{26}

Mas pudiera ser, sin embargo, que la relación entre la licantropía y la melancolía fuese aún más profunda de lo que parece sospechar Burton. Al menos, en lo que algunos denominan la melancolía delirante no son infrecuentes las ideas de transformación, es decir, los delirios relacionados con que el propio cuerpo se ha convertido en otra cosa distinta de lo que es{27}. Otras posibles explicaciones psiquiátricas del fenómeno podrían hallarse, acaso, en el trastorno de despersonalización, consistente en un sentimiento de extrañeza e incluso de deformación del propio cuerpo, y que suele darse en determinadas esquizofrenias e histerias, así como en algunos estados depresivos. También el trastorno disociativo (como lo denomina el DSM IV), más conocido como doble personalidad o personalidad múltiple. Es posible pensar, asimismo, que en algunas ocasiones nos encontremos ante simples casos de rabia canina con la que el individuo ha sido contagiado. Por lo demás, es preciso tener en cuenta también la existencia de algunas enfermedades que, en su momento, pudieron hacer que quien las padeciera fuera tomado realmente por un hombre-lobo. Eso pudo suceder con la porfiria, que provoca una deformación tal de la columna vertebral que llega incluso a obligar al enfermo a caminar a cuatro patas, así como fotofobia, alteraciones cutáneas o enrojecimiento de dientes. Si a eso añadimos que la ropa pudiera resultar tan molesta al enfermo que llegue incluso a desprenderse de ella, muy poco más hace falta para que algunos tuviesen la impresión de encontrarse frente a una bestia. Otra enfermedad podría ser la hipertricosis, conocida, precisamente, como «síndrome del hombre-lobo», que provoca un crecimiento desmesurado de pelo por todo el cuerpo, salvo en las plantas de pies y manos. Es obvio que, antes de ser descritas, cualquier infeliz que hubiese tenido la desgracia de padecer cualquiera de ellas (y no digamos si se diese el caso de las dos a un tiempo), con toda facilidad pudo haber sido tomado por un lobo.

Entre quienes en tiempos recientes se han ocupado específicamente del fenómeno de la licantropía, entendida como la enfermedad que padece quien cree ser un lobo, podemos recordar a Ernest Jones, quien, el años 1931 y desde una perspectiva psicoanalítica, sostiene que es debida a un profundo conflicto psíquico que hunde sus raíces en problemas sexuales reprimidos; a Robert Eisler (1951), para quien se trata de un estado maníaco (que, por cierto, y según sus sospechas, podría haber padecido Hitler); o también a Nandor Fodor, psicoanalista especializado en el análisis de todos aquellos sueños en los que podría encontrarse alguna relación con el mito del hombre-lobo: sueños que incluyen transformaciones, crímenes sádicos o incluso al propio hombre-lobo. Sus conclusiones, dadas a conocer el año 1945, pueden ser resumidas en la idea de que esos sueños violentos, que podrían ser definidos como de carácter licantrópico, constituyen un mecanismo psicológico mediante el cual determinados individuos solucionan ciertos conflictos a nivel inconsciente.

Me parece, sin embargo, que es posible proporcionar sugerencias más interesantes.

4. Hombres-lobo, psicóticos y psicópatas

Creo que una de las propuestas más originales e interesantes que se ha hecho sobre toda esta problemática es la de R.E.L. Masters y E. Lea, quienes, el año 1963, proponen una relación entre los hombres-lobo y los asesinos en serie. Ciertamente, desprovistos de cualquier connotación religiosa, mágica o paranormal, los casos más escabrosos y sanguinarios que conocemos atribuidos a la acción del hombre-lobo responden a la actuación y al perfil de un asesino en serie, porque, al menos formalmente, no son sino crímenes seriados; y desechada cualquier otra hipótesis alternativa, ya sea la acción de Dios o la del Diablo, la intervención de entidades extraterrestes o el resultado de proyecciones astrales; desechadas (digo) tales hipótesis, por resultar imposibles o meramente ridículas y absurdas, seguramente a eso es a lo que se reduce no sólo en la forma, sino también en el fondo, la leyenda del hombre-lobo: a la actuación de un serial killer (como nos enseñó Robert Ressler a denominar a tales individuos). Pero conviene introducir alguna matización.

