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El Catoblepas, número 70, diciembre 2007
  El Catoblepasnúmero 70 • diciembre 2007 • página 1
Artículos

La Concordia de Molina

Juan Antonio Hevia Echevarría

Introducción del traductor a la primera edición
en español de Luis de Molina, Concordia,
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2007

Luis de Molina, Concordia, Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2007§1. Luis de Molina: Vida y obras

Según su propia doctrina, Luis de Molina pudo haber nacido en un momento o en otro, bajo unas circunstancias u otras, de unos padres o de otros, habiendo recibido de Dios unos auxilios u otros, con uno u otro temperamento o complexión y, en función de todo ello, pudo haber obrado de una manera u otra. Sería muy fácil objetar que, si hubiese nacido en un momento distinto del momento en que lo hizo, bajo otras circunstancias, de otros padres, habiendo recibido de Dios otros auxilios y con otra complexión, no sólo no habría dicho lo que dijo, sino que ni siquiera habría sido quien fue. Pero Molina no pretende caer en el error de Orígenes{1}, según el cual desde el momento de la creación ya preexistiríamos de forma substancial como almas racionales que posteriormente adoptarían un cuerpo al que informarían y determinarían, sino que, antes bien, lo que sostiene Molina es lo contrario. No hay una forma substancial previa que informe y determine al sujeto en su obrar, sino que son los distintos contextos que envuelven al sujeto los que determinan su obrar, aunque no por ello deba considerarse que obre necesariamente, sino de manera libre, siempre que no identifiquemos esta libertad con una libertad de elección y sí con una libertad que implique causalidad y codeterminación. Por tanto, todas esas posibilidades que Molina enuncia no son reales en relación a un mismo sujeto que obrase con libertad de elección dada cualquiera de ellas –es decir, haciendo una cosa u otra, dada una u otra posibilidad–, sino que le sirven a Molina para presentarnos la situación de un sujeto no idéntico, sino distinto, sometido a cambio y determinado en su obrar en función de cada uno de los contextos envolventes. Pero veamos cuáles son éstos en el caso particular de Molina.

Hijo de Diego de Orejón y Muela y de Ana García de Molina, Luis de Molina nació en Cuenca en septiembre de 1535, según él mismo cuenta en carta{2} escrita en Lisboa el 29 de agosto de 1582 dirigida al Prepósito General de la orden de la Compañía de Jesús, el P. Claudio Aquaviva. Entre los doce y dieciséis años estudia las letras latinas en su ciudad natal. Al año siguiente comienza en la Universidad de Salamanca los estudios de ambos Derechos. Pero sólo permanece un año en Salamanca, porque se traslada a estudiar a la Universidad de Alcalá, trocando los estudios de Derecho por la Dialéctica escolástica. En Alcalá la novísima orden de la Compañía de Jesús, todavía dirigida por Ignacio de Loyola, acababa de fundar un Colegio cuyo rector era el P. Francisco de Villanueva, que daba tal ejemplo de santidad que atrajo a muchos estudiantes a ingresar en la nueva orden. El 10 de agosto de 1553, con dieciocho años de edad, Luis de Molina fue aceptado como novicio de la Compañía de Jesús, siendo enviado al Colegio que la orden regentaba en Coimbra, para que allí realizase el noviciado.

Transcurrido el primero de los dos años de noviciado, se le ordenó comenzar los estudios de Filosofía en el Colegio Real de Coimbra. De este modo, entre 1554 y la primavera de 1558 sigue todo el curso completo de Filosofía. El primer año tuvo como profesor a un seglar, Diego de Contreiras, porque el Colegio Real todavía no había sido entregado a la Compañía de Jesús, lo que sucedió al año siguiente gracias al favor que los reyes de Portugal dispensaban a los jesuitas. Durante los tres años siguientes Molina tuvo como profesor al P. Sebastián Morales, S. I. Aunque Pedro de Fonseca, el «Aristóteles portugués», impartía docencia en los mismos años en el mismo Colegio, sin embargo, según la conclusión a la que llega el Padre Juan Rabeneck, S. I.{3}, basándose en los catálogos de los profesores colegiales de la época, Pedro de Fonseca nunca habría sido maestro de Molina. Esto es importante, porque hay quienes atribuyen al P. Fonseca la autoría de la famosa doctrina de la ciencia media, arguyendo que Molina sólo la habría tomado de él en sus años de estudiante.

Terminados sus estudios filosóficos, comenzó los de Teología en 1558. Los tres primeros años estudió en la Universidad de Coimbra y los dos últimos –ya ordenado sacerdote– en el Colegio que la Compañía regentaba en Évora, que disfrutaba de los mismos derechos que la Universidad de Coimbra. Había sido enviado a Évora para alcanzar el grado de Doctor, aunque según cuenta el P. Rabeneck{4}, sólo pudo alcanzar el de Bachiller, debiendo renunciar a los demás de momento por motivos de salud.

En otoño de 1563 está de vuelta en Coimbra, donde comienza su actividad docente, enseñando Filosofía hasta 1567. Durante estos cuatro años escribe un Tratado completo de Filosofía bajo la forma de comentarios a la lógica, física, psicología, metafísica y filosofía natural de Aristóteles. Según cuenta D. Manuel Fraga Iribarne{5}, Molina mostró gran interés en que su Tratado fuese incluido en los monumentales Commentarii Collegii Conimbricensis Societatis Jesu, consistentes en los comentarios a Aristóteles que los profesores jesuitas del Colegio de Coimbra dictaban a sus alumnos y cuya edición el Prepósito General, P. Aquaviva, había encargado a Pedro de Fonseca. Pero éste se opuso a la inclusión de los comentarios de Molina y el español respondió acusándolo de plagiario y de oponerse para que no se hiciera evidente que en sus comentarios a la Metafísica había tomado ideas de Molina. El Tratado de Molina continúa inédito.

En otoño de 1568 fue enviado a Évora, para que impartiese clases de Teología en su Universidad, que acababa de ser fundada por el Cardenal Infante D. Enrique de Portugal. El 3 de septiembre de 1570 hace su profesión solemne en la Compañía de Jesús. El año siguiente alcanza el grado de Doctor en Teología. En la Universidad de Évora comentará la Summa Theologica de Santo Tomás, primero ocupando la cátedra de vísperas hasta 1572 y posteriormente la de prima hasta 1583, en que fue eximido de su deber docente por razones de salud. A partir de entonces se ocupará de la publicación de sus obras. Primero en Évora, donde permaneció hasta 1586, luego en Lisboa y finalmente, de vuelta a España, en Cuenca. En 1600 fue requerido para que impartiese clases de Teología moral en el Colegio Imperial de Madrid, pero el 12 de octubre de ese mismo año falleció, sin poder comenzar su actividad docente.

La Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione fue la primera obra publicada por Molina, en Lisboa en 1588. Conseguido el permiso para publicar la Concordia por parte del Prepósito General el P. Aquaviva, Molina entregó su obra al Consejo de la Inquisición de Portugal para que la sometiera a examen. Esta tarea fue encargada al dominico Bartolomé Ferreira, quien consideró que la obra de Molina era conforme a la fe católica y muy útil para toda la Iglesia. De este modo, el 21 de junio de 1588 el Consejo de la Inquisición de Portugal concedió permiso a Molina para que publicara su libro, cuya primera edición se hizo en Lisboa en 1588.

Posteriormente publicó sus Commentaria in primam Divi Thomae partem en Cuenca en 1592. En 1595 aparecería en Amberes una segunda edición de la Concordia preparada por Molina. Otras ediciones se hicieron en: Lyon 1593, Venecia 1594, Venecia 1602, Amberes 1609, Amberes 1715, Leipzig 1722 y París 1876.

Su otra gran obra, de carácter jurídico, son los monumentales De Iustitia et Iure tomi sex, de los que Molina sólo pudo ver publicados en vida los tres primeros tomos (t. I, Cuenca 1593; t. II, Cuenca 1597; t. III, Cuenca 1600). Los tres tomos restantes fueron publicados de manera póstuma en Amberes en 1609. Durante el siglo XVII y XVIII se hicieron numerosas reediciones: Maguncia 1613, Venecia 1614, Amberes 1615, Lyon 1622, Maguncia 1644 y Cracovia 1733.

