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El Catoblepas, número 71, enero 2008
  El Catoblepasnúmero 71 • enero 2008 • página 16
Artículos

Hermes en China

Pedro Insua Rodríguez

El proyecto español de «arraigar en la China» durante el siglo XVI

«[Zeus] envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad» (Platón, Protágoras)

Jesuitas crucificados en Macao

El problema de China{1}

«Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma.» Con este lema parece ser que se refería Churchill a la China de Mao (aunque muchos dicen que con ella se refería, más bien, a la Rusia de Stalin). Sea como fuera el caso es que no es la primera vez que China aparece contemplada, desde las sociedades occidentales, como una sociedad opaca, enigmática, misteriosa…

Precisamente en el contexto de las relaciones (políticas, comerciales, misioneras …) entabladas con el «Imperio Celeste» durante el siglo XVI por parte de los Imperios ibéricos, en plena expansión después de haber suscrito el Tratado de Tordesillas, China es vista por los viajeros y expedicionarios occidentales (misioneros, soldados, comerciantes, diplomáticos) de un modo muy parecido a como la caracterizó Churchill en el siglo XX.

China se mantiene deliberadamente cerrada en sus vínculos de comunicación con el exterior, tal es la observación más común, casi tópica, de aquellos que consiguen penetrar en ella. «Están tan cerradas las puertas de China que no se ve manera cómo poderse entrar con ellos», así de explícito y contundente se muestra el primer Visitador jesuita enviado a China{2}. La misma idea será repetida, poco más tarde, por Martín Ignacio de Loyola en el Itinerario recogido por González de Mendoza: «porque huyen [los chinos] con mucho cuidado que las demás naciones no sepan sus cosas secretas y manera de gobierno y de vivir»{3}. Idea que aún se mantiene en el siglo XVII:

«Porque como este Reyno queda tan remoto, i puso siempre singular estudio en huir la comunicacion estraña, guardando sus cosas para si con tal cautela, que parece guardarlas hasta de si propio, vengo anotar, que dèl se sabe acà fuera, solamente aquello que como por resultancia se dexa caer mal dirigido en las faldas de Cantam, que es la parte a que deste Imperio han llegado los Portugueses. Desta suerte se quedò lo màs interior reservado, o para los Naturales que lo saben zelar, o para quien por descubrirlo con mejor motivo, casi como olvidado de su propia Naturaleza, de su lengua, de su trage, de sus costumbres, se acomoda a naturalizarse allà.»{4}

Estas observaciones insisten pues en la idea del deliberado aislacionismo chino como norma que preside sus relaciones con las sociedades de su entorno, poniendo así de manifiesto las dificultades que existen desde las sociedades políticas occidentales, que durante el siglo XVI arriban a su contorno, no solo para penetrar en su interior (y comunicar con ella), sino también para salir una vez dentro (según expresa perspicazmente Álvaro Semmedo{5}).

Unas sociedades políticas por otra parte, España y Portugal, cuya situación en el siglo XVI, en contraste con la china, es precisamente la del pleno expansionismo imperial.

El imperialismo católico y la esfera, frente al «centro» chino

En efecto, determinada por una teología política (cristiana), de marcado carácter proselitista («enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», Mt. 28,19), la norma que preside las relaciones de España y Portugal con las sociedades con las que, en su expansión, entran en contacto, tiene, en principio, un sentido bien distinto al del aislacionismo, pues la norma imperial católica{6} procura (aunque veremos que Portugal, con la institucionalización del Estado Oriental, se desviará de tal tendencia normativa para adquirir otra) no solo la comunicación con esas sociedades sino también su transformación, tratando de implantar en ellas la «ley evangélica» (sobre todo frente a la islámica) con todo lo que ello implica.

Y es que una vez consumada la tarea «reconquistadora» peninsular, y teniendo como fin al que dirigir sus planes a «todas las gentes», tanto España (Castilla, que tenía, para empezar, que ocuparse de la «gente musulmana» de Granada{7}) como Portugal emprenden tareas políticas imperialistas de alcance ya efectivamente «global» (en contraste con los imperios antiguos), por las que la lucha contra el Islam no se agota en su expulsión «ibérica», sino que, desbordando esos límites peninsulares, se trata ahora para derrotarlo por completo de «burlarlo esféricamente», buscando su retaguardia.

En efecto, la toma de Granada, tan celebrada en Italia{8}, venía a representar una gran victoria pero parcial sobre el Islam, cuya expansión, tras la caída de Constantinopla en manos del Turco (1453){9}, es prácticamente imparable: Italia, y por tanto Roma, corazón de la cristiandad católica (fracasados los intentos de unión con la Iglesia oriental), es amenazada por la Sublime Puerta al hacerse esta con el control de Mediterráneo Oriental (y lo será durante todo el siglo XVI hasta 1571 en Lepanto{10}, mismo año, por cierto, de la fundación de Manila{11}). Así, en tal contexto, las vías atlánticas ofrecidas por la «teoría esférica», por las que se van a derramar los Imperios ibéricos hacia el Sur (africano) y hacia el Poniente, aparecieron a los Reyes Católicos y al Rey de Portugal como modos geoestratégicos de burlar al Turco, buscando, además, una posible alianza con los (supuestos) reinos cristianos orientales (mito nestoriano del Preste Juan, etc…){12}.

Colón lo expresará con toda claridad en su diario:

«y Vuestras Altezas, como cathólicos cristianos y prínçipes amadores de la sancta fe cristiana y acreçentadores d´ella y enemigos de la secta de Mahoma y de todas las idolatrías y heregías, pensaron de enviarme a mí, Cristóval Colón, a las dichas partidas de India para ver los dichos prínçipes y los pueblos y las tierras y la disposición d´ellas y de todo, y la manera que se pudieran tener para la conversión d´ellas a nuestra sancta fe, y ordenaron que yo no fuese por tierra al Oriente, por donde se acostumbra andar, salvo por el camino de Occidente, por donde hasta oy no sabemos por cierta fe que aya passado nadie.»{13}

Es decir, las empresas de las sociedades políticas ibéricas se van a proyectar ahora, contando con ella, sobre la propia esfericidad del globo, que, repartido hemiesféricamente en Tordesillas, tendrá que ser recorrido (y por tanto medido y cartografiado{14}) para llevar a efecto, bien por la vía del Índico (doblando el cabo de Buena Esperanza –Bartolomé Díaz en 1488 y lográndose la Volta desde la India por Vasco de Gama en 1498–), bien por la ruta de Poniente (intransitada hasta el momento –non plus ultra–), la consumación «ecuménica» de tales empresas y distribuir así la ley evangélica por todo el orbe, tratando que la totalidad del género humano que lo habita, tal es el plan (según figura en las Bulas alejandrinas dadas tan sólo dos meses después del regreso de Colón de su primer viaje), quede efectivamente sujeta a esta ley. Ya no se justifica pues la expansión imperialista (anti-islámica) como mera restauración de la «pérdida de España»{15}.

