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El Catoblepas, número 65, julio 2007
  El Catoblepasnúmero 65 • julio 2007 • página 12
Artículos

La Biopolítica

María Teresa González Cortés

Cuando se analiza la magnitud de los incendios genocidas ocurridos en plena Edad Contemporánea, observamos que el desenlace de estos sucesos estaba, de alguna manera, presente ya en las ideas de biopolítica en boga, en toda Europa, desde finales del siglo XIX. Arropado con atuendos científicos, el desigualitarismo sirvió a un amplio sector antiliberal para justificar y poner en circulación un prototipo ficticio y antidemocrático de Humanidad. El resultado de esta aventura, a todas luces insolidaria e inhumana, es de sobra conocido, aunque no lo es tanto el apoyo vergonzoso que recibió de intelectuales y hombres ciencia

En busca del Walhalla

Sabemos que Thomas Carlyle entre 1837 y 1840 preparó varios escritos que acabarían reunidos y bajo el título genérico de On heroes, hero worship and heroic history (Acerca de los héroes, el culto al héroe y la historia heroica). En esta obra, publicada en 1841, desarrollaba Carlyle la idea de que todo paso adelante en la Historia era fruto de la acción de un héroe porque tal era su arrolladora fuerza interior, que las masas estaban obligadas a reconocerle. Y a ser obedientes a sus mandatos, opinaba Carlyle. Y es que, según este pensador, el amanecer de una nueva y luminosa sociedad dependía de la influencia cesarista de los líderes, a los que les correspondía, como seres providenciales, el derecho a acaudillar la sociedad.

Carlyle, por supuesto, no fue el único que defendió la teoría de la armonía y grandeza de los héroes. De hecho, el político e historiador alemán Johann Gustav Droysen escribiría una biografía sobre el que fue primer líder europeo y emperador universal, y su Historia de Alejandro Magno (1883) acabó convertida en uno de los best-sellers más destacados del siglo XIX. Por supuesto, y además de Droysen, el filósofo inglés John Ruskin (1819-1900) aceptaría, pese a ser un pensador reformista, el ideal homérico de las élites, mientras que el no menos célebre filósofo francés Hippolyte Taine (1828-1893), cuyo pensamiento discurría por las líneas de la tradición aristocrática, juzgaba el genio (de grandes escritores y artistas eminentes) tocado por una facultad maestra, única e insuperable. Taine que definía el arte como manifestación de la evolución espiritual y moral de las sociedades atribuía la causa del genio artístico al talento que, en su opinión, venía no solo determinado por factores físicos (geografía, clima...), sino además motivado por elementos fisiológicos (la herencia, la raza de los grandes hombres).

No hay duda: la figura de dirigentes-caudillo seducía y levantaba pasiones. E incluso monumentos. De hecho, en la ciudad alemana de Regensburg (Ratisbona), Leo von Leuze construiría de 1830 a 1842 un templo, el Walhalla, ofrendado por el rey Luis I en honor a los grandes hombres de Germania. Por supuesto, mucho antes de que Hitler en su obra Mi lucha (1924) anotara la necesidad de construir un Walhalla educativo, labrado con los nombres de los grandes de la historia de Alemania, los Walhalla que, desde hacía décadas, venían elevándose en Centroeuropa no se construían solo con piedras, como hizo von Leuze, sino con palabras y en forma de discursos pomposos. De hecho, desde la obsesión por beber de las fuentes no democráticas, el intelectual Arthur de Gobineau elevaría su particular templo a los héroes. Y, junto a la creencia en seres sobrehumanos, Gobineau admitiría la existencia de estirpes «extraordinarias y deficientes», de razas excelentes, preparadas para mandar, y castas inferiores, solo aptas para recibir órdenes.

Sobra decirlo, pero en el acto de rememorar las hazañas de grandes hombres y de rebuscar destellos de linajes sobrehumanos entre las cenizas del pasado, la ciencia jugó, en especial la biología, un papel muy relevante. Los prejuicios más clasistas ya palpitaban en las venas del propio discurso científico, y Gobineau no tuvo, por ello, ninguna dificultad a la hora de sostener, como evidencia de desarrollo y subdesarrollo, el criterio histórico-evolutivo de la fisiología humana, ¿quizá influido por Kant quien en su trabajo Determinación del concepto de una raza humana (1785) ya distinguía entre la raza blanca, la raza amarilla, la negra y la roja?, ¿o quizá influido por Fabre d’Olivet, autor de una Histoire philosophique du genre humain (Historia filosófica del género humano, 1824), en la que hablaba de la sucesión de las razas amarilla, roja, negra y blanca? En cualquier caso, fue Gobineau quien mejor clasificó las razas humanas desde un punto de vista ofensivo. Y fue él quien, en medio de un patológico delirio europocéntrico, antepuso la raza blanca por encima de cualquier otro walhalla hereditario. De hecho, al limitarse a la influencia de los factores biológicos, Arthur de Gobineau acabó por relacionar el predominio de ciertos grupos étnicos con el nacimiento, auge y progreso de sus culturas. Y a la inversa, vinculando el declive de ciertas culturas con la degeneración de otros grupos étnicos.

El auge del modelo genetista

En honor a la verdad hay que decir que el liberalismo también colaboró en el arraigo del paradigma genetista. Es decir, no fueron solo los antimodernos los que reflotaron el uso de la biología para esclarecer sucesos sociales y explicar el rumbo determinista de ciertos hechos políticos. La máxima del pensamiento liberal siempre residió en el principio de que todos los seres humanos eran iguales por naturaleza. Dicho de otro modo. Puesto que el liberalismo se opuso al genetismo desigualitarista de la tradición aristocrática; puesto que el pensamiento liberal negó la validez de aquellas teorías genealógicas que descansaban, por cuestiones de sangre y linaje, en la existencia de castas, tan irreconciliables como antitéticas; pensadores y políticos liberales tuvieron a bien emplear palabras como «raza», «instinto», «género humano»... para apoyar, como argumento de autoridad, las aspiraciones de la igualdad universal. Por supuesto, la simiente democrática del genetismo liberal no cayó en saco roto y fue asumida, con el tiempo, por socialistas y anarquistas. Sin embargo, los antimodernos se ensañaron contra esta peligrosísima perspectiva biopolítica y, generando una fuerte reacción antiliberal, se valdrán de ideas organicistas, aunque con objetivos muy distintos a los trazados por la corriente liberal.

Un ejemplo de lo que decimos lo encarna el ya citado conde de Gobineau, quien llegó a enfocar el problema del origen de la decadencia de los pueblos a partir del problema de la contaminación de las razas. Por eso, en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas (1853-1855) este conspicuo orientalista francés recalcaba las diferencias de valor entre las distintas razas humanas, y subrayaba el potencial de degeneración al que estaban expuestas tras fusionarse con grupos raciales indeseados. Las diferencias entre el hombre caucásico, el hombre amarillo, el hombre negroide... eran en opinión de Gobineau un claro exponente de la desigualdad de las razas. Y no solo física, sino espiritual. Por este motivo, Arthur de Gobineau (1816-1882) sostuvo categóricamente que «la raza blanca tenía originariamente el monopolio de la belleza, la inteligencia y la fuerza. Por su unión con otras variedades han surgido híbridos que son bellos sin fuerza, fuertes sin inteligencia y que, si son inteligentes, son débiles y feos».

Ante los peligros de depravación biológica, ¿qué solución cabía? Gobineau presentó una explicación tan peculiar como aberrante de la Historia en la que justificaba la imposición de regímenes caudillistas. Y es que la exaltación de los valores arios llevó a Gobineau a considerar la raza germánica como grupo anatómico especial, también a proponer que los hombres de linaje ario estaban en la antípoda de cualquier otro grupo humano, y a creer por cuestiones de cultura, de progreso y de civilización que el grupo racial germánico podía permanecer por encima de cualquier variedad caucásica y, dada su pureza orgánica, habitar lejos, muy lejos de las razas amarilla y negroide.

