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El Catoblepas, número 46, diciembre 2005
  El Catoblepasnúmero 46 • diciembre 2005 • página 8
La soledad sonora

Rabbí Maimón ben Yosef,
el predicador silencioso

José Ramón San Miguel Hevia

El testigo silencioso o de la vida de Maimón ben Yosef, padre del criptojudaísmo español, y cómo quedó olvidado a causa de las aventuras orientales de su hijo Maimónides

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El prestigio alcanzado por el médico, filósofo y teólogo, Maimónides, el autor de Guía de Perplejos (1135-1204), ha sido causa de que su padre, el Rabbí Maimón, sea un perfecto desconocido en el mundo del pensamiento. Ello es tanto más grave, cuanto que ni siquiera en España hay noticias de él, a pesar de que su obra tiene su primer origen en las juderías de Al Andalus, antes de su tardía y forzosa marcha al Africa. Y todavía más si se piensa que su doctrina ha tenido una decisiva influencia en el comportamiento que durante muchos siglos seguirán los hebreos, cuando se vean sometidos a la intolerancia de los musulmanes o los cristianos.

Es cierto que sus escritos son escasos y tienen la forma de cartas circulares, dirigidas a los desconsolados judíos que viven bajo el dominio almohade y centradas en torno a la Carta de Consolación (Igeres Hanechama). Pero su autoridad como indiscutible dirigente religioso y político y el mismo carácter ocasional de sus comunicaciones le sitúan en la historia concreta de su tiempo y definen una nueva forma de ser y de pensar de las comunidades hebreas occidentales.

Es cierto también que Maimónides ha dejado una obra inmensa, pero antes de desarrollarla prácticamente en su totalidad en Egipto sigue los pasos del Rabbí cordobés en su incansable intento de asegurar un cumplimiento tranquilo de su ley a los judíos del sur de España y del norte de Africa. Al abandonar la península, a los veinticinco años, todavía no ha tomado su propio camino, y su primer tratado Sobre la Apostasía, fechado en Fez hacia el año 1160, es una repetición del tema ya tratado por su padre, aunque expuesto en forma polémica contra las opiniones de un judío ultraortodoxo.

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Las comunidades judías dispersas por el Andalus durante los primeros siglos de dominación musulmana forman un conjunto de veinte mil o treinta mil almas, y disfrutan –igual que los cristianos mozárabes– de la tolerancia de los conquistadores hacia las «gentes del libro». No sólo eso, sino que además merecen, gracias a su dinamismo cultural y económico, el respeto de los gobernantes, a quienes muchas veces proporcionan los cuadros imprescindibles para vertebrar una organización política y fiscal.

De todas formas esta situación de paz y casi de privilegio se ve interrumpida en lugares y momentos muy puntuales de la geografía y la historia del Andalus por violentas reacciones antijudías, motivadas casi siempre en su origen por el enriquecimiento y el poder político de algún primer ministro. Pero esos movimientos, a pesar de su gravedad, son algo excepcional y muy pronto se restituye la situación previa, en la que los judíos tienen el estatuto de etnia respetada con algunas ventajas añadidas.

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Córdoba sigue siendo en tiempos del Califato y todavía después con los primeros reyes de taifas el centro neurálgico del Andalus. Tiene cientos de miles de habitantes distribuidos en tres barrios, donde conviven amigablemente los musulmanes, los mozárabes y los judíos. Además desde el siglo X hasta la primera mitad del XII, las madrasas islámicas, las sinagogas y sobre todo una inmensa biblioteca aseguran su carácter de capital cultural del mundo.

Alrededor de cada una de las muchas mezquitas, hay varias escuelas coránicas, instaladas en una especie de tienda a donde se puede acceder directamente desde la calle. Allí el maestro enseña el Libro y también los elementos de gramática árabe a un número reducido de alumnos. Las clases de enseñanza superior tienen el centro en la gran Mezquita, y no sólo hablan de teología, sino de filosofía, de literatura y de todas las ciencias del quadrivium.