Resultado de ello, en particular de la vía seguida por España, es en efecto el descubrimiento y constitución (organización política, económica, geográfica, administrativa, eclesial …) del continente americano («Nuevo Mundo», no contemplado de hecho en los cálculos), así como la posterior apertura por Magallanes de la vía «pacífica» entre Nueva España y la Especiería, que venía a completar el recorrido «esférico», tomando contacto, por fin, navegando hacia el Occidente, con la India, el Cathay y las Indias orientales (en donde, y según lo previsto, de nuevo volvía a aparecer «el moro»{16}).

La circunnavegación llevada a cabo por Elcano resulta pues decisiva, en la consumación del proyecto, como primera constatación práctica de la «teoría esférica» acerca del mundo. Una teoría que, desde Eratóstenes, Posidonio, Ptolomeo… venía rodando hasta Colón, siendo determinante en el desarrollo del imperialismo español desde los Reyes Católicos, y que ahora, con la expedición de Elcano, quedaba definitivamente probada: el globo (con los ajustes necesarios) pasa de estar en los libros, como posibilidad «filosófica», a estar en la realidad, en cuanto que, por primera vez, los pies de un hombre la recorrió:

«¿Quién dirá que la nao Victoria, digna, cierto, de perpetua memoria, no ganó la victoria y triunfo de la redondez del mundo, y no menos de aquel tan vano vacío, y caos infinito que ponían los otros filósofos debajo de la tierra, pues dio vuelta al mundo, y rodeó la inmensidad del gran océano? ¿A quién no le parecerá que con este hecho mostró, que toda la grandeza de la tierra, por mayor que se pinte, está sujeta a los pies de un hombre, pues la pudo medir?» (José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, cap. II.){17}

La expedición de Elcano representa así un hito decisivo para la «Historia Universal»: cierra el campo de la geografía terrestre, definiendo los límites sobre los que se puede desplegar el expansionismo imperial, pero abriendo, a su vez, múltiples rutas virtuales que invitan a su recorrido real, pues la esfera, si bien está definida y conmensurada por el hombre, no está aún saturada en su superficie (se hace evidente, por la propia consistencia de la esfera, que existen partes suyas con las que aún no se ha entrado en comunicación).

De este modo, por la propia lógica expansionista católica, que busca «globalizar» la «Santa Fe», los límites del imperio son continuamente desbordados, rectificados con su dilatación, siendo así que los límites del imperio español, sobre todo cuando la determinación de la «raya» de Tordesillas se vea difuminada (aunque no completamente borrada) con la anexión de Portugal en 1580 (Cortes de Tomar en 1581), terminarán por identificarse (o confundirse) con «los límites del mundo» en su conceptuación esférica:

«Por esta reputación e imperio tan extendido, es el rey don Felipe nuestro señor el mayor monarca que ha habido jamás entre cristianos; […] los límites de su imperio son los límites del mundo; y juntando con su grandeza a Oriente con Poniente y al polo Ártico con el Antártico o el Norte con el Sur, enviando sus poderosas armadas y estandarte real a Angola, Congo, Monotapa, Guinea, Etiopía, Sino Arábigo, Sino Pérsico, a la Florida, Santo Domingo, Cuba, Méjico, Perú, Goa, Malachas, islas de Luzón o Filipinas, China y Japón, rodeando el universo sin embarazos ni estorbos.»{18}

El lema de Felipe II, «non sufficit orbis» ilustrado con una esfera y un caballo al trote, acuñado en la misma línea del plus ultra carolino y aún superándolo, habla sin duda de la conciencia que de ello tenían los monarcas españoles{19}.

Por su parte, sin embargo, el Imperio chino, bajo la dinastía Ming (que sucede en el siglo XIV a la Yuan, de origen mongol), en fuerte contraste con esta escala «global» a la que tienden los imperios ibéricos, procura como sociedad política justamente reforzar sus límites, cerrándose sobre ellos, de tal modo que no sean desbordados (desde fuera, pero tampoco de dentro a fuera), buscando así la autosuficiencia sobre unos vecinos a los que, en cualquier caso, despreciaban al considerarlos como «barbarie», cerrando los nexos de comunicación política (no tanto comercial) con ellos. Una situación esta, de cancelación y confinamiento sobre la propia frontera, en cierto modo atávica en China (lo que Ortega llamó justamente «tibetanización»), pero que, inspirada en la ideología confuciana oficial, se hace todavía más profunda bajo la dinastía Ming{20}, quedando ya desde el siglo XV neutralizado todo proyecto expedicionario de largo recorrido sobre el exterior (tras los viajes del eunuco Zheng He, que por otra parte era musulmán, las expediciones navales chinas cesan abruptamente{21}).

Consecuencia, además, de este repliegue es la propia consideración china acerca de las sociedades occidentales de las que, a través de los expedicionarios europeos, tienen los chinos noticia: derivada de esa perspectiva comarcal, periférica, acerca de las sociedades vecinas, portugueses y castellanos (los «castillas») aparecen confundidos por las autoridades chinas con las sociedades del entorno, asimilándolos en su tratamiento a pueblos del área, y teniendo, por tanto, una concepción completamente nebulosa sobre su procedencia real.{22}

Sea como fuera, es este fuerte contraste (imperialismo aislacionista / imperialismo expansionista) lo que va a determinar que las relaciones entre el «Imperio del Centro» y los «Imperios católicos» (καθολικός –kath` holós–, esto es, que tienden al «todo») sean, no coyuntural, sino estructural, esencialmente, problemáticas durante el siglo XVI.