El racismo era, pues, en Gobineau el fundamento primero y último de su filosofía política. Y la biología, su gran arma antidemocrática. Por tanto, gracias a su peculiar forma de confundir la política con la zoología, con Gobineau pudieron reaparecer en el centro de la escena social los héroes y las razas heroicas, convertidos por mano de su pluma en salvadores públicos. Comentemos como detalle histórico que la obra de Gobineau no llegó a interesar a sus compatriotas franceses, pero sí a entusiasmar, en cambio, a buen número de intelectuales alemanes, como el profesor de Friburgo Schemann, y a germanófilos como Von Euleuberg y Von Wolzogen, los cuales organizarían la Gobineau Vereiningung, una fundación que contenía y atesoraba los manuscritos del conde de Gobineau.

La germanofilia

Antes de que Otto von Bismarck, El canciller de hierro, factotum de la unificación de Alemania (1871), declarara, a partir de esas aspiraciones nacionalistas suyas nunca escondidas, que «debemos intentar atenuar el descontento provocado por el hecho de que nos hemos convertido en una gran potencia, haciendo sentir al mundo el peso de estas fuerzas», la germanofilia tuvo en Europa mucho adeptos. A decir verdad, no fue Gobineau el único antiliberal germanófilo. No, en absoluto, pues Carlyle a raíz de la guerra franco-prusiana se decantó a favor de la causa alemana en contra, incluso, de la opinión política generalizada de su país que apoyaba a Francia.{1} Y si la filosofía homérica de Carlyle siempre estuvo escorada hacia el idealismo germánico, resulta que como la moda del elitismo estaba ahí, la idea de los superhombres germanos podía aparecer en cualquier solar intelectual, inclusive, como así sucedió, en los escritos del Ernest Renan. Recordemos de este filólogo francés su obra Diálogo filosófico (1871). En ella reflotaba la tesis de un Estado totalitario regido por una elite, ¿quizá influido por el socialista Saint-Simon, cuya primera ambición fue construir una sociedad gobernada por sabios? Sea como fuere, lo cierto es que Renan llegaba al límite de argumentar, como lo hizo Platón en su momento, que los seres humanos deben vivir gobernados por tiranos intelectualmente excepcionales, brillantes y hercúleos.

Lo curioso es que si un francés como Gobineau juzgó en su germanofilia que la raza aria era el portaestandarte de la civilización, otro francés, Renan, ubicó en Alemania su proyecto de gobierno regido por sabios. ¿Y ello por qué? Porque Renan tomaba a Alemania como escenario perfecto para la construcción de un Estado Walhalla. Llegar a la conclusión de Renan no generaba en principio ningún problema, ya que desde otra cantera ideológica el ruso Bakunin ponía de relieve en Estatismo y Anarquía (1873) las cualidades tan despóticas como antidemocráticas de la cultura teutona.

Solo un detalle más. En todas las muestras de germanofilia siempre transpiró esta evidencia: la de que la germanofilia era un ítem que medía el grado de desprecio hacia la cultura liberal, tanto o más cuanto que con los enfoques germanófilos retornaban, y de qué modo, planteamientos clasistas, netamente antediluvianos. Así que el gesto de admirar la llegada de razas heroicas, o el acto de reflotar entre brumas y nieblas el misticismo aristocrático, o la obsesión por justificar la vuelta a la antidemocracia, todo ello, en fin, constituía en los antimodernos un signo de rencor hacia el igualitarismo, una señal de rechazo hacia los valores democráticos por tanto. Y aunque filósofos como Oswald Spengler manifestaran su convencimiento de que Occidente vivía sumido en una gran crisis, no obstante llegaban a admitir un futuro de luz regido (¿mesiánicamente?) por la nación alemana.

No hay duda: la filosofía aristocrática que escondía la germanofilia se edificaba sobre los principios de la desigualdad. De hecho, para los antimodernos la libertad (que no igualdad) constituía un signo de progreso humano en el que solo los mejores de la sociedad, l’élite, lograban sin cortapisas desarrollarse. Y por el hecho de que no creían, a diferencia de los verdaderos liberales, en la libertad como fue el caso de Condorcet (siglo XVIII), o de Stuart Mill (siglo XIX), valedores precoces, por cierto, de la condición femenina, los Carlyle, los Gobineau, los Chamberlain... tan solo defenderían un modelo de Estado de restringidísima libertad, existente, eso sí, para los líderes.

¿Y Darwin?

Las condiciones tan insolidarias que venía creando desde la segunda mitad del siglo XIX la Revolución Industrial favorecieron el arraigo de una idea que pudo también abrirse camino, y de qué modo, en el interior del discurso científico: la idea de que los más fuertes eran los únicos con capacidad para existir. Con este planteamiento se explica por qué la noción de «fuerza» constituyó una referencia obligada durante décadas. Recordemos, por poner tres ejemplos significativos, que el científico Hermann von Helmholtz formulaba su Memoria sobre la conservación de las fuerzas (1847), que para von Buchner todos los fenómenos podían quedar reducidos a Fuerza y Materia (1855), que Darwin en su obra El origen de las especies (1859) tomaba la fuerza como fuente motriz de la Naturaleza.

Centrándonos en el fundador de la biología vemos cómo para Darwin la fuerza constituyó un principio causal de la realidad Y aunque este biólogo procuró preservar la libertad humana por encima de cualquier injerencia biológica, caería sin embargo en el exceso de defender la naturaleza instintiva de los seres vivos. Por eso, desde esta concepción de la vida, intelectuales, pensadores y políticos, contemporáneos y posteriores a él, utilizarían, y hasta la saciedad, la noción de comportamiento reflejo. De ahí surgió el uso abusivo del concepto de fuerza, o pulsión mecánica, del que no se libró ni Freud con su teoría de los instintos humanos, ni tampoco Michels cuando definió el fascismo italiano como resultado natural de la evolución de la sociedad.

A la vista de estas teorizaciones, nos preguntamos si la aportación de Darwin pudo influir en los razonamientos de quienes se declaraban antiliberales. Y creemos que sí; de hecho, las teorías darvinistas sirvieron para demostrar la existencia de la desigualdad social. Y es que para Darwin la biografía de los seres vivos estaba teñida de rivalidad y de tensiones, envuelta en enfrentamientos y luchas. Y a juicio de este naturalista inglés la vida provocaba desenlaces, fracturas, tragedias, de forma y manera que solo sobrevivían los más aptos. Por tanto, el acto de vivir siempre implicaba, según Charles Darwin, competir, pelear, rivalizar bien por el alimento, bien por la hembra, bien por la supervivencia.

Tal fue el componente belicoso que Darwin había arrojado al interior de la Naturaleza, que el sociólogo y paleontólogo que conexionó la evolución social con la evolución cósmica, Lester Rank Ward, entendería que, cuando las razas dejan de pelear y enfrentarse entre sí, el progreso, motor de la Historia, se detiene. E igual que hizo Lester Rank Ward (1841-1913) defendiendo el alto componente positivo que entrañaban los actos de guerra, otros muchos escritores occidentales alabarían desde el punto de vista racial las cualidades que regalaban las expresiones de conflicto dentro de los campos de batalla. Tal fue el caso del escritor ultra conservador Karl Bertsche y del oficial alemán Ernst Jünger. Bertsche en su obra La guerra, alimento del alma (1917) declaraba en términos darvinistas que la guerra selecciona a los seres humanos, como también lo hacen la enfermedad, la indigencia y la muerte. Es más, señalaba Bertsche, la guerra tiene el mérito de hacer renacer en el ser humano sus fuerzas más puras hasta niveles verdaderamente insospechados. En la misma dirección que Bertsche se posicionaba Ernst Jünger quien, en su libro Tormentas de acero (1920), un auténtico best-seller de la época, veía en el conflicto bélico una expresión de la ley de la Naturaleza. Pero ¿de qué sorprenderse?, ¿no había anotado Hegel que los individuos excepcionales eran Geschäfsführer des Weltgeistes, es decir, personas que trabajan para el Espíritu del Mundo y hacen posible que las cosas vayan por su cauce? ¿Y no había defendido Comte la existencia de seres magníficos que, en su parecer, eran instrumentos de una supuesta providencia histórica? Pues ¿por qué no iban a utilizar años después los antimodernos el enfoque de Darwin para justificar la existencia de seres humanos supuestamente superiores?

