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El Catoblepas, número 71, enero 2008
  El Catoblepasnúmero 71 • enero 2008 • página 14
Artículos

Codicia fiscal

María Teresa González Cortés

La guerra revolucionaria, que luego golpearía con fuerza el continente europeo a raíz de la quiebra de las arcas del Estado francés, nació a partir de un sangriento proceso de queja fiscal

Recaudadores de tributos, Marinus Van Reymerswale (1490-1567)

Los movimientos contestatarios de la Modernidad tuvieron su origen en no pocos actos de insumisión civil: los súbditos a la vez que protestaban contra sus autoridades se oponían, en nombre de la libertad, a los modos de operar coercitivos que exhibían los representantes de la Hacienda Pública. Y aunque no hay documento político, tampoco escrito filosófico, que ofrezca una solución global al problema, gravísimo, que generaba el despotismo financiero del Estado, sí abundan, por el contrario, las quejas y críticas a la voracidad fiscal. Por eso, antes de que Benjamin Franklin escribiera allá por 1789: «en este mundo no se puede estar seguro de nada, salvo de la muerte y de los impuestos», ya David Hume había observado las injusticias que en materia de tributos se cometían en un país como Francia señalando que los abusos «no proceden de que sus impuestos sean más numerosos o gravosos que en los países libres, sino de un sistema recaudatorio tan caro, inicuo, arbitrario y complicado que desalienta el esfuerzo de los pobres, y en especial de campesinos y granjeros, y convierte la agricultura en oficio de mendigos y esclavos».{1}

Sed de dinero

El tema del uso y circulación del dinero público aparece tratado de forma muy especial en los años de gestación y auge del Imperio de España. De hecho el jurista y teólogo español Luis de Molina (1535-1600), encuadrado en el grupo de la Escuela de Salamanca, testimonió la importancia que para España tenía económicamente a lo largo de todo el año la celebración de mercados en plazas tan relevantes como Medina del Campo, Medina de Rioseco, Villalón, Flandes... De modo que, al estar ligado el funcionamiento de la nación a los ritmos de la economía, las ferias se alargaban en ocasiones por imperativo del propio rey para dar tiempo a que llegaran esas ansiadas mercancías que se transportaban desde el Nuevo Mundo a la península en las bodegas de los barcos. Por supuesto, con la medida de vincular el calendario ferial al comercio transatlántico se lograba, nos informa Luis de Molina, poner en circulación los metales preciosos que procedían de América. Metales que, claro está, iban a permitir sufragar los gastos de mantenimiento del propio Estado.

Atento a lo que sucedía con los movimientos internacionales de compra y venta, el jesuita conquense Luis de Molina anotaría la existencia, en su tiempo, de tres importantes grupos financieros. De un lado, estaban los comerciantes que viven de los beneficios que les procuraba la venta de sus productos (lana, especias, aceite, oro, trigo...) en lugares incluso geográficamente alejados como Lisboa, Sevilla, Medina, Flandes, Génova, &c. De otro lado, anotó Molina, estaban los cambistas que, sin trabajar, simplemente anticipaban el dinero a los comerciantes para que éstos pudieran llevar a cabo transacciones comerciales en lugares donde no disponían de liquidez. Y en tercer lugar, añade Molina, también en torno al mundo del dinero vivían los banqueros. Éstos guardaban y recibían en depósito el capital de comerciantes y cambistas. Y además de tener una enorme influencia a la hora de pagar deudas, llegaban incluso a ofrecer financiación a las propias autoridades del Estado en forma de créditos.

