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El Catoblepas, número 61, marzo 2007
  El Catoblepasnúmero 61 • marzo 2007 • página 15
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La decadencia cultural de la derecha española indice de la polémica

Pedro Carlos González Cuevas

Revisionismo y memoria histórica

La experiencia histórica demuestra que perder la batalla cultural significa perder la de las instituciones y, en definitiva, la del poder. La dialéctica intelectual condiciona las elecciones. Y es que la lucha política se gana, en última instancia, en el propio entendimiento del adversario. Hacer hincapié en ello resulta singularmente importante a la hora de analizar nuestra actual situación política. No descubrimos nada si denunciamos el abandono por parte del conjunto de la derecha española de la lucha por la hegemonía cultural. No siempre fue así. A lo largo de los siglos XIX y XX, la derecha española, en sus diversas tradiciones, disfrutó del apoyo de numerosos intelectuales. La derecha conservadora-liberal tuvo a Martínez de la Rosa, Borrego, Pastor Díaz y Cánovas; la tradicionalista, a Donoso Cortés, Balmes y Menéndez Pelayo. Ya en el siglo XX, Ortega y Gasset contribuyó decisivamente a la constitución de la nueva derecha liberal-conservadora; Ramiro de Maeztu, a la renovación del tradicionalismo; y Eugenio D'Ors, a la fundamentación intelectual de la derecha radical. El régimen de Franco contó, desde el principio, con intelectuales de prestigio como Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, José Antonio Maravall, Francisco Javier Conde, Antonio Tovar, etc. Sin embargo, a partir de la crisis de 1956, algunos abandonaron el franquismo para pasar a la oposición. Por otra parte, el Concilio Vaticano II deslegitimó el tradicionalismo, cuyos últimos representantes, Francisco Elías de Tejada y Rafael Gambra, se limitaron a repetir las viejas fórmulas sin capacidad de renovación alguna. Julián Marías intentó actualizar la tradición liberal-conservadora orteguiana, pero sin demasiado éxito, porque fue incapaz de superar a su maestro. Gonzalo Fernández de la Mora contribuyó a renovar la tradición conservadora autoritaria, en su sentido racionalizador y tecnocrático, pero careció de continuadores.

Por contra, a finales de los años sesenta, surgió una nueva izquierda cultural, cuyos principales representantes fueron José Luis López Aranguren, Enrique Tierno, Ramón Tamames, Manuel Tuñón de Lara, &c., que daría sus frutos a lo largo del proceso de transición al Estado de partidos, convirtiéndose en claramente hegemónica. La izquierda consiguió, en aquel período, instaurar una oligarquía cultural, que, mediante múltiples rituales de exclusión simbólica, articuló un sistema segregacionista, basado en una distinción nítida entre discutidores legítimos y los excluidos del debate intelectual. Sus líderes exhortativos, como denunció el sociólogo Víctor Pérez Díaz, tienden a estrangular la emergencia de nuevas ideas a través de una crítica sistemática e incluso mediante su reducción al silencio. En contraste, la derecha estuvo dominada, en aquella situación, por un profundo sentimiento de culpa, una curiosa mezcla de consternación, perplejidad, temor y autocrítica; una especie de mala conciencia, basada en la certeza de haber abusado demasiado y durante demasiado tiempo del poder. Consecuentemente, ser de derechas no estuvo bien visto por un considerable sector de la sociedad española. Derechista y derechización adquirieron, en el lenguaje político e incluso en el lenguaje popular, un sentido no ya negativo, sino abiertamente peyorativo.

