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El Catoblepas, número 52, junio 2006
  El Catoblepasnúmero 52 • junio 2006 • página 4
Los días terrenales

La disputa política en el México de 2006
¿Qué está en juego?

Mauricio Sáez de Nanclares Lemus

No hay nada que vaya a ocurrir necesariamente y el campo de posibilidades es relativamente amplio: una extraña fascinación caracteriza a los días presentes

Detrás de la esperable confusión desatada en el proceso electoral acerca del significado político de cada opción partidista, se esconde una compleja trama en la que se dan cita personajes, procesos locales y redes transnacionales. Para entenderlo, se han elaborado algunos esquemas simplificadores. De este modo, el proceso político-electoral mexicano se ha organizado en función de ciertas dicotomías, la mayor parte de las cuales constituyen fruto de las construcciones ideológicas que se han forjado en las últimas décadas y en la accidentada lucha electoral.

Para efectos prácticos, en el plano político-partidista, la lucha se ha centrado en dos candidaturas. Por un lado, Andrés Manuel López Obrador (en adelante, AMLO), anterior jefe de gobierno de la Ciudad de México, postulado por una alianza comandada por el Partido de la Revolución Democrática, el mismo que surgió a principios de los años noventa por una ruptura dentro del oficialismo histórico, es decir, el PRI, y por lo que entonces ya se había constituido como la izquierda partidista. Esa ruptura se produjo a raíz del ascenso de un personaje que aparecerá en el presente texto varias veces: Carlos Salinas de Gortari.

Por otro lado, Felipe Calderón se presenta como el representante del Partido Acción Nacional, formación política que durante décadas operó como oposición leal (la que participa en las contiendas electorales a sabiendas de que no ganaría), que incrementó sus triunfos políticos precisamente a partir del periodo iniciado por Salinas de Gortari y que actualmente ocupa la presidencia con Vicente Fox.

Las dicotomías políticas que se han formado en torno a estos dos candidatos resultan de lo más heterogéneo. En ciertos casos se ha construido la dicotomía entre un proyecto racional, responsable y volcado a la globalización (el PAN) y un proyecto irresponsable, nacionalista y peligroso (el PRD), caracterización que proviene, por supuesto, del PAN. En otros casos, se ha presentado una caracterización opuesta y simétrica: Calderón representa el partido de la oligarquía mexicana, como una propuesta atravesada de intereses privados plutocráticos incrustados en las filas del partido y en el personal de gobierno, mientras que López Obrador representa la opción de las mayorías abandonadas por las políticas neoliberales iniciadas con el salinismo y continuadas por Fox. Esta caracterización se acerca más a la elaborada, evidentemente, por el grupo de AMLO.

También se ha construido la dicotomía como la correspondiente a izquierda-derecha. En esta visión, que ha pasado a ser una especie de sentido común en forma práctica del actual proceso, AMLO es la opción de izquierda y Calderón la derecha. Parecida a esta fórmula resulta ser la que coloca la opción de AMLO como una especie de reedición del ideal republicano encabezado por Benito Juárez en el siglo XIX, fórmula que coloca a los adversarios como una reedición de los adversarios del propio Juárez, es decir, un grupo de conservadores que llegados al límite optaron por un gobernante extranjero (Maximiliano), a su vez apoyado por el estado francés.

También se presenta la dicotomía ricos-pobres como si se tratara de lo que ordena el proceso político actual, versión defendida por los panistas, que de este modo llaman a una satanización de la lucha de clases y el enfrentamiento entre nacionales, en una forma completamente esperable de lo que hacen todas las derechas o grupos defensores del statu quo.

Estas dicotomías se dirigen claramente a producir una perceptible distinción entre los dos proyectos y ha dado pie a una campaña alimentada de escándalos, contrastes desinformadores y no pocas calumnias. Es un hecho que las dicotomías han penetrado en las percepciones dominantes y hay quien ha llegado a creer que son verdaderas. A fin de cuentas, de eso se trata en las campañas. Se ha producido un fuerte clivaje sociopolítico, que ha llevado a varios «observadores políticos» a advertir sobre el riesgo de una desestabilización después de las elecciones.

