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El Catoblepas, número 52, junio 2006
  El Catoblepasnúmero 52 • junio 2006 • página 2
Rasguños

El debate democrático sobre el «proceso»
(de pacificación del País Vasco)

Gustavo Bueno

Un análisis sobre los dos tipos de argumentación que se enfrentan en la España de junio de 2006 en torno al «proceso» por antonomasia, el «proceso de pacificación» del País Vasco

Tipo vasco (anunciando tregua el 22 de marzo de 2006) que imprime gran confianza en sus aterrorizados cómplices

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Con la expresión «el proceso» sobrentendemos en estas semanas todo cuanto tiene que ver con las negociaciones o conversaciones de los partidos democráticos (tanto de la oposición, como del Gobierno y sus aliados) con la banda terrorista ETA, a fin de lograr la «pacificación definitiva» del País Vasco, una vez que la banda anunció un «alto el fuego» indefinido y que este alto el fuego fue «verificado» por el Gobierno.

La cuestión preliminar que consideramos interesante y pertinente está suscitada por la expresión «el proceso» –como abreviatura de «proceso de pacificación del País Vasco mediante una serie de negociaciones con ETA, autorizadas por el Parlamento, y dirigidas por el Gobierno democrático»–. ¿Se trata de una mera abreviatura, que se acoge al principio de «economía del lenguaje», o tiene además una función evasiva (incluso eufemística) para eliminar lo que ETA entiende por «el proceso», a saber, la autodeterminación del País Vasco?

La cuestión se plantea porque mientras el proceso es expresión que, en principio, puede utilizarse para designar todos los pasos que tanto España como ETA pueden dar (por ejemplo los pasos que ETA tenga en su programa, o en su «hoja de ruta», o los pasos que España pueda dar a través de los partidos políticos, ONGs, policía, tertulianos, &c.), la expresión, considerada como parte de un todo organizado desde el punto de vista de los intereses de España («proceso de pacificación del País Vasco mediante una serie de negociaciones con ETA...»), restringe drásticamente los contenidos que integran el proceso real al asumirlos desde la canalización a través de la cual el Gobierno socialista (y sus aliados) pretende conducir a este «proceso», y por tanto interpretarlo desde la perspectiva política o filosófica desde la cual el gobierno socialista y aliados contemplan ese proceso y establecen sus términos y su alcance.

Pero ocurre que el partido de la oposición (el PP y sus aliados) rechaza por completo la canalización que el gobierno socialista y aliados quieren dar al «proceso», así como la perspectiva política y filosófica asociada a tal canalización.

¿No cabe sospechar, por tanto, que la «abreviatura» («el proceso»), además de su función «económica», tienen también una función «evasiva» en cuanto, por su ambigüedad, confunde los puntos de vista de ETA y de España, y confunde también la canalización y perspectiva del Gobierno y la canalización y perspectiva de la oposición, y todo esto lo hace sin excluir ninguna de las alternativas, dejando libertad a quien la utilice para entenderla según la canalización y filosofía que mejor le parezca?

Es cierto que la ambigüedad de la abreviatura es ya un principio de confusión, porque ella comienza por producir la impresión de que quienes debaten sobre la cuestión, se refieren a lo mismo. Pero no es así. Se refieren a cosas no sólo distintas, sino incompatibles, por lo que en rigor la expresión «el proceso» resulta ser confusionaria en cuanto comprende a «cosas muy distintas e incompatibles». Cuando nos referimos a la perspectiva de los intereses de España y a los de ETA la incompatibilidad es evidente: ETA pide la autodeterminación del País Vasco, con la anexión de Navarra y las provincias francesas; los intereses de la soberanía española se oponen frontalmente a los intereses secesionistas de ETA y de su brazo político, Batasuna. Pero, aún consideradas las cosas desde la «parte de España», teóricamente, la incompatibilidad entre el Gobierno y sus aliados y la oposición no es menor: el Gobierno quiere negociar con ETA sin esperar a que abandone las armas, atendiendo tan sólo al armisticio; negociación por tanto que tendrá que ser de igual a igual. El Partido Popular considera a la banda de ETA como terrorista, ante la cual no cabe una negociación de potencia a potencia, sino una rendición incondicional previa.

Se comprende que los métodos lógicos de quienes debaten, mediante el diálogo, sobre esta cuestión, aparentemente la misma, sean también totalmente diferentes. Y si bien caben diversos criterios para establecer estas diferencias (dado el carácter polémico o contencioso de las mismas), aquí vamos a considerar un criterio lógico, el de la tradición aristotélica, que toma principio en el libro del Organon, conocido como «Refutaciones de los sofistas».

En este libro se distinguen las refutaciones (argumentos) de naturaleza dialéctica y las refutaciones (argumentos) de naturaleza sofística (paralogismos, argumentos retóricos –es decir, argumentos dirigidos a persuadir a los jueces, en este caso, al electorado–, epidícticos...). Nuestro propósito es probar, como una cuestión de hecho, que los métodos lógicos de refutación que utilizan contra sus adversarios quienes debaten sobre «el proceso», desde el punto de vista de España, son distintos según el criterio aducido: cuando la canalización y la filosofía del gobierno y de sus aliados (algunos explícitamente secesionistas, como ERC y PNV) se dirigen contra la oposición, entonces los métodos de debate utilizados son de tipo sofístico o retórico; mientras que los métodos lógicos de refutación que utiliza el Partido Popular contra el PSOE y sus aliados proceden según el método dialéctico.

La dificultad estriba en que el electorado, muy poco dado a distinciones más o menos sutiles, confunde de plano ambos métodos, y por decirlo de un modo coloquial, le da lo mismo ocho que ochenta: basta que una argumentación dialéctica procedente de un portavoz del PP sea respondida de un modo elocuente (pero puramente retórico) para que se den por buenos los argumentos retóricos frente a los dialécticos, y las encuestas proclamen la victoria parlamentaria del partido del gobierno frente al partido de la oposición.

