Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas, número 68, octubre 2007
  El Catoblepasnúmero 68 • octubre 2007 • página 11
Polémica

Mercado pletórico de bienes y monetarismo indice de la polémica

José Manuel Rodríguez Pardo

Acerca de un artículo de Carlos Madrid Casado que considera compatible el materialismo filosófico con el liberalismo

Todo necio
confunde valor y precio

Antonio Machado

1. Prolegómenos

Carlos Madrid Casado realizó hace unos meses una crítica al denominado socialismo realmente existente en su artículo «De compras en el mercado pletórico», afirmando asimismo que el materialismo filosófico es compatible con el liberalismo y que el materialismo histórico, en concreto la teoría del valor-trabajo de Carlos Marx, resulta inferior a las tesis planteadas por la Escuela Austriaca de Economía, como las de Eugenio Böhm Bawerk, presunto refutador de Marx, o Luis Von Mises. Realizaremos aquí la crítica a sus planteamientos fundamentales.

2. La «compatibilidad» del materialismo filosófico con otras doctrinas. Punto de vista ontológico

Numerosas personas que, en distintas oleadas (o sin pertenecer a ellas) se encuentran en la órbita del materialismo filosófico, han decidido que este sistema puede ser «compatible» con una serie de doctrinas que, como mínimo, habría que poner en cuarentena. Así, en los medios de difusión de Nódulo Materialista se ha convertido en popular la doctrina de quienes defienden que la eutaxia de toda sociedad política es el resultado de la mera voluntad del gobernante y prescinden de toda acción de los vectores ascendente y descendente en la sociedad política —en el sentido que tienen estos conceptos en el artículo de Gustavo Bueno, «El tributo en la dialéctica sociedad política/sociedad civil», publicado en El Basilisco nº 33 (2003)—, de tal modo que los ciudadanos no son más que una masa informe sin capacidad de juicio ni de decisión de ningún tipo, en una suerte de «moral de señores» —los gobernantes— frente a la «moral de esclavos» —los ciudadanos o el vulgo— en los términos de Nietzsche.

Ante tal doctrina que sustancializa de forma absolutamente metafísica la eutaxia, segregándola de las capas y ramas del poder que el materialismo filosófico señala, llegan incluso a solicitar con ardorosas proclamas la figura de un dictador que resuelvan los problemas políticos, especialmente los de España. Algo similar, aunque por supuesto sin llegar a tales extremos, se contempla en el artículo de Carlos Madrid ya incluso en detalles mínimos, como en ciertos esquemas relativos a la Filosofía Política. Por ejemplo, en sus curiosas representaciones de democracia → mercado → eutaxia y mercado → eutaxia → democracia, con el objeto de distinguir entre fundamentalismo y funcionalismo democrático, da a entender que la eutaxia fuera algo externo al propio compuesto de la sociedad política, que aparenta poca comprensión de los citados vectores.

Pero la clave del artículo de Carlos Madrid, por encima de este y otros ejemplos particulares, es dilucidar si las referencias a Revel, Von Mises y otros autores del denominado neoliberalismo suponen una ligazón esencial con el materialismo filosófico, suficientemente fuerte como para asegurar que éste es compatible con el liberalismo o con cualquier doctrina, o si simplemente se trata de una mala interpretación. Siendo rigurosos, hemos de partir del significado lógico-formal de la incompatibilidad o negación conjunta, cuya definición afirma que, dados dos elementos cualesquiera, serán incompatibles cuando se excluyan ambos mutuamente, podremos definir la compatibilidad como la operación inversa a la primera. Así, dadas dos proposiciones p y q, el famoso functor de la incompatibilidad o functor de Peirce, p↓q, —literalmente, «ni p ni q»—, será verdadero cuando ambas proposiciones sean falsas. Pero la inversa, la compatibilidad, significa que ambas proposiciones han de ser verdaderas. Es decir, que para nuestro caso particular, materialismo y liberalismo serían ciertos, sin diferenciar «grados de verdad», en caso de ser compatibles.

Sin embargo, lo cierto es que las doctrinas filosóficas no son bloques homogéneos que puedan tratarse como enunciados de deducción natural, sino que pueden dividirse dialécticamente en distintas partes y asumirse, desde la doctrina de referencia, ciertos postulados suyos. Así, a la pregunta ¿es compatible el materialismo corporeísta con el materialismo filosófico?, responderemos que lo es, en tanto que incorpora y encarece la individualidad corpórea (M1), aunque ello no implica aceptar su concepción ontológica del formalismo primogenérico. ¿Es compatible el liberalismo con el materialismo filosófico? Lo es en tanto que incorpora la «subjetividad», pero no en tanto que formalismo segundogenérico. Por lo tanto, el problema cobra una dimensión muy distinta al no ser contemplado como compatibilidad o incompatibilidad con la doctrina X, sino, desde el punto de vista del materialismo filosófico, ver qué puede ser asumible por el sistema de referencia que utilizamos.

Así, se puede asumir el liberalismo dentro de la clasificación ontológica que el materialismo filosófico dispone, al igual que puede hacerse lo mismo desde el materialismo corporeísta, pero la clasificación precisamente lo que nos revela es la insuficiencia de las doctrinas clasificadas: el reduccionismo corporeísta no puede explicar la realidad de los sujetos apotéticos ni las entidades abstractas e incorpóreas, como los teoremas matemáticos; el liberalismo no puede explicar, salvo desde tesis espiritualistas, las operaciones corpóreas que caracterizan a esos mismos sujetos apotéticos cuando transforman su mundo de forma efectiva —algo fundamental desde el punto de vista del materialismo histórico— y no puramente psicológica o ilusoria. Por lo tanto, el liberalismo y el materialismo filosófico son incompatibles porque sus fundamentos ontológicos son inmiscibles.

Sin embargo, Carlos Madrid no aclara en qué sentido plantea la compatibilidad del liberalismo de la Escuela Austriaca o de Juan Francisco Revel con el materialismo filosófico. Si es en un sentido de absorción de sus componentes salvables, entonces no era necesario realizar una apología tan explícita; pero si lo que pretendía era decir que los conceptos del liberalismo vienen a ser equivalentes a los del materialismo filosófico —algo que parece negar pero sin profundizar lo suficiente en su análisis—, entonces simplemente ha caído en una grave confusión doctrinal.