§2. La polémica de auxiliis{6}

Seguramente no ha habido otro libro teológico que haya sufrido la persecución de que fue objeto la Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis de Luis de Molina. Aquí vamos a ofrecer de manera muy sumaria la relación de las asechanzas y ataques que hubo de sufrir por parte, sobre todo, de miembros de la orden de Santo Domingo, entre los que se distinguió Domingo Báñez. La persecución comenzó antes incluso de que el libro hubiese sido publicado, puesto que, habiéndose difundido por Salamanca la especie de que el jesuita Luis de Molina pretendía publicar en Lisboa un libro defendiendo las mismas tesis que ya sostuviese el P. Prudencio Montemayor, S. I., en un acto escolástico celebrado en Salamanca en 1582 y que fueron condenadas por el Consejo de la Inquisición de España, los dominicos intentaron evitar la publicación del libro de Molina valiéndose de la influencia que el confesor dominico del Cardenal Archiduque Alberto, supremo gobernador del reino de Portugal, ejercía sobre éste.

La Concordia había terminado de imprimirse en Lisboa el 22 de diciembre de 1588 y el día de reyes Molina acudió a ofrecérselo al Cardenal Archiduque, de quien sin duda esperaba que acogiese el libro con benevolencia, puesto que a él iba dirigida su dedicatoria. Pero el Cardenal Archiduque lo recibió fríamente y, a pesar de que el Consejo de la Inquisición de Portugal ya había concedido la licencia para su publicación, le prohibió ponerlo en venta hasta que una Comisión de Teólogos lo hubiese examinado. Entretanto, los Consejos de Castilla y Aragón ya habían concedido la licencia para su puesta en venta. Finalmente, en julio de 1589 la Comisión de Teólogos falló de manera favorable a Molina y el Cardenal Archiduque permitió su puesta en venta.

Pero los dominicos no habían de cejar en su empeño contra el libro de Molina. A finales del siglo XVI, la orden de Santo Domingo administraba su gran poder sobre acciones y conciencias a través de los púlpitos y de las cátedras de las que se enseñoreaban los hijos de la gran familia dominicana. Dominicos eran los miembros y censores del Consejo de la Inquisición. Dominicos eran los confesores de reyes y príncipes. Dominicos eran también los maestros que se sentaban sobre las cátedras universitarias más importantes. La Summa Theologica de Santo Tomás era el cuerpo de doctrina suficiente y necesario para defender y hacer inteligible la fe católica. No se necesitaba más, aparte de los comentarios a la Summa por parte de los maestros dominicos. Los jesuitas que intentaban introducir doctrinas ajenas a los Padres de la Iglesia y a los cánones de los Concilios no eran más que noveleros y sedicentes teólogos –y Molina, el mayor de todos– que se afanaban por difundir doctrinas inauditas y peligrosas para la fe. Esto era intolerable para los dominicos, puesto que era propio de su deber, como fieles perros del primer y más importante inquisidor del error herético, no sólo ladrar contra las doctrinas peligrosas, sino incluso... morder con ferocidad a sus autores{7}.

En su obra Molina criticaba por extenso la doctrina de la premoción física de Domingo Báñez y numerosas tesis del mercedario Francisco Zumel. Pero éstos pronto intentarían tomarse la revancha; y no de manera puramente doctrinal, sino bajo la forma de una prohibición del libro de Molina, incluyéndolo en el Índice de los libros prohibidos que la Inquisición española añadía al Índice romano. La última edición del Índice español era de 1583 y se estaba preparando otra; Báñez y Zumel formaban parte de la Comisión encargada de prepararla e intentaron por todos los medios incluir en ella el libro de Molina; pero el jesuita, conocedor de sus maquinaciones, reaccionó con prontitud y, en enero de 1594, presentó un memorial al Consejo Supremo del Santo Oficio de la Inquisición española, acusando a Báñez y a Zumel de parcialidad y pidiendo un nuevo examen de su obra; finalmente, la Concordia no se incluyó en el Índice.

En la primavera de ese mismo año de 1594 los dominicos tronaron desde todos sus púlpitos y cátedras contra el jesuita; especialmente sañudos en sus predicaciones contra Molina se mostraron los P.P. Alonso de Avendaño y Diego Nuño, que no dudaban en calificar a Molina como hereje pelagiano; no se oía el nombre de Molina en las aulas salmanticenses sin que los alumnos comenzasen a patear.

Los Padres de la Compañía respondieron cerrando filas y, ante la denuncia que los dominicos habían elevado ante el Consejo de la Inquisición contra la Concordia de Molina, los jesuitas respondieron apelando al Papa e intentando que la vista de la causa tuviese lugar en Roma, donde los jesuitas sabían que gozaban del favor del Papa Clemente VIII. El 28 de junio de 1594 el cardenal Aldobrandini, Secretario de Estado, escribía en carta al Nuncio de España que el Papa había resuelto entender en esta causa, al ser materia de fe, prohibiendo de momento toda discusión sobre ella. El 4 de febrero de 1595 el propio Felipe II escribió una carta en la que invitaba a dominicos y jesuitas a que hiciesen honor a su condición religiosa y no diesen que hablar.

Así pues, la causa se vería en Roma; pero la instrucción se haría en España. Con vistas a este fin, el Inquisidor Gaspar de Quiroga pidió dictamen a Obispos, Universidades y Teólogos. Durante tres años, hasta 1598, se prepararon todos los alegatos, apologías y dictámenes, que fueron enviados a Roma en tres paquetes. No menos de dos años haría falta para leerlos todos, según sentenció Báñez. Al mismo tiempo, dominicos y jesuitas enviaron a sus representantes; los dominicos a Diego Álvarez, porque Báñez ya era demasiado viejo; y los jesuitas a Cristóbal de los Cobos y Fernando de la Bastida, puesto que con buen criterio el provincial de los jesuitas pensó que Molina no explicaría su propia doctrina con tanta claridad como otros.

En noviembre de 1597 se nombró a una Comisión pontificia, que comenzó a trabajar el 2 de enero de 1598; tras dos meses de deliberación, condenaron sesenta y una proposiciones de Molina. Pero el Papa, sorprendido por la rapidez del fallo, decidió que revisasen la causa. En noviembre de 1598, de nuevo volvieron a condenar dichas proposiciones.

Tras las dos condenas los jesuitas hubieron de reaccionar. Molina respondió, en carta dirigida a Clemente VIII, acusando a Domingo Báñez de ser el instigador de toda la persecución contra su obra. Los jesuitas también buscaron el favor de regentes y príncipes, dirigiendo cartas a Felipe III, a la Emperatriz María de Austria y al Cardenal Archiduque Alberto. También el Cardenal Belarmino, que ejercía de Teólogo ordinario del Papa, escribió en favor de Molina su Opusculum dilucidum, donde sostenía que el parecer de los dominicos entrañaba mayor peligro que el de Molina.

El Papa decidió que los Prepósitos Generales de jesuitas, el P. Claudio Aquaviva, y dominicos, el P. Hipólito María Beccaria, junto con sus Teólogos conferenciasen en presencia del Inquisidor General, Cardenal Madruzzo, para que intentasen llegar a un acuerdo. Celebraron su primera entrevista el 22 de febrero de 1599 y conferenciaron durante todo este año, pero sin acercar posiciones. Tras el fallecimiento del Inquisidor General, dominicos y jesuitas dejan de reunirse y comienzan de nuevo a amontonar alegaciones por escrito.

En agosto de 1600 la Comisión pontificia condena de nuevo las proposiciones de Molina, pero reduciéndolas a veinte; y repite su condena, que ya será la cuarta, el 7 de mayo de 1601.

