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El Catoblepas, número 38, abril 2005
  El Catoblepasnúmero 38 • abril 2005 • página 13
Artículos

Jovellanos: contribución a la teoría política

Silverio Sánchez Corredera

Al presentar el libro Jovellanos y el jovellanismo, una perspectiva filosófica

Silverio Sánchez Corredera, Jovellanos y el jovellanismo, una perspectiva filosófica, Pentalfa, Oviedo 2004 Se ofrecen aquí algunos de los hilos que corresponden a la malla del devenir político de la historia contemporánea de España, que recorren algunos de los avatares que conformaron la primera izquierda española (la segunda izquierda histórica), por una parte, y algunos de los puntos de inflexión que aclaran la conformación de la derecha española del siglo XIX. El hilo conductor es, además de histórico, filosófico, en cuanto la clave interpretativa viene dada por la aplicación sistemática de la diferencia entre fenómenos éticos, políticos y morales (dentro de las coordenadas del materialismo filosófico), clasificación que permite obtener una lectura más clara, creemos, de la gesta de la historia. El recorrido adquiere unidad al ser planteado siguiendo las fases que se desplegaron en torno a la figura histórica de Jovellanos, a través de los distintos jovellanismos. Pero aquí sólo se hace un muestreo significativo, como presentación de los análisis más amplios del libro recién publicado al que alude. Seguimos este orden: 1. Presentación. 2. Una primera aproximación... 3. Sobre la cuestión ético-político-moral. 4. Sobre la filosofía jovinista. 5. Sobre la historia contemporánea de España al trasluz de Jovellanos. 5.1. Jovellanos y Napoleón. 5.2. Jovellanos y Menéndez Pelayo. 5.3. Seis etapas históricas. 6. Despedida.

1. Presentación

Partiendo del texto que me sirvió el miércoles 16 de marzo de 2005 para la presentación de Jovellanos y el jovellanismo, una perspectiva filosófica (Pentalfa, Oviedo 2004), en la ceremonia que ese día tuvo lugar en Gijón, presidida por doña Mercedes Álvarez, Concejal de Cultura del Ayuntamiento de Gijón, en la mismísima casa natal de Jovellanos, intento aquí dar un breve resumen sobre un trabajo tan extenso y apretado, con el propósito de que sirva para dar a conocer sus partes fundamentales y algunos hilvanes de su contenido, ahorrando así el tener que leerla a los que estén desbordados en sus lecturas o les suponga una utilidad o una inclinación sólo lateral.

Antes de nada, debo reconocer que mi indagación, si ha logrado cuajar una red de ideas firmes, trabadas, coherentes y claras, se debería, sobre todo, a haber contado con la plataforma que me ha brindado la filosofía de Gustavo Bueno. Esta plataforma no sólo incluye un sistema conceptual bien trabado, desde el que operar con precisión, sino que supone siempre que cualquier estudio que se precie ha de tratar de cumplir con dos requisitos: 1) ser exhaustivo (en lo posible y conveniente) en el estudio de los materiales relacionados y 2) ordenar y clasificar los fenómenos mediante algún criterio gnoseológico claro y pertinaz. Eso es lo que hemos intentado, en todo caso.

Por su parte, una buena antesala para el conocimiento del libro, me la ha brindado Pelayo Pérez García, en el artículo publicado en El Catoblepas (nº 38, pág. 23, abril de 2005) titulado «Jovellanos, España y el materialismo filosófico», especialmente idóneo para los familiarizados con el materialismo filosófico porque está precisamente leído desde esa óptica. En el capítulo de agradecimientos, he de decir que si ha podido hacerse realidad se ha debido en buena medida al apoyo que me ha ofrecido Gustavo Bueno Sánchez, como director de mi tesis, con la que este libro está emparentado. No puedo dejar de mencionar y agradecer el auxilio que me ha dedicado el Ayuntamiento de Gijón, que tiene el firme propósito de favorecer la divulgación de temas jovellanistas; y el apoyo que siempre me dispensó el Foro Jovellanos. Finalmente, deseo que los hados colmen a Sharon Calderón de una vida venturosa por todas las horas que dedicó a la revisión del original, cuidando la edición y la presencia final del libro.

2. Una primera aproximación, con cinco ligeros comentarios y un sexto de tránsito

1) Como puede suponerse, el libro trata de lo que anuncia el título. Es un trabajo hecho en perspectiva filosófica. Se dice «perspectiva filosófica» como si estuviera claro qué pueda ser esta expresión, pero soy consciente de que ha de ser explicada... Aborda, sin lugar a dudas, como núcleo temático a Jovellanos, su figura histórica y su obra. Y dentro de esta historicidad se impone revisar los diversos jovellanismos que han ido apareciendo en los siglos XIX y XX. De sus escritos interesa conocer como meta final su valor filosófico.

2) ¿A quién puede interesar este libro? Obviamente, a los jovellanistas, a los seguidores de la historia de la Ilustración y de la España contemporánea y a los preocupados por profundizar en la trama de los asuntos ético-político-morales, puesto que ésta es la temática filosófica que aflora con más fuerza. También, a resultas de lo anterior, a los aficionados a la filosofía de la historia y a los atentos al devenir de las ideologías.

3) ¿Cómo se puede leer, cabe más de una lectura? Si hubiera un interés declarado y rotundo, se invitaría fundamentalmente a la lectura que va de principio a final, pero este ideal no es absolutamente necesario porque proceden perfectamente diversas lecturas. Expongamos algunas.

4) La primera consideración a tomar es medir bien las razones para no leerlo, y, en su caso, sólo consultarlo. ¿Por qué?: porque se trata de un libro de 860 páginas, un verdadero dispendio de tiempo; porque no tiene la letra grande y porque además está salteado de 1434 aclaraciones a pie de página.

