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El Catoblepas, número 61, marzo 2007
  El Catoblepasnúmero 61 • marzo 2007 • página 13
Artículos

El principio de resistencia a la opresión,
o el derecho de insubordinación civil

María Teresa González Cortés

Los destinos de la patria revolucionaria
condicionados por la militarización ideológica

Entendida la insumisión como forma de clamar justicia, el derecho a la insubordinación perdió su esencia libertaria a lo largo del tiempo. Es más, con la explosión revolucionaria de 1789 el principio de resistencia a la opresión adquiriría tintes nacionalistas, colectivistas y, por supuesto, guerracivilistas. Asociado a la emancipación del Pueblo por la vía de la guerra revolucionaria, el principio de resistencia a la opresión desapareció. Y aunque décadas después, y con el triunfo del socialismo marxista, volvió a hablarse del derecho de insubordinación civil, resulta que en el seno de la dictadura socialista nunca sería, de verdad, reconocida la facultad de protestar, criticar, rebelarse..., sobre todo cuando las personas eran, dentro de la maquinaria del Estado, soldados de la causa proletaria. Como veremos ahora, los destinos de la patria revolucionaria estuvieron profundamente condicionados por el lastre de la militarización ideológica y, por eso, se movieron no solo lejos, sino en contra de cualquier signo de libertad.

Antecedentes históricos

Más allá de las sublevaciones ocasionales y, a veces, osados golpes de estado contra príncipes y gobernantes, lo cierto es que durante buena parte de la Edad Moderna la pasividad, la inacción no atajaban los males sociales ni los problemas políticos. Así que una forma de salir de la inercia institucional y, de paso, alcanzar algunas mejoras consistía en hacer uso del derecho de resistencia a la opresión. De este modo lo entendió John Locke cuando, en su Tratado sobre el gobierno civil (1690), señalaba que si el pueblo es sometido a la miseria y padece las injusticias del poder arbitrario, entonces «maltratado y gobernado contra Derecho, estará siempre dispuesto a quitarse de encima una carga que le resulta pesadísima». Y añadía Locke valiéndose de una pregunta retórica: «¿qué es mejor para el género humano: que el pueblo se vea expuesto siempre a la voluntad omnímoda del tirano, o que los gobernantes se hallen expuestos en ocasiones a encontrar resistencia cuando abusan con exceso de su poder y lo emplean en la destrucción y no en la salvaguardia de las propiedades de su pueblo?».{1}

Estas ideas no eran en absoluto originales. Se inspiraban en la Escuela de Salamanca, es decir, en la doctrina de los teólogos Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Martín de Azpilcueta, Tomás de Mercado..., autores que reivindicaban –algo inusual en Europa– el derecho a la libertad. Francisco de Vitoria (1483-1546), por ejemplo, se dedicó a analizar las circunstancias en las que una persona podía dejar de obedecer las normas establecidas. Y si en su obra Comentarios reconoció la licitud de robar cuando el hambre hace peligrar la vida humana, en Relecciones llegaba este dominico burgalés a comprender el acto de negarse a pagar un tributo en caso de que fuera injusto.

También el historiador toledano Juan de Mariana razonó acerca del derecho a la insubordinación al justificar el tiranicidio, aunque siempre en situaciones muy concretas. Tal planteamiento lo expondría el Padre Mariana en su obra Del Rey y de la Institución real (1598 ó 1599). Por supuesto, y siguiendo la estela del Padre Vitoria, sobresaldría Francisco Suárez, quien en su Discurso de leyes (1612) reconocía la posibilidad de desobedecer y derrocar a quien detenta la autoridad cuando, ejerciendo el mando, incumple y vulnera sus funciones. E igual que el granadino Suárez, Hugo Grocio en su obra Las leyes de la guerra y de la paz (1625) expondría que todo ser humano posee la facultad de defender su vida y rechazar aquello que puede amenazarle.

No hay duda: fueron pensadores cristianos quienes apuntaron la opción civil de la rebelión. Por eso, Vitoria, Mariana, Suárez, Grocio, el señor Du Plessy-Mornay, conocido bajo el alias de el Papa de los hugonotes, justificaron el derecho a la insumisión. Pero por lo mismo, Locke, inmerso en esta tradición, amparó la actuación del pueblo que intenta quitarse de encima el yugo de la opresión. Y es que el populismo, doctrina jurídica procedente de los teólogos españoles del Quinientos, no solo restringía el uso caprichoso y despótico de la autoridad; y no solo reivindicaba el empleo de la política en y para el bien de la comunidad; sino que también reconocía el derecho a la rebeldía, a la insubordinación. Y, en ocasiones, al tiranicidio.

Mentiría si omitiéramos que la búsqueda de la libertad por el camino de la insumisión no fue siempre bien acogida. Por poner un ejemplo, Thomas Hobbes argumentó en su obra Leviatán (1651) que alcanzar un gobierno desde el ejercicio de la insumisión alienta y enseña a los demás a hacer lo mismo. Sin embargo, y a pesar de este tipo de opiniones, la defensa del derecho de resistencia a la opresión mantenía sanas y muy hondas sus raíces, tanto o más cuanto que la propia tradición jurídica medieval venía, desde centurias atrás, reconociendo la legitimidad de la desobediencia. Recordemos entre piezas literarias, hoy prácticamente olvidadas, que el dominico Humberto de Romans (1194-1277) en su Carta a los religiosos sobre los tres votos había afirmado que, en caso de que se «ordenasen cosas opuestas, había de obedecer a Dios que es el Superior Supremo y ante Él despreciarse los mandatos de los hombres, cuando algo se manda contra su voluntad». Recordemos también que solo unos años después otro religioso, el franciscano William de Ockham (1295-1350), en su libelo Breviloquium de principatu tyrannico papae (Resumen sobre la hegemonía tiránica del papa), salvaguardaría la capacidad de rebelarse contra el poder abusivo del papa. Lo mismo haría John Wycliff en su obra El Dominio (De Dominio, 1366) y, cómo no, el monje agustino Martín Lutero (1483-1546) al asumir a pies juntillas la consigna insumisa de Ockham. Pero por otro lado, Calvino (1509-1564) acabó defendiendo la resistencia activa del individuo en la circunstancia de que el soberano persiguiera la fe de sus súbditos. ¿Y ello por qué? Porque la Paz Religiosa de Augsburgo, firmada en 1555, admitía en términos legales que toda la población debía adherirse a la confesión que profesara su señor. Ante tamaña arbitrariedad, y puesto que la fe era mucho más que un negocio político basado en la fuerza del señorío, Calvino repetía la máxima de Humberto de Romans y propugnaba la alianza de la libertad de conciencia con la rebeldía.

Llegado a este punto y dado que la desobediencia constituía una forma de afirmar la iniquidad de quienes ejercían el mando atentando contra la libertad de las personas, nos preguntamos si el paso del tiempo pudo aminorar las prerrogativas (y expectativas) del derecho de resistencia. Y la respuesta es negativa. Fijémonos en que las explosiones revolucionarias, primero en Inglaterra en el año 1648, luego en las ex colonias inglesas de América desde 1774, permitieron poner en marcha una gran modernidad: la tradición de romper con la tradición. Con estos antecedentes pudieron, sin duda, los protagonistas de la Revolución francesa (1789) tomar la indisciplina como un modo natural de entender y hacer política.

Borracheras de insubordinación civil

El hambre, que también aquejaba a otras zonas de Europa, azotaba de forma periódica y constante a la mayoría indigente y sin recursos de la población francesa, motivo por el cual en 1786 se registró una serie de levantamientos populares que acabaron generalizándose por toda Francia. Un año después, en 1787, se habían insubordinado los 144 miembros de la Asamblea de Notables negándose a asumir su cuota de corresponsabilidad fiscal. Con una pésima gestión económica, arrastrada desde muy atrás, sería en el año 1789 cuando Francia despierte, sin posibilidad de marcha atrás, con la sensación de que el derecho de resistencia ofrece una vía óptima para rechazar, y de manera frontal, el sentido de la autoridad y repudiar el contenido de las leyes e incluso deslegitimar la estructura de las instituciones del Estado.

En este clima, rico en desmedida, prendería el espíritu de insumisión hasta límites insospechados, pues ¿no se había dirigido Desmoulins al pueblo un 12 de julio de 1789 en los jardines del Palais Royal para invitarle a desobedecer, a luchar y a armarse? ¿No es verdad que Mounier, Lafayette, Sieyès, Talleyrand, autores de la Declaración de los Derechos del Hombre del 26 de agosto de 1789, reconocieron en su artículo segundo la resistencia a la opresión entre los derechos naturales e imprescriptibles del ser humano? ¿Y no habían defendido en 1792 tanto Saint-Just como Danton la táctica del alzamiento, la estrategia de la rebelión y del levantamiento popular con el objetivo de luchar contra todo gobierno de Estado que se basara en la monarquía? Y por otra parte, ¿no preconizaba por las mismas fechas el barón de Cloots una cruzada similar, dirigida a establecer una República universal? ¿Y no habían sido los revolucionarios más levantiscos de París los que habían acordado destruir la Asamblea Nacional Legislativa para poner en marcha el órgano de la Convención? ¿Y las arengas enfervorizadas de Marat y Fréron no habían producido un efecto insurrecto, de modo que la muchedumbre, al conocer la derrota militar de Francia en Longwy y Verdún, se hizo con el control de las cárceles procediendo a asesinar a la mayor parte de los prisioneros (2 de septiembre de 1792)? Pero además, ¿no habían sido miembros de las secciones del faubourg Saint-Antoine y Saint-Marcel quienes, al lado de los federados marselleses y bretones, decidían acceder por segunda vez en el año a las Tullerías (10 de agosto de 1792)? ¿Y el asalto a las Tullerías no fue seguido, a finales del 92, de la detención de la familia real? Y puesto que los revolucionarios franceses, en un acto de insumisión, encarcelaban a su monarca para más tarde, juzgarle desde la legitimidad que otorgaba el principio de resistencia a la opresión, ¿no procedieron a matarle un 21 de enero de 1793? ¿Y no habían entrado por la fuerza los sans-culottes en la sede la Convención (31 de mayo-2 de junio de 1793) con el objetivo de oponerse con las armas al sector girondino? ¿Y no es menos cierto tampoco que en los artículos 33 a 35 de la Constitución de 24 de junio de 1793 se defendía desde el punto de vista jurídico la insurrección como el derecho más respetable y el deber más indispensable que posee el pueblo? ¿Y no es evidente que Carrier, Hébert, Ronsin lanzaron el dos de marzo de 1794 un llamamiento a la insurrección amparándose en los artículos 33 a 35 de la citada Constitución, y así intentar dar un golpe de estado y derrocar a Robespierre y a su equipo de gobierno? ¿Y Henriot? ¿No se había plantado y negado la legalidad de los decretos (del 9 y 10 de Termidor) de la Convención Nacional, decretos que iban contra Robespierre? Pero además, y lo más importante, ¿no había formulado el filósofo-líder de la Revolución francesa, Jean-Jacques Rousseau, que la fuerza no constituye derecho y que únicamente se está obligado a respetar a los poderes legítimos, y que si la fuerza se convierte en derecho, tanto si se está forzado a obedecer, como si no se está obligado por la fuerza a someterse no se tiene la obligación de obedecer?

