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El Catoblepas, número 44, octubre 2005
  El Catoblepasnúmero 44 • octubre 2005 • página 8
La soledad sonora

Espinosa, el librepensador obediente

José Ramón San Miguel Hevia

Filósofo sefardí que merece el título de librepensador obediente, solitario como ermitaño y causa de gran escándalo en su comunidad de Amsterdam

Benito Espinosa Los antepasados de Benito Espinosa han vivido durante varios siglos en las comunidades de judíos dispersas durante la Edad Media tanto en la zona cristiana como en la dominada por los árabes españoles. Los monarcas y los pueblos de todos los reinos de la Península mantienen hacia éllos antes de llegar los tiempos modernos una tolerancia religiosa y lo que es mucho más importante una proximidad humana que todavía hoy, a pesar de la lejanía en el tiempo y el espacio, sus descendientes evocan con nostalgia.

Por lo demás los hebreos forman en la España medieval un estamento que gracias a sus conocimientos superiores y a su posición neutra y marginal proporciona a cualquier gobernante los cuadros medios imprescindibles para vertebrar una organización política. Son los funcionarios de una administración verdaderamente rudimentaria, pero tanto más necesaria cuanto que es lo único estable cuando una tierra cambia de dominio, de cultura y de religión oficial. La fidelidad que muestran hacia sus nuevos señores y el conocimiento de la situación y de las posibilidades de cada zona tiene como contrapartida una consideración social muy alta.

Cuando esta situación de paz y casi de privilegio se interrumpe –y ello sucede en momentos y territorios muy concretos de la Edad Media– los judíos consiguen sobrevivir siguiendo la táctica del disimulo y el ocultamiento que de una forma u otra se va a repetir a lo largo de toda la historia de España y a lo ancho de sus tres culturas. Puede servir de modelo la actitud ante el movimiento integrista de los almohades, que bajo su consigna tres veces unitaria –un solo Dios, una sola fe, un solo califa– invaden en el siglo XII el Andalus, sometiéndole en sus primeros años de fanatismo a una dura censura religiosa.

En ese momento el jefe de la judería de Córdoba, Rabbí Maimónides padre del gran filósofo, escribe su «Carta a las Comunidades», que tendrá una influencia decisiva en la conducta de los hebreos cuando sean perseguidos por su fe. La confesión «Alá es grande y Mahoma su profeta» es suficiente para conseguir un certificado de adhesión al régimen y por otra parte los musulmanes, sea cual sea su credo, se detienen ante la vida familiar y la intimidad, por la que sienten un respeto prácticamente infinito. En estas condiciones la necesidad de supervivencia de la raza obliga a disolver la comunidad y su liturgia, a profesar las fórmulas de la religión dominadora y a conservar en el secreto la ley de Moisés y de los padres. El propio pensamiento político de Espinosa está parcialmente determinado por esta solución, que separa la vida interior de las manifestaciones externas.

Más tarde Isabel de Castilla y Fernando de Aragón plantean a los judíos sefarditas una alternativa muy parecida, obligándoles a escoger entre el exilio o la conversión al cristianismo. Aunque este decreto es causa de la marcha de los antepasados del filósofo y de su paseo errante por el mundo, Espinosa lo alaba en términos ciertamente inequívocos. «Como los privilegios de los naturales de España fueron concedidos a quienes admitieron su religión, todos (los judíos) se mezclaron rápidamente con los españoles, de forma que poco después no quedaba de ellos ni resto ni recuerdo.» (T.T.P. III.)

A pesar de este descomunal elogio –tanto más de agradecer cuanto que procede de una de las víctimas remotas del decreto de expulsión– siguen existiendo en España y en las nuevas colonias individuos que practican en secreto su religión siguiendo la doctrina del Rabbí Maimónides. Y los viejos cristianos que presumen de formar una aristocracia religiosa ven con desconfianza y envidia a los conversos o hijos de conversos, y a veces les aplican el adjetivo escasamente elegante de marranos, cuando descubren o sospechan en ellos prácticas criptojudaicas, o cuando simplemente quieren recordar su origen infame.

Gran número de sefarditas se traslada a Portugal, entre ellos la familia del propio Espinosa. Pero esta vez el juicio del filósofo sobre la conducta de los reyes lusos es totalmente negativo, porque los acusa de mantener a las comunidades hebreas en un gheto social al impedir que sus miembros, incluso los conversos, accedan a cualquier cargo honorífico en igualdad de condiciones con los súbditos naturales de la tierra. Allí nace en 1587, probablemente en Figueira, Micael d'Espinoza, padre de Baruch.

Tres años después Portugal queda anexionado a la corona de España, cuyo titular, Felipe II es un católico ferozmente integrista. Y casi al mismo tiempo las Provincias Unidas declaran su independencia mediante la Unión de Utrecht. Los judíos tienen que recomenzar su peregrinaje y eligen como nueva estación la ciudad de Amsterdam, donde constituyen una minoría cerrada que estrena una libertad total y puede presumir al mismo tiempo de española y de perseguida. A finales del siglo XVI llega allí el abuelo de Espinosa con toda su familia y se agrega a la naciente comunidad.

Cuando en 1609 se firma la tregua de los doce años, los Países Bajos disfrutan de una creciente autonomía mercantil y van convirtiéndose en una potencia económica de primer orden, que hará la competencia a la propia Inglaterra. Los sefarditas descubren allí un aire de familia en una teología cristiana pero al mismo tiempo veterotestamentaria –el calvinismo– que sacraliza la riqueza como una señal de la amistad de Dios. Al mismo tiempo los holandeses se convierten por estas mismas ideas y por su forzosa vocación marinera en los primeros capitalistas.

Pero además los hebreos españoles, gracias al dominio de su idioma y a su pasmosa capacidad de adaptación y de ocultamiento pueden proyectar su actividad comercial sobre las nuevas provincias de América. En la nómina de estos «cristianos nuevos» que ensayan la aventura americana figura por lo menos un hermano menor del filósofo, emigrado a las colonias portuguesas con la entonces extraña profesión de hombre de negocio. En esta situación, infinitamente compleja y variada, distinta del todo de lo que después van a ser Europa y España, vive y piensa Espinosa.

La vida

Los miembros de la sinagoga de Amsterdam no son proporcionalmente muy numerosos –un máximo de cuatro mil sobre una población de más de cien mil habitantes– pero desde el punto de vista económico y cultural, su importancia es mucho mayor. No sólo potencian el comercio de la ciudad, sino que le proporcionan una serie de personalidades verdaderamente notables. Ya la Historia de los Heterodoxos registra –al lado de Espinosa– los nombres de Isaac Cardoso, Orobio de Castro, Juan de Prado, Uriel da Costa, Levy Morteira y Abraham Zacuth. Pero esta lista sería mucho mayor si incluyese a los maestros eminentes que no han transitado en camino de ida y vuelta por el catolicismo, y casi interminable si tuviese en cuenta a cuantos han jugado un papel relevante en la variada y conflictiva vida de su comunidad.