Socialismo genérico y capitalismo «en abstracto»

Carlos Madrid manifiesta en su artículo que pretende huir de la dicotomía entre capitalismo y socialismo señalando que todos los sistemas tienen algo de socialismo (entendido como intervención del Estado) y algo de capitalismo (propiedad privada, libertad de empresa, &c.). Sin embargo, no deja de resultar curioso que acabe recuperando la dicotomía inicialmente negada allí precisamente donde el materialismo filosófico la rechaza explícitamente. Por ejemplo, cuando cita un fragmento de Gustavo Bueno con un singular añadido entre corchetes:

«En resolución, lo que se llama «Estado liberal» o «economía libre» (del Estado) es una ficción que sólo tiene un sentido comparativo (respecto de los Estados llamados intervencionistas o socialistas) en el contexto de la gradación de las involucraciones de las categorías económicas en las categorías políticas. La diferencia entre un Estado liberal y un Estado socialista no es una diferencia entre economía libre y economía intervenida; más bien, es una diferencia entre «economías intervenidas» [o «economías libres»], según determinadas proporciones.» (Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, págs. 207-208, cc. nn.)

O después:

«Eliminada la característica socioeconómica, sólo cabría hablar de universalismo como socialismo genérico (en cuanto crítica al individualismo extremado). Pero, a nuestro entender, este último concepto dista mucho de ser un concepto claro y distinto, y plantea más dudas de las que resuelve. En efecto, ¿hasta qué punto es distinto si se solapa con el universalismo? El universalismo es social pero no socialista, a menos que —como señalaba Hayek— prolonguemos gratuitamente «social» en «socialista», visto que no cuesta nada; pero conviene no enredarse en la retórica de aseverar que todo principio social es, en el fondo, socialista. Y, más aún, ¿hasta qué punto es claro si cabe hablar incluso de un «capitalismo socialista»?»

De tal modo que acaba concluyendo, tras citar nuevamente a Bueno, que el «capitalismo socialista» es círculo cuadrado.

Pero la cuestión no es que el materialismo filosófico distinga entre economías liberales y socialistas, sino entre un socialismo genérico, como fundamento de las sociedades humanas opuesto al individualismo, y un socialismo específico, referido a los planteamientos económicos. En Ensayos materialistas, págs. 185-200, se plantea el socialismo como el resultado de relaciones simétricas y transitivas previas a las reflexivas del individuo originario, del Ego esférico, sustancializado, precisamente el mismo que defiende el liberalismo:

«Porque el socialismo empieza a ser ahora una de las maneras más genuinas del desarrollo de la propia sabiduría filosófica, en tanto que sabiduría práctica (mundana y académica) que pone en duda el propio Ego como sustancia, y que, por ello, puede distanciarse del oleaje de pasiones y representaciones que se agitan en el interior de los cráneos, sin olvidarse de ellos en la evasión mística o científica. (Simplemente, allí donde el espiritualista ve mala fe —porque el concepto sartriano es simplemente la sustantificación animista de un proceso psiquiátrico—, el materialista podrá ver una mala disposición del sistema de reflejos transmitidos por la educación o por la herencia. Por otra parte, atribuir mala fe a alguien es tanto como desinteresarse por su curación). El socialismo representa para la conciencia filosófica materialista la condición para la demostración práctica de sus evidencias más genuinas; por tanto, la condición de su realización.
Y por ello mismo, el Socialismo no constituye la cancelación de la Filosofía, sino precisamente su verdadero principio. En tanto la dialéctica de la razón debe siempre pasar —regressus y progressus— por el episodio del Ego corpóreo (como sujeto de responsabilidad), será siempre necesaria la disciplina filosófica como instrumento mismo de la moral socialista. Porque la disciplina filosófica asume ahora como tarea específica (pedagógica, terapéutica, "pastoral" —y, vista desde fuera, "propagandística") la colaboración al proceso de eliminación de las representaciones inadecuadas del Ego (infantiles, pero también gnósticas, o capitalistas-residuales, competitivas), no ya en el sentido de su adormecimiento (propio, p. ej., de la mentalidad del "consumidor satisfecho" del socialismo del bienestar), sino en el sentido de la instauración de juicio personal crítico, sin el cual es absolutamente imposible una sociedad democrática». (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas Taurus, Madrid 1972, pág. 197, negritas nuestras).

Por lo tanto, la definición de socialismo genérico nos niega la posibilidad de hablar de los logros del capitalismo como si se tratara de un sistema tomado en abstracto, y en consecuencia no puede decirse que el capitalismo «demostrando su extrema adaptabilidad, ha sido capaz de hacer suya en aras de su propia eutaxia», como afirma Carlos Madrid, en esta ocasión reduciendo la eutaxia de la sociedad política a la capa basal, la estructura económica. Ni tampoco cabe hablar en abstracto de los fallos del capitalismo, hablando con tanta generalidad de sus supuestos defectos—«desigualdad y pobreza relativas, injusticias, desempleo, inflación, ciclos expansivos y depresivos, monopolios»— frente a los del socialismo específico —«estancamiento, supresión, corrupción, pobreza generalizada, paro e inflación encubiertos, asesinatos arbitrarios [¿?]»—, cuando semejantes caracteres nada dicen en abstracto.

De hecho, algunos son un verdadero paradigma de vaguedad: ¿cómo definir la injusticia sin un sistema de referencia previo? ¿No existe la corrupción en todas las sociedades políticas históricas —pareciera, a tenor de las palabras de Carlos Madrid, que existen sociedades políticas no corruptas, es decir, eternas—. Por eso mismo, carece de sentido hablar de defender el capitalismo. Y sobre todo, ¿defenderlo frente a qué? Porque tampoco se entiende muy bien qué es lo que pone en cuestión ese modo de producción. Porque si el enemigo es China, entonces la sexta generación de la izquierda no será enemiga sin más del capitalismo, sino del actual orden internacional —político, no económico— defendido por Estados Unidos.

Una vez señalada esta enmienda a la totalidad, referida a cuestiones ontológicas, que como es natural dejan en entredicho la argumentación básica del artículo, hemos de centrarnos en cuestiones gnoseológicas.