La lucha por la vida

De los antiguos valores nobiliarios se había pasado a la defensa de una aristocracia. Y todo de la mano de la Biología. Y desde luego no importaba cuán obscenas fuesen sus reivindicaciones. Para los darvinistas sociales sus ideas sobre las razas estaban escritas en el seno mismo de la Naturaleza y, por ello, perfectamente justificadas de antemano. Hasta el propio Friedrich Nietzsche tomó la solidaridad como un valor inferior, tras abogar en su obra Más allá del Bien y del Mal (1886) por la moral del Señor frente a la moral de los débiles.

En contra del lema «la lucha por la vida», alzaría su voz Piotr Aleksevich Kropótkin. Este anarquista ruso, en su obra titulada El apoyo mutuo: un factor de la evolución (1892), criticaba el componente agonístico y tremendamente insolidario de estos postulados. De todos modos, tiene su ironía que la burguesía hubiera asestado un golpe mortal al innatismo de las monarquías absolutas, y solo unas décadas después se embarcara en la aventura de natalizar sus privilegios. Y en el afán por mantener a toda costa las ventajas de los (supuestos) más aptos recurriera al Grial de la Biología. De cualquier forma, cuando Guizot en su Historia de la civilización en Europa (1828) preguntaba si la sociedad está hecha para servir al individuo, o si es el individuo quien debe prestar su ayuda a la sociedad, resulta que solo unos años después Carlyle, Gobineau, Taine, Renan... tendrían muy claro, más allá de retóricas igualitarias, que la verdadera y única opción no era otra que ser regidos por quienes poseían cualidades valiosas. Lo cual no era ninguna primicia, al menos desde el punto de vista teórico, pues ¿no había recomendado Boissy D’Anglas el 23 de junio de 1795 el deber de ser gobernados por los mejores?

Los sectores más reaccionarios y prósperos de la sociedad occidental vieron en la teoría de Darwin una forma de justificar los principios genealógicos de la dominación. Y por eso hablaron de sociedades aptas y no aptas, de razas evolucionadas y primitivas, de individuos aventajados y torpes... y, sobre todo, de seres humanos que nacían con derecho a mandar frente a otros, sujetos a las cadenas de la servidumbre y la sumisión. Ahora bien, debajo de esta interpretación aberrante de la teoría de Darwin latía una deliberada manipulación de los hechos. De este modo ocurrió algo muy curioso: si el científico Ernst Haeckel (1834-1919), a partir del evolucionismo de Darwin, había llegado a la conclusión de que el desarrollo de los organismos individuales compendia y sintetiza la historia orgánica de toda su especie, para el sociólogo Gumplowicz (1836-1909) el individuo era fruto del pensamiento colectivo mientras que para el escritor Maurice Barrès (1862-1923) las personas no eran dueñas ni sus pensamientos, puesto que hasta los propios pensamientos, en su opinión, transcribían disposiciones psicológicas muy antiguas. Y si Karl Marx, desde el sueño mesiánico de capitanear a las masas, se valía del lenguaje anatómico y al final de su Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (1843) afirmaba que «la cabeza de esa emancipación es la filosofía; su corazón, el proletariado», resulta que en otros disciplinas el ensayista Paul Bourget (1852-1935) consideraba que la sociedad era una federación de organismos, compuesta a su vez por otra federación de células. Con estos presupuestos, Bourget en sus Ensayos de psicología contemporánea (1883) señalaba que «una sociedad debe ser asimilada a un organismo. Como un organismo [...] ella se descompone en una federación de organismos menores, que a su vez se descomponen en una federación de células. El individuo es la célula social. Para que el organismo total funcione con energía, es necesario que los organismos componentes funcionen con energía».

La idea de que la Biología unía y determinaba el comportamiento del ser humano estaba ahí. Y constituía un dogma, invisible pero un dogma. Tanto era así que el filósofo español Julián Sanz del Río en su obra El Ideal de la Humanidad para la Vida (1861) apuntaba categóricamente que «el individuo humano se contiene todo en la humanidad, como parte y órgano esencial de ella; una misma naturaleza vive y quiere ser realizada históricamente en cada individuo, familia, pueblo y pueblo de pueblos».

Ahora bien, ¿de dónde procedía este tipo de opiniones? Creemos que del siguiente axioma: no siendo el hombre un ser aislado, sino tan solo un eslabón dentro de la escala de los seres vivos, justo era imaginar que los comportamientos humanos tienen sus precedentes en el pasado de biológico. Por supuesto, Haeckel, Gumplowicz, Bourget, Barrès... no serán los únicos en auparse a la moda del determinismo científico. Años después y siguiendo las pautas de este organicismo colectivista, el ultra conservador español Enrique Prat de la Riba expuso en La nacionalidad catalana (1906) que el ser humano no solo nace miembro de una raza, sino que recibe por herencia los caracteres de los siglos. Y Marcel Proust en su obra El tiempo recobrado (1927) entendía que «así como hay cuerpos animales y cuerpos humanos, [...] así también existen enormes aglomeraciones organizadas de individuos que llamamos naciones; su vida no hace sino repetir amplificándola la vida de las células componentes». Pero es que Oswald Spengler (1880-1936) también entendería las culturas como si fuesen organismos biológicos, cual plantas encadenadas a un proceso interno de declive y consunción.

Ante esta clase de afirmaciones, ¿no había sido el socialista francés Pierre Leroux quien en Revista Enciclopédica (1833) se había opuesto a cualquier visión organicista de la sociedad? ¿No había sido él quien había denunciado la propensión de muchos contemporáneos suyos a considerar a los individuos súbditos devotos de la sociedad? ¿Y no había aconsejado Leroux: «no hagamos de la sociedad una especie de gran animal, cuyas moléculas, partes y miembros seríamos nosotros, unos la cabeza, otros el estómago, los de más allá los pies, las manos, las uñas, o los cabellos»?

Pese a sus advertencias, el Estado fue entendido como un edificio viviente, con los graves inconvenientes que ello generaba. Carlyle, p. e., no fue nada original cuando expuso que la cabeza era a los líderes lo que las piernas y los músculos eran a los gobernados. Es más, impugnando las ideas del parisino Pierre Leroux (1797-1871), Carlyle comparaba el pueblo al cuerpo humano cuyo valor residía, según él, en su vitalidad. El cuerpo político tenía entonces, igual que la anatomía de cualquier animal, pulso y sangre, músuculos y tendones. Y una serie de leyes biológicas que, por su naturaleza, eran innatas, fijas e inamovibles.

El comodín de la Naturaleza

A finales del XVII, John Locke había hablado de cómo gobiernos caprichosos y despóticos catapultaban a los súbditos al estado salvaje y acivilizado de la Naturaleza. Un siglo después, y sin que variase este criterio, los revolucionarios franceses hablaban de las leyes de la Naturaleza e instituían la festividad del odio a los tiranos con el propósito de recordar que tiranos y aristócratas eran seres opuestos a la esencia de la Naturaleza. Acabada la experiencia revolucionaria, Boissy D’Anglas defendería como mejor opción política el gobierno de los mejores. Y añadía, para dar más brillo a su razonamiento, que un país cuando es administrado por no propietarios pasa a situarse en el estado de Naturaleza. Cien años más tarde y con el fin de catalogar a los seres humanos en razas, grupos y castas diferentes, Chamberlain volvería a valerse de la Naturaleza cual comodín.