Por otra parte los sefarditas se automarginan y forman un orgulloso ghetto cultural y lingüístico. Se comunican verbalmente a través de su idioma materno, el ladino, y leen sus libros sagrados después de estudiar y dominar el hebreo. Su liturgia, en comparación con el ceremonial del judaísmo clásico, es fuertemente original, pues disminuye la importancia de muchas fiestas y en cambio celebra solemnemente el ayuno de la reina Esther. Este singular personaje bíblico –que es capaz de disimular su religión al propio marido, el rey persa y que gracias a ello salva en el momento decisivo a todo su pueblo– está destinada a convertirse con el tiempo en la heroína del criptojudaismo de los marranos y sus descendientes.

El filósofo nace en 1632 de Micael De Espinosa –que dirige una firma comercial en Amsterdam y al mismo tiempo ocupa los puestos centrales en la sinagoga– y de su segunda esposa. Hanna Débora tiene una salud muy frágil, que traslada a su hijo y muere cuando éste tiene sólo seis años. La sucesiva desaparición de sus hermanos Isaac y Myriam –en el 49 y el 51– y muy poco después de su madrastra Hester y de su padre –52 y 54– hacen que ya a los veinticuatro años Espinosa –por otra parte rigurosamente célibe– quede por fuerza aislado de todo vínculo familiar. Esta dolorosa situación de independencia le permitirá enfrentarse con una comunidad cuyo durísimo anatema es capaz de anular los lazos de sangre.

Efectivamente, muy poco después de quedar huérfano, en el 1656, es expulsado de la sinagoga, en vista de su revolucionaria interpretación de la Biblia y de sus ideas filosóficas y políticas claramente heterodoxas. Ya del todo solo, pasa a vivir primero a Rijsburg y después a la Haya. Se gana la vida preparando lentes para construir instrumentos ópticos, y rechaza regalos, pensiones y hasta una plaza en la Universidad de Heidelberg, pues todo ello supone, por lo menos, una amenaza lejana a su libertad. Muere de tuberculosis a una edad relativamente corta (1677).

A través de esta biografía aparentemente anodina, se dibuja una forma de ser de perfiles muy precisos. Espinosa es un individuo marginado de una comunidad marginal, una especie de marrano al cuadrado. Por eso mismo su filosofía reproduce fielmente las vivencias seculares y colectivas de la propia sociedad que le rechaza.

En primer lugar su personalidad, fuertemente introvertida, construye un sistema cerrado sobre sí mismo, que le proporciona un refugio seguro y que excluye cualquier invasión de su intimidad. En segundo lugar, defiende la autoridad de los poderes públicos, incluso en los mandamientos que afectan a la piedad y la religión. La interna libertad de pensamiento y la obediencia de la acción externa son los dos polos contradictorios de su singular figura histórica.

La cultura

Espinosa no es primero y principalmente un cartesiano, ni menos un filósofo racionalista, ni se puede encuadrar sin más dentro de los pensadores europeos del siglo XVII. Para empezar, su lengua materna es una de las variantes del castellano, el ladino, que las comunidades sefardíes esparcidas por el mundo hablan, confinándose así en un orgulloso ghetto lingüístico. El propio filósofo confiesa de forma indirecta pero muy clara su voluntaria marginación del grupo cultural mayoritario, en una carta escrita en holandés a Blyenberg: «Desearía poder escribir en el mismo idioma en que he sido educado.»

En su juventud estudia en la sinagoga el hebreo, adquiriendo de paso un dominio verdaderamente pasmoso en la interpretación de los Libros Sagrados. Sólo más tarde, en 1652, en un acto de independencia que llama la atención de sus hermanos de raza, decide marchar lejos de su comunidad y su barrio para tomar lecciones de latín de Van Den Ende, un médico seguidor de Lucrecio y buen conocedor de los clásicos.

Una breve visita a su biblioteca descubre un mestizaje cultural que ya no se volverá a repetir en ningún pensador moderno. Allí están primero que nada los textos capitales de los judíos medievales. La Guía de Perplejos del gran Maimónides, y los escritos de Gersónides, un seguidor judío de Averroes, defienden a la filosofía de la invasión de la fe y la teología. La Fons Vitae de Ibn Gabirol es una introducción al neoplatonismo y una urgente invitación a la construcción de un sistema. Abraham Ibn Ezra sienta los principios de la exégesis bíblica –Comentario al Pentateuco– y del estudio de la lingüística hebrea. Finalmente Cresques, Rabbí de Barcelona a principios del siglo XV, critica el aristotelismo –La Luz del Señor– y defiende de un solo golpe la universal presencia de Dios y la negación de la libertad.

Pero Espinosa puede leer también a los teóricos del estado contemporáneos. En primer lugar Maquiavelo –El Príncipe– que traslada bruscamente el centro de gravedad de la política desde el reino de las intenciones al dominio de la acción externa. Después Velthuysen, Van Hove, y sobre todo Hugo Grocio, para quien la Naturaleza es el principio absoluto de todo orden jurídico. Finalmente Tomás Moro y más que nadie Hobbes –Leviathan, De Cive– que desarrolla una antropología determinista, un pacto social de cesión de derechos y un Estado absoluto, tanto en el ámbito civil como en el religioso.

Por lo demás el filósofo –igual que toda la comunidad sefardí de Amsterdam– está en comunicación con la mejor literatura española de la primera mitad del siglo XVII. Es lector asiduo de Cervantes y Góngora, de Quevedo y Gracián, pero también de los tratadistas políticos Diego Covarrubias y Saavedra Fajardo. Su modelo de gobernante es Fernando el Católico, al que elogia en cuanto tiene ocasión, y los Fueros de Aragón una de sus constituciones modélicas. Por lo mismo critica el centralismo de los Austrias, especialmente Felipe II.

Por supuesto Espinosa admite expresamente la influencia y la lectura de la filosofía de Descartes. Desde el punto de vista formal está en deuda con el filósofo francés, que le proporciona en los Principia un esquema y un método geométrico y las nuevas categorías mentales de la extensión y el pensamiento. Pero este cartesianismo incipiente y parcial se cruza con las infinitas doctrinas, antiguas y modernas, que convergen en el filósofo y dibujan su complejo y original perfil histórico.

Por lo demás Espinosa vive en la conflictiva comunidad judía de Amsterdam y recibe allí directamente una serie de influencias tan plurales como contradictorias. En primer lugar asiste a la tertulia de librepensadores españoles que se reúne en la casa del caballero José Guerra, en compañía de Reinoso, Pacheco y sobre todo Juan de Prado que después le hará compañía en la excomunión de 1656. A pesar de su carácter clandestino, que encuentra su mejor expresión en la divisa del filósofo –caute, disimula– no pueden ocultar a la larga un racionalismo ateista, en la medida en que su divinidad filosófica o teórica es la negación de toda posible revelación.