En 1602 el Papa, cansado de ver cómo los mamotretos se amontonan ante él, decide presidir él mismo las nuevas reuniones entre dominicos y jesuitas. Comienzan así las congregaciones de auxiliis, de las que Clemente VIII presidiría treinta y siete y Paulo V diez. El 28 de agosto de 1607, viendo que las discusiones se prolongaban de manera estéril y que resultaba imposible llegar a definir nada, con cada uno de los contendientes enrocado en su posición, Paulo V decidió prohibir que dominicos y jesuitas calificasen como herética la doctrina contraria y prohibió también la publicación de libros sobre la gracia eficaz. Esta prohibición se mantuvo hasta finales del siglo XVII. Los jesuitas celebraron el fallo, aclamando a Molina victor.

§3. Concurso simultáneo y ciencia media

Son éstos los conceptos fundamentales del sistema de Molina, a través de los cuales intenta conciliar los dos extremos de la antinomia de la libertad en su variante teológica, es decir, omnipotencia y omnisciencia divinas y libertad humana. La contradicción entre estos dos extremos parece evidente. Pues si el hombre posee libre arbitrio y obra conforme a él todas sus acciones, ¿cómo puede Dios poseer un poder absoluto sobre todas las cosas? En efecto, ¿no resultaría limitada la potencia divina por la libertad del hombre? Pues para que Dios pudiese ser realmente omnipotente, debería poder determinar al hombre en sus acciones. Pero en tal caso la libertad humana desaparecería. Al mismo tiempo, si el hombre posee libertad para obrar en uno o en otro sentido, ¿qué certeza poseerá la ciencia divina? Porque sólo puede haber certeza sobre aquello que ya está determinado. Pero si el obrar del hombre ya estuviese determinado, ¿cómo podría ser libre para obrar en uno o en otro sentido conforme a la determinación de su propia voluntad? Parece que la antinomia teológica resulta totalmente irresoluble.

Molina intentará resolverla acudiendo al concurso simultáneo y la ciencia media. Pero, ante todo, no se puede dudar de que el hombre posea libertad de arbitrio. Aunque no hubiese otro argumento, siempre se podría recurrir a la propia experiencia, por la que cualquiera se reconocerá en posesión de la potestad de actuar de manera reprobable o meritoria, siendo esto algo necesario para que pueda atribuirse al hombre la responsabilidad sobre sus actos. Según Molina, sólo una mente enloquecida se atrevería a negar la libertad de arbitrio que experimentamos en nosotros mismos; del mismo modo, otorgar crédito a alguien que, oponiéndose a la propia experiencia, pretende impugnar la libertad de arbitrio, no sería una idiotez menor que la de aquel que, persuadido por otro, se convence de que el papel que tiene ante sus ojos no es blanco; en efecto, lo primero no nos resulta menos evidente que lo segundo y por propia experiencia tenemos conocimiento de ello y lo damos por seguro. Por tanto, Molina cree que, contra quienes niegan la libertad de arbitrio, no debería recurrirse a razones, sino a torturas, porque sólo un argumento baculino sería eficaz para hacerles entrar en razón, como ya argumentase Duns Escoto:

A estos hombres habría que azotarlos y atormentarlos con el fuego, hasta que confesaran que dejar de torturar no está en nuestra potestad en menor medida que inferir torturas. Pero si nos reprochasen algo, tendríamos que responderles: ¿De qué os quejáis? Vosotros mismos reconocéis que en nuestra potestad no hay otra cosa que la que hacemos{8}.

Así pues, el hombre es libre. Sin embargo, no se basta para obrar sus acciones, porque, siendo el concurso de Dios necesario para toda operación de la causa segunda, también el hombre lo necesita. Oponiéndose a la premoción física de Báñez, Molina niega que el concurso divino sea previo, porque si el hombre fuese determinado previamente en sus acciones, ya no obraría con libertad y, cuando obrase mal, habría que atribuir esta acción a Dios, siendo esto lo mismo que sostiene Lutero. Molina también refuta a Báñez de la siguiente manera. Si el concurso general de Dios con las causas segundas fuese un influjo sobre las propias causas a través del cual las moviese y las aplicase a obrar –según defiende Báñez–, como este influjo sobre la causa segunda y todo lo que produjese en ella, sería algo creado y coadyuvaría con la propia eficacia de la causa, entonces o bien habría de admitirse que, en estos concursos, el proceso sería infinito y, en consecuencia, no podría producirse ningún efecto, o bien habría de admitirse que el concurso general de Dios no sería un influjo sobre la causa, sino un influjo inmediato con la causa sobre su acción y sobre su efecto, siendo esto lo que Molina pretende demostrar. De este modo, como el concurso general de Dios sería un influjo sobre el efecto de la causa segunda y no sobre la propia causa, de la afirmación de Molina no se seguiría un proceso infinito, como sí se sigue de la afirmación de quienes, como Báñez, sostienen que el concurso general es un influjo sobre la causa segunda a través del cual Dios la mueve y la aplica a obrar. Asimismo, como la conservación de cualquier efecto de una causa segunda necesita del influjo inmediato de Dios sobre él, por ello, o bien debería suceder que el concurso general de Dios en las acciones y efectos de las causas segundas, no fuese un influjo sobre las causas, sino un influjo inmediato con las causas sobre sus acciones y efectos –siendo esto lo que Molina intenta demostrar– o bien habría que afirmar que Dios influye en la producción de cualquier efecto con un concurso general doble, a saber, con un concurso inmediato influiría sobre la causa y a través de ella sobre el efecto y con otro concurso inmediato influiría sobre el efecto; pero, según Molina, esto último resulta tan absurdo que ningún teólogo lo ha defendido.

Así pues, el hombre no se basta para obrar, porque necesita del concurso universal de Dios. Pero del mismo modo, tampoco Dios se basta para producir la acción del hombre. Por tanto, ni el hombre, ni Dios, son causas totales de esta acción, sino causas parciales, pero en términos de parcialidad causal y no de parcialidad de efecto, porque en términos de efecto, la totalidad de éste se debe tanto a Dios como al hombre, pero no como causas totales del mismo, sino como causas parciales. Para ilustrar esta situación, Molina recurre a la imagen de dos hombres empujando una embarcación. Así pues, del mismo modo que, cuando dos hombres empujan una embarcación, el movimiento que producen procede en su totalidad de cada uno de ellos, pero no como causas totales del mismo, sino como causas parciales –en términos de parcialidad causal y no de parcialidad de efecto– que producen de manera conjunta todas y cada una de las partes del movimiento, así también, la totalidad de la acción no se debe a Dios, ni al hombre, como causas totales del efecto, sino como causas parciales que se necesitan mutuamente para su producción, sin que ninguna de las dos lo pueda producir sin el concurso de la otra. Sin embargo, el reconocimiento de la necesidad del concurso de ambas causas para la producción del efecto no le conduce a Molina a igualarlas, puesto que si no las consideramos causas sin más, sino según su grado, a Dios habría que considerarlo causa universalísima que se extiende a todo efecto de la causa segunda. Asimismo, también en las causas segundas habría una gradación, siendo unas más o menos universales y otras más o menos particulares. Sin embargo, esta subordinación causal no conlleva que la causa más universal mueva y aplique a obrar a la causa subordinada, a pesar de que entre sí mantengan un orden esencial en función de la universalidad de cada una según la extensión mayor o menor de sus efectos, sino que basta con que cada una influya de manera simultánea sobre el efecto.

En su Apología de los hermanos dominicos contra la Concordia de Luis de Molina, Domingo Báñez criticará la doctrina molinista de la concausalidad. Oponiéndose a Molina, Báñez sostiene que, además del concurso general divino, que es imprescindible para suplir la indigencia del ser de la causa segunda, ésta necesita un concurso previo y determinante que la mueva físicamente y la aplique a obrar, del mismo modo que el artesano mueve su herramienta, siendo la causa primera el artesano y la causa segunda la herramienta. Pero ¿no desaparece así la libertad de arbitrio? Báñez no pretende en ningún momento defender la tesis luterana del arbitrio siervo. Por ello, intentará conciliar omnipotencia y omnisciencia divinas con libertad humana recurriendo a la distinción entre necesidad de consecuencia y necesidad de consecuente. Consideremos la siguiente proposición: «Si Dios mueve la voluntad del hombre hacia algo, es imposible que la voluntad no se mueva hacia ello». Aquí habría una necesidad de consecuencia, porque es necesario que se produzca lo que esta proposición enuncia; pero no hay necesidad de consecuente, porque el hombre no obraría necesariamente sus acciones, sino con la libertad que le es propia de manera natural. También puede explicarse esto mismo en términos de «sentido compuesto» y «sentido dividido». En «sentido compuesto» el hombre, habiendo sido determinado a obrar por la voluntad divina, no puede no obrar la acción hacia la cual la voluntad divina lo mueve; pero en «sentido dividido» el hombre puede no obrar la acción, porque es causa contingente y libre de sus actos.