Imbuido de ciencia biopolítica, el musicólogo inglés nacionalizado en Alemania, Houston Stewart Chamberlain, se casaba con una hija de Wagner, el cual, por otra parte, había trabado amistad con Gobineau. Curiosidades al margen, Chamberlain partía, como más tarde lo haría Hitler, de una falsa interpretación de la teoría de Darwin. Y por concebir un panegírico gobinista llegaba a identificar en Europa las excelencias de la raza aria en los pueblos germánicos. De este modo, apelando a la Biología, hablaba de Cuerpos Mesiánicos, capaces de conducir a gentes, vulgo y populacho, mientras a la vez subrayaba la existencia de Cuerpos Inferiores, nacidos para ser gobernados. Su obra Los fundamentos del siglo XIX (1899) sería utilizada con mucho éxito por el Tercer Reich, pues Chamberlain en dicha obra había incidido en los valores de los que era portadora esa «minoría aria» que, por perfecta y aventajada, permanecía por encima, muy por encima de las masas.

Con la defensa de las razas se había pasado a la justificación de una aristocracia biologicista que, bajo los oropeles del lenguaje científico, asumía la misión de garantizar el futuro civilizatorio de Europa. Así que naturalizada la actividad política en el cuerpo del Estado, solo cabía respetar el destino que la Biología había reservado: a unos pocos gobernar, al resto obedecer. Pero entonces, ¿qué pasaba con las mayorías? Nada: éstas debían ser sumisas y contentarse con la dicha de ser guiadas por líderes de raza superior, que la Naturaleza había, por Naturaleza, entronizado.

El precio político de estas fábulas

Podríamos poner más ejemplos en torno a la búsqueda de esencias políticas, pero lo cierto es que De Pareto, Mosca, Michels... utilizaban el desigualitarismo sociológico como arquetipo ideal de convivencia, mientras que Carlyle, Gobineau, Chamberlain... se valieron de la desigualdad genética para defender un modelo elitista de sociedad. Incluso el propio Nietzsche no permaneció ajeno a la moda del desigualitarismo y despreciaría a esos seres humanos que, en su opinión, eran inferiores, débiles y víctimas. En todo caso, y eso sí es curioso, unos intelectuales respaldaban su concepción de la política sobre la base de una taxonomía «heroica» (Carlyle, Nietzsche), mientras otros lo hacían sobre la base de una taxonomía «racial» (Gobineau, Chamberlain), y otros sostenían a partir de una idea clasista de los seres humanos que las cualidades de las personas no solo clasifican a los individuos sino que jerarquizan los escalafones sociales (Taine, Flaubert, Renan, etc.).

Los nuevos líderes, esos héroes genéticos por Naturaleza a los que Nietzsche calificaría de Übermenschen o «Superhombres», estaban por encima de cualquier medida humana y al margen de toda sujeción. Y si antaño los bien nacidos eran, por cuestiones nobiliarias de sangre y linaje, considerados idóneos para llevar en sus manos el gobierno de los pueblos, con la llegada del darvinismo social los antimodernos volvían a tener a mano argumentos con los que apoyar otra vez los principios de asimetría jurídica. El propio Alexis de Tocqueville, al reparar en las tendencias de su tiempo, llegó a decir premonitoriamente nada menos que en 1840:

«observo que muchos de mis contemporáneos pretenden seleccionar ciertas instituciones, opiniones e ideas emanadas de la constitución aristocrática de la antigua sociedad; [...] creo que desperdician tiempo y fuerzas [...]. No ignoro que muchos de mis contemporáneos opinan que los pueblos nunca son aquí, en la tierra, dueños de sí mismos, y que obedecen necesariamente a no sé qué fuerza insuperable e ininteligible que nace de los acontecimientos anteriores, de la raza, del suelo o del clima. Son estas falsas y cobardes teorías que no pueden resultar sino en hombres débiles y naciones pusilánimes.»

Con estas palabras ponía fin Tocqueville a su voluminosa obra La democracia en América. Y pese a reiterar su fe en una sociedad democrática, lo cierto es que bajo una lógica cruel la desigualdad tornaba de lleno al centro mismo de la escena política, y ello gracias a la labor de los tradicionalistas y más cuando, con miras puestas en justificar ideas aristocráticas, estos anti-ilustrados se servían del manto santificador del lenguaje científico. Por este motivo, la Biología era la Biología, y a cuerpos desiguales había que aplicarles leyes desiguales. Lo que significa que solo los bien nacidos, en virtud de los preceptos de la eugenesia, tenían aptitudes adecuadas para el caudillaje y liderazgo. Esta era la moraleja de estas fábulas.

Sí, es cierto, no se discutía sobre emperadores y monarcas de sangre azul, pero en cambio se hablaba de personas encarnadas, hechas carne con la misión de ser líderes universales y pasar a la Historia por sus hazañas de gobierno. No le falta la razón al filósofo búlgaro Tzvetan Todorov cuando señala en su magnífica obra Memoria del bien, tentación del mal: Indagaciones sobre el siglo XX (2000) cómo el utopismo antiliberal pretendía instaurar el reino de la excelencia entronizando al hombre absolutamente perfecto.

Solo queda decir que, frente a este proyecto ideado por románticos, ultra conservadores y demás anti-ilustrados, proyecto siempre erigido desde el hambre de crear un modelo aristocrático, nunca democrático, de Estado, la filosofía liberal del XIX tenía la ventaja de hablar de derechos humanos, poseía la cualidad de reconocer el derecho a la vida, a la seguridad personal, a la libertad... como bienes inherentes a las personas. Su filosofía era, por tanto, generosa, positiva y muy superior. Y además de no incluir programas genocidas, contenía en boceto la idea de universalizar los derechos políticos a todos los miembros de la sociedad.

¿Ilustres racistas, o racistas ilustrados?

El culto a las razas estaba en la mente de personas ilustradas y de buena formación académica. De hecho, el filósofo e historiador alemán Christoph Meiners (1747-1820), que llegó a ser presidente nada menos que de la Academia de Ciencias de Gotinga, situaría por debajo de los negros y de los indios, justo en el escalafón racial humano más bajo, a los judíos. Con su clasificación, Meiners se había opuesto al criterio antropológico de su colega, Johan Friedrich Blumenbach, quien propugnaba no colocar la raza blanca por encima de otros grupos raciales. Por supuesto, Meiners no sería el único científico a la hora de exhibir posiciones desigualitaristas. De hecho, otra figura ilustre en el ámbito de la ciencia, hablamos del médico norteamericano Samuel George Morton (1799-1851), se embarcó en aventuras similares, y con ideas discriminatorias trató de comparar las cabezas de blancos e indios. ¡Morton era famoso por haber logrado reunir una de las mejores colecciones de cráneos humanos de la época! Pues bien, pese a la enormidad de la tarea, Morton llegó con rapidez inaudita a la conclusión de que las poblaciones amerindias eran por naturaleza menos inteligentes que las poblaciones constituidas por hombres blancos. Las evidencias anatómicas apuntaban según Morton hacia esa dirección sin ningún error, igual que tiempo atrás el científico suizo Johann Caspar Lavater había defendido la correlación exacta entre el rostro de las personas y su carácter.

También el reputadísimo antropólogo y cirujano francés Paul Broca (1824-1880) llegaría a conclusiones segregacionistas. Broca que admitía la relación entre desarrollo de la inteligencia y volumen del cerebro, dedujo de sus estudios comparativos de anatomía humana que, en general, el cerebro en los adultos era más grande que el de las personas ancianas, que el cerebro de los varones resultaba de mayor tamaño que el de las mujeres, que el cerebro de hombres eminentes era superior al de individuos de talento mediocre y, claro está, que el cerebro de las razas superiores poseía mayor volumen que el de las razas inferiores.