De algunos de estos trajines se había dado cuenta el francés Gabriel Sénac de Meilhan en Los principios y causas de la Revolución en Francia (1790), obra en donde dejó anotada la relación entre desobediencia civil y el acto de insubordinarse a la autoridad señalando, además, que «cuando los principios cambian a menudo, así como las personas, entonces todo cae en la confusión y el último grado de desorden en un gobierno se alcanza, cuando la autoridad, que todos los hombres se sienten inclinados a respetar, es impugnada con frecuencia, cuando se desprecia a los que la ostentan».{2}

Pero al otro lado del canal de la Mancha las cosas no se veían de modo muy distinto. Edmund Burke, por ejemplo, calificaría la Constitución francesa de 1793 de «compendio de anarquía». En la mente de este político inglés no estaba comprender la genealogía de la desobediencia civil cuanto registrar los efectos desestabilizadores que, desde el punto de vista político, entrañaba la aplicación de la jurisprudencia revolucionaria. Burke, que ya había mostrado hostilidad hacia el fenómeno de la subversión en su obra Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), llegaría a afirmar, tres años más tarde, que la doctrina de los derechos humanos de la Constitución francesa de 1793 era una invitación al amotinamiento, una llamada a la insurrección, una incitación a la rebelión en suma.

¿Estaban equivocados en sus apreciaciones De Meilhan y Burke? Posiblemente no, sobre todo cuando conocemos, además de los amotinamientos arriba citados, las insurrecciones de los sans-culottes contra la Convención, el 1 de abril y el 20 de mayo de 1795, en ambos casos reclamando la aplicación revolucionaria de la Constitución de 1793, o cuando tenemos noticia del desembarco en Carnac el 26 de junio de 1795 de miles de emigrados que, junto a grupos chouans, intentaban luchar contra el sistema político dominante, o cuando unos meses después, en la ciudad de París, se producía la sublevación realista del cinco de octubre, reprimida por el vizconde revolucionario Paul de Barras, o cuando Babeuf capitanea la Conspiración de los Iguales el 30 de marzo de 1796, o cuando sabemos del golpe de estado de los Directores contra los Consejos (4-IX-1797), uno de cuyos instigadores era nada menos que el propio Paul de Barras, o cuando se fraguó el golpe de estado del Directorio y de los Consejos contra grupos de izquierda (11-V-1798), &c.

Otras voces

De Meilhan y Burke no fueron, por supuesto, los únicos que percibieron el desenlace caótico de los acontecimientos. Jeremy Bentham, filósofo y abogado inglés, sugirió en su libro Sofismas anárquicos (1791) cómo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano podía crear una situación de anarquía colectiva. Y no solo eso. También el jurista francés Léon Duguit afirmaría que no se puede reconocer, como hicieron los revolucionarios, el derecho legal a la insurrección sin causar el arraigo de la desobediencia, del levantamiento. Es más, Duguit haciendo suya la frase de Boissy D'Anglas, diría que la Constitución de 1793 «había organizado la anarquía». Y mientras Napoleón, al escribir sus comentarios a El Príncipe de Maquiavelo, definía el gobierno revolucionario de Robespierre como un gobierno de política embrollada, otro francés, Saint-Simon calificaría la actuación de la Convención como «legalmente la más completa anarquía». Así se expresó en su Catecismo de los industriales (1823-1824).

Consiguientemente, que Meilhan hablara, con la llegada de la Revolución, de insumisión a la autoridad; que Burke calificara los preceptos constitucionales del 93 de síntoma de desgobierno; que Bentham reparara en cómo podía instalarse la anarquía dentro de la vida política a partir de la formulación de ciertos manifiestos y declaraciones basados en el principio de resistencia; que Napoleón y Saint-Simon describieran el período revolucionario desde el caos; todo ello no tiene nada de extraño, y más cuando otros observadores de la época contemplaron el fenómeno revolucionario francés como indicador de desorden y desbarajuste. El mismo Fichte, que en un principio sintió simpatía por la causa revolucionaria, llegaría años después a advertir la virulencia del fanatismo ideológico y escribiría:

«las doctrinas de los derechos humanos, de la libertad y de la igualdad originaria de todos –que constituyendo los fundamentos eternos e inquebrantables de todo orden social que ningún Estado puede infringir [...]– son tratadas incluso por algunos de los nuestros, afectados por el furor de la contienda, con el énfasis excesivo y como si en el arte político condujesen todavía más lejos de lo que realmente lo hacen; y en otros puntos pertenecientes también a estas doctrinas aún se ha ido más allá y los excesos resultantes han dejado igualmente su influencia destructiva».{3}

Entonces y a la luz de estos hechos, ¿cómo fue posible que la Declaración de los Derechos del Hombre reconociera entre los derechos del hombre la resistencia a la opresión? ¿Cómo entender que en los artículos 33 a 35 de la Constitución de 1793 fuera enunciada la insurrección como potestad esencial del pueblo? El diario Mercurio de Francia nos da, sin quererlo, la respuesta. De hecho, en su edición del 7 de agosto de 1790 decía que Voltaire era el primer autor de la Revolución francesa, pues «él no ha visto todo lo que ha hecho, pero ha hecho todo lo que nosotros vemos». Lo que significa que, antes de que Francia se lanzara a la tarea de legalizar la insurrección popular elaborando cantos y odas a la rebelión, «la agitación de los espíritus», expresión de cuño de Gabriel Sénac de Meilhan, vino en cierto modo promovida por quienes alentaron las ideas de La Enciclopedia (1751-1757). Fijémonos en que el político norteamericano Thomas Paine había defendido el derecho de resistencia de los insurgentes colonos ingleses en un panfleto de enorme éxito titulado Sentido común (1776), igual que Diderot hizo apología A [favor de] los insurgentes de América (1778), mientras Immanuel Kant recogía en su opúsculo Qué es la Ilustración (1784) el enorme aliento que producía ver en escena la insubordinación civil porque, en su opinión, la revolución [americana] era la mejor vía para acabar en la senda del progreso.

Consiguientemente, con la llegada de la Revolución francesa las teorías pudieron ir más allá del ámbito carcelario de los conceptos y entrar de lleno en el ojo revolucionario de la escena política. ¿Es por esto por lo que François René, vizconde de Chateaubriand, pudo anotar en su Ensayo histórico, político y moral sobre las revoluciones (1797) el efecto que generaban en la vida política las ideas de los filósofos del XVIII? No cabe ninguna duda.

De la Ilustración a la Revolución: Babeuf

Al haber una relación entre las tesis radicales de las teorías ilustradas y la praxis revolucionaria; al existir un punto de unión entre las ideas ilustradas pro insumisas y los proyectos revolucionarios; no es fortuito, en absoluto, que uno de los grandes agitadores franceses, François Noël Gracchus Babeuf, mantuviera al pie de la letra el espíritu de la Constitución de 1793, en especial su artículo 11, en donde se recogía el precepto legal de que cualquier individuo tiene derecho a repeler por la fuerza todo acto arbitrario y tiránico ejercido contra su persona y desde la violencia.

Añadamos a esto que Babeuf autorizaba el uso de acciones, de maniobras, estrategias... políticas basadas en la rebeldía ciudadana. Y porque sancionaba, aprobaba y, claro está, aplaudía la legitimidad de acometer actos de insurrección civ= il, Babeuf se arrogó el espíritu libertario de los enunciados de La Enciclopedia ubicándolos, eso sí, dentro de una nueva cartografía jurídica, la revolucionaria. Pero, ¿tenía algo de extraño que Babeuf fuese uno de los paladines del derecho de resistencia? En absoluto, y más si observamos los textos revolucionarios. Recordemos que el principio activo de resistencia había sido fomentado desde la propia Declaración de los Derechos del Hombre y, luego, amparado por la propia Constitución de 1793, aunque en honor a la verdad, unos años antes, en la primera formulación de los Derechos del Hombre que firmaron los trece Estados Unidos de América con la Declaración de Independencia (1776), Thomas Jefferson, que había sido el redactor del citado texto, ya había reconocido la legalidad del principio de resistencia y defendido la potestad y el deber de derrocar a todo gobierno que no garantiza el derecho a la vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, y es incapaz de salvaguardar la seguridad.