Pero este intento de anular la fe mediante la filosofía no es el único movimiento doctrinal de la comunidad sefardí de Holanda. Hay que tener en cuenta a los apologistas que con mayor o menor fortuna defienden la causa del judaísmo –un buen modelo es el portugués atomista Isaac Cardoso en sus Excelencias de los Hebreos– y sobre todo los polemistas, que dirigen sus tiros precisamente contra el tandem formado por Espinosa y Juan del Prado a través de libelos violentísimos en prosa y en verso.

Mucho más interesante y más propio de la forma de ser y de pensar de los hebreos es la renovación de la interpretación de la Escritura, iniciada por el grupo de estudios que dirige Saúl Leví Morteira. El mismo Espinosa toma parte en estas investigaciones en equipo, y a pesar de que su maestro es un judío de una ortodoxia irreprochable, deriva hacia posiciones tan atrevidas que pronto merecen el anatema de la sinagoga.

Por otra parte, desde la expulsión de los sefarditas de España, pero mucho más en los años centrales del siglo XVII surge un movimiento apocalíptico, centrado en la personalidad extravagante de Sabbatai Zevi, que pretende ser el Mesías y pone fecha fija al día último de la humanidad. Todas las comunidades judías, comprendida por supuesto la de Amsterdam, están en expectación ante los nuevos acontecimientos, hasta tal punto que los comerciantes más prósperos preparan el traslado de sus negocios. El mismo Espinosa guarda en su biblioteca entre muchos otros del mismo tema la obra de su maestro Menasseh, Esperanza de Israel, que anuncia la próxima vuelta a la Tierra Prometida.

En cambio el filósofo no se comunica ni verbalmente ni por carta con los pensadores europeos y en esto se diferencia de todos ellos. Es demasiado joven para tratar a los físicos de la primera mitad de siglo, pero tampoco habla o escribe con su vecino Huyghens, ni con Hooke, Halley o Newton. No envía ni recibe epístolas de Arnould, de Gassendi o Bernouilli y tan sólo Leibniz le conoce en una visita tan breve como decepcionante. Basta soltar al aire todos estos nombres para darse cuenta de que Espinosa se mueve en una constelación distinta.

Ciertamente conoce muy bien a Hobbes y a los tratadistas políticos de su época, pero siempre gracias a los libros publicados en Amsterdam y recogidos en su escasa pero excelente biblioteca. Su mundo no abarca la Europa culta del siglo XVII. Se cierra primero en el ghetto sefardí de Amsterdam y después en su personalidad solitaria e independiente.

Las obras

Es fácil comprender el sentido de los escasos libros escritos por Espinosa, si se atiende a la marcha de la actualidad histórica en los Países Bajos y en la propia judería de Amsterdam. Después de la Paz de Westfalia (1648) las Provincias Unidas, por fin independientes de España, proclaman la libertad política, económica y religiosa. Al mismo tiempo se convierten en una potencia marítima, capaz de hacer frente a la Inglaterra de Cronwell y a la Francia absolutista de Luis XIV.

El régimen de Jan de Witt, que dura casi vente años, desde 1653 a 1672, realiza mejor que ninguno los ideales del nuevo estado. A pesar de la oposición del calvinismo y de las otras infinitas confesiones religiosas que conviven en Holanda y procuran intervenir cada una a su manera en los asuntos seculares, el Gran Pensionado mantiene una política al propio tiempo laica y liberal. Ello quiere decir que la última instancia en cualquier decisión referente al ámbito externo de acción, pertenece al gobierno y se escapa al orbe secreto de las intenciones.

Estos años decisivos coinciden aproximadamente con la entrada en escena de Espinosa y configuran poco a poco su trayectoria intelectual. Hay que decir que tanto la comunidad sefardita de Amsterdam como los propios calvinistas dan muestra de una intolerancia que es el contrapunto del liberalismo de Jan de Witt. Ya hacia 1620, cuando todavía eran dueños del poder, los orangistas habían condenado a prisión perpetua nada menos que a Hugo Grocio, pero todavía en 1668 consiguen excomulgar a Adrián Koerbagh y llevarlo a la cárcel mediante una falsa acusación.

El anatema –el herem– de los sefardíes es todavía más cruel, porque aísla al reo de su comunidad y hasta de su familia más cercana, que no puede tener ya ningún trato con él. Muy pocos pueden soportar esta situación y casi todos terminan rindiéndose sin condiciones y pidiendo la vuelta a la sinagoga. En 1640 Uriel da Costa, dos veces excomulgado y otras tantas arrepentido, no puede sufrir la pública humillación de los treinta y nueve azotes y se suicida, después de escribir a modo de despedida, una impresionante autobiografía.

En 1656 la Sinagoga excomulga a Juan de Prado y a Espinosa por sus críticas a la religión revelada, en este caso concreto al judaísmo. A pesar de su racionalismo radical, de Prado «el médico ateo», no soporta el anatema y solicita inútilmente su reingreso en la comunidad. En cambio Espinosa, además de desafiar el herem, se adelanta a él a través de un escrito, probablemente en dialecto ladino, que no se conserva pero está certificado por la autoridad de su propio editor, de Van Til en 1684, y de Bayle.

El título original es bien expresivo Apología para justificarse de su abdicación de la sinagoga. Así pues, Espinosa no trata de suplicar perdón, ni siquiera de parar una acusación y su correspondiente pena, sino todo lo contrario, de exponer las razones por las que se adelanta a romper con la comunidad y con los dogmas que la fundamentan, sometiendo a crítica a través de una exégesis tan revolucionaria como actual, los libros clave del Antiguo Testamento. La Apología, según esto, ladina en la forma y hebraica en el fondo, es el núcleo del tratado que el filósofo escribe unos años después.

Fuera ya de su comunidad, Espinosa estudia la filosofía de Descartes y publica en 1663 un tratado –doble por su título y por su contenido– Principia philosophiae. Cogitata metaphisica. Al mismo tiempo combina este incipiente cartesianismo con todas las doctrinas medievales y modernas que definen su complicadísima personalidad intelectual, y envía privadamente a sus amigos de Amsterdam en entregas sucesivas, el resultado de esta mezcla. Uno de ellos, Pieter Baling, traduce al holandés los Principia, ya en 1664.

A partir de entonces la situación política en los Países Bajos cambia radicalmente. Las diversas sectas religiosas, y primero que ninguna el calvinismo, empiezan a atacar con creciente encono el programa laico de gobierno de Jan de Wit. En visto de ello, Espinosa decide abandonar temporalmente su proyecto de una moral geométrica y se une al grupo de intelectuales que en los años sesenta publica tratados en defensa del Gran Pensionario.

