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El Catoblepas, número 75, mayo 2008
  El Catoblepasnúmero 75 • mayo 2008 • página 19
Comentarios

España y las revoluciones europeas de 1848

Fernando Álvarez Balbuena

Una visión de la Historia 160 años después

La época romántica, nacida del sturm und drang y de la segunda ilustración{1}, supuso un cambio profundo en el pensamiento político, social y filosófico, cuya proyección fue tan poderosa como revolucionaria, hasta el punto de acabar con el antiguo régimen. Fue una ruptura con los viejos esquemas neoclásicos, con la rigidez académica y con el encorsetamiento de una mesura que establecía pautas de comportamiento poco flexibles en todos los campos de la vida. Su reflejo en el arte, especialmente en la literatura y en tantas otras manifestaciones sociales, ha sido exhaustivamente estudiado, comentado y divulgado, habiendo tenido, como sucede en todos los aspectos de la vida, en todos los procesos históricos y en todas las corrientes de opinión, ardientes defensores y profundos críticos, fustigadores estos de un movimiento que pretendía hacer real lo irreal y, a veces, hasta lo irracional y lo absurdo.

Victor Hugo decía, no sin cierta exageración, que: El romanticismo no es sino el liberalismo en literatura. En esta línea estaba la pléyade de los románticos españoles, tales como Espronceda, Becquer, Zorrilla y, sobre todo, Mariano José de Larra, el escritor romántico español más influyente en política a través de sus excelentes artículos periodísticos.{2} Sin embargo otros, como Mesonero Romanos, ridiculizaban el movimiento romántico y se burlaban de sus exageraciones, con versos de este tenor:

No puedes figurarte amigo Próspero
Cuánto me place el género dramático,
En especial si el drama es de los hórridos
Que docta multitud llama románticos...

A pesar de todas las profundas exageraciones imaginativas de los cultivadores del romanticismo, los héroes románticos y los sentimientos que sus acciones despertaron en la sociedad de su tiempo fueron tan fuertes y tan persistentes que han prevalecido y han llegado hasta hoy estando aún vigentes, literariamente, en muy buena medida. Todavía suscitan entusiasmos populares las docenas de versiones reestructuradas y adaptadas para el cine o para el teatro musical de novelones tales como Los miserables o El Conde de Montecristo, que continúan contando con el fervor de un público numeroso casi después de doscientos años. Algunas editoriales todavía encuentran rentable hacer adaptaciones de las obras de Dumas o de Hugo en versiones para adolescentes, sin contar el arte lírico cuyos libretos se inspiraron en los dramas románticos los cuales, por el amor al bel canto, cada vez más en auge en nuestra época, son perfectamente conocidos de todos los aficionados a la ópera. El propio estilo teatral de finales de siglo, con escritores como V. Sardou, autor del drama La Tosca, (llevada a la ópera por Puccini), está dentro del modelo que comentamos, y que luego se llamó posromántico, pero que era simplemente una prolongación del propio romanticismo, aún vivo hasta las primeras décadas del siglo XX.

Pero así como la literatura romántica llegó a España con relativa prontitud, debido al notable influjo francés, causa de las que aquí no trataremos, y tuvo brillantes receptores y continuadores de la escuela, la literatura política de la época no sufrió igual suerte. Saint Simón, Fourier, Babeuf, Marechal, Owen o Buonarroti y, menos aún Marx, no fueron dados a conocer en España, o al menos sus teorizaciones no causaron impacto en nuestra sociedad. En Cataluña algún visionario como Narcis Monturiol, que pretendió hacer navegar un submarino a pedales, llamado el Ictíneo, publicó un artículo-manifiesto titulado: Soy comunista, el cual estaba imbuido de un idealismo utópico, entre paternalismo cristiano y cierto vago panteísmo muy peculiar. También hemos de mencionar a algo más de una media docena de visionarios entusiastas que acompañaron a Cabet en su viaje a Icaria, donde les aguardaban la desilusión y el desastre. Fuera de esto las ideas libertarias nacidas en Francia o las industrialistas inglesas, tardaron mucho en recepcionarse, pues aunque algunos liberales, emigrados por causa de la dura represión de Fernando VII contra los constitucionalistas de Cádiz, las dieron a conocer a su regreso, es claro que tuvieron un eco muy limitado y restringido al círculo de una minoría elitista.