Todo ello repercutió, sin duda, en ese abandono de la lucha cultural. Inútil buscar en la Unión del Centro Democrático, un partido de aluvión, sin ideología, intento alguno de hegemonía ideológica. Desde entonces, dominó en el conjunto de la derecha española el llamado centrismo, es decir, una posición de perfiles imprecisos, carente de sustantividad, cuya consecuencia última ha sido la consagración del oportunismo político. La llegada al gobierno de José María Aznar y del Partido Popular, en 1996, no supuso el menor cambio de perspectiva; todo lo contrario. El Partido Popular fue incapaz, a lo largo de ocho años de gobierno, no ya de llevar a cabo, ni tan siquiera de plantear la reforma intelectual y moral que la sociedad española necesitaba y necesita. En ese aspecto, su labor fue prácticamente nula. Lo cual demostró, entre otras cosas, que, a pesar de todas las derrotas históricas de la izquierda, la derecha seguía siendo, en el fondo, esclava de la cultura y de los mitos de su antagonista. Aznar manifestó que su gobierno no tendría «ningún a priori conceptual ni estético». Por otra parte, intentó entroncar con la tradición conservadora liberal de Cánovas, cuya concreción histórico-institucional había sido el régimen de la Restauración. Sin embargo, en una pirueta en la que se sintetizaban tanto el oportunismo como el complejo de inferioridad, el líder del Partido Popular intentó captar para la derecha liberal nada menos que a Manuel Azaña; lo que no sólo resultaba contradictorio con la reivindicación del canovismo, sino que fue un error por partida doble. En primer lugar, porque ensalzó a un intelectual mediocre, de quien lo mejor que puede decirse, como señaló Fernando Lázaro Carreter, es que fue «un utopista a quien el cielo castigó concediéndole el poder». ¿Acaso –nos preguntamos– no existía la figura egregia de Ortega y Gasset como posible referente intelectual de la nueva derecha española¿. Y, en segundo, porque, según advirtió el excomunista Jorge Semprún, en sus Memorias, aquel gesto demostraba que eran «los valores de los vencidos en la guerra civil los que fundaban la ley moral». Además, en un gesto irreflexivo, el Partido Popular apoyó la concesión de la ciudadanía española a los supervivientes de las Brigadas Internacionales, que fueron presentados ante la opinión pública nada menos que como «voluntarios de la libertad». Este episodio tuvo lugar durante la etapa socialista; pero la condena del régimen de Franco en el Parlamento, aparte de otras concesiones simbólicas de gran importancia, se efectuó bajo el gobierno popular. La derecha en el poder creyó obrar con altura de miras y en pro de la definitiva reconciliación de los españoles. Pero la izquierda no respondió positivamente a esa política de mano tendida. Sus intelectuales criticaron el homenaje tributado por Aznar a Cánovas, en conmemoración de su asesinato a manos de un anarquista; lo mismo que las beatificaciones de los sacerdotes asesinados por los republicanos durante la guerra civil.

En los discursos de Aznar apenas hubo menciones, lo que era tremendamente significativo, a la guerra civil o al régimen de Franco. De vez en cuando, incidentalmente, hizo referencia al franquismo como «un largo período de excepción» o de «dictadura». El régimen de Franco sería así una especie de paréntesis, de anomalía histórica, tras la cual el progreso liberal continuaría su marcha. Pero este vacío fue aprovechado por la izquierda cultural para demonizar aún más al régimen nacido de la guerra civil y plantear reivindicativamente el tema de la memoria histórica de los vencidos. En ese sentido, la izquierda no puede decirse que haya resucitado, como suele decirse acríticamente, la memoria histórica de la guerra civil y del franquismo, sino «su» memoria histórica que trata, por todos los medios, de imponer al resto de la sociedad. Novelas, películas, ensayos históricos, reportajes televisivos, desenterramiento de cadáveres en fosas comunes, &c., &c.; todo ello se ha erigido en voz y símbolo del bando republicano en la guerra civil. La ofensiva fue de tal calibre que incluso un historiador de izquierda como Santos Juliá se vió obligado, con gran honestidad, a denunciarla como fruto de una estrategia política de los socialistas y de los comunistas para deslegitimar históricamente al gobierno del Partido Popular. Y es que, recordaba, los socialistas tuvieron catorce años para hacerlo y no hicieron nada al respecto. En el período aznarista, se publicaron más libros sobre la guerra civil, el maquis, la represión de postguerra o el franquismo que en toda la etapa socialista. Por lo general, en esta publicística suele ofrecerse una visión profundamente distorsionada y maniquea de los acontecimientos. El bando acaudillado por Franco resulta ser un compendio paradigmático de lo grotesco y lo repugnante; algo que produce indignación y, al mismo tiempo, supera los límites de lo absurdo. Los republicanos, en cambio, aparecen como depositarios de todas las virtudes cívicas y democráticas. La valoración del período franquista era –y es– absolutamente negativa, censurando toda concesión a sus razones y logros.