Sobreentendemos, desde luego, en primer lugar, que el método dialéctico es un método de refutación limpio, en sentido lógico. El sentido que el término «limpio» toma asociado a los juegos competitivos –ajedrez, fútbol–, el sentido de «juego limpio». Juego limpio o diálogo limpio, en el terreno refutatorio, es el que se atiene a la estructura esencial y escala específica de la argumentación opuesta, «engranando» con ella, y determinando la contradicción entre sus componentes y su estructura. Advertimos que un debate limpio no significa, por sí mismo, que los argumentos que se utilizan sean los adecuados, correctos o eficaces (un jugador de ajedrez puede «jugar limpio» –es decir, no introducir piezas de contrabando– y, sin embargo, no de modo eficaz para derrotar al adversario). Un diálogo limpio es el que conecta y engrana en el terreno del adversario, tratando de descubrir sus dificultades internas, y dando lugar a que éste responda también limpiamente.

Sobreentendemos también, en segundo lugar, que el método sofístico, que es el método que obligadamente tiene que utilizar el gobierno y sus aliados para canalizar «el proceso» por una vía indiscutiblemente anticonstitucional (aún en el supuesto de que esta vía fuera políticamente más prudente), es un método sucio, porque en lugar de mantenerse en el terreno específico de «el proceso», en cualquiera de sus canalizaciones, no tiene más remedio que evadirse de él, derivando hacia composiciones genéricas no esenciales o pertinentes, sino accidentales no pertinentes u oblicuas, pero suficientes para dar lugar a una victoria retórica en un debate capaz de persuadir a los jueces (es decir, a la mayoría parlamentaria, a la mayoría de los analistas de los medios de comunicación, e incluso a la mayoría de los electores).

La limpieza o la suciedad de las respectivas argumentaciones puede medirse también por el siguiente criterio práctico: los argumentos dialécticos son, dado su carácter específico, finitos, y permiten cerrar el campo del debate; los argumentos retóricos son indefinidos, y permiten ampliar continuamente, incluyendo fenómenos sucesivos, el campo del debate. Es evidente, por lo demás, que desde un punto de vista estrictamente sociológico y lingüístico, el «diálogo» (como procedimiento que, para utilizar la metáfora de Varrón, mantiene entretejidos, mediante las palabras, a quienes dialogan) tanto se realiza en los debates dialécticos como en los retóricos. En los debates democráticos no violentos, en los cuales las conclusiones se toman por mayoría, los argumentos retóricos pueden ser más resolutivos (desde el punto de vista del consenso de la mayoría) que los dialécticos, pero no por ello son más limpios y racionales.

Un diálogo retórico puede abrir un curso ininterrumpido de debates democráticos, pero no por ello resolutivos, no ya por las mayorías, sino por los problemas subjetivos suscitados. Los ciudadanos seguirán dialogando, hablando, acumulando sucesivamente unos discursos a otros. Estos diálogos pueden conducir al consenso, pero no garantizan los acuerdos.

Tampoco un «diálogo en dominó» (en el que cada interlocutor comienza con la última palabra pronunciada por su antagonista, pero asociándola a materias distintas o de otra escala de aquellas en las que estaba integrada) garantizará que quienes conversan se entiendan, acaso sencillamente a través del diálogo verbal, acaso mediante comunicación no verbal, y de aquí la apariencia del entendimiento por el diálogo.

Lo más grave es el caso en el cual el debate es mantenido por unos en el terreno dialéctico, específico, y por otros en el terreno retórico, genérico. Porque es muy probable que el público (el «pueblo») que contempla el debate, antes de «tomar partido», confunda como hemos dicho las victorias dialécticas con las victorias retóricas, cuando comienza por creer que, «en realidad», todos dialogan, todos hablan, y que en el fondo todo es cuestión de palabras. Y, por tanto, que hay que tomar el partido de quien mejor ha sabido convencer al auditorio (Parlamento, tertulias, electores).

Un ejemplo para ilustrar la diferencia entre estos dos métodos de argumentación o debate en un asunto distinto del proceso del que directamente nos ocupamos: el debate, ya tradicional en España, sobre el Plan Hidrológico relativo a los trasvases del Ebro y del Tajo al Segura. La cuestión se planteó y sigue planteada a partir de un problema real, material y concreto: que la Región de Murcia y sus alrededores necesita urgentemente agua de regadío para poder mantener su nivel de producción, imprescindible no sólo para la economía de la región autónoma, sino también para el mantenimiento del nivel del resto de la economía española. El debate de los planes hidrológicos en las argumentaciones y en las contra argumentaciones dialécticas, el debate limpio, habrá de mantenerse dentro de los límites específicos de la cuestión, y a escala de la misma. ¿Pueden los trasvases resolver el problema de base, al menos en el año y en los inmediatos sucesivos, o no? ¿Caben alternativas viables (técnicamente, económicamente) a corto plazo o no? Obviamente, el marco de los debates dialécticos estará delimitado por el problema de la sequía y por el supuesto de la necesidad de solución perentoria.

Pero los debates toman un curso retórico y sofístico (aunque aparentemente sea técnico) en cuanto, dejando los límites del marco básico o específico de referencia, comienzan a evadirse a lugares genéricos, oblicuos al marco básico, suscitando, por ejemplo, cuestiones jurídicas o constitucionales sobre si las Comunidades Autonómicas tienen o no la última palabra sobre el control de los ríos que atraviesan sus territorios, o si es al Estado a quien corresponde este control; sobre si las Comunidades Autónomas húmedas, sin perjuicio de su supuesto control sobre las aguas, deben también ser solidarias con las regiones secas, y sobre quién obligará a las autonomías a mantener esa solidaridad, si el Gobierno, el Tribunal Supremo o la conferencia de Presidentes de Comunidades Autónomas, o cada autonomía espontáneamente (como si la solidaridad de una autonomía no debiera surgir espontáneamente, y no más bien por la presión de terceros, con lo cual más que de la solidaridad como virtud debiera hablarse de la solidaridad como obligación, en un sentido político, y sin las connotaciones éticas o morales consabidas que oscurecen el asunto).