Molina, hay que decirlo, fue el primero en descubrir, por cierto: mucho antes que James Pennington, que los depósitos bancarios formaban parte del desarrollo y estructura misma de la oferta monetaria. Molina llegó incluso a proponer el término chirographis pecuniarium (dinero escriturado) para nombrar y describir un tipo de documentación escrita que se utilizaban en los círculos afines a los banqueros y que por su alto valor crematístico era sinónimo, en cualquier transacción comercial, de dinero.{2}

Con la explicación molinista se entiende que una fuente de financiación del Estado procediera en el Quinientos de los préstamos que facilitaban a la Corona los banqueros que, a la sazón, eran personas particulares. Préstamos con los que se paliaban las necesidades políticas de la monarquía; y aunque las partidas de dinero pudieran provenir de familias españolas tan acaudaladas como las de Rodrigo de Dueñas o Simón Ruiz, sin embargo en su mayor parte procedían de la poderosísima familia alemana Fugger que con fortísimas operaciones crediticias apoyaba además la política americanista de Carlos I de España, V de Alemania, igual que en otros tiempos no muy lejanos esa misma familia Fugger había estado prestando dinero al mismo abuelo de Carlos I, el emperador Maximiliano.

La relación entre Dinero y Estado era tan evidente que uno de los miembros de la citada familia alemana Fugger, Jakob II, conocido nada menos que por el alias de El Rico, suministraría la nada insignificante cantidad de medio millón de florines al jovencísimo Carlos I, suma de dinero que éste utilizó para obtener, con los votos de los electores que pertenecían a la alta aristocracia europea, el nombramiento de emperador.{3} Tres años después el rey Carlos creaba El Consejo de Estado, organismo de gobierno que gestionaba asuntos imperiales tan importantes como el comercio, la guerra, la elaboración de pactos y tratados diplomáticos, &c. En opinión del Emperador Carlos, así nos lo hace saber Lorenzo Ramírez de Prado en su escrito Consejo y Consejero de Príncipes (1617), «los negocios de los príncipes consistían en dos cosas: consejo y ejecución». Y entre consejo y ejecución la praxis del emperador reclamaba una mayor eficiencia de la máquina administrativa de las instituciones del Estado (gobierno de las Indias, finanzas, negocios, tráfico mercantil y naval, logística, diplomacia, firma de pactos internacionales, y recaudación de impuestos). Todo lo cual conllevaba sufragar necesidades y obligaciones como, p. e., el gasto de las tropas imperiales que, siendo de las mejores de Europa, estaban integradas por mercenarios profesionales españoles, italianos, flamencos... y lansquenetes alemanes (luteranos), y exigían fuertes cantidades de dinero para su mantenimiento. Es más, tales eran los esfuerzos crematísticos que entrañaba el funcionamiento de la nación española que, a través de la relación epistolar que el emperador Carlos mantuvo con su esposa, la «Serenísima, muy alta y muy poderosa Emperatriz y Reina Isabel», se observa el coste económico que conllevaban ciertas decisiones políticas:

«Y pareçe a todos que sería mejor que la dicha armada se hiziesse con gente destos nuestros exérçitos, assí por la industria y experiençia que tienen de saber çercar y combatir plaças y dar y esperar batallas [...]. Y el almirante micer Andrea Doria, que es uno de los con quien se ha platicado esta materia, ha offreçido de se encargar de la dicha empresa con doze mil hombres de los que ay en nuestro campo sobre Florençia; los quatro mil dellos alemanes y otros quatro o seis mil spañoles, y los otros italianos. A los quales dize que embarcará y llevará a la dicha empresa en sus quinze galeras, y en las quatorze de Françia que agora han venido a Génova [...]. Y que, pagada y basteçida la dicha gente por tres meses, y assimismo pagando los otros baxeles y nabíos que fueren menester para la dicha empresa, llegará el gasto de la dicha armada a CC mil ducados poco más o menos; no entrando en ello la costa de las dichas galeras, que haveis de mandar pagar por otra parte. Y pide que, para en cuenta de los dichos dozientos mil ducados, se embíen luego a Génova veinte y çinco mil ducados para començar a hazer allí algunos bastimentos y las dichas curueñas y carretas de artillería, escalas, herramientas, pólvora, mecha de arcabuzeros y otras cosas neçesarias para lo susodicho; y que para el tiempo de la embarcaçión de la dicha gente, que ha de ser en Puerto Ercoles y Talamón, se embíen para su sueldo çient mil ducados.»{4}