Pero defender que Dios causa las acciones libres del hombre y que, siendo causa libre de sus acciones, el hombre obra con libertad aunque Dios lo premueva, no parece ser otra cosa que una solución sofística que no podía convencer a Molina y es precisamente Báñez uno de los filósofos a los que más critica Molina en su Concordia. Según Molina, la libertad que Báñez atribuye al hombre no dejaría de ser la misma que posee el jumento para obedecer cuando se le conduce del ronzal.

Además del concurso simultáneo, Molina recurre a la ciencia media para conciliar la potencia infinita de Dios con la libertad humana. Tradicionalmente los teólogos distinguían dos ciencias divinas, a saber, ciencia de simple inteligencia y ciencia de visión. La ciencia de simple inteligencia o ciencia natural es ciencia de esencias, antecede a todo acto divino y no es susceptible de variación, porque con ella Dios conoce la totalidad de los objetos necesarios o posibles con independencia de su existencia en un momento u otro del tiempo; por tanto, esta ciencia es innata a Dios de tal modo que con ella Dios no puede conocer lo opuesto de lo que conoce por medio de ella; de este modo, a través de la ciencia de simple inteligencia, Dios conoce todo lo que su potencia puede realizar. La ciencia de visión o ciencia libre es ciencia de existencias; por medio de ella, con posterioridad al acto libre de su voluntad, Dios conoce de manera determinada, sin hipótesis ni condición alguna, de entre todas las uniones contingentes qué cosas sucederán.

A estas dos ciencias Molina añade una tercera ciencia: la ciencia media. A través de esta ciencia Dios ve en su esencia, por comprehensión perfecta o supercomprehensión de todo libre arbitrio, lo que cualquier hombre haría, en razón de su libertad innata, en cualquiera de los infinitos órdenes y circunstancias en que Dios podría ponerlo. Molina distingue esta ciencia de las dos anteriores. Por una parte, la distingue de la ciencia de simple inteligencia, porque la ciencia media no puede considerarse natural; pues si el libre arbitrio fuese a hacer lo opuesto, como está en su potestad, por medio de esta ciencia media Dios sabría esto mismo y no lo que realmente sabe y, sin embargo, por medio de la ciencia de simple inteligencia Dios no puede saber lo opuesto de lo que sabe por medio de ella; por tanto, no resulta más innato a Dios conocer por ciencia media una parte de la contradicción que la opuesta. Por otra parte, Molina también distingue a la ciencia media de la ciencia de visión; en primer lugar, porque la ciencia media antecede a todo acto de la voluntad divina y, en segundo lugar, porque Dios no puede saber por ciencia media otra cosa distinta de la que en realidad sabe. Pero al mismo tiempo Molina señala las semejanzas entre la ciencia media y las otras dos ciencias divinas. Por una parte, la ciencia media se asemejaría a la ciencia de simple inteligencia en la medida en que antecede al decreto de la voluntad divina y en la medida en que, a través de ella, Dios no puede conocer otra cosa. Por otra parte, se asemejaría a la ciencia de visión, porque dado el decreto divino de poner al hombre en uno u otro orden de cosas y circunstancias, éste hará una cosa antes que otra, pudiendo hacer indiferentemente cualquiera de ellas.

Según Molina, la ciencia media permitiría conciliar la omnipotencia divina con la libertad humana, porque con anterioridad al decreto de su voluntad, Dios conocería cómo obraría el hombre en cualquiera de los infinitos órdenes de cosas y circunstancias en que podría ponerlo, sin que este conocimiento obligue al hombre a obrar de manera determinada, sino que, por el contrario, una vez que, conforme a su omnipotencia, Dios ha decretado ponerlo en uno u otro orden, el hombre obraría libremente sus acciones con la libertad que le es propia de forma natural y que no recibe detrimento por parte de la presciencia divina. Así parecen conciliarse los dos extremos de la antinomia teológica.

§4. La ciencia media limita a Dios

Una vez expuesto, de manera muy sucinta, el sistema de Luis de Molina, vamos a proceder a reinterpretarlo de acuerdo con la doctrina sobre la libertad que Gustavo Bueno ofrece en su obra sobre filosofía moral El sentido de la vida («Lectura cuarta. La libertad»){9}. Aquí Gustavo Bueno ofrece una filosofía materialista de la libertad, profunda y compleja, en la que, entre otras cosas, resuelve la antinomia de la libertad del siguiente modo: libertad y determinismo no se contradicen, porque la libertad no puede entenderse al margen del determinismo causal:

En ningún caso la elección libre puede significar, en una filosofía materialista, elección acausal, es decir, elección sin causas que nos determinen más hacia un lado que hacia otro. A las alternativas elegibles, no sólo al sujeto que elige, hay que asignar, por tanto, algún papel causal. Si no hubiese mayor determinación hacia un lado que hacia otro, que es la situación del asno de Buridán..., no habría elección{10}.

Gustavo Bueno también rechaza la concepción de la libertad como «libertad de elección» y defiende una concepción personal de la libertad:

La libertad positiva no habrá que ponerla en la elección... Ahora bien, que la libertad positiva no pueda ser atribuida a la elección no significa, como tantos piensan, que hayamos de considerar a la libertad como una mera ilusión. De lo que se trata es de intentar «poner la libertad» en otra parte. ¿Dónde? Nuestra respuesta es ésta: en la persona, globalmente considerada, y no en algún acto puntual o en «actos puntuales» arbitrarios suyos{11}.

De acuerdo con la definición de agente libre que Molina ofrece, parece que en principio podría sostenerse que entiende la libertad como «libertad de elección». Vamos a intentar dilucidar si esto es así o, si no lo es, qué concepto de libertad subyace en su sistema. Pero comencemos presentando su definición de agente libre: «Agente libre es aquel que, puestos todos los requisitos para actuar, puede actuar y no actuar, o hacer una cosa lo mismo que la contraria»{12}. Esta definición podemos interpretarla según la distinción que, en De sophisticis elenchis, Aristóteles ofrece entre «sentido compuesto» y «sentido dividido»:

Así, pues, la ambigüedad y la homonimia están en función de estos modos. En función de la composición, en cambio, cosas tales como: es posible que el que está sentado camine y que uno que no escribe escriba (pues no significa lo mismo que uno diga dividiendo o diga componiendo que es posible que el que está sentado camine; de la misma manera si uno establece por composición que el que no escribe escriba: pues significa que tiene capacidad de escribir mientras no escribe; en cambio, si no compone, significa que, cuando no escribe, tiene capacidad de escribir)... En función de la división: que cinco es dos y tres, y es par e impar, y lo mayor es igual: pues es igual de grande y algo más. En efecto, el mismo enunciado, dividido o compuesto, no parece que signifique siempre lo mismo{13}.