La insumisión civil gozaba, pues, de simpatizantes a ambos lados del Atlántico. Así pues y con las aspiraciones de cambiar todas y cada una de las instituciones del Estado y de la sociedad nació la defensa a ultranza, que hizo Babeuf, de que el pueblo debe efectuar una insurrección «si no quiere perder definitivamente su libertad, y si no quiere continuar expresando que sus derechos son violados». Pero también, y con esas creencias en la posibilidad de introducir cambios radicales, Babeuf, aceptaba las ideas de Jean-Jacques Rousseau sobre la soberanía popular y los derechos del hombre y, por eso mismo también, anotaba Babeuf la necesidad de labrar los principios políticos de la insumisión en los surcos del Estado. El alzamiento popular era, en opinión de este teórico del asalto relámpago al poder, el medio ideal para protestar y conseguir, a la vez, la realización del igualitarismo social, único y genuino objetivo de la revolución babeuvista.{4}

Consiguientemente, existieron diferencias insalvables entre la expresión renacentista de resistencia a la opresión y el principio revolucionario francés de insubordinación civil. Quizá, la más esencial resida en el hecho de que la indisciplina en la óptica medieval y renacentista era desde el punto de vista legal la irregularidad que cumplía la regla. Al fin y al cabo, la insumisión sólo conducía al incumplimiento temporal de las normas y, por tanto, constituía un episodio irregular que únicamente tenía sentido en situaciones anómalas, completamente excepcionales. Dicho de otro modo. No se trataba tanto de invertir o de subvertir los cimientos del statu quo, cuanto de retornar a dicha legalidad desde el respeto más profundo a las leyes establecidas. La insumisión, la desobediencia..., el derecho de resistencia no tenía, pues, como meta la supresión de lo antiguo, sino la restauración y vuelta a los principios del buen derecho antiguo que temporalmente habían sido conculcados por malos gobernantes. Es más, la queja que alimentaba los actos de rebeldía se manifestaba siempre ante un caso concreto de injusticia. Y nunca como un símbolo de desacuerdo frente a todo el entramado socio-político. Por el contrario, el derecho revolucionario a la insubordinación se alió con la tarea de dinamitar los moldes del Estado y acabar con las tradiciones sociales vigentes.

Con una perspectiva netamente rupturista, y aniquiladora, no había deseo de retornar a los fueros del derecho antiguo ni tampoco voluntad de volver a los cauces legales del pasado. La queja, la ira, la insumisión… revolucionarias se practicaban en contra de las tradiciones, las leyes y las instituciones. De este modo, el nivel de insubordinación que nació con la Revolución francesa pudo afectar a todas las áreas de la realidad.

Traicionando la libertad en nombre de la libertad

A partir de 1789 Francia inaugura ideario político (libertad, igualdad, fraternidad), estrena la escarapela tricolor... y empieza a exhibir un hambre nacionalista de universalidad. Con vocación de servir de modelo al mundo, los líderes franceses manifestaban que el Pueblo era libre y soberano, motivo por el cual había que distinguir la Nación respecto de la institución de la Realeza. Y puesto que el individuo sin sus conciudadanos no valía nada, se entendía que la colectividad lo era todo, y que por encima del yo y de los intereses particulares estaba la Nación. Definida la patria desde la totalidad de sus miembros, la Nación pudo dejar de ser propiedad de reyes y monarcas. Así que, en estas circunstancias, el revolucionarismo acentuaba, antes de que lo hiciera el movimiento romántico, la sacralización del término «Pueblo». De los vientos que el año 1789 traía iba surgiendo el brillo cegador de la ideología patriótica. Y al revés, del resplandor de la ideología populista germinaba la idea de sumisión, fidelidad y adhesión a un nuevo credo: el patriotismo. «La gloria de Francia, decía incluso el mismo Renan en ¿Qué es una nación? (1882), está en haber proclamado, con la Revolución francesa, que una nación existe por sí misma».

Sin embargo ocurrió algo: asociado al movimiento revolucionario francés, pronto vio la luz el servicio militar obligatorio. Y al ser encerrada toda la población masculina dentro de las trincheras de la guerra revolucionaria, dejó de haber sitio para el derecho ciudadano a la insubordinación. Con el lema de morir por la patria, el principio de resistencia a la opresión desaparecería, y con qué con rapidez, del mundo de los vivos. Y en el instante en que se apremiaba defender, a golpes de paso militar, los nuevos ideales, el individuo, colectivizado, perdió su libertad. «Nadie puede rehuir su servicio sin ser declarado infame y traidor a la patria», arengaba Danton en septiembre de 1792. Y añadía este revolucionario: «pronunciad la pena de muerte contra todo ciudadano que rehúse marchar o ceder su arma a un conciudadano más magnánimo, o que contraríe directa o indirectamente las medidas tomadas para la salvación del Estado». Con estas directrices no podía existir el principio de resistencia a la opresión, y tampoco posibilidad alguna de que las personas hicieran algo diferente a lo establecido revolucionariamente por decreto. Por tal razón, y esto es importante tenerlo en mientes, que un 10 de agosto de 1792 Francia despertase con la proclamación de la libertad de prensa carece absolutamente de valor cuando, solo dos días más tarde, la Convención decreta el arresto de todos aquellos periodistas que no aceptaran identificarse con la enseña revolucionaria.

A diferencia, entonces, de lo que ocurrió en EE UU, en Francia el resultado de la síntesis entre teoría y praxis revolucionarias fue otro, y muy distinto. La prueba de ello es que la insumisión civil fue duramente amordazada. Primero serían asesinados los girondinos, luego guillotinados los dantonistas, los hebertistas... Y si algún Lanjuinais de turno tenía el arrojo de denunciar en público excesos y abusos, rápidamente debía esconderse de sus perseguidores, los revolucionarios, ante el temor de ser asesinado. La fidelidad nacionalista entrañaba altos niveles de obediencia, de sumisión, de vasallaje, de intolerancia. Es más, la transmutación alquímico-revolucionaria de todas las ideologías políticas en una sola ideología, la expresada por los gobernantes, impedía a las personas hacer suyo el uso del derecho de disentir, de forma y manera que siempre caía el filo de la guillotina sobre quien osaba heréticamente salir de los surcos de la incuestionable ideología patriótica.

En estas condiciones la filosofía liberal de Francisco Suárez tendente a justificar actos de desobediencia y de derrocamiento sobre quien detenta la autoridad cuando produce dolor y vulnera las funciones de la autoridad no podía sobrevivir. E igual que las guerras de religión enturbiaron el desarrollo del Estado moderno durante los siglos XVI y XVII dejando a su paso riadas de sangre, las expectativas infinitas que despertó la Revolución francesa lograron ocupar esos sitiales sagrados por los que antaño transitó la religión. Y si todo valió con tal de mantener los ideales nacionalistas de la Revolución que sancionaba la Convención, o el Comité de Salud pública, lo cierto era que matar por convicciones religiosas (guerras de religión) o por convicciones políticas (guerras patrióticas) suponía siempre asesinar por creencias. Con esta traición a la libertad, el coste en vidas humanas sería elevadísimo y, consumándose el guerracivilismo, se produciría el liberticidio. Y al tiempo que ocurría esto, el derecho político a la rebelión fue corrompiéndose y deslizándose por el precipicio asesino del colectivismo, de un colectivismo que, aunque revolucionario, siempre acaba por infravalorar la libertad individual y ahogarla ante el peso de la autoridad. Asunto este, el de la opresión del Poder, que había denunciado dos siglos atrás Francisco de Vitoria (1483-1546).

En medio de un denso nacionalismo revolucionario, el principio de resistencia a la opresión iba a ser enjaulado dentro de la alambrada de las leyes nacionalistas de la Guerra. Con una filosofía coactiva y a todas luces despótica, los líderes de la Revolución francesa contemplaron la aplicación de la pena de muerte sobre aquellos que, en su opinión, eran malos patriotas y ello por hacer uso del derecho a la rebelión (que a los revolucionarios, por cierto, les había dado el poder) y tener la intrepidez de transitar caminos políticos distintos a los propuestos por la legislación revolucionaria.

Así que en el momento en que Jean Cottereau, alias Chouan, hizo suyo el principio de insubordinación civil y se rebeló en agosto de 1792 oponiéndose a las consignas del gobierno jacobino, éste lo que hizo fue aplastar el levantamiento de la Vendée a golpe de sangre, provocando un reguero de muertes de tal calibre que el mismo Gracchus Babeuf no solo denunció, sino que denominó genocida («populicide»). Y Babeuf no exageraba un ápice cuando reparamos en los modos del general François Joseph Westermann que, al frente de su legión germánica, un 23 de diciembre de 1792 procedía a consumar una de las matanzas de la Vendée más ocultadas en la Historia. Asesinatos en masas de la que el mismo Westermann dio más que simples pinceladas al escribir a París, en tono triunfal al Comité de Salud Pública, y a los pocos días de consumar la masacre, en estos términos:

«La Vendée ya no existe, ciudadanos republicanos, ha muerto bajo nuestra espada libre, con sus mujeres y niños. Acabo de enterrarla en las ciénagas y bosques de Savenay. Ejecutando las órdenes que me habéis dado, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos, masacrado a las mujeres que así no parirán más bandoleros. No tengo que lamentar un sólo prisionero. Los he exterminado a todos. [...] Las carreteras están sembradas de cadáveres. Hay tantos que en varios puntos levantan pirámides».