Con el tiempo, la forma de ejecutar los contratos crediticios va a transformarse. Y la financiación de ciertas actividades se realizará a través de la institución de la Banca. Pero antes de que apareciera ésta como tal, existió una manera más fácil y menos comprometida de obtener mucha moneda y así afrontar las onerosas empresas de gobierno. Por supuesto, no nos referimos a la que procedía de los botines conseguidos a través de la guerra. No, simplemente hablamos de la imposición, a los súbditos, de gravámenes y tributos gracias al brazo todopoderoso de la Hacienda Pública. Y es que cuando los soberanos de una nación aspiraban a mantener un Estado o a convertirlo en Imperio, grande era la presión recaudatoria que pesaba sobre la población, y mayor resultaba la necesidad de riquezas. Al y fin y al cabo, el mantenimiento de la maquinaria institucional de cualquier país, fuera grande o pequeño, entrañaba un cúmulo nada intrascendente de gastos. Y a veces excesivos riesgos financieros, tal fue el caso de la primera bancarrota imperial que se produce en 1557, justo un año después de que Carlos I de España y V de Alemania abdicara y dejara el timón del poder político en manos de su hijo Felipe II, a la sazón rey de España y de Portugal. Pero también, tal fue el caso de la honda crisis financiera que golpeó a la monarquía española y llevó a su rey, a Felipe II, a declarar repetidamente en 1575 y en 1596 el estado de bancarrota.

Ejemplo de mala gestión económica

Advertir cómo administrativamente se organiza desde el punto de vista tributario el Estado posee gran trascendencia, toda vez que las cargas fiscales sobre la población se reglamentan y generalizan en y a partir del siglo XVI. Y como la supervivencia del Estado moderno dependía de la administración de los impuestos, y escasa era la experiencia que sus dirigentes tenían en materia económica, en no pocas ocasiones la vida de la nación podía verse alterada, incluso convulsionada. Y es que la necesidad de dinero para mantener en pie la política nacional, unida a una mala gestión, llegaba en ocasiones a provocar errores fatales para la economía de un país. Recordemos a título de ejemplo el escrito titulado De monetae Mutatione (Sobre el cambio de la Moneda, 1601) del insigne historiador toledano Juan de Mariana. Pues bien, a diferencia de Thomas Moro que, en calidad de juez y subprefecto en la ciudad de Londres y bajo la protección del arzobispo Warham, pudo escapar de las represalias de Enrique VII cuando se puso en contra de la política fiscal alcista de su rey, a Mariana le supuso graves perjuicios personales su obra De monetae Mutatione y, a diferencia de Moro, no pudo zafarse de los inconvenientes que provocó su escrito.

Pero, ¿por qué perjuicios personales? Y sobre todo, ¿por qué Sobre el cambio de la Moneda despertó tanta enemistad entre los poderosos? Pues a causa de la denuncia que hizo Mariana sobre una mala medida económica: el duque de Lerma que gestionaba la Hacienda de la Corona española creyó que la obra de Mariana, escrita en latín e impresa en la ciudad alemana de Colonia, centro editor más importante de Europa, iba dirigida no solo contra él, sino asimismo contra el gobierno de España. Por eso, en un arranque de falso patriotismo el duque buscaría la protección del mismísimo rey, Felipe III, el cual lograba a su vez que el Papa Paulus V interviniese en el procesamiento de Mariana.

La causa del supuesto escándalo nacía de la decisión político-financiera de acuñar grandes cantidades de moneda de vellón de ley, pero de valor muy inferior a las monedas acuñadas por monarcas anteriores a Felipe III. Ni que decir tiene que este recurso, el de la multiplicación milagrosa del dinero, era habitual, y no solo en España. Recuérdese como ejemplo que, tras las campaña bélica contra Francia, el rey Enrique VIII, aliado del emperador Carlos V, invadía en 1544 Francia. Y si bien es cierto que el emperador Carlos firmó la paz con este país, Enrique continuó sin embargo los enfrentamientos armados hasta un año antes de su muerte, o sea, hasta 1546. Y por la decisión de alargar la guerra el monarca inglés tuvo que adoptar una serie de medidas de alto riesgo con el fin de poder afrontar los gastos derivados de su campaña militar. ¿Cómo? Deshaciéndose de parte de su patrimonio a través de la venta de terrenos y, lo que es peor, llevando a cabo una política de devaluación de la moneda, suceso que creó pobreza entre la población, además de dejar a su descendiente un agujero considerable en las arcas de la Hacienda Publica.