En «sentido compuesto» o modalidad de dicto, la definición de agente libre que Molina ofrece, resulta contradictoria, porque ningún agente puede actuar mientras no está actuando, es decir, es imposible actuar y no actuar simultáneamente. Sin embargo, en «sentido dividido» o modalidad de re, esta definición ya no resulta contradictoria, porque el agente libre que está actuando posee la capacidad de no actuar. Parece que el único modo de salvar la definición de Molina es interpretarla en «sentido dividido». Ahora bien, tomando esta definición en «sentido dividido» a su vez podemos interpretarla en sentido determinista. Así podríamos formar el siguiente argumento: Agente libre es aquel que, puestos todos los requisitos para actuar, puede actuar y no actuar; pero el hombre, puestos todos los requisitos para actuar, no puede no actuar; por tanto, no actúa libremente. En la definición de Molina aparece un sintagma fundamental, a saber: «puestos todos los requisitos para actuar». ¿Cuáles son los requisitos para que el agente libre actúe? Según Molina, son el arbitrio y el juicio de la razón, que deben preceder para que la voluntad, en la que formalmente radica la libertad, se determine. Parece, por tanto, que una vez que se han decidido el arbitrio y el juicio de la razón con vistas a la acción, el hombre no puede no actuar. De este modo, bajo la definición que Molina ofrece del agente libre parece subyacer una visión determinista de la acción libre por vía del juicio de la razón. ¿Significa esto eliminar la libertad del agente libre? Si suprimimos el sintagma «puestos todos los requisitos para actuar», nadie podrá negar la verdad de la siguiente proposición: «Agente libre es aquel que puede actuar y no actuar, o puede hacer una cosa lo mismo que la contraria». Pues siempre son verdaderas simultáneamente proposiciones que enuncian posibilidades contradictorias; así, por ejemplo, las siguientes proposiciones son verdaderas simultáneamente: Sócrates posiblemente corre; Sócrates posiblemente no corre; más aún, en conjunción siempre forman una proposición necesaria. De este modo podría interpretarse en sentido indeterminista la definición de Molina. Ahora bien, si suprimimos el sintagma, mal podremos interpretar en sentido indeterminista la definición de agente libre que Molina propone, por la sencilla razón de que ya no sería la definición de Molina, sino otra distinta. El único modo de superar las dificultades que el sintagma ofrece sin suprimirlo sería neutralizando la carga determinista que comporta. Para ello podemos acudir al resultado de los famosos experimentos que el neurofisiólogo Benjamin Libet{14}, profesor del Departamento de Fisiología de la Universidad de California en San Francisco, realizó en 1983 con objeto de intentar demostrar científicamente la existencia o no del libre arbitrio.

Vamos a describir muy brevemente en qué consistió uno de estos experimentos: El sujeto operatorio se sienta frente a un reloj osciloscopio con un punto luminoso que se mueve sobre la circunferencia de este reloj cada 2,58 segundos, correspondiendo cada uno de estos segundos a 43 milisegundos en tiempo real, para así evitar el condicionamiento del tiempo real sobre el sujeto operatorio; éste porta un electrodo sobre la sien derecha que registrará el «potencial preparatorio», esto es, el momento en que el cerebro ordena a la mano que se prepare para la acción; en un momento dado, el sujeto operatorio debe realizar un rápido movimiento con la mano derecha, así como pulsar sobre el reloj osciloscopio en el momento exacto en que decida realizarlo. Según los resultados que arrojó el experimento, el potencial preparatorio aparece 550 milisegundos antes de que se produzca el movimiento de la mano y 350 milisegundos antes del momento en que los voluntarios aseguran haber decidido realizar el movimiento. Esto ha llevado a algunos a hablar de la inexistencia del libre arbitrio, porque el cerebro decidiría por su cuenta y sin mediación previa de una voluntad consciente el movimiento de la mano. Es decir, sólo podríamos querer lo que hacemos, pero no hacer lo que queremos. No obstante, Benjamin Libet no se adhiere a esta interpretación determinista de su experimento, porque a pesar de que el proceso volicional que conduce al movimiento posterior de la mano comienza de manera inconsciente, sin embargo, todavía habría lugar para el libre arbitrio por la vía del veto, puesto que la voluntad consciente de la decisión de realizar el movimiento aún estaría a tiempo de impedirlo. Libet no duda de la existencia de esta posibilidad de veto sobre las acciones, porque los participantes en el experimento reconocían que en ocasiones aparecía en ellos el deseo de efectuar el movimiento y, sin embargo, terminaban impidiéndolo. En otro experimento Libet demostró la existencia de esta posibilidad de vetar o controlar las acciones una vez aparecido el potencial preparatorio. Frente a quienes sostienen que la propia decisión de vetar la acción podría estar precedida a su vez por otro deseo inconsciente de vetarla, Libet aduce que el veto consciente sería una función de control, que diferiría de la pura aparición de la consciencia del deseo de actuar y, en consecuencia, no tendría por qué precederle otro deseo inconsciente semejante al potencial preparatorio:

I propose, instead, that the conscious veto may not require or be the direct result of preceding unconscious processes. The conscious veto is a control function, different from simply becoming aware of the wish to act. There is no logical imperative in any mind-brain theory, even identity theory, that requires specific neural activity to precede and determine the nature of a conscious control function. And there is no experimental evidence against the possibility that the control process may appear without development by prior unconscious processes{15}.

Si aplicamos el resultado de este experimento –según la interpretación de Libet– a la definición que Molina ofrece del agente libre, entonces ya no podríamos formular el argumento determinista que hemos enunciado anteriormente. En su lugar, podríamos formular otro argumento: Agente libre es aquel que, puestos todos los requisitos para actuar, puede actuar y no actuar; pero el hombre, puesto el requisito de actuar por mandato de su razón, puede actuar y no actuar, si decide suprimir este mandato; por tanto, actuará libremente. De este modo podría interpretarse la definición de Molina en sentido indeterminista. Sin embargo, tan sólo desde el supuesto de una idea de libertad que implique indeterminismo puede tener interés la interpretación de la definición de Molina en este sentido, siempre que quiera demostrarse que la doctrina de Molina preserva la libertad. Pero ¿es acaso el indeterminismo un requisito para la existencia de libertad? Y si así lo fuese, ¿serviría el experimento de Libet para interpretar en sentido indeterminista la definición de Molina? En primer lugar, sobre el experimento de Libet debemos decir que el libre arbitrio no es un término del campo de la neurociencia y, por tanto, mal puede intentar demostrarse su existencia o no existencia recurriendo a la experimentación neurocientífica. Como hemos visto, los resultados del experimento, que son susceptibles de interpretaciones contradictorias, no concluyen nada sobre la existencia o no del libre arbitrio, siendo la filosofía espontánea de cada científico la que conduce a una u otra interpretación del experimento. Pero el determinismo conlleva connotaciones negativas en el ámbito de la moral y en este sentido resulta difícilmente asumible. Es evidente que Libet no puede asumir el propio resultado de su experimento –que ha llevado a hablar de un determinismo en las acciones del sujeto operatorio– y por ello recurre a otro experimento, para intentar neutralizar la interpretación determinista que se ha hecho del primero. Con este nuevo experimento intenta demostrar la posibilidad de una existencia de veto sobre la propia acción ya decidida con anterioridad con objeto de evitar así el determinismo. Pero ¿qué sucedería si la propia decisión del veto fuese a su vez precedida por una actividad neuronal previa que la condicionase a semejanza de lo que sucede en el caso de la acción que el sujeto se propone evitar? Nos hallaríamos ante un nuevo determinismo. Pero si el requisito para que haya indeterminismo y, por tanto, libre arbitrio, es la capacidad de veto, entonces, como el veto estaría a su vez determinado, el indeterminismo que hace posible el libre arbitrio, dependería a su vez de un determinismo. Ahora bien, no parece que esto sea muy asumible desde la consideración del libre arbitrio y del determinismo como términos antinómicos. Por ello, Libet además intenta demostrar que la capacidad de veto, que como acto sólo puede entenderse en sentido negativo, diferiría del acto positivo y determinado por el propio cerebro, pero de manera inconsciente, con anterioridad a que el sujeto se haga consciente de su propia decisión. La función de la voluntad libre y consciente del veto no sería comenzar un acto voluntario, sino controlar la ocurrencia del mismo. Se trataría de una función de control sobre los actos que decidimos y no requeriría de una actividad neuronal específica que precediese y determinase su naturaleza como función de control consciente. Si, según Libet, hay determinismo cuando una actividad neuronal específica precede al momento del hacerse consciente de la decisión de actuar y en el caso del veto no hay actividad neuronal previa, sino simultánea a la propia decisión del veto, entonces habría que decir que no hay determinismo en el caso de la imposición del veto y que, por consiguiente, el sujeto poseería libre arbitrio al menos por la vía del veto. Sin embargo, ¿por qué habría que considerar determinista a la primera situación y no a la segunda? ¿No habría que considerar determinista a la decisión de imponer el veto simplemente porque la actividad neuronal asociada a esta decisión es simultánea y no previa, como si, sobre la voluntad consciente de imponer el veto, no pudiese haber también una determinación en virtud de una actividad neuronal simultánea?