Y si las cifras de las matanzas en la Vendée, consumadas en un tiempo récord, fluctúan incluso hoy de unos historiadores a otros, y oscilan entre los 300.000 y 600.000 habitantes, con los datos del investigador vendeano Secher el número de personas asesinadas tan solo alcanza a 120.000 personas, es decir al 15% de la población. Pero, como ha señalado acertadamente Jean-François Revel, esta cifra, pese a las apariencias, es muy elevada, pues, analizados el censo de 1792 y el censo actual de Francia, el número de muertos en la Vendée «equivaldría a siete millones y medio de víctimas».{5}

Nuestra espada libre

Casi cien años después de la Revolución francesa, en su célebre Yo acuso (1898) decía Zola que «es un crimen explotar el patriotismo para obras de odio, y un crimen, en fin, hacer del sable el dios moderno». Desde luego, resulta una gravosa contradicción que un Estado, el francés, que se erigió legítimo a partir del uso de la insumisión, pasara a comportarse de manera asesina con la población disidente y no admitiera ni por asomo la existencia de sectores insumisos. Aunque, claro, esto no podía ser de otro modo si resulta que el empleo de modales coactivos volvía más y más opresores a quienes se habían adueñado del Estado a través del recurso de la insubordinación civil. Asunto este que se percibe en el Discurso sobre el Gobierno Revolucionario que Robespierre dio a la Convención el 5 Nivoso, a. II (25-XII-1793), cuando este líder revolucionario señala la necesidad de practicar políticas eugenésicas: «el gobierno revolucionario debe dar al buen ciudadano toda la protección nacional; a los Enemigos del Pueblo no debe más que la muerte. Estas nociones, argumentaba Robespierre, son suficientes para explicar el origen y la naturaleza de las leyes que nosotros llamamos revolucionarias».{6}

Curiosa contradicción, entonces, la de los jacobinos, que, por un lado, empuñaban la espada mientras, por otro, hablaban de libertad civil. Curiosa contradicción, la de los jacobinos, que, por una parte, reconocían el valor de la no obediencia y, sin embargo, acabaron convirtiéndose en traidores de la libertad. Curiosa contradicción, la de los jacobinos, que si bien pretendieron mediante el recurso de la rebeldía acabar con la monarquía, siempre negaron a grupos o colectivos no jacobinos el uso, para sí, del derecho a la resistencia. Curiosa contradicción, en fin, la de los jacobinos, en el momento en que incurrían en todo tipo de excesos y reprimían, inclusive a golpe de muertos, a los que se salían de la línea métrica de sus normas. (Recuérdese que el metro como unidad de medida fue hijo de la Revolución francesa.) Así que cuando el cinco de septiembre del 1793 la municipalidad de Toulon hizo suyo el lema de la insubordinación, Napoleón sería requerido por la Convención para apagar las llamas de este incendio. Al entrar en escena, el corso adoptaba medidas militares, netamente represivas. Más allá de cualquier simbolismo, y tras la derrota en sangre y muertos, Toulon pasaría a llamarse Port-de-la-Montagne.{7}

¿Casualidad la llegada de Napoleón?

Los jacobinos, ni siquiera en su época dorada, pretendieron democratizar las instituciones del Estado. Y si para sus fines políticos habían instrumentalizado, y con éxito, las mieles de la desobediencia civil, en la práctica jamás, nunca permitieron a otros ciudadanos o grupos políticos que emplearan la vía de la rebelión como forma de expresión. Pues bien, esta filosofía, la jacobina, muy rica en intolerancia, acabaría siendo asumida por un joven militar que, al poco tiempo de hacerse con las riendas del poder, se puso a perseguir a sus antiguos camaradas de viaje, los jacobinos. Y no solo eso. Ante el rumor de una conjura jacobina, Napoleón se anticipaba y asestaba su propio golpe de estado, al tiempo que planificaba militarizar a las masas bajo el filo de su sable. De la dictadura revolucionaria jacobina se había pasado, como observó con notable lucidez el socialista Karl Kautsky, a la dictadura militar napoleónica.

Sabido esto, ¿es exagerado apuntar el hecho de que Napoleón Bonaparte como miembro del ejército pudiera repudiar la indisciplina, la desobediencia, en suma la insurrección? No, en absoluto, tanto o más cuanto que él, como general-monarca al frente de una nación que desde los jacobinos venía siendo un cuartel castrense, no podía mantener ningún rescoldo de nostalgia hacia el derecho a la sublevación. Y si a esto añadimos que este militar tuvo la idea de invertir la dirección del principio de insumisión civil, comprenderemos por qué, en lugar continuar una guerra civil contra esos sectores de la población francesa poco complacientes con la causa revolucionaria, Napoleón utilizó el principio de resistencia a la opresión dentro de la escena internacional y para rebelarse contra otros países y variar el mapa europeo de fronteras y así, entre conquista y conquista, hacer de Francia un Imperio.

Con estas pautas, la esencia liberal del derecho a la insubordinación civil que habían reivindicado los miembros de la Escuela de Salamanca quedó absolutamente maltrecha, ninguneada, desfigurada con el revolucionarismo y post revolucionarismo francés. Es más, a quienes les gusta situar los cimientos del progresismo en los ejes cartográficos del derecho revolucionario a la insumisión hay que recordarles que dicho derecho posee un alto, altísimo componente retrógrado, pues quien en nombre de la justicia usa con afanes colectivistas la rebeldía acaba impidiendo a la mayoría el disfrute de la insumisión. Por tal razón, un socialista español como Fernando de los Ríos, explicaba que «no bien hubo la Revolución francesa declarado el derecho de resistencia a la opresión, tradujo del inglés el Riot Act (tradujo la letra, no el espíritu con que se aplicaba), y de aquí la Ley Marcial (21 de octubre de 1789), promulgada, no ciertamente para regular el ejercicio de aquel derecho que se reconociera, sino para encadenar al hombre y dejar vacío de todo contenido real el precepto; para que continuase el individuo siendo súbdito, esto es, un sometido, y no un colaborador de la vida civil, un ciudadano».{8}

Críticos de la Revolución

Al margen de los patriotas de la revolución (y de los defensores de los patriotas de la revolución, en número casi infinito), lo cierto es que hubo intelectuales que por distintos motivos se alejaron de la bandera revolucionaria. Johann Caspar Lavater (1741-1801) fue partidario de las reformas que traía la Revolución francesa, pero luego se volvió en su contra por el modo de proceder los franceses en Suiza. Mallet du Pan (1749-1801), gran admirador de la constitución británica, fue un adversario de la Revolución francesa. Raynal (1713-1796), aunque en un principio se mostró emocionado con la llegada de la Revolución francesa, pronto criticará los desmanes de la Asamblea Constituyente. Royer-Collard (1763-1845) fue partidario de la Revolución francesa y defensor de la monarquía constitucional; sin embargo, se distanció del ideario revolucionario por el rumbo más y más violento que tomaban los acontecimientos políticos, sobre todo a raíz del asalto a las Tullerías. Tampoco era merecedora de elogios la Revolución francesa por boca de los girondinos, la mayoría de los cuales tuvo que escapar, so pena de arresto, encarcelamiento y muerte. El catedrático de derecho Jean D. Lanjuinais (1753-1827), aunque un patriota declarado de la República francesa, combatió no obstante la política jacobina por disentir de los excesos y atropellos que cometían sus líderes. La hija del ministro de finanzas Necker, Germaine Necker, baronesa de Staël-Holstein (1766-1817), conocida como Madame de Staël, fue una ardiente defensora de las corrientes republicanas, liberales e igualitaristas que trajo consigo la Revolución francesa, pero al mismo tiempo una durísima fustigadora de los desórdenes, crímenes e ilegalidades que provocó el movimiento revolucionario francés. Melchor Gaspar de Jovellanos (1744-1811) desaprobó, por la crueldad, las acciones revolucionarias. Friedrich von Gentz (1764-1832) observó los abusos civiles que se cometían en Francia en nombre de los intereses revolucionarios. Gracchus Babeuf (1760-1797) denunció el genocidio que cometió la Convención sobre la región de la Vendée. Saint-Simon (1760-1825), que pretendía descender nada menos que del propio Carlomagno, no vio nunca con buenos ojos el empleo de tácticas basadas en la agresión revolucionaria. Para él la violencia solo servía para destruir, abatir, derribar y no para levantar un futuro industrial, social y político próspero. Fourier (1772-1837) no mostró una actitud positiva hacia la Revolución francesa, debido a los derroteros liberticidas por los que transitó, mientras que Owen (1771-1858) no creía en la necesidad de una revolución civil pues, en su opinión, la ciencia, la moralidad, la justicia y la felicidad no puede jamás coexistir en la guerra, entre la brutalidad y habiendo de por medio violencia y barbarie. Por otra parte, Franz Hermann Schulse-Delitzsch (1808-1883) reclamaba, frente a las tácticas revolucionarias de combate y provocación, la puesta en marcha de cooperativas populares que apartasen a la clase obrera de las trincheras de la lucha y la guerra. Y si Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), al inicio de su célebre obra ¿Qué es la propiedad? (1840), había tildado el experimento revolucionario de 1789 de «mentira, mentira», un anarquista como Johann Gaspar Schmidt (1806-1856), más conocido bajo el pseudónimo de Max Stirner, puso en entredicho los principios de la Revolución francesa, también la filosofía que alimentaba la teoría de los Derechos del Hombre, al observar cómo en nombre del Estado revolucionario retornó lo peor del absolutismo político quedando ahogada toda brizna de individualidad y libertad personal. Y es que, como dijo Stirner en la introducción a su obra El Único y su propiedad (1845), «decid si la Verdad, la Libertad, la Justicia, etc., se preocupan de vosotros más que para reclamar vuestro entusiasmo y vuestros servicios. Que seáis servidores celosos, que le rindáis homenaje, es todo lo que os piden».

La dictadura en nombre del Pueblo

A pesar de la voces que fueron muy críticas con la Revolución francesa, pudo no obstante arraigar el mito redentorista y mesiánico de la grandeur de 1789. Es más, por el hecho de que los mitos tienen la capacidad de fabular (y ocultar el perfil real de) los acontecimientos, flotó en el aire, y durante generaciones, la idea de que un gobierno que busca el bien del pueblo debe edificarse, como hicieron los jacobinos, sobre los cimientos sólidos de la dictadura. En este sentido, y no es casual, vemos que los socialismos del XIX avalaron sistemas políticos claramente antidemocráticos. La dictadura industrial constituyó siempre la meta del sainsimonismo, mientras que para el marxismo era crucial alcanzar la ansiada dictadura obrera.