Cien años antes de Masters y Lea, puede considerarse anticipada su misma tesis (bien que expuesta en un lenguaje distinto) en la obra (ya mencionada en estas páginas) de Barimg-Gould. Insertándose en la línea de quienes consideran la licantropía como una forma de locura, Barign-Gould afirmará lo siguiente:

«Se puede admitir como axioma que no hay ninguna superstición aceptada de forma general que no posea un fundamento de verdad, y si descubrimos que el mito del hombre-lobo está ampliamente extendido, no sólo en Europa, sino en todo el mundo, podemos estar seguros de que hay un sólido núcleo de realidad, en torno al cual ha cristalizado la superstición popular; y esa realidad es la existencia de una clase de locura durante cuyos accesos la persona afectada cree ser un animal salvaje y actúa como un animal salvaje.»{28}

El rasgo principal de ese tipo de locura sería, según Baring-Gould, la crueldad innata. Ahora bien, esa crueldad innata presenta, en su opinión, diversos grados:

«En unos se manifiesta simplemente como una indiferencia hacia el sufrimiento, en otros aparece como un mero gusto por ver muertos, y a otros por fin los domina con un irresistible deseo de torturar y destruir [...] En unos se manifiesta como una simple insensibilidad ante los sufrimientos de otras personas. Este temperamento puede conducir al crimen , ya que el individuo que es indiferente al dolor ajeno estará dispuesto a destruir a otro si conviene a sus intereses [...] En otros, la pasión por la sangre aparece junto a la indiferencia ante el sufrimiento [...] Además, hay una tercera clase de personas crueles y sanguinarias, en las que la sed de sangre es una pasión furiosa e insaciable.»{29}

Hasta aquí, y dejando a un lado el asunto de la crueldad innata (discusión en la que ahora no voy a entrar{30}, como tampoco lo haré en eso de si toda superstición aceptada encierra, por fuerza, alguna verdad), lo que ha hecho Baring-Gould es dibujarnos, con sorprendente precisión, el perfil de lo que hoy consideramos un psicópata, a quien caracteriza, entre otras cosas, una manifiesta incapacidad para experimentar empatía con el prójimo, y, en consecuencia, una completa insensibilidad ante el sufrimiento ajeno, y ello tanto si es un asesino como si no, lo que, por fortuna, es más frecuente, puesto que sólo una pequeña parte –en proporción al número de psicópatas– lo es, y aún menor es el conjunto formado por aquéllos que a su condición de psicópatas añaden la de asesinos en serie.

Ahora bien, el licántropo (que se encuentra, como es obvio, en el grupo de los asesinos) reúne aún otras dos condiciones, según Barign-Gould): la de caníbal y loco:

«Los casos que comprende propiamente el epígrafe de Licantropía –escribe– son aquéllos en los que la sed de sangre y el canibalismo van unidos a la locura.»{31}

Lo primero, que sin duda es cierto, reduce sensiblemente el grupo de individuos que estamos buscando, puesto que, del mismo modo que no todo psicópata es un asesino, y mucho menos un asesino en serie, no todo asesino en serie es un caníbal (aunque los hay, por supuesto). En cuanto a lo segundo (con independencia de que el término locura haya caído en desuso en la moderna Psiquiatría), esto es, que a la sed de sangre y el canibalismo se sume la locura, obligaría a suponer en el licántropo una pérdida de contacto con la realidad, caracterizada, acaso, por vivencias de despersonalización y desrealización, o lo que es lo mismo, la licantropía sería inseparable de las alucinaciones. Y ésta es, en efecto, la posición de Baring-Gould; alucinaciones que el atribuye a diversas causas: fiebre, episodios maníacos en los que el individuo cree ser otra persona o drogas.

Pero si esto es así, es decir, si no cabe hablar de licantropía sin alucinación, entonces nos hemos alejado ya de los psicópatas para encontrarnos con los psicóticos. Un psicópata, en efecto, ni sufre alucinaciones ni experimenta la menor pérdida de contacto con la realidad; es, por el contrario, plenamente consciente de sus actos y sabe perfectamente que no debería hacer lo que hace, pero sucede que, sencillamente, no entiende por qué no puede hacerlo: es, como a veces se ha dicho, un imbécil moral, aunque, por lo demás, su inteligencia sea normal, e incluso, en no pocos de estos sujetos, superior a la media. Y es precisamente esa ausencia de delirios y alucinaciones lo que hace que se les considere responsables de sus actos e imputables desde el punto de vista jurídico. Justo lo inverso de lo que sucede con el psicótico.