Pues bien, en el caso histórico que relata Mariana los resultados no serían muy distintos. Las consecuencias del envilecimiento de la moneda española nunca fueron las deseadas, ya que el Fisco no consiguió contrarrestar la falta de dinero líquido en el erario público. Antes al contrario, la depreciación que, de forma inmediata, tuvo la moneda española dentro de los mercados internacionales provocó no pocos efectos calamitosos entre los segmentos menos poderosos de la población española que, con la asfixia de la superinflación apretándoles las gargantas, padecía los efectos del encarecimiento de los productos de primera necesidad. Tal era el caso del trigo.

Por políticas tan desacertadas el ambiente andaba revuelto, y las quejas del pueblo llegaron a los oídos del jesuita Mariana que, ante el desastre, embestiría contra los malos consejeros. El caso es que las consecuencias de una política desacertada no la sufren directamente ni ellos, los malos consejeros, ni tampoco la élite política, los gobernantes. Sino más bien, denunciaba Mariana las gentes humildes. Por eso, en los primeros capítulos de la obra citada, Mariana no solo establece cómo el peso y la ley de la moneda constituye la base de los intercambios comerciales. También afirma Mariana que el rey no puede bajar la ley de la moneda sin el consentimiento del pueblo. Y es que para Juan de Mariana, entre los objetivos de la política financiera del Estado se contemplaba la búsqueda del bien general, de la ecuanimidad y de la justicia, igual que tiempo atrás el Padre Francisco de Vitoria había defendido en su escrito Relecciones que para que la ley fuera justa no bastaba con tener el apoyo del legislador. También había de ser socialmente útil y armónica, y atender al bien general, decía Vitoria.

Yerros y descalabros financieros aparte, que la Nación en la Edad Moderna se construye fiscalmente desde el siglo XVI constituye un hecho de tal magnitud que no conviene dejarlo arrinconado, sobre todo si queremos explicar cómo el incremento de la presión fiscal va a generar no pocas señales de malestar social, e incluso a encender entre la población la chispa, en más de una ocasión, de la insurrección.

Del pago de impuestos a la desobediencia civil

Los muchos corros en los que la gente de a pie, de pueblos y ciudades, mostraba su descontento ante la medida impopular de devaluar la moneda española llevaron a Mariana a escribir Sobre el cambio de la Moneda, obra que tantos problemas y disgustos le iba a ocasionar porque, en primer lugar, ve cómo se le abre un expediente penal; en segundo término, porque comprueba que su escrito levanta polvareda y mucho enojo entre la clase dirigente. Hasta interviene la propia Inquisición a la que se confió la causa contra su persona. Y no solo eso. Porque en el ínterin del proceso, las autoridades obligarán a este jesuita a permanecer en prisión preventiva en una celda del convento madrileño de San Francisco. Durante casi un año estuvo encerrado, justo el tiempo que se necesitó para aclarar la instrucción y tomar una decisión sobre el futuro del Padre Mariana. Y solo se trataba de una obra de carácter crítico en la que su autor, amparándose en la doctrina jurídica del populismo, recordaba que el monarca no puede bajar la ley de la moneda sin haber alcanzado el consentimiento del pueblo.