3. La «compatibilidad» del materialismo filosófico con otras doctrinas. Punto de vista gnoseológico

a. El Estado «liberal»

Afirma Carlos Madrid al final de su escrito, en el punto dos de sus «Conclusiones»:

«Con respecto al tema educativo, actualmente, la práctica totalidad de la población escolar asiste a centros escolares y está alfabetizada, y por si fuera poco hoy se destina más dinero que nunca a la educación en forma de becas, ayudas y subvenciones de todo tipo. Ésta es, aproximadamente, la realidad «oficial» de la educación; una realidad que, sin embargo, no coincide del todo con la realidad educativa «realmente existente». Hay, por ejemplo, un enorme fracaso escolar, más o menos disimulado, que las autoridades políticas en el poder se empeñan en negar sistemáticamente y que afecta a todos los niveles educativos, desde la educación infantil hasta la superior. Un fracaso escolar que se resume en la falta esencial de calidad en la educación y que se evidencia de muchas maneras, pero quizá especialmente en el hecho de que la mayor parte de los licenciados no son capaces de expresarse con un mínimo de corrección ni de escribir sin faltas de ortografía, amén de que en muchos centros se viven situaciones de verdadera lucha de «clases». ¿Por qué no coincide la realidad educativa «oficial» con la realidad educativa «realmente existente»? ¿Cómo es posible que cuantos más medios se destinan y cuanto más se amplía la educación más descontentos parecen estar tanto alumnos como profesores (y, como consecuencia, la propia sociedad)? La respuesta, por más que los políticos no quieran reconocerla y se dediquen a tirar balones fuera, no puede ser otra que ésta: la intervención del Estado no responde a las necesidades sociales. [...] No todo el mundo es, ni puede ser, Cervantes, Newton, Nabokov o Einstein. Los condicionamientos naturales limitan el alcance intelectual exactamente igual que el físico, y no todo el mundo puede correr cien metros en diez segundos, lo mismo que no todo el mundo puede entender con rigor matemático la idea de límite o el cálculo infinitesimal. Y lo mismo que la educación no lo es todo, tampoco hay «una educación gratuita para todos». Aquí la falsedad es mucho más evidente. La educación es siempre costosa. Y decir que «son los ricos los que la pagan a los pobres» —la contracrítica gubernamental— no es sino una mentira añadida. La mayor parte de los impuestos la pagan las clases medias y bajas, no las altas, y la verdad se acerca más a lo contrario: que son las clases medias y bajas las que, en muchos casos, pagan, por ejemplo, la educación superior de los hijos de las familias ricas (que los envían a estudiar a las universidades públicas). Es, desde luego, imposible saber si los particulares pagarían voluntariamente el precio que tienen que pagar obligatoriamente. ¿Habrían invertido los particulares todo ese dinero de haber podido elegir –en un sistema de educación privada–? La respuesta es, con seguridad, que no: las familias no habrían invertido en ningún caso esas enormes sumas de dinero en una licenciatura para sus hijos a la vista de que en el mercado sobran licenciados y faltan técnicos».

Evidentemente, no todo el mundo puede ser Einstein o Cervantes, pero eso no es justificación para eliminar la enseñanza pública o privatizarla. La enseñanza pública es precisamente la que permite la existencia del famoso «plebiscito cotidiano» que constituye la nación política, pues en sus aulas se aprende la lengua nacional y otras nociones básicas para que puedan existir ciudadanos y no meros súbditos, como sucedía en el Antiguo Régimen, y contra las pretensiones de sujetos como el Marqués de la Ensenada —«¿Para qué queremos escuelas? Los bueyes que aren», decía el ministro de Carlos III, en un claro ejemplo de despotismo ilustrado. Entonces, la enseñanza no va mal porque el Estado intervenga mucho, pues siempre interviene, sino porque interviene desde presupuestos inadecuados. ¿Qué importará el monto presupuestario destinado a la enseñanza, si nuestros políticos piensan que con ella se alcanzarán los ilusorios objetivos de formar al hombre total o el vano ideal de la formación humanista?

Pese a que hoy la práctica totalidad de la población esté alfabetizada, ello no significa que no sea necesaria la enseñanza pública para la instrucción de algo más que «bueyes que aren». De hecho, no conviene olvidar que el actual sistema de enseñanza público se ha visto degradado para adaptarse a las necesidades del modo de producción capitalista imperante: la LOGSE y sus progresivas adaptaciones han consagrado al ciudadano como sujeto que debe conocer, a lo sumo, algunos artículos de la Constitución de 1978 y nociones básicas de la ideología ambiente —reforzadas a partir de ahora con los manuales de Educación para la Ciudadanía e incluso con la lengua «nativa» y normalizada para no tener oportunidades de trabajo fuera de la autonomía de referencia—, para así mantenerse en un estado de infantilismo prolongado hasta que llegue el momento de convertirse en ciudadano consumidor y parte del proceso productivo o de servicios. Quienes escapen de esta situación no será porque voluntariamente lo deseen, sino porque dispongan del suficiente dinero como para costearse una enseñanza con contenidos mucho más extensos y provechosos. De hecho, las elites políticas y económicas viven en un mundo ajeno al de la enseñanza pública, reservada para lo que en tiempos del despotismo ilustrado era conocido como «el vulgo» o «la chusma».

Otra cuestión es criticar la enseñanza pública por el modo en el que recaen las cargas fiscales que sirven para financiarla. Que las cargas fiscales recaigan fundamentalmente sobre las clases medias, como señala Carlos Madrid, es un motivo para poner en entredicho la política fiscal «progresiva» existente en muchas de las sociedades del bienestar, pero no la necesidad de cualquier política fiscal. Carlos Madrid sustantiviza el modelo de impuestos progresivos como el único de política fiscal estatal. Habrá que encontrar medios alternativos para que sean esas rentas las que sufraguen no simplemente mayores gastos, sino que eliminen esas asimetrías que no se arreglan simplemente imponiendo un diezmo y dejando la base de desigualdades exactamente igual.

Otra cuestión llamativa es su exaltación, dependiente de sus concepciones sobre el socialismo genérico, de la importancia del mercado:

Esto es algo que ocurre siempre que hay competencia y sólo cuando hay competencia (que también desaparece cuando surge un monopolio privado). Los ordenadores portátiles que hoy tenemos, cada vez mejores y más baratos, los tenemos gracias a que se producen en libre competencia para el mercado. Y otros dos ejemplos son Iberia y Telefónica, hasta ayer monopolios estatales y hoy abiertos a la competencia. ¿Cuál ha sido el resultado de la liberalización? El rápido desarrollo tecnológico (especialmente en la telefonía), una ampliación y mejora de los servicios, y la caída en picado de los precios (sobre todo en los vuelos, lo cual demuestra hasta qué punto estaban artificialmente inflados por efecto del monopolio). Lo cierto es que hoy vuelan y hablan por teléfono muchas más personas que antes, con un servicio en general mejor y a unos precios más baratos. Gracias al mercado, no al Estado.