Es evidente que los interminables argumentos entrecruzados en el terreno genérico, «sucio», dan lugar de hecho a un aplazamiento de las soluciones específicas y a un agravamiento del problema. Mientras los políticos, los juristas, los arbitristas, los tertulianos, los periodistas, &c., debaten sobre los fundamentos constitucionales y jurídicos del Plan Hidrológico Nacional, la sequía aumenta, y cuando es necesario dar inmediata salida temporal a perentorios problemas del regadío, se acudirá a medios excepcionales ejecutivos, fuera de todo Plan Hidrológico.

Sin embargo, los argumentos retóricos, en el terreno genérico y oblicuo, pueden ser mucho más persuasivos para una mayoría de ciudadanos (sobre todo si habitan las regiones húmedas) que los argumentos dialécticos específicos a través de los cuales se enfrentan las diversas posiciones técnicas, de los hidrólogos, de los ingenieros, de los economistas, de los políticos.

2

La materia real sobre la que giran los debates en torno al «proceso» es conocida de todos y tiene un nombre definido: ETA. ETA, que se autopresenta como expresión política del pueblo vasco, y que es la organización responsable, como ella misma lo reconoce, de cientos de asesinatos mediante tiros en la nuca o coches bomba, de secuestros, de extorsiones regulares («impuesto revolucionario»), desórdenes públicos gravísimos (incendios de autobuses, destrucción de mobiliario urbano, &c.); y todos estos actos, continuados a lo largo de los últimos cuarenta años (tanto en la época de Franco, como en la transición, pero sobre todo después de la Constitución de 1978, en plena democracia).

Es evidente que estos «sucesos», fenomenológicamente descritos, tal como podría hacerlo un niño o representarlos una cámara oculta de televisión tienen que ser interpretados: como meros sucesos o «hechos puntuales» nada significan, o no significan mucho más que las explosiones y luces de pirotecnia que se producen en el Cielo durante los festejos de una aldea, tales como son percibidas por un lactante o por una cámara.

Ahora bien, hay por lo menos tres perspectivas, planos o sistemas de interpretación de estas sucesiones de «fuegos», dañinos y espantosos; tres planos o sistemas enfrentados unos a otros, y entretejidos en el enfrentamiento, que es imprescindible distinguir en el momento de entender el significado de las posiciones ante «el proceso».

(1) La perspectiva secesionista de los propios agentes, la perspectiva emic de ETA. ETA se considera una organización político militar que, actuando en nombre del pueblo vasco, establece sus planes y programas para liberarlo de la prisión a la que España lo ha sometido durante siglos. Tras la liberación, ETA se propone constituir una República soberana (en principio, de naturaleza marxista leninista). Según esto, todos los actos de violencia sangrienta (asesinatos, bombas, &c.) o incruenta (extorsiones, secuestros, calumnias, &c.) serán interpretados por sus efectos como episodios de una guerra de liberación declarada al Estado español. Sabemos que la perspectiva emic de ETA fue reconocida ampliamente, «comprendida», incluso apoyada, por otros Estados democráticos europeos (Bélgica, por ejemplo), americanos (Cuba, por ejemplo), africanos o islámicos. A todos estos Estados, decimos por nuestra cuenta, España tendría que considerarlos como enemigos suyos.

(2) La perspectiva política etic de quienes reciben los ataques de ETA, pero quieren ser definidos en función de los planes y programas emic de ETA: estos «quienes» son precisamente españoles. Son españoles, porque los ataques de ETA son actos criminales de terrorismo contra España (contra jueces españoles, ciudadanos españoles, concejales españoles, policías españoles, militantes de partidos políticos españoles, casi siempre con sus nombres y apellidos españoles); crímenes que han de juzgarse, ante todo, desde el Estado constitucional español.

(3) La perspectiva humanística (también etic), pero más bien de índole moral o ética que política: es la perspectiva de quienes interpretan los ataques de ETA en cuanto dirigidos, no ya contra los españoles, sino contra los hombres. Las víctimas de ETA resultan ser ahora víctimas de la violación de derechos humanos; tanto da sean españoles como bosquimanos. Los ataques terroristas de ETA, desde esta tercera perspectiva, se considerarán como un caso más de crímenes contra la Humanidad, hasta el punto de que resultará irrelevante hacerlos consistir en ataques contra España. Porque no son los españoles, sino las personas humanas, las que son atacadas por la banda terrorista ETA. Por consiguiente, la lucha contra ETA habrá de ser planeada «desde la Humanidad»; y si para lograr el alto el fuego hay que hacer concesiones políticas importantes –incluso el reconocimiento del País Vasco como un Estado independiente, junto con Navarra y tres provincias francesas– no habría en principio inconveniente en hacerlas. Lo importante es lograr el fin de la violencia, la pacificación del País Vasco como un eslabón más de esa armonía humanista de las personas que viven en «Euskalherría» con el resto de las personas de otros pueblos.

Hacemos notar que la perspectiva humanista, de hecho, no necesita, para ser asumida, de organizaciones internacionales no específicamente españolas –tipo ONU o Amnistía Internacional–, sino que también se asumen desde diversos organismos españoles, pongamos por caso, desde algunas asociaciones de víctimas del terrorismo, y, por supuesto, desde el gobierno socialista blando de RZ (no tanto desde el socialismo más tradicional de Felipe González, quién no dudó en utilizar al GAL como dispositivo, aunque fracasó por la incompetencia de la realización de su programa).

Por tanto, aunque en estos casos son inseparables las perspectivas (2) y (3), sin embargo son disociables; y las consecuencias de esta disociabilidad tienen largo alcance, en cuanto concierne a la preparación de los planes y programas de lucha contra ETA.