En todo caso, es evidente, una nación podía por mala política financiera provocar no pocos descalabros entre la población. Un ejemplo de ello nos lo proporciona Carlos I (1600-1649). Este monarca británico, hijo de Jacobo I, no era buen gestor y dilapidaba la hacienda pública exigiendo, vía impuestos, más contribuciones para el mantenimiento de la Tesorería del país. Es más, todo aquel que rechazara cooperar con préstamos con la Hacienda Pública era inmediatamente encarcelado. Su forma, pues, de administrar la nación despertaba antipatía entre el pueblo y, también, descontento en los miembros del Parlamento. Y pese a que en el año 1628 recibía un documento, la Petición de derechos, que venía a limitar sus atribuciones reales, Carlos I, lejos de aprobar tal reivindicación, disolvía un año después el Parlamento. De este modo, al menos aparentemente, el monarca creía dar fin a los brotes de descontento y desobediencia.

Ni que decir tiene que, a veces, las medidas políticas no calmaban las quejas del pueblo. ¡El monarca Carlos I no solo exigía que sus súbditos le adelantaran dinero en calidad de préstamos, préstamos que no tenía ninguna intención de devolver, sino que, llegado el caso, volvía a poner incluso en curso legal algunos impuestos feudales del siglo XIII! Con muestras de voracidad fiscal, el rey Carlos generó a su paso desórdenes y, tras ser juzgado, moriría decapitado en 1649. Pues bien, cuando cosas así sucedían; cuando los abusos fiscales eran tan fuertes como injustos; el clamor popular trascendía el ámbito de los escritos de protesta y entonces se producían actos de insurrección, de auténtica rebelión fiscal. Y a los disturbios callejeros se unían los motines, como los de Oporto y los de Santarén, ocurridos en 1628 y 1629 respectivamente., aunque en otras ocasiones llegamos a saber cuáles eran los efectos que tenía la sublevación. Cuenta Madame de Sévigné en una carta fechada en Rochers el 30 de octubre de 1675:

«¿Quieres que te dé noticias de Rennes? Ahora tenemos un tributo de cien mil escudos y si no se abona en veinticuatro horas, hay que pagar el doble y te lo pueden cobrar los soldados.
Han clausurado y desalojado una calle entera de las grandes, y han prohibido que se dé cobijo a sus habitantes bajo pena de cadena perpetua. A resultas de lo cual, contemplamos a esos miserables, mujeres recién paridas, viejos y niños, vagando sollozantes o abandonando esta villa sin saber a dónde ir, sin tener con qué sustentarse ni dónde dormir.
Antes de ayer pusieron en la noria al violín que empezó el baile y el robo del papel timbrado. Lo han descuartizado y sus cuatro cuartos los han puestos en las cuatro esquinas de la villa. Han detenido a sesenta vecinos y empezarán a colgarlos mañana.»{5}

La sed fiscal del Estado traspasaba, en más de una ocasión, las fronteras de la cordura. Y por los excesos y desatinos que se consumaban en materia tributaria podía ocurrir que la revuelta popular no fuera un episodio geográficamente anecdótico. De hecho, una mala gestión económica unida a la subida de las cargas tributarias podía desencadenar, y en cascada, un sinfín de explosiones multitudinarias, como las que se dieron en los momentos previos a la Revolución americana.

De la rebelión a la Revolución

Antes de que la bandera de la Modernidad se identificara con la aventura rebelde de los colonos secesionistas ingleses (1775-1783) y, por supuesto, antes de que la bandera de la Modernidad se identificara con el lema de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa (1789-1794); en suma, antes de que ocurrieran estos dos acontecimientos tan determinantes para el rumbo de Occidente; el principio de rebeldía había empezado a fructificar, primero, en forma de pequeñas algaradas, motines ocasionales, pero luego, a través de osadas estrategias bélicas. Los levantamientos indígenas en las colonias trasatlánticas que pertenecían a la Corona de España vienen a atestiguar el elevado componente de discordia que entre los súbditos ocasionaba la política de la Metrópoli.