La forma que parece ser más elaborada de presentar el mencionado clivaje se centra en el llamado modelo económico. Sostendré que esa visión es incorrecta y que resulta más promisorio concebir que en la actual disputa se encuentran en juego las estructuras políticas de las cuales depende la transferencia de los costos derivados de los arreglos políticos que dieron forma al llamado modelo neoliberal. Admito que es una fórmula un tanto engorrosa, pero trataré de clarificarla en adelante.

Procederé del siguiente modo. En primer lugar presentaré un marco interpretativo dirigido a comprender lo que necesita ser descifrado. Esto último no es que los gobiernos de las últimas dos décadas hayan optado por el llamado neoliberalismo o consenso de Washington, sino el grado sorprendente de ortodoxia que en ciertos renglones han mostrado los gobernantes mexicanos.

Después de ello, intentaré una descripción de la estructuración política requerida para la adopción del credo neoliberal y para su asombrosa ortodoxia. Esta estructuración es tremendamente compleja y aquí se intentará una descripción un tanto estilizada y seguramente incompleta.

Para terminar la exposición, el presente texto propone una «lectura» del proceso político actual y las perspectivas que se abren frente a la lucha política en curso.

1. Un proyecto hegemónico bajo la forma de modelo económico

La actual estructuración del poder en México tiene una historia que se remonta unas dos décadas atrás. Para reconstruir dicha historia, aunque sea brevemente, se requiere centrar la atención en el individuo que ha funcionado como núcleo de las redes creadas con el poder político: Carlos Salinas de Gortari.

La presencia de Salinas en los espacios de poder, durante los años ochenta, coinciden con la adopción del llamado modelo neoliberal. En 1988, cuando este personaje llega a la presidencia, no queda más duda. Incluso se propuso reformular el ideario del PRI con el lema del liberalismo social. Independientemente de que haya serias dudas acerca de si alguna vez existió un ideario de dicho partido, el hecho es que Salinas lo formuló y convirtió en bandera política. Durante su mandato y en el siguiente (Ernesto Zedillo) se produjo un cambio de importancia en el país. Con frecuencia se plantea la idea de que el neoliberalismo salinista obedece a una especie de ideología febril: una creencia apasionada en que tal era la fórmula que necesitaba el país. Esto último es muy discutible. Bastante más plausible es la idea de que Salinas y su grupo abrazaron el llamado neoliberalismo como parte de una estrategia política para construir una coalición duradera que les permitiera reorganizar el país según esa visión. Mientras una buena parte de los opositores del salinismo se han dedicado a discutir con la ideología neoliberal, con las teorías en que se apoya y con las políticas en que desemboca, lo más probable es que si la corriente ideológica de moda hubiese sido otra la habría adoptado con igual o parecida pasión.

Salinas tuvo la visión de entender que se avecinaba con fuerza en el mundo lo que podría llamarse el paradigma neoliberal. El haberse convertido en un entusiasta impulsor no sólo en su país sino en el resto de América latina lo convirtió en una especie de agente de la ampliación continental del llamado consenso de Washington. Éste es el caso de la adopción pragmática de un credo ideológico con miras a establecer una estructura de poder en su país y a integrarse en los círculos selectos del poder mundial (la elite tecnocrática multilateral y la estadounidense). Esto es una construcción estratégica de primer orden, independientemente del juicio valorativo que se le atribuya.

Una vez llegados a este punto, lo que resulta digno de mención es la ortodoxia neoliberal del salinismo. Han sido los campeones de las políticas de privatización y del libre comercio, dos de los puntales del credo neoliberal. Se trata de un extraño caso de ortodoxia a ultranza. En muchos otros lugares del mundo los grupos políticos han construido opciones que encuentran alguna posición media entre la ortodoxia y alguna forma de heterodoxia. Pero en el caso mexicano en estos dos rubros se ha sido «más papista que el Papa». ¿Por qué?