5) Frunciendo ahora algo el entrecejo, diremos que es un libro, creemos, para expertos, eruditos, historiadores, investigadores y gentes así. Desde luego, quien encare en lo sucesivo algún estudio relativo a Jovellanos, al jovellanismo, a la historia ideológica y política española de los últimos dos siglos y medio, tendrá que hacer, al menos, una catadura y una valoración de estos análisis que han pretendido reconstruir el pensamiento de un autor y una época de la historia de España, en una de sus aristas, desde un andamiaje ya utilizado en muchas otras ocasiones –el materialismo filosófico– pero aquí, creemos, de un modo original.

6) El resto de las lecturas tiene que ver con la selección de una de las tres partes, dos de las tres partes, o las tres, pero no necesariamente en el orden establecido. Veamos.

3. Sobre la parte primera o la cuestión ético-político-moral

En la primera parte, tenemos las 137 páginas iniciales, cuyas tesis refluyen después en la parte aplicada a Jovellanos y cuyo sentido general puede ir asumiéndose en el curso de la lectura histórica (la segunda parte), sin haber pasado por el trago del análisis técnico de la primera. En todo caso, esta primera parte conceptual tiene interés para los amantes del ensayo, para los filósofos, profesores y estudiantes de filosofía, desde luego, y en general para los interesados en profundizar en los aspectos técnicos conceptuales de lo que puede entenderse por ética, por moral, por política y sus relaciones mutuas, desde los análisis que tiene ya elaborados el filósofo español por excelencia con que contamos hoy en España, Gustavo Bueno, con el ánimo, en este libro, de aplicar estos análisis para poner a prueba su fertilidad y con la aspiración, también, de desarrollar esa geometría de ideas trazadas, como herramientas que han de mostrar su utilidad en los estudios aplicados. En realidad, esta primera parte, que más bien parecería que no recomendamos para el público medio (aunque será el propio público medio quien haya de decidirlo), es muy ambiciosa, porque pretende presentar las vértebras de una teoría ético-político-moral capaz de nutrirse de las contribuciones del pasado, pero de superar también las limitaciones de las actuales teorías ético-políticas. Trazando una línea que pase por Platón y Aristóteles, el epicureísmo y el estoicismo, las ideas de Spinoza y las de Kant, y recogiendo las aportaciones más serias del presente como las del materialismo de los valores de Max Scheler, pretendemos plantear un nuevo escenario de teoría ético-política, donde lo fundamental es la distinción que se hace entre ética y moral y el juego que esto va a suponer al entrar en relación con los fenómenos políticos. Esta primera parte está dividida en capítulos, algunos de los cuales repasan críticamente la historia de las ideas ético-políticas, de lectura muy asumible, y otros se adentran en el desarrollo gnoseológico propio del materialismo filosófico, que no es sólo para leer sino también para estudiar. De ahí resultan algunos párrafos francamente difíciles porque se tallaron siguiendo el rigor de las características que son atribuibles a las totalidades lógicas (distributivas, atributivas, &c.) y porque manejan la gnoseología del materialismo filosófico.

Intentar resumir esta parte nos llevaría muy lejos y preferimos no hacerlo aquí{1}; sólo decir que se reexponen las teorías de Gustavo Bueno{2}, uniendo nosotros sus análisis sobre la contraposición ética/moral con sus exámenes sobre la política y la doctrina de la eutaxia. Pero no es sólo una representación de las teorías del maestro, porque intentan desarrollar su fertilidad movidos por la necesidad de poner en relación no sólo la ética y la moral sino a éstas con la política, en cuanto que esta tríada e-p-m puede iluminar espacios oscuros en el análisis histórico y es capaz de organizar el corpus de ideas de Jovellanos (como de tantos otros si fuera el caso) y de catalogarlo filosóficamente.

4. Sobre la parte tercera o de la filosofía jovinista.

Tenemos en la tercera parte, al final del libro, (nos saltamos la segunda parte por ahora), tenemos otras 158 páginas también de carácter académico, dedicadas a trazar la arquitectura de las ideas filosóficas de Jovellanos. Podrá interesar a los estudiosos de la Ilustración y de la historia de la Filosofía, en cuanto aquí se presenta novedosamente el valor de las ideas de don Gaspar Melchor, en el contexto de su tiempo, de la Ilustración española y europea. Defendemos que una vez que reconocemos todas las concomitancias e influencias entre las ideas del de Cimadevilla y las de sus contemporáneos y predecesores, no cabe sólo concederle un valor de buen recopilador y sintetizador, es decir las de un eclecticismo más, porque puede verse un núcleo de pensamiento propio que nosotros hemos convenido en llamar «jovinismo», de lo que ahora mencionaremos a modo de apunte sugeridor un modelo muy particular de historicismo antropológico que afecta especialmente a los campos jurídico, político, económico, educativo y moral; el juego de interdependencia concreto en que entran los componentes políticos con los religiosos, los morales, los éticos y los estéticos; la concepción de la política articulada inseparablemente de la economía, y de las vertientes histórica, jurídica, moral y educativa; el asentamiento de la instrucción como principio dinamizador máximo en el progreso de la humanidad, en la prosperidad del Estado, en el perfeccionamiento del hombre y como motor de la felicidad; el puente de conexión que establece entre el proyecto ilustrado y el proyecto liberal; el singular ensamblaje que hace entre la idea de tradición y de progreso; la idea de que la política ha de avanzar no con los métodos de la revolución violenta (jacobina) sino por los pasos graduados de una revolución constante, el de la evolución que sigue el ritmo de las exigencias de transformación moral y política de la sociedad, que tendrá en las Cortes de Cádiz su modelo de actuación; y la interesante diferencia entre soberanía y supremacía, distanciándose de las tesis de Rousseau, al situar el problema más sobre la tierra de los hechos político-morales y menos en el de los ético-políticos, sin renunciar al nuevo ideal moderno transformador pero denunciando lo que él llama las «alucinaciones filosóficas». En fin, que esta tercera parte y final, supone la conclusión del trabajo que nos habíamos propuesto, conocer el valor filosófico de las ideas de Jovellanos. De ello, lo que creemos que procede, a partir de ahora, será conseguir que los estudiantes de medias y de Universidad den mayor cabida y más importancia a esta contribución jovinista, en el contexto de los estudios de la Ilustración y del primer liberalismo político transformador.