Pero esta afirmación resulta de por sí extravagante, pues es la negación de su cita de las páginas 207 y 208 de La vuelta a la caverna, donde se dice ante todo que la Economía es Economía Política. Sin olvidar que la supuesta privatización de Iberia y Telefónica no es tal, puesto que siguen acaparando los servicios fundamentales que las hacen mantenerse como empresas punteras. Ni Iberia ha dejado abandonado el mercado de vuelos internacionales, donde sigue siendo la primera empresa española con diferencia, ni Telefónica deja de tener en sus manos el monopolio de la línea telefónica, propiedad del Estado, que las demás operadoras han de alquilar a la empresa telefónica estatal. Suponer que la monopolista Telefónica ha dejado de controlar el servicio telefónico, que por cierto es responsabilidad del Estado (¿acaso las operadoras que compiten con Telefónica en el mercado disponen de sus propios hilos telefónicos?), es tanto como suponer que los precios son más baratos gracias al mercado, cuando es precisamente la empresa estatal Telefónica, la dueña de la línea, quien ofrece el servicio que utilizan las demás operadoras. De hecho, este aspecto que ensalza el mercado y las leyes de la oferta y la demanda como fundamento de la Economía, nos da pie para abordar otra cuestión que Carlos Madrid trata en su artículo: la crítica a la teoría del valor-trabajo de Carlos Marx.

b. La «refutación» de la teoría del valor-trabajo

La cuestión gnoseológica fundamental, que nos va a servir para medir el grado de «compatibilidad» del liberalismo con el materialismo filosófico, va a ser precisamente la valoración que Carlos Madrid realiza en el punto 4 de su trabajo sobre la presunta refutación de Eugenio Böhm Bawerk a la teoría del valor-trabajo que expone Carlos Marx en El Capital. Carlos Madrid lo dice de la siguiente manera:

«Marx se basa en la (falsa) teoría del valor-trabajo que tomó de sus maestros, de Smith y Ricardo (la teoría de que valor de una mercancía proviene únicamente del trabajo necesario para producirla, que Marx consideraba homogéneo en todos los casos, como si fuese lo mismo —argüía Böhm-Bawerk— el trabajo del escultor que el trabajo del cantero...). Esta teoría, que supone una simplificación inadmisible, por grosera, de la realidad, es sin embargo la piedra angular del sistema económico de Marx y, por extensión, del socialismo: sin ella, la defensa teórico-científica de la «plusvalía» y la «explotación» de los trabajadores por los empresarios resulta sencillamente imposible. Además, Marx escamotea sistemáticamente el problema económico fundamental, es decir, cómo se resuelve o se lleva a cabo la producción económica en la sociedad comunista, en la que reinará —promete, aunque no se sabe cómo— la abundancia, pese a que por no haber no habrá ni un sistema de precios. El gran error del socialismo marxiano es querer eliminar algo tan fundamental como los precios, porque eso supone condenarse a dar palos de ciego e impedir toda posibilidad de hacer cálculos racionales a la hora de utilizar los factores de producción. El dinero que hace posible el sistema de precios es, desde el punto de vista económico, uno de los inventos más importantes de los últimos tres mil años. Y algo parecido debería decirse de la Bolsa, por más que protesten los anticapitalistas que no la entienden. La función esencial de la Bolsa no es el juego de la lotería sino la estabilización de los precios futuros. Sin el mercado «especulativo» de la Bolsa, un agricultor no tiene más remedio que esperar a recoger su cosecha y llevarla al mercado para saber si va a obtener un beneficio o una pérdida, si podrá comer ese año o pasará hambre y si podrá pagar o no las deudas contraídas. La Bolsa facilita a nuestro agricultor una información (incompleta, es cierto) que le hace posible mejorar su capacidad de supervivencia al permitirle asegurarse la venta con el fin de optimizar ganancias. La idea socialista de suprimir el sistema capitalista de precios, y no digamos ya el dinero, es, pese a las promesas marxianas de abundancia, un auténtico disparate».

Los errores que percibimos en este extenso párrafo son los siguientes: 1) La «simplificación inadmisible» consiste en identificar las doctrinas de Smith y Ricardo con la de Marx y con el socialismo específico, sumada a la simplificación obra de Böhm Bawerk, como veremos; 2) Marx no podía hablar de cómo se resuelven los problemas de la sociedad comunista porque sencillamente esa sociedad no existía en época de Marx; 3) Marx sí que habla del dinero y de los precios en El Capital, pero lo cierto es que a estos últimos los considera convencionales, pura expresión fenoménica, porque están alterados y desviados respecto del valor, precisamente por efecto del fenómeno de la especulación producido por la Bolsa y otros factores que tanto encarece Carlos Madrid. Desarrollaremos estos tres puntos con mayor prolijidad.

1) No entraremos en análisis muy prolijos sobre las cuestiones tratadas en El Capital. Crítica de la Economía Política frente a las denominadas teorías neoclásicas, que ya han sido discutidas con cierta extensión en sus puntos principales en los foros de nódulo, sin que obste ello para seguir desarrollando el tema en otra ocasión. Muchas de estas cuestiones ya han sido pergeñadas en la sección de Economía de El Catoblepas, donde destaca la exposición de la teoría del valor-trabajo realizada por Javier Delgado Palomar en una comunicación al 39 Congreso de Filósofos Jóvenes. También habría que señalar algunos textos relativos a la cuestión en el Proyecto Filosofía en Español, como el artículo de Salvador Gay, «La teoría del valor de Carlos Marx», en el semanario La Hora (1948), y sobre todo un trabajo de Benigno Valdés titulado «Valor/precio y plusvalor/ganancia en Carlos Marx» —expuesto en dos partes en la primera época de El Basilisco, números 8 (1979) y 11 (1980)—. Todas estas referencias constituyen, en definitiva, un material de considerable interés.

Por lo tanto, no vamos a desarrollar lo ya iniciado en tan extensos trabajos, sino que nos basaremos en el núcleo básico de la argumentación expuesta por Marx en el Libro I de El Capital para ver qué fundamentos filosóficos existen tras ella, qué valor tienen las alternativas neoclásicas a Marx y sus fundamentos, y la supuesta «compatibilidad» o «incompatibilidad» que puede haber en ambas doctrinas respecto al materialismo filosófico.