Siguiendo este mismo espíritu de enaltecimiento biológico de las cualidades caucásicas, en 1866 se funda en Pulaski (Tennessee) el club racista Ku Klux Klan. Y en el mismo año aparecía Observaciones sobre una clasificación étnica de los idiotas, una obra en donde su autor, nos referimos al médico J. L. H. Down, llegó a describir a los idiotas de raza blanca (o sea, caucásica) a partir de los rasgos no caucásicos de los pueblos africanos, malayos, indios americanos... Es más, gracias a su labor como excelente científico racista, todavía conservamos en nuestro vocabulario el significado de la palabra «mongólico» que sirve para definir un tipo de deficiencia mental. Término, el de «mongólico», que el doctor Down acuñó a partir de la población de los mongoles, ya que dentro de su patrimonio genético no se apreciaban, según Down, cualidades intelectivas, igual que para el gran brujo del Ku Klux Klan, Nathan B. Forrest, los negros no podían aspirar a la igualdad de los blancos, tal y como la apoyaban los republicanos radicales de Washington a través de la Ley de la Gran Integración (Great Reconstruction Act, 1867).

Al igual que hicieron Meiners, Morton, Broca, Down..., el político ruteno A. Dobriansky (1817-1901), en su rusofilía, afirmaba la existencia de la identidad étnica de los grandes rusos y pequeños rusos. Y mientras se confundían las ideas políticas de patria y nación con las ideas biológicas de sangre y linaje, el fundador del fascismo vasco Sabino Arana y Goiri (1865-1903) encaminaba la grandeza de su obra política con el apoyo de la divina Providencia y, por si la ayuda de Ésta pudiera desaparecer, también utilizaba una interpretación sui generis, por falseada, de las teorías de Darwin. Con estos mimbres enfocaba la construcción del paraíso patriótico de las Vascongadas, y desde la idea del aislamiento biológico procedió Arana a hacer un canto a la especificidad racial de los vascos, en contraposición a los cuales colocaba, al lado de los animales, a los españoles, o maquetos. De éstos decía Arana:

«gran número de ellos parece testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que hombres semejan simios poco menos bestias que el gorila: no busquéis en sus rostros la expresión de la inteligencia humana ni de virtud alguna; su mirada solo revela idiotismo y brutalidad.»{2}

La biología discriminatoria estaba de moda. Y sin duda era de grandísima utilidad desde el punto de vista político. De hecho, el español pro catalanista Francisco Cambó (1876-1947) defendía no solo la existencia de distintos pueblos, factor indispensable, a su juicio, para la civilización, sino el principio aristocrático de que los hombres de todos las razas no son iguales. Es más, Enrique Prat de la Riba, creador del fascismo catalán y admirador, por otra parte, del antidemócrata Bismarck, consideró –así lo escribió en el capítulo que dedicó a la idea de nacionalidad dentro de su libro La nacionalidad catalana (1906)– que «la raza es, pues, otro elemento importantísimo. Ser de una raza quiere decir tanto como tener el cráneo más o menos largo o amplio, alto o achatado, poseer un ángulo encefálico más grande o menos pequeño, ser de complexión orgánica fuerte o débil, ágil o pesada, delicada o grosera, estar inclinado a tales pasiones o vicios o a tales cualidades o virtudes».

Las afirmaciones del xenófobo Enrique Prat de la Riba no eran originales, pues ya tenían, desde hacía tiempo, una fuerte implantación dentro de los círculos más reaccionarios y aburguesados de la sociedad barcelonesa. De hecho y por poner un ejemplo, ahí están las contribuciones del mejicano catalanizado Bartomeu Robert (1942-1902). Pues bien, este personaje de proyección pública dentro de la ciudad condal dedicaba el día 13 de marzo del año 1899 a exponer la primera de una serie de conferencias suyas, englobadas en el título de La raza catalana. Y allí, en el Ateneo Barcelonés, habla Bartomeu Robert, pero no como alcalde de Barcelona sino en calidad de médico. Y delante del auditorio empieza a desgranar sus opiniones en torno a la frenología. Apoyándose en afirmaciones pseudo anatómicas, Robert recalcó la heterogeneidad racial de la Península motivada por las invasiones germánicas y semitas. (En esto seguía la línea doctrinal que había trazado el catalanista y racista Pompeyo Gener.) Pero Robert, además, distinguía gracias a la disparidad de medidas de los cráneos la existencia de tres tipos raciales: los braquicéfalos, de cabeza redonda que habitaban las regiones del Atlántico, los dolicocéfalos, de cráneo alargado, propio de la zona mediterránea, y finalmente los mesocéfalos que, mezcla de ambos biotipos, eran, en su opinión, característicos de la (pobre) España central.

Y si esto sucedía en suelo continental, en Gran Bretaña, el Galton Laboratory for National Eugenics, con sede en el University College de Londres, y en Estados Unidos, el Eugenics Record Office perteneciente a la Carnegie Institution, sobresalieron por llevar a cabo, amén de propagar, investigaciones altamente segregacionistas. El coste social que generó este tipo de estudios fue elevadísimo. De hecho, el periodista H. L. Mencken propuso un programa de esterilización para los aparceros del sur de Estados Unidos, mientras que en Francia el intelectual Georges Vacher de Lapouge (1854-1936), fundador con Jules Guesde del Partido Socialista y, asimismo, pretendido fundador de la craniología no solo defendía entre sus estudiantes la competencia entre razas, por encima de la competencia entre individuos, sino que divulgaba la necesidad de promover la extinción de pueblos enteros en caso de que el gobierno no impusiera límites a la reproducción.

El efecto envenado de tales discursos pronto aparecería en las políticas gubernamentales de principios del siglo XX con la promulgación, tanto en EEUU como en Europa, de leyes de esterilización forzosa. Desgraciadamente y para desenmascarar la falsedad de estas y otras opiniones en apariencia científicas, habrán de pasar muchos años. Por un lado, tendremos que aguardar al final fratricida de la Segunda Guerra Mundial y esperar a la redacción de la Declaración de la raza para leer algo tan obvio como: «en realidad, la «raza» no es tanto un fenómeno biológico como un mito social» (Unesco: París, 1950). Y lo más importante: tendremos que esperar otros cincuenta años más para conocer el resultado de los descubrimientos científicos sobre el ADN humano (2000) y saber que no existen razas, pues cada una de las personas comparte un 99’99 % del genoma de la Humanidad, y solo existe un mísero 0´01 % de diferencias biológicas de las personas entre sí, dándose el caso de que ciertos individuos pueden tener más semejanzas orgánicas con un grupo étnico diferente al suyo que con los miembros de su propio grupo étnico.

El perjuicio de los prejuicios

Teniendo presentes los niveles preocupantes de miseria y el crecimiento desbordado de la cifra de natalidad, escribía Malthus (1766-1834) su Primer ensayo sobre la población. Tiempo después, en 1859 Darwin publicaba El origen de las especies. En dicho tratado este científico inglés volvía a sacar a colación las ideas de Malthus sobre el déficit de las fuentes alimenticias y el superávit de habitantes. Curiosamente, también en el año 1859, Stuart Mill editaba su libro Sobre la libertad. En este texto Stuart Mill tildaba de crimen el traer al mundo hijos cuya existencia no iba a ser deseable. Y concluía en las páginas finales de su ensayo diciendo que «en un país demasiado poblado, o amenazado de llegar a serlo, dar al mundo un número elevado de niños, lo cual tendrá por efecto reducir el precio del trabajo a causa de la competencia, representa, escribía Stuart Mill, un serio delito para los que viven de su trabajo».

Entendida la pobreza desde el fenómeno de la explosión demográfica, era fácil concluir que el control de la natalidad eliminaría el pauperismo, y con el pauperismo la degeneración de la raza humana. Cuenta Proudhon, en el capítulo cuarto de su libro ¿Qué es la propiedad? (1840), cómo el infanticidio era defendido en Inglaterra por un discípulo de Malthus, el cual proponía no solo el asesinato anual de niños en todas las familias cuya descendencia superara el número de hijos fijado por ley, sino la creación de un cementerio que albergase los restos de los niños supernumerarios para que las madres cuando acudieran al camposanto vieran, felices, de cuántos males y sufrimientos habían privado a sus hijos.

