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El Catoblepas, número 59, enero 2007
  El Catoblepasnúmero 59 • enero 2007 • página 2
Rasguños

Adiciones al «Prólogo futurible»

Gustavo Bueno

Este rasguño ofrece algunas adiciones al «Prólogo futurible» contenido en el rasguño del mes de noviembre, referido al libro Zapatero y el pensamiento Alicia (Temas de Hoy, Madrid 2006)

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Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia, Temas de Hoy, Madrid 2006, 357 páginasEl rasguño del número 57 de El Catoblepas contenía un «Prólogo futurible» –titulado «Sobre un futurible en forma de prólogo»– a mi libro sobre el Pensamiento Alicia, publicado en octubre de 2006.

En aquel rasguño se distinguían dos géneros principales de reacciones al libro de referencia: las que asumían, intencionalmente y de hecho, la forma de comentario o crítica al libro (a las ideas y argumentaciones en él expresadas), y las que asumían de hecho la forma de una crítica al autor, sin decir una palabra acerca de las ideas expuestas en el libro. Decimos «asumían de hecho» porque, con frecuencia, ni el comentarista ni el crítico, ni el director del medio que las acogía, se daban cuenta de esta distinción, y llegaban a creer que su trabajo «biográfico» constituía una «crítica demoledora» de las ideas y argumentaciones del libro, que en la mayor parte de los casos ni siquiera habían leído.

Sin embargo, la exposición de la distinción mencionada entre los dos tipos de comentario era el principal objetivo del rasguño 57. Nos parecía, y nos parece, que la confusión de estos dos géneros de crítica a una obra constituye uno de los síntomas más relevantes de la patología de nuestra sociedad partitocrática; y por eso comparábamos a los comentarios que orientan su crítica desde la perspectiva de la crítica al autor con los tumores de los órganos políticos, ya fueran tumores benignos o malignos, purulentos o secos.

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Durante el mes de noviembre y durante el mes de diciembre pasado han seguido publicándose comentarios y críticas al libro, se diría que al compás de las nuevas ediciones, la cuarta y la quinta, publicadas en diciembre de 2006, que el libro ha logrado ya alcanzar.

Algunos de estos comentarios críticos están concebidos desde la perspectiva del primer género. Son comentarios al libro, a sus ideas y argumentaciones, y además, curiosamente, son comentarios muy favorables y elogiosos, procedentes además de críticos muy reconocidos y solventes, como es el caso del comentario que publicó Martín Prieto en El Mundo, y que agradezco de veras. Sigo constatando, como hecho no fácilmente explicable, que los comentarios adversos no pertenecen al género primero, como podría ocurrir si los intelectuales orgánicos de la banda zapateril tuviesen algunos contra argumentos que ofrecer. Estos comentarios adversos pertenecen al género segundo, es decir, son críticas al autor, que pretenden pasar como críticas a los contenidos del libro.

Y entre las críticas de este segundo género me ha parecido que hay una, la de Lorenzo Cordero («Lectura de Gustavo Bueno» I y II, La Voz de Asturias, 13 y 20 de diciembre de 2006), que merece ser analizada, porque manifiesta admirablemente la confusión inconsciente entre estos dos géneros de comentarios que venimos distinguiendo. Se ve que el autor de estos dos artículos –también viejo conocido mío, y advertido probablemente de las desmesuras de su amigo y colega de periódico Faustino F. Álvarez– quiere, desde el primer momento, hacer ver que su propósito es hacer crítica del libro, de sus ideas, y por ello, sin duda, titula sus comentarios como «Lectura de Gustavo Bueno». Pero la «lectura» que hace Cordero tomando, parece, la palabra lectura en el sentido muy frecuente de «interpretación» o «hermenéutica», es una lectura psicológica, con «armónicos» políticos (aunque en reducción psicológica). No es una lectura lógica. Cordero resbala sobre la trama filosófica argumental, y se ve lanzado a una trama biográfica que él mismo fabrica. Es decir, su lectura es lectura no de la obra, sino del autor. Y acaso ese deslizamiento desde el plano lógico al plano psicológico es debido a que, para decirlo con la célebre frase del Correggio, «no pinta el que quiere, sino el que puede». Probablemente Cordero quiso hacer una crítica filosófica, lógica y política a mi libro; pero su resuello no le dio para tanto, y tuvo que contentarse con una crítica psicológica, y más aún, de psicología ficción.