En primer lugar, los resultados de las políticas adoptadas durante este tiempo han sido por lo menos ambiguos. En el lado del saldo positivo, se han conseguido estabilizar las llamadas variables macroeconómicas, las que ofrecen grados de certidumbre a los inversionistas y observadores del exterior. ¿A qué costo? Aquí empiezan las malas noticias. Incremento de la pobreza, insuficiencia en el empleo, abandono del sector agrícola, destrucción de cadenas productivas imputable a la apertura del comercio exterior, entre otras. Como se puede ver, al describir dicho saldo desde el punto de vista de las consecuencias económicas (porque en el lado político se consiguió liberalizar el régimen de partido de estado), lo que resalta es que tales resultados presentan varios flancos bastante débiles. Estos resultados son lo que vuelven políticamente atractiva la desaprobación del llamado modelo económico.

Es evidente que no hay que buscar la explicación de dicha ortodoxia en sus consecuencias económicas. El punto central de este asunto es que la ortodoxia del neoliberalismo salinista ha sido el instrumento privilegiado para construir una red de intereses que sirve de apoyo político al grupo gobernante, incluida la elite panista y el foxismo. La privatización ha resultado una estrategia que ha dado unos cuantos resultados positivos para los consumidores, a la vez que notorios y abundantes resultados que mucho se parecen a verdaderos atracos masivos. Pero ha producido en paralelo un grupo de privilegiados que ha apoyado al grupo político salinista contra viento y marea. Salinas se propuso crear una nueva elite empresarial, volcada a los mercados globales, y ha dejado en el abandono a un segmento muy amplio de los agente económicos, los que no iban a ser competitivos ni globales ni nada parecido. A este grupo se han agregado los allegados al foxismo, también favorecidos

La apertura comercial y financiera ha sido, en paralelo, la pieza que le ha permitido al grupo político dominante obtener apoyos políticos en el exterior. La liberalización de los activos estatales, en particular lo relativo al petróleo, han permitido ampliar esas redes. Felipe Calderón, por ejemplo, ha colocado como una de sus propuestas principales liberalizar la inversión nacional y extranjera en el ámbito petrolero. Por lo que se ve, se trata de una estrategia para fortalecer las redes de apoyo al grupo político.

Salinas no sólo estructuró una red de apoyos entre los empresarios montado en la ideología del globalismo y el consenso de Washington: también se ha presentado en el ámbito latinoamericano como adalid de los tiempos modernos. Por eso su insistencia, y también la de Fox, de clonar el modelo de libre comercio de América del norte al resto del continente. Esta estrategia es, hoy, un fracaso, ante formas alternativas de integración que eliminan el pretendido liderazgo mexicano en América latina. Pero queda el hecho de que las redes político-empresariales, fosilizadas en los centros neurálgicos del estado, tienen el camino libre para conservar el poder tanto como se pueda. El único límite es que no aparezca una corriente política que convierta en capital político y propuesta de gobierno una respuesta diferente a los lastres de pobreza y exclusión que ha dejado el ciclón neoliberal.

Y en la elección del 2 de julio de 2006 se trata precisamente de esto último.

2. La estructuración del poder en México

Un esquema interesante para adentrarse en la estructuración del poder consiste en dar una serie de pasos, no extremadamente complicados. En primer lugar, es posible optar por concebir al estado como una organización. Es decir, como el producto en continuo movimiento entre la inestabilidad derivada de sus relaciones con el entorno y los arreglos producidos internamente para mantenerse, precisamente, organizado. Es verdad que el estado es una organización sui generis; pero al fin y al cabo organización. La capacidad de mantenerse organizada depende de que puedan mantenerse en un espacio controlable determinadas zonas de incertidumbre de la vida estatal. El poder se distribuye en una organización según se integren los grupos que controlan las zonas de incertidumbre. Pues bien, en esta línea, la estructuración del poder en el estado mexicano depende de cómo se han organizado las zonas de incertidumbre claves para la conservación de lo que hace que el estado sea precisamente un estado. Voy a enumerar algunas de estas zonas y delinear de este modo la estructuración del poder en México.