No hay duda, pues, de que la posición de Baring-Gould se encuentra en la línea de considerar la licantropía como una forma de psicosis, lo que implica que el licántropo cree haberse convertido realmente en un lobo:

«El hombre cruel por naturaleza –escribe–, si tiene el cerebro mínimamente afectado, creerá que se ha transformado en el animal más cruel y sanguinario que haya conocido.»{32}

Su conclusión, por tanto, resulta absolutamente clara:

«Mostraré –afirma ya al principio de su obra, anticipando tal conclusión– que se trata de un deseo insaciable de sangre implantado en ciertas naturalezas, reprimido en circunstancias normales, pero que aflora ocasionalmente, acompañado de alucinaciones, y que conduce en muchos casos al canibalismo. Daré ejemplos de personas aquejadas de ese mal, y que otros creen, y ellas mismas también creen, que se transforman en animales, y que en el paroxismo de su locura cometen numerosos asesinatos y devoran a sus víctimas. [Hay otras] personas que sentían las mismas ansias de sangre, que mataban meramente para satisfacer su crueldad natural, pero que ni sufrían alucinaciones ni eran adictas al canibalismo. También [...] personas con las mismas propensiones, que mataban y se comían a sus víctimas, pero que carecían por completo de alucinaciones.»{33}

El primer grupo de tales personas son psicóticos, asesinos y caníbales: tal es la tesis de Barigng-Gould sobre el hombre-lobo. Los otros dos, en cambio, son asesinos psicópatas; y de ellos, el segundo no nos interesa ahora, toda vez que la licantropía conlleva prácticas caníbales. En el tercero, en cambio, volvemos a encontrarnos con nuestros psicópatas asesinos en serie y caníbales. Y puesto que su existencia es innegable (y el propio Baring-Gould, como acabamos de ver, lo reconoce), ¿es tan claro y obvio que hemos de declararlo vacío respecto a la licantropía? Evidentemente, el licántropo, en cuanto tal, es un psicótico, puesto que la enfermedad consiste, precisamente, en creer que se ha producido una transformación real del propio cuerpo en el de un lobo, y es, en consecuencia, inseparable del delirio y la alucinación, nada de lo cual es atribuible al psicópata. Y un psicótico, sin duda, es lo que encontraremos, con toda probabilidad, detrás de muchos de los casos de licantropía de los que tenemos noticia. Pero como quiera que lo único que diferenciaría a un psicótico y a un psicópata, perpetradores ambos de lo que podríamos denominar crímenes licantrópicos, es decir, asesinatos seguidos de prácticas caníbales, sería, justamente, la presencia o ausencia de alucinaciones; y como quiera que no siempre es fácil determinar si un individuo experimenta o no alucinaciones (y menos aún en épocas en las que no se puede decir que la Psicopatología o la Psiquiatría conociesen un gran desarrollo), lo que pregunto es si no habrá sucedido que, ocasionalmente, se hubiese considerado afectado por una psicosis licantrópica a un individuo que no era sino un psicópata y asesino en serie, es decir, que se hubiese confundido a individuos pertenecientes al grupo uno y al grupo tres de los señalados por Baring-Gould. Ciertamente, en el momento presente disponemos de otros criterios, además de la existencia o no de alucinaciones y delirios para diferenciar una psicosis de una psicopatía. Pero aun así, ni siquiera hoy es siempre fácil el diagnóstico diferencial entre ambos trastornos, y de hecho, en la psiquiatría forense no son ni mucho menos infrecuentes los casos en los que dos profesionales de la psiquiatría o de la psicología jurídica emiten valoraciones contrapuestas sobre un mismo individuo, considerándole, uno, psicótico, y psicópata, el otro (y, por supuesto, no creo que necesariamente hayamos de pensar que se trata siempre de valoraciones interesadas, dependiendo de que el profesional médico trabaje para la acusación o para la defensa). Pero si el riesgo de confusión persiste en la actualidad, ¿qué no ocurriría en los siglos XVI o XVII? En suma: el licántropo auténtico es siempre un psicótico, pero no juzgo improbable, ni muchos menos, que en alguna ocasión haya sido tomado o se haya hecho pasar por tal algún psicópata asesino en serie. Es más, creo que eso es lo que realmente ocurrió no pocas veces. ¿Qué sucede con la simulación y el engaño? ¿Acaso hemos de creer, sin más, a cualquiera que afirme experimentar alucinaciones u oír voces que le impelen a realizar determinados actos? ¿Qué sucede con la propia superstición? En la época en la que el mito del hombre-lobo se hallaba en su pleno apogeo, ¿es tan difícil pensar que cualquier asesino caníbal fuese considerado, en efecto, un hombre-lobo?

Afortunadamente, no tenemos por qué limitarnos a hacer conjeturas (que podrían resultar tan gratuitas como falsas) acerca de que tal sujeto o tal otro pudiera ser un farsante que, siendo plenamente consciente de sus actos, quisiera aparentar lo contrario, con el objeto de quedar libre de culpa o aminorar la pena. Por suerte, disponemos de otro procedimiento: examinar su modus operandi. Cuando hablamos de asesino en serie, la distinción entre psicópata y psicótico ha de ser conjugada con la establecida por el FBI, que distingue entre asesino organizado y asesino desorganizado. Por lo general, el psicópata responde a los rasgos del primero, en tanto que el psicótico lo hace a los del segundo.