Naturalmente, de poco sirve saber que desde Platón a Campanella, desde Spinoza a Morelly, desde Robespierre a Weitling, desde Winstanley a Lenin, desde Saint-Juste a Nin, la dictadura ha sido un elemento consustancial de las utopías, a la vez que una referencia imprescindible para legislar y controlar la vida de las personas. No hay duda: la mayoría de los intelectuales europeos siempre ha percibido las bondades de un gobierno elitista y tiránico. Sin embargo, aunque esto es verdad, no es menos cierto que con los líderes jacobinos de la Revolución francesa los principios de libertad que habían sido predicados por la Escuela de Salamanca fueron para siempre abandonados y, en su lugar, se procedió por primera vez en la Historia a alabar los yugos de la opresión en nombre del Pueblo querido. No podía ser de otro modo si Robespierre, a la sazón, uno de los líderes más prestigiosos, si no el más importante del club de los jacobinos, se sentía cautivado, como Napoleón, por las ideas políticas de Jean-Jacques Rousseau. Y por ser ferviente admirador de las obras de este pensador ginebrino, Robespierre conseguía el 25 de germinal (14 abril) arrancar el placet de la Convención para efectuar el traslado de los restos mortales de Rousseau al Panteón de Francia. En una atmósfera de beatificación, Rousseau era convertido, once años después de su muerte, en el filósofo-líder de la Revolución francesa, esto es, en el inspirador de la dictadura en nombre del pueblo.

Fijémonos en que Rousseau había defendido un principio político peculiar: que para que el pacto social no fuera una formalidad tenía que encerrar el compromiso «de que cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general sea obligado por todo el cuerpo: lo que significa que se le obligará a ser libre». Pero además, y al lado de esta defensa coactiva de la libertad, Rousseau añadía otra tesis no menos antidemocrática, la de que los líderes tienen el deber de uniformar las voluntades de las personas para someterlas a un proyecto político común, pues «el pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve. Es necesario hacerle ver los objetos tal y como son y algunas veces tal y como deben parecerle; mostrarle el buen camino que busca, librarle de las seducciones de las voluntades particulares. [Y agregaba Rousseau:] Todos necesitan igualmente guías. Es preciso obligar a los unos a conformar sus voluntades a su razón, y enseñar al otro a conocer lo que quiere».{9}

Con objetivos colectivistas, es decir, con la obsesión de eliminar la influencia de la libertad individual, Rousseau aceptó el principio del soberanismo absoluto de Hobbes aplicándolo con éxito sobre la Voluntad General. Y, por eso, señaló que todos los servicios que un ciudadano ofrece al Estado debe prestarlos de manera inmediata y sin dilación, o sea, justo en el momento en que el político que rige los destinos del Estado los exige. Pero además, junto a la defensa del vasallaje, Rousseau, que también se inspiraba en las sentencias políticamente antidemocráticas del viejo Bodin, logró eliminar de un plumazo los medios para criticar o modificar la estructura de las instituciones del Estado. De este modo, y con su forma tan opresora de entender la política, no había lugar para la divergencia, tampoco sitio para la insumisión y, por supuesto, ninguna razón para practicar el derecho de resistencia a la opresión. Y es que el grupo, el colectivo, la voluntad general, el Estado... era lo primero, y el individuo tan solo un simple servidor. Ya lo había dicho Rousseau al afirmar que si una persona ataca el derecho social, en nombre del Estado se hace morir al culpable, pero no como Ciudadano, sino como enemigo («et quand on fait mourir le coupable, c'est moins comme Citoyen que comme ennemi»). Así que, con esta forma colectivista de entender la vida en sociedad, el individuo debía morir y dejar paso a la dictadura de la Voluntad General. Y es que «mientras más armonía exista en las asambleas, es decir, mientras más se acerquen las opiniones a la concordia, más dominará la voluntad general; mientras que los debates largos, las discusiones, el tumulto, anuncian la preponderancia de los intereses particulares y la decadencia del Estado», declaraba Rousseau.{10}

Más confusión

La Revolución francesa trajo consigo, casi desde el principio, el sofisma de que «progresismo revolucionario» era igual a «dictadura». Naturalmente, debajo de este paralogismo latía una visión militarizada de la vida política en la que no podía, como así sucedió, haber sitio para el derecho a la crítica y, menos aún, lugar para ejercitar la insumisión. Y por el hecho de que la puesta en marcha de la Revolución francesa entrañó altísimos niveles de militarización, no es casual que los herederos de la Revolución francesa buscaran por todos los medios convertir al Pueblo en un ejército. A este respecto conviene recordar que el revolucionario Louis Auguste Blanqui ansiaba transformar el partido obrero en una institución de perfil militar, que Nikolái Gavrílovich Chernyshevski, tutor espiritual de Lenin, apoyaba la táctica de Buonarroti de ser revolucionario a tiempo completo, y que Karl Kautsky, antes de romper con el partido socialista, recomendaba la conversión de las masas obreras en falanges y milicias, aptas y preparadas para la lucha.

Pero además, hubo otro segundo elemento de más confusión que acompañó a la explosión revolucionaria de 1789: la creencia de que la violencia poseía una vis desde todo punto regeneradora. Y es que «el recuerdo mal interpretado de las guerras de la Revolución francesa, con su fragor legendario, sugiere la idea vaga de que guerra y liberación social van unidas», explica el filósofo francés Maurice Blanchot.{11} Así que, asociado el enfrentamiento bélico al fenómeno de la emancipación del género humano, los defensores del Pueblo pasaron a convertirse en apologistas de la violencia, de la guerra. Lo cual explica por qué Marx se sentía cautivado por la figura del militar Clausewitz, por qué Chernyshevski apelaba al uso de las balas y la táctica de la muerte de los enemigos de la Revolución, por qué Engels recomendaba entre los proletarios la lectura de la obra del estadista prusiano Clausewitz, por qué incluso el propio Lenin llegó a considerar a Clausewitz el filósofo de la guerra más importante de todos los tiempos, por qué Mao Zedong también basaba las estrategias de la lucha revolucionaria sobre la obra (póstuma) de Karl von Clausewitz titulada Von Kriege (De la guerra, 1816-1831), o por qué el mismo Ernesto Che Guevara tomaba por cierta la tesis –léase su panfleto Mensaje a los Pueblos del mundo a través de la Tricontinental (1967)– de que la guerra es la respuesta justa de los pueblos que aspiran a su emancipación.

Como ya sabemos, y veremos ahora, esta corriente será la que históricamente gane la batalle ideológica al pacifismo de otras corrientes de izquierda. Y debido a sus lazos ideológicos con la Revolución francesa, la izquierda marxista padecerá, y desde sus orígenes, el síndrome de Estocolmo o, lo que es igual, la izquierda marxista exhibirá un amor patológico por la violencia, por la guerra, por los verdugos, por la opresión. En suma, por las dictaduras.

«No» a la revolución

Tolstói y Tucker apoyaban la táctica de la insumisión civil, esto es, la legitimidad de transgredir las normas del Derecho Público pero sin utilizar ni apelar al recurso de la fuerza bruta. En otro nivel estaba Proudhon quien, junto a Godwin, encarnaba la corriente más pacifista del anarquismo europeo. Proudhon, que se declaraba, aunque amigo del orden, «propiamente anarquista», de este modo nos lo hizo saber en ¿Qué es la propiedad? (1840), defendía que «la verdadera forma de gobierno era la anárquica». Así lo dejó señalado en Las confesiones de un revolucionario (1849). Es más, según él, la puesta en marcha de la revolución no necesitaba quebrantar insumisamente las reglas del Derecho. ¿Y ello por qué? Porque la revolución se hacía, según Proudhon, de forma permanente y, además, entraba dentro de lo posible pasar de una situación política a otra y por simple evolución y mejora del curso de los acontecimientos. Así que, frente a la impaciencia marxista en la que la estrategia de la guerra era un paso previo a la revolución social, en la perspectiva de Proudhon era viable conseguir una organización óptima de sociedad sin maniobras violentas. Incluso alcanzar un Estado anarquista confederado y sin dictaduras mesiánicas al estilo jacobino.

Con un planteamiento así, Proudhon rompía el esencialismo (de la Revolución francesa) de destruir para construir. Y porque creía en la idea de progreso indefinido, es decir, en la unión de utopía y reformismo, Proudhon tenía una filosofía política muy clara, alejada sin duda de las pautas filobelicistas que defendían otros grupos de izquierda. Y con aciertos o errores, era Proudhon una figura carismática dentro de la intelectualidad europea. Y por serlo, Marx durante su estancia en París quiso ponerse en contacto con él a través de Moses Hess, y entablar relaciones de cara a fortalecer un movimiento de izquierdas. Sin embargo, los resultados no fueron los que esperaba Marx, pues en la carta que le dirigió Proudhon el 17 de mayo de 1846 éste se posiciona por la paz social, muy al estilo de su contemporáneo inglés Richard Cobden. Y frente al alemán Karl Marx, el francés manifiesta rechazar la idea de provocar luchas sangrientas, semejantes a las que desencadenó la Revolución francesa. Es más, igual que hizo el cartista William Lovett, sostenía Proudhon que el proletariado, en lugar de sangre, tiene sed de conocimiento y, por tanto, que hay que desautorizar cualquier política fundamentada en el ejercicio de la venganza y odio de clases.