La inversión

Es incierto que un estado siga siéndolo si no hay inversión por parte de agentes económicos. Cada organización resuelve este problema de diferente manera. En su forma actual en México, se asegura la reducción de esta incertidumbre con un esquema de privilegios para un grupo de grandes y poderosos empresarios, un esquema fiscal ineficiente y en algún sentido complaciente en la recaudación. Es cierto que recientemente se han facilitado los trámites para poner en marcha un negocio y se ha asegurado desde hace años la estabilidad de las variables macroeconómicas. Pero la cuestión central sigue siendo que el gobierno ha dedicado ingentes esfuerzos para reducir el riesgo que entraña toda inversión. Mientras más grande sea la inversión, mayores los esfuerzos para que el inversionista reduzca el riesgo de fracasar o para beneficiarlo por arriesgar su capital en la extraña aventura de abrir un negocio en un país un tanto exótico. Hay un común denominador para asegurar inversión: canonjías. Con la ventaja de que a la larga las canonjías se traducen en apoyo político. Una de las características de la ortodoxia neoliberal mexicana es que ha invitado al control de esta zona a poderosos grupos de inversionistas extranjeros. En esta zona de incertidumbre se inscribe el hecho de que la economía mexicana está «amarrada» al comportamiento de la estadounidense, particularmente en lo que se refiere a las tasas de interés.

Esta zona de incertidumbre se logra controlar al costo de mantener en la marginalidad económica a un segmento muy amplio de la población, que se inserta en la llamada economía informal o bien que decide migrar a los Estados Unidos.

La pluralidad política

La adopción del consenso de Washington incluía el molesto asunto de liberar la política. Es incierto que el estado se mantenga en las actuales condiciones si no consigue reivindicar una condición de pluralidad política efectiva. Al parecer, en los planes originales se consideraba reducir la pluralidad a dos partidos (el PRI y el PAN), pero el esquema fracasó y ahora se ha fortalecido un esquema tripartidista: se ha agregado el PRD. La pluralidad se mantiene con una baja calidad en la representación política y se compensa con un oneroso gasto público destinado a los partidos, con lo que se garantiza la mencionada pluralidad. Pluralidad política y un régimen electoral pactado por los partidos permite ofrecer una faz democrática que no se podía presentar años atrás.

Un subproducto de ello es lo que podría denominarse la pluralidad político-mediática, el hecho de que cada uno de los partidos tiene la posibilidad de saturar los medios con sus mensajes, lo cual ha significado para las empresas televisoras un jugoso negocio. En torno a esta zona de incertidumbre se han formado campos específicos en los que se libran batallas en ocasiones bastante crudas. Uno de ellos es el de las encuestas, como expresión pretendidamente científica de colocar en la opinión pública los grados de éxito de todos aquellos que se mueven en la mencionada pluralidad.

Un campo semejante es el de los líderes de opinión, que traducen al mundo mediático el complejo de intereses que resultan de la pluralidad política, en ocasiones con una precariedad tal que mueve a tristeza. Pero supongo que es un atributo no sorprendente del frívolo mundo de la fama mediática.

Esta zona de incertidumbre puede controlarse siempre que se mantenga relativamente liberalizada. El riesgo que entraña la operación de esta zona es un exceso de pluralismo; se entiende que ese pluralismo se vuelve excesivo cuando sobrepasa un umbral establecido por la propia coalición dominante. Eso explica que esta zona se encuentre tomada por un conjunto de oligopolios: el oligopolio partidocrático, el oligopolio de los productores de saber demoscópico (en el lenguaje popular mexicano, encuestólogos) y el oligopolio de los líderes de opinión, entre otros.

Las calificaciones internacionales

Una novedad en las zonas de incertidumbre de los estados contemporáneos radica en el estar sujetos a la observación y evaluación externas. Se califica el nivel de riesgo para los inversionistas, se califica el grado de cumplimiento en materia de derechos humanos, se califica y compara en cuanto a la efectividad de los sistemas educativos, entre otros muchos ámbitos.

