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El Catoblepas, número 53, julio 2006
  El Catoblepasnúmero 53 • julio 2006 • página 2
Rasguños

Notas sobre el concepto de populismo

Gustavo Bueno

El término 'populismo' se emplea con un marcado sentido ideológico, sobre todo cuando se le utiliza, no como un término descriptivo teórico, neutro, sino como un término axiológico, valorativo, y de signo especialmente despectivo o negativo

tomado el 4 julio 2006 de la página www.amlo.org.mx

«Jamás debe olvidarse que las elecciones en México y en el mundo no se ganan en las urnas, se ganan antes y durante las campañas políticas; los votos sólo son la convalidación de lo anterior. [...] Muchos personajes de la radio y la TV se pasaron meses haciendo campañas contra el 'autoritarismo' y el 'populismo' de López Obrador.» (comentario de Pedro Echeverría Várguez, «El golpe dado a López Obrador por enemigos y 'amigos'», Criterios, ante el desenlace de las elecciones mexicanas de 2 de julio de 2006.)

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El término «populismo» no está recogido en la última edición del Diccionario de la Lengua Española; sin embargo es un término ampliamente utilizado en contextos políticos, y la propia Academia Española tiene documentados, en su base de datos CREA, hasta 355 casos, sobre todo en los años noventa del siglo XX, referidos a textos publicados en España, México, Venezuela...

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No deja de tener interés este desajuste entre los materiales del banco de datos de la Academia y la definición canónica de los términos del español que ofrece el Diccionario. No nos atrevemos a pensar que este desajuste sea debido, no ya a la ignorancia que los académicos definidores tienen de su propio banco de datos, sino más bien a las dificultades para definir un término tan ambiguo y tan comprometido desde el punto de vista político.

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El término «populismo» se emplea, sin duda, con un marcado sentido ideológico, sobre todo cuando se le utiliza, no como un término descriptivo teórico, neutro, sino como un término axiológico, valorativo, y de signo especialmente despectivo o negativo. Por eso convendría distinguir inmediatamente dos sentidos del término «populismo»: el «populismo negativo» (también podríamos llamarlo «populismo descalificativo») y el «populismo positivo».

El sentido negativo del término populismo puede estar favorecido por la circunstancia de que el sufijo «ismo» suele ser utilizado muchas veces en este sentido crítico negativo, cuando la crítica se basa en un supuesto exceso, exageración o radicalismo de la raíz: tal sería el caso de los términos «sociologismo», «psicologismo», «snobismo», &c.

Podríamos reservar la expresión «populismo calificativo» para los casos en el que el término populismo se utilice como mera calificación descriptiva de un sistema o proceso político, sin entrar en valoraciones positivas o negativas.

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El populismo descalificativo acaso se utiliza principalmente desde la perspectiva de la democracia «políticamente correcta», entendiendo por tal la democracia indirecta, como la democracia parlamentario representativa, en la cual el Parlamento es considerado como sede de la soberanía; la democracia en la cual se evita la participación directa del pueblo, por cuanto se considera que los cauces ordinarios de esta participación no son otros sino los de sus representantes democráticamente elegidos. Populismo, en este primer sentido descalificativo, está muy cerca del asambleísmo, pero también del recurso a las consultas o manifestaciones directas del pueblo, en la calle (más que en las urnas), o mediante referendos.

Desde el punto de vista de esta idea de democracia representativa (a veces llamada «avanzada», correcta o refinada), también se utiliza el término populismo, como término descalificativo, cuando el sistema tiende a poner entre paréntesis al parlamento, en todo lo que concierne a la designación del Jefe del Estado, o incluso del Presidente del Gabinete: las llamadas repúblicas democráticas presidencialistas suelen ser incluidas muchas veces bajo la rúbrica descalificadora de «populismo».

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La consideración de las democracias presidencialistas como formas de populismo tiene una gran analogía, salvados los tiempos, con lo que, en la doctrina clásica aristotélica, se llamaron «desviaciones» de las formas correctas de la sociedad política, a saber, la monarquía, la aristocracia y la democracia. Sus formas desviadas –la tiranía, la oligarquía y la demagogia– resultan ser muchas veces en la actualidad sujetos de atribución del término «populismo».

La tiranía de Pisístrato (que utilizaba el pueblo frente a la aristocracia) tiene cierto paralelo con las democracias presidencialistas llamadas populistas, precisamente porque se dice que utilizan al pueblo frente a las oligocracias constituidas por los partidos políticos y por la clase política presente en el parlamento.

Asimismo las aristocracias de las que se dicen que recurrían al pueblo, frente a la monarquía o a las tiranías, también tienen cierta semejanza con el populismo en el sentido descalificativo. En el Menexeno, atribuido a Platón, se define la democracia de Pericles (y también podríamos agregar, la democracia de Solón y de Clístenes), como una aristocracia con el consenso del pueblo.

El populismo, desde el punto de vista de la democracia («correcta») vendría a significar algo equivalente a demagogia.

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La cuestión de fondo se plantea, por tanto, como cuestión de delimitación de las fronteras entre demagogia y democracia, o entre populismo y demagogia; y estas cuestiones remueven los fundamentos mismos de la doctrina de la democracia realmente existente, y particularmente de la democracia parlamentaria constitucional, dentro del Estado de derecho.