Entre otras diferencias que no vienen ahora al caso, el asesino organizado y el desorganizado se distinguen por la forma misma de perpetrar sus crímenes. El primero suele planear de manera detallada los pasos a dar y el proceso a seguir en la comisión de sus asesinatos, incluyendo la elección de la víctima y muchas veces su seguimiento y acecho, al objeto de conocer la rutina diaria de ésta, sus costumbres, &c. Antes de matar, suele dar rienda suelta a sus fantasías y realizarlas (violación y tortura, por ejemplo). Con frecuencia entierra u oculta el cuerpo, llegando incluso a despedazarlo y desperdigar las partes, y, en general, se cuida mucho de borrar y destruir todas las pistas que pudieran llevar hasta él e incriminarle. Habitualmente colecciona trofeos, es decir, objetos de la víctima y hasta partes de su cuerpo, para poder rememorar más adelante la emoción y excitación experimentadas en el momento de torturar y dar muerte a ésta. Es usual que se halle pendiente de la repercusión de su crimen, e incluso que participe activamente en los intentos de resolución del mismo: «colaborando» en la búsqueda de la víctima y hasta hablando con las autoridades para proporcionándoles «pistas» o sugerencias. No es raro que en el momento de descubrirse el cadáver pueda hallarse presente en el lugar, y lo mismo en el sepelio. A menudo tiene un alto cociente intelectual.

Por el contrario, el asesino desorganizado presente una inteligencia más bien baja y a menudo diversos trastornos mentales. Sus víctimas suelen ser elegidas al azar, y el ataque, más que premeditado, es fruto del impulso incontrolable que le domina en ese instante. Mata rápidamente, aunque muchas veces mantiene después relaciones sexuales con el cuerpo de su víctima. Es descuidado y no se preocupa en exceso por las evidencias o pistas que deja detrás de sí. Por lo mismo, suele abandonar el cadáver en el mismo lugar donde le ha dado muerte, sin tratar de ocultarlo ni hacerlo desaparecer.

5. Los casos célebres

Cuando nos enfrentamos a los casos más conocidos de hombres-lobo de los que tenemos noticia, la información que pudiera permitirnos decidir en cuál de esos dos perfiles encaja un individuo concreto es más bien escasa. Téngase en cuenta que las autoridades civiles o eclesiásticas de turno, no se hallaban interesadas tanto en los pormenores del hecho como en efectuar un rápido dictamen acerca de la culpabilidad o inocencia de los acusados (y con frecuencia, más en lo primero que en lo segundo), cuando no en determinar si había habido o no intervención diabólica y, por tanto, trato con Satán. Los documentos conservados son ricos en estos pormenores de carácter religioso, así como en los detalles relativos a la transformación, a la herida por simpatía o a cualesquiera otros aspectos de aquéllos con los que el mito y la superstición habían ido adornado la leyenda del hombre-lobo, pero muy superficiales, en cambio, en lo que atañe a las minucias del crimen mismo y al modus operandi de su autor. Pero aun así, hay algo que puede proporcionarnos algún indicio sobre la personalidad de éste: y es, precisamente, el cuidado o descuido con el que actúa, la atención que presta a no ser descubierto o, por el contrario, la despreocupación que manifiesta en ese sentido. En suma: la atención o indiferencia que muestra ante aquello que pudiera delatarle{34}.

La familia Gandillon (tres hermanos, dos mujeres y un varón, así como el hijo de éste), los conocidos como hombres-lobo de St.-Claude (1598), son un claro ejemplo de enfermos mentales. Una de ellas, Perrenette, se creía un lobo y a cuatro patas vagaba y corría por el campo. En una ocasión atacó a una niña que se hallaba en compañía de su hermano. Éste trató de defenderla con su cuchillo, pero Perrenette logró a arrebatárselo y lo degolló. Fue despedazada por las gentes del lugar que la encontraron muy cerca de la escena del crimen. Antoinette, hermana de Perrenette, además de reconocer ser loba, afirmaba que podía hacer granizar y que asistía al aquelarre, donde que copulaba con el Diablo, que se le presentaba bajo la forma de macho cabrío. El hermano de ambas, Pierre, admitió que se transformaba en lobo al cubrirse con una piel de este animal, proporcionada por Satanás, y también mediante ungüentos, y reconoció haber atacado lo mismo a animales que personas. Cuando quería recobrar su forma humana –decía–, lo que hacía era revolcarse entre hierba perlada de rocío. Su hijo, Georges, se reconoció culpable de los mismos cargos. Parece ser también que una noche de Juéves Santo permaneció en estado cataléptico durante tres horas y a continuación asistió, como lobo, al aquelarre. Tanto él como su padre y su tía fueron ejecutados (ahorcados y luego quemados sus cuerpos), pero antes de eso, Boguet, el juez encargado de su caso, los visitó en la cárcel. El retrato que nos ha dejado de ellos, toda vez que desechemos la simulación por parte de los condenados, que ninguna gracia podían esperar ya, es el de tres enfermos mentales graves:

«En compañía de Claude Meynier –dice Boguet–, nuestro secretario, he visto a los mencionados ponerse a cuatro patas en una habitación como lo hacían cuando estaban en el campo, pero dijeron que les era imposible transformarse en lobos porque ya no les quedaba ungüento y habían perdido el don de hacerlo al ser encarcelados. Asimismo, he observado que tenían arañazos en el rostro, las manos y las piernas, y que Pierre Gandillon estaba tan desfigurado por esta causa que apenas guardaba semejanza alguna con un hombre, asustando terriblemente a cuantos lo miraban.»{35}

Un psicótico era también, casi con toda seguridad, Jacques Roulet, epiléptico y, según parece, retrasado mental, quien, el mismo año del caso de la familia Gandillon, es decir, en 1598, fue hallado no muy lejos del lugar en el que se encontró el cadáver mutilado de un muchacho de quince años. Roulet se encontraba medio desnudo, con la barba y el cabello desaliñados, las manos llenas de sangre y entre las uñas restos de lo que parecía carne humana. El pobre infeliz se declaró culpable de haber dado muerte al chico y afirmó no haber podido acabar de devorarlo porque se lo impidió la llegada de los hombres que finalmente acabaron por encontrarlo. Sus respuestas al interrogatorio al que fue sometido están plagadas de incoherencias:

«–¿Cómo te llamas y cuál es tu condición? –pregunto el juez, Pierre Hérault.–
—Me llamo Jacques Roulet, tengo treinta y cinco años; soy pobre y mendigo.
—¿De qué se te acusa?
—De ser ladrón... de haber ofendido a Dios. Mis padres me dieron un ungüento; yo no conozco su composición.
—Cuándo te untas ese ungüento, ¿te conviertes en lobo?
—No; pero por eso maté y devoré al chico de Corner: yo era un lobo.
—¿Ibas vestido de lobo?
—Iba vestido como ahora. Tenía las manos y la cara ensangrentadas porque había estado comiendo la carne de ese chico.
—¿Se convierten tus manos y tus pies en zarpas de lobo?
—Sí
—¿Se convierte tu cabeza en la de un lobo, se te agranda la boca?
—No sé cómo tenía la cabeza en aquel momento. Usé mis dientes; mi cabeza era como es hoy. He herido y comido a muchos otros niños; también he asistido al aquelarre.»{36}

Roulet fue condenado a muerte, pero tras recurso presentado ante el Parlamento de París, éste, apreciando en él claros síntomas de locura, conmutó la sentencia por dos años de internamiento en el manicomio St.-Germain-des-Près, al objeto de que recibiera educación religiosa.

Y un enfermo mental era, sin duda alguna, Jean Grenier. Un día del año 1603, cuando tenía catorce años, Grenier confesó a unas muchachas que estaban cuidando ovejas que él era un hombre-lobo (su aspecto, desde luego, no era muy agradable: tenía grandes caninos, que le sobresalían con la boca cerrada, y unas manos fuertes y sucias, con grandes uñas puntiagudas). Para terror de las chicas, dijo que un hombre llamado Pierre Labourant le había dado una capa hecha con piel de lobo, que, al cubrirse con ella, le convertía en hombre-lobo durante una hora. Bajo ese aspecto –afirmó– había matado y comido animales, pero aseguró que le gustaban más las niñas, pues su carne era más tierna y dulce.

Sucedió que por la época en que Grenier alardeaba de ser hombre-lobo, habían sido asesinados varios niños en St. Sever (Gascuña), y como quiera que las pastorcitas declararon el 29 de mayo de ese año (1603) lo que Grenier les había contado, éste fue considerado inmediatamente sospechoso, y creídas las historias acerca de sus transformaciones. Jean se confesó autor de crímenes horribles y acusó a otras personas de ser licántropos (entre otros a su propio padre). El 2 de junio el caso pasó a un tribunal superior de Coutras. Se registraron las casas de los acusados por Grenier, pero no hubo forma de dar con el ungüento que supuestamente utilizaban para convertirse en lobos. Detenido y encarcelado, el padre del muchacho, declaró que era cosa sabida que su hijo era retrasado mental y que, entre otras cosas, presumía de haberse acostado con todas las mujeres del lugar. Lo cierto es que, aunque nada pudo ser demostrado fehacientemente (aunque sí existían algunas pruebas circunstanciales que le incriminaban de forma bastante convincente), Jean Grenier fue declarado culpable y el tribunal decretó que fuera ahorcado y que luego se quemara el cuerpo.