Comienza Marx su argumentación en El Capital distinguiendo entre valor de uso, el que se le otorga a un objeto respecto a lo que sirve (por ejemplo, el uso de un libro es leerlo), y valor de cambio, que es la proporción en la que se intercambian en el mercado los distintos valores de uso. Así, Marx postula inicialmente el esquema de circulación simple, Mercancía-Dinero-Mercancía, M-D-M. Este es el propio de quien produce algo, lo vende y con ese dinero obtiene un nuevo valor de uso. Y esto se supone que es la economía para los marginalistas: una persona tiene una necesidad e intercambia algo suyo que le sobra, y por lo tanto no le es útil, para conseguir otra cosa que sí necesita y que, en consecuencia, tiene para él una enorme utilidad.

Pero, como bien señala Marx, el esquema M-D-M para un sujeto x es para otro sujeto y en la forma Dinero-Mercancía-Dinero, D-M-D, de tal manera que se trata de un círculo, M-D-M-D-M-D... Así que el esquema de circulación simple carece de sentido, pues en este círculo nadie cambia dinero por dinero para quedarse exactamente como estaba. El problema entonces estriba en que los marginalistas confunden valor de uso con valor de cambio, pues se centran en el intercambio simple, en el modo de circulación simple del que hablaba Marx: «Tras las tentativas de quienes se esfuerzan por presentar la circulación de mercancías como fuente de plusvalía se esconde, pues, casi siempre, un quid pro quo, una confusión de valor de uso y valor de cambio» (El Capital. Libro I, Tomo I. Akal Madrid 1976, Sección Segunda, IV, pág. 214).

Y es cierto: el beneficio que el vendedor pueda obtener no está en el mero intercambio. Si vendes algo por encima de su valor, ese incremento luego se ve reflejado en el siguiente intercambio, pero ello no le da más valor al producto, sino simplemente constituye una especulación de dinero que añade el especulador y que no altera su valor relativo: si lo que vale 100 unidades se vende por 110, ello no supone añadido al valor, pues esos 110 serán cobrados nuevamente al especulador por otra vía. Las denominaciones en dinero se hinchan por especulación, como sucede en la Bolsa tan bien valorada por Carlos Madrid, pese a ser una verdadera estafa —además de que la información bursátil está manejada por unos sujetos especializados en procesarla que nunca podrían ejercer a su vez como agricultores—, pero sus proporciones de valor se mantienen. En la circulación, productores y consumidores se enfrentan tan sólo como vendedores y compradores, y suponer que es aquí donde se genera la plusvalía es tanto como pensar que se compra sin vender o se consume sin producir.

Entonces, el esquema correcto ha de ser D-M-D´, entendiendo D´como el dinero inicial incrementado no en el intercambio, sino en la elaboración de la mercancía previa, en el consumo productivo de valores de uso (fuentes de energía, por ejemplo) para poner en marcha las máquinas que maneja el obrero. Obrero que, en tanto que capital variable, es quien añade valor a las mercancías: puesto que la máquina y cualquier materia prima «no cambia su magnitud de valor en el proceso de producción» (capital constante), es el capital invertido en la fuerza de trabajo quien «cambia de valor en el proceso de producción», (capital variable) en tanto que la plusvalía o ganancia puede ser mayor o menor (El Capital, Libro I, Tomo I, Sección Tercera, VI, pág. 281). Así, D´ = D + ΔD, siendo ese ΔD (incremento de D) la plusvalía. Aquí ya no se habla de dinero sino de capital, pues este ΔD se convierte en una acumulación que cada vez es más alimentada para seguir manteniendo el sistema. Si no hubiera beneficios, sería imposible comprar maquinaria o pagar a los obreros, y la máquina, que Marx considera, como metáfora de la producción capitalista, un perpetuum mobile, se pararía, haciendo colapsar el sistema.

Entonces es aquí donde la teoría marginalista queda comprometida, puesto que es en el proceso material y objetivo de la producción, y no en los deseos subjetivos de los consumidores, donde se produce el valor de cambio y a partir de lo que se logra la ganancia del capitalista. Muchos de estos marginalistas se burlan de la teoría del valor-trabajo porque afirman que es una teoría objetivista, donde las mercancías alcanzan un valor está por encima de cualquier actividad humana y por lo tanto metafísico.

Por eso mismo, Böhm-Bawerk comete graves errores de interpretación, como se ve en la exposición que realiza en el año 2001 José Ignacio del Castillo sobre la temática, titulada «Grandes controversias de la historia de la ciencia económica: Böhm-Bawerk refuta la teoría de la explotación capitalista» y publicada en el número 8 de La Ilustración Liberal. Castillo, comentando la crítica de Böhm Bawerk, afirma sobre el valor de la mercancía: «Aquí Böhm-Bawerk detecta el primer error: en realidad, el valor no es intrínseco a las cosas, sino algo subjetivamente apreciado por cada individuo según su situación y necesidades. En efecto, un intercambio tiene lugar sólo si ambas partes valoran en menor medida lo que ceden que lo que obtienen».

Pero la burla ha de ser recíproca y volverse sobre Böhm-Bawerk y el propio Castillo, igual que una oración se vuelve por pasiva: como bien dice Marx, semejantes sujetos caen en el fetichismo de la mercancía. La mercancía no tiene un valor intrínseco y objetivo, no es una cosa aislada, sino que es producto de la relación entre sujetos muy distantes, de los productores al consumidor final. Por lo tanto, estamos no ante una relación radial del hombre con la cosa, sino ante una relación circular, que es producto de relaciones radiales intermedias, en este caso simétricas —el hombre con la cosa fabricada y la cosa vendida con el hombre— y transitivas —el hombre con la cosa y la cosa con el hombre nos da, finalmente, una relación entre hombres. Como bien señala Marx:

«Lo misterioso de la forma de mercancía consiste, pues, sencillamente en el hecho de que les refleja a los hombres los caracteres sociales de su propio trabajo como caracteres objetivos de los productos del trabajo, como propiedades naturales sociales de estas cosas, y, por tanto, también refleja la relación social de los productores con el trabajo total como una relación social de objetos existente fuera de ellos» (El Capital. Libro I, Tomo I, Sección Primera, I, pág. 103).