En cualquier caso, las perspectivas (1) (2) y (3) no son compatibles entre sí. Son mutuamente incompatibles, dos a dos: (1) es incompatible con (2), (1) es incompatible con (3), pero también (2) es incompatible con (3).

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La perspectiva secesionista de ETA, desde el punto de vista español (y tomando «español» en un sentido que no se circunscriba a la Constitución española de 1978, porque esta Constitución está incluida en España, pero no recíprocamente), es totalmente inaceptable sobre todo cuando se la considera desde la perspectiva, no ya de sus agentes, sino desde la perspectiva de los españoles que padecen el terrorismo. Pero los motivos de la incompatibilidad con la perspectiva (1) son muy diferentes cuando se asume la perspectiva (2), la perspectiva política, y cuando se asume la perspectiva (3), la perspectiva ética.

Desde la perspectiva política (2), que es la perspectiva del Estado español, organizado actualmente según la Constitución de 1978, la perspectiva de ETA es inadmisible, absolutamente inadmisible. Debe ser rechazada sin condiciones de ningún género. No se puede reconocer a la banda de ETA la representación de un «ejército de liberación de un pueblo vasco sometido secularmente a España». Sencillamente esto es falso, es una pura patraña ideológica (con todos los detalles que Sabino Arana comenzó a tejer: Juan Zuría, Batalla de Arrigorriaga, raza euskérica superior, &c.). Este asunto no es opinable desde el punto de vista de la verdad histórica, y aquí no cabe ninguna concesión al relativismo («desde el punto de vista vasco la Batalla de Arrigorriaga es verdadera; desde el punto español sus historiadores dirán que es falsa»). No es una cuestión opinable, y, por supuesto, no cabe diálogo sobre este punto, como tampoco cabe un diálogo serio entre los astrónomos y los miembros del club británico que defiende la tesis de que la Luna es un queso de bola: no cabe decir que para los aristocráticos miembros de ese club la proposición «la Luna es un queso de bola» es verdadera, aunque para los astrónomos plebeyos esto sea un disparate, o simplemente un juego de salón.

Los vascones, caristios, &c., se integraron, como los demás pueblos peninsulares, en el proceso histórico de evolución de las tribus hacia la constitución de una sociedad política llamada España; la integración, a lo largo de los siglos, fue total; el pueblo vasco, en cuanto tal, participó activamente en el desarrollo de la sociedad política española. Por consiguiente es un simple delirio, del género del delirio de identificar la Luna con un queso de bola, el concebir a las relaciones del País Vasco y España como relaciones de un pueblo colonialmente ocupado, sometido y esclavizado por el Imperio, tomando el modelo de los movimientos de liberación nacional africanos en los años de la Guerra fría, o el modelo de la relación de Irlanda con el Imperio inglés, o el modelo de la relación de Montenegro con el Imperio austrohúngaro. El País Vasco, y esto no es opinable (aquí no cabe diálogo, sino silencio, sea el de los oídos sordos, sea el de las pistolas), jamás fue una colonia oprimida por España, sino una parte de España y de su Imperio.

Desde España no cabe hacer ninguna concesión, en absoluto, ni tomarse en serio, a efectos de una negociación con la banda terrorista ETA, la perspectiva desde la cual ETA se presenta a sí misma y al pueblo vasco. Por consiguiente, y esto es lo más importante, no cabe hablar de «guerra» entre ETA y España. ETA no es el ejército de un pueblo que lucha por su liberación nacional. Es un grupo terrorista, contra el cual se envía a la policía, y no al ejército español. No cabe ninguna «negociación» entre el Estado español y ETA, si no se despeja totalmente toda sombra relativa a este punto; y sin embargo estas sombras son proyectadas por la simple práctica de unas negociaciones orientadas a la pacificación del pueblo vasco. Porque si no hay guerra tampoco puede hablarse de «proceso de pacificación», ni cabe aceptar negociaciones para un «tratado de paz», sino, a lo sumo, conversaciones sobre las condiciones de entrega de las armas. Tan solo caben conversaciones colaterales relativas a los presos etarras y a los etarras en activo, a las condiciones de la entrega de las armas, dentro siempre del marco del Código Penal vigente.

La mayor parte de los etarras son españoles, y el que estos individuos invoquen sus sentimientos antiespañoles no tiene más alcance que la invocación que los miembros del Club de referencia hacen como prueba de su tesis según la cual la Luna como un queso de bola.

Pero desde la perspectiva humanista, la perspectiva (3), aunque esta sea asumida por partidos políticos con representación parlamentaria, incluido el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, ya no se interpretará del mismo modo a ETA. Por de pronto comenzará reconociéndose implícitamente a ETA como un movimiento representativo del pueblo vasco; acaso condenable por sus métodos violentos, pero no porque, en principio, se excluya, en absoluto, la posibilidad de defender sus presupuestos históricos y, desde luego, la posibilidad de defender (no ya individualmente, sino incluso como partido político) la autodeterminación del «pueblo vasco». Desde la perspectiva humanístico democrática, en la que todo es opinable, las fronteras entre las naciones se consideran artificiales (como afirmó RZ en León, en el homenaje al poeta Colinas).

Es decir, las fronteras pueden rectificarse. Pueden rectificarse, dentro de la Constitución de 1978, los Estatutos de Autonomía, de forma que las comunidades autónomas se transformen en «realidades nacionales».

Y desde el humanismo democrático armonista, que se presenta como radicalmente pacifista, no hay propiamente fronteras en sentido político: las llamadas «guerras» serán siempre «guerras contra la humanidad», y no guerras de unos Estados frente a otros. En consecuencia, si hay una guerra, aunque sea contra la Humanidad, será necesario hablar de un «proceso de pacificación» de la guerra que ETA sostiene contra España, como una guerra de ETA contra la humanidad. Que cese el fuego, y entonces negociaremos las condiciones de la paz, «desde el punto de vista de la Humanidad». Naturalmente, nadie puede ofrecer credenciales como representante de esa metafísica Humanidad que se invoca una y otra vez.