Por su parte la sinagoga de Córdoba posee también un gran nivel intelectual. Los doctores de la ley enseñan allí el Talmud y la Tora en primer lugar, pero también las brillantes aportaciones culturales de los judíos del Andalus: el diccionario del hebreo y arameo bíblicos de Menahem, los estudios talmúdicos de la judería de Lucena, la liturgia de los granadinos Abraham ibn Meir y Jaim ibn Asmelis, y los comentarios de Samuel Ha Levi a los libros sagrados. Estos conocimientos teológicos van acompañados de un dominio singular de las ciencias, en especial la medicina y la astronomía.

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Maimón ben Yosef es en la primera mitad del siglo XII, dayyan o juez religioso de la sinagoga de Córdoba. Es un cargo eminente, que se atribuye al hombre más sabio en la ley y más justo a la hora de cumplirla, y la comunidad ha venido concediéndolo durante varias generaciones a la misma familia por decisión unánime y repetida. El rabino es un hombre de horizontes muy amplios, no sólo talmudista, sino además astrónomo y matemático, pero le toca asistir a los momentos más difíciles de las juderías en el Andalus, y ser en esta situación límite el último representante de esa ilustre dinastía.

Cuando Maimón está cerca de los cuarenta años, contrariando las costumbres de sus antepasados, no busca una esposa de su mismo rango social sino la «hija del carnicero». Esta mujer muere enseguida, después de dejarle tres hijos, una mujer, David y el gran filósofo Moisés, que vivirá a la sombre de su padre durante sus primeros treinta años. Pero para entonces todas las sinagogas de Córdoba, de Andalucía y Marruecos han desaparecido.

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Efectivamente, en el 1146, Abd-al Mumin, después de romper en el Atlas el cerco de los almorávides y de conquistar el Africa Menor, invade la península y somete a su obediencia a los dispersos reinos de taifas, el primero de ellos el de Córdoba. Esta vez no se trata de un movimiento pasajero, sino de un imperio –el de los almohades o unitarios– que quieren resucitar la primitiva pureza de la revelación coránica. Para empezar su soberano se proclama Califa, juntando en una teocracia el poder espiritual y el político.

Muy pronto comienza la purga de todos los elementos indeseables, en primer lugar los santones morabitos, pero también las doctrinas jurídicas y teológicas, que se interponen entre el mensaje de Alá y la fe de los creyentes, llenan de confusión los espíritus y hacen imposible un credo unitario. Los soberanos almohades sólo admiten o fomentan una doble lectura directa del Corán, según el nivel intelectual de los que han recibido ese mensaje único. Su catecismo es tan breve como contundente: «Un solo Dios, una sola fe, un solo Califa».

Por supuesto que las demás religiones –incluidos los «seguidores del libro»– caen bajo la misma condenación. Abd-al Mumin obliga a los cristianos de Túnez a exiliarse o convertirse al islamismo, y cuando su ejército pasa al Andalus hace lo mismo con las comunidades judías, a pesar de su inmenso prestigio político e intelectual y de la tradicional tolerancia de que han disfrutado en la España musulmana. En esa concreta circunstancia histórica viven las juderías del sur de la península, y a la cabeza de todas ellas, la de Córdoba.

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Maimón, como dayyan de la sinagoga, está obligado a tomar una decisión que salve la vida y la fe de su comunidad. Dos generaciones antes de él, los musulmanes almorávides han incendiado todas las casas de oración, y sólo una sinagoga se ha podido reconstruir con graves sacrificios. Pero ahora los unitarios proponen a los infieles un ultimátum mucho más severo: sólo disponen de tres días para convertirse al Islam o abandonar sus ciudades sin esperanza de regreso.

Las últimas palabras que el Rabbí pronuncia antes del cierre definitivo de la sinagoga son el primer esbozo de su epístola circular a las demás comunidades hebreas amenazadas por parecidos ataques de intolerancia. Es preciso, si el pueblo judío quiere seguir existiendo para cumplir su histórica misión, abandonar la confesión pública de su ley y mantenerla sólo en su vida privada y doméstica, que los árabes, incluso los más fanáticos, respetan religiosamente

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A pesar de esta solución de compromiso, la ciudad de Córdoba se hace cada vez más inhabitable para los hebreos y en particular para el rabbí Maimón y sus dos hijos. Durante los pocos años en que vive todavía allí, prepara cuidadosamente los argumentos que después esgrimirá en su carta dirigida a las comunidades hebreas. Como sigue siendo la mayor autoridad de esa sinagoga secreta, a él le toca responder a todas las consultas de sus hermanos.