Y es que desde esa concepción esférica del mundo, como componente institucional de la «civilización ibérica» (Oliveira Martins) que hace posible su propagación por el orbe, China (re)aparecerá en el horizonte de los imperios ibéricos (y no al revés) viéndose envuelta, «sorprendida» en su centralidad, por la política esférica practicada por el imperialismo católico que, ahora ya de un modo consistente y sistemático (a diferencia del medioevo), puede arribar a las costas chinas de manera recurrente, tanto por el Este como por el Oeste{23}. Un envolvimiento al que China, en cualquier caso, va a resistir, profundizando en su propio aislamiento, siendo así que las relaciones con China por parte de los Imperios católicos se fijarán ya secularmente{24} pero en precario, quedando su «descubrimiento» diferido en buena medida hasta la actualidad («un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma»).

Portugal y España ante la China

Un envolvimiento que tiene lugar, además, en el contexto de la rivalidad hispano-lusa por la «carrera de la Especiería» («el Maluco») –lo que aún favorece más el aislamiento chino–, disputa que surge, derivada de la circunnavegación de Elcano, al tratar de determinar en el Extremo oriente el meridiano opuesto a la línea de Tordesillas{25}.

En efecto, tras el éxito de la circunnavegación de Elcano y la apertura de una vía castellana de conexión «pacífica» entre Nueva España y el Maluco, aparecerán los problemas de determinación del «antimeridiano»(en Tordesillas no se menciona tal extremo), que, después de intensas discusiones en la Junta de Elvás-Badajoz (1524), y en un ambiente propicio producido por la boda entre Carlos I e Isabel de Portugal (en 1526, base para las posteriores aspiraciones de Felipe II al trono portugués), se resolverán con la firma del Tratado de Zaragoza (1529).

Precisamente al ser una vía, la determinada por la expedición de Magallanes, tan solo de ida, pues tras numerosas expediciones (Loaysa, Saavedra) no se pudo fijar un derrotero de vuelta desde el Maluco a Nueva España («vuelta del Poniente»), se produce el desistimiento castellano sobre las Molucas (el «empeño» de Zaragoza) favorable en principio a Portugal (puesto que no es un compromiso, el que sugiere la fórmula retro vendendo bajo la que se firmó el acuerdo, completamente cerrado y bloqueado){26}.

Sin embargo, y tras 20 años de inactividad después del rotundo fracaso de la expedición de Villalobos (1542-1544), el éxito de la fijación del «tornaviaje» por parte de Urdaneta (descubrimiento de la corriente de Kuro-Shivo) lleva a reabrir de nuevo la cuestión del antimeridiano, resolviéndose esta vez por parte castellana con el asentamiento y descubrimiento español de Filipinas (1564) y la fundación de Manila (1571) por Legazpi, una fundación que, ahora sí, tiene ya mucho que ver, como tendremos ocasión de ver, con la presencia cercana de China.{27}

Ahora bien, la presencia castellana en el Extremo Oriente, a pesar de su precariedad relativa (pues, con todo, hay que tener siempre en cuenta que durará hasta 1898, siendo Filipinas el único país católico de Asia –y siendo el español allí considerado constitucionalmente como lengua oficial hasta 1976–), tiene un sentido diferente a la presencia portuguesa (cosa que no dejaron de advertir las autoridades chinas).

Y es que, mientras que Portugal, en su desarrollo imperial (aunque siempre concebido como «Reino»){28}, se va a ceñir, en parte por su propia debilidad interna, a la formación de factorías en los contornos de las regiones africanas y asiáticas con las que entra en contacto (por otra parte ya conocidas por «los antiguos», aunque fuera oscuramente), y así lo hará en China con la fundación de Macao (1555){29}, Castilla (más poderosa, no sólo demográficamente, y titular además del Imperio{30}) va a penetrar y formar réplicas de la propia España (o de partes suyas) en las Indias americanas (Nueva España, La Española, Castilla de Oro, Nueva Granada, Nueva Galicia…), de tal modo que, en sus contactos con China, estabilizados a partir de la expedición Urdaneta-Legazpi, la perspectiva castellana ante la China, impulsada por el ejemplo americano, va a ser muy distinta a la portuguesa.{31}

Unas diferencias, muchas veces pasadas por alto, o confundidas deliberadamente, pero que terminan por reaparecer, con más o menos claridad, en buena parte de la historiografía.

Así, por ejemplo, Demetrio Ramos{32} contempla estas diferencias distinguiendo, sobre una clasificación de tipos de imperialismo que comporta géneros y especies, entre el género de colonización de posición, que correspondería a la portuguesa, frente al género de colonización de arraigamiento, al que pertenecería la española. Un arraigamiento español, además, que se establece, como tendencia más frecuente según Ramos, bajo la especie de la asociación con la población indígena, lo que implica su conservación y transformación, pero nunca su aniquilación, produciendo, entre otras cosas, el mestizaje actualmente tan característico y extendido de la América hispana (que no se encuentra ni en Norteamérica, ni en el Brasil actuales){33}.

Ricardo Levene, por tomar otra referencia, aún va más allá, y demuestra, en su libro de título elocuente, Las Indias no eran Colonias, lo inadecuado de alinear indistintamente, bajo el epígrafe de colonización, la actividad política de los Imperios, cuando el español no es, stricto sensu, «colonialista». Es decir, España, en sus vínculos con las sociedades sobre las que impera, no establece una relación asimétrica colonia/metrópoli, privilegiando a esta sobre aquella, sino que hay, o por lo menos se busca, una continuidad (simetría) legislativa (administrativa, judicial, lingüística…) por la que, en efecto, las Indias «ni eran colonias», ni nunca se concibieron como tales, sino, más bien, como partes integrantes de la Monarquía{34} (es decir, España, fuera de la península, sigue siendo España), que precisamente llegaban a serlo (partiendo de una situación asimétrica determinada por la condición etnológica, subdesarrollada en la que se encontraban las sociedades indígenas) por la resimetrización practicada sobre las Indias por la acción imperial, «elevando» a las sociedades indígenas a una condición de igualdad con la sociedad titular del Imperio a la que se incorporaban (Castilla).