Así pues las consecuencias políticas del pensamiento romántico que desencadenaron en Europa unas revoluciones tanto liberales como también socialistas, alejadas ya del ideal burgués que se implantó con el triunfo y el asentamiento de la revolución de 1789, no llegaron a España, o si llegaron fue muy difusamente y, por lo tanto no hicieron mella en nuestro ya entonces anticuado sistema político. ¿Fue esto una suerte para el país o fue una desgracia?

Son muchas y variadas la razones de este extraño aislamiento{3}. Es cierto que la línea pirenaica ha sido un frontera inexpugnable muchas veces para el paso de las gentes y de las ideas. Nuestra idiosincrasia la ha favorecido de muy diversas maneras. Un ejemplo: El primer ferrocarril peninsular, precisamente inaugurado en 1848, que unía las ciudades de Barcelona y Mataró, se realizó en un ancho de vía diferente al europeo. ¿Por qué? Pues por la mera razón de que había que impedir cualquier facilidad para una hipotética invasión francesa. Si Francia quería volver a invadirnos, como ya lo había hecho en dos ocasiones recientes, tendría que transportar sus bagajes militares a lomos de caballerías, hurtándole la posibilidad de usar un medio de transporte más ágil y preparado para soportar mayores tonelajes.

Francia no nos volvió a invadir, pero la miopía política de nuestros gobernantes propició un nuevo motivo de aislamiento que aún hoy nos impide un tráfico ágil de mercancías y viajeros en la Europa Unida de la que, a la carrera y también con notable retraso, conseguimos llegar a formar parte.

Parece claro pues que el ancho de vía intelectual igualmente debe de ser tenido en cuenta{4} al hacer el estudio del retraso político que España sufrió en los siglos XIX y XX y que el estudio del nulo impacto de las revoluciones del 48 en nuestra patria es sin duda causa, o una de las causas, de dicho retraso y que no es ocioso investigar las razones por las que los movimientos socialdemócratas o libertarios (no olvidemos que 1848 es el año del Manifiesto Comunista) se vieron reprimidos de raíz y si dicha represión representó un verdadero retraso o si las ideas conservadoras que equiparaban la revolución con el desorden se legitimaron o no se legitimaron con el paso del tiempo.

Es cierto, no obstante, que el huracán del 48 europeo tuvo sus reflejos, aunque pálidos, en Madrid en Sevilla y también en Cádiz, donde la represión del gobierno moderado de Narváez llevó al paredón de fusilamiento a algunas docenas de revolucionarios entusiastas. Quizás sucesos similares se produjeron en algún otro punto más del que aún no hemos encontrado testimonio escrito y que tenemos pendiente de investigar, pero es lo cierto que no fueron recogidos por la historia oficial de España como conexos con el movimiento europeo. Solo hemos encontrado vagas referencias a la actitud del embajador británico Bulwer, partidario de la revolución liberal del 48 continental, (aunque no para Inglaterra). Narváez acabó expulsándole de España con protesta formal ante el gobierno de Lord Palmerston por la intolerable injerencia de su embajador en nuestros asuntos internos. Fuera de este suceso, los historiadores no paran mientes en las escasas revueltas del 48 español, considerándolas como uno más de los muchos pronunciamientos que tuvieron lugar a lo largo de nuestro conflictivo siglo XIX, sin hacer mención de la especial ideología subyacente que pudiera haber motivado aquellos hechos.