No se sabe con precisión cuál es el camino que Maimón y sus hijos siguen en su exilio, pero lo más sencillo y seguro es atender a la marcha de los almohades. Según esto, hacia 1151, se trasladarían a la costa, probablemente Almería, y allí vivirán relativamente tranquilos hasta 1157, cuando la ciudad es tomada también por el ejército de los unitarios. Dos años después, en 1159 –y esto con toda seguridad– se embarcan hacia el norte de Marruecos.

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Maimón y sus hijos van a Africa huyendo otra vez de la intolerancia de los generales almohades, con un nombre árabe y con la esperanza de pasar desconocidos y ser súbditos de Abd-Al Mumin, un gran amigo de los hombres de letras. En Fez termina su Carta de Consolación y la distribuye clandestinamente entre las comunidades hebreas, que siguen fieles a su Ley, aunque en el exterior confiesen la doctrina islámica.

En el año 1165 el rabbí ibn Shoshan, compañero de estudios de Moisés, es arrestado por practicar el judaísmo, hallado culpable y ejecutado. Maimón y sus hijos deciden abandonar definitivamente el Islam occidental y después de una penosa peregrinación terminan en el Cairo, donde conviven amigablemente dos juderías de distintos ritos. Al poco tiempo de su llegada muere allí Maimón: así pues casi toda su vida y obra se ha desarrollado en las ciudades musulmanas del norte y sur del estrecho.

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Ya quedó dicho que la Carta –el documento más importante del rabbí– tiene su primer origen en Córdoba, a raíz de la experiencia de la persecución de los unitarios, se va gestando en la peregrinación de Maimón y sus hijos por las tierras de Andalucía, y finalmente se redacta y copia en Fez para consolar a las comunidades judías, cada vez más desorientadas y llenas de desolación después de su conversión forzosa al Islam.

La circunstancia histórica que motiva la carta es muy clara: como los musulmanes almohades obligan a los judíos a elegir entre el martirio, la apostasía o el exilio fuera de su país dejando sus posesiones, sus casas y su estado social, la comunidad hebrea parece destinada a desaparecer en cualquiera de estos tres casos ante sus potenciales enemigos. En esta difícil coyuntura, según el rabino Maimón, caben dos falsas salidas y una sola decisión verdadera, que él mismo y su sinagoga han seguido, y que ahora presenta a todos los judíos del Andalus y de Marruecos para su consuelo y ánimo.

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La primera salida, ciertamente herética, es la rendición incondicional. En la tierra sólo hay sitio para los islamistas y los cristianos, y ante esta doble tenaza los seguidores de la ley de Moisés deben capitular y convertirse de todo corazón a quienes tienen el poder de cuerpos y almas. El Dios supremo, que está por encima de todas los hombres, tiene el poder de cambiar a sus ministros y ante su decisión suprema los demás pueblos están llamados a obedecer. Ahora bien, –escribe el rabbí– mientras los judíos mantengan su ley y sus tradiciones, seguirán siendo una raza distinta con un valor propio, aunque estén dispersos por toda la tierra.

La segunda salida, la más difícil y heroica, es la intransigencia ante la imposición de una ley y una religión extraña. Es preferible el testimonio de los mártires a una aceptación, aunque sea fingida, de una doctrina y una conducta extrañas a su Alianza y sus mandamientos. Es verdad que esta actitud, llevada a sus últimas consecuencias conduce al sacrificio individual y al holocausto de toda la raza, pero Dios exige testigos capaces de morir por él.