En definitiva, sea como fuera como son contempladas sus diferencias{35}, estas tienen lugar, no porque al «genio» español le de, no se sabe cómo, por practicar la filantropía, ausente por lo visto en otras naciones (lejos está de nosotros el maniqueísmo, desde el que para combatir la leyenda negra se inventa una rosa), sino porque, por razones estrictamente histórico-materialistas (en donde no cabe ninguna clase de «genialidad» espiritualista), es España, y no Portugal, la que tiene que afrontar y tratar políticamente con la novedad antropológica derivada de la nueva reconfiguración del mundo producida con la «navegación hacia Poniente»: esto es, la «humanidad americana» que, no conocida por los antiguos en su concepción tripartita del mundo{36}, va a quedar completamente transformada, y no aniquilada insistimos, por el imperialismo hispano, cuya justificación va a residir precisamente en dar forma civilizada a esa materia indígena con la que se encuentra. Una materia que por su novedad y densidad, y analizada desde determinada corriente teológico-política, va a influir, a su vez, decisivamente en el desarrollo de la forma imperial española en un sentido muy diferente al portugués. Una materia, además, que, como veremos, tampoco se concibe, desde la consideración española, ni como amorfa ni como homogénea, sino formada antropológicamente y socialmente heterogénea, contemplando en este sentido a la «materia indígena« china de un modo muy distinto a la «materia indígena« americana.

Así pues este contraste entre el imperialismo portugués y el español, derivado del hecho americano (el Portugal americano –Brasil– no representa en el siglo XVI más que una serie de escalas en la ruta de las Indias orientales así como una reserva de madera del brasil{37}), es lo que va a marcar ulteriormente, mutatis mutandis, su distinto enfoque sobre China y el Extremo Oriente en general.

Y es que la conquista de Filipinas y fundación de Manila busca, como podremos demostrar, el paralelismo en Asia de la conquista de América (Nueva España y Perú), llevada a cabo desde las Antillas, conquista que, en este sentido, servirá de canon geoestratégico, ausente entre los portugueses, para la penetración, por arraigamiento, en Asia: las Antillas sirvieron, por así decir, de plataforma para entrar en el continente americano, del mismo modo que las Filipinas (en concreto Manila) representarán «una pica en Asia» para, precisamente, entrar en comunicación con China (La Coruña estaba pensada como sede de la Casa de la Especiería, homóloga a la Casa de Contratación sevillana).

La «lucha española por la justicia» en el Extremo Oriente

Porque, en efecto, en torno a Filipinas y China se va a plantear de nuevo, como sucedió con las Indias occidentales, la cuestión relativa a la legitimidad de los títulos que justifican la presencia (soberana o no) de los españoles en el Extremo Oriente, y esto (lo que Hanke ha llamado «lucha española por la justicia«), lejos se ser una cuestión meramente super-estructural (así la consideran muchos), va a ser, por la sistematicidad y recurrencia del planteamiento, esencial en la configuración de los fines, planes y programas de acción del Imperio español en Asia, como lo fueron en América, tanto para explicar su presencia allí, como para evaluar las causas de su relativo fracaso (en contraste, siempre, con el éxito americano).

Una cuestión, de nuevo es necesario subrayarlo una vez más{38}, cuyo alcance no tiene parangón en el desarrollo de otros imperios{39}, resultando del propio planteamiento, así como, sobre todo, de las resoluciones tomadas al respecto, una forma imperial muy singular cuyo papel en la «historia universal» ha sido muchas veces eclipsado, cuando no tendenciosamente trastocado («leyenda negra»). Y es que algo tan positivo (tan poco «superestructural») como es la Legislación de Indias (que regula las actividades desarrolladas en las provincias y virreinatos españoles, y que no tiene homólogo en otros imperios coetáneos) es producto de las resoluciones dadas a esta cuestión, una legislación que presupone, obviamente, toda la organización institucional fundada en América, réplica de la castellana, y que canaliza dichas actividades buscando esa resimetrización, por «elevación», de la que hemos hablado.

Y es aquí, pues, en donde hay que situar las diferencias entre el imperialismo portugués (sobre el cual después se superpondrá el holandés y a continuación el inglés, siguiendo su modelo) y el imperialismo español, poniéndose además de manifiesto sus diferencias ya desde el principio (que explicaría las desavenencias producidas entre Colón y los Reyes católicos{40}).

En efecto, la presencia española en las Indias occidentales, precisamente por su condición imperial, se justifica a través de la defensa de un canon antropológico según el cual el «género humano» aparece degradado, o en camino de su degeneración («destruición«), si no está regido por formas rectas de organización política. Rectitud política, tutelada por España, que tiene como condición necesaria el cumplimiento de la «ley natural», que paradójicamente no es general en toda la humanidad, pues existen formas tan degradas de organización social e institucional que, aún reconocidas como antropológicas, mantienen a los hombres en condiciones realmente «infrahumanas» (bestiales, zoológicas). El imperialismo español justifica su actividad, ahora ya a escala «global», precisamente como liberación de todos los hombres de tal condición (pudiendo incluso hacer la guerra, «título de civilización», a aquellos que persistan en tal condición y se resistan a su liberación), distribuyendo (al igual que el Hermes del mito de Prometeo en su versión platónica) las virtudes políticas entre todos ellos, buscando así que «todas las gentes» estén en condiciones con el tutelaje español, y en aras de su salvación, de recibir el mensaje neotestamentario. Se trata pues de restaurar (restablecer) la «dignidad» antropológica de «todos los hombres» (en cuanto que todos tienen en común su procedencia adánica), para poder de este modo ser invitados (nunca obligados) a escuchar la «buena nueva» (que algunos hombres ni siquiera conocen) y librarse así, al cumplir con la ley evangélica, de la herencia de los «primeros padres»: esto es, el «pecado original» (la perspectiva imperial española supone así necesariamente el monogenismo{41} como doctrina antropológica).

En esta tesitura teológico-política, elaborada a colación de la «humanidad americana» y que nosotros analizaremos con más detalle, aparece ante España la «humanidad china»: ¿qué resoluciones se toman al respecto?, ¿en qué condición, según el juicio de los distintos magistrados y autoridades españolas, se hayan los chinos (social, cultural, política, institucionalmente) en relación a la civilización en tanto que praeparatio evangelica? ¿Es allí necesario el tutelaje español? ¿Puede tolerarse, desde tal perspectiva, el aislamiento chino o sus formas de organización política?