El grandilocuente poeta Nuñez de Arce, enemigo de cualquier espíritu revolucionario, decía por aquel entonces:

No es la revolución raudal de plata
Que fertiliza la extendida vega.
Es sorda inundación que se desata
Y tormentoso légamo que ciega...

Es verdad que el Ejército español del siglo XIX, en su mayoría, simpatizaba con la causa liberal. Varios generales, entre los cuales sobresalieron Riego primero y Espartero y Prim después, eran sus paladines y estaban ansiosos de conseguir el poder imbuidos de unas ideas políticas que se decían progresistas, aunque no estaban excesivamente bien definidas o, al menos, tenían una definición bastante distinta a la del contexto europeo de la época. Sus esperanzas de derrocar al sistema implantado les hacía ser eternos aspirantes a la alternancia. Las ambiciones del partido llamado progresista se centraban en una impaciente esperanza de que las cosas cambiaran a su favor. Se expresaban en los términos: “ojalá que esto cambie” por lo que se les denominaba como la hojalatería y eran partícipes de cuantas sociedades secretas (las versiones carbonarias ibéricas) florecían por doquier, desde los masones,(autollamados hijos de la luz e hijos de la viuda) en cuyas logias abundaban los militares, hasta los comuneros y otras de menor entidad.

El general Narváez, líder del llamado partido moderado o moderantismo, como peyorativamente se le nombraba, y que se había hecho con el poder, no era precisamente nada que, ni de lejos, se pareciese a un liberal. Su criterio político era de un rígido conservadurismo, quizás mayor que el de Burke, y a pesar de tener a todo el carlismo a su derecha (una derecha verdaderamente cerril) y de ser un hábil manipulador de voluntades, así como de poseer cierta magnanimidad política, no podría ser etiquetado de progresista, tampoco de centrista ni, manos aún de demócrata, pero la distinción entre demócratas y liberales en el año 1848 dista años luz de lo que hoy entendemos como tal bajo esas rúbricas y no es cuestión de aclarar aquí y ahora estos conceptos. Por otra parte sí conviene hacer mención de que progresistas, liberales y conservadores en nuestro siglo XIX, tenían mucho más en común de lo que se pueda pensar a primera vista, sobre todo si los comparamos con la literalidad de dichos conceptos en el día de hoy.

Nuestras hipótesis para encuadrar la impermeabilidad de España a las corrientes de pensamiento europeas, serán las siguientes:

• La barrera que el propio Narvaez opuso a la penetración de las ideas libertarias.

• Estas ideas no eran un conjunto orgánico y doctrinal, al estilo de los socialistas franceses Babeuf, Proudhon, Fourier, Saint Simón, Cabet, del inglés Orwell o del propio Marx. Los escasos prerrevolucionarios cuarentayochistas españoles, tenían un ideario bastante confuso y desorganizado. Eran más proclives a la conspiración y al pronunciamiento militar, clásicos de nuestra patria, que a la instauración de una revolución social que cambiara las viejas estructuras conservadoras, subsistentes aún, del antiguo régimen.

• La ausencia, consecuentemente, de unos sólidos fundamentos teóricos sobre los que edificar una auténtica revolución política y social.

• El escaso ambiente existente en la sociedad española para que dichas ideas y teorías fructificasen en una España rural y básicamente agrícola.

• La revolución industrial que no llegó a España hasta cincuenta o sesenta años más tarde, por lo que sin un tejido industrial, propicio a las concentraciones obreras, prácticamente imprescindibles para el desarrollo de las ideologías socialistas y libertarias, malamente podría consolidarse una política revolucionaria.

• La preeminencia de la Iglesia Católica, poder y contrapoder del Estado.

• El escaso impacto social de la “célula política capitalina”, ya que fuera del reducido espacio de Madrid, la política tenía un interés muy limitado y estaba totalmente controlada por el caciquismo y por el poder prácticamente omnímodo de los gobernadores civiles, entonces llamados jefes políticos.