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Con lo que precede estamos en condiciones para llevar a cabo un análisis de los debates que vienen sucediéndose en el Parlamento y fuera de él, en torno al «proceso» por antonomasia.

El debate dio comienzo a raíz del cambio de perspectiva que, en la cuestión del terrorismo de ETA, introdujo RZ, respecto del modo como venía tratándose el problema desde la perspectiva de la Constitución de 1978, tanto por los gobiernos socialistas como por los gobiernos populares, sin perjuicio de las diferentes versiones.

Ni los gobiernos de González negociaron en Argel sobre cuestiones de soberanía ni autodeterminación, ni los gobiernos de Aznar negociaron en Ginebra en este sentido. Los contactos y conversaciones de Argel, o los de Ginebra (o otros similares), no fueron propiamente negociaciones políticas (relativas al Estado), sino transacciones referidas al armisticio, al alto el fuego y al trato a quienes rindieran las armas. (Sin embargo, uno de los argumentos recurrentes en los debates sobre el «proceso» consiste en echar en cara al Partido Popular que también él negoció con ETA, fundándose en las conversaciones de Ginebra; se trata de una tergiversación grosera, utilizada de modo engañoso y aceptada por quien no quiere entrar en el fondo de la cuestión, o por quien no tiene tiempo ni medios para hacerlo.)

RZ, con un «discurso humanista» puro (el discurso más próximo imaginable al del humanismo Alicia), llega al Gobierno de España tras la oportuna masacre del 11-M, encumbrado por la ola pacifista que había desatado la guerra del Irak. Su pacifismo le permitirá presentar al Gobierno de Aznar como cómplice del pacto de las Azores, como un títere del imperialismo anglosajón, que merecidamente (por desproporcionados que fueran los métodos) habría recibido la respuesta musulmana. Retirada inmediata de las tropas españolas del Irak, para obtener su pacificación; para obtener la pacificación del País Vasco, principio inmediato de negociaciones con la banda terrorista o con su brazo político, Batasuna.

Todo esto junto con la reforma extemporánea de los Estatutos de Autonomía, presentada como una mera reforma constitucional, aún cuando es indiscutiblemente una reforma del Estado y de la Constitución.

Y esta política de reformas de los Estatutos es la que impulsará la escalada hacia el soberanismo de muchos nacionalistas: Ibarreche presentará su Estatuto, al que se le dio tanta beligerancia que llegó a ser admitido para ser discutido en las Cortes, cuando en realidad estaba «fuera de concurso»; y aunque se rechazó por anticonstitucional, la beligerancia que se le había dado, al discutirlo en sede parlamentaria, constituyó ya una victoria para el PNV, que declaró, por lo demás, no abandonar un solo punto de su proyecto. Muy pronto vino el Pacto del Tinel, y también se le dio beligerancia al partido, explícitamente secesionista, de Pérez Rovira, ERC. Del cual pacto se obtuvo una coalición que permitió el gobierno del partido socialista catalán de Maragall, desplazando a los nacionalistas moderados, CIU, y al PP. Este gobierno tripartito redactó un Estatuto que, en principio, definía a Cataluña como un nuevo Estado soberano; rectificado en las Cortes en las cosas de mayor bulto, fue aprobado en el Parlamento, listo para el Referéndum final. Más aún, el Estatuto de Andalucía, al redefinir Andalucía como «realidad nacional», corrobora la pertinencia del Estatuto de Cataluña, y aún puede legítimamente pensarse que fue redactado para lograr esta corroboración en beneficio del Partido Socialista blando de RZ.

Todo este programa político se hace desde la perspectiva del humanismo, desde la tesis de la artificiosidad de las fronteras, de la artificiosidad de las fronteras de España. Mientras las partes de España se mantengan unidas, si así lo desean, para ciertos asuntos, los contratantes, el principio constitucional de la unidad de España se supondrá ya respetado. Lo importante es la autonomía de las partes y no la del todo.

La política de coaliciones entre partidos para obtener la mayoría parlamentaria («todos contra el PP») irá generando una nueva ideología de la soberanía popular. La soberanía del pueblo se supondrá íntegramente representada por la soberanía de una asamblea nacional, regida por la ley de la mayoría (aunque esta mayoría sea el resultado de coaliciones entre representantes de partidos que, en el electorado representado, se oponen entre sí). Por lo tanto, lo que las Cortes aprueban, será expresión de la misma soberanía popular, sin necesidad de consenso entre los partidos políticos, y aunque uno de esos partidos de oposición represente casi la mitad del cuerpo electoral español. Pero los proyectos de esta mitad se desestimarán como proyectos marginales de un partido aislado y solitario (aunque tenga diez millones de votantes).

El PSOE (incluyendo ahora a un González reaparecido de vez en cuando en el trasfondo de los debates) emplea con frecuencia la expresión: «En democracia», &c.; es decir, definen qué es lo que hay que hacer «en democracia», como si ellos fuesen sus tutores y sus únicos exegetas. Y esto es debido a que «en democracia» es una expresión que ellos sobreentienden como «en democracia parlamentaria cuando la mayoría está con el gobierno y sus coaligados». Según esto, lo que hay que hacer «en democracia» es obedecer «lealmente» al gobierno al que apoya la mayoría parlamentaria, aunque éste actúe contre la Constitución. Los cuatro millones de firmas recogidas rápidamente por el PP para pedir un referéndum popular fueron consideradas como puramente marginales por la burocracia constitucionalista.

Con esto entramos en el asunto central que nos ocupa: el «proceso», entendido como «proceso de pacificación del País Vasco».