Y es que, en efecto, además del aislacionismo, otra característica va a aparecer asociada a la sociedad china según la perspectiva de los expedicionarios y frailes que toman contacto con ella durante el siglo XVI. Una característica, que va a resultar todo un descubrimiento, y que tiene que ver directamente con su forma, calificada como despótica, de organización política: «Dizen ser tierra pobladisima y tan avasallados que pasando por alguna calle qualquier governador todos los dela calle aun mucho antes que llegue se arriman a las paredes y le hazen gran humiliaçion y nadie le habla sino es de rodillas y los ojos bajos», refiere el cosmógrafo agustino, y personalidad de extraordinaria relevancia, Martín de Rada.

Un despotismo en efecto inaudito, desconocido hasta ese momento por las sociedades occidentales, y que va ser aquí por primera vez conceptualizado: es el, llamado posteriormente, despotismo oriental.

Así, tal como subraya Wittfogel al introducir su «teoría hidráulica» sobre el origen de la autoridad despótica oriental,

«cuando en los siglos XVI y XVII, a consecuencia de la revolución comercial e industrial, Europa extendió su comercio y poderío político hasta los más alejados rincones de la tierra, muchos viajeros y sabios occidentales hicieron un descubrimiento intelectual comparable al de las grandes hazañas geográficas de la época. Al contemplar las civilizaciones del Oriente Próximo, India y China, vieron en todas ellas una combinación de características institucionales que no habían existido en la antigüedad clásica ni en el medioevo ni en la Europa moderna. Los economistas clásicos conceptualizaron este descubrimiento designando a dichas civilizaciones con el nombre de sociedad «Oriental» o «Asiática». El denominador común de las distintas sociedades orientales se revelaba de un modo conspicuo en la fuerza despótica de su autoridad política. Por supuesto, en Europa no eran desconocidos los gobiernos tiránicos: la ascensión de la égida capitalista coincidió con la aparición de los estados absolutistas. Pero los observadores dotados de sentido crítico vieron que el absolutismo oriental era en última instancia más completo y opresivo que su contrapartida occidental. Para ellos el despotismo «oriental» ofrecía la forma más dura de poder total.»{42}

Será precisamente esta «condición» en la que se encuentra la humanidad china, según es descrita por los primeros expedicionarios españoles, lo que justifique allí la presencia imperial hispana, tratando con su acción de aliviar, si acaso de disolver, esta forma de autoridad despótica.

La empresa de China

Así la «empresa de China»{43}, que surge en este contexto, no es un capricho de la iniciativa individual, determinada por la ambición, voluntad de poder … etc, de determinadas personalidades que se empeñaron en ella, sino que semejante empresa viene derivada de la propia lógica expansionista global (católica) por la que se constituye el imperio español desde su origen, y que choca con un Imperio, el chino, muy desarrollado («son gentes de gran policía», según la opinión común de muchos expedicionarios) en contraste con las sociedades americanas precolombinas, pero que va a representar, por su aislamiento y cierre despótico, un verdadero desafío para el proyecto «hermético» español («[Zeus] envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad»).

En efecto, España, una vez asentada en Manila, que se originará, insistimos, como plataforma en vistas a ello, tratará de «arraigar en la China» procurando la implantación allí de la «ley evangélica». Una ley por la que se introduce un canon antropológico completamente incompatible con el modo de vida servil chino, genuflexo ante la autoridad despótica.

En el seno pues de la corte de Felipe II, entre 1571 y 1588, se ofrecerán distintos proyectos para penetrar en China. Proyectos que, en todo caso, se distinguen según los distintos análisis acerca de esa «condición» en la que se encuentra la «humanidad china»: unos proyectos de penetración en China contemplan el uso de las armas, otros no, siendo partidarios del modo pacífico (el «único modo» de Las Casas)…, pero en todo caso, todos buscan aliviar el peso del yugo despótico de la forma de organización política china a través de la implantación allí de la ley evangélica.

La anexión de Portugal (lo que Braudel llama el «viraje del siglo»{44}), que también por cierto requerirá una justificación como empresa imperial{45}, facilitará aparentemente esta iniciativa…

El proyecto, o mejor, los proyectos, y a pesar de su relativa discreción, tienen incluso cierto eco popular (no es algo que permanezca en los arcana imperii)…

«Pues en Japón y en la China
se espera otro nuevo estado
con que para siempre sea
el nombre de Dios loado;
y así nuestro Rey invicto
quiere estar siempre ocupado
en sembrar por todo el orbe
el Evangelio sagrado,
y con este santo celo
todo lo tiene allanado.
No se ha visto mayor rey
en lo presente y pasado.»{46}

Pues bien, no se conseguirá: ninguno de los proyectos arraigamiento en China se consumará con éxito. El desastre de la Invencible (1588), en su intento de combatir a la cismática y cesaropapista Inglaterra, abortará la puesta en marcha de cualquier proyecto en tal sentido. La posterior expansión del imperialismo holandés (las naves de Cornelius Houtmann doblan el cabo de Buena Esperanza en 1596 de ida, y vuelven en 1598{47}), superponiéndose al estado oriental portugués, a la sazón eslabón débil del Imperio español{48}, obstaculizará y, a la postre, impedirá cualquier reanudación de la empresa (sobre todo porque tras Holanda viene Inglaterra …).

La «empresa de China» pues no se volverá a intentar. Pero las consecuencias serán mutuamente problemáticas para el «Imperio del Centro» y para el «Imperio en el que no se pone el Sol»: España no gana la «esfera», pero China perderá el «centro».

Notas

{1} Este artículo se corresponde, adaptado para El Catoblepas, con la Introducción de nuestro trabajo «Hermes en China. El proyecto español de «arraigar en la China» durante el siglo XVI», trabajo que valió la obtención de la Suficiencia Investigadora por la Universidad de Córdoba (2007) dentro del programa de doctorado «El Pacífico español» dirigido por el profesor Antonio García Abásolo.

{2} Valignano, Historia del principio y progresso de la C. de Jesús en las Indias Orientales (1542-1564), ed. del P. J. Wicki, Roma 1944, pág. 255

{3} González de Mendoza, Historia del Gran Reyno de la China, obra publicada en 1585 y que incorpora, como tercera parte suya, el Itinerario de Martín Ignacio de Loyola, pág. 161. El sobrino nieto, franciscano por cierto, del fundador de la Compañía de Jesús, fue el primer hombre que dio dos veces la vuelta al Globo, una en un sentido (Este-Oeste) y la otra en el otro sentido (Oeste-Este).