La discusión sube cada vez más de tono y culmina con la traducción del Leviathan (1667) y la publicación sucesiva de Un jardín de cosas amables de Adrian Koerbagh (1668) y del Tractatus theologico-politicus del mismo Espinosa en el 1670. El escándalo que produce esta obra entre los teólogos calvinistas de Holanda, la resistencia cerrada a su reedición y la actitud diplomática pero transigente del gobierno de las Provincias Unidas, demuestra mejor que nada la violencia de la polémica, al propio tiempo ideológica y política.

La primera parte del Tractatus es una lectura del Antiguo Testamento siguiendo métodos de crítica textual en su época del todo heterodoxos. Los capítulos que van del primero hasta el décimo aproximadamente se inspiran al parecer en los conceptos clave de su inédita Apología, que corrigen, amplían y publican en latín. Su preocupación por la exégesis bíblica se prolonga todavía en la traducción parcial del Pentateuco y en la redacción de una gramática hebrea muy poco tiempo después.

La continuación del Tractatus identifica –en una atrevida pero nada caprichosa interpretación de los libros de Moisés y de los profetas– la religión y la ley. Según esto los hombres, sometidos en principio a los impulsos mecánicos y contradictorios de su naturaleza individual y por lo mismo irremisiblemente egoísta, pasan a formar un pueblo cuando ocupan un territorio, se distinguen por el tatuaje de la circuncisión y sobre todo reciben de Dios a través de un legislador inspirado, un código de conducta que deben seguir a rajatabla. El estado de los hebreos es el modelo perfecto de esta institución político-religiosa, que después imitan a su manera cada uno de los pueblos.

El Tractatus se cierra con dos principios complementarios y opuestos. En primer lugar, el estado gobierna todas las acciones humanas, y determina lo que en este ámbito exterior es justo o injusto, legal o ilegal, piadoso o impío. Pero al mismo tiempo cada hombre tiene derecho a pensar y expresarse libremente, sin que ningún poder extraño, eclesiástico o civil, pueda impedir o hacer callar sus pensamientos. De esta forma el Tractatus justifica de un solo golpe el laicismo y el liberalismo del régimen de Jan de Wit.

Ya a mediados de los años sesenta Espinosa empieza a elaborar lentamente su Etica demostrada por un método geométrico, comunicando a los amigos sus primeros descubrimientos. La situación de los Países Bajos le obliga a abandonar momentáneamente su tarea de moralista, cambiándola por otra menos noble pero más urgente, la de publicista político. El universal escándalo producido por su Tractatus le impide después publicar en vida esta ética, que aparece junto con otras obras póstumas en Noviembre de 1677, diez meses después de su muerte. Redactada inicialmente en un latín de luminosa claridad, es traducida casi inmediatamente al holandés y con la misma velocidad prohibida por la rígida censura de los Estados Generales.

Lo primero que cabe decir de la Etica ordine geometrico de Espinosa es algo verdaderamente banal. Sus cinco libros quieren ser y son un sistema de moral, desde el primer axioma al último escolio. Es cierto que empieza hablando de Dios, única causa libre, en la medida en que existe y actúa por la sola necesidad de su naturaleza, pero ya la breve introducción de la segunda parte limita sus infinitos atributos y modos a sólo dos –la extensión y el pensamiento– pues sólo ellos hacen posible el conocimiento del alma humana y definen el camino de su felicidad. El grueso de la obra –los tres últimos libros– se ocupa sucesivamente de los afectos y de su doble categoría, pues si la mente tiene de ellos ideas confusas e inadecuadas está sometida al dominio de las pasiones, y sólo alcanza plena libertad cuando verdaderamente sabe lo que quiere.

La Etica no es una derivación, ni siquiera desviada, del cartesianismo. Ni su principio es la duda universal, ni su objetivo la construcción de la ciencia experimental ni su realidad fundamental el sujeto y las ideas. Espinosa niega también la libertad de indeterminación de la mente y de Dios, el origen de los errores en la voluntad, la acción del alma sobre el cuerpo por medio de un órgano impar y privilegiado y toda la rudimentaria antropología de Descartes. Su racionalismo es sólo un intento de trasladar la geometría desde la física a los afectos y la conducta del hombre.

Las dos obras centrales de Espinosa –el Tractatus y la Etica geométrica– defienden simultáneamente el imperio del estado sobre los actos externos y la libertad interior del alma humana, pero en cada caso se pone de relieve uno u otro de estos principios complementarios y contradictorios. Casi todo el cuerpo del Tractatus está dedicado a justificar, tomando como modelo a Israel, la aparición de un código al propio tiempo religioso y civil, y sólo su último capítulo defiende y asegura la libertad de pensamiento. A la inversa, el tema central de la Etica es el desarrollo del ser y de la acción del alma en forma de amor intelectual de Dios, sin que ninguna causa externa la impida o la coarte. Unicamente los enunciados del libro cuarto y concretamente el segundo escolio de la proposición XXXVII explica las nociones de justicia e injusticia, típicas de la moral tradicional, a partir de la constitución del poder político sobre los hombres sometidos a la pasión del miedo.

Las obras póstumas de Espinosa incluyen, además de la Etica, un Tratado Político inacabado que completa las ideas del Tractatus en sus cinco primeros capítulos, y que en los seis restantes describe con todo detalle las diversas formas de un estado –monárquico, aristocrático o democrático– presentando los modelos históricos y los proyectos de constitución correspondiente.

El filósofo se mueve en la atmósfera intelectual de los Países Bajos a mediados del XVII y prolonga la trayectoria iniciada por Hobbes, Hugo Grocio, los políticos del círculo de Jan de Wit y los librepensadores ateistas de la judería de Amsterdam. Su obra va a provocar durante su vida, pero mucho más después de la muerte una polémica violentísima y casi inacabable en torno a sus ideas y a su propia figura humana.

El Tractatus

El Tractatus teologico politicus es, no sólo el único libro publicado en vida por Espinosa, sino el eje sobre el que se mueve todo su pensamiento complejísimo y en buena medida contradictorio. La Etica y el otro tratado político desarrollan las dos dimensiones totalmente incomunicables, pero por esto mismo composibles que esta obra fundamental deja abiertas. En este sentido el capítulo XIV afirma expresamente que su objetivo principal es «determinar en qué consiste la fe, cuáles son sus fundamentos, y al propio tiempo separar esa fe de la filosofía».

Espinosa va a ser mucho más radical que sus maestros medievales. La razón y la Escritura, precisamente por estar separadas, ni son contradictorias ni se pueden reducir la una a la otra en cualquier sentido. Se equivoca Maimónides cuando dice que la fe debe adaptarse a la filosofía, y a la inversa se equivoca Jehuda Alfakar, que criticando esta doctrina afirma el valor absoluto de los Libros Santos y deja al saber racional una función puramente subordinada y ancilar. El Tractatus es una versión laica del criptojudaismo del gran rabino de Córdoba, que en su Epístola a las comunidades sitúa en departamentos incomunicables la intimidad individual y la obediencia de palabra y obra a la autoridad civil.