De hecho, el análisis de la mercancía que realiza Marx en El Capital permite incluso identificarlo como una figura antropológica de primera magnitud en el espacio antropológico del materialismo filosófico. Es evidente que la antropología marxista es dualista, pero puede identificarse en su análisis de la actividad económica la conexión sinecoide que aparece en el espacio antropológico entre los ejes circular y radial. Al igual que el núcleo de la religión primaria es angular no porque esté sustancializado desde un punto de vista etológico, ni porque se niegue la composición sinecoide de los ejes, sino porque los otros dos ejes están segregados —del mismo modo que si representamos en el espacio tridimensional el punto (1,0,0) sólo aparecerán las coordenadas x, al ser cero la y y la z. El núcleo de la religión es angular porque ni el eje circular se encuentra perfectamente definido en el Paleolítico, ni tiene sentido hablar de hombres divinizados, pues entonces dejan de ser hombres, ni el eje radial puede componerse en este caso, pues no existen voluntades en él. Aquí reside mi crítica principal a David Alvargonzález por su sustancialización de los ejes del espacio antropológico al hablar de teriántropos, cuyo rango abarcaría desde las pinturas de las cuevas paleolíticas a los ángeles cristianos, como se vio en la polémica sobre la religiosidad primaria en esta misma revista. Esta forma de entender la mercancía ya fue percibida por el propio Gustavo Bueno en fecha tan temprana como 1972:

«Al presentar las relaciones circulares como componentes sine qua non de la categoría económica, no sugiero la exclusión de las relaciones radiales: las relaciones circulares se dan, precisamente por la mediación (cuya forma lógica puede ser el producto relativo) de las relaciones radiales» (Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías la Economía Política. La Gaya Ciencia, Barcelona 1972, pág. 44)

Castillo continúa diciendo, a coro con Böhm-Bawerk: «los recursos naturales tienen valor y son intercambiados, pero no son producto de ningún trabajo». Habrá que suponer entonces que para José Ignacio del Castillo los recursos naturales nos llueven del cielo: el carbón no necesita ser extraído de las minas, sino que brotaría espontáneamente, igual que los frutos y cereales no necesitarían de su cultivo y previa domesticación, &c. Para el marginalista, una vez reducido todo a la utilidad subjetiva de los consumidores, se segrega la producción, dándose por supuesto que ésta se mantendrá siempre.

Así, señala Castillo citando a Jim Cox, «si el valor de los bienes estuviese determinado por su coste de producción, la foto de un ser querido tendría el mismo valor que la de un desconocido o la de un enemigo —abran sus carteras para comprobarlo. Me pregunto qué hacen dos marxistas después de ir al cine. Se supone que no podrán estar en desacuerdo sobre lo mucho o poco que les ha gustado la película, pues después de todo, la producción ha requerido igual cantidad de trabajo antes de que ambos la consuman». Esto prueba la grave confusión de Castillo y los demás marginalistas entre valor de uso y valor de cambio, lo que invalida por completo su análisis: el mayor gusto o disgusto que me haya producido la película (valor de uso) no influye para nada en el coste de producir y proyectar el filme (valor de cambio). Confusión refrendada cuando a continuación Castillo niega que la actividad industrial confiera valor a los bienes producidos, pues el valor «brota [sic] posteriormente de las apreciaciones subjetivas de la gente. Es la intensidad de la apetencia del consumidor la que determina el valor de bienes y servicios. Es importante subrayar que lo que el consumidor valora, no es la totalidad de bienes que existen en el universo (todo el agua o el pan del mundo), sino solamente la unidad o unidades (una botella, una barra) sobre los que ha de decidir. Los que puede o no adquirir y los que puede o no ceder a cambio».

Evidentemente, el consumidor sólo puede decidir la compra sobre bienes muy pequeños. Pero entonces ¿por qué pensar que los productores no ponen en marcha determinada producción sin antes comprobar las necesidades humanas? Porque las necesidades humanas son históricas y dependen de los medios disponibles en cada circunstancia: sería absurdo pensar que el automóvil se comenzó a fabricar porque en el siglo XVIII se carecía de ellos y las personas subjetivamente lo deseaban, y no considerarlo algo enlazado de manera determinista con el propio desarrollo industrial, la agilización de las comunicaciones y la movilidad laboral. Como se dio cuenta el propio Gustavo Bueno en fecha tan temprana como 1972, la economía marginalista se mueve dentro de las coordenadas del Ego esférico, que antepone cualquier tipo de necesidades humanas subjetivas a los medios objetivos existentes para satisfacerlas:

«Pero si la escasez se piensa anteriormente a la categoría de la producción, como raíz de la propia racionalidad económica, habría que concluir cosas como éstas: «los automóviles eran escasos en el siglo XVIII y, para remediar su escasez, fue necesario fabricarlos». La escuela marginalista, empujada por su propia lógica, concluía tesis similares («la necesidad es el principio de la actividad económica, orientada a satisfacer esas necesidades con el menor gasto posible de energía». La rueda ha sido construida porque satisfacía una necesidad de ruedas)» (Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías la Economía Política. La Gaya Ciencia, Barcelona 1972, págs. 87-88)

Castillo también se pregunta: «¿cómo explica Marx que un piso de 150 metros cuadrados, construido por los mismos obreros con los mismos materiales, en la calle Serrano de Madrid valga veinte veces más que el mismo piso en una pedanía de la provincia de Teruel?» [...] las horas de trabajo empleadas para producir el vino Vega Sicilia son más o menos las mismas que se emplean en producir un vino peleón cien veces más barato [...] ¿Puede alguien en su sano juicio afirmar con toda seriedad que dos horas de trabajo de un cantante de opera tienen idéntica esencia que sesenta horas de trabajo de un enfermero?».

Pero en estos contextos Castillo ignora que no es el trabajo a secas—como afirmaba David Ricardo, igualando los trabajos individuales como si fuera lo mismo el trabajo de un artesano que el de un industrial— sino como dice Marx el trabajo socialmente necesario realizado en un tiempo determinado, así como la composición del capital en fijo y variable, los que determinan el valor de las mercancías. Ni los obreros cobran igual en Madrid que en Teruel, ni el valor del suelo es el mismo en una capital estatal que en una de provincias, ni tampoco existe el mismo volumen de negocio ni circulación de mercancías (de bienes y servicios) en una ciudad de cuatro millones de habitantes que en una de poco más de treinta mil habitantes. Además, es falso que un vino elaborado cuidadosamente tarde lo mismo en producirse que uno de poca calidad: entre otras cosas porque no son los mismos años los que se pasa en las barricas un vino añejo que un vino tempranillo. No le recomiendo al señor Castillo que emprenda un negocio vinícola, sobre todo si piensa que las vides, como todo recurso natural, crecen solas, tal y como señaló anteriormente. En el fondo, lo que plantea Castillo es tan absurdo como decir que un diamante vale lo mismo que una baratija.