5. Sobre la parte segunda o de la historia contemporánea de España al trasluz de Jovellanos

Nos resta revisar la segunda parte, que se extiende a lo largo de 508 páginas, que es la que tiene, estaríamos por asegurarlo, un interés más general, aunque nosotros estimemos con una altísima ponderación las vías de análisis que abre la parte primera (para los especialistas, los interesados y el mundo universitario), y sin relegar la tercera parte, de la que puede derivarse con coherencia, en eso estamos, el conjunto de ideas del ilustrado español entendidas como una filosofía, más allá de la disparidad temática en la que se halla sumida su obra.

La segunda parte lleva por título «la España contemporánea a través del jovellanismo». Sin dejar de ser filosófica (puesto que en ella se aplican los conceptos tallados en la primera parte), sus contenidos conectan directamente con las cuestiones de carácter histórico, de los dos últimos siglos y medio, donde se repasa el alcance de la obra de Jovellanos en su tiempo (sus escritos, su personalidad y su actividad social), y la trascendencia que irá irradiando posteriormente en los diversos jovellanismos, en una deriva que, por la propia historia de España, estará condenada a ser durante muchas décadas poco más que un arma ideológica.

Hay una lectura idónea, por supuesto, que es tratar de abarcar el devenir de los 240 años de la historia de España más reciente, tomando como hilo conductor a Jovellanos tal como pervive en los jovellanismos. Quien se decida por esta lectura histórico-sistemática completa verá, sin duda, cómo asoman aquí y allá la evolución de lo que se llama liberalismo, las sinuosidades de la línea divisoria entre el Estado y el poder de la Iglesia, lo que va entendiéndose por izquierda, derecha y centro, o la importancia relativa de la persona ética frente al Estado político y, en fin, otras muchas cuestiones.

Tratar de comprometerse con la comprensión de estas cuestiones es lo que convierte a este estudio histórico, en un análisis filosófico-histórico, puesto que no se limita asépticamente a desempolvar de los archivos o del olvido determinados elementos relegados y a sumarlos a la descripción de los «hechos», sino que se exige trazar una determinada «filosofía de la historia» comprometida no sólo en el registro de los datos sino también en la comprensión de las líneas de fuerza que definen las principales relaciones de esos fenómenos históricos.

Como quiera que resulte tremendamente difícil compendiar, en un breve periodo de tiempo, todo lo que aquí se analiza, paso a paso, década a década, durante dos siglos y medio, no tendremos más remedio que coger dos botones de muestra. Se nos ocurre que puede ser inteligible, en este contexto, contrastar el encuentro histórico de Jovino con la figura de Napoleón. Y unas décadas más tarde, considerar la reivindicación que Menéndez Pelayo hace de Jovellanos, tratando de entenderla en su textura histórico-ideológica.

5.1. Jovellanos y Napoleón

La interpretación que hacía Jovellanos del valor de Napoleón Bonaparte, ha de arrojar luz sobre la diferencia específica entre la revolución francesa y la de las Cortes de Cádiz, al lado de los componentes comunes que comparten. Se dice en la página 172 y ss. del libro que comentamos:

Con toda seguridad dos enemigos políticos tuvo Jovellanos: Napoleón Bonaparte y su hermano, entronizado rey de España, José I. Evidentemente la condición de enemigos no la buscó Jovellanos sino que le vino impuesta por las circunstancias; podríamos decir que no fueron sus enemigos hasta 1808 y que antes, el general francés no dejaba de ser un político europeo de primera escala, según podemos ver en las referencias que de él hace en la época precedente a la invasión de España.

Dice Jovellanos a Tomás de Verí, en una carta de mayo de 1808, después de que Napoleón ha trasladado a la familia borbónica a Francia, para entronizar a su hermano como rey de España:

«Amigo mío: Todo perdido, de la red a las jaulas. N[uestras] reinas, Godoy, Paula a Vincennes con cinco millones de pensión. Fernando y Carlos a N., con medio. Bebió esta triste familia hasta las heces del cáliz. Execración para la y el que las condujo a ellas; luto y dolor eterno para los conducidos. Pero a vivir. Este [es] el único voto de todos. No sé si se logrará, porque todos braman.»{3}

Jovellanos ha profesado y profesa un gran respeto por las instituciones del Estado, encarnadas singularmente en la monarquía, como institución máxima, pero no necesariamente por aquellos que desempeñan la función de monarcas, como sucede ahora que denuncia el hecho de que a la familia real española lo que le preocupa por encima de todo sean sus intereses, cuando dice –Pero a vivir–.

Desde el 1 de junio hasta los primeros días de agosto de 1808 se cruza una intensa correspondencia entre el bando «afrancesado» de la guerra y Jovellanos tratando de ganarle para su causa. Sebastián Piñuela, ministro de Gracia y Justicia el 1 de junio le ordena que se ponga a las órdenes de Joaquín Murat, Gran Duque de Berg (cuñado de Napoleón), que ejerce de lugarteniente general del Reino y máxima autoridad en ese momento en España. Jovellanos, que ya tiene decidido el bando que va a tomar, lejos de adoptar un tono enconado responde el día 2: «pues cuando haya conseguido [el permiso de pasar a las aguas de Trillo] yo me apresuraré a ejecutar sus respetables órdenes»{4}, una respuesta por ahora con diplomacia pero con la evasiva de su estado de salud, que se revelará como una verdadera evasiva por más cierto que sea su maltrecho estado de salud. Hay que tener en cuenta lo conminatorio de la orden recibida –«El serenísimo Señor Gran Duque de Berg, lugarteniente general del Reino, quiere que inmediatamente que V. E. reciba ésta se ponga en camino para esta corte y se presente luego que llegue a S. A. I. y R. Lo que participo a V. E. de su real orden para su inteligencia y cumplimiento»{5}–. La respuesta de Jovellanos supone una primera desobediencia y rebeldía a la autoridad oficial.