• El exceso de poder político de la corona que con el uso y el abuso de la prerrogativa regia, era hacedora y deshacedora de gobiernos, efímeros a veces por las circunstancias sociales y políticas, y también a veces por simples desavenencias caprichosas entre las camarillas palaciegas.

• El cariz reaccionario del socialismo católico de algunos políticos, ciertamente notables, como Donoso Cortés, pensador de muy sólidas ideas.

• El atraso y la aculturación de las clases populares y la falta de unos líderes capaces de crear una ilusión real de progreso, así como de diseminar información.

• Una mística de sacrificio fatalista, ínsita en la mentalidad de los estratos inferiores de la sociedad de la época, que por si sola merecería un estudio separado, y que soportaba con apatía una falta casi total de movilidad social ascendente.

• Finalmente, (pero tanto o más importante que las causas enumeradas hasta aquí) el problema dinástico que se estableció con la muerte de Fernando VII y que fue causa de tres guerras civiles (las guerras carlistas), que distrajeron la atención nacional y que propiciaron fuertes disensiones aún en el seno del propio ejército, por no hablar del surgimiento de los nacionalismos vasco y catalán, cuyas consecuencias nefastas llegan hasta nuestros días.

No menos importante es el talante del ejército español, sumamente politizado y protagonista de múltiples pronunciamientos, cuyo sentido revolucionario es el de la alternancia en el poder, pero sin base social ni ideológica consistente, actitud que no empieza a cambiar hasta veinte años más tarde con la revolución del 68, la Gloriosa, la cual lo único que logró fue el derrocamiento de una monarquía (tan gastada y corrompida que ya era por si misma inviable) para instaurar otra sin consistencia ni apoyo popular, pese al talante sinceramente liberal y constitucionalista de Amadeo I y, tras el breve y desastroso ensayo republicano y cantonalista, acabar restaurando, como siempre a golpe de cuartel, la misma monarquía de antes con los mismos defectos de antes pero corregidos y aumentados, aunque amparada por una nueva constitución que, en la letra, era muy progresista... Mientras tanto en las barricadas de París (1871) se combatía por ideales republicanos, democráticos, comunistas y libertarios, quizás confusos, pero con claros afanes de modernización social y política que en nada se asemejan a los que informan nuestra Gloriosa Revolución del ¡Viva España con honra!, liderada, claro está, por militares salvadores de la patria como Prim, Topete o Serrano.

No puede dejar de reconocerse que hay un intento real de renovación, modernización y cambio con la llegada al trono de Amadeo de Saboya, pero la experiencia se frustró, tanto por las causas de falta de arraigo que más arriba señalamos, cuanto por las típicas formas caciquiles y pasteleras de hacer política, saltándose la legalidad constitucional (una constante histórica en España) que hicieron inviable el arbitraje real y que trajeron el desastre cantonalista de la primera república, nacida paradójicamente de unas cortes mayoritariamente monárquicas, disueltas también posteriormente por el general Pavía, a cuartelazo limpio.

Conclusión: La revolución europea del 48 no tiene su correlato en España hasta la de 1934, casi cien años después, con la sedición fuertemente organizada de los partidos marxistas, básicamente socialistas y comunistas, junto con otras fuerzas de izquierda como los anarquistas, la esquerra catalana de Companys y las células fuertemente ideologizadas de las minas asturianas, que se alzaron contra la segunda república en un momento absurdamente inapropiado y mal calculado por los líderes revolucionarios. Pero fue tan potente su espíritu que diez y ocho meses más tarde, durante los que fueron continuos los incidentes políticos y los desórdenes sociales, aquella revolución frustrada encontró un caldo de cultivo tan adecuado que puede considerársela como un ensayo general de la subsiguiente guerra civil de 1936, pese a que los libros de historia y los más mesurados escritores políticos acusan tercamente a las derechas de instigadoras, realizadoras y culpables del alzamiento militar preparado por Mola{5}.