La carta de la discordia

«Mi querido Marx: [...] no le prometo escribirle mucho ni a menudo; mis ocupaciones de toda especie, unidas a una pereza natural, no me permiten estos esfuerzos epistolares. [...] Ante todo, aunque mis ideas en materia de organización y de actuación estén en este momento por completo definidas, creo que es mi deber, que es el deber de todo socialista, mantener por algún tiempo aún la postura crítica o dubitativa [...]. Busquemos juntos, si usted quiere, las leyes de la sociedad, [...] pero, ¡por Dios!, después de haber demolido todos los dogmatismos a priori no intentemos también adoctrinar al pueblo, no incurramos en la contradicción de su compatriota Martín Lutero, quien, tras haber derrocado la teología católica, se puso enseguida, con grandes dosis de excomuniones y anatemas, a fundar una teología protestante. [...] Aplaudo de todo corazón su idea de esclarecer todas las opiniones; practiquemos una buena y leal polémica; demos al mundo el ejemplo de una tolerancia sabia y previsora, pero puesto que nos encontramos a la cabeza de un movimiento, no nos hagamos jefes de una nueva intolerancia, no nos convirtamos en apóstoles de una nueva religión, aunque esa religión sea la religión de la lógica, la religión de la razón.
[...] Tal vez mantiene usted todavía la opinión de que ninguna reforma es actualmente posible sin un golpe de mano, sin lo que se llamaba antes una revolución, y que no es a fin de cuentas más que una sacudida. Esa opinión, que comprendo, disculpo y estaría dispuesto a discutirla por haberla compartido yo mismo largo tiempo, la he abandonado por completo a raíz, le confieso, de mis últimos estudios.
Creo que no tenemos necesidad de eso para triunfar y que, en consecuencia, no debemos plantear la acción revolucionaria como medio de reforma social [...]. Prefiero, pues, hacer arder la propiedad a fuego lento antes que darle nueva fuerza haciendo una San Bartolomé de propietarios.
Mi próxima obra, que en este momento está a la mitad de su impresión, le dirá más sobre ello.
He aquí, mi querido filósofo, dónde estoy por el momento. Nuestros proletarios tienen tanta sed de ciencia que uno sería muy mal acogido entre ellos si solo se les diese a beber sangre. En una palabra, en mi opinión sería una mala política para nosotros el hablar como exterminadores; los rigores vendrán solos; el pueblo no tiene para eso necesidad de ninguna exhortación.
[...] Es preciso vivir, es decir, comprar pan, leña, carne, pagar a un casero; y, ¡a fe mía!, el que vende ideas sociales no es más indigno que el que vende un sermón.
[...] Mil amistades a sus amigos, los señores Engels y Gigot. Su muy adicto».{12}

La respuesta de Karl Marx a esta carta fue fulminante. Durante el invierno de 1846-1847 escribía La miseria de la filosofía, libelo durísimo contra la figura de Pierre-Joseph Proudhon. Marx que en otros momentos había elogiado la obra de este revolucionario le ridiculizaba ahora. El cambio repentino de parecer obedecía al hecho de que Marx se sentía humillado por Proudhon y desde la venganza vio la necesidad de desacreditar, ofender, denigrar... a un prestigioso compañero de filas. Sin duda, la carta de Proudhon había despertado en él las peores pasiones. Y con resentimiento compuso en francés La miseria de la filosofía, ensayo en el que Marx caricaturizaba a Proudhon como «pequeño burgués que vacila constantemente entre el capital y el trabajo, entre la economía política y el comunismo». Y es que para Marx –que por cierto nunca tuvo trabajo y siempre vivió de las rentas de su mujer y de las ayudas de su amigo Engels–, tanto la burguesía como aquellos obreros que, al estilo Proudhon, tenían aspiraciones pequeñoburguesas representaban la cara más inhumana de la civilización europea. No vamos a entrar en detalles difamatorios, pero quizá sea bueno comentar hasta qué punto la postura crítica, dubitativa y, sobre todo, antiescolástica de Proudhon disgustó a Marx. Y más que el inconformismo de signo anarquista, a Marx le desagradó que Proudhon, con su programa socio-reformista, hubiera enterrado el espíritu jacobino de venganza que escoltaba a la Revolución francesa.

La lucha sangrienta o la nada

Frente a anarquistas como Proudhon, Stirner o Bakunin que descalificaron el fenómeno de la Revolución francesa y registraron cómo los propios dirigentes jacobinos impulsaron el arraigo y auge del Estado omnipotente, Marx vio con buenos ojos el estallido de la Revolución francesa y aunque la tildó de «burguesa», no obstante se inspiró en ella a la hora de defender la crisis y el hundimiento de la economía capitalista y sustentar, en nombre de la liberación, su teoría de la dictadura política. Y si Rousseau se había impuesto en El contrato social la meta de imponer «por la fuerza» la libertad, Marx se asignó un objetivo idénticamente paradójico aunque, no por eso, no menos coercitivo: el afán de prisión. De ahí la necesidad para Marx de implantar un régimen despótico para hombres-libres. De ahí que creyera que para ejercitarse en el uso de la libertad había, primero, que aceptar las cadenas de la dictadura obrera. De ahí que defendiera el imperativo categórico de vivir envuelto y atenazado bajo los muros carcelarios después de, eso sí, haber empleado, como hicieron los líderes jacobinos, el derecho de resistencia para derrocar al Estado capitalista y, a continuación, negar el derecho a la insumisión a la mayoría de la población.

Pero además, si el anarquismo anotaba, igual que lo hizo el liberalismo, el peligro de absorción del individuo en las fauces de la máquina estatal; si el anarquismo, como el liberalismo, hacía un canto a la libertad negativa, o sea, al uso del libre albedrío buscando aminorar las intromisiones de la autoridad y abrir más y más ventanas al mundo para respirar con mayor libertad; Marx y sus acólitos seguían el estilo de marca de Rousseau y, por eso, defendían la belleza que suponía levantar muros y alambradas. Dicho de otro modo. Como Marx y sus seguidores desestimaban el valor de la libertad negativa y ensalzaban las bondades de la libertad positiva, para ellos el ser humano no era nunca realmente libre al margen de la voluntad de control, sujeción y dominio del Estado. En su opinión, las personas debían actuar solo en provecho del Estado y por el sentido de la necesidad política que había trazada por los líderes. Con una estrategia así, el intervencionismo, que no la libertad, era el modo con que la élite sujetaba las bridas del Estado obligando a cada individuo a desempeñar funciones asignadas. Y mientras viven predeterminadas a los intereses generales, las personas no podían exhibir iniciativas dentro de su entorno comunitario, pues mientras sin margen de decisión estaban cual pieza de puzzle supeditadas a los designios de la Ley Colectiva.

A diferencia, por tanto, de lo que pensaban tanto los liberales de izquierda como los integrantes del sector anarquista, Marx propuso la edificación de una sociedad piramidal y anti-igualitaria, regentada por un puñado de líderes. Y sin causarle el menor sonrojo Marx aceptó, a diferencia de Proudhon, lo peor del revolucionarismo francés y puso todo su énfasis en crear un modelo de convivencia despótico, capaz de cercenar la libertad de las personas y hacer que los tiranos de turno también pudieran negar la búsqueda de la emancipación e impedir a la mayoría los usufructos de la insubordinación civil. Recordemos que el insigne líder de la Revolución rusa Vladimir Ilich Uliánov Lenin pensó que quien vivía en rebeldía y, doliente de revolucionarismo, era un rebelde era ni más ni menos que un individuo que padecía «la enfermedad infantil del comunismo». No podía ser de otra manera si el maestro de Lenin, Marx, había hecho suyo el principio rousseauniano de que «la obediencia a la ley es libertad», y siempre mantuvo la creencia en la bondad de la dictadura socialista y, por eso, treinta años después de escribir contra Proudhon La miseria de la Filosofía, Marx volvía a exponer en la Crítica del programa de Gotha (1875) el beneficio que a todos aguardaba un Estado dictatorial.

Item más. Por no entrever Marx como disyuntiva más que la guerra social, el anarquista Bakunin definiría a Marx como «un jacobino por educación y predilección», mientras que Lenin tipificó su teoría, la de Marx, como «doctrina guerracivilista». Así que, frente a la negación proudhoniana de la revolución y del exterminio, Karl Marx finalizaría La miseria de la filosofía valiéndose de una cita de Aurora Dupin alias George Sand: «a cada cambio general de la sociedad, la última palabra de la ciencia social será siempre: «El combate o la muerte; la lucha sangrienta o la nada. Así es como la cuestión se halla planteada de una manera inevitable» (George Sand)». El terror, la brutalidad... eran, en Marx, unas bazas nada desdeñables de cara a conseguir la ansiada y universal revolución proletaria. Es decir, justo lo contrario de lo que preconizaba el viejo Proudhon.

El retorno de Platón

Igual que en la República de Platón un puñado de pensadores trazaba los destinos de toda la colectividad, Karl Marx tuvo el sueño mesiánico de dirigir a las masas dentro de un organizado movimiento obrero y ello con el fin de alcanzar la hora del gobierno proletario. Sin embargo, había un problema de fondo, pues si el lema político de la Asociación Internacional de los Trabajadores rezaba: «la emancipación de la clase obrera es asunto de la propia clase obrera», ¿qué hacían Marx y otros muchos intelectuales dentro del movimiento obrero? ¿No estaban acaso impidiendo que la emancipación de la clase obrera se realizase por ellos mismos? ¿Y no repetían esos mismos intelectuales lo que ocurrió en las elecciones de la Convención cuando nadie del pueblo y ni siquiera un sans-culotte salió elegido como diputado durante la Revolución francesa? Y en el momento en que el sastre alemán Georg Eccarius (1818-1889) y el relojero suizo Hermann Jung (1830-1901) pudieron introducir a un no trabajador como Marx en las filas de la Internacional de los Trabajadores, ¿por qué se empeñó Marx en erigirse alma mater del movimiento proletario, por qué una persona que jamás había sido asalariada y nunca supo lo que era trabajar duro y tener callos en las manos se hizo con las riendas de esta organización? De algunos de estos trajines se dieron cuenta los delegados franceses que asistían al Congreso de Ginebra (1866) al proponer que la composición de la Internacional estuviese constituida por verdaderos obreros, es decir, por trabajadores manuales, y no por intelectuales. Y por supuesto, también de estos trajines se dio cuenta, años después, el comité suizo de habla francesa procedente de Ginebra que, tras el Congreso de la Haya (1872) y en una carta al consejo federal británico, exigía la exclusión de la Internacional de los trabajadores del pensamiento.