Hemos visto que se puede intentar salvar la definición de Molina en un sentido indeterminista recurriendo a la facultad de veto que Libet propone para eludir el resultado de su experimento, que suele presentarse como indicativo de la inexistencia del libre arbitrio. Pero ¿es acaso imposible conciliar el determinismo que parece comportar con la libertad del sujeto operatorio? Para conciliar determinismo y libertad vamos a acudir a la filosofía de la libertad que Gustavo Bueno expone en su obra El sentido de la vida. Ya hemos dicho que Gustavo Bueno soluciona la antinomia de la libertad negando que el determinismo causal y la libertad sean conceptos contradictorios. Por el contrario, son conceptos conjugados:

La relación entre los conceptos de libertad y de causalidad no habrá que entenderla como una relación antinómica (como quiso Kant), sino como una relación conjugada. Causalidad y libertad no formarán un par de términos antinómicos, sino un par de términos conjugados... En realidad, las ideas de libertad y causalidad habría que verlas como ideas entretejidas: la libertad no sólo no se reduce a la causalidad, sino que tampoco se da junto o al margen de ella..., sino que se dibuja entre las mismas relaciones causales y por la mediación diamérica de ellas. Y este entretejimiento o conjugación es posible, precisamente, porque causalidad y libertad no pertenecen al mismo orden o línea de realidad ontológica (como supone el esquema antinómico): la causalidad pertenece al orden de los procesos individuales (ligado, por ejemplo, por conexiones de contigüidad), mientras que la idea de libertad (como la idea de azar) pertenece, en la medida que implica prolepsis, al orden de los procesos formalmente enclasados{16}.

Así pues, según Gustavo Bueno, no hay libertad al margen del determinismo causal. Esto no significa que no haya libertad de elección. Hay libertad de elección ante una serie de alternativas dadas, pero esta elección sólo puede ser causal y, por tanto, debe estar determinada en uno u otro sentido no sólo por el propio sujeto que elige, sino también por las alternativas elegibles. Así la determinación también recibe su influjo de la propia alternativa no elegida. Pero la libertad no puede reducirse a una libertad de elección como si la capacidad de elegir una opción u otra ya nos hiciese libres. Según Gustavo Bueno, no puede atribuirse libertad al sujeto que elige una u otra opción de manera caprichosa y conforme a las veleidades de deseos puntuales, sino tan sólo a la persona que actúa en cada momento en función de planes y programas fijados de antemano y que dan sentido a cada uno de sus actos. Se trata de una libertad personal que implica una libertad de elección. Pero la libertad no puede ponerse en actos puntuales arbitrarios que el sujeto realice cada vez que tenga que elegir, sino en la persona globalmente considerada y siguiendo una trayectoria prefigurada que sólo es posible en las sociedades políticas ya en marcha.

Hemos comenzado preguntándonos si la idea de libertad que ordena todo el sistema de Molina puede reducirse a una libertad de elección. Ya hemos mencionado la definición de agente libre que propone y sus posibles interpretaciones determinista e indeterminista. Desde una consideración de la libertad como opuesta a todo determinismo, habría que acogerse a la interpretación indeterminista para salvar la definición de Molina y, por ende, su sistema. Pero aquí vamos a defender una interpretación determinista del sistema de Molina que no tiene por qué eliminar la libertad del sujeto de acuerdo con la filosofía de la libertad que Gustavo Bueno propone.

Recordemos la definición de agente libre que Molina ofrece: «Agente libre es aquel que, puestos todos los requisitos para actuar, puede actuar y no actuar, o puede hacer una cosa lo mismo que la contraria». Vamos a comparar esta definición con otras dos. En primer lugar, con la que San Roberto Belarmino, cardenal de la Iglesia católica, propone en sus Disputationes de controversiis fidei adversus huius temporis haereticos (lib. 3, cap. 11): «Libre arbitrio es la libre potestad, atribuida a la naturaleza inteligente, para gran gloria de Dios, de elegir de entre aquello que conduce a algún fin una cosa antes que otra o de aceptar una y la misma cosa o, en virtud de su arbitrio, de desdeñarla»{17}. Domingo Báñez, por su parte, ofrece la siguiente definición: «Libre arbitrio es la facultad del entendimiento y de la voluntad de actuar y de no actuar, o de perseguir una cosa u otra»{18}. Aunque es evidente que se están definiendo cosas distintas, sin embargo, del mismo modo que esto no fue óbice para que Domingo Báñez criticara la definición de Molina y la de Belarmino y propusiese la suya propia, tampoco lo va a ser para que nosotros dilucidemos en qué difieren estas tres definiciones, porque es fácil transformar la primera definición para compararla con la segunda y con la tercera o hacer lo mismo con la segunda y la tercera para compararlas con la primera. Se trataría de hacer explícito el atributo que se le supone al sujeto en el primer caso o lo contrario en los otros dos. Supuesto el mismo definiendum, podemos señalar, en primer lugar, que la segunda definición, además de incurrir en un constante circularismo –por la introducción del definiendum en el definiens–, es más restrictiva que la primera, porque si el libre arbitrio es atributo de la naturaleza inteligente, entonces todo aquello que no es naturaleza no posee libre arbitrio; pero Dios no es naturaleza; por tanto, no posee libre arbitrio. Además esta definición añade la idea de fin: sólo se actúa a causa de un fin; por ello, el libre arbitrio sólo elegirá aquello que le conduzca a un fin. Esto parece introducir un criterio de razón que impediría la acción puramente caprichosa. Pero en esta definición la idea de fin aparece de manera tan sumamente genérica que no permite concluir nada sobre la naturaleza específica del fin perseguido, porque toda acción se hace con vistas a un fin y, en consecuencia, tanto la acción caprichosa, como la acción a través de la cual una persona sigue una trayectoria trazada de antemano, poseen sus fines, diferentes en un sentido, pero idénticos en otro. Por esta razón, hablar de fin sin especificar no sirve de nada e incluso resulta redundante, porque ya hemos dicho que toda acción se realiza con vistas a un fin.