En cualquier caso lo cierto es que el buen Cordero se cuida muy mucho de incurrir en el insulto personal –en modo alguno podría calificar su persona como tumor purulento o seco; a lo sumo, habría que hablar de un benévolo sarpullido, que en muchas ocasiones ni siquiera se atreve a estallar–, aunque se desliza enteramente, de hecho, como ya hemos dicho, por la pendiente del psicologismo. Pero de un psicologismo que alcanza un punto de especial interés: es un psicologismo grupal (no meramente individual o egocéntrico), el psicologismo del crítico que se siente identificado con un grupo histórico, que en el caso de Cordero parece tener que ver con el grupo de militantes del PCE en la época de las huelgas de 62 y siguientes. Por tanto, es la fidelidad a ese grupo, la lealtad a un grupo, más que a las ideas de ese grupo, el canon desde el cual el crítico forma su juicio respecto del autor de un libro, aún partiendo, en intención al menos, de la voluntad de atenerse a los resultados de la «lectura» de ese libro.

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Quien utiliza este canon crítico (la fidelidad de un autor a un grupo, por tanto, quien resalta la condición de partidario o de no partidario de un autor respecto de un grupo determinado) podría verse condenado a tener que elegir entre dos direcciones totalmente opuestas entre sí, según que se enfrente con un autor que, aún habiendo cambiado totalmente de ideas, sin embargo se mantiene hoy como «correligionario» de la secta (un autor que en su juventud fue nacional católico y falangista, beneficiario del régimen de Franco; en su madurez, durante los últimos años del franquismo, evolucionó hacia posiciones próximas al Partido Comunista, y en la actualidad mantiene su lealtad al grupo de Izquierda Unida), y con otro autor que, al margen de que haya o no evolucionado en ideas, sí que ha cambiado, si no de grupo o secta, sí de su posición y relaciones con los diversos sectarios.

En el primer caso (evolución y cambio de ideas, fidelidad al grupo) los comentarios serán favorables, las críticas amistosas. Nadie le reprochará su cambio en las ideas: a fin de cuentas ha cambiado unas ideas «reaccionarias» (nacional catolicismo, falangismo, franquismo) por las ideas «progresistas» del grupo que hoy le reconoce. Pero en el segundo caso la crítica se dirige aparentemente contra el cambio de ideas de un autor, cuando de lo que en realidad se trata, es de reprochar y lamentar el «cambio de grupo» o de actitud ante un grupo determinado (por mi parte, nunca fui militante del Partido Comunista).

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Y lo más notable es que el grupo o el partido que se toma como canon de referencia ya no existe. El PCUS desapareció va ya para veinte años, el PCE se ha fragmentado en diecisiete partidos autonómicos, federados o confederados; sobre todo el PCE abandonó, con Carrillo, ya en los años de la transición, el leninismo, asumiendo la bandera de la monarquía española tradicional.

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Si esto es así, ¿a qué «vuelta del calcetín» está refiriéndose Cordero para describir mi evolución? Marx es quien utilizó esta expresión (Umstülpung) en el momento de interpretar a Hegel, advirtiendo que lejos de considerarle ya como un perro muerto, bastaría darle la vuelta del revés para que bajo la corteza mítica reapareciese su «semilla racional». Cordero recuerda que hace veinticinco años yo propuse ya el Umstülpung del marxismo soviético y español. Y hace ya treinta y cinco años, Ensayos materialistas fue publicado en 1972 precisamente como alternativa al marxismo monista del Diamat, y por ello recibió reproches muy agrios de los «marxistas ortodoxos de toda la vida».

Esta vuelta del revés del marxismo recibiría una justificación retrospectiva cuando décadas después se derrumbaba la Unión Soviética, y con ella el Diamat y los Partidos Comunistas europeos (empezando por el francés, y siguiendo por el italiano y el español, que quedaron reducidos a la condición de grupos testimoniales, con función de apéndices bisagras de la socialdemocracia frente a su oposición).