Revisado el caso por el Parlamento de Burdeos, y tras ser examinado por dos médicos, que le consideraron enfermo mental (de «una enfermedad llamada licantropía»), el 6 de septiembre se le conmutó la condena a muerte por un internamiento de por vida en un convento.

De Lancre, que le visitó años más tarde, en 1610, afirma que Jean tenía la mente absolutamente en blanco y que se mostraba incapaz de comprender aun las cosas más simples. Continuaba afirmando, sin embargo, que había sido un hombre-lobo y también que le gustaría poder comer niños. Jean Grenier falleció en noviembre de ese mismo año.

El caso Grenier es de una importancia trascendental en el asunto de los hombres-lobo, porque es la primera vez que la licantropía es definida como una enfermedad, aunque bien es verdad que los médicos que efectuaron el diagnóstico atribuyeron tal enfermedad a la acción de un espíritu maléfico.

Seguramente podrían aducirse otros muchos ejemplos de crímenes licantrópicos en los que sus autores (o quienes fueron considerados tales) padecían algún tipo de psicosis. Mas creo que existen también otros (tal como sospechábamos anteriormente) cometidos por individuos que probablemente hoy día serían diagnosticados como psicópatas y, por supuesto, asesinos en serie organizados.

Sin duda, un ejemplo claro es Peter Stubb, quien decía convertirse en lobo al colocarse un cinturón mágico, recuperando su forma humana al quitárselo. Se confesó autor de múltiples asesinatos (parece que en total fueron unos dieciséis), y, antes de ser atrapado, consiguió pasar desapercibido y permanecer impune durante unos veinte años. El cinturón, naturalmente, nunca fue encontrado (el dijo haberlo dejado en un valle). Fue ejecutado el 31 de octubre del año 1589.

Creo que tal podría ser, asimismo, el caso de Pierre Bourgot y Michael Verdung, los conocidos como hombres-lobo de Poligny (1521). Y lo sospecho porque, si es cierto que, tal como confesaron, cometieron seis crímenes (un hombre, una mujer y cuatro niñas), sin contar algún intento fallido, fueron lo suficiente cuidadosos y precavidos no sólo para que tardaran en ser apresados, sino también, y acaso principalmente, para que transcurriese bastante tiempo antes de que comenzasen a ser considerados sospechosos. A la luz de esto, sus declaraciones en las que afirmaron ser hombres-lobo, los medios por lo que lograban la transformación, la asistencia a aquelarres, los amos diabólicos, Moyset y Guillemin, que les suministraban los ungüentos, &c., tal vez no fueran más que meras patrañas con las que buscaban despistar al juez Boin.

El año 1573, en Dôle (Franco Condado), los ataques de los que eran víctimas niños adquirieron unas proporciones alarmantes; y como quiera que fueron atribuidos a la acción de un hombre-lobo, el tribunal de Dôle autorizó a los vecinos de los pueblos colindantes a que dieran caza a tal bestia sin importar cuál fuese el medio empleado.

Pasó bastante tiempo antes de que las sospechas recayeran en Gilles Garnier, un individuo extraño y taciturno, conocido con el apodo del ermitaño de Saint Bonnot, que vivía con su mujer, Appoline, en una casa prácticamente perdida en mitad del bosque.

Mas si tardó en resultar sospechoso, aún más tardó en ser apresado, porque desde el 24 de agosto de 1573, cuando consiguió huir de unos campesinos que creyeron reconocerle cuando se disponía a devorar a un niño de doce años al que acababa de dar muerte, hasta el 15 de noviembre de ese mismo año, cuando cometió su último crimen (otro niño de doce años), aún tuvo tiempo de asesinar a una niña, el 6 de octubre, e intentar matar a una nueva chiquilla el 9 de noviembre (asesinato que no pudo consumar por la llegada de tres personas). Detenido junto a su mujer, Appoline, quien, si no de la cacería, al parecer sí participó en alguna ocasión de los festines caníbales, Garnier confesó sus crímenes y fue quemado vivo (sin que se le concediera el «favor» de ser ahorcado antes) el 14 de enero de 1574. Importa subrayar que todos los individuos que creyeron reconocerle en alguna ocasión declararon que tenía forma humana, no de lobo, lo que fue admitido por Garnier.