Unos años después y anticipándose a Vacher de Lapouge, el filósofo y sociólogo Herbert Spencer llegó a tomar en serio la idea de dejar morir a las personas que resultaban ser una carga para la sociedad. No contento con tal propósito, en el opúsculo Las culpas de los legisladores, dentro de su obra El individuo contra el Estado (1884), Spencer decía: «y, no obstante, ¡cosa extraña!, hoy, que no se niega por nadie la influencia bienhechora de la propagación de los más capaces, se hacen más esfuerzos que nunca para favorecer la multiplicación de los menos aptos».

Años más tarde, otro insigne liberal, el español Gregorio Marañón, al hablar de Eugenesia y Moral afirmaba que «lo que no puede admitirse es, so pretexto de no pecar, traer al mundo a una serie de entes ineducados y enfermos, que son ya pecados vivos contra la Naturaleza y, por lo tanto, contra quien la rige: y vivero, además, de posibles pecados futuros». Y puesto que una paternidad responsable exigía, según Marañón, buscar la salud y el bienestar económico de la prole, la conclusión para este médico no era sino que «los padres enfermos de enfermedades transmisibles no pueden tener hijos».{3}

El perjuicio de los prejuicios era notorio. y de efectos calamitosos para los pobres de la sociedad. Por cierto, ¿no empleaba el propio Marx tonos injuriosos para referirse a un tipo de pobres, y acaso no les llamaba «proletarios andrajosos»? ¿Y no habló con desprecio infinito del subproletariado, o lumpenproletariado? No hay duda de que sobre la piel del proletariado se superpuso la idea de depravación orgánica, y más cuando en ese período de tiempo que abarca desde el año 1848 hasta el momento en que explosiona la Primera Guerra Mundial arraigaron hasta niveles inimaginables un sinfín de prejuicios de clase. De hecho, esas bolsas enormes de población urbana, constituidas por indigentes, no solo se les acusará de generar conflictos sociales sino que, según ha estudiado Daniel Pick, sobre estos sectores de la población económicamente más desfavorecidos se tejió la certeza de que ellos encarnaban la decadencia de la raza humana. Al fin y al cabo, ellos, los pobres, eran, en su escasez, ricos en anomalías, al tiempo que depositarios de un buen número de defectos orgánicos. Viéndoles por las calles era evidente que carecían de robustez, de energía, de salud... Y solo con mirarlos se llegaba a la evidencia científica de que no representaban ni por asomo el ideal eugenésico de perfección racial.

Las masas

En los límites de esta ceguera habitaba, cerca, otro prejuicio clasista, y no peor: el prejuicio de que la masa de la sociedad era un ente irracional y sugestionable, altamente frágil y vulnerable a la demagogia. Al menos esto creían autores de la talla de Burckhardt, Eliot, Le Bon, Manheim, Rathenau, Sighele, Ortega... (También lo creyó el propio Tocqueville en su tiempo.) Y todos ellos habían anotado que la muchedumbre poseía elementos políticamente dañinos, capaces de quebrar las raíces de la cultura.

Tomando lo peor del sentido del populismo, el pensador y político alemán Walter Rathenau (1867-1922) se refería a las masas como protagonistas de «la invasión vertical de los bárbaros», mientras que el racista catalanista Pompeyo Gener (1848-1920) defendía, al hablar de El Renacimiento de Cataluña, que «no podemos conformarnos con la autoridad de gentes que solo son autores de desastres». Pero por otra parte, Gustave Le Bon (1841-1931), que vivía con temor los acontecimientos de la Comuna de París (1871), con preocupación el auge de las huelgas laborales, con intranquilidad las protestas y manifestaciones callejeras e, incluso, con miedo el incremento del feminismo, escribiría en 1895 un libro de gran éxito editorial, que llegaría a alcanzar hasta 25 ediciones. En Psicología de las masas Le Bon analizaba, siempre de forma despectiva, el dogmatismo, la intransigencia, el fanatismo, la credulidad, en definitiva el acto de dejarse llevar por la emoción que ciertas propuestas políticas provocaban entre la muchedumbre.

En este ambiente de irracionalismo y de miedo a las masas que, por cierto, desde los años 80 hasta la Primera Guerra Mundial venía gestándose en el corazón de Europa, el británico Graham Wallas (1858-1932), para más señas fabiano y demócrata, decidía comprender en su obra Human Nature in Politics (La naturaleza humana en la Política, 1908) la impronta que tenían sobre la conducta ciertos factores no racionales y ello con el fin de evaluar en individuos y grupos sociales cuál era el peso de los prejuicios y sentimientos dentro del ámbito de las decisiones políticas.

El miedo a las masas, latente o presente, estaba pues ahí. Y no solo lo padecían los ultra conservadores, sino también los liberales más o menos convencidos. De hecho, el político español Manuel Azaña Díaz se doctoraría en Derecho en 1900 con la tesis titulada La responsabilidad de las multitudes. Y ahí Azaña ya se ocupaba de la colectivización de la política. Y si nos centramos en un texto clave y muy bien acogido por los intelectuales europeos como La rebelión de las Masas (1930) del español Ortega y Gasset, repararemos en cómo este filósofo liberal introdujo desde un romanticismo aristocratizante la dicotomía elite/masa. Y al tomar a la masa y a la elite como grupos humanos (que no sociales) diferenciados, Ortega hablaba en tono desdeñoso de las masas, las cuales, según él, con «el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad» convertían en víctima de la masificación al ser humano civilizado que era «el menos vulgar». Es más, según Ortega «tal ha sido la deserción de las minorías directoras, que se halla al reverso de la rebelión de las masas». Pero, qué curioso, seis años antes, y en el capítulo que en su obra Mi lucha (1924) dedicaba a su autobiografía, Hitler también se había quejado de cómo el principio de aristocracia era rechazado por el marxismo al colocar este movimiento a «la masa numérica y su peso muerto» en primer plano político, y sin tener en consideración las leyes de selección natural de los mejores.

Bien, llegados a este punto, ¿entre la idea de masa «vulgar y acivilizada» y la noción de «masa numérica y peso muerto» mediaban diferencias de valor? Desgraciadamente, no. El Pueblo para no pocos liberales y antiliberales carecía de referencias positivas, al margen de cuáles fueran los argumentos empleados en contra de ese Pueblo. ¿Y con los pueblos que habitaban lejos de Occidente y que poseían patrones culturales no dominantes qué ocurría? Pues lo mismo. Los miembros de las comunidades no occidentales pasaron a ser considerados seres imperfectos, toscos, inmaduros, alejados de la pureza del biotipo caucásico. Naturalmente, en el auge de este prejuicio colaboraron las políticas de conquista colonial que exhibían Francia, Bélgica, Holanda, Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania... Políticas que alimentaban la idea de que las características psicológicas, sociales, políticas, culturales... de los pueblos inferiores constituían una prueba de su inherente deformidad racial.

De este modo ocurrió que los pobres, los parias, los menos favorecidos económicamente, las poblaciones colonizadas... coincidían en hallarse en un mismo status de infrahumanidad. Y a ese nivel de infrahumanidad se acoplaba sin fricción el postulado antidemocrático de subciudadanía. Y como eran cortados por el mismo patrón, o sea, medidos por la sintaxis racista de los prejuicios, vivían, dadas sus inhumanas cualidades físicas, en una situación de minoría de edad, también en la antípoda de la excelencia corporal, lejos por tanto de la naturaleza vigorosa, fuerte y sana que caracterizaba a héroes y elites.