Respecto al ejemplo de la cantante de ópera y el enfermero, debería darse cuenta Castillo que lo que denomina Marx «trabajo abstracto» es el elemento que permite igualar los distintos trabajos: x horas del trabajo de un enfermero equivalen a y horas del trabajo de una cantante. Aparte de que el trabajo de la cantante no es propiamente un trabajo productivo, sino un servicio, lo que obliga a situarlo en otra esfera que no es la de la producción sino la de circulación de mercancías.

En el colmo de su incomprensión, haciendo bueno el aforismo de Antonio Machado con el que iniciamos este artículo, llega incluso a decir Castillo que para Marx el precio de equilibrio es igual a la suma de capital constante más capital variable más plusvalía. Pero la fórmula capital constante (c) + capital variable (v) + plusvalía (p) no es equivalente al precio, sino al capital incrementado respecto al capital inicial, C´ = (c + v) + p. El capital anticipado (C) es igual a la suma del capital constante más el variable, C = c + v, de tal modo que si c = 0, entonces el capital inicial sólo se invertiría en salarios, C = v; y si p = 0, entonces el capital no se valorizará, C = C´ (El Capital, Tomo I, Libro I, Sección Tercera, VII). Decir entonces que la distinción entre capital constante y variable es «fantasmagórica», como afirma Castillo al final de su artículo, es sencillamente volver a repetir el aforismo al que aludimos al iniciar el párrafo.

2) Leído el punto 1), no hace falta ser demasiado sagaz para darse cuenta que el análisis realizado en El Capital no tiene sentido en una sociedad como la del «comunismo realmente existente», que ha implantado el control del Estado sobre la Economía, tanto sobre la totalidad de la producción como sobre el consumo; los planes quinquenales tampoco dieron paso a algún tipo de economía de mercado, que hubiera permitido evitar el estancamiento final del sistema comunista. Precisamente Marx en su época aborreció el control de la Economía por parte del Estado por considerarlo una forma de poner un parche al modo de producción capitalista —en esto desde luego Marx acertó de pleno, si miramos al Estado del Bienestar. Por lo tanto, carece de sentido culpar a Marx de las consecuencias finales del «comunismo realmente existente».

3) Dirá entonces Carlos Madrid que El Capital, al centrarse en el proceso de producción, no tiene en cuenta las leyes de la oferta y la demanda. Pero es que tales leyes son fenoménicas. Nos dicen que la oferta y la demanda están en relación directa e inversa con el precio, respectivamente: a mayor precio, más unidades se presentan a la venta, mientras que ese alto precio hace que haya menos demanda. Pero estas leyes no nos dice por qué hay más o menos unidades de un producto y en consecuencia se venden a mayor o menor precio. Del mismo modo que el espectro de Balmer situaba en distintos lugares los colores, pero no nos explicaba cuál era el fundamento (las longitudes de onda) que explicaba sus situaciones en el espectrógrafo, las leyes de la oferta y la demanda nos describen un fenómeno sin explicarlo de manera efectiva. De hecho, una teoría del valor carece de sentido cuando el objetivo es analizar el comportamiento de los agentes aislados según conceptos tan abstractos como la utilidad en función de la oferta y la demanda únicamente. Además, el dinero, el núcleo de la argumentación de las economías de corte neoclásico, especialmente las denominadas monetaristas, no ha sido definido de manera satisfactoria, como bien ha dejado claro Carlos Pérez Jara en su crítica a «la caverna económica neoliberal«.

Marx, sin embargo, sí definió el precio y el dinero, asegurando categóricamente que el precio es una medida convencional, pues puede haber precios sin valor (por ejemplo, se han dado casos de asegurar la virginidad de una persona), pero nunca valores sin precio, ya que el precio es una suerte de «transustanciación» de la mercancía. La masa de dinero viene determinada por la suma de precios de mercancías que circulan al mismo tiempo y paralelamente. Si aumenta el dinero en circulación disminuye el número de circulaciones, y si aumenta el número de circulaciones disminuye la cantidad de dinero en circulación (El Capital. Libro I, Tomo I, Sección Primera, III). Inicialmente el dinero equivale al oro y la plata, que ellas mismas son mercancías, pero los precios en oro o en plata de las mercancías se equilibran paulatinamente en las proporciones determinadas por sus valores, hasta llegar a cotizarse con nuevas formas monetarias.

De hecho, cosas que en principio carecen de valor, «como un billete de papel, pueden funcionar así como monedas en lugar suyo. En las piezas metálicas de dinero, el carácter puramente simbólico aparece todavía oculto, en cierto modo. En el papel moneda se revela ya con toda evidencia». (El Capital, Libro I, Tomo I, Sección Primera, III, pág. 172). Así, «la cantidad de oro que la circulación puede absorber oscila constantemente por encima o por debajo de cierto nivel medio. Sin embargo, la masa del medio circulante no desciende nunca, en un país dado, por debajo de cierto mínimo establecido por la experiencia». Es decir, según la cantidad de bienes y servicios existentes. Por eso, en función de estas garantías materiales, el cambio del oro por papel moneda no afecta para nada al volumen de dinero ni a su circulación. Sin embargo, «si se llenan hoy con papel moneda todos los canales de la circulación hasta alcanzar el límite de su capacidad de absorción monetaria, puede que mañana se encuentren desbordados debido a las fluctuaciones de la circulación de mercancías. Se pierde así toda medida». (El Capital, Libro I, Tomo I, Sección Primera, III, pág. 173). Analícese esta información a la luz de las alteraciones de los tipos de interés respecto al euro, con el correspondiente efecto sobre los precios de las exportaciones, y se entenderá cómo esa alteración del precio del dinero respecto a sus referentes materiales, bienes y servicios disponibles en una sociedad dada, no es en absoluto baladí.

Por lo tanto, lejos de aclarar nada, la apelación al dinero por parte de la economía monetarista, lo que hace es convertirlo en un fetiche que encubre las relaciones materiales efectivas que distintas personas establecen para componer las mercancías:

«Pero es precisamente esta forma acabada —la forma de dinero— del mundo de las mercancías la que encubre objetivamente el carácter social de los trabajos privados y, por tanto, las relaciones sociales de los trabajadores privados, en vez de revelarlos». (El Capital. Libro I, Tomo I, Sección Primera, I, pág. 107).