Es lo cierto, sin embargo, que la sociedad española había acumulado todos los odios, resentimientos, frustraciones, etc. etc. que desembocaron en una conflagración trágica y en casi cuatrocientas mil insensatas muertes{6}, en destrucciones salvajes y en una férrea dictadura restauradora del orden y por añadidura de los privilegios de las derechas, (lo que era natural, pues eran quienes podían apoyarla, aunque fuera solo por simple instinto de supervivencia). Pero, si no hubiera sido así, claramente se infiere de los documentos que recientemente ha desclasificado la ex Unión Soviética, así como de los archivos del propio Partido Socialista Obrero Español que ya se han hecho públicos y, sobre todo, dado el comportamiento adoptado por el bando mal llamado legal o republicano{7}, entregado en manos de los elementos extremistas, que hubiera acabado en otra dictadura, continuadora del desorden, a la que tanto temían hombres clarividentes como Unamuno: la del proletariado.

Todo ello ocurrió, como se deduce, porque España no sufrió a su tiempo la revolución de 1848, que hubiera sido la válvula de escape que hubiera drenado a su tiempo el enorme cúmulo de injusticias, resentimientos, odios e inestabilidades políticas. Es decir, que hubiera acercado a nuestra nación al contexto del sistema europeo de estados. Pero nos faltaba el ancho de vía y ocurrió lo peor: En vez de tener una revolución regida por las ideas liberales y románticas e incluso apoyada, como lo fue en Francia, por la Iglesia Católica, la tuvimos bajo la aculturación y el atraso y bajo las ideas de una frustrada revolución marxista mundial que intentó hacer revivir en España el terror soviético al que era proclive muy seriamente un numeroso ejército de pobres, miserables y desesperados, no solamente por la escasez de medios materiales sino también por una división irritante de status social que se traducía en el desprecio de los de arriba y en el odio de los de abajo. Todo ello cultivado a lo largo de casi cien años de hambre y atraso y capitalizado por un partido comunista de obediencia a la Rusia soviética,{8} la cual tuvo también su 48 en l917 y con la diferencia de que la revolución allí no se hizo por el pueblo sino más bien contra él,{9} como lo prueba la simple comparación de las ideas y los métodos de Plejanov y de Kerensky con las ideas y los métodos de Lenin, quien, como Kautsky, líder de la socialdemocracia alemana, decía “había sustituido la dictadura del proletariado por la dictadura del partido y, finalmente a esta por la dictadura del dirigente”, es decir, del propio Lenin, todo ello apoyado en un estado policial, represivo y tiránico muy alejado de los ideales socialdemócratas de Lasalle, Gramsci, Bernstein, los fabianos o el austromarxismo de Otto Bauer, que trataban sinceramente de buscar una tercera vía entre la social democracia y el comunismo.

Añadamos a todo ello el progreso de los medios de destrucción y el cambio del concepto de guerra. En el siglo XIX la guerra es algo limitado. Es, en las conocidas palabras de Clausewitz, la continuación de la política por otros medios. Ni siquiera las guerras napoleónicas que tuvieron en jaque a Europa durante más años que las dos guerras mundiales juntas, acosaron y destruyeron a la población civil de una manera tan brutal como a partir de 1914 en que se impone el concepto de guerra total de Ludendorff. Ya no se limita la violencia a las batallas en campo abierto o, como mucho, al sitio de las ciudades como Cádiz, Gerona o Zaragoza, cuyos bombardeos con la artillería de la época causan risa al compararlos con los arrasamientos de la aviación en el presente y sin hablar de otras armas más mortíferas y desoladoras. Las propias represalias sobre la población civil tomadas por las tropas napoleónicas a su entrada en las ciudades sitiadas, son, dentro de la gravedad que toda violencia supone, una mera caricatura de los crímenes de guerra que se sucedieron en las guerras del siglo XX. Ahora la destrucción del enemigo es absoluta...