{4} Imperio de la China, i cultura evangélica en él , por los religiosos de la Compañia de Jesus. Escriviolo el Padre Alvaro Semmedo, de la propia Compañia. Primera parte, Que contiene lo General del Reyno, i de sus Provincias, en sitio, i calidades. Introducion.

{5} ¿Se referirá con ello irónicamente a Mateo Ricci?

{6} Jonathan D. Spence, en El Gran Continente del Kan (ed. Aguilar), llama a este período, en el que las relaciones occidentales con China están dominadas por España y Portugal, como «siglo católico».

{7} En Granada se prefiguran (en las posturas de Cisneros/Talavera ante el moro) buena parte de los problemas que después se plantearán en América en relación a la conversión del infiel a la fe católica, apareciendo aquí una de las principales razones de diferenciación entre el imperialismo español, que tuvo que vérselas con la conversión de la población granadina, y el portugués.

{8} v. B. Croce, España en la vida italiana, pág. 91.

{9} v. Steven Runciman, La caída de Constantinopla, ed. Austral.

{10} v. J. Dumont, Lepanto, la historia oculta, Ed. Encuentro.

{11} Manila se fundó por Legazpi en junio, Lepanto fue en octubre; según Melchor Dávalos (juez de la Audiencia de Manila) algunos «moros» vencidos en Lepanto se refugiaron después en Filipinas.

{12} «Por consiguiente, y de acuerdo con la idea última, las empresas perseguían un fin defensivo: la lucha contra el Islam agresor, para lo cual se pretendía encontrar un apoyo en los reinos cristianos de los confines del mundo y llegar a una acción conjunta» (Demetrio Ramos, Historia y colonización española en América, Ediciones Pegaso, pág. 13).

{13} Diario del primer Viaje (1492-1493), en Cristóbal Colón, Los cuatro viajes. Testamento. Alianza editorial, pág. 44. Sobre el mesianismo de Colón ver Hernando Colón, Historia del Almirante, en el Cap. I la significación que extrae su hijo del nombre de Cristo-bal Colombus y su asimilación al mesías pero del Nuevo Mundo. Ver Milhou, Colón y su mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanita español, Valladolid 1983.

{14} v. A. von Humboldt, Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, Madrid 1914; v. Rey Pastor, La ciencia y la técnica en el descubrimiento de América, ed. Austral, pp. 76-107; v. Horacio Capel, «América en el nacimiento de la geografía moderna», Revista Anthropos, abril 1994, págs. 42 y ss.

{15} Para todo este asunto ver Bueno, España frente a Europa.

{16} ver en Pigafetta la referencia al criado traidor, llevado como intérprete por Magallanes, que, tras atravesar el Pacífico, entendía el lenguaje malayo.

{17} Para un análisis a fondo del significado «histórico universal», esto es, filosófico, del Descubrimiento de América y la vuelta de Elcano (elaborado principalmente frente a la idea relativista cultural de «encuentro») ver Gustavo Bueno, «La teoría de la esfera y el descubrimiento de América», El Basilisco, nº 1 (sept-oct. de 1989), pág. 3 y ss. Allí podemos leer: «El concepto práctico de la esfericidad de la Tierra, que había abierto teóricamente la posibilidad del descubrimiento de América, se realizó, de modo ejercido, de la única manera posible, es decir, llevándolo a cabo operatoriamente, por Juan Sebastián Elcano, y de ello fueron plenamente conscientes quienes inspiraron la leyenda que figuró en el globo que Carlos V le dio como cimera: «Primum circumdedisti me». La circunnavegación de Elcano no es, según esto, una mera verificación o aplicación práctica de un concepto teórico: es la realización misma en la forma de un «descubrimiento neutro» del concepto teórico, su transformación de concepto posible en concepto real. Elcano realizó el concepto que Eratóstenes había sugerido: mostró la realidad de lo posible, y por tanto lo ratificó retrospectivamente como posible. A nuestro juicio, hay que atribuir a esta circunstancia un alcance mucho mayor, para la Historia de la Ciencia, del que suele otorgársele: Pues el descubrimiento de América y la circunnavegación de la Tierra ofrecieron la primera gran prueba de la función que corresponde a la teoría pura, cuando es verdadera, en el gobierno de nuestra praxis y en el dominio de nuestro mundo entorno»

{18} Pedro de Rivadeneyra, S. J., Exhortación para los soldados y capitanes que van a esta jornada de Inglaterra, en nombre de su Capitán General, BAC, pág. 1339.

{19} v. G. Parker, La gran estrategia de Felipe II, Ed. Alianza, págs. 31-45.

{20} «Durante la dinasta mongol de los Yuan que precedió a la dinasta Ming las élites gobernantes mongoles habían impuesto a las élites chinas cultas la imitación de sus costumbres, de sus usos y de su habla. Esto provocó en la segunda mitad del siglo XIV, con la restauración del poder de la cultura de la etnia mayoritaria han en la dinasta Ming una reacción de afirmación y de prevención contra las influencias exteriores. El mundo chino se convirtió en un mundo agudamente sinocéntrico, impermeable a las culturas con la que contactaba y capaz tan solo de relacionarse con la alteridad desde una posición de centralidad y de superioridad jerarquizada. […] El sinocentrismo se encuentra presente desde los primeros momentos en los albores preimperiales e incluso pre-estatales de esta civilización en el núcleo mismo de la cosmovisión china, identificando en una posición de centralidad y superioridad a la cultura da la etnia han frente a las culturas bárbaras y periféricas. La doble dimensión espacial y de etnicidad del complejo conceptual del sinocentrismo se concreta en la distinción entre los chinos, los huaxia instalados en el centro del orden cósmico y en una posición de irreconciliable superioridad respecto a los bárbaros, los yifan exteriores al imperio y faltos de toda civilización.La persistencia subyacente de la atávica concepción del imperio chino como tianxia como «todo lo que hay bajo el cielo», como la única civilización existente, capaz de ejercer su influjo ordenador y beneficioso incluso más allá de sus vastos confines, sobre una lejana periferia sin civilizar, a través de un sistema de interacciones con el exterior basado en el reconocimiento de esta radical superioridad china marca la radical diferencia entre eurocentrismo y sinocentrismo. Mientras el imperialismo europeo es expansivo por definición, el imperialismo chino es aislacionista y defensivo. El objetivo a perseguir por el sino centrismo no es acrecentar el área de influencia sino preservar la clara distinción entre lo superior y lo inferior, entre lo exterior y lo interior»» (M. Ollé, Etnocentrismos en contacto: perfiles ideológicos de las interacciones sino-ibéricas durante la segunda mitad del XVI, Revista HMiC-2006, http://seneca.uab.es/hmic).