Ocurre como si los críticos que asumen el canon de Cordero estuvieran suponiendo que la «filosofía política de la izquierda» no puede cambiar, y que el desarrollo histórico de las sociedades políticas no tiene nada que ver, ni tienen por qué influir, en unas ideas políticas que se suponen firmes e inmutables. Como las ideas de quien manifiesta con orgullo: «Soy de izquierdas de toda la vida, y lo sigo siendo.» Y esto aún cuando la oposición entre la izquierda y la derecha hubiera sido repudiada por la misma ideología marxista leninista. Tanto Lenin, como Stalin o Mao, consideraron, con razón, a la oposición izquierda derecha como una oposición burguesa, una oposición que la burguesía victoriosa en el nuevo régimen instaurado por la Revolución Francesa había establecido frente al Antiguo Régimen, es decir, frente a la derecha. Pero el Antiguo Régimen fue desapareciendo, al menos en «Occidente», poco a poco, a lo largo de los siglos XIX y XX. El Antiguo Régimen (o lo más próximo a él, cuanto al Trono y al Altar se refiere), es decir, la derecha en sentido histórico, sigue hoy vigente en las sociedades islámicas, de las cuales los talibanes constituyen la extrema derecha, aunque curiosamente son los musulmanes con sus teocracias los que son considerados como más afines a muchas izquierdas españolas que han perdido totalmente el sentido de la orientación.

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Ahora bien, las ideas políticas, la filosofía política, tal como la concibe el materialismo filosófico, no puede concebirse como un sistema de ideas eternas, susceptibles de mantenerse iguales a sí mismas como dogmas inconmovibles («no nos moverán») por el curso mismo de la historia política real. Una filosofía políticamente implantada, es decir, una filosofía política no utópica ni dogmática (por no hablar de una filosofía política Alicia), no puede permanecer de espaldas al curso mismo de las sociedades políticas, mediante el expediente de condenar aquellas sociedades o individuos que no se ajustan a sus principios, explicando simplemente los hechos como efectos de deslealtad o traición.

Si la Unión Soviética, o la Segunda República Española, se derrumbaron, no cabe acudir a explicaciones psicológicas (traición, deslealtad) y menos aún a la perfidia de sus enemigos (a la maldad del capitalismo). Hay que revisar los mismos principios desde los cuales se establecía que la transición de una sociedad capitalista a una sociedad comunista era irreversible. Y esta atención a los «hechos», propia de una filosofía política implantada –es decir, de una filosofía que no se mantiene en las nubes de un dogmatismo intemporal, o en la nostalgia de un paraíso perdido, sea cristiano, sea anarquista, sea comunista– es enteramente paralela a la atención que las ciencias físicas han de prestar al curso de los hechos físicos y tecnológicos. Los principios de la Física clásica no pueden permanecer imperturbables ante el experimento de Michelson-Morley o ante el descubrimiento de la radiación de fondo de Penzias-Wilson. Los principios de la Economía Política clásica no pudieron permanecer imperturbables ante la «Gran Depresión».

Quienes por fidelidad a su grupo (a la dogmática de su iglesia) mantienen unas ideas arcaicas o demasiado vagas para poder tener algo que ver con los hechos, son quienes podrán ser acusados de rigidez mental, o simplemente de espíritu sectario, y aún de mala fe, al pretender simular que sus ideas siguen siendo válidas y progresistas en la práctica, cuando han sido ya desbordadas por los hechos, y porque las protestas «de fe y de coherencia» sólo podrán ser apreciadas por sus mismos consectarios. El materialismo filosófico no defiende ninguna tesis que favorezca la idea de que la historia política ya ha terminado, o de que la izquierda haya recorrido ya enteramente su trayecto como filosofía política definida frente al Estado al haber pasado por seis generaciones sucesivas. La filosofía política materialista ha de estar constantemente escuchando los sucesos políticos cotidianos, seleccionándolos, interpretándolos, desarrollándolos y rectificando en su caso las ideas que han conducido a ellos. Un proyecto como el del periódico El Revolucionario («hacia la séptima generación de la izquierda»), representa para el materialismo filosófico la mejor metodología para mantener vivas, como herramientas de análisis, las ideas políticas mismas del materialismo en el presente.