Metáfora a modo de conclusión: cuando el sarampión, la tosferina y la varicela no se pasan en la infancia, se presentan con una gravedad y virulencia de tal magnitud que muchas veces han resultado mortales en la edad adulta...

Así cuando las ideas libertarias, socialistas y comunistas llegaron a España, habían refluido ya en la Europa del siglo XX, cuyo desarrollo político y social hacía inviable su instauración, porque aquellas naciones habían desarrollado defensas inmunológicas, tras las vacunas revolucionarias del 48.

Finalmente, un tanto al margen de nuestra tesis y como complemento de actualidad a cuanto queda escrito, no nos resistimos a hacer algún breve comentario: El rebrote comunista europeo nacido del Komintern y posteriormente alentado por la victoria aliada de 1945, así como la subsecuente sovietización de la Europa oriental, no fue debido a un renacimiento popular de las ideas revolucionarias de 1848 ni tampoco de las de la Comuna de París de 1871. Se debió a un acto de fuerza bélica de la Unión Soviética, a una imposición imperialista, aunque de signo anticapitalista, consecuencia de las complejas vicisitudes de la II Guerra Mundial. Nació de los nefastos acuerdos las conferencias de Teherán y de Yalta, en las que se efectuaron complicadas negociaciones, no se si ingenuas, culpables o timoratas, por parte de occidente, frente al oportunismo soviético. Este se autoproclamó vencedor del nazismo en una guerra que no hubiera ganado jamás, de no ser precisamente por la muy cuantiosa ayuda que recibió del capitalismo occidental. Así pues en modo alguno dicha sovietización, disfrazada de Repúblicas Democráticas Populares, fue una genuina revolución proletaria o libertaria nacional polaca, checa o húngara, por poner solo el ejemplo de tres países en los que el comunismo imperó por la fuerza bruta durante medio siglo. A lo largo de este período fueron muchas las pequeñas (y no tan pequeñas) revoluciones y sublevaciones anticomunistas populares de dichas naciones contra la potencia dominante, todas ellas trágicamente ahogadas en sangre y sin contemplaciones.

La pretendida fuerza de los partidos comunistas francés o italiano, tras la II Guerra Mundial, fue un pálido reflejo de su partisanismo bélico, magnificado por el cine y la propaganda, elevando a la categoría de héroes a los comunistas que participaron en la resistencia antialemana. Esto fue así, literalmente, como si en dicho movimiento no hubieran tomado también parte y muy activa por cierto, otras fuerzas políticas de centro y de derecha, pretendiendo hacer creer que la derecha simpatizaba toda ella con Petain y el Gobierno de Vichy en Francia o con el fascismo en Italia, mientras que solamente la izquierda era quien luchaba por la libertad. Por el contrario vemos como tras la guerra y pese a tan exhaustiva y pesada propaganda, los comunistas no fueron capaces de llegar al poder democráticamente ni siquiera de forma marginal, transitoria o coaligada, dentro de las democracias occidentales. A medida que pasó el tiempo los comunistas fueron diluyéndose y desacreditándose hasta su prácticamente total desaparición, sobre todo tras la caída del muro de Berlín, causa última de su dispersión, pero con anterioridad ya estaban heridos de muerte. Por lo que atañe a los partidos socialistas europeos, ninguno hizo profesión de fe marxista-leninista. Habían abandonado, primero a Lenin y posteriormente a Marx, con muy buen criterio, muchos años antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial y eran socialdemócratas puros. Incluso el PSOE español, tan marxista, prosoviético y revolucionario en los años 30, acabó, tras llegar brillantemente al poder en la España posfranquista, por arrumbar sus tesis marxistas (ya muy disminuidas) y su demagogia seudorrevolucionaria e integrarse en el juego político de la democracia liberal. En realidad no tenía otra opción si quería sobrevivir.