Así pues Espinosa coloca la razón y la fe en dos ámbitos mutuamente excluyentes, y en este punto resucita la tradición de los más grandes filósofos españoles –árabes o judíos–. La religión dirige la conducta externa de los fieles e impone la obediencia a unos pocos preceptos –por otra parte muy elementales– como son el amor mutuo y la paz. La Ley mosaica y el Islam son los mejores modelos de esta piedad política, que según el filósofo encuentra su coronación en el cristianismo, tomado como universal obediencia a las leyes de la naturaleza y a la autoridad que las define.

En cambio la filosofía es un conocimiento de la Naturaleza divina, en cuanto causa primera que determina el desarrollo de los modos del pensamiento y la extensión –los únicos de sus infinitos atributos que definen al hombre–. Este amor intelectual marca el camino de la plena realización y de la felicidad del ser pensante. Pero su relación con la fe es puramente negativa y se reduce a una doble exigencia : que el poder, al propio tiempo político y religioso respete el ámbito de la libertad interior, y que por su parte la conciencia individual no interfiera de ningún modo el ejercicio externo de ese poder.

A la hora de señalar quiénes son los protagonistas de esta doble aventura, Espinosa demuestra ser un digno heredero de sus antepasados andalusíes y sefarditas. El poder político religioso busca la obediencia de la inmensa mayoría de los hombres –del vulgo– a quienes impone coactivamente una serie de mandamientos, por otra parte fácilmente comprensibles. El objetivo de sus amenazas, mundanas o escatológicas, es el mantenimiento de la paz y la concordia por encima de los impulsos tan naturales como contradictorios de todos los individuos que componen una sociedad.

En cambio sólo una elite tan escasa en número como ilustre en cualidad puede desarrollar el «amor Dei intellectualis», la filosofía. Las últimas líneas de la Etica no pueden disimular el aire de familia heredado de Ibn Tufail, de Averroes o Maimónides ni menos el desprecio por la plebe ignorante. «¿Cómo es posible que casi todos olviden la salvación, si estuviese a la mano y pudiese alcanzarse sin gran trabajo? Pero todo lo verdaderamente sublime es tan difícil como raro.»

El estado de naturaleza

Después de separar en dos celdas del todo incomunicadas a la fe y la filosofía, cada una con su objeto y su finalidad propia, Espinosa quiere establecer con seguridad geométrica los fundamentos del estado. Esta vez se apoya en los grandes maestros del pensamiento político moderno, Maquiavelo, Grocio, y por encima de todos Hobbes, cuya obra central, el Leviathan, acaba de ser editada en Holanda. El capítulo XVI del Tractatus y los primeros desarrollos del Tratado Político, resumen en muy pocas páginas pero con absoluta fidelidad las ideas centrales del filósofo inglés.

La ley fundamental de la naturaleza exige que cada uno de los individuos que compone el universo intente a través de un impulso regular y constante seguir siendo lo que ya es. Esta marcha hacia lo mismo implica que la piedra dotada de gravedad caiga en vertical, cualquiera que sea su efecto benéfico o dañino, implica también que el pez grande devore al más pequeño, que es su alimento natural. Lo que mirado desde cierto punto de vista parece cruel e indeseable es sólo una visión parcial de esta institución divina, y por lo mismo universal y necesaria, que asegura la persistencia y la actividad propia de todas las realidades concretas.

La naturaleza define el impulso de los individuos a perseverar en su ser, pero además su potencia es la potencia misma de Dios, que es libre porque actúa sin coacción externa, por la misma necesidad de su esencia. El poder del universo entero y de cada cosa dentro de él es por consiguiente absoluto y su actividad sigue cauces rigurosamente determinados.

Esto quiere decir primero que en el mundo no hay nada contingente, y en segundo lugar y sobre todo que el poder –y por consiguiente la acción– de la naturaleza en su conjunto y de cada uno de los individuos que la componen en concreto no depende de una finalidad que le marque límites. En este primer estadio la idea de causa final y todas cuantas se derivan de ella –justicia o injusticia, mérito o culpa– son creaciones de la imaginación del hombre y falsos tópicos de una ética tradicional.

Espinosa resume esta eliminación de las causas finales diciendo que el derecho de toda la naturaleza y de cada individuo se extiende hasta donde llega su poder. No tiene sentido preguntarse por qué el pez grande se come al pequeño, pues la respuesta es obvia: hace eso porque puede hacerlo, y porque haciéndolo así se mantiene en el ser. La misma respuesta vale para las otras realidades naturales, que siguen cada una a su manera esta inflexible ley divina.

Espinosa no ve ninguna diferencia entre todos estos seres y el hombre, ni tampoco entre la elite de individuos dirigidos por la razón y todo el resto que sigue las tendencias ciegas de sus pasiones. En cualquier caso la finalidad queda reducida a la causalidad inmanente, necesaria, pero al mismo tiempo libre de toda coacción externa. «Todo cuanto una cosa hace en virtud de las leyes naturales, lo hace con el máximo derecho, pues actúa determinada por su naturaleza y no puede actuar de otro modo.» Sobre esta visión realista e implacable de la realidad en su conjunto se va a construir, primero una antropología y después una filosofía política.

Todos los hombres en su original estado de naturaleza están determinados a desear lo que para cada uno de ellos es objeto de alegría y a actuar de acuerdo con este deseo. En virtud de esta suprema institución sólo los pocos sabios siguen las leyes de la razón, pues la inmensa mayoría forzosamente viven y se conservan gracias a las más elementales tendencias naturales. Ahora bien, tanto unos como otros actúan necesariamente para seguir siendo lo que ya son, y obligarles a tomar una conducta distinta es tan absurdo como pretender que un gato siga los impulsos propios de un león.

Que nadie puede ser obligado a vivir contra su naturaleza quiere decir vuelto en pasiva que tiene derecho natural a mantenerse en su ser y a desarrollar sus propias tendencias y actividades rigurosamente determinadas. La anulación del libre albedrío y de su orientación hacia un fin es el quicio sobre el que gira toda la filosofía de Espinosa, desde la Etica al Tractatus. En virtud de este universal principio también en cada hombre coinciden el derecho y el poder, desprovistos de cualquier limitación falsamente humanitaria.

El filósofo es en este punto tan claro como contundente. El hombre –dice aproximadamente el capítulo XVI del Tractatus– tiene el derecho y en rigor la obligación de desear cuanto le parezca útil, lo mismo si le guía la razón o la tendencia ciega. Porque la naturaleza sólo prohibe lo que nadie desea y nadie puede, y por consiguiente las leyes morales no son más que un desarrollo y una concreción de las leyes físicas.

Por la misma razón no está prohibido, sino todo lo contrario, apoderarse de cuanto caiga bajo el objeto del deseo, y lo mismo da que se emplee la fuerza o el engaño –los dos recursos de Maquiavelo– que cualquier otro medio, por muy ajeno que sea a las prácticas de una ética convencional. Según esto es enemigo por naturaleza –y merece el odio, la cólera y la agresión– quien intente de forma más o menos consciente, impedir el cumplimiento de esta ley natural inflexible.