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La idea del populismo en su sentido descalificador suele fundarse en el supuesto de que mientras que la democracia correcta o refinada está apoyada en un pueblo «refinado», alfabetizado, bien informado, y en el cual los ciudadanos están dotados de buen juicio, las democracias populistas utilizan a un pueblo indocto, muchas veces analfabeto, al cual la adulación, las promesas o las falsas esperanzas pueden conducir ciegamente por las direcciones que le marca el presidente tirano, o la aristocracia, aunque ésta tenga la forma de una partitocracia.

Por su parte, la acusación que el populismo, en el sentido positivo de la democracia directa, levanta contra la democracia indirecta, es la de que ésta es poco participativa y puramente delegativa, en cuanto democracia representativa, y que su estructura conduce al sistema democrático correcto a formar clases políticas cerradas en sí mismas (incluso mediante un conchavamiento de los partidos políticos opuestos políticamente entre sí, pero que quieren mantener su situación de privilegio en el poder), distanciadas de los problemas reales del pueblo, mediante la doctrina ideológica de que la soberanía reside en el parlamento y que por consiguiente es el parlamento el único lugar en donde el pueblo debe manifestarse democráticamente.

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Sin embargo no es fácil demostrar que la verdadera diferencia entre la democracia correcta indirecta y la democracia directa (en cualquiera de sus formas) tenga que ver con el diferente grado de «conciencia», refinamiento, buen juicio o formación política de los electores respectivos. En la democracia correcta parlamentaria, es decir, realmente, en las democracias partitocráticas, el electorado carece propiamente, aunque esté alfabetizado y mantenga un alto nivel de vida en el estado de bienestar, no ya de buen juicio político, sino incluso de la posibilidad de tenerlo, precisamente porque delega en los partidos su propio juicio político, y porque es incapaz prácticamente de entender los mismos programas y proyectos políticos que los partidos le ofrecen (solamente un porcentaje escasísimo de electores de una democracia parlamentaria de tipo europeo pueden entender siquiera, y menos aún juzgar, un programa económico, sin ser economista, un programa geopolítico, industrial o energético, sin ser físico, geólogo o ingeniero; un programa educativo sin ser historiador, sociólogo o filósofo). Dicho de otro modo: los juicios políticos de los electores de las democracias indirectas parlamentarias se atienen a la condición de juicios de autoridad apoyados en la fe o en el prestigio que estos electores proyectan sobre sus dirigentes, pero son juicios desde el punto de vista política tan «ciegos» como los que se atribuyen a los electores de una democracia populista.

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La diferencia objetiva, desde un punto de vista materialista (es decir, no idealista o ingenuo), entre la democracia parlamentaria «políticamente correcta» y lo que se viene llamando el populismo, o democracias populistas, no puede cifrarse en el mayor o menor buen juicio (desde el punto de vista político) de los electores. Por eso unas elecciones populistas son objetivamente tan democráticas como puedan serlo las elecciones a representantes; en ambos casos podría decirse, en general, que los electores se dejan dirigir por el prestigio de sus líderes, o de las cúpulas que elaboran los programas, &c.

La diferencia entre estas formas de democracia, que sin duda existen, habrá que ponerlas en otro lado: y no precisamente en aquel en el que se debaten los criterios de la democracia en sentido teórico.

La cuestión está profundamente relacionada con la idea misma de «pueblo», como entidad política («salus populi suprema lex esto»), en sus conexiones con la idea de «nación política», en cuanto contradistinta con la «nación étnica» o cultural. El pueblo es el conjunto de los ciudadanos vivos, en el presente, que intervienen en la vida «pública»; la Nación política incluye además a los antepasados (a los muertos) y a los descendientes, a los padres (a la Patria pretérita) y a los hijos y descendientes (a la Patria futura). La Nación política es un concepto histórico, la nación étnica o cultural es un concepto antropológico.

En cada sociedad política el Pueblo y la Nación tienen proporciones distintas según los ritmos históricos de su desarrollo. Cuando el Pueblo forma parte de una Nación política histórica que ha logrado refundir las antiguas etnias o gentes en una unidad cultural, con una lengua común y unas costumbres también comunes, y cuando además ha alcanzado un desarrollo económico que le conduce a ser una sociedad de mercado pletórico, próxima al estado de bienestar, entonces las democracia indirecta o representativa es muy probable que sea la forma política de elección; pero no porque el ciudadano esté políticamente mejor formado que el ciudadano de la democracia populista, sino porque él harto tiene con atender a los deseos de controlar su bienestar en un futuro inmediato, y adoptar las medidas prudenciales que le permitan elegir al representante que cree más proporcionado a sus intereses particulares, delegando en él por tanto las decisiones políticas.

Pero si la Nación política no ha logrado todavía la refundición de grupos étnicos, culturales o «indígenas», en una sola Nación cultural, si tiene pendientes, acaso porque existen o se reavivan las cuestiones de las culturas, o de las etnias, o de los indigenismos de la sociedad, entonces difícilmente podrá democráticamente apelarse a una democracia representativa, y se tenderá a una forma de democracia en la que tengan participación directa, no ya los individuos de una Nación política común, sino los individuos que forman parte de una etnia, de una tribu, de una cultura, &c. De este modo esta democracia participativa se aproximará notablemente a una especie de estado confederado, que se guiará por la idea contradictoria e imposible de una «nación política de naciones políticas», confederación confundida muchas veces con un estado federal, que es también una contradicción en los términos (el estado federal deja de serlo automáticamente en cuanto los antiguos «estados federados» ceden su soberanía al llamado «estado federal»). Es posible un estado multinacional; pero el concepto de nación política multinacional y multiétnica es incompatible con un estado democrático y con una nación política democrática.

 

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