Las malas calificaciones son señal de mal desempeño y este mal desempeño –si no se corrige– es señal de más calificaciones malas, y así consecutivamente. La zona de incertidumbre entonces tiene que controlarse por expertos capaces de modificar las variables sujetas a escrutinio. El estado mexicano –sin que sea una cuestión que sólo le competa a él– organiza esa zona de incertidumbre con un mecanismo de reclutamiento de expertos, preferentemente egresados de una universidad privada «de prestigio» y con algún posgrado –también «serio»– del extranjero. Si es de Estados Unidos, mejor. Al reclutamiento añade un atractivo esquema de incentivos para el personal así reclutado, lo que se traduce en salarios «competitivos» y el paulatino aislamiento de las viejas generaciones, que no entienden nada de la nueva gestión pública y mucho menos de las políticas públicas. (Por cierto, una seña de identidad entre estos grupos consiste en introducir sutiles rupturas con el español que se habla en sus países, para construir neologismos que los distingan de los que hablan español a secas. Así, en lugar de utilizar el más común «a final de cuentas», es posible escuchar «al final del día». Pequeños síntomas de una minoría privilegiada con pretensiones aristocráticas.)

La incertidumbre generada por las calificaciones externas se traduce en un oneroso gasto público destinado a los salarios de la alta burocracia. Tenemos, pues, en el sector público mexicano, una versión renovada y «globalizada» de lo que el sabio mexicano del siglo XIX, José María Luis Mora, denominó la empleomanía.

Administración de la infelicidad

Los pobres son un problema porque no compran (no forman demanda efectiva), se organizan en las fronteras de la ilegalidad, alimentan la inseguridad de las ciudades y –lo que es a todas luces peor– están orillados a vivir en una especie de infelicidad estructuralmente determinada. En un modelo un tanto abstracto, la combinación de carencia de oportunidades efectivas e información oportuna y pertinente produciría ausencia total de esperanza. Los pobres son un problema porque en el fondo son clases peligrosas, como se daba en llamar a quienes se encontraban hace doscientos o cien años al margen de toda posibilidad objetiva de mejora. Detrás de las masas pobres se encuentra el peligro, lo desconocido, los bajos instintos, el resentimiento, la envidia y la violencia. No nos detengamos a someter a crítica esta visión construida con instrumentos intelectuales igualmente pobres. En un país con una población tremendamente desigual, la pobreza es el sombrío fondo del miedo en que tienen que vivir los que no son pobres. La pobreza es, para una organización estatal, una zona de incertidumbre. El control de esta zona se relaciona con la oscuramente llamada política social. La política social es la respuesta, elaborada desde la instancia del poder constituido, a la pregunta ¿qué hacemos con los pobres? Una vez decidido que hay una respuesta, se forma una presión sobre el gasto, un renglón presupuestal. A partir de ahí se forma un nuevo campo en el que interactúan expertos en política social, expertos en establecer relaciones con los organismos multilaterales que dan su apoyo a la política social, una red que se extiende a los partidos políticos, dispuestos a convertir en votos a los numerosos pobres, de donde surgen complicados arreglos para evadir la legislación electoral, lo cual supone también jugosos negocios. Con todo, tomando en cuenta que en este campo hay que vérselas con el lado más discreto de la acción política, en donde se administran las consecuencias que acarrea a la población la estructuración del poder, puede resultar útil concebir la operación estatal en este terreno como la mano izquierda del estado, con lo cual nos valemos de la aguda expresión del llorado Pierre Bourdieu.

Sin embargo, resulta claro que la sola política social no puede hacerse cargo de esta zona de incertidumbre, sobre todo si la población pobre es muy amplia. Un gobierno federal fiscalmente exhausto, amarrado por compromisos derivados de las zonas de incertidumbre e inscrito en la derecha neoliberal, sólo tiene espacio para generar una política social que en definitiva no puede acabar con la pobreza.

Esta zona de incertidumbre adquiere un carácter crítico en el momento en que se agotan las esperanzas, las aspiraciones, reales o imaginarias, de una vida mejor. Probablemente parezca muy crudo, pero ¿quién puede realizar una mejor gestión de la esperanza que el oligopolio productor de la llamada cultura popular? Las televisoras, las radiodifusoras, los productores de música, deporte y lo erótico popular. En este caso hay que entender por popular lo que es mediáticamente popularizado, diferente de las expresiones locales marginadas de la popularización mediática. De hecho, no existe una maquinaria de manipulación más desarrollada que la formada en torno a lo mediático.