{21} v. Gavin Menzies, 1421, el año en que China descubrió el mundo, ed. Grijalbo, 2003. Así, González de Mendoza podrá decir, en el último tercio del XVI, que los chinos son «muy temerosos del mar y hombres que no están acostumbrados a engolfarse» (González de Mendoza, Historia del Gran Reino de China, pág. 231).

{22} «A primera vista es difícil comprender la naturaleza del muy especial estatuto del que gozan los portugueses en China. La realidad es que no se los ubica bien y nunca se los identifica con alguno de los reinos occidentales localizados en las fuentes chinas de los últimos años de los Ming (Dongxiyang kao, Ming shilu), sino que se los designa habitualmente con el nombre de folangii, sin duda alguna transcripción del término frangí con el que se conocía a los cristianos en el Próximo Oriente musulmán. Pero los chinos también aplican este término genérico de folangji a los españoles, que llegaron más tarde, hacia 1565, en el archipiélago de las Filipinas. Las autoridades chinas no ignoran en absoluto que estos recién llegados pertenecen a otra «nación», que vienen de América, y que siguen una política de conquistas territoriales muy diferente de la implantación portuguesa, aun cuando ambos reinos se fusionan en 1580. La clave de esta aparente «confusión» es, sin duda, la no asignación de los folangji a un «reino» claramente identificable, ya que los chinos no conocen la geografía de Europa hasta que no les transmiten los mapas jesuitas a comienzos del siglo XVII. Para ellos, los folangji sólo están relacionados con Malacca –país que produce numerosos elefantes y rinocerontes–» (Michel Cartier, «La visión china de los extranjeros: reflexiones sobre la formación de un pensamiento antropológico», Revista española del Pacífico, nº 8, 1998.)

{23} Así, insistimos, el franciscano Fray Martín Ignacio de Loyola pudo recorrer ambas vías, en un sentido y en otro.

{24} v. P. Chaunu, Les Philippines et le Pacifique des Ibériques (XVI, XVII, XVIII siècles), 1960.

{25} ver Lourdes Díaz-Trechuelo, «El Tratado de Tordesillas y su proyección en el Pacífico», Revista española del Pacífico, nº 4, 1994; v. Antonio Romeu de Armas, El Tratado de Tordesillas, Ed. Mapfre, 1992.; ver también el Corpus Documental del Tratado de Tordesillas, Ed. Sociedad V Centenario del Tratado de Tordesillas, 1994.

{26} En realidad es más bien Portugal el que cede, pues al comprar los derechos españoles sobre las Molucas, tácitamente los está reconociendo. En cualquier caso, ni Filipinas ni China aparecen en el Tratado de Zaragoza (nada se dice en él de China y sí de la India, por ejemplo) no guardando en principio ninguna relación con el «empeño de Zaragoza», aunque por supuesto ambas se viesen directa, aunque virtualmente, afectadas por la «raya» que fija los límites de acción mutua y posesión entre España y Portugal en el Extremo oriente. En todo caso las preocupaciones «europeas» de la política carolina (Cisma protestante, enfrentamiento con Francia y victoria de Pavía, Liga Clementina contra el Emperador y Saco de Roma…), en el momento de mayor intensidad de la oleada Turca (los Balcanes con Hungría –Mohacs– y el Mediterráneo Oriental –Rodas, Chipre, Malta– están ya perdidos, Italia –aceifas en Otranto– y Viena amenazadas), y todo ello en vísperas de su coronación en Bolonia como «Emperador de los Romanos» (1530), contribuyen indudablemente a este desistimiento castellano.

{27} Para una visión general, pero precisa, de la carrera de la Especiería y la rivalidad en la misma entre España y Portugal ver García Abásolo, La Carrera de la Especiería y el asentamiento español en el Extremo Oriente, 1997. Para una relación pormenorizada del desarrollo del asentamiento español y portugués en el Extremo Oriente ver Nogueira Roque de Oliveira, A construção do conhecimento europeu sobre a China (Tesis doctoral, 2003, UAB, dirigida por Horacio Capel), en especial el cap. 6 de la parte I.

{28} Para un análisis pormenorizado de la estructura del «Estado Oriental» portugués ver Nogueira Roque de Oliveira, op. cit., I, cap. 3 titulado O Estado Português da India: estructura e momentos, en donde se define el imperio portugués como una especie de talasocracia, muy diferente del Imperio español «más tradicionalmente europeo» (por «territorial»), dice Nogueira Roque.

{29} Que no adquiere el título de «Ciudad» hasta 1586, ver Rui Manuel Loureiro, «Los portugueses en la ruta de la China (viajes, comercio y literatura en el siglo XVI)», Revista española del Pacífico, nº 8, 1998.

{30} «Dejo esto para otra ocasión, y paso a los Estados de Castilla, cabeza y principio del imperio español, que ya he dicho a Vuestra Majestad que los divido en cuatro, con los cuales me parece que proceda de esta manera» (Álamos de Barrientos, Discurso político al rey Felipe III al comienzo de su reinado, 1585).

{31} Estas diferencias no dejaron de ser, desde luego, advertidas por los propios responsables de la actividad misionera sobre el Extremo Oriente. Así el agustino Francisco Manrique escribe al Rey en carta fechada en 1588, irritado y quejoso por la política estéril, pero además anticastellana (a pesar de la unión), llevada a cabo por los portugueses en Macao, subrayando que lo único que les interesa allí es comerciar, poniendo Manrique por ello en cuestión la soberanía portuguesa en la zona: «No puedo llevar a paciencia que estos portugueses digan que esta tierra era del Rey de Portugal, no habiendo más razón de la que ella quieren decir, porque no tienen aquí un palmo de tierra ganada, ni hacen más de venir a negociar y irse, como se hace en Berbería» (apud. Isacio Rodríguez, Historia de la Provincia Agustiniana del Ssmo. Nombre de Jesús de Filipinas, págs. 319-334, Manila 1981.)

{32} v. Demetrio Ramos, Historia de la colonización española en América, Ed. Pegaso, págs. 1-7.