No había acabado de salir de una prisión de siete años en Mallorca, muy maltrecha su salud, cuando en cuestión de días se verá obligado a tomar una opción sobre el acontecimiento nacional histórico más importante, quizás, de su vida, o sea si el futuro debía inclinarse por los Bonaparte o por los Borbones, con todas las connotaciones que cada opción comportaba. La mayor parte del flanco que se había decantado «afrancesado», y que había decidido tentar la suerte de España bajo los aires progresistas y el buen talante del rey José, a pesar de sobrevenir manu militari, eran amigos y, algunos, muy amigos del asturiano. Por otra parte, el caso Jovellanos había venido a constituirse en un símbolo del mártir de la opresión absolutista, y le interesaba fervientemente al bando napoleónico ganarlo para su causa. Razones objetivas para dudar sobre cuál era el bando más justo, o más conveniente, las había, si se consideraba que los Borbones se habían apuntado a su propia causa y habían relegado los intereses de España, si se convenía en que la constitución propugnada por Francia era más progresista y podía arrancar los pesados lastres que impedían el desarrollo de la nación, y si se añadía que la resistencia militar española se encontraba en inferioridad de condiciones muy adversas ante los ejércitos napoleónicos bien adiestrados y curtidos en la victoria de las guerras europeas, con los mejores batallones de artillería de toda la historia. En esta línea lógica se suceden las medidas de presión sobre Jovellanos para que se decante del lado de los vencedores y progresistas que durante junio, julio y agosto torpedearán el ánimo del ex recluso que van desde la carta muy oficial y conminatoria del Duque de Berg hasta la de su íntimo amigo Cabarrús.

El día 8 de junio Miguel José de Azanza, presidente de la asamblea que se iba a reunir en Bayona, le escribe en nombre de S. M. I. y R., Napoleón, para que en bien general del Estado y por la prosperidad de la nación acuda a Asturias a detener la insurrección de los paisanos del Principado. Acompaña al escrito oficial otro reservado, escrito ahora amistosamente en el que Azanza dice que «a mi juicio se dirigen al bien de la España»{6} las solicitudes que le hace. El día 10 de junio Gonzalo O'Farril y José de Mazarredo le escriben en una misma carta para animarle a que se reúna con ellos en el gobierno de Madrid en nombre del «amor más acendrado a la patria»{7}. De nuevo, el día 15 los dos ministros, en respuesta de las excusas que sigue alegando el gijonés, se contentan con que les envíe una proclama «para desengañar de su alucinamiento a sus compatriotas los asturianos»{8}. El día 17 vuelve Azanza, desde Bayona, a desplegar toda su diplomacia para ganárselo diciéndole que «ambos soberanos [Napoleón y José] me mandan decir a V. E. que cuide, como desean, de su restablecimiento, porque su persona les es muy apreciable y no dejarán SS. MM. de hacer uso de las luces y conocimientos de V. E. para la felicidad de la nación»{9}. Y en carta personal le dice «Por Dios, póngase usted bueno cuanto antes. Contamos con usted para todo. Ha llegado el momento de poder servir bien a la patria»{10}. El 7 de julio de 1808 se produce de la mano de Mariano Luis de Urquijo el nombramiento de Jovellanos como ministro del Interior, cargo que rechaza el 16 exonerándose directamente ante el rey José I desde Jadraque amparándose todavía en su «quebrantada salud» y aduciendo una excusa cínicamente fina: «fuera en mí muy fea ingratitud...aceptar un cargo...que...nunca podría desempeñar conforme a las benéficas miras de V. M.»{11}. A finales de julio el reciente nombrado ministro de Hacienda del nuevo gobierno y amigo por el que Jovellanos comprometió su seguridad, siendo desterrado a Asturias en 1790, Cabarrús, gasta lo que será el penúltimo cartucho: «Y este hombre [José I], el más sensato, el más honrado y amable que haya ocupado el trono, que usted amaría y apreciaría como yo si le tratase ocho días, este hombre va a ser reducido a la precisión de ser un conquistador, cosa que su corazón abomina, pero que exige su seguridad (...) yo me hallo embarcado, sin haberlo solicitado, en este sistema, que he creído y creo aún la única tabla de la nación»{12}. El amigo economista había quedado prendado, como otros en el grupo de los afrancesados, de las cualidades políticas del dialogante y nada despótico José I. Era mal momento para inclinar la voluntad del gijonés, puesto que por primera vez se vislumbraba la posibilidad de contención ante la invasión gala: hacía unos días, el 19 de julio, se había producido la primera derrota francesa en Bailén. La respuesta de Jovellanos a su amigo el conde se vuelve agresiva, clara, rotunda y definitiva después de la contención diplomática a la que se había visto obligado en las semanas precedentes como estrategia de simple cautela, o quizás por no arriesgar con declaraciones ostentosas un futuro probable de nuevas persecuciones. Llegado este punto decisivo, y ante la confianza de la vieja amistad, Jovellanos hablará claro a Cabarrús. El análisis que hace de los hechos difiere del de Cabarrús porque: 1º) El rey José es un intruso al frente de un ejército invasor contra quien se levanta el «disgusto y repugnancia con que todos entraron en esta guerra no sólo injusta, sino ignominiosa para la nación a cuyo nombre se lidiaba». 2º) Con este rey intruso sólo la «baja adulación y el sórdido interés» están; mientras que los tribunales le desobedecen, la nobleza le desdeña y el pueblo le desprecia. Ésta es la cuestión de hecho. 3º) El pueblo español lidia por los Borbones y no por los Bonaparte porque son aquellos los legítimos y éstos los impuestos. Ésta es la cuestión de derecho. 4º) Si fuera preciso, si le fallara a la nación la monarquía «¿no sabrá vivir sin rey y gobernarse por sí misma?» Jovellanos que es un defensor de la monarquía constitucional, no lo es por principios inamovibles y ciegos, puesto que si se diera el caso de una monarquía aberrante estaría dispuesto a abrazar la república; aunque como su convicción no se basa en análisis apresurados o de circunstancias, para dar el paso de la una a la otra agotará todas sus posibilidades. Ésta es la cuestión límite.