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Cordero, en sus comentarios, sólo parece preparado para percibir el aspecto subjetivo-biográfico de los cambios políticos. Se remonta a Mayo del 68 y a la transición española, y ve con nostalgia cómo «acabó imponiéndose el sentido práctico de la militancia sobre el sentido utópico… empezaron a interesar más las cosas que las ideas».

¿No se le ocurre a Cordero tener en cuenta que si esto ocurrió, que si las cosas dejaron de hecho a las ideas, es porque esas cosas habían dejado de lado a ciertas ideas, pero en beneficio de otras ideas diferentes? ¿O es que cree que las ideas pueden estar separadas de las cosas, viviendo sólo en la mente de Dios o en la mente de los hombres?

Esto es puro idealismo utópico; un idealismo que sólo puede percibir, por tanto, la evolución de las ideas determinada por las cosas como cambios subjetivos de acomodación o de interés de las personas. «A mí me parece –dice Cordero– que el autor del cierre categorial siempre ha dejado abierta la puerta de su talento para que sus compromisos políticos entren y salgan cuando sientan la necesidad o la conveniencia de hacerlo [lo que Cordero no precisa es si esta «conveniencia o necesidad» es de orden lógico, o bien de orden meramente psicológico o «interesado»]. Es ésta una decisión objetivamente intelectual y quizá subjetivamente interesada. En este aspecto el filósofo no está solo. Hay un montón de gente que en política tiene sus puertas abiertas de par en par siempre» [se diría que a Cordero le parece mal esta disposición, pero este parecer sólo se explica desde las posiciones de un fundamentalismo dogmático e idealista].

Advertimos con claridad cómo Cordero, y otros como él, sólo perciben los compromisos políticos, de una filosofía políticamente implantada, en su reducción subjetiva, según la necesidad o la conveniencia subjetivas de hacerlo. Pero, ¿por qué ésta necesidad y conveniencia no puede estar determinada por las cosas mismas, y no por los intereses subjetivos más prosaicos? ¿Acaso, en mi caso, que es el que Cordero considera, no me hubiera sido más «rentable» adherirme a la socialdemocracia, al PSOE o al OPUS, que permanecer independiente respecto de los diferentes partidos o sectas? Lo que no significa permanecer neutral ante ellos. No se trata, por mi parte, de apoyar al PP como partido; si lo apoyo es en la medida en que él defiende a la Nación española con unos planteamientos más afines a los propios que los de otros partidos que han optado por el confederalismo, o incluso por el apoyo a las políticas secesionistas.

Pero también, por mi parte, he reprochado al PP, entre otras cosas, el haber apoyado, por razones tácticas, la reforma del Estatuto de Andalucía, a tragarse su preámbulo ridículo y bochornoso, en el que Andalucía se presenta como una entidad milenaria, que ya existiría desde los tiempos de Tartessos –reivindicando como actual el libro ya arcaico de Schulten– y reconociendo la figura de un ideólogo como Blas Infante, que dicho sea de paso, se hizo musulmán y seleccionó como bandera de Andalucía una procedente de un país islámico.

«Los primeros en sorprenderse –continua Cordero– por ese cambio metapolítico de quien hasta entonces había sido su guía, como filósofo marxista, fueron los mineros asturianos de las cuencas, que eran los que aún conservaban el ideal histórico del movimiento obrero en Asturias (aunque también por poco tiempo…). Ese cambio de agujas del pensador provocó en su entorno un enorme revuelo: por una parte quienes le habían considerado, hasta entonces, su ídolo preferido, empezaron a rechazarlo; mientras por el otro, los que antes le detestaban por su ostensible izquierdismo, iniciaron su caluroso aplauso que todavía dura. Mas, este cambio de papeles en la opinión pública que se mueve a su alrededor, nunca le afectó lo más mínimo.»

Pero mucho más me sorprendí yo del cambio de tantos mineros asturianos que, sin embargo, afectaban fidelidad a unas ideas que al mismo tiempo consideraban ya utópicas, o simple materia de su memoria histórica.