El 14 de diciembre de 1598 (el mismo año de los casos Roulet y Gandillon), el Parlamento de París condenó a la hoguera a un sastre de Châlons. Tal es el nombre con el que ha quedado en la historia del horror este asesino en serie y psicópata, porque los detalles de su juicio contenían tales abominaciones que los jueces ordenaron quemar las actas. Sabemos, sin embargo, que tal sujeto engañaba a los niños para conducirlos a su tienda, donde les daba muerte, aunque también atacaba a otros que encontraba perdidos en el bosque al anochecer. Se trataba de un caníbal más refinado, por cuanto que, a lo que parece, condimentaba y cocinaba la carne de sus víctimas antes de comérsela. Se dice que en su taller se encontró un tonel lleno de huesos.

Y un psicópata, sin duda, fue Guilles de Rais, lugarteniente de Juana de Arco, ahorcado, y luego quemado, el 26 de octubre de 1440, después de una de las carreras de asesinatos en serie más espantosas de las que se tiene noticia, puesto que admitió haber cometido unos 120 crímenes en un solo año, con lo que, de ser cierto, la cifra total resultaría sencillamente escalofriante. Su afición eran los niños y adolescentes, a los que conducía a las torres de su castillo, donde los sodomizaba y mataba, estrangulándolos o decapitándolos para desmembrarlos luego. No parece, sin embargo, que practicase el canibalismo (con lo que, al cabo, quedaría fuera de la categoría de enfermos y criminales de los que estamos tratando).

En España (concretamente en tierras gallegas) fue muy famoso, a mediados del siglo XIX, el caso de Manuel Blanco Rosamanta (el lobisome de Allariz), buhonero que entre 1846 y 1852 mató y comió a trece personas en los montes de Orense. Rosamanta, a quien le cabe el dudoso honor del ser el primer asesino en serie del que se tiene noticia en la historia de España, prometía a sus víctimas trabajo en Santander y se ofrecía a conducirlas él mismo hasta el lugar de destino, mas cuando se hallaban en mitad del bosque, les daba muerte, comía partes de sus cuerpos y robaba sus pertenencias. Se exculpó diciendo que era un hombre-lobo. Existen motivos que alimentan la duda de si Rosamanta era realmente un psicópata o un enfermo mental afectado de psicosis licantrópica, pero, en cualquier caso, fue condenado a muerte, aunque el 24 de julio de 1853 Isabel II conmutó la sentencia por la de cadena perpetua.

* * *

Así pues, tras lo expuesto, creo que se impone la conclusión que ya hemos apuntado: tras la leyenda del hombre-lobo, despojada de toda mitología y superstición (incluida aquélla que hace intervenir al Diablo en estos asuntos), y supuesto que en aquellos casos en los que las atrocidades narradas sean reales, y no meras patrañas, se esconde un asesino en serie: psicótico, unas veces (afectado de psicosis licántrópica), y otras, psicópata. Un individuo, éste último, auténticamente depravado, mas no un enfermo mental, plenamente responsable y consciente de sus actos, y que acaso utilizó lo extendido de la creencia en el hombre-lobo, buscando, de ese modo, intentar mitigar su culpa (aunque, en los casos que hemos examinado, no sirvió de mucho. Obsérvese, a propósito de esto, que curiosamente las dos únicas veces que hemos visto que los tribunales conmutaron la pena de muerte por el internamiento, fue con dos individuos –Roulet y Grenier– que eran unos verdaderos enfermos mentales).

En nuestra época encontramos también sobrados ejemplos de asesinos en serie caníbales, tanto de uno como de otro tipo, es decir, tanto psicóticos como psicópatas. Al primer grupo pertenecen, por ejemplo, Ed Gein, la pareja formada por Henry Lee Lucas y Otis Toole (del segundo, al menos, sabemos que practicaba el canibalismo), Richard Trenton Chase, o Chikatilo (el Carnicero de Rostov), y al segundo, Fritz Harmann (el Carnicero de Hannover), Arthur Shawcross, Jeffry Dahmer (el Carnicero de Milwaukee) y quizá también Albert Fish{37}. De continuar vigente en este momento el mito del hombre-lobo y la creencia en tal ser, nada tendría de extraño que cualquiera de ellos fuese visto como tal, y tampoco que alguno (acaso principalmente los del segundo grupo) se acogieran a tal mito, buscando alguna atenuación de su culpa mediante el procedimiento de declarase licántropos.

Notas

{1} Herodoto, Historia, IV-105:2 (Cito por la edición de Gredos, Madrid 2000).

{2} [Estas hierbas y estos venenos cogidos en el Ponto / me los dio Meris mismo; nacen muy abundantes en el Ponto. / Con éstas he visto muchas veces a Meris convertirse en lobo y esconderse en los bosques, / sacar muchas veces las almas de los sepulcros profundos / y cambiar a otro sitio las mieses sembradas]. (Sigo la traducción de Bartolomé Segura Ramos: Virgilio, Bucólicas. Geórgicas, Alianza, Madrid 2004).