Jovellanos está dispuesto a romper una amistad profunda, tan profunda que por ella había dado la cara y sufrido por ello el destierro de la Corte durante siete años. No es compatible la amistad con quien es enemigo de su patria. Él, Cabarrús, pudo tener disculpa al abrazar ese partido en la medida de haber sido empujado por las circunstancias, pero no cuando la nación entera rechaza al francés y cuando el asunto manifiesta a las claras ser una invasión, porque la salvación de la nación a la que quiere apelar deja de tener sentido porque «¿qué es lo que usted entiende por nación en esta horrible frase? ¿Puede entender otra que los españoles, que son sus... conciudadanos?» Jovellanos lamenta la pérdida de la amistad si su amigo no se retracta: «ojalá no me hubiese escrito la última carta que recibí suya...Hubiérame usted ahorrado mucha confusión y mucha pena, y hubiérame dado de sus sentimientos idea menos triste y más favorable a su opinión y a mis deseos [...] pero demos que el bárbaro pundonor napoleónico le fuerce a conquistar la España. ¡Qué! ¿También usted será forzado por la necesidad a ayudarle en la conquista? ¡Insensato!, ¿adónde está aquella razón penetrante que veía a la mayor distancia la luz de la justicia? ¿Dónde aquella tierna sensibilidad que le hacía suspirar a los más ligeros males de la nación? [...] ¿tendrá aún la osadía de llamarse español?...Y entonces, ¿se atreverá todavía a invocar el nombre de la amistad? [...] Pero no; yo quiero pensar todavía que en el corazón de usted se abrigan más nobles sentimientos»{13}. El esfuerzo por salvar la amistad en el límite no será posible.

Los argumentos, como sables blandidos unos contra otros, parece que se han desplegado y que ya no resta sino luchar. Sin embargo, ocho meses más tarde todavía habrá otra arremetida del general Horacio Sebastiani para captarle para la causa napoleónica. La respuesta de Jovellanos será igual de contundente que la dirigida a Cabarrús. La causa nacional no lucha por los grandes de España, ni por la Inquisición ni por Inglaterra, sino por sus propios derechos imprescriptibles.

Estos acontecimientos nos hacen ver con más claridad por qué la revolución que iban a proponer las Cortes de Cádiz y que se gestaba ya en la Junta Central, promovida por Jovellanos, no podía ser una importación lisa y llana de la revolución francesa. El ideario político afrancesado olvidaba en exceso que toda revolución requiere una transformación no sólo política sino además político-moral, y eso fue lo que Jovellanos acertó a ver con precisión y su aportación histórica. La idea general que estableceríamos para explicar por qué hubo de surgir una segunda izquierda en España (la izquierda liberal) que no fuera un puro remedo de la primera (la de la revolución francesa, la jacobina, en su núcleo), la haríamos consistir en la necesidad de impregnar la estructura del Estado español de 1812 coincidiendo con buena parte de los fines político-morales de la revolución francesa y con lo esencial del nuevo espíritu ético que se generalizaba proclamando la libertad-igualdad-fraternidad, pero dentro de unas reformas políticas que debían afectar a España, no a Francia, habida cuenta de la distinta correlación de fuerzas entre los distintos cuerpos morales de la sociedad y partiendo del espíritu patrio español, que incluía en la época, entre otras variantes, un determinado apego a la religión diferente del francés. En suma, la revolución no podía hacerse como exportación o contagio, porque se trataba de dos Estados que contenían estructuras político-morales que no eran coordinables; hubiera significado la renuncia al sentimiento patrio y eso implicaba demasiado, justo cuando ese sentimiento empezaba a nacer y conformarse bajo colorido estrictamente político (en su génesis, de izquierdas), y hubiera supuesto renunciar al acervo histórico rico sobre el que la nueva Nación-Estado política iba a constituirse, que en lugar de haber sido aprovechado, hubiera sido relegado. Y en definitiva, hubiera significado admitir que la estructura política -como engranaje conjuntivo, basal y cortical que ha de funcionar- de Francia era superior a la de España y, además podía venir a suplantarla benéficamente, pero esto era mucho suponer, porque la «Nación-Estado política España» que nacía entonces no tenía un pasado de nación-histórico-étnica de menor rango que el que podía tener Francia, y de hecho, lo había tenido superior, como imperio español álgido, dos siglos atrás.

Carlos Marx, que estudió con mucha atención este periodo de la historia española vio muy bien esa diferencia entre el modelo francés y el español. El balance que hace en Escritos sobre España{14}, sobre la Constitución de 1812 es francamente positivo. La carta magna de Cádiz tiene carácter moderno y pone a España a la cabeza de Europa en varios aspectos legislativos (vid. pág. 43). Para Marx la «Constitución de 1812 es reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades de la sociedad moderna»{15}. Cuando se refiere Marx al carácter tradicional de los antiguos fueros no lo hace despectivamente sino más bien indicando su originalidad. Los diputados son elegidos por sufragio universal (salvo sirvientes domésticos, insolventes y delincuentes), las competencias de las Cortes son amplísimas y recortan mucho el poder real, abole la Inquisición, las jurisdicciones señoriales todos los tribunales extraordinarios, salvo los militares y eclesiásticos, contra cuyas decisiones se puede apelar al tribunal supremo, introduce el servicio militar obligatorio para todos los españoles; abole los diezmos, el voto de Santiago, limita las prebendas eclesiásticas y toma medidas para suprimir los monasterios; reconoce la plena igualdad política de los españoles americanos y europeos, cancela las mitas y repartimientos, y toma la delantera de Europa suprimiendo el comercio de esclavos{16}. A lo largo de cuatro páginas más, Marx desmonta la idea, tanto de Fernando VII como de Europa, de que la constitución española sea una imitación de la francesa de 1791; tiene su aire moderno y muchas coincidencias pero un buen porcentaje de sus leyes están construidas sobre códigos españoles antiguos que contenían ya este espíritu de libertades modernas; alude así a los antiguos fueros de Sobrarbe, a la antigua constitución de Castilla, a las costumbres en tiempos de Fernando IV, a las de Navarra, Vascongadas y Asturias. Y añade Marx que la misma:

«Junta Central, en su decreto de septiembre de 1809, en el que se anunciaba la convocatoria de Cortes, se dirigía a los españoles en los siguientes términos: 'Nuestros detractores dicen que estamos luchando para defender viejos abusos y vicios inveterados de nuestro corrupto gobierno. Hacedles saber que vuestra lucha es por la felicidad y la independencia de nuestro país; que no queréis depender en adelante de la incierta voluntad o del humor diverso de un único hombre'»{17}

Sabemos muy bien qué mano pudo escribir estas ideas porque conocemos quién fue el promotor central de la convocatoria de Cortes, quién presidió las juntas y quién se propuso este objetivo como el más importante, abandonando para ello la asistencia a las juntas generales que le parecían tediosas y odiosas: Jovellanos. Del contraste que Marx realiza entre las constituciones de 1791 y de 1812 se extrae la idea que el filósofo materialista alemán y el ilustrado español tenían una visión muy similar del influjo de las antiguas leyes sobre la legislación que se acometió en el presente. Para el ilustrado-liberal español fue vital que no se diera un salto legislativo en el vacío, convencido de que, en el fondo, sería regresivo. Marx da, en esto, la razón a lo que eran las intenciones del asturiano:

«Un examen más detenido de la Constitución de 1812 nos lleva, pues, a la conclusión de que, lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, fue un vástago genuino y original de la vida intelectual española, que regeneró las antiguas instituciones nacionales, que introdujo las medidas de reforma clamorosamente exigidas por los autores y estadistas más célebres del siglo XVIII, que hizo inevitables concesiones a los prejuicios populares»{18}

5.2. Jovellanos y Menéndez Pelayo

Nos encontramos en el momento en que la versión neocaólica se profundiza y adquiere con Menéndez Pelayo todo su crédito, con la pretensión de desplazar por impostora la asimilación liberal de Jovellanos (págs. 327 y ss. de Jovellanos y el jovellanismo):

El eximio erudito que dividió España en ortodoxos y heterodoxos no va a añadir ningún análisis propio, sustancial, sobre Jovellanos, sino que va a seguir, justamente las ideas ya propuestas por Nocedal y defendidas por el resto de los que llamamos neocatólicos, entre ellos Gumersindo Laverde. El eje de la argumentación es que el ilustrado asturiano no se habría distanciado de la ortodoxia católica, más que ocasionalmente pero no en esencia. Y de este catolicismo ejemplar se derivaría una incompatibilidad con el enciclopedismo, el deísmo, el volterianismo... y con las fuerzas liberales y progresistas que pretendieron transformar el sistema político-moral del Antiguo Régimen.

Sin embargo, los neocatólicos quieren probar demasiado apoyándose en la ortodoxia religiosa. Menéndez Pelayo establece la apropiación de la figura de don Gaspar, a la vez que no le queda más remedio que señalar lo que llama sus pecados de juventud y su gran vicio de la época, el estar contaminado por las ideas económicas. Por lo demás, fuera de estos lunares económicos imputables más a la época que a Jovellanos, lo importante es que es un filósofo católico y de aquí que se halle al lado no de los heterodoxos afines al enciclopedismo y a la irreligiosidad sino al lado de los tradicionalistas y de los ultramontanos. Sin embargo, estos análisis olvidan lo que en la época estaba en cuestión en España, que no era catolicismo sí o no sino qué tipo de catolicismo se concebía y, sobre todo, cómo conjugar la política y la religión. Y aquí Jovellanos y Menéndez Pelayo no pueden ponerse de acuerdo, ni siquiera con un siglo de distancia.

La postura oficial de la Iglesia en tiempos de Jovellanos era la de Fray Diego José de Cádiz (1743-1801), quien escribiría El soldado católico en guerra de religión, la del padre dominico Francisco de Alvarado (1756-1814), el «filósofo rancio», opuesto fervientemente a los cambios sociales anunciados por los ilustrados, o el padre capuchino, Fray Vélez (Manuel José Anguita Téllez, 1777-1850) que no estaba dispuesto a que el altar ocupara un lugar distante del trono e inferior a él. Era en este punto sobre el que las dos Españas nacientes de entonces empezarían a enfrentarse y seguirían durante los siglos XIX y XX. Con el célebre predicador de entonces fray Diego José de Cádiz (beatificado en 1894 por León XIII) se cruza Jovellanos el 12 de abril de 1795 en Oviedo, fecha en la que apunta en su diario: Llegada cerca de las ocho a casa de Peñalba. Toda la noche en casa. No se habla sino del padre Cádiz; entre muchos justos elogios, ¡cuántas cosas pueriles y fastidiosas y supersticiosas se oyen! Exhorta vehementemente a la guerra, créese que con influjo del ministerio.{19}

Por una parte encontramos en el mapa ideológico-religioso a los Vélez, Alvarado, Cádiz, Ceballos, Castro, Inguanzo, es decir, a los tradicionalistas y defensores del absolutismo de los autodenominados «serviles», y por otra, mezcla de religiosos y civiles, a los Villanueva, Llorente, Muñoz Torrero, Oliveros, Espiga, Argüelles, Toreno y Flórez Estrada, en este segundo grupo los preclaros defensores del primer liberalismo de las Cortes de Cádiz. Sin duda, Jovellanos se hallaba al lado de estos últimos, dentro de representar una postura personal y propia.