En cuanto a la tercera definición, se asemeja a la definición de Molina en la medida en que atribuye al agente libre poseedor de libre arbitrio libertad de contrariedad y de contradicción. Pero para evitar el determinismo en que parece caer la definición de Molina, suprime el sintagma «puestos todos los requisitos para actuar». Creemos que por medio de este sintagma, junto con la atribución de libertad de contradicción y de contrariedad al agente libre, Molina está conjugando determinismo y libertad en la acción del sujeto operatorio dentro de un sistema basado en la idea de libertad personal y no de elección. La idea de libertad en que se apoya el sistema de Molina no puede reducirse a una libertad de elección. Es fácil demostrar esto. Ante todo, Dios posee ciencia media, que se encuentra en un término medio entre la ciencia de simple inteligencia y la ciencia de visión. A través de la ciencia de simple inteligencia Dios sólo conoce la esencia del hombre. No importa que el hombre exista o vaya a existir en algún momento. Con ciencia de simple inteligencia Dios conoce la esencia del hombre independientemente de su existencia y con anterioridad a todo decreto de su voluntad. Por tanto, con esta ciencia Dios no sabe lo que el hombre haría en cualquiera de los infinitos órdenes de cosas en que podría ponerlo, porque por medio de ella conoce absolutamente todas las posibles acciones del hombre en cualquiera de estos órdenes, pero no de manera determinada qué haría de hecho si lo pusiese en uno de ellos. Con ciencia de visión Dios conoce con posterioridad al acto libre de su voluntad y de manera determinada, sin hipótesis ni condición alguna, qué cosas sucederán de entre todas las uniones contingentes. La ciencia de visión o ciencia libre es ciencia de existencias. Por tanto, por medio de esta ciencia Dios tampoco puede conocer las acciones del hombre en cualquiera de los infinitos órdenes de cosas en que podría haberlo puesto, porque por medio de ella sólo puede conocer aquello que sucederá en el orden de cosas que ha decidido establecer. Así pues, sólo con ciencia media puede saber, por «supercomprehensión» de las causas segundas, lo que el hombre haría en un orden determinado de cosas, en el caso de que decidiese ponerlo en este orden. Pero esta ciencia sólo es posible si atribuimos al hombre una libertad personal y no simplemente una libertad de elección. Sólo si el hombre actúa en cada uno de los momentos y circunstancias de manera conforme a sus planes y programas dentro de una trayectoria fijada de antemano, es posible conocer previamente lo que hará en cada uno de estos momentos. Pero este conocimiento sería imposible si el hombre simplemente poseyese libertad de elección, porque si toda su libertad se redujese a la posibilidad de obrar y de no obrar o de hacer una cosa u otra en ausencia de cualquier determinación a actuar de uno u otro modo, más que libertad habría que hablar de una esclavitud que acercaría al sujeto operatorio a las causas naturales más que a las causas libres. ¿Pueden acaso calificarse como «libres» las acciones que realizan los sujetos sometidos a experimentación por parte de Benjamin Libet? Estas acciones son más bien semejantes a las operaciones que los escolásticos denominaban primo-primi, es decir, acciones instantáneas no mediadas por un dictamen de la razón y, por consiguiente, no susceptibles de una consideración moral{19}. Sólo cuando hay una razón que incline más a hacer una cosa que otra puede hablarse de «acción libre». Pero en el caso del experimento de Libet el impulso que conduce a los sujetos a mover la mano en un momento o en otro es tan arbitrario que es imposible que dé lugar a una acción libre. Para ilustrar el tipo de acción al que nos referimos, vamos a recurrir a un ejemplo que el propio Molina ofrece: Cuando un hombre está descansando sentado al borde de un camino y desde lo alto de un castillo cercano le han lanzado una piedra que está próxima a impactarle, el movimiento que este hombre realiza para evitar que el impacto inminente de la piedra lo descalabre, no está mediado por una orden previa de su arbitrio, sino que, en todo caso, una vez que ya está realizando el movimiento para esquivar la piedra, su arbitrio podrá dictaminar su conformidad con este movimiento, que lo prevendrá de la descalabradura. El impulso puramente natural y no libre que lleva a este hombre a esquivar la piedra es muy semejante al que se da en el caso de los sujetos que, en el experimento de Libet, mueven su mano tras asentir a la activación neuronal que precede al momento en que se hacen conscientes de este deseo de mover la mano. Por esta razón, sin perjuicio del gran interés que desde un punto de vista puramente categorial reviste el experimento de Libet, hemos dicho que no puede arrojar ninguna luz sobre la naturaleza de la libertad, que se trata más bien de una cuestión filosófica que no es resoluble por vía experimental. Así pues, a diferencia de los actos que contempla Libet y en los que sólo podría admitirse una libertad de elección –siempre que reconozcamos en el sujeto la capacidad de veto–, aunque en realidad no sería más que una forma de esclavitud, los actos que Molina atribuye al sujeto operatorio son actos libres que sólo son tales en virtud de la libertad personal en la que se enmarcan. Pero ¿por qué decimos esto? ¿Cómo sabemos que estos actos no son resultado únicamente de una libertad de elección y sí de una libertad personal? Sólo lo sabemos porque Dios posee ciencia media y esta ciencia sólo es posible si el hombre actúa de manera conforme a planes y programas fijados de antemano. Sólo por ello Dios puede saber de qué modo obrará el hombre en el orden de cosas en que decida ponerlo. De este modo, la ciencia media le permite a Molina conceder libertad al hombre. Al mismo tiempo, como sostiene Gustavo Bueno, la ciencia media limita a Dios:

La ciencia media, por tanto, habrá de redefinirse como el conocimiento proléptico que Dios (o acaso algún otro ser) puede alcanzar de las prolepsis de terceras personas. La idea de este conocimiento es ya una idea racionalmente comprensible: en rigor, ella supone la limitación de la omnipotencia absoluta atribuida a la persona presciente, es decir, al Dios de la teología escolástica. El cogito cartesiano podría ser interpretado como una mera dramatización de esta doctrina teológica de la ciencia media y del concurso simultáneo de los escolásticos del siglo XVI. Dios (o el Genio maligno, dice Descartes, en un giro que subraya el carácter angular de la situación) para engañarme tendría que hacerme existir...{20}

De este modo, la omnipotencia divina ya no es absoluta. Si lo fuese, el hombre sólo sería un autómata y la ciencia de simple inteligencia y la ciencia de visión bastarían para conocer todos sus actos. Pero la ciencia media limita la omnipotencia divina. Ahora Dios se comporta como un jugador que posee la ciencia del juego al que hace jugar al hombre. Pero este juego sólo tiene interés si su resolución no es puramente algorítmica y esto sólo es posible si limitamos la omnipotencia divina y al mismo tiempo concedemos libertad al hombre. Esto es lo que Molina consigue con la ciencia media. Por esta razón, aunque todas estas discusiones teológicas puedan tener un regusto metafísico, sin embargo, están mucho más cercanas a una filosofía materialista de lo que puedan estarlo las filosofías idealistas de Kant o Schopenhauer, porque la discusión teológica se mueve ya dentro del horizonte en que la libertad se nos muestra como una lucha entre personas –y no con algo impersonal como pueda serlo la naturaleza–, aunque una de ellas supere a la otra en grado casi infinito. Este horizonte personal es el mismo en el que hay que poner a la filosofía verdadera de la libertad, que contempla la libertad como una lucha en la que una persona intenta liberarse de su sujeción o esclavitud con respecto a otra, mientras esta otra intenta imponer sus propios planes o programas, que serían contradictorios con los de la primera. Este es exactamente el caso que nos encontramos en el sistema de Molina, que nos presenta un Dios inteligible, que ya no es el acto puro aristotélico que no actúa sobre el mundo y ni siquiera lo conoce, sino que se entreteje con el hombre en un juego en el que posee la ciencia dominante. Ahora bien, Dios sólo puede ganar si previamente ha dejado al hombre jugar. Por tanto, también le ha concedido la posibilidad de vencer.

§5. Nuestra edición

Presentamos aquí, por primera vez traducida al español, la Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas de Luis de Molina. Hemos realizado nuestra traducción a partir de la excelente edición crítica de la Concordia preparada por Juan Rabeneck, S. I., y publicada en Oña y en Madrid en 1953.

El origen de la Concordia, concebida bajo la forma de comentarios a varios artículos de las cuestiones 14, 19 y 23 de la «Primera parte» de la Summa Theologica de Santo Tomás, hay que buscarlo en los comentarios a la Summa que Molina dictase en Évora desde noviembre de 1570 hasta julio de 1573 y como tales comentarios deberían haber aparecido acompañando a los demás comentarios a la «Primera parte» que Molina dictó en Évora. Sin embargo, determinados sucesos –como la controversia sobre materia de gracia que tuvo lugar en Salamanca en 1582 y que enfrentó al P. Prudencio Montemayor, S. I., y al P. Domingo Báñez, O. P., así como la publicación en 1584 por parte de Báñez de sus Scholastica Commentaria in Primam Partem Angelici doctoris D. Thomae– debieron influir en la decisión de Molina de ofrecer de manera conjunta todos sus comentarios relativos a la materia de gracia y libertad de arbitrio que en sus comentarios a la «Primera parte» se encontraban dispersos.

Sus Commentaria in primam Divi Thomae partem publicados en Cuenca en 1592 pueden considerarse casi otra edición de la Concordia, porque estos Commentaria también incluyen todo el contenido de la Concordia. En 1595 aparecería en Amberes una segunda edición de la Concordia preparada por Molina. Otras ediciones se hicieron en: Lyon 1593, Venecia 1594, Venecia 1602, Amberes 1609, Amberes 1715, Leipzig 1722 y París 1876.