Ahora, sin embargo, ha llegado la hora apasionante de otras revoluciones, comerciales, tecnológicas, globalizadoras de la economía y de la cooperación internacional. La propaganda contraria a ellas es muy intensa. Se nos está machacando la conciencia, desde posiciones que difícilmente pueden esconder su marxismo nostálgico e inviable, con la redención del tercer mundo, cuyo atraso y precariedad se achacan a un despiadado mercantilismo occidental. La falacia de estas afirmaciones y la consecuente búsqueda de soluciones viables a la injusticia, la pobreza y el subdesarrollo, pasan por la revolución cultural y tecnológica. Pero difícilmente se pueden integrar culturas dispares sin graves tensiones sociopolíticas.

El camino de la manifestación violenta y de la protesta cerril contra el progreso tecnológico y comercial no son las vías más adecuadas para solucionar los problemas existentes. Otros estudios sociológicos y políticos distintos al nuestro abordan desde posiciones más equilibradas la valoración de las nuevas revoluciones y del beneficio global que puedan aportar a la humanidad.

Notas

{1} Voltaire con algunos de sus escritos y muy especialmente Cándido, puede ser –de hecho lo es– considerado como un precursor del nuevo movimiento. No en vano se dijo que Schiller, el gran poeta romántico, era “un ruiseñor alemán que había anidado en la peluca de Voltaire”

{2} La influencia del romanticismo alemán a través de Goete en Larra, es manifiesta y le propicia una autotragedia personal, al estilo del protagonista de Las desventuras del joven Werther, llegando al suicidio como consecuencia de unos amores desgraciados, algo poco comprensible en nuestra época.

{3} Eminentes profesores como J. P. Fusi, Palafox o Santos Juliá, defienden la teoría de la no diferenciación de la Historia de España con respecto al resto de Europa, sosteniendo que la modernización y el cambio se producen en nuestro país al igual que en los demás. No trataremos de contradecir este punto de vista –por lo demás cierto– sino simplemente sostener que en España las cosas ocurren, o al menos ocurrieron, con notable retraso y, precisamente por ello, con mayores costes sociales que en otras naciones europeas.

{4} Vid. Comentarios de Santiago Ramón y Cajal sobre nuestra barrera a las ideas y el desprecio de Europa.

{5} Ha de hacerse constar la actitud contraria a esta postura, sostenida por Salvador de Madariaga, republicano nada sospechoso, que manifestó en sus escritos que tras la revolución de octubre del 34, la izquierda se había deslegitimado para condenar el levantamiento militar de 1936.

{6} El número de muertos de la guerra civil española, 66 años después, aún no está claramente definido, por lo que la cifra expresada no es sino una más entre las muchas que se han propuesto, aunque esta nos parece más plausible que otras.

{7} Abundando en lo ya expresado, no debemos olvidar que cuando se habla del bando republicano cometemos una inexactitud de grueso calibre ya que el ahora peyorativo epíteto de rojo le cuadraba mucho mejor. Los propios revolucionarios del 34, se llamaban rojos a sí mismos. Sus propios himnos de guerra decía frases y estereotipos como: «La estrella roja venció al capital –y se tiñó con la sangre del zar.» Fueron pues socialistas y comunistas, marxistas ambos, quienes se sublevaron contra la legalidad republicana, tratando de instaurar en España una república soviética, en contra de la que ellos llamaban república burguesa, entonces gobernada por republicanos de centro y de derechas (Radicales y la CEDA)

{8} Hay que hacer notar que, pese a la escisión habida, ya en tiempos de Pablo Iglesias, entre comunistas y socialistas por la cuestión de la obediencia a la Rusia soviética, estos, liderados por Largo, que se hacía llamar el Lenin español, estuvieron como buenos marxistas al lado de los comunistas en todo el proceso revolucionario del 34 y, también lógicamente, en la posterior guerra del 36.

{9} Es de señalar, como curiosa coincidencia, que el ancho ferroviario ruso es el mismo que el de España, establecido allí por idénticas razones, es decir, para evitar las invasiones militares.

 

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