Las dos alternativas, aunque polarmente opuestas, llevan a la misma conclusión: la desaparición física o espiritual de los judíos. Pero eso es una doble herejía, que contradice la primera y solemne promesa hecha por Dios a Abraham, asegurando que sería padre de una pueblo del cual recibiría la tierra entera la bendición. Hace falta una tercera vía, si es posible encontrarla, distinta de la rendición y del holocausto.

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La Carta del rabbí es un llamado a la resistencia ante la guerra que los unitarios les han declarado. Hay que buscar un modo de ser que asegure a Israel, no sólo su existencia, sino además su diferencia frente a los demás pueblos y en primer lugar frente a sus dominadores. La empresa es casi imposible, pues las pequeñas comunidades judías son una gota de agua en medio de los numerosos, organizados y fanáticos musulmanes.

Pero no es la primera vez que los hebreos viven dentro de una nación extraña y más poderosa, pues casi toda la historia del pueblo es una interminable cautividad, que empieza en Egipto, sigue después en Babilonia y se consuma en la destrucción de Jerusalén y de su templo por los romanos. El mérito del rabbí Maimón consiste en hacer evidente y proponer a los hebreos de la dispersión la estrategia que les ha permitido seguir viviendo en medio de todos los pueblos extraños.

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Si el pueblo de Israel quiere subsistir debe imitar la conducta de los seres vivos cuando se ven atacados por otros más poderosos que ellos. Para defenderse de esta amenaza se confunden con el medio ambiente y de esta forma se hacen invisibles ante sus enemigos, y en consecuencia también invencibles. El disimulo es el arma de los más débiles, lo que les permite resistir y en último término triunfar silenciosamente en todas las guerras.

Si las comunidades hebreas adoptan esta táctica guerrera de la ocultación, ya no basta con renunciar a la pública oración en la sinagoga. Además de esto es necesario fingir externamente la conversión al Islam –cosa tanto más fácil cuanto que bastan unas pocas palabras para dejar satisfechos a los mismos almohades–, a cambio de lo cual los hebreos quedan con todas sus casas, sus riquezas, sus ilustres profesiones, su ciudad, y –lo que es más importante– la fe que guardan secretamente en la Alianza de Dios. Después de todo una conversión forzada por el miedo no tiene ningún valor ni puede ser considerada como apostasía.

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Esta astucia no es nueva. Reproduce la conducta de los hombres más grandes de Israel. José, sin dejar de acordarse de su padre, su lengua y sus hermanos, se convierte en el primer ministro de Egipto, y acepta las tradiciones y el homenaje externo de su nuevo pueblo. Daniel llega a ser en Babilonia el sabio intérprete de los sueños del rey, y sus compañeros ocupan los primeros puestos de la corte. Esther entra en el serrallo del rey persa Asuero, se convierte en su mujer favorita y de esta forma salva a los judíos de la persecución. En la nueva situación es preciso seguir los modelos señalados por las Escrituras.

La influencia histórica de esta actitud del rabbí Maimón y de su carta a las comunidades va a ser, a la corta y a la larga, considerable. Es verdad que en su tiempo muchas familias hebreas emigran a países más seguros, pero el resto consigue mantener su identidad bajo la capa de un fingido islamismo. Y cuando dos siglos después y en una situación muy parecida, los Reyes Católicos obligan a los judíos a convertirse al cristianismo, son muchos y sobre todo tienen un relieve social muy marcado, los falsos conversos, que trasmiten a sus hijos secretamente su fe y su código de conducta.

Esto produce en el seno de un pueblo, cuya única riqueza son al parecer sus creencias, una reacción que va a durar varios siglos, y que se concreta en instituciones tan peculiares como son los tribunales de sangre, en busca de un antepasado a veces lejano, sospechoso de seguir la ley de Moisés. El criptojudaísmo por una parte, y por otra la infamia social que acompaña a los descendientes de un bisabuelo hebreo son dos movimientos complementarios que llenan la vida, la literatura y el modo de pensar de los españoles. Como además esta sospecha de mestizaje es muy difícil de evitar, resulta que los hombres más eminentes en la política o las letras merecen a la vista de un observador descuidado y poco amigo de matices, el nombre de judíos. Todo esto es la herencia que ha dejado tras de sí el Rabino Maimón.

 

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