Llegado a este punto, surge una duda: ¿cómo explicar que la emancipación de la clase obrera fuera un asunto controlado por la clase no obrera? La clave de este interrogante radica ni más ni menos que en el anti-igualitarismo de los autoritarios, forma en que denominaban los anarquistas a Marx y a sus seguidores. Y decimos «anti-igualitarismo» de Marx y sus seguidores porque en la base socialista de su utopía revolucionaria siempre palpitó la idea aristocrática (propia de las viejas y rancias monarquías absolutistas) de líder, partido y masas. ¿No había escrito Friedrich Engels en su Carta a Bebel (18-28 de marzo de 1875) que «la concepción de la sociedad socialista como el reino de la igualdad es una idea superficial francesa que reposa sobre la vieja «libertad, igualdad, fraternidad», [...] pero que como todas las ideas superficiales [...] hoy debe ser superada»? ¿Y no había señalado Karl Marx en su Crítica del Programa de Gotha (1875) que «unos individuos son superiores física o intelectualmente a otros», y en contra de Proudhon había apoyado las ideas de Saint-Simon y Fourier y, por eso, el filósofo alemán Karl Marx había defendido en la Crítica del Programa de Gotha el lema desigualitarista «de cada cual según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades»? Pero acaso, ¿no es menos cierto que el propio Lenin había subrayado en su escrito Acerca de una carta de «los obreros del Sud» (1901) la necesidad de dirigir al pueblo creando «una literatura especial para la educación política del proletariado ruso»? ¿Y no es acaso verdad que Stalin en su famoso discurso desigualitarista de 1935 afirmaba que «no se puede tolerar que un laminador de la siderurgia gane lo mismo que un barrendero [...,] que un maquinista tenga igual salario que un copista»?

Con estas ideas anti-igualitaristas no había posibilidad de que un trabajador manual, una mujer sin recursos, un maquinista, una barrendera... tuviesen ideas propias o mostrasen sentido elevado la justicia. Y, menos aún, había margen para reconocer que simples analfabetos, lejos de las colinas elevadas del revolucionarismo profesional de los intelectuales, pensasen por sí mismos y se abrogasen la facultad de emplear el derecho a la insubordinación para quejarse de la forma autoritaria de los intelectuales. El sentido abstracto de la verdad proletaria no estaba en posesión de trabajadores como Proudhon o Weitling. Sino reservado al monarca-líder de la Revolución y, por cercanía, reservado también a esa nueva clase aristócrata integrada por pensadores, escritores, ideólogos y propagandistas que, por medio de palabras, se afanaban en difundir y justificar las actuaciones patriótico-revolucionarias de su líder-rey. Por cierto, ¿no es lo que había hecho Georg Lukácks en su obra Historia y Consciencia de clase (1920) cuando justifica al pie de la letra la filosofía de Rousseau sobre la tarea de los líderes de dirigir y «mostrar el buen camino» al pueblo, y además él, Lukácks, advierte que el partido, que no la clase trabajadora, es mesiánicamente «el portador de la consciencia de clase del proletariado, la consciencia de su misión histórica»?

De algunas de estas contradicciones se dieron cuenta, aunque desde distintas perspectivas, tres grandes mosqueteros del socialismo europeo, curiosamente relegados al pudridero de los sepulcros.

Kautsky, Luxemburg y Makhaiski

Igual que Tocqueville, que Stuart Mill, que Proudhon y Bakunin, también Karl Kautsky alertó del peligro del absolutismo. De hecho, a través de La Dictadura del proletariado, una obra que data del año 1918, Kautsky observaba justo en el momento álgido de la Revolución rusa que «no menos dudosa que su inocuidad es la constitución soviética de la dictadura del proletariado. Dictadura: seguramente. Pero ¿precisamente dictadura del proletariado?». Es más, Kautsky pensaba que «la actual Revolución rusa ha hecho, por primera vez en la historia mundial, de un partido socialista el amo de un gran imperio. Acontecimiento este mucho más grandioso que la toma del poder en la ciudad de París, por parte del proletariado, en marzo de 1871. Pero, es un punto importante, la Comuna de París se encontraba por encima de la república soviética. Ella fue obra de todo el proletariado. Todas las tendencias socialistas participaron en ella; ninguna se separó de ella o fue rechazado por ella.

Por el contrario, el partido socialista que gobierna hoy Rusia llegó al poder, apunta Kautsky, en lucha contra otros partidos socialistas. Ejerce el poder excluyendo de sus conspiraciones gubernamentales a los otros partidos socialistas.

La contradicción entre ambas tendencias socialistas no radica en cuestioncillas de celos personales, sino en la contradicción entre dos métodos fundamentales: el democrático y el dictatorial».{13}

Estas palabras tan sombrías como agoreras las escribía para su obra La Dictadura del proletariado, ensayo en el que Kautsky llegó a reconocer que la Revolución rusa provocaría en Europa un aluvión de problemas que, por su hondura y elevado coste desestabilizador, conducirían al viejo continente a un callejón sin salida: a adoptar formas dictatoriales de gobierno en lugar de estilos de convivencia verdaderamente democráticos. Y razón no le faltaba a Kautsky, pues el 30 de diciembre de 1920 Lenin consideraba innecesaria la democracia. Y abierto en Moscú un proceso judicial contra socialistas revolucionarios, Kautsky volvía a la carga en 1922 en el prólogo al libro de Woitinsky sobre Los doce condenados a muerte repitiendo que los bolcheviques «lo único que saben hacer como nadie es exterminar a sus adversarios por los medios violentos y la mentira».

Pero a La dictadura del proletariado se uniría Democracia o Dictadura, un ensayo también del año 1918. Y junto a estas dos obritas Kautsky además escribiría Terrorismo y Comunismo (1919), De la Democracia al Estado esclavista (1921) y La Revolución proletaria y su programa (1922). Y en todos esos textos, este prestigioso socialdemócrata ponía de relieve la cara elitista e hiper autoritaria de los nuevos líderes revolucionarios. Incluso aprovechando la tercera edición, en 1920, de su obra El camino al Poder (1909), Kautsky tras reiterar que no está de acuerdo con la Revolución rusa deja bien claro cómo «en varias partes de esta Europa civilizada el gigantesco crecimiento del proletariado, al que actualmente asistimos, salió de un derrumbe de las viejas autoridades, que trajo consigo una notable extensión de los derechos democráticos. Solo sobre la base de la democracia puede el proletariado llegar aquí al poder y no en la forma de un partido socialista que reemplaza la vieja autocracia por una nueva, apoyada sobre un nuevo militarismo y una nueva burocracia».

¿Qué efectos provocaban las palabras de Kautsky sobre la comunidad europea, marxistizada hasta la médula? Un gran revuelo, en especial dentro de ese ingente ejército de intelectuales y seguidores, de fieles adoradores de la fe proletaria. Y a nivel personal, que Lenin le tomara por «hereje, antirrevolucionario y revisionista». Pero Kautsky no fue el único en concienciar los rasgos elitistas y dictatoriales que exhiben los seguidores del marxismo. En contra de Lenin también alzó su voz Rosa Luxemburg cuando afirmó que la actividad revolucionaria debía ser un auténtico movimiento de masas y no el lugar exclusivo de intervención del Partido que, según ella, con su proceder oligárquico y autoritario, no hacía sino reprimir conductas espontáneas y entorpecer la consecución de soluciones correctas.

Las críticas de Luxemburg contra la elite bolchevique que encabezaba Lenin no eran novedosas. Venían de muy atrás, de la época en que esta pensadora revolucionaria escribió una obra en respuesta al folleto de Lenin titulado Un paso adelante, dos pasos atrás (1904). Pues bien, Luxemburg, sin morderse la lengua, señalaba que la idea rectora de la política de Lenin se basaba en «un centralismo sin contemplaciones [..., en] la disciplina férrea y la injerencia directa y decisiva y determinante de las autoridades centrales en todas las manifestaciones de las organizaciones del partido. [...] Según todo esto, el comité central resulta ser el núcleo realmente activo del partido, mientras que las demás organizaciones se limitan a ser instrumentos del ejercicio de sus designios».{14}

Y no solo eso. El socialista de origen polaco Jan Waclav Makhaiski (1866-1926) observó que entre los ataques de Marx a los mandos y dirigentes de la burguesía jamás aparecía crítica o advertencia negativas contra los miembros de la clase intelectual que, dentro del socialismo, ya acaparaba puestos de responsabilidad y desempeñaba cargos de gestión y privilegio en nombre de la causa proletaria. Estudioso de la obra de Marx, Makhaiski descubrió que había sido Marx, quien en El Capital había reflotado la distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual y subrayado también las diferencias entre la remuneración del trabajo simple-manual y trabajo complejo-intelectual.

Con estas dosis de anti-igualitarismo presentes en la filosofía política de Marx, cabía preguntarse cómo podía un día convertirse la clase obrera en clase dominante o, lo que es igual, cómo podía llegar a ser clase hegemónica cuando sus integrantes pasaban automáticamente a ser encerrados en el interior de la jaula socialista y controlados por una jerarquía de mandos verticales. Dicho de otra forma. ¿Cómo el proletariado puede dejar de ser clase dominada si «los intelectuales, dice Makhaiski en 1905, desde que reciben el derecho a gobernar el Estado, cesan inmediatamente de rebelarse y se esfuerzan solamente en conservar el orden que les consagra como gobernantes y maestros, mientras que los obreros quedan sentenciados para toda la vida a un trabajo manual servil»?