El hombre permanecerá en este primer estado y desarrollará de forma al propio tiempo espontanea y necesaria todo el sistema de sus tendencias elementales, mientras no se vea afectado por una pasión contraria y más poderosa que todas ellas. En particular sentirá odio hacia todos los que posean un bien del que sólo en exclusiva pueden gozar, y procurará privarles de su posesión. Pero como este sentimiento, por el propio carácter de su objeto, es universal y recíproco, genera una situación de enemistad y de agresión entre todos los individuos, tanto más temible cuanto que está determinada y justificada por las propias leyes de su naturaleza.

Ahora bien, cuando un hombre es enemigo de otro y siente odio hacia él, se esfuerza por hacerle daño, pero en la medida en que la enemistad es recíproca siente miedo por el daño que pueda recibir. Y en un determinado momento este temor universal puede anular todos los incontrolados deseos individuales y simultáneamente la agresividad natural que es su consecuencia. Entonces los hombres, para vivir con seguridad, libres de angustias, de odios, iras y engaños, determinan, por la propia fuerza de sus pasiones, abandonar definitivamente el estado de naturaleza.

El Estado de Religión

Así pues los individuos, ante el temor y la inseguridad de vida, renuncian al precario poder que tienen sobre las cosas que son objeto de su deseo y lo transfieren íntegramente a la comunidad. De esta forma, según la fórmula casi literal del Tractatus, los hombres por necesidad unen sus esfuerzos y hacen que el derecho a todas las cosas, que cada uno tenía por naturaleza pase a la colectividad, y se determine desde ahora, no por la fuerza y el deseo de uno sólo, sino por el poder y la voluntad comunes.

Este pacto de mutua y general renuncia a las tendencias que cada uno tiene en estado de naturaleza y a los actos que necesariamente se derivan de ellos crea un organismo político artificial. Este nuevo poder no es la suma de las fuerzas que lo componen, ni mucho menos tiene que responder del cumplimiento de un mandato ante los súbditos, tomados uno a uno o en su conjunto. En la medida en que todos los hombres bajo el dominio del miedo transfieren su derecho y su poder individual a través de una universal abstención, la soberanía pasa de forma íntegra, incondicional y absoluta al cuerpo colectivo.

Este nuevo Estado –que de forma un poco caprichosa llama Espinosa democrático– es el origen de la mayor parte de los conceptos falsamente atribuidos a una moral natural. Efectivamente, en su primera y original condición los hombres tienen derecho a cuanto pueden hacer y poseer y por consiguiente sólo les está prohibido lo que de hecho es imposible. Por eso según la afirmación de Pablo, que Espinosa hace suya, antes de la promulgación de la Ley no había en el mundo pecado.

Efectivamente, sólo la legislación del Estado, producto de un pacto unánime de renuncia, puede determinar lo que está permitido y es por consiguiente justo, y correlativamente lo que está prohibido, es decir la culpa y la injusticia. Del mismo modo determina las recompensas y los castigos que obligan a los ciudadanos a actuar de acuerdo con la ley, llevados por la esperanza de un premio o por el miedo invencible al tormento y a la muerte. Y el cuerpo político tiene sobre cada uno de los individuos que lo integran un derecho que se extiende tanto como su poder, y que por ello mismo es en su propio ámbito absoluto.

Hay que señalar todavía dos caracteres que definen esta constitución. En primer lugar está superpuesta al estado inicial de naturaleza, pero no se contradice con él. En uno y otra caso el hombre actúa movido por la tendencia a la alegría y la huida de la tristeza, sus dos afectos fundamentales. La diferencia radica en que en el estado político todos temen las mismas cosas marcadas imperativamente por las leyes y su sanción, gozan de la misma garantía y seguridad de vida, y forman un cuerpo colectivo con una voluntad y un poder común.

El segundo carácter está desarrollado en el inconcluso Tratado Político publicado pocos meses después de su muerte. La sociedad puede en principio ser una monarquía, una aristocracia o un gobierno de la mayoría, pero cada uno de estos sistemas tiene que estar organizado como un mecanismo de poderes en equilibrio, que obliguen lo mismo a los soberanos que a los súbditos, a mantener la constitución de la república y la práctica externa de la convivencia, si no es voluntariamente por la fuerza. Cuando no existe este inflexible determinismo universal, no se puede en rigor hablar de estado.

La obediencia

Espinosa trata con su habitual realismo de la relación entre el estado político y la religión, del carácter absoluto del poder y del ámbito al que se extiende. Queda claro en primer lugar que, lo mismo en el caso de los hebreos que en cualquier otro pueblo, los decretos de Dios sólo se comunican a los hombres a través de la legislación imperativa y sancionadora de los soberanos. Si desaparece la ley que unifica los afectos de todos los individuos, reduciéndolos a un temor invencible, cada uno volvería a su primera condición natural, y libre de toda obligación tendría derecho a desear lo que para él es objeto de alegría y a intentar su posesión en conflicto con los demás.

Esto tiene una consecuencia inevitable. Las enseñanzas y los mandamientos de la religión están destinados a mantener la paz y la convivencia estable de una sociedad, y se reducen en cada caso concreto a la obediencia incondicional a las leyes que el poder supremo ha establecido, o lo que es lo mismo, a su observancia. El ámbito propio del estado de religión es la conducta externa del ciudadano en la medida en que está o no de acuerdo con las obligaciones que le impone su carácter de súbdito.

La religión no pertenece, pues, al mundo interior y espiritual, ni siquiera se ocupa de los hombres y de sus afectos individuales, sino de la acción externa en la sociedad políticamente organizada en forma de estado. Ahora bien, en este restringido ámbito, la obediencia del ciudadano tiene que ser absoluta y el soberano omnipotente. Según esto cada individuo no puede interpretar una ley ni menos considerarla injusta, cualquiera sea su contenido, apelando a un tribunal moral superior.

En primer lugar la idea de causa final no tiene ninguna existencia antes de la constitución del estado, y ya dentro de él, los conceptos derivados de justicia, injusticia, mérito o culpa, sólo consisten en la obediencia a sus leyes. Por consiguiente es la autoridad soberana quien determina lo que está bien o mal y lo hace en la medida en que tiene poder absoluto sobre los súbditos, después de la universal renuncia a los derechos que cada uno tenía en estado de naturaleza.

Pero además la decisión del cuerpo social, lo mismo si lo gobierna uno solo, la minoría de los nobles o la mayoría de los ciudadanos, es por definición una e indivisible. Suponer otra cosa equivale a desintegrar el estado, en la misma medida en que se multiplican los puntos de vista, las actitudes y la conducta de los individuos, forzosamente conflictivos. Por todo ello la voluntad de todos, cualquiera sea su expresión, es la misma voluntad de cada uno, que está obligado a obedecer incondicionalmente las leyes.