El erudito santanderino personifica el impulso denodado por no separar el trono y el altar, con la intención de que la religión siga inoculando en el espíritu de la política su savia, y, en definitiva, el envite por entender las atribuciones de la Iglesia esencialmente dentro de las del Estado, desde el momento en que éste no podría sanamente prescindir de aquélla. Jovellanos representa justamente todo lo contrario, esforzándose por diferenciar al máximo los ámbitos de sus competencias respectivas. En apoyo de este problema central, puede revisarse la concepción que para uno y otro tiene la ciencia. Mientras para don Marcelino la ciencia sigue siendo vista como sierva de la verdad teológica, y, en concreto, alguna ciencia nueva como la economía como una sierva díscola e indeseable, don Gaspar ve en la ciencia el nuevo paradigma sobre el que estructurar el orden social por venir, y, en concreto, en la economía la ciencia imprescindible del buen gobierno político; la religión, que Jovellanos entiende en su esencia como una realidad trascendente al hombre, pero que en cuanto realidad social e institucional no debe ser el eje que haya de ordenar la política ni la ciencia. Mientras que el autor de la Historia de los heterodoxos españoles interpreta el periodo de la Ilustración como un error histórico, en función de sus frutos bastardos y liberales, para el asturiano la Ilustración era el punto de inflexión de un futuro pensado en términos de profundo cambio, imaginando generaciones posteriores bien instruidas que fueran capaces de superar las supersticiones religiosas, la irracionalidad del poder político en manos de la Iglesia y el despilfarro de los recursos económicos supeditados a privilegios rancios y caducos, que exigían una reforma en profundidad de la organización interna de la Iglesia y de la proliferación excesiva de sus órdenes.

5.3. Seis etapas históricas

El recorrido histórico a lo largo de dos siglos y medio de esta segunda parte que tratamos de glosar ahora, no se pierde, a lo largo del libro, en los puros recovecos de los contextos precisos, sino que se construye desde una visión global, a través de la clasificación en seis etapas que se nos habrían impuesto tenazmente al remover los materiales históricos, gracias a la sencilla herramienta de que disponíamos, que no era otra que la clarificación de los fenómenos a través de su identificación como éticos, morales o políticos, o ético-políticos, político-morales o ético-morales. Estas sencillas herramientas clasificatorias (que no eran las únicas) fueron suficientes para poner de manifiesto qué era lo que cambiaba en el mudar histórico, por qué se transformaba y bajo qué argumentos e ideas, al arrojar una combinatoria de posibilidades que a nosotros nos resultó muy fecunda, creemos, al permitir ver las diferencias que se deslizaban sobre alguno de los elementos de esta tríada e-p-m. Y, curiosamente, estas seis etapas vendrían a coincidir, en sus ritmos y en sus contextos ideológicos con las que Gustavo Bueno dejó propuestas en El mito de la izquierda (Ediciones B, marzo de 2003).

Así como las seis izquierdas del filósofo materialista perfilan bien el colorido de las distintas modalidades de izquierdas (ha de suponerse que tras de cada modalidad hay siempre variantes subalternas) por las que va pasando la historia de los siglos XIX y XX, nuestras seis etapas (que fueron postuladas en 2002 y antes, es decir, que no nacen como acoplamiento artificioso de ningún a priori) permiten explicar bien, creemos, el porqué de los saltos y sucesivas desviaciones en la recepción histórica de la figura de Jovellanos. Las etapas que proponemos son: 1º) ilustrada (que se corresponde con la jacobina; jacobinismo frente a jovinismo). 2º) Liberal (que se corresponde con la recepción liberal del prócer español). 3º) Neocatólica (que se corresponde con la reacción nacional española necesitada de formar una derecha política bien definida, ante el avance de las ideas de la I Internacional, el anarquismo y el marxismo; en este contexto la derecha española necesitó buscar un egregio fundador y lo encontró en Jovellanos, reivindicándolo desde el centro), 4º) «eticista» (cuyo núcleo irradia de Julio Somoza, y que se corresponde con la izquierda socialdemócrata. Somoza después de defender el lineamiento político liberal y progresista de Jovellanos, lo sustraerá de la pelea ideológica mediante el procedimiento de elevarlo a la categoría de «santo laico» en razón de sus virtudes éticas, que trascenderían los valores político-morales; de ahí el «eticismo» y una cierta concesión a las dos partes beligerantes anteriores). 5º) Etapa 'científica' o filológico-histórica (que arranca de los años 30 en España y se irradia después, sobre todo, desde José Miguel Caso, durante el franquismo. El marxismo-leninismo de esta etapa explicaría un nuevo repliegue en el interior de la política nacional española, que tras el triunfo del franquismo comportaría como postura alejada de cualquiera de los dos extremos muy difícilmente sostenibles -la filiación de Jovellanos como leninista o como nacional-católico- la exigencia de retraerlo al campo de estudios científico (filológico e histórico) sin dejar de inclinar la balanza de la lucha ideológica anterior a favor de los hechos históricos más contundentes: la del talante ilustrado y su conexión con el movimiento liberal. (Esto, al margen de que por la propia maduración de los estudios jovellanistas y por el crecimiento de un tejido universitario suficiente, además de por el interés hacia el hispanismo en las universidades extranjeras, tocara ya un estudio histórico más serio que el desplegado durante el siglo XIX). Y 6º) etapa filosófica o sistemática: que vendría a fraguarse hacia finales de los años 70 y que, correlativa con el maoísmo marca el final de un ciclo; el maoísmo, como expresión última de la izquierda, y el Jovellanos comprendido en su sistematicidad, como el establecimiento de una reflexión de segundo grado –filosófica– capaz de articular todas las visiones anteriores y cerrar un ciclo, que sin duda seguirá abierto pero bajo el fragor de otras batallas, dentro de otros ciclos. La correlación fuerte que se da en las cuatro primeras etapas obedece a una efectiva influencia de los argumentos y fines políticos durante el siglo XIX; la correspondencia menos fuerte que se da en la quinta y sexta etapa, se debe a que, en buena medida, Jovellanos ha sido sustraído de la arena política y ha sido elevado a los altares de las personalidades con influencia universal, a la categoría de «clásico»; pero ello, sin poder evitar que todos los representantes del arco ideológico traten de llevárselo a sus filas. Que nadie crea, por otra parte, que al decir que se suceden seis etapas se está defendiendo que las anteriores desaparecen, porque sucede lo mismo que con las modalidades de izquierda, que se mantienen de una manera u otra vivas y refluyen desde el pasado intercalándose con las nuevas, aunque no logren imponer ya su colorido específico de manera preponderante.