{3} Ovidio, Metamorfosis, I:230-239 (Sigo la edición de Alianza, Madrid 2003).

{4} Petronio, Satiricón, 61-62 (Alma Mater, CSIC, Salamanca 1990).

{5} Citado por R.H. Robbins, Enciclopedia de la Brujería y Demonología (1959), Debate / Círculo, Madrid 1988, pág. 366.

{6} Citado por S. Baring-Gould, El libro de los hombres lobo. Información de una superstición terrible (1865), Valdemar, Madrid 2004, pág. 61.

{7} Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio, Bruxas, lobos e Inquisición. El proceso de Ana María García, la lobera, Nobel, Oviedo 1996.

{8} Op. Cit., pág. 52

{9} Con todo, no está de más insistir en que, salvo algunas excepciones (como el es el caso de Bodin), muy pocos filósofos o teólogos admitieron la posibilidad de que se diese una conversión auténtica de hombre en animal. A este respecto, seguramente tiene razón Brian P. Levack, cuando afirma que «la acusación de metamorfosis no apareció en los juicios con bastante frecuencia como para llegar a constituir un componente esencial del concepto acumulativo de brujería» [La caza de brujas en la Europa Moderna (1985), Alianza, Madrid 1995, pág. 79].

{10} Existe una reciente traducción al español, debida a Miguel Jiménez Monteserín: El Martillo de las Brujas para golpear a las brujas y sus herejías con poderosa maza. Malleus maleficarum (1486), Maxtor, Valladolid, 2004.

{11} Malleus (ed. cit.), pág. 139.

{12} Malleus, págs. 143-144.

{13} La obra de Guazzo vio dos ediciones: la primera el años 1608 y la segunda en 1626. En español disponemos de una reciente traducción de Isaac Pradel Leal (siguiendo la edición de Montague Summers, de 1929): Fra Francesco María Guazzo, Compendium Maleficarum, Editorial Club Universitario, Alicante 2002.

{14} Guazzo, Op. cit. pág. 95 (según la edición de Pradel Leal).

{15} Compendium, pág. 96.

{16} Malleus, pág. 137.

{17} Epliphas Lévi, Historia de la magia (1860), Biblioteca del Más Allá, Madrid 1920.

{18} Citado en Lo inexplicado. El mundo de lo extraño, insólito y misterioso (10 vols.), Delta, Barcelona 1981 (ed. original inglesa 1980), vol. 4, pág. 841.

{19} Lo inexplicado, vol. 4, pág. 841.

{20} Véase, por ejemplo, mi artículo «De las falsas ciencias», El Catoblepas, nº 6, Agosto 2002.

{21} Véase su página en Internet: http://www.usuarios.lycos.es/grupoelron/

{22} Publicado como apéndice al libro de S. Bargin-Gould, El libro de los hombres-lobo, págs. 188-190.

{23} Op. cit., pág. 189.

{24} Citado por R.H. Robbins, Enciclopedia de la brujería y demonología, pág. 365,

{25} Existe traducción española de los tres volúmenes de que consta la obra, publicados por la Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid 1997, 1998 y 2002, respectivamente.

{26} Op. cit., vol. I, págs. 253-254.

{27} H. Ey, P. Bernad y Ch. Brisset, Tratado de psiquiatría, Toray-Masson, Barcelona 1965, pág. 232.

{28} S. Baring-Gould, op. cit., págs. 59-60.

{29} Op. cit., págs. 108-110.

{30} Acaso pueda hallarse alguna clarificación sobre tal asunto en mi libro El signo de Caín. Agresión y naturaleza humana, Eikasía, Oviedo 2003.

{31} Op. cit., pág. 115.

{32} Op. cit., pág. 115.

{33} Op. cit., pág. 32.

{34} Naturalmente, tenemos que dar por supuesta la veracidad de los crímenes atribuidos a tales individuos, y de los que ellos mismos se acusaron, porque, después de todo, no podemos menospreciar los efectos, no ya de la mera ignorancia, sino principalmente de la tortura. Es obvio, por tanto, que nuestro análisis sólo adquiere algún sentido en el contexto del como si fueren reales todos los horrores de los que se les consideró culpables.

{35} Citado por R.H. Robbins, op. cit., pág. 308.

{36} S. Barig-Goul, op. cit., pág. 79.

{37} Las atrocidades de estos individuos son sobradamente conocidas. El lector interesado puede, no obstante, consultar alguna de estas obras: R. Ressler, Dentro del monstruo. Un intento de comprender a los asesinos en serie (1997), Alba, Barcelona 2003; Diego Ávila, Vivir para matar. Nueve biografías de asesinos en serie, Vosa, Madrid 2003, o Andrea B. Pesce, Asesinos seriales, Círculo Latino, Barcelona 2003.

 

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