El gobierno de RZ obtiene del Congreso (de la «soberanía nacional» parlamentaria, formada por la yuxtaposición de coaliciones de pequeños partidos con la minoría mayoritaria) permiso para negociar con ETA, en cuanto ofrezca un «alto el fuego» verificable, pero sin necesidad de deponer previamente las armas: todo ha de encaminarse hacia el proceso de paz.

ETA lleva a la negociación los principios de autodeterminación, incorporación de Navarra, amnistía de los «presos políticos» o etarras en activo. Es decir, el Gobierno socialista trata a ETA, y a su representante político Batasuna, como si fuese una potencia con la que se discuten las cuestiones de la paz. Las víctimas del terrorismo (casi todas, salvo las «humanistas») no aceptan que los verdugos asesinos impongan sus condiciones. Aunque, hay que decirlo todo, las víctimas del terrorismo quieren desmarcarse, muchas veces, de sus compromisos políticos, sintiéndose simplemente víctimas desde una perspectiva humanística que se acoge a sus derechos humanos, al margen de sus obligaciones como españoles.

El gobierno de RZ se dispone a abrir negociaciones con ETA, es decir, comienza dando beligerancia a los planes y programas de los terroristas. Anuncia el inminente comienzo de las negociaciones, sin excluir el proyecto de una mesa de negociaciones con Batasuna. RZ invita sin embargo al PP a que se incorpore a esta mesa de partidos. Sabe que sus electores son muy numerosos, y teme que, sin su cooperación, la pacificación no se logrará dentro de las condiciones propuestas. Pero a la vez oscila y toma la resolución de asumir en solitario el curso de las negociaciones: si ellas resultan bien, obtendrá en exclusiva el título de pacificador, y se asegurará la victoria en las próximas elecciones legislativas.

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Se comprenderá así el enconamiento de los debates parlamentarios de junio de 2006 en torno «al proceso».

Pero lo que en esta ocasión queremos destacar es esto. Que los debates, aunque desplieguen un diálogo intensamente político entre los partidos (en realidad, entre las coaliciones gubernamentales y el PP), no son propiamente diálogos dialécticos, mantenidos en el mismo plano de la confrontación. Son diálogos mantenidos en planos distintos: uno, el plano dialógico y dialéctico que argumenta en el terreno constitucional específico de referencia; el otro es el diálogo retórico que argumenta en un terreno indefinidamente genérico, bañado por la luz del humanismo, y que busca no ya refutar al antagonista dialéctico, sino producir la impresión en el electorado de que «sabe responder» y responde, hasta tal punto, de obtener la victoria dialógica (a juicio de analistas políticos o encuestas) ante gran parte del electorado («las encuestas dan a RZ como ganador del debate parlamentario, a Rajoy sólo lo considera tal un 33% de los encuestados»).

Son los representantes del PP quienes han mantenido el debate en un plano estrictamente dialéctico y con argumentos contundentes: es inadmisible hacer arrancar un plan de pacificación a partir de la propuesta de unos encapuchados que anunciaron el alto el fuego por televisión; es anticonstitucional negociar las «condiciones de paz» de una banda de terroristas que ponen en tela de juicio la propia Constitución española y la unidad de España; es anticonstitucional negociar con una banda que mantiene dispuestas las armas debajo de la mesa de negociaciones.

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El gobierno pacifista armonista no puede mantener el debate en el terreno específicamente dialéctico, sencillamente porque si entrara en este terreno sería derrotado dialécticamente (como sería derrotado en un certamen académico el estudiante que con argumentos sofísticos pretendiera demostrar que 2 y 2 son 5). Su única salida es deslizarse hacia un plano oblicuo y genérico, el plano propio de la retórica y de la sofística. Es aquí en donde RZ y sus portavoces se comportan como consumados sicofantes. Es la única manera que tienen de compensar el simplismo aliciano de sus propuestas humanistas, con refutaciones retóricas propias de un tahúr que se defiende ante quienes le han cogido in fraganti.

Puede constatarse que todas las respuestas del PSOE están cortadas por el mismo patrón: dar por supuesto que los argumentos del PP contra la negociación con los terroristas son evidentemente absurdos, y por tanto que hay que descalificarlos sin entrar en su estructura argumental. Se procede por tanto a «encapsularlos», dando por supuesto, desde luego, que la pacificación es el objetivo prioritario, y que, por tanto, todo lo que se oponga a este objetivo, equivaldrá a poner dificultades a la paz, y descubrirá un deseo de los oponentes a la continuación de la guerra, del terrorismo. Es decir, sobre las argumentos del PP encapsulados, se proyectarán, desde un plano oblicuo (principalmente de naturaleza psicológica), juicios de intenciones atribuidas al PP; y de este modo se pasará del plano en el que se discuten los argumentos objetivos, al plano psicológico de quienes están enfrentados en el debate por razones distintas de las que se contienen en la «cápsula».

De este modo los sicofantes podrán pasar al contra ataque ofreciendo la mano al PP para que renuncie a su rebeldía, a sus deseos irracionales de sostener la guerra.

Múltiples ejemplos pueden someterse a análisis desde este punto de vista.

Debate del 5 de junio de 2006 entre Blanco (portavoz del PSOE) y Rajoy, jefe de la oposición.

Mariano Rajoy ofrece una argumentación impecable: el Pacto antiterrorista (PSOE y PP) acordó aplazar la negociación con ETA (negociación sobre gestión de los problemas personales, no políticos, pendientes tras la disolución de la banda) hasta que ETA depusiese las armas; si no se hacía así, el PP denunciaría el pacto, y no daría su consenso. Los argumentos de Rajoy son, por tanto, indiscutibles objetivamente. Son argumentos dialécticos, porque se atienen a los contenidos del Pacto, y a la contradicción flagrante entre estos y los proyectos de negociación presentados por RZ.

Respuesta de Blanco: «Las declaraciones de Rajoy son un pretexto para romper el Pacto: tenía ya premeditada su decisión antes del debate. Rajoy actúa por interés partidista, y no el interés de la paz.»