En medio de esta locura a todas luces clasista –el racismo es un clasismo traspasado al ámbito anatómico–, resulta que lo que presuponían algunos de los mongoles y otros adscribían a los españoles, incluso a los chinos o a los irlandeses, otros lo predicaban de los miembros de raza negra hasta el límite de que, lo denuncia Tocqueville, «en ese hombre que ha nacido en la bajeza, en ese extranjero a quien la servidumbre ha introducido entre nosotros, apenas llegamos a reconocer los rasgos generales de la humanidad. Su rostro nos parece horrendo, su inteligencia limitada y sus gustos bajos; poco falta para que le tomemos por un ser intermedio entre el bruto y el hombre». Y añadía Tocqueville, a modo de diagnóstico: «a los modernos, después de haber abolido la esclavitud les quedan aún por destruir tres prejuicios mucho más intangibles y tenaces que ella: el prejuicio del amo, el prejuicio de raza y el prejuicio del blanco».{4}

El culto a las razas, como expresión de una nueva devoción, daba frutos emponzoñados: no se hablaba de esclavitud, pero sí de razas inferiores. Y los segregacionistas no hacían sino hundirse en las leyes de la Biología con tal de dar a sus razonamientos ropaje científico y legitimidad. Por cierto, que estos prejuicios no los padecían solo los antimodernos. No, pues había muchos liberales que eran consumados racistas, tal fue el caso del que llegara a ser presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson. Pues bien, este estadista, y también arquitecto, en el capítulo que dedicó a la administración de justicia dentro de sus Notas sobre el Estado de Virginia (1781) señalaría que «la primera diferencia que nos llama la atención es el color. Ya sea que el color oscuro del negro resida en la membrana reticular situada entre la dermis y la epidermis, o en la epidermis misma, o proceda del color de la sangre, el color de la bilis, o de cualquier otra secreción, la diferencia está adherida a la naturaleza y es tal real como su fundamento y su causa nos fuesen mejor conocidos». Y añadía Jefferson a continuación: tal es «el juicio de los negros a favor de los blancos [...] como la preferencia del orangután por la mujer negra sobre las hembras de la propia especie».

Las sombras del antisemitismo

¿Y con los judíos qué sucedía? Lo mismo. La monomanía por la pureza física que a su vez se traducía en la obsesión por la salud de la raza afectaba y de forma igualmente dañina a los judíos que, como grupo étnico distinto, era considerado poseedor de vicios y portador de no pocas lacras biológicas. Desde un antisemitismo de fuerte fondo xenófobo, Daniel J. Goldhagen observará, a partir del estudio de Klemens Felden sobre 51 escritores y publicaciones editadas en Alemania entre los años 1861 y 1895, cómo un total de 28 proponía soluciones al problema judío, mientras 19 de tales publicaciones ya demandaban el exterminio físico de los judíos.

Esta tendencia genocida, que partía de una valoración muy negativa de los judíos: ¡el judío era un ser infrahumano, un Untermensch!, lejos de desaparecer encontraría un respaldo enorme con el paso del tiempo. De hecho, bajo el zarismo se llevaron a cabo de 1881 a 1882 pogroms, es decir, masacres colectivas contra judíos. Y antes de que Hitler dijera que «el abismo que separa a los llamados seres humanos más bajos y a nuestras razas más nobles es mucho más profundo que el que separa a los hombres más bajos y a los monos de las especies superiores»{5}, resulta incuestionable no percibir cómo, en un goteo sin fin, venían saliendo a la luz escritos tan abominables como Los Protocolos de los sabios de Sión (1905). Esta obra, cuya autoría la historiografía hace recaer sobre el abogado y monje ruso Sergei Alexandrovich Nilus, vería la primera traducción al alemán de la mano del capitán Ludwig Müller en el año 1919, curiosamente tras la derrota de Alemania en la Iª Guerra Mundial. Müller que era amigo del famoso Ludendorff, el cual, para más señas, era a su vez camarada de Hitler, agregó notas y comentarios a la obra de Nilus. Ludwig Müller no firmó con su nombre, sino bajo el pseudónimo de Müller von Hausen. Sea como fuere, Los Protocolos de este militar retirado constituían una obra de carácter tendencioso que, además de falsear la realidad, partía de un fondo brutalmente antisemita.

Thomas Mann que había justificado en su juventud, exactamente en Reflexiones de un hombre apolítico (1918), el militarismo de Alemania como vía para mantener los valores culturales de su país a los que, por cierto, por esa época juzgaba de rango superior, Thomas Mann, decimos, revisó con el tiempo su posición ideológica e hizo una autocrítica profunda de su entusiasmo por Nietzsche hasta llegar a cambiar de parecer político, e integrarse, poniéndose al lado de figuras prestigiosas como Einstein, Freud, Rilke, Unamuno, Madariaga, Ortega y Gasset, Adenauer..., en el Movimiento Europeo que auspició el conde Richard Coudenhove-Kalergi. Solo así pudo Mann hacer apostasía de su antiguo pangermanismo, solo así pudo oponerse al nazismo, solo así pudo abandonar viejas posiciones de poder y hegemonía, de desigualitarismo y antidemocracia. Y con una visión abierta y cosmopolita de la cultura se puso a hablar a sus oyentes y en mensajes radiofónicos se oponía al sentido tacaño y ruin de humanidad que abanderaban Hitler y sus huestes. De ahí que en uno de sus discursos, en el quincuagésimo noveno, emitido el 8 de noviembre de 1945, Mann dijera acerca del nacionalsocialismo:

«desde el primer día, he trabajado con toda mi alma para derrotar a esa mamarrachada, a ese engendro, que es la vergüenza de la humanidad.»

Y respecto a su situación política comentaba Mann:

«el exilio no es lo que fue en otro tiempo. No es un estado de espera, un quedar aparcado hasta el momento de regreso, sino que ya preludia la disolución de las naciones y la unificación del mundo. Hace tiempo que lo nacional se ha convertido en algo provinciano. Respiras aire de prisión, me gritan los que no abrieron nunca la boca contra la desgracia que se avecinaba y decidieron quedarse en casa en 1933. Pero eso es un error.»

¿Y las mujeres?

Es un hecho histórico que la mujer no pudo, hasta bien iniciado el siglo XX, acceder con plenos derechos a la condición de ciudadanía. Y mientras Saint-Saëns calificaba en pleno XIX de hoministas a las mujeres que mostraban afanes igualitarios, en el XX el ginecólogo Botella Llusiá ubicaba a aquellas mujeres que no se acoplaban a las expectativas que marcaba la tradición en el reino sexualmente borroso del Tercer Sexo. Y es que la mayoría de los políticos, filósofos e intelectuales, conservadores o no, pertenecientes al siglo XIX y primeras décadas del XX rechazaba las reivindicaciones que abanderaban ciertas mujeres, a las que por cierto tildaban de viriles por el hecho de querer ser igual a los hombres. Incluso paladines de la igualdad, como Marx y Proudhon, no aprobaron la igualdad de los sexos, a diferencia de Fourier, Saint-Simon y... los anarquistas del bloque de Bakunin, que sí lo hicieron.

Comentemos como detalle histórico interesante que fue la feminista francesa Humbertina Auclert la que, siguiendo la estela de Olimpia de Gouges, fundó la sociedad Le droit des femmes (El derecho de las mujeres, 1876), y reivindicando la igualdad de derechos políticos viajaba por las ciudades francesas divulgando su pensamiento «hominista». Incluso solicitó ser incluida en las listas electorales, cosa que le fue denegada, y a lo que contestó que no pagaría tributos, repitiendo lo que habían hecho los revolucionarios americanos un siglo antes cuando se declararon en rebeldía fiscal y se negaron a pagar impuestos aduciendo que carecían de voz en el Parlamento de Londres: «no taxation without representation!».

¿Por qué las Auclert del XIX obtuvieron un «no» por respuesta? O dicho de otro modo. ¿Cuáles eran los razonamientos que condicionaban el mantenimiento de la inferioridad jurídica del sexo femenino?, ¿qué ideas alentaban la creencia de que la sociedad, por ser una alianza de seres libres, era un asunto de varones? Simmel, al teorizar sobre la psicología de la mujer, adujo que ésta vivía, frente al hombre, en el reino de la indiferenciación. Marañón que había tomado al varón como eslabón final de la evolución humana consideraba que la mujer se mantenía en un estado difuso: entre la infancia y la virilidad. Proust, en su lengua literaria, hacía aparecer a la fémina como planta local y cual ser ligado al suelo. Mientras tanto, en el espacio filosófico Ortega y Gasset hizo suyo el axioma de la irracionalidad de la mujer al exponer que la gestación no era sino expresión instintiva e, incluso, arbórea de esa Vida que palpita en el cuerpo femenino.