¿Por qué no tiene presente Cordero que «esos mineros asturianos que conservaban el ideal histórico del movimiento obrero» fueron los primeros en desaparecer, no sólo como grupo político, sino físicamente: de sesenta mil obreros en las plantillas mineras se pasó, a través de su transformación en prejubilados o jubilados, es decir, en rentistas, a una plantilla de unos pocos cientos de mineros, sin el menor poder de reivindicación revolucionaria: el «estado de cosas» ha convertido a estos antiguos héroes en nostálgicos de los tiempos pasados, y en la mayor parte de los casos, en gentes que buscan una alternativa a su duro trabajo, para ellos y para sus hijos. Las ideas políticas han desaparecido por completo, hace ya muchos años, de las cuencas mineras asturianas. ¿Qué puede significar entonces la lealtad con grupos que ya no existen, sino la voluntad de fijación a una memoria histórica puramente subjetiva?

Cordero supone también que citar a Pío Moa –«apologista del escolasticismo franquista»– es tanto como militar entre quienes quieren «salvar los trastos del franquismo». Pero Cordero vuelve aquí a su perspectiva grupal pretérita y sólo presente en su memoria histórica personal: o franquismo o antifranquismo. Es como si no hubiera leído el capítulo cuarto de Zapatero y el pensamiento Alicia, sobre «Franco y el franquismo». Porque ese capítulo no trata de salvar los trastos del franquismo, ni tampoco los de la Segunda República. Pretende llegar a un juicio sobre esta etapa de la historia de España liberado de las categorías franquistas y de las categorías segundorepublicanas y, sobre todo, de las categorías del Diamat, a fin de entender la historia, de no seguir prisionero del mito de las dos Españas, que hoy resucita con el nombre de «memoria histórica». Lo más grave es que Cordero y otros ignoran que una cosa era estar comprometido con la lucha contra el franquismo y el nacionalcatolicismo en el terreno práctico político, y otra cosa era cerrar los ojos (y no ahora, sino ya entonces) ante el significado histórico del franquismo y de la Iglesia católica. Sólo el reconocimiento de su importancia histórica y de su poder podían conferir importancia a los compromisos de entonces, que hoy ya carecen de sentido cuando el «enemigo» ya ha caído, y cuando no dependemos patológicamente de su recuerdo, prisioneros de una «memoria histórica» ella misma sectaria.

Un último ejemplo de la perspectiva psicologista más vulgar de Cordero: «En el nuevo pensamiento Bueno hay más cálculo que espontaneidad; consecuente con su cuadriculado pensamiento procura no dejar cabos sueltos que, en la siguiente etapa –si la hubiere– se le pudieran convertir en pesadas maromas. (…) Él mismo se adelantó a su época dando un giro de 180º a su pensamiento político. (…) Aún así a veces el filósofo parece dejarse llevar de impulsos repentinos, difíciles de controlar. Por ejemplo, como cuando arremete contra el filósofo Jürgen Habermas por considerar que fue injusto concederle el Premio Príncipe de Asturias ‘cuando todavía Joaquín Ruiz Giménez, o incluso Luis del Olmo, no lo han recibido’. A cualquier lector medianamente avisado [suponemos que Cordero quiere decir: avisado por mí] leyendo esto (pág. 56) se le enciende la bombilla de las ideas y exclama: ‘O incluso Gustavo Bueno’.»

Sugiere aquí Cordero que yo estoy resentido contra Habermas por no haber recibido un premio Príncipe de Asturias; pero con esta psicología barata lo único que hacer Cordero es demostrar su pertenencia al clan vernáculo del que ya hemos hablado otras veces. El error psicológico de quien cree que en mí reside algún afecto por los premios Príncipe de Asturias.

Termina Cordero su artículo segundo: «Los progres de la época (marxistas, izquierdistas democráticos, habermasianos o buenistas: a menudo ambas cosas a la vez) estaban muy lejos de pensar –ni soñándolo– que llegaría un día en que su filósofo dilecto, referencia y guía para la resistencia antifranquista, se convertiría él mismo en uno de aquellos ‘pater familiae’ del siglo XX. Pero fueron muy pocos los buenistas que se quedaron huérfanos. La mayoría siguió andando tras el maestro.» La perspectiva de memoria histórica traiciona aquí a Cordero: ¿por qué dice en pretérito que «la mayoría siguió» en lugar de decir que «la mayoría sigue»? &c. &c.

 

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