4. Conclusión

Hemos de concluir la crítica al artículo de Carlos Madrid analizando algunas características que Marx señaló respecto al modo de producción capitalista, que en opinión de muchos parecen haber sido «refutadas por la Historia». Una de ellas, que aparece como más evidentemente refutada a ojos de la mayoría, es la pauperización progresiva de las masas asalariadas en el capitalismo. Pero tal pauperización ha de medirse no en términos absolutos sino relativos, en relación a la extracción de plusvalía que realiza el capitalista. Por ejemplo, cuando se comprueba que en España a día de hoy los empresarios cada vez obtienen mayores beneficios y los salarios se estancan, ¿no constituye ello una verdadera prueba de esa depauperación relativa de la que habló Marx? De hecho, la crítica de Marx no consiste en afirmar que el capital se concentra en cada vez menos manos, sino en la composición orgánica del capital: el capital constante (maquinaria) es mucho mayor en proporción que el capital variable (salarios), lo que provoca la caída tendencial de la tasa de ganancia en la economía capitalista —otra de las tesis de Marx respecto al modo de producción capitalista—, al no disponer los trabajadores-consumidores de medios suficientes para seguir consumiendo.

Entonces, para evitar esa caída tendencial de la tasa de ganancia, los distintos países capitalistas desarrollados necesitan tomar una serie de medidas: la liberalización de mercados de bienes y capitales; la apertura de fronteras para la implantación de fábricas en países sin legislación laboral que impida la explotación de los trabajadores y sus recursos; la centralización de capital mediante fusiones y adquisiciones en procesos de integración económica, así como la reducción de coberturas sociales y seguridad en el trabajo tanto en los países desarrollados como en los pobres, dejando la apariencia de que la riqueza generada por el capitalismo (en abstracto), a poco que se apliquen estos postulados, acabará derramando su «cuerno de la abundancia» por todo el planeta igual que lo hace en las sociedades del bienestar.

Sin embargo, existe una descoordinación de la economía capitalista que no puede corregirse, en contra de lo que afirman los monetaristas, controlando el precio del dinero, al modo de una «mano invisible» en el mercado, sobre todo si el dinero no es más que un fenómeno y no el centro de la economía capitalista, como hemos señalado anteriormente. Y es que el desarrollo del capitalismo es contradictorio: se producen en términos absolutos bienes suficientes para alimentar a toda la población mundial, pero repartir los excedentes entre los países más depauperados equivaldría a acabar con la demanda de esos bienes y a colapsar el sistema, lo que provoca que tales excedentes deban ser destruidos; se producen cada vez más bienes de consumo, pero no toda la humanidad puede acceder a ellos, so pena de acabar nuevamente con la demanda y frenar el sistema nuevamente; se generan cada vez mayores beneficios empresariales en términos absolutos y se vive en un Estado del Bienestar en los países más desarrollados, pero la extensión del Estado del Bienestar a toda la humanidad acabaría haciendo insostenible el propio sistema, &c.

Entonces, el desarrollo del capitalismo no es de por sí eutáxico y capaz de resolver sus propias contradicciones. Es más, es sólo desde el dominio y control de unos Estados sobre otros como pueden paliarse las contradicciones señaladas más arriba, trasladando los problemas de estos Estados de referencia a terceros países, quienes aceptarán asumir la producción capitalista a menores costes y con legislación laboral más «liberal», a costa de recibir algunas migajas de ese presunto «cuerno de la abundancia». Para decirlo de manera más clara: si en los países desarrollados disfrutamos del mercado pletórico de bienes, y de la democracia que le es isomorfa, es a costa de terceros países que han de soportar buena parte de la carga productiva que sostiene y alimenta los escaparates de semejante mercado pletórico.

Además de estas cuestiones a nivel de Filosofía Política, a nivel ontológico y gnoseológico más genérico, hay que concluir que quien defiende, a coro con los marginalistas, que la Economía es simplemente intercambio o trueque de valores de uso entre dos personas, quedándose en el esquema M-D-M, no ha realizado el paso «del Yo al Nosotros» (Valls Plana) propio de esta Fenomenología del Espíritu marxiana que es El Capital. Por lo tanto, ese alguien se maneja desde una posición que sustancializa las relaciones circulares, obviando las radiales y angulares propias de cualquier relación antropológica. Se maneja desde las posiciones del Ego esférico ya analizado por Gustavo Bueno en Ensayos materialistas. Desde esta perspectiva, considerar que las teorías económicas de Von Mises, Menger o Von Hayek son compatibles con el materialismo filosófico es tanto como afirmar semejante cosa del idealismo de Fichte y sus relaciones entre los «Yoes» con respecto al materialismo filosófico. Es afirmar la sustantivación del Yo respecto a su mundo entorno, cayendo en el irracionalismo del que habló Lukács en su famoso clásico, con todas las consecuencias que de ello se derivan y que cualquiera podrá obtener con ayuda de la lógica o de la lectura del húngaro.

De hecho, el propio Gustavo Bueno ya se dio cuenta en 1972 de lo genérico que era el análisis de Von Mises y de su Praxeología: «También por este motivo recusamos la reducción de la Razón económica a la «conducta inteligente» que selecciona medios escasos con arreglo a un fin. Estas determinaciones (Robbins, Von Mises) siguen siendo genéricas porque se extienden a todo tipo de conducta inteligente, individual, tecnológica (la conducta que constituye el objeto de la llamada Praxeología), aunque no sea económica» (Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías la Economía Política. La Gaya Ciencia, Barcelona 1972, pág. 40). Y en consecuencia, desde el punto de vista de la Ontología, «el «animal económico» no puede entenderse metafísicamente (sustancialistamente), como una determinación de una presunta «esencia humana», «esencia genérica» pre-existente, sino como la realidad humana en cuanto haciéndose económicamente y determinándose como humana precisamente en la categoría económica» (Ensayo sobre las categorías la Economía Política, pág. 41)

La conclusión final, por lo tanto, es que el materialismo filosófico puede asumir los postulados del liberalismo, pero sólo para superarlos y añadirlos a la clasificación correspondiente, pero no para hacerlos compatibles con la Gnoseología y Ontología materialistas.

 

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