{33} ver, en este sentido, el impresionante prólogo de Gregorio Marañón a la obra de José Pérez de Barradas, Los mestizos de América, Ed. Espasa-Calpe, 1948.

{34} R. Levene, Las indias no eran colonias, Espasa-Calpe, 1951. Levene incluso hizo una declaración en 1948 en la Academia de la Historia de Argentina en la que proponía la supresión del concepto de «período colonial» en referencia al período de la historia argentina anterior a su emancipación (v. págs. 153-156).

{35} Más adelante precisaremos estas diferencias, según nosotros las concebimos, a través de la distinción entre Imperialismo generador/ imperialismo depredador, tal como ha sido elaborada por Gustavo Bueno.

{36} «Mas ya podemos decir que a la buena dicha de nuestros siglos le cupo alcanzar aquellas dos grandes maravillas es, a saber, navegarse el mar océano con gran facilidad y gozar los hombres en la tórrida zona de lindísimo temple, cosas que nunca los antiguos se pudieron persuadir» (José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, Cap. X). Ver, a continuación, el estudio de Acosta acerca de la imposibilidad por parte de los antiguos, que negaban a los antípodas, del conocimiento de los habitantes de lo que Plinio llamaba zona «Tórrida».

{37} Precisamente la constitución de Brasil como colonia portuguesa, así como su extensión y desarrollo a partir del XVIII, va a depender de las sucesivas fijaciones del antimeridiano. La constitución de la provincia española de Filipinas y su conservación va a repercutir, al otro lado del mundo, y a la larga, en la posibilidad del desarrollo del Brasil portugués (ver Lourdes Díaz-Trechuelo, «El Tratado de Tordesillas y su proyección en el Pacífico», Revista española del Pacífico, nº 4, 1994).

{38} Ver Pedro Insua, «Quiasmo sobre Salamanca y el Nuevo Mundo», El Catoblepas.

{39} J. Elliot, que en su último libro Imperios del Mundo Atlántico (Taurus, 2006) busca las analogías entre la actividad imperial de España e Inglaterra (forzando muchas veces su paralelismo y olvidando que «semejanza no es identidad»), ve aquí, en efecto, una diferencia insalvable entre ambos, diciendo por ejemplo, con ocasión de la Controversia de Valladolid, que «con todo, tanto la convocatoria de la discusión de Valladolid como la legislación que siguió a continuación constituyen un testimonio del compromiso de la corona por garantizar la ‘justicia’ para sus poblaciones de súbditos indígenas, un empeño para el que no es fácil encontrar paralelos por su constancia y vigor en la historia de otros imperios» (págs. 130-131).

{40} Así lo dice Morales Padrón: «Colón había iniciado la colonización según el modelo portugués, como una factoría monopolística. El Almirante, vendedor de sueños, inaugura las relaciones comerciales entre Europa y América. Colón, lazo entre la colonización medieval italiana y la moderna, estaba impulsado por un tremendo afán de lucro, que le lleva a planear un negocio con la esclavitud indígena, rápidamente rechazado por la Reina Isabel. […] En la mente colombina, el plan era fundar factorías, especie de fortalezas, servidas por huestes asalariadas, para explotar el mundo americano monopolísticamente. Pero no era esto lo que la hueste deseaba, anhelante de alcanzar la posesión señorial de la tierra, y menos era lo que pensaba la Corona, enemiga de ambos puntos de vista» (Morales Padrón, América Hispana, hasta la creación de las nuevas naciones, en Historia de España, 14, ed. Gredos, págs. 187-188.)

{41} ver S. J. Gould, La falsa medida del hombre, ed. Bosch, págs. 23 y ss. El racismo «wasp», practicado y consolidado en Norteamérica, deriva, fundamentalmente, de posiciones poligenistas.

{42} K. Wittfogel, Despotismo Oriental, Ed. Guadarrama, pág. 19.

{43} ver Manel Ollé, La Empresa de China, de la Armada Invencible al Galeón de Manila, ed. Acantilado, 2002.

{44} ver El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, t. II, pág. 703 y ss.

{45} ver Alonso de Ercilla, La Araucana, Canto XXXVII. Para todo el despliegue diplomático y bélico desarrollado por la Corte de Felipe II en relación a la anexión de Portugal, que justifica Ercilla en dicho canto, ver Luciano Pereña, Teoría de la Guerra en Francisco Suárez. Precisamente Francisco Suárez explicaba en 1584 y en el Colegio Romano, ante un público internacional, el tratado de la Guerra a colación de la anexión de Portugal pero también teniendo presente la empresa de China (ver Estudio Preliminar de Luciano Pereña Vicente, en Suárez, Guerra, Intervención y Paz Internacional, ed. Austral, pág. 11).

{46} Romance anónimo de la «Extensión de los dominios españoles en tiempos de Felipe II, y esperanzas de adquirir nuevos estados», Biblioteca de Autores Españoles, t. XVII, p. 569; apud. Ricardo del Arco Garay, La Idea de Imperio en la Política y Literatura españolas, Espasa, 1944, pág. 223.

{47} v. Braudel, Op. cit., tomo I, pág. 301, (ver también tomo I, pág. 830 y ss.) en donde Braudel afirma la tesis (que repite en otras ocasiones) según la cual la decadencia española no tanto empieza con el «desastre de la Invencible», sino a partir de esta expedición holandesa.

{48} Amboina es capturada por los holandeses en 1605, Batavia se funda en 1619. Hasta la tregua de los Doce Años (1609-1621), y aún durante ésta, en los mares orientales hubo una permanente hostilidad con los holandeses. La ruptura de la tregua fue especialmente trágica para las factorías portuguesas, sobre todo desde que en 1615 fue derrotada una escuadra española, que asentó definitivamente a los holandeses en las Molucas (tras varios intentos españoles por recuperarlas). En 1624 arrojaban a los portugueses de Formosa (que los españoles igualmente intentaron recuperar sin lograrlo), y todo el control sobre Insulindia lo consiguieron cuando Van Diemen se apoderó de Malaca (12 de enero de 1641). Hasta la paz de Westfalia pues, el hostigamiento de la piratería holandesa sobre Filipinas es constante (la obra de Hugo Grocio se dedica, en parte, a justificar tal depredación siguiendo el canon vitoriano de los «justos títulos»).

 

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