Y es que la llamada memoria histórica es un concepto de abierto contenido político, es decir, polémico, basado en la dialéctica amigo/enemigo. Tiende a presentarse como una especie de moral de sustitución, cuyo motivo conductor es fundar la identidad de determinados grupos e individuos; lo que implica un culto al recuerdo y a la conmemoración de ciertos acontecimientos. Es, además, selectiva por naturaleza, ya que tiene por base una discriminación partidista de los hechos. A ese respecto, como señaló Todorov, memoria histórica e historia representan dos formas antagónicas de relación con el pasado. La primera se basa en la conmemoración; la segunda en la investigación. La memoria histórica está, por definición, al abrigo de dudas y revisiones; mientras que la historia es esencialmente revisionista, porque ambiciona establecer los hechos y situarlos en su contexto, para evitar anacronismos. La primera demanda adhesión; la segunda, distancia.

El gobierno presidido por Aznar no fue consciente de la importancia de esa ofensiva, a la que apenas tuvo nada que oponer. Tampoco tuvo especial interés en contar con los intelectuales. Gobernó durante ocho años; pero, en la práctica, no reinó, porque el imaginario ideológico siguió en manos de la izquierda. Ni tan siquiera se ocupó de organizar eficazmente los medios de comunicación para contrarrestar el ataque de la izquierda. Lo que explica, al menos en parte, su derrota electoral de marzo de 2004.

Consciente de su superioridad cultural y mediática, la izquierda en el poder no ha vacilado en intentar llevar a cabo sus proyectos culturales y, sobre todo, imponer su propia memoria al resto de la sociedad. En ese aspecto, Rodríguez Zapatero, un hombre de mentalidad turbia, equívoca, tiene las ideas muy claras y carece por completo de capacidad autocrítica en relación a la historia del partido político que dirige y representa. No dudó en retirar la estatua de Franco sita enfrente de los Nuevos Ministerios, conservando, en cambio, las de Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, cuya responsabilidad en el estallido de la guerra civil resulta indiscutible, y que se encuentran en el mismo lugar. Tampoco ha dudado en presentar a la II República como antecedente del régimen político actual; y de propiciar una Ley, como la de Memoria Histórica, cuyo objetivo apenas disimulado es la instauración de un nuevo relato hegemónico, sobre nuestro más próximo pasado, sin espacio alguno para la posibilidad de una memoria compartida. A diferencia de la derecha, Rodríguez Zapatero sí ha podido contar con la adhesión de numerosos historiadores y, sobre todo, con el apoyo mediático del diario El País, que sigue ejerciendo, tal y como lo definió López Aranguren, su función de «intelectual colectivo» de la izquierda española. Historiadores como Enrique Moradiellos, Alberto Reig, Gabriel Cardona, Francisco Espinosa, Francisco Moreno Gómez, Ángel Viñas, Antonio Elorza, Paul Preston, Julio Aróstegui, &c., &c., han contribuido eficazmente a la mitificación del bando republicano y a sus figuras carismáticas como Manuel Azaña, Vicente Rojo, Indalecio Prieto; y últimamente a Juan Negrín, a quien alguno de esos historiadores ha comparado con Winston Churchill o Charles De Gaulle. Y es que, en el fondo, viene a identificarse antifranquismo y democracia; lo que no deja de ser una gravísima manipulación histórica. Porque los socialistas revolucionarios, los comunistas y los anarquistas –lo mismo que sus aliados internacionales– no combatían en defensa de la legitimidad de la República del 14 de abril, sino por la construcción de un sistema político-social colectivista y antiliberal. De ahí que numerosos liberales, como Ortega y Gasset, Lerroux, Menéndez Pidal, García Morente, Marañón, Cambó, Pérez de Ayala, &c., apoyaran a Franco en la guerra civil. De esa forma, la izquierda cultural falsea la dinámica política de los años treinta del siglo XX.