Blanco (llamado «Pepiño») actúa como un sicofante metido a psicólogo. En lugar de replicar dialécticamente a los argumentos de Rajoy, en el terreno específico en el que se plantea la cuestión, en lugar de desmontar, como aparentes, las contradicciones señaladas por Rajoy, se desliza al plano de las intenciones psicológicas de Rajoy: «Rajoy no quiere la pacificación, Rajoy busca con sus argumentos romper el acuerdo por motivos partidistas, para evitar que el proceso de pacificación, si llega a tener éxito, redunde en beneficio del PSOE.»

¿Y si resulta que una gran mayoría de la gente (parlamentarios, tertulianos, analistas, electores en general) se deja convencer, más por la retórica de Pepiño que por la dialéctica de Rajoy? Habrá que reconocer que la democracia realmente existente está podrida en su propia médula.

Segundo ejemplo: debate en el Senado entre García Escudero, que representa al PP, y RZ. García Escudero argumenta dialécticamente: «¿Tan difícil les es a ustedes –les dice a los socialistas– pedir a ETA que deponga las armas y que pida perdón a las víctimas antes de empezar las negociaciones?» RZ no responde esa pregunta, sino que se desliza hacia un plano oblicuo en el que formula otra pregunta que nada tiene que ver con la de su antagonista: «¿Por qué no pidieron ustedes [el PP en la época de Aznar] a ETA el desarme y el perdón a las víctimas?»

Una genuina respuesta de sicofante y de tahúr: no sólo porque no responde a la pregunta específica (explicando las razones por las cuales no pide ahora el desarme, &c.) sino porque alude a una supuesta negociación (Ginebra) en la que también supuestamente no se pidió el desarme y el perdón, pero dando por hecho que las «negociaciones de Ginebra» eran negociaciones políticas, y no conversaciones exploratorias en torno a las disposiciones para un armisticio. Pero esta «cambiada» de plano es suficiente para desviar la atención de un público numeroso, como desvía la atención de su público el trilero que retira un dado del cubilete que está puesto sobre la mesa.

Tercer ejemplo: el PP formula el día 10 de junio de 2006 su posición formal de no colaboración con el PSOE en las negociaciones con la banda asesina que, además de no entregar las armas, no cede en un punto a sus pretensiones soberanistas y anexionistas. Es ahora la vicepresidenta Teresa de la Vega la encargada de contra argumentar. Y lo hace también al modo de un tahúr: «La actitud del PP es incomprensible; nosotros, los socialistas, cuando estábamos en la oposición, colaboramos siempre con el PP en el gobierno en su política contra el terrorismo. Pero ahora que los populares han pasado a la oposición ya no quieren colaborar con nosotros, &c.»

El contra argumento de la señora de la Vega es sencillamente despreciable, porque se basa en la equiparación, ante un público que no está informado o que no quiere informarse, de dos situaciones totalmente heterogéneas: el PSOE colabora con el gobierno del PP en la lucha contra el terrorismo por métodos policiales y jurídicos; pero ahora el PP si no colabora con el PSOE no es por una actitud desleal (un argumento propio del psicologismo más barato) sino porque la negociación del PSOE ya no se mantiene en el terreno constitucional de la lucha policíaca y jurídica, sino en el terreno de la negociación con la banda secesionista y anexionista. La brocha gorda de Teresa de la Vega pone entre paréntesis («encapsula») los argumentos del PP y se limita a calificar psicológicamente de actitud «desleal», de cambio de actitud, lo que es otra cosa totalmente distinta.

Cuarto ejemplo: el diputado socialista de la autonomía madrileña, Simancas, contra argumenta a la negativa del PP de «negociar la paz con los terroristas secesionistas», diciendo explícitamente que esta negativa se debe a que el PP no quiere la pacificación, sino que quiere mantener la guerra para debilitar a Zapatero y evitar que se convierta en el pacificador. Otra vez los argumentos populares quedan encapsulados en el envoltorio «posiciones contra el proyecto del gobierno», y sin entrar en la materia objetiva misma de los argumentos, se formulan juicios psicológicos de intenciones.

Quinto ejemplo: el llamado «Pepiño» insiste en el mismo método de refutación, no necesita entrar en los argumentos contra la negociación que llevaron a una multitudinaria manifestación en Madrid, convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo, con el apoyo del PP, el día 10 de junio de 2006. Simplemente procede encapsulando los argumentos de los manifestantes, a fin de tratarlos oblicuamente desde un plano psicológico: la manifestación es simple efecto de un «desahogo» de un PP acogotado y tambaleante. Y Pepiño añade, consolidando su diagnóstico de psicólogo y añadiéndole unas gotas de ética y moral: «Pero espero que tras su desahogo el PP recupere la sensatez y estreche la mano que el Gobierno le tiende.» Pepiño está calculando, sin duda, que el electorado creerá que si el PP cede será porque el PSOE le tendió la mano generosa; pero si no cede, entonces el electorado verá al PP como un mal bicho, que desprecia incluso una mano tendida hacia la paz.

En el transcurso del «proceso» algunos adoptarán claramente la perspectiva de la retórica, llegando incluso a entender la dialéctica como una clase más de retórica. Así, Alcaraz, del PC, ve los debates en torno al «proceso» como un simple duelo entre partidos, en el cual cada uno utiliza los recursos que tiene a mano para acorralar al otro. «Y si el PP puede decir que Zapatero buscó la pacificación en solitario –al anunciar las conversaciones con ETA, en un mitin del partido, sin avisar previamente al PP– también podrá decir el PSOE que el PP busca frustrar la posible victoria del PSOE.» De este modo todos pueden decir algo; los debates sobre el proceso se dejan, en pleno relativismo acerca de las verdades objetivas, en manos del juicio de la mayoría, de una mayoría que, buscando la paz, al margen de la política, atiende a la retórica antes que a la dialéctica o, lo que es peor, interpreta la dialéctica como una forma más de retórica.