Con estas y otras declaraciones no cabe duda de que para buen número de intelectuales el sexo femenino habitaba en un espacio orgánico, para más señas, indefinido y ambiguo, morando incluso en una oscuridad densa, sin formas ni contornos precisos. Al menos así lo creía el mismísimo Sartre, gran adalid de la izquierda, para quien en su opinión «la miel que fluye de mi cuchara [...] se presenta como una postración, un hundimiento que aparece a la vez como un desinflarse [...] y como la depresión, el aplanamiento de los senos algo fláccidos de una mujer que se tiende de espaldas. [...] Aparto las manos, quiero soltar lo viscoso, pero se me adhiere, me absorbe, me aspira; [...] lo viscoso aparece como un líquido visto en una pesadilla, y tal que todas sus propiedades, animándose con una especie de vida, se volvieran contra mí. Lo viscoso es el desquite del en-sí. Desquite dulzón y femenino que se simbolizará en otro plano por la cualidad de lo azucarado [... que] completa a la perfección la esencia de lo viscoso. Lo viscoso azucarado es el ideal de lo viscoso: simboliza la muerte azucarada del para-sí (la avispa que se mete en el dulce y se ahoga en él)».{6}

Pero, ¿por qué la fémina habitaba en la niebla de la confusión de su androginia (Saint-Saëns, Freud)? ¿Por qué era desterrada al ámbito de una feminidad sin silueta (Botella Llusiá)? ¿Por qué ubicada en los márgenes filogenéticos de la involución (Marañón), incluso enclavada en el nivel de la indiferenciación (Simmel)? ¿Cuál era la razón de que encarnase las fuerzas vegetales de la procreación (Ortega)? ¿De dónde arrancaba el que la mujer fuera descrita, más allá de simples analogías, como un ser umbilicalmente enraizado al suelo (Proust) y unida al mundo de una materia moribunda y sin forma (Sartre)? Dejaremos para otro momento la respuesta. Pero en todo caso con este tipo de descripciones acerca de la indefinible biología de La Mujer resultaba difícil conceder status de ciudadanía al sexo femenino. Con una naturaleza anatómica tan extraña como la suya era muy problemático, y nada fiable, considerar a la mujer sujeto de derecho. Y aunque todas estas opiniones crecían a partir del hongo milenario de la cultura europea, no obstante en todas ellas palpaba una visión biológicamente peyorativa del sexo femenino, amén de capitidisminuida.

Fijémonos en que Rousseau ya hacia 1762 dice que Sofía (o La Mujer) «debe poseer todo cuanto conviene a la constitución de su especie y de su sexo, y ocupar su lugar en el orden físico y moral». Y añade: «si la mujer está hecha para complacer y para ser subyugada, debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo; su violencia está en sus encantos». Por otro lado, Kant seguirá, a pesar de sus formas más refinadas, la misma argumentación que Rousseau y, por eso, llega el alemán a sugerir que «aprender con trabajo o cavilar con esfuerzo, aun cuanto una mujer debiera progresar en ello, hacen desaparecer los primores que son propios de su sexo, y pueden convertirse en objeto de una fría admiración a causa de su rareza, pero debilitan al mismo tiempo los encantos mediante los cuales ejercen ellas su gran poder sobre el otro sexo. Una mujer que tenga la cabeza llena de griego, como la Sra. Dacier, o que mantenga discusiones profundas sobre la mecánica como la marquesa de Chastelet, únicamente puede en todo caso tener además barba». Y para que no quedaran dudas acerca de lo que él pensaba acerca de cómo debía ser/actuar la mujer en el ámbito del conocimiento, agregaba Kant que la filosofía de la mujer «no consiste en sutilizar, sino en sentir. Cuando se les quiera dar ocasión de cultivar su bella naturaleza, ha de tenerse en relación a la vista en todo momento».

Y estas y otras declaraciones ¿qué efectos jurídicos tenían? En concreto, uno muy claro: la exclusión de la fémina del ámbito público. Asunto que supo expresar a las mil maravillas Hegel para quien, a su juicio, el hombre posee «su efectiva vida sustancial en el Estado, la ciencia, etc., y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo mismo [... mientras que] en la familia encuentra la mujer su determinación sustancial y en la piedad su interior disposición ética».

Desde luego, Rousseau, Kant, Hegel, Proudhon, Marx, Sighele... no fueron los únicos varones que desaprobaron el movimiento emancipador del sexo femenino. El propio Nietzsche, pese a su vanguardismo y lucha fiera contra los prejuicios de su época, entendió que «la lucha por iguales derechos es también un síntoma enfermizo», y que «cuando una mujer siente inclinación hacia la ciencia, es muy frecuente que haya algo anormal en su sexualidad».{7}

La falacia naturalista

Miremos donde miremos (judíos, negros, mujeres, lumpenproletariado...), queda claro que la biopolítica sirvió ontológicamente para alentar la existencia de grupos humanos dispares e irreconciliables entre sí. Pero también, y al mismo tiempo, sirvió la biopolítica para cercenar el desarrollo de la democracia y, de paso, impedir el ascenso y la participación en la vida social de colectivos emergentes. Así que, y sin miedo a equivocarnos, podemos afirmar que la gran tragedia de la Edad Contemporánea residió en el uso de la falacia naturalista: en la utilización fraudulenta de la Naturaleza con el fin de justificar situaciones que, como había denunciado el filósofo empirista David Hume, no eran ni son «naturales».

Notas

{1} El origen de las hostilidades franco-prusianas partieron de la candidatura de un Hohenzollern al trono de España, donde la reina Isabel II había sido destituida con la revolución de 1868. Francia, ante el miedo de estar bajo la pinza alemana (Prusia y España), criticó que un alemán fuera nombrado monarca de España, e inició una ofensiva con reproches y protestas que tuvieron su efecto, pues el rey de Prusia Guillermo I aconsejó al candidato al trono español que rehusara la invitación española.

{2} Antología de Sabino Arana, Roger Editor, San Sebastián 1999, pág. 261.

{3} Gregorio Marañón, Eugenesia y Moral, en Gregorio Marañón (1933), Raíz y decoro de España, Austral, Madrid 1973, pág. 62.

{4} Alexis de Tocqueville (1835), La democracia en América, Alianza Editorial, Madrid, 2002, vol. I, 2ª parte, cap. X, subcapítulo titulado Posición que ocupa la raza negra en los Estados Unidos y peligros que su presencia hace correr a los blancos, pág. 499.

{5} Klemens Felden (19??), Die Ubernahme des antisemitischen Stereotyps, pág. 69, citado en Daniel Jonah Goldhagen (1996), Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, Taurus, Madrid, 19983, pág. 104. Adolf Hitler, Discurso, 3-IX.-1933 (Nüremberg). El discurso de Hitler fue publicado un día después en la Frankfurter Zeitung.

{6} Jean-Paul Sartre (1943), El ser y la nada, Alianza Editorial, Madrid 1984, IV II, págs. 628-631.

{7} Jean Jacques Rousseau (1762), Emilio, Edaf, Madrid, 1985, lib. V, pág. 411. Immanuel Kant (1764), Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime, Alianza Editorial, Madrid, 1990, IIIª parte, 230-1. Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1820), Principios de la Filosofía del Derecho, Sudamericana, Buenos Aires, 1975, pág. 212. Friedrich Nietzsche (1888), Ecce Homo, III (Por qué escribo tan buenos libros). Léase también Friedrich Nietzsche (1889), Más allá del Bien y del Mal, Iª parte: 144, y VIIª parte: 232 a 239, y Friedrich Nietzsche (1871), La mujer griega.

 

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