No hay que ser muy agudo para entender que esta administración de la infelicidad requiere de un apropiado manejo de las aspiraciones masivas, de una combinación apropiada de información y desinformación y un manejo siempre renovado de la esperanza. La peligrosidad de las clases peligrosas adquiere forma cuando desaparece la esperanza.

Debo enfrentar aquí la potencial objeción de que estoy proponiendo una especie de interpretación conspirativa del poder. Hay dos respuestas. En primer lugar, a los que se apresuran a calificar de conspiracionistas a todos los que postulan que hay una relación de funcionalidad entre diferentes estructuras de poder se les suele olvidar que las conspiraciones existen y que no hay nada particularmente asombroso en ello. La principal debilidad del conspiracionismo consiste es postular que el conjunto de la dominación de unos sobre otros se explica por una conspiración de los pocos sobre los muchos, que es lo más frecuente. En este caso, un enfoque conspiracionista tendría que postular, por decir algo, que las televisoras se han puesto de acuerdo con el grupo gobernante para manipular a los pobres. Pero no es ése el caso de lo postulado en el presente pasaje de este escrito. Aquí se postula que hay una relación de funcionalidad, una «afinidad electiva», entre el desempeño mediático y la estructuración del poder. Sin contar, además, con que hay abundantes pruebas de que los productores de la «cultura popular» tienen perfectamente claro que pueden hacerse profusos negocios con la administración de esperanza.

Segundo, el manejo de las esperanzas es completamente consustancial a la llamada economía del consumo, o centrada en el consumo. Los modelos aspiracionales son dispositivos de manipulación probadamente eficaces. Si los productores de artefactos mediático-manipulatorios están al tanto de su capacidad de manipulación, pueden venderla al mejor postor o desarrollar campañas propias, con la contraparte de que las consecuencias de ello pasan al sistema de la política o son sometidas a más administración de la esperanza. En otras palabras, no se necesita postular una conspiración para formular la tesis de que en el tratamiento de la pobreza coincide la política social y el desempeño mediático.

Hasta aquí con este listado –incompleto– de zonas de incertidumbre. ¿Es posible manejarlas? Claro que sí. ¿Es obligado concluir que el manejo de estas zonas es perfecto, es decir, sin error? Claro que no. Es incierto que las zonas de incertidumbre sean manejadas con eficacia. Pero no es necesario que lo sean para sostener que los grupos que controlan o manejan estas zonas constituyen una coalición en función de la cual el poder se encuentra estructurado.

Ahora bien, podría pensarse que en cada uno de estos ámbitos el poder estatal es la última ratio, la instancia final de la que depende que esa zona se organice de un cierto modo. Pero eso sucede sólo en aquellos lugares en que hay lo que podría llamarse un estado fuerte, es decir, un instituto que ha reivindicado con éxito la capacidad de formar la última instancia de la organización del poder. En México, junto con el adelgazamiento del estado (una metáfora, hoy marchita, para designar el proceso de febril privatización) se produjo una desvigorización del estado. Es lo que tendría que llamarse un estado débil.

La adhesión de quienes controlan las zonas de incertidumbre tiene una repercusión fiscal. Es un interesante ejercicio contabilizar el costo de las asignaciones que se otorgan a los integrantes de la coalición dominante del estado mexicano. Es decir, cuánto se destina por ese concepto. Pero otra forma de observarlo es mediante el concepto de costo de oportunidad. En este caso la pregunta no es acerca de cuánto se gasta por este concepto, sino cuánto se deja de utilizar en otros rubros por utilizarlos para mantener la cohesión de la coalición dominante.

Todos los recursos fiscales, las canonjías, los privilegios y el poder empleado para adoptar dejan de ser utilizados para otros propósitos. El estado débil está atrapado en un esquema en el que, para mantener bajo control dichas zonas, se vuelve necesario transferir más poder y con ese poder –entendido como la capacidad de controlar las zonas de incertidumbre– es posible obtener más canonjías. ¿Resultado? Un estado débil desde el punto de vista fiscal y una elite estatal condenada a perder legitimidad por este círculo perverso, pues no es difícil calificarla de entreguista o sujeta al poder de unos cuantos.