7

Una y otra vez el gobierno español, que controla la mayoría de los medios de comunicación de masas, que cuenta con sus aliados analistas (una gran parte de tertulianos y periodistas participa del pacifismo armonista), repetirá que Rajoy boicotea el proceso de pacificación, que «en democracia» (es decir, en el Parlamento controlado por él) todos lo excluyen, que le invita, «una vez desahogado», a reintegrarse al pacto como a un hijo pródigo.

Es decir, Rajoy puede sentirse, con razón, preso de la trampa de la democracia parlamentaria, de un Parlamento de coaliciones que pretende, con fraude de ley, sustituir al «pueblo».

Sólo le quedaría a Rajoy una salida dialéctica, aunque no verbal: romper definitivamente con el supuesto Pacto Antiterrorista, romper con el proyecto de pacificación del Gobierno, y negar el consenso.

Y con esto dará ocasión a que los retóricos y sicofantes vuelvan a considerar al PP como saboteador de la pacificación, como antidemócrata, incluso como fascista.

No hay una tercera vía, si se quiere mantener la forma dialógica de la democracia realmente existente. Es esta democracia parlamentaria la que nos obliga a elegir entre dialéctica y sofística. Por ello, dentro del marco democrático convencional, la ruptura de Rajoy, sin perjuicio de su legitimidad «en democracia», es la única solución posible que el PP tiene si quiere liberarse de la trampa tendida por los sicofantes.

8

Los promotores del proyecto de pacificación del País Vasco mediante la «negociación» con la banda terrorista, una vez que han «verificado» el cese provisional del fuego, pero sin ceder a sus pretensiones secesionistas (de España) y anexionistas (de Navarra y las provincias francesas), creen poder alcanzar una paz verdadera. Y sólo pueden creer esto porque presuponen, desde la perspectiva de un Mundo sin fronteras, conseguido o a punto de conseguirse mediante la Alianza de las Civilizaciones, que lo importante es que no haya más muertos ni extorsiones, y que todo lo demás (el soberanismo de ETA, incluso la transformación del País Vasco en un Estado confederado, a lo sumo, con otros Estados «españoles») es accidental. Con esto, la pacificación perseguida viene a ser la paz de la victoria... de ETA.

Porque el proyecto de pacificación ha abandonado la perspectiva política, que se basa en la realidad de los Estados, y en nombre de una nebulosa y metafísica Alianza de la Humanidad y Mundo sin fronteras, que literalmente no existe, cree poder planear programas éticos. Por eso la paz que se contempla en el País Vasco es una paz vista desde esa nebulosa Alianza de las Civilizaciones o Mundo sin fronteras, como si ellas fueran situaciones reales dadas en el presente; lo que equivale a decir que esos proyectos de Alianza de Civilizaciones y Mundo sin fronteras comienzan a despojarse de su máscara metafísica, y cobran su verdadera realidad, como actos de traición a España, como entidad realmente existente, y a su indivisibilidad. Una traición que además constituye un atentado con la Constitución de 1978.

Se comprende así, con toda claridad, el funcionalismo, en manos del Gobierno de RZ, de la ambigüedad del término «proceso de pacificación». Porque ahora «el proceso» está a la vez incorporando, como en una «síntesis superior», el proyecto de pacificación de ETA (es decir, la Paz de la Victoria secesionista de ETA), y el proyecto de pacificación del gobierno socialista. Y llega al colmo esta ambigüedad cuando los socialistas, por ejemplo, por boca del llamado «Pachi López», enfrentándose a las propuestas de los populares, relativas a la interrupción de las negociaciones con Batasuna, afirma que ellos, los socialistas vascos, no buscan ningún precio político en sus negociaciones, sino que sólo buscan satisfacer «los deseos de paz de la ciudadanía», como si estos deseos y las negociaciones entre el PSE y Batasuna no constituyesen ya, por sí mismas, el pago al contado del precio político impuesto por ETA.

Ahora bien, los promotores del proyecto de pacificación, principalmente el PSOE de RZ, pueden disponer como único medio de neutralizar los argumentos refutatorios de la oposición popular, del procedimiento que ya hemos descrito de «encapsulamiento psicológico»: los argumentos de la oposición del PP, que les llevan a romper la colaboración con el gobierno, serán interpretados automáticamente como meros intentos de frenar la paz, con la única intención partidista de erosionar al gobierno socialista y evitar que obtenga una resonante victoria con la pacificación. Pero una vez fabricadas sus cápsulas, los promotores socialistas se apoyarán en ellas como plataforma oblicua que les permitirá acusar a los populares de ser gentes sin juicio, obsesionados por recuperar el poder político que perdieron en las elecciones, que les llevará a desear que el terrorismo siga viviendo, para tener pretexto para una oposición absurda.

De este modo, en lugar de responder a los argumentos dialécticos, iniciarán un proceso de «persuasión psicológica de masas», con ayuda de los medios más influyentes de comunicación. Un modo de persuasión similar al de quien busca obtener, por ejemplo, que un demente furioso se tranquilice: le tenderán la mano ofreciéndole volver al redil, a la prudencia; el PSOE y coaligados tratarán «en democracia» al PP como se trata a un menor víctima de un arrebato que ellos, con su superior sabiduría, sabrán comprender.

Y de este modo vemos como la lógica dialéctica se convierte el psicología transaccional y acaso ésta obtiene la victoria de la opinión pública sobre aquella.

La mala fe de esta conversión, de este deslizamiento de la dialéctica a la psicología retórica es evidente para quien contempla desde fuera «el proceso».

Pero si la mala fe de los sicofantes tiene sus efectos deseados sobre «el pueblo», habría que resignarse a reconocer la conocida sentencia: cada pueblo tiene el Gobierno que se merece.

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