Por lo demás es un principio de la razón y de cualquier filosofía moral que ante una alternativa forzosa debe elegirse siempre el menor de dos males. Si la sociedad, ordenada políticamente, decreta una acción injusta no es posible oponerse a ese decreto, a no ser que se quiera romper la paz y la estabilidad. Lo que es igual, dicho de otra manera, el mal inmediato producido por la injusticia queda de sobras compensado por los bienes que surgen de la constitución del cuerpo colectivo, es decir, por la razón de estado.

Todavía se puede subrayar esto mismo, retrocediendo hasta los principios comunes a la Etica y al Tractatus. El derecho de todos los seres naturales y concretamente del hombre se extiende hasta donde llega su poder, y por consiguiente en ningún caso es preciso justificar la finalidad de las acciones ni mucho menos calificarlas de buenas o malas. Después del pacto social de renuncia, el estado tiene el poder, y por consiguiente el derecho, de ordenar la conducta externa de los individuos que lo integran y a la inversa cada hombre está moral y físicamente obligado a seguir sus leyes.

Espinosa da un paso más y determina que la voluntad de la sociedad organizada políticamente, no sólo decide sin recurso a una instancia superior lo que es justo, sino que además tiene un dominio absoluto en materia de religión. El ámbito y el contenido de la fe –según la doctrina de los maestros medievales y la práctica de los príncipes– no consiste, ni siquiera parcialmente, en la adhesión intelectual a una doctrina. Tampoco en un mundo interior de experiencias místicas ni en la actividad intencional –de suyo invisible– de una conciencia moral.

Según la vieja sentencia de Santiago, la fe se reduce al cumplimiento de una acción exterior –de una obra– y queda anulada en su raíz misma cuando está privada de este componente. Espinosa toma al pié de la letra y sin ninguna restricción esa afirmación del apóstol y extrae de ella todas sus consecuencias. En primer lugar cualquier estado, en la medida en que controla la conducta de sus súbditos es esencialmente religioso, y a la inversa toda religión es de suyo política, pues se contrae a un sistema de leyes marcadas imperativamente por un poder soberano.

El principio fundamental del que se derivan las otras obligaciones políticas y las otras prácticas de fe consiste en mantener una voluntad unánime de vida entre todos cuantos integran el cuerpo social. El mayor crimen y la más grande impiedad consisten en introducir en el estado la división y el cisma. Y esto sucede inevitablemente cuando un particular o una iglesia pretende usurpar al soberano el poder y el derecho de legislar sobre lo justo y lo injusto, y sobre las mismas cosas sagradas.

Espinosa es, una vez más, contundente. Determinar en qué sentido debe cada uno practicar la paz con sus prójimos o conciudadanos es función exclusiva de un poder único y supremo. Y como toda religión se concreta en esta práctica y se reduce a ella, depende forzosamente de la decisión inapelable de los gobernantes. Nadie –dice literalmente el Tractatus– tiene el derecho y el poder de administrar los sacramentos, elegir los ministros de la iglesia, determinar y establecer sus fundamentos y su doctrina, juzgar las costumbres y los actos de piedad, excomulgar o al contrario aceptar a alguien en la comunidad, cuidar a los pobres, si no cuenta con la autoridad y licencia de la autoridad soberana.

Los dogmas de la religión han de ser sencillos y escasos para no provocar ningún falso conflicto intelectual y del todo eficaces para establecer y asegurar un régimen de paz en cada una de las sociedades. Esta doble condición permite determinar todas las verdades de fe sin que falte ni sobre una sola de ellas. En primer lugar existe un Ser Supremo que ejerce la función de juez universal, pero nada más que uno, pues la creencia en dos o más divinidades rompe el rompe la paz y concordia y es fuente potencial de conflictos.

En segundo lugar Dios está presente en todas partes en el sentido de que ninguna acción le queda oculta. Como además tiene un dominio supremo exige una universal y absoluta obediencia bajo la amenaza de castigos o la esperanza de premios máximos. Y finalmente y sobre todo esa obediencia y homenaje consiste exclusivamente en la práctica de la justicia y de la piedad, o lo que es igual, en el respeto a los soberanos y a las leyes que aseguran la convivencia pacífica.

Espinosa aplica estos sobrios y rigurosos principios a las situaciones en que él mismo y sus antepasados han vivido primero en España y Portugal, después en los Países Bajos. El Tractatus somete a dura crítica las pretensiones de las sectas religiosas, que limitan la soberanía del estado y sustituyen sus leyes por los propios imperativos morales de cada una. Esta separación de poderes es una fuente de conflictos, que amenaza multiplicar y disgregar la sociedad.

Precisamente en el momento en que Espinosa escribe el Tractatus hay una guerra civil encubierta entre el gobierno laico e ilustrado de Jan de Vit y la creciente oposición de los calvinistas, dirigidos por Guillermo de Orange. El asesinato del Gran Pensionario a manos de fanáticos puritanos es la mejor ilustración de cómo un movimiento pseudoreligioso, bajo el pretexto de mantener expresamente su ortodoxia puede romper la paz social y los vínculos de piedad que constituyen la verdadera esencia de una fe activa.

El Tractatus establece dos principios complementarios que aseguran al mismo tiempo el imperio del soberano sobre los actos externos de piedad y la libertad interna de pensamiento en temas teológicos puramente especulativos. Por una parte es muy dañino para la religión y para el estado que los ministros sagrados, en vez de limitarse a enseñar y seguir las prácticas comunes y habituales en las que se apoya la vida pacífica de la comunidad, intenten dar leyes y gobernar la república. A la inversa, es peligrosísimo que el estado determine cuanto cada uno debe pensar y expresar, entrando en un ámbito donde no tiene ni poder, ni por consiguiente derecho.

Todavía Espinosa se hace dos preguntas casi gemelas. La primera, si un ciudadano debe obedecer a la potestad suprema cuando cree que le manda algo contrario a la religión; la segunda, ya más concreta, si los eclesiásticos tienen derecho a vengar la piedad, cuando –según ellos– los poderes soberanos son impíos. La misma contestación vale para un caso y otro. El derecho de la ciudad –dice casi literalmente el Tractatus– no puede depender de la diversidad de juicios y sentimientos de cada uno, pues esta disgregación viola de raíz la convivencia. En consecuencia sólo la única autoridad tiene derecho para establecer lo que crea conveniente en materia de política y de piedad.

En el supuesto de que los soberanos sean gentiles –es una experiencia que primero los antepasados y luego el propio Espinosa han conocido en las formas más numerosas y variadas– los hebreos tienen una doble solución. Si no pactan y la autoridad está efectivamente consolidada y por consiguiente dispone de poder y de derecho sobre ellos, entonces tienen que estar dispuestos a soportar por ley de naturaleza toda clase de persecuciones. Sólo se libran de ellas unos pocos individuos –los Libros Santos dan un rico testimonio– que reciben ayuda directa de Dios.