3. La disputa política de 2006

La estructuración del poder en México está atrapada en una dinámica desestructurante. El mismo mecanismo que, se supone, contribuye a estructurar el poder, es decir, a dotarlo de cohesión, termina por desestructurar el poder del estado; y este último es la condición de posibilidad de que haya estructuración del poder. En otras palabras, el proceso por el cual se pretende conservar el poder es el mismo por el cual el poder se deshace. Lo necesario se vuelve, a la larga, imposible; y lo imposible, necesario.

La disputa política de 2006 se presenta, al parecer, como la oportunidad para deshacer esta dinámica. Felipe Calderón, el candidato del PAN, por todas las señales que ha dado y por el inocultable apoyo que ha recibido de los grupos empresariales más poderosos, significa mantenerse en la dinámica reseñada. La novedad que aporta el candidato Calderón es que integra el apoyo abierto de un grupo de ultraderecha, defensor rígido del statu quo, alineado con cierta derecha española y dispuesto a contemporizar con la ultraderecha estadounidense.

AMLO se ha presentado como una alternativa frente a lo anterior. Encabeza un proyecto que, en el estrecho margen dejado por las reformas salinistas y por el peculiar estilo de integración a la esfera de influencia estadounidense, se propone acabar con los privilegios de un segmento clave de la coalición dominante y, a partir de ello, poner en marcha un programa de redistribución del ingreso. Con el código elaborado en el presente documento –y asumiendo que en realidad lleva adelante su planteamiento–, se propone desestructurar la actual coalición dominante o al menos algunas de sus aristas principales. De ese tamaño es lo que se juega en la elección de nuestros días.

Como resulta comprensible, AMLO ha sido crudamente atacado por sus adversarios y no sólo por el candidato del PAN. Con habilidad, ha logrado introducir la idea de que su proyecto no está dirigido contra la economía de mercado, los empresarios, la libertad de expresión ni contra los principios del régimen democrático. Con ello, además de responder a los ataques mediáticos de que ha sido objeto, establece condiciones para que las zonas de incertidumbre sean reconfiguradas de manera no traumática. Es claro que todos sus movimientos están posibilitados por el respaldo político de una gran cantidad de población: en condiciones democráticas, un respaldo así, convertido en votos, es la condición mínima necesaria para plantearse con probabilidades de eficacia enfrentar la coalición dominante. En otras palabras, en un campo donde las reglas fueron establecidas en parte como condición para que el salinismo se presentara como un adalid de la modernidad, AMLO está jugando para ganar y desarticular dicha coalición.

En forma brumosa, lo anterior está presente en los días que corren en México, pero las percepciones están muy desordenadas. ¿Polarización? De hecho la hay, si con ello entendemos el que en un polo hay un segmento muy numeroso de excluidos y en el otro polo hay un segmento, minoritario y poderoso, de privilegiados. Sobre esa estructura el candidato panista –asesorado, según se sabe, por dos especialistas en marketing político, uno español y el otro estadounidense– ha desplegado una campaña polarizante, que ha construido la imagen de un AMLO peligroso para la nación. Este juego, peligroso en sí mismo, ha conducido a crear la sensación de que «algo grave puede ocurrir el 2 de julio». Cuando estas líneas salgan a la luz se sabrá, o estará por saberse, si esa sombría predicción tenía algún fundamento o era una mera maniobra electorera, típica de las derechas aldeanas de nuestros países. Creo que se trata de esto segundo.

Pero el hecho de que no pase nada grave el 2 de julio de 2006 no significa que por ello dejemos de estar en una situación que requiere de una gran inteligencia y sensibilidad para sortear las agitadas aguas de los próximos meses y años. No hay ningún guión previamente elaborada. Es época de contingencia: no hay nada que vaya a ocurrir necesariamente, pero el campo de posibilidades es relativamente amplio. Y esto último es lo que introduce una extraña fascinación a los días presentes, pues hay razones abundantes para sospechar que se está escribiendo historia.

México, D.F., junio de 2006

 

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