A la pregunta que el filósofo húngaro Georg Lukács se hizo en Historia y Consciencia de clase (1920) referida a por qué la revolución no es percibida como revolución entre las masas explotadas y, sobre todo, por el proletariado en su conjunto, habría que contestar que, igual que les pasó a los jacobinos durante la Revolución francesa, los intelectuales en nombre del socialismo marxista se iban a erigir en falsa vanguardia del revolucionarismo obrero encerrándose, como les sucedió a los filósofos de la República platónica, en la abstracción de sus teorías hasta olvidar los problemas e intereses de la gente corriente. Con lo cual, sus líderes trabajarían por el Pueblo pero oprimiendo al Pueblo, criticaron Rosa Luxemburg y Kautsky. Y junto a la alienación que ese régimen represivo y burocrático, nacido de las entrañas de la dictadura socialista, estaba produciendo entre los más desfavorecidos, se iba a confundir, alertó proféticamente Makhaiski, revolución con contrarrevolución. Es más, se iban a crear nuevas clases en nombre del socialismo fortaleciendo, y de qué modo, la separación entre dirigentes y trabajadores, entre Poder y obreros. Ante tal desatino, Makhaiski reivindicaba que «las masas obreras deben conducir ellas mismas su revolución [...que] va más lejos que todos los planes y problemas socialistas. [Y añadía:] La emancipación de los obreros, la destrucción de la opresión que ellos sufren son causas más sólidas que la [causa] del socialismo. Éste agrupa las fuerzas para la caída de los capitalistas, pero enseguida quiere reemplazarlos por la clase de «cuellos blancos» hereditarios, dejando en la servidumbre a la clase de los trabajadores manuales y a su descendencia».{15}

¿Preguntas?

«Cuando la gente nos censura por nuestra crueldad, nos preguntamos cómo pueden olvidar los principios más elementales del marxismo», Lenin, Pravda: 26 de octubre de 1918.

Como ocurrió con los jacobinos, en la Rusia marxista no iba a haber más estrellas en el firmamento que el dolor y la resignación. De hecho, por el decreto de 7 de diciembre de 1917, el Partido creó «la Checa Panrusa de lucha contra el sabotaje y la contrarrevolución». Así que en estas condiciones, y con los líderes del socialismo marxista enfrascados en la tarea de dirigir al estilo espartano y con mano dura un Estado (de nomenclatura) benefactor, resultaba muy difícil ejercitar la crítica, cuando no, la queja ciudadanas y, sin duda, una tarea más que vana o imposible hacer uso del derecho a la insubordinación, pese a que los umbrales de injusticia fueran enormes, inimaginables, y los excesos de quien regentaba ese supuesto Estado benefactor llegaran, por el bien de la Dictadura Proletaria, a la opresión, a la tiranía, en suma, a la crueldad. Ahí está la matanza de Astrakán acaecida contra obreros rusos hambrientos que refirió Silin en septiembre de 1920. Masacre al estilo vendeano que, aunque resulta incluso hoy bastante desconocida, fue perpetrada por el representante del órgano supremo del Estado marxista-leninista en nombre del Nacionalismo proletario.

El anarquista (y príncipe) Piotr Kropótkin, a la luz de los muchos acontecimientos sanguinarios que veía cómo enlodazaban la llama de la revolución, escribiría el 21 de diciembre de 1920 una Carta a Lenin. En ella Kropótkin se preguntaba: «¡Cómo pueden los apóstoles de una nueva vida, y los arquitectos de un nuevo orden social dotarse de tales medios de defensa contra sus enemigos! [...] ¿No se dan cuenta sus camaradas de que ustedes, comunistas, a pesar de los errores que hayan cometido están trabajando para el futuro, y que por lo mismo, no debían realizar su trabajo en forma tan cercana a lo que fue el terror primitivo? Ustedes deberían saber que precisamente estos actos, realizados por revolucionarios en el pasado, han hecho de las nuevas realizaciones comunistas algo tan difícil de lograr».

A la vista de los más de cuatro millones de muertos que Lenin provocó en menos de seis años, justo hasta que la muerte se lo llevó del reino de los vivos y no pudo seguir practicando la crueldad en nombre del proletariado marxista; es decir, a la vista de los más de cuatro millones de muertos que produjo la siega fascismarxista, muchos de los cuales empezamos a conocer en profundidad con las primeras traducciones que nos llegan, casi cien años después, de testimonios sobre el holocausto comunista; la cuestión final es ésta: en un Estado-Leviatán, construido para alcanzar oscuros beneficios a partir de la alienación y asesinato de sus habitantes, ¿queda sitio, de verdad, para ejercitar la duda, ansiar y efectuar cambios políticos? Es más, ¿hay espacio para el principio de resistencia a la opresión en aquellos gobiernos que, a pesar de que se maquillen de revolucionarios, practican sin embargo el terrorismo de Estado?

Sea cual sea su respuesta, el socialista español Fernando de los Ríos, que vivió en la Rusia de 1920 y vio de primera mano la implantación de los lemas políticos de Marx, registró en su autobiografía Mi viaje a la Rusia sovietista esta evidencia: «quien maniata a un pueblo prorroga, pues, su servidumbre en la Historia».

Notas

{1} John Locke (1690), Tratado sobre el gobierno civil, Aguilar, Madrid, 1986 reimpr., #224, #229.

{2} El argumento que empleó Rousseau en su obra El contrato social o principios de derecho político era éste: «s'il faut obéir par force on n'a pas besoin d'obéir par devoir, et si l'on n'est plus forcé d'obéir on n'y est plus obligé. [...] Convenons donc que force ne fait pas droit et qu'on n'est obligé d'obéir qu'aux puissances légitimes» (lib. I cap. III).
El texto de De Meilhan perteneciente a su obra Los principios y causas de la Revolución en Francia (1790) puede leerse en Sénac de Meilhan y Antoine Barnave, Dos interpretaciones de la Revolución francesa, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, pág. 63.

{3} Johann Gottlieb Fichte, Hasta qué punto la política de Maquiavelo tiene todavía aplicación en nuestra época, en Johann Gottlieb Fichte (1807), Sobre Maquiavelo como escritor y pasajes de sus obras, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 166-167.

{4} Para analizar el sentido de la libertad que aparece en La Enciclopedia léase el término «Igualdad Natural» que firma el Caballero de Jacourt. Las ideas de insurrección política que defendió François Noël Gracchus Babeuf aparecen en Le Tribun du Peuple, 28-I-1795, nº 31.

{5} Las palabras originales de François Joseph Westermann eran: «Il n'y a plus de Vendée, citoyens républicains, elle est morte sous notre sabre libre, avec ses femmes et ses enfants. Je viens de l'enterrer dans les marais et les bois de Savenay. Suivant les ordres que vous m'avez donnés, j'ai écrasé les enfants sous les pieds des chevaux, massacré des femmes qui, au moins pour celles-là, n'enfanteront plus de brigands. Je n'ai pas un prisonnier à me reprocher. J'ai tout exterminé. [...] Les routes sont semées de cadavres. Il y en tant que sur plusieurs points, ils font des pirámides». Y añade: «Nous ne faisons plus de prisonnier, il faudrait leur donner le pain de la liberté, et la pitié n'est pas révolutionnaire». Jean-François Revel (1988), El conocimiento inútil, Austral, Madrid, 2006, pág. 277.

{6} Marie Isidore Robespierre (25-XII-1793), Discours sur le gouvernement révolutionnaire: «le but du gouvernement constitutionnel est de conserver la République; celui du gouvernement révolutionnaire est de la fonder. [...] Le gouvernement révolutionnaire doit au bon citoyen toute la protection nationale; il ne doit aux Ennemis du Peuple que la mort. Ces no-tions suffisent pour expliquer l'origine et la nature des lois que nous appelons révolutionnaires».

{7} Sobre Toulon puede leerse el texto de Jeanbon Saint-André (1793), Rapport sur la trahison de Toulon, y también el libro de Adolphe Thiers (1823-1827), Histoire de la Révolution française, vol. V, cap. XIII.

{8} Fernando de los Ríos Urruti (1921), Mi viaje a la Rusia sovietista, Alianza Editorial, Madrid, 1970, pág. 127.

{9} Jean-Jacques Rousseau (1762), El contrato social o principios de derecho político, lib. I cap. VII, lib. II cap. VI.

{10} Jean-Jacques Rousseau (1762), ibidem, lib. II, cap. 5, lib. IV, cap. II.

{11} Maurice Blanchot (1984), Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión, Tecnos, Madrid, 2003, pp. 92. Videtur pp. 93-94.

{12} Proudhon, Carta a Karl Marx, 17 de mayo de 1846. El 15 de octubre de 1846 salía a la luz la obra de Proudhon titulada Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria (1846). Comentemos que Proudhon era defensor, como en la época de la Revolución francesa lo fue el maestro Dansart, de la necesidad de culturizar a través de la educación a las personas de las clases socialmente menos favorecidas.

{13} Karl Kautsky (1918), La Dictadura del proletariado, pp. 53 y 15, en Kautsky K., La dictadura del proletariado & Lenin V.I., La revolución proletaria y el renegado Kautsky, Ayuso, Madrid, 1976.

{14} Rosa Luxemburg (1904), Problemas de organización de la socialdemocracia rusa, en Rosa Luxemburg, Obras escogidas, Ayuso, Madrid, 1978, pág. 114. La obra de Lenin Un paso adelante, dos atrás, puede leerse en Lenin V. I., Obras Completas, Akal, Madrid, 1974-1977, vol. VII, pp. 519 ss.

{15} Jan Waclav Makhaiski (1905), La Révolution bourgeoise et la Cause ouvrière, pág. 12, en Jan Waclav Makhaiski (1978), Le socialisme des intellectuels, textos seleccionados y traducidos por Alexandre Skirda, Les éditions de Paris, París, 2001, pág. 36. Jan Waclav Makhaiski (1918), La Révolution ouvrière, pág. 407, en Jan Waclav Makhaiski (1978), Le socialisme des intellectuels, o. cit. pág. 42. Comentemos que Makhaiski, a pesar de escribir su obra en ruso y tener un fuerte impacto entre los movimientos socialistas, sindicalistas y anarquistas rusos de la época, no ha sido traducido a ninguna lengua europea, salvo al francés.

 

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