Si en cambio se pacta con los gentiles, el pueblo hebreo –lo mismo que cualquier otro– está obligado a guardar fidelidad sometiéndose a los soberanos. El abandono de todo el ritual y de las ceremonias litúrgicas de la comunidad queda de sobras compensado con la práctica de la piedad hacia los demás conciudadanos y con el establecimiento de una concordia universal. La historia del pueblo judío –desde la deportación a Babilonia hasta el decreto de asimilación político religiosa de los reyes de España– son una ilustración de esta incondicional obediencia externa.

La libertad

De acuerdo con los principios ya establecidos por Espinosa, el derecho del estado sobre cada uno de los individuos y grupos que lo integran alcanza hasta donde llega su poder. Y a la inversa los ciudadanos tienen tanta mayor obligación de obedecer cuanta menor sea su fuerza comparada con la del soberano. Como quiera que el ámbito de la acción externa queda –después del pacto de mutua renuncia– bajo el dominio absoluto de los gobernantes, los súbditos les deben en este campo, total sumisión.

Si Espinosa se hubiera limitado a exponer esa doctrina de la autoridad, el Tractatus sería una prolongación de las ideas de Hobbes, completadas por una crítica tan brillante como actual del Libro Santo. Pero su pensamiento no se reduce a una construcción racional unitaria de un poder absoluto, político y religioso. Porque distingue limpiamente la fe, que gobierna la conducta del ciudadano, y la filosofía, que por su carácter interior y puramente intelectual, es soberanamente libre.

En primer lugar cualquier hombre, sea cual sea el grupo social al que pertenezca, goza de pleno dominio sobre su actividad intelectual. Nadie –por mucho que lo desee– puede transferir su facultad de razonar y de opinar sobre cualquier cosa. Por consiguiente el soberano encuentra en ese pensamiento un límite invencible que de ningún modo es legítimo traspasar.

Por lo demás la sociedad constituida en estado de religión, controla la conducta externa de los súbditos, y mantiene así la paz y la convivencia dentro del estado. Pero los pensamientos pertenecen a un ámbito de vida interior, del todo inalcanzable, y por eso el gobernante más absoluto no puede alterarlos, ni dirigir su sentido, ni siquiera impedir que surjan en la razón pensante. Por lo demás el derecho se extiende tanto como el poder pero ni un punto más, y por eso nadie puede ni jurídicamente ni físicamente mandar en este mundo propio de cada uno.

Espinosa defiende –sobre todo en el Tratado Político– esta libertad de pensamiento con su desparpajo y su contundencia habitual. Sólo pertenecen al derecho de la sociedad aquellos actos que se imponen con premios y amenazas. Concretamente, nadie puede transferir su forma de pensar, porque ninguna sanción obliga a un hombre a creer que el todo no es mayor que cada una de sus partes, o que Dios no existe, o que un cuerpo que le parece finito sea infinito, ni en general a admitir algo contrario a lo que efectivamente piensa y juzga.

En resumen, el estado no tiene ni el más mínimo poder sobre el pensamiento de los hombres. Y como los derechos del individuo están en razón inversa de las obligaciones que los soberanos le pueden imponer en cada ámbito concreto, la libertad interior de juicio es tan absoluta como la obediencia externa de la conducta. Sobre este eje contradictorio y complementario de libertad y de sumisión total se mueve el pensamiento entero de Espinosa.

Queda todavía por ver si el estado –descontada la libertad interior del pensamiento– tiene poder y derecho para vetar su expresión externa. En principio Espinosa afirma que los soberanos –cuyo dominio sobre la conducta de sus súbditos mirando a asegurar la paz y el bien común es absoluto– ni deben ni en rigor pueden limitar la enseñanza y comunicación de las doctrinas que se mantienen en un plano especulativo sin ser causa, ni directa ni indirecta, de un cisma en el cuerpo social.

Esta defensa de la libertad de expresión es mucho más evidente en el Tractatus que en el póstumo e inacabado ensayo político. Las circunstancias históricas en que se escriben ambos libros son también muy distintas. El Tractatus defiende vigorosamente a Jan de Vit, que asegura la estabilidad colectiva de los Países Bajos mediante una política al propio tiempo laica en la acción y liberal en el pensamiento. Gracias a ella los ciudadanos de las Provincias Unidas llevan una conducta pacífica y desarrollan un pensamiento, protegido de la intolerancia, «en medio de un gran progreso y de la admiración de todas las naciones».

En primer lugar los hombres –según dice el último capítulo del Tratado Teológico Político– al abandonar el estado de naturaleza y traspasar al estado todos los derechos y poderes que se refieren a la práctica externa de la paz y de la justicia se reservan la facultad de juzgar y de enseñar a otros sus ideas. La pretensión de controlar la forma de pensar de los súbditos, además de inútil y dañina desde el punto de vista político, es por principio totalmente ilegítima.

Por lo demás la pretensión de que las palabras y opiniones de los ciudadanos, por fuerza distintas y hasta contrarias, estén sometidas en las infinitas situaciones de la vida cotidiana a la prescripción y al dictado de los soberanos, está condenada a un total fracaso. Esto quiere decir que el estado no tiene poder –ni por consiguiente derecho– a dirigir el mundo cambiante, huidizo y minúsculo de las palabras. Debe únicamente reprimir el parecer de un individuo o un grupo cuando se traduce a actos sediciosos, y rompe así el pacto que da origen al cuerpo político religioso.

Los libros póstumos de Espinosa –editados diez años después del Tractatus en plena hegemonía del calvinismo– no demuestran tanto entusiasmo por la libertad de expresión. En primer lugar, y no es detalle despreciable, el filósofo no los hace públicos él mismo y se mantiene fiel a la breve consigna que mejor que nada define su personalidad: Caute, es decir, disimula. Siguiendo esa línea de conducta el capítulo III del Tratado Político se refiere exclusivamente a la facultad de juzgar y de creer, dejando aparcada la enseñanza de las propias ideas. Y la Etica culmina en el ejercicio interno de la Razón, que libre de todos los condicionamientos exteriores y por consiguiente de las pasiones se proyecta desde dentro de sí misma hacia su propio objeto de felicidad, en forma de amor intelectual de Dios.

La doctrina de Espinosa –a pesar de predicar una obediencia incondicional y activa a los poderes públicos, lo mismo políticos que religiosos– es recibida por todos sus contemporáneos con una indignación no disimulada. Todas las confesiones religiosas –lo mismo los católicos, los calvinistas y los judíos–- y la inmensa mayoría de sus conciudadanos o vecinos, lo rechazan y lo maldicen en términos que sólo la fortaleza de espíritu del filósofo es capaz de soportar. Y es que sus contemporáneos admiten sin resistencia el anodino axioma II del libro segundo de la Etica: «Homo cogitat.» Lo que de ninguna forma aceptan porque les plantea una exigencia demasiado dolorosa y una cuestión del todo radical es que el hombre pueda pensar.

 

El Catoblepas
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