El caudillo indio José Gabriel Condorcanqui, autodenominado Túpac Amaru II por descender del inca Túpac Amaru por línea materna, repetiría las sublevaciones que tuvieron lugar en Perú años antes. Si en 1742 las sublevaciones, encabezadas por el indio Juan Santos de Tarma, expresaban no solo un hondo malestar social, sino también la protesta de los indígenas ante la forma de gobernar de las autoridades virreinales, treinta y ocho años después, la insurrección liderada por Túpac Amaru II se originaría en los abusos y extorsiones de los corregidores españoles. El amotinamiento de la población amerindia llevaría a la cárcel al corregidor Arriaga. Y tras ser ejecutado éste, Túpac Amaru II dirige sus fuerzas bien organizadas contra otros corregidores. A pesar de que las autoridades coloniales de Cuzco prepararon un contingente armado de 1.200 hombres, este ejército fue vencido por Túpac Amaru II en Sangarará el 18 de noviembre de 1780. Y pese a que unos meses más tarde, entre los días 5 y 6 de abril de 1781, Túpac Amaru II era asesinado –también lo serían todos los miembros de su familia–, el estandarte de este caudillo rebelde se extendería como la pólvora por otras colonias españolas, sobre todo por Bolivia y Argentina, generando sucesivos actos de sublevación y no acatamiento a la autoridad civil. Insurrecciones que, con el tiempo, iban a quedar plasmadas en las teorías emancipatorias de los criollos, como las que desarrolló en 1817 el venezolano Manuel Palacio Fajardo, para quien la búsqueda de la emancipación de las colonias no solo era fruto del monopolio económico y de la inadecuada administración de justicia, sino resultado también de la tiranía que ejercían las autoridades españolas sobre los habitantes.

Tras estos golpes fallidos que ejecutó Túpac Amaru II, en el norte del continente americano los colonos empezaban, con el mismo sentimiento de queja que los indígenas peruanos, a enfrentarse a sus instituciones en un duro contencioso. Y en sublevación vivirían ocho largos años de combates. Recordemos que los súbditos norteamericanos habían ganado para su Imperio, que era el británico, la guerra contra Francia en Canadá. Y por sus magníficas pruebas de apoyo y lealtad a la Corona inglesa esperaban alcanzar una rebaja de sus impuestos y, claro está, mayores ventajas autonomistas. En contra de lo esperado, vieron, atónitos, cómo se les subían los tributos, cómo aumentaban los precios de las tasas aduaneras e incluso, contra todo pronóstico, cómo desaparecían las antiguas e históricas prerrogativas políticas de los parlamentos instituidos en cada colonia norteamericana. Lo cierto es que la guerra anglo-francesa de los siete años (1756-1763), debido a su alto coste financiero, había obligado al gobierno británico a poner en marcha medidas poco populares como, p. e., que los propios colonos sufragaran en calidad de súbditos los gastos del conflicto armado a través de impuestos sobre el vidrio, el plomo, el té... Lo cual prueba que el Estado para mantenerse (e incluso constituirse en Imperio) siempre necesita la entrada de colosales partidas dinerarias.

Ante estas medidas netamente represoras por parte de la Metrópoli, en 1770 se iniciaba en suelo americano una etapa de insumisión. Y las reclamaciones de los súbditos norteamericanos empiezan a extenderse. Los bostonianos protestan por la ley de acuartelamiento. Y luego, con la amenaza de que se les incrementara los impuestos sobre las importaciones de té, grupos de oposición al gobierno británico asaltan el puerto de Boston y consiguen hacerse con tres buques de la Compañía de las Indias Orientales. Esta acción tenía un alto valor simbólico por el hecho de que la citada Compañía se había hecho con el monopolio de la venta de té. Y para mostrar su desaprobación ante la subida fiscal, los bostonianos decidieron arrojar al mar la mercancía de estos navíos.