6. Despedida

Con estos apuntes acabo, para no cansar. Espero haber dado un esquema suficiente de las posibilidades que ofrece la lectura o consulta de este estudio histórico, filosófico y jovellanista. No nos olvidemos que uno de los alicientes para los que se hallan apegados al terruño asturiano y gijonés, podrá ser ver cómo aparecen mencionados y analizados tantos y tantos jovellanistas y paisanos (en la sexta etapa) a quienes quizá podamos conocer personalmente. Pero no nos olvidemos tampoco que Jovellanos fue un perfecto español universal, asturiano en Asturias, sevillano en Sevilla, madrileño en Madrid, mallorquín en Mallorca, y español siempre. Un español que soñó con una política internacional de un mundo que evitara las guerras, como fue costumbre generalizada entre los ilustrados, de una política cohesionadora de los estados fortalecidos a través de la instrucción universal, de la superación de las supersticiones y engaños, de los ideales ético-morales de la igualdad ante las leyes, del trabajo como un valor económico y antropológico necesario para todos. En este sentido es un español universal.

Notas

{1} Un resumen de una parte esencial de nuestro desarrollo e-p-m aparece en «Ética, política y moral. Un desarrollo desde las propuestas de Gustavo Bueno», dentro de VV. AA., Filosofía y Cuerpo. Debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno, Libertarias, Madrid 2005, págs. 177-186. Otra aplicación parcial se publicó como «Los conflictos entre Ética, Moral y Política: criterios para su negociación», Cuadernos de Información y Comunicación, vol. 8, Universidad Complutense, Madrid 2003, págs. 39-60. Un resumen estructurado bastante completo, dirigido a alumnos de bachillerato y a sus profesores, se encuentra en los temas 13 y 17 de Filosofía (Eikasía, 2004). Un resumen bastante sencillo puede hallarse en el tema 2 de Ética (Eikasía, 2003).

{2} Las doctrinas de referencia desde donde he elaborado y desarrollado esta temática, se encuentran en Gustavo Bueno, especialmente: Symploké (tema 15), Ediciones Júcar, 1987 y 1991, o si se quiere en El sentido de la vida, (especialmente las lecturas primera, segunda y tercera), Pentalfa, Oviedo 1996; y en el Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja, Logroño 1991.

{3} «Carta 1722. De Jovellanos a Tomás de Verí» [probablemente Barcelona, 20 de mayo de 1808], en Gaspar Melchor de Jovellanos: Obras completas, tomo IV, Ed. de José Miguel Caso González, Instituto Feijoo del Siglo XVIII, Oviedo 1988. Colección de Autores Españoles del Siglo XVIII –en adelante CAES, IV–, pág. 511. Jovellanos reproduce lo que en la época, seguramente, se sabía de oídas, pero no coincide con los datos reales, puesto que la monarquía española fue trasladada a otro lugar y las cantidades asignadas fueron mayores que las que aquí apunta el prisionero de Bellver, recientemente liberado.

{4} «Carta 1724. De Jovellanos a Sebastián Piñuela», (Jadraque, 2 de julio de 1808), CAES, IV, págs. 512-514.

{5} «Carta 1723. De Sebastián Piñuela a Jovellanos», (Madrid, 1 de junio de 1808), CAES, IV, pág. 512.

{6} «Carta 1727. De Miguel José de Azanza a Jovellanos», (Bayona, 8 de junio de 1808), CAES, IV, pág. 515.

{7} «Carta 1728. De Gonzalo O'Farril y José de Mazarredo y Salazar a Jovellanos», (Madrid, 10 de junio de 1808), CAES, IV, pág. 516.

{8} « Carta 1733. De Gonzalo O'Farril y José de Mazarredo y Salazar a Jovellanos», (Madrid, 15 de junio de 1808), CAES, IV, pág. 526.

{9} «Carta 1734. De Miguel José de Azanza a Jovellanos», (Bayona, 17 de junio de 1808), CAES, IV, págs. 527 y 553.

{10} «Carta 1735. De Miguel José de Azanza a Jovellanos», (Bayona, 17 de junio de 1808), CAES, IV, pág. 553.

{11} «Carta 1739. De Jovellanos a José I», (Jadraque, 16 de julio de 1808), CAES, IV, págs. 556 y 558.

{12} «Carta 1740. De Francisco Cabarrús a Jovellanos», [Madrid, 29 de julio de 1808), CAES, IV, págs. 558 y 560.

{13} «Carta 1741. De Jovellanos a Francisco Cabarrús», (Jadraque, agosto de 1808), CAES, IV, págs. 560-566. Esta carta es posiblemente sólo un borrador que muy probablemente no llegó a enviar, según J. M. Caso. Pero el hecho es que la escribió.

{14} Karl Marx y Friedrich Engels, Escritos sobre España. Extractos de 1854, Pedro Ribas ed., Trotta, Madrid 1998.

{15} Marx, Escritos sobre España, pág. 44.

{16} Vid. Karl Marx, Escritos sobre España, págs. 130-139, donde encontramos el artículo que se publica el 24 de noviembre de 1854.

{17} Ibíd., pág. 139.

{18} Ibíd., pág. 139. Sin duda, las «inevitables concesiones a los prejuicios populares» habría sido sobre todo, creemos, el artículo 12 de la Constitución que declaraba que «La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra».

{19} «Diario, 2º», Obras completas, dir. por J. M. Caso y en ed. de María Teresa Caso y Javier González Santos, CAES, VII, Oviedo 1999, pág. 133.

 

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