Huelga decir que, hoy por hoy, apenas existe espacio para una memoria franquista ni una narración o investigación en esa dirección. Los libros de inspiración manifiestamente franquista han quedado al margen de los circuitos académicos o de las editoriales de prestigio. Autores como Ricardo de La Cierva han sido incapaces de renovar su discurso histórico sobre la guerra civil, limitándose a repetir las viejas tesis de los años sesenta. Y el Partido Popular ha tenido poco que decir al respecto, conformándose con mantener su oposición a las leyes propugnadas por los socialistas, sin ser capaz de promover un proyecto cultural digno de tal nombre. La derecha actual cuenta con agitadores mediáticos, como Federico Jiménez Losantos, eficaces a la hora de movilizar a los sectores conservadores, pero cuya perspectiva político-cultural resulta muy limitada, incluso tosca. Algo que se extiende a una pseudohistoriografía muy influyente en dichos sectores, cuyos máximos representantes son Pío Moa y César Vidal. Ni Moa ni Vidal son verdaderos historiadores; a lo sumo, podrían ser calificados de polemistas. Los escritos del primero adolecen de una formación histórica e intelectual muy somera. El caso de Vidal es paralelo, pero distinto. Su trayectoria es la del típico oportunista. Y da la sensación de que podría defender una determinada causa política y la contraria. En un primer momento, su pluma estuvo escorada a la izquierda, como lo demuestra el contenido de su biografía sobre José Antonio Primo de Rivera, plagada de retórica marxista y... de plagios. Luego, una vez descubierto el filón de ponerse al servicio de la intelectualmente alicorta derecha española, se ha olvidado del sesgo ideológico de sus anteriores obras, aunque continúa su afición por el plagio. Las obras de Vidal carecen de credibilidad; son un conjunto de refritos, meras síntesis en el mejor de los casos, sin originalidad y innovación alguna. En consecuencia, lejos de servir a la derecha para contrarrestar la ofensiva de la izquierda cultural, los libros de Moa y Vidal han dado a su antagonista la posibilidad de inventar un maniqueo, es decir, reconstruir un adversario ideal a quien refutar y fingir sabiduría y capacidad de innovación. Los historiadores de izquierda han calificado la producción de Moa y Vidal de revisionista; pero, en eso como en su interpretación de la II República y de la guerra civil o del franquismo, se equivocan o, lo que es peor, trivializan conscientemente un fenómeno de tanta importancia político-cultural como es el revisionismo histórico-político europeo. Revisionistas han sido auténticos historiadores como Renzo de Felice, François Furet, Pierre Chaunu o Ernest Nolte, cuya brillante producción se encuentra –y da hasta vergüenza tener que decirlo– a años luz de las elucubraciones oportunistas de Moa y Vidal. De Felice fue capaz, sobre todo a partir de la publicación de su monumental biografía de Mussolini, de someter a discusión racional los mitos y los tópicos sobre el fascismo y la resistencia italiana; Furet y Chaunu, criticaron elocuentemente la «vulgata» marxista sobre la Revolución Francesa; y Nolte contribuyó de forma sagaz a contextualizar la emergencia del nacional-socialismo alemán frente a la amenaza bolchevique. La producción de estos autores ha tenido una resonancia mundial y ha contribuido a replantear toda nuestra visión de la historia contemporánea europea. Nada que ver, pues, con la mediocre realidad española. En nuestro país, resultaría hoy imposible algo semejante al célebre Debate de los Historiadores, protagonizado en Alemania entre otros por Nolte y Habermas.

Tal es, a grandes rasgos, la triste situación político-cultural de la derecha española. Me gustaría creer que la lejanía del poder político pudiera servirle para reflexionar sobre su necesario rearme intelectual. Pero ello sólo sería posible si consigue atraerse a verdaderos intelectuales y articular una auténtica élite cultural. Además de ello, necesitaría asumir su historia, emancipándose de la caricaturesca construcción de la memoria histórica fabricada por la izquierda. Una historia llena de errores y de aciertos, como toda obra humana; pero cuyo balance es más positivo que el de su antagonista. Asumir su pasado con capacidad crítica y optimismo creador, tal es la reforma moral que necesita.

 

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