Lejos de solucionarse las afrentas, los representantes del buen pueblo de las colonias de New-Hampshire, Massachusetts, Rhode-Island, Providence, Conneticut, New-York, New-Jersey, Pennsylvania, Newcastle, Kent y Sussex en Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte y del Sur, alarmados por el comportamiento abusivo de la Metrópoli, escriben un 14 de octubre del año 1774 la Declaración y Resoluciones del Primer Congreso Continental, en donde denuncian injusticias y desafueros y cómo «desde el final de la última guerra el Parlamento británico viene atribuyéndose un poder propio con el fin de obligar, por medio de leyes y en cualquier circunstancia, al pueblo norteamericano, [y considerando que] le ha aplicado en unos casos impuestos y en otros con pretextos diversos, pero con la intención de conseguir una renta, contribuciones y gabelas [..., el Parlamento británico] ha establecido una junta de comisarios dotada de poderes inconstitucionales y ha ampliado la jurisdicción de los tribunales del Almirantazgo no solamente para el cobro de dichos tributos, sino también para la vista de aquellas causas que se originan en el interior de un condado».

Las quejas se hacían por escrito. Y los manifiestos venían a dar pábulo a las quejas. El caso es que en un ambiente cada vez más enrarecido las cosas se estaban desmandando. Y lo que en 1767 era habitual dentro de la política parlamentaria inglesa, como decidir acerca del aumento de los impuestos, en circunstancias distintas dejó de serlo. Por eso, en el ánimo político de la Metrópoli jamás se previó que los británicos de ultramar se declararan en rebeldía fiscal y se negaran a pagar tributos aduciendo que carecían de voz en el Parlamento de Londres. De ahí el lema de no taxation without representation.

Está claro que por la necesidad de costear los gastos se había iniciado una hondísima crisis institucional. Sin embargo, y al margen de las sublevaciones civiles que podían despertar en territorios transatlánticos algunos excesos tributarios, lo cierto es que los colonos americanos adujeron los mismos cargos de tiranía contra la corona británica (impuestos sin representación, privación del derecho de ley común, uso de torturas, &c.), que los súbditos británicos contra su monarca Carlos I ciento veinticinco años atrás.

De la guerra al pacto político

El enfrentamiento en vez de apaciguarse iba día a día en aumento. Y en 1773, tal era el cariz que tomaban los acontecimientos, la Metrópoli, alarmada, consideraba a los ciudadanos norteamericanos como insubordinados y sediciosos revolucionarios. Y comienza a enviar tropas a las colonias con el fin de detener la rebelión. Los colonos responden a su vez creando un ejército de milicias. Ante esta situación de intereses tan enconados, la guerra parecía la única salida. El resultado del conflicto bélico se plasmó un cuatro de julio de 1776 cuando el Congreso constituido por las trece ex colonias británicas proclamaba en Filadelfia la emancipación de los Estados Unidos de América.

Sabemos que al final del conflicto armado, acaecido en 1783, los colonos anglo-americanos alcanzarían su libertad política y, con ella, la independencia. Desde el principio de resistencia a la opresión habían logrado romper las cadenas que, en otro tiempo, les mantenían unidos a la Metrópolis. Es más, habían logrado destruir los compromisos con el gobierno de Londres y, en lugar de seguir aceptando por obediencia fiscal las leyes de su antigua administración, reclamaron un gobierno nuevo, con un pacto social nuevo, en una constitución nueva y dentro de un Estado nuevo.

Bajo el grito «Libertad» pudo nacer una nación, los Estados Unidos de América, y prosperar un verdadero contrato social, La Constitución. Ahora bien, la modernidad constitucional de Norteamérica no era resultado sólo del litigio bélico que contra la Metrópolis habían sostenido los emigrantes instalados en la otra orilla del Atlántico. No, la creación de esta nación provino de las propias tradiciones políticas que desde hacía siglos venían practicando esos mismos colonos establecidos en territorios transatlánticos. Y es que los ingleses, mucho antes que los europeos continentales, estaban acostumbrados a resolver sus problemas a través de alianzas, convenios y acuerdos. Tanto es así que, nos lo recuerda acertadamente Tocqueville, los inmigrantes que habían arribado a Nueva Inglaterra y fundado la ciudad de Plymouth acordaron nada menos que en 1620 levantar en acta pública un documento en el que se avenían a respetar y cumplir el siguiente protocolo político:

«nosotros, los abajo registrados, que, por la gloria de Dios, el desarrollo de la fe cristiana y el honor de nuestra patria hemos emprendido el establecimiento de la primera colonia en estas remotas orillas, convenimos por la presente, por consentimiento mutuo y solemne, y ante Dios, constituirnos en cuerpo de sociedad política con el fin de gobernarnos y laborar en pro del cumplimiento de nuestros designios; y en virtud de este contrato, convenimos en promulgar leyes, actas y ordenanzas y, de acuerdo con las necesidades, en instituir magistrados a los que prometemos sumisión y obediencia.»{6}

Lo que significa que, cuando los colonos anglo-americanos decidieron romper sus compromisos con el gobierno de Londres, ya sabían de antemano qué camino debían tomar, y cuál era el procedimiento a adoptar para encarrilar el futuro de su país. Así, de la discordia pudo surgir un contrato político nuevo. Y aunque éste no terminaba de gustar, se preparó un segundo y definitivo borrador que daría como resultado la Constitución americana.

Conclusión

En defensa de la justicia se habían rebelado los inmigrados; y lo habían hecho en el momento en que empezaron a sentir señales de opresión, de tiranía fiscal. En medio de estas circunstancias brotó la nación norteamericana. Y por eso la libertad fue desde el principio la máxima aspiración de los primeros movimientos ciudadanos revolucionarios. Y es que la Revolución americana había venido gestada por la suma, nada insignificante, de errores que en materia tributaria cometió el gobierno de Londres.

Dicho de otro modo. La guerra revolucionaria, que luego golpearía con fuerza el continente europeo a raíz de la quiebra de las arcas del Estado francés, nació a partir de un sangriento proceso de queja fiscal. Y sí, es cierto, los Estados Unidos estrenaron una Charta Magna elaborada desde el consenso político –toda una primicia en la civilización occidental–, pero no hay que olvidar que llegaron a esa Charta Magna desde la insumisión a la injusticia, desde la rebelión contra los abusos fiscales, desde el grito de «abajo la tiranía, viva la libertad».

Notas

{1} Benjamin Franklin en su Carta a Jean Baptiste Le Roy (13-X-1789) decía textualmente: «in this world nothing can be said to be certain, except death and taxes». David Hume, De la libertad civil, en David Hume (1753-1754), Ensayos políticos, Tecnos, Madrid 1994, pág. 72.

{2} Comentemos a modo de anécdota que si la teorización de Luis de Molina se sitúa a finales del XVI, exactamente en 1597, James Pennington publicaría su trabajo a principios de 1826 y bajo el título On the Private Banking Stablishments of the Metropolis, ensayo que apareció como apéndice en el libro de Thomas Tooke A letter to Lord Grenville; On the Effects Ascribed to the Resumption of Cash Payments on the Value of the Currency, John Murray, Londres, 1826. Para apreciar las teorías de Luis de Molina, léase su obra La teoría del justo precio, Editora Nacional, Madrid 1981. Si desea acercarse a la vida de este intelectual léase www.filosofia.org/ave/001/a154.htm y filosofia.org/enc/eui/e351464.htm. Finalmente, para un análisis de la Teoría bancaria de la Escuela de Salamanca recomendamos el interesante artículo histórico de Jesús Huerta de Soto.

{3} El nieto, por linaje materno, de los Reyes Católicos había obtenido del emperador Maximiliano, abuelo por linaje paterno, el derecho a ser investido imperator. Carlos I de España y V de Alemania conseguiría, con tan solo 19 años, ser proclamado Rey de reyes el 28 de junio del año 1519.

{4} Carta del emperador Carlos a su esposa, la emperatriz Isabel, escrita en Mantua el 5 de febrero de 1530. Puede leerse en su integridad en José Mª Jover, Carlos V y los españoles, Rialp, Madrid 1963, págs. 90 y ss.

{5} Carta de Mme. de Sévigné citada por Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1840), Alianza Editorial, Madrid 2002, vol. II, IIIª parte, cap. I, pág. 211-2.

{6} Alexis de Tocqueville (1835), La democracia en América, o. cit., vol. I, Iª parte, cap. II, págs. 70-71.

 

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