El P. Rabeneck compuso su edición crítica a partir de las dos ediciones de la Concordia preparadas por Molina (Lisboa 1588 y Amberes 1595) y de sus Commentaria in primam D. Thomae partem (Cuenca 1592). Su trabajo, minucioso y erudito, se completa con la inclusión de cuatro Prolegomena, cuatro suplementos (Appendix, Apologia Concordiae, Annotationes y Censura Romana libri Concordiae) y seis Índices, que componen un instrumento valiosísimo para el estudio y análisis de la obra de Molina. También añade numerosas notas bibliográficas y, en todos aquellos casos en que con frecuencia Molina no cita a autores cuyas doctrinas somete a crítica –se trata sobre todo de autores españoles y contemporáneos suyos, como Domingo Báñez y Francisco Zumel–, el P. Rabeneck desvela en cada caso de quién se trata. En nuestra edición hemos incorporado todas las notas bibliográficas del P. Rabeneck

Finalmente, queremos hacer una breve observación estilística. En la Censura Romana libri Concordiae lo primero que los censores someten a crítica en la obra de Molina es su estilo:

In toto opere passim occurrunt longissimae periodi quae lectorem diutissime suspensum tenent ac sententiam saepe per se obscuram reddunt obscuriorem. Crebro eadem repetuntur, interdum per integras fere paginas, ac nonnumquam iisdem verbis ut summam legenti satietatem tam crebra repetitio pariat{21}.

Desde luego, el estilo de Molina es farragoso y retorcido. Sus períodos sintácticos se alargan in aeternum, repitiéndose machaconamente y generando auténtica desazón en el lector, que se mantiene en suspenso hasta la aparición final del verbo que le permita entender todo lo anterior y descansar, exhausto, del esfuerzo realizado. Por nuestra parte, en nuestra traducción hemos respetado en todo momento estos períodos ciceronianos –pues, de otro modo, las frases quedarían «cojas»– y por ello hemos desistido de acortarlos. Así pues, habrá que achacar la incontinencia sintáctica y el «ciceronianismo» exacerbado a Molina y no al traductor. Será tarea del lector juzgar si en nuestra traducción hemos conseguido hacer legible e inteligible el discurso complejo, tanto en sentido conceptual como sintáctico, de Molina.

Juan Antonio Hevia Echevarría
Fundación Gustavo Bueno
Oviedo, 23 de abril de 2007

Notas

{1} Peri archon, II, 1; Patrologiae cursus completus. Series graeca accurante I. P. Migne, Parisiis 1857, XI, 181.

{2} Cfr. Friedrich Stegmüller, Geschichte des Molinismus, Münster 1935, vol. I, p. 551s.

{3} Iohannes Rabeneck, «De Ludovici de Molina studiorum philosophiae curriculo», Archivum Historicum Societatis Jesu, 6 (1937), pp. 291-302.

{4} En su introducción («Prolegomenon I») a su edición crítica de la Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, Oña 1953, pág. 3: «Etsi Eboram missus erat ad gradus academicos acquirendos, tamen non factus est nisi baccalaureus formatus a ceteris gradibus capessendis infirma valetudine, ut videtur, impeditus».

{5} En su introducción («Vida y obras del R. P. Luis de Molina») a su traducción de la obra de Luis de Molina, Los seis libros de la justicia y el derecho, Madrid 1941, tom. I, vol. I, pág. 26: «Todos conocen lo mucho que se aventajan las glosas que yo hice en Artes... a las de cuantos en esta provincia las enseñaban, y la gran estimación que se hace de ellas, hasta el punto que todos las compran, más que cualquier otra. Se queja Molina de la oposición de los Padres portugueses, en especial el P. Pedro da Fonseca; los cuales unas veces pedían que el autor elegido fuese mejor latinista, otras alegaban que los escolares recibirían mejor la obra de un portugués &c.».

{6} Sobre la polémica de auxiliis puede leerse: Pedro Poussines, S. I., Historia controversiarum quae inter quosdam e Sacro Praedicatorum ordine et Societatem Jesu agitatae sunt ab anno 1548 ad 1612; Augustin Le Blanc, Historia congregationum de auxiliis divinae gratiae, Lovanii 1700; Jacinto Serry, O. P., Historia congregationum de auxiliis, Lovanii 1700; Tomás de Lemos, O. P., Acta congregationum ac disputationum, Lovanii 1702; Livino Meyer, S. I. (bajo seudónimo de Theodoro Eleutherio), Historiae controversiarum de divinae gratiae auxiliis sub summis pontificibus Sixto V, Clemente VIII et Paulo V libri IV, Antverpiae 1705; Livino Meyer, S. I. (bajo seudónimo de Theodoro Eleutherio), Historiae controversiarum de divinae gratiae auxiliis sub summis pontificibus Sixto V, Clemente VIII, Paulo V, ab obiectionibus R. P. Hyacinthi Serry vindicatae libri III, Bruxellis 1715; Gerhard Schneeman, Controversiarum de divinae gratiae liberique arbitrii concordia initia et progressus, Friburgi 1881; Antonio Astrain, Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España, Madrid 1913, tom. IV, lib. 2; Gerhard von Riel, Beitrag zur Geschichte der Congregationes de Auxiliis, Konstanz 1921; Friedrich Stegmüller, Geschichte des Molinismus, Münster 1935; Manuel Fraga Iribarne, «Vida y obras del P. Luis de Molina», como introducción a su traducción de la obra de Luis de Molina, Los seis libros de la justicia y el derecho, Madrid 1941; Vicente Beltrán de Heredia, Domingo Báñez y las controversias sobre la gracia, Salamanca 1968; Marcelino Ocaña García, Molinismo y libertad, Córdoba 2000.

{7} Domingo Báñez, Apología de los hermanos dominicos contra la Concordia de Luis de Molina, Pentalfa, Oviedo 2003, pág. 29.

{8} Cfr. In I Sententiarum, dist. 39, n. 13; ed. Vivès 10, 625.

{9} Gustavo Bueno, El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, Pentalfa, Oviedo 1996, pp. 237-337.

{10} Ibid., pp. 248-249.

{11} Ibid., p. 250.

{12} Cfr. Concordia, p. 1, d. 2, § 3: «La libertad puede considerarse como opuesta a la necesidad. Así se dice que agente libre es aquel que, puestos todos los requisitos para actuar, puede actuar y no actuar, o hacer una cosa lo mismo que la contraria. En virtud de esta libertad, la facultad por la que este agente puede obrar así, recibe la denominación de libre. Pero como no obra así, salvo que le precedan el arbitrio y el juicio de la razón, de aquí se sigue que, en la medida en que requiere previamente este juicio, reciba el nombre de libre arbitrio. Por este motivo, si en algún lugar debemos situar el libre arbitrio, éste no será otro que la voluntad, en la que formalmente radica la libertad, que se despliega antecedida por el juicio de la razón. En este sentido, el agente libre se distingue del agente natural, en cuya potestad no está actuar y no actuar, sino que, puestos todos los requisitos para actuar, actuará necesariamente y de tal modo que, si hace una cosa, no podrá hacer la contraria».

{13} Cfr. Sobre las refutaciones sofísticas, Gredos, Madrid 1982 (traducción de Miguel Candel Sanmartín), 166a 21-32.

{14} Benjamin Libet et alii, «Time of conscious intention to act in relation to onset of cerebral activity (readiness potential): The unconscious initiation of a freely voluntary act», Brain (106), pp. 623-642.

{15} Cfr. «Do we have free will?», The volitional brain, Imprint Academic, Exeter 1999, p. 53.

{16} Op. cit., p. 273.

{17} Cfr. Báñez, Apología..., p. 97

{18} Ibid., p. 98.

{19} Cfr. Concordia, p. I, d. 2, §7: «Simul interrogatus sum, num in adultis esse similiter aliquando possint actus liberi qui ex eo sint primo-primi et neque ad culpam neque ad meritum aut virtutem imputari valeant, quod cum adfuerit sufficiens dispositio ac tempus ad deliberandum de bonitate et malitia delectabili aut utili, non tamen ad deliberandum de bonitate ac malitia morali vel propter obiecti ea in parte difficultatem vel ob aliquam aliam causam».

{20} Op. cit., p. 278.

{21} Cfr. Ludovici de Molina liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione concordia, Oniae 1953, p. 695.

 

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