Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 80, octubre 2008
  El Catoblepasnúmero 80 • octubre 2008 • página 13
Artículos

Filomatía. Platón contra la Logse

José Sánchez Tortosa

Conferencia pronunciada en los
XIII Encuentros de Filosofía (Gijón, julio 2008)

«¿Y no es acaso lo mismo –proseguí– el ser amante de aprender [philomathés] y ser filósofo?»
Platón, República, 376b

«Si no existe la materia enseñada, ni el maestro, ni el discípulo, ni tampoco el método de enseñanza, es evidente que no existe ni la enseñanza ni nadie que la tenga a su cargo.»
Sexto Empírico, Adversus Mathematicos, libro I, 38-40

Como es sabido, en el año 399 a. C. se consuma la condena de Sócrates. El hecho marca, en el plano de la Historia política, el principio del fin del experimento democrático ateniense. Platón asiste al acontecimiento con menos de 30 años, lo que, junto a sus experiencias en Siracusa, contribuyen a explicar su huida de la política. A sus ojos, a diferencia seguramente de su maestro, tal revés supone la confirmación de la deriva irremediablemente demagógica que la polis había tomado. Mientras que Sócrates acepta la condena por encima incluso de la opción del destierro, incomprensible para un urbanita dialógico como él, y asume la ley como en cualquier otra circunstancia, por mucho que en este caso le afecte personalmente, Platón muestra una respuesta mucho más escéptica. Y, sin embargo, el provecho teórico que el episodio nos ofrece desborda el ámbito del análisis político y apunta a las bases de una racionalidad didáctica, sin perjuicio de las conexiones entre ambas esferas, que trataré de justificar.

La condena viene ejercida por dos instancias fundamentales que marcan el devenir crítico de una sociedad determinada. Esos dos polos son el enemigo que Sócrates afronta. La Atenas de finales del s. V a. C. está constituida por un foco de gravedad que procede del pasado mítico y que está cristalizado en los textos de los poetas antiguos, y por un impulso a la contra que surge como novedad a raíz de unas condiciones materiales que la propia democracia ateniense pone, y que podemos identificar por medio de la categoría convencional de sofistas.

La democracia ateniense tiene la cualidad de romper con la preeminencia de lo biológico en política, motivo por el cual puede ser llamada propiamente democracia por más que no lo sea en un sentido global y se quede en una democracia balbuciente, precaria, parcial, a duras penas ejercida como una milagrosa excepción en mitad de un mundo de tiranías sostenidas por las creencias ancestrales, esto es, por la cultura de cada pueblo. Es claro, por tanto, que la democracia nace de una sociedad esclavista. Pero afirmar que la democracia ateniense es una falsa democracia es una precipitación y, acaso, un juicio de valor. Más correcto sería hablar de protodemocracia e indicar que la democracia (y la filosofía, que van indisolublemente unidas en su nacimiento, y no por casualidad) sólo puede nacer en una sociedad en la que hay ciudadanos libres, esto es, liberados de la necesidad del trabajo manual para poder ejercitar el pensamiento. Del mismo modo, la democracia es, en Atenas, un invento de aristócratas o, si se prefiere, de ricos, en modo alguno de los esclavos o, si se prefiere, de los pobres. Del mismo modo, la libertad para todos e un invento de unos pocos hombres libres, y no de la masa de los esclavos.

En esa frágil rendija abierta a la libertad y a la palabra, el poder político se obtiene no por herencia o riqueza, sino por medio del discurso en el ágora, espacio vacío en el que la palabra adquiere relevancia, campo de batalla entre la tradición y la sofística, esos enemigos que, sin embargo, acaban aliándose contra un enemigo común. Lo que Sócrates representa en ese litigio es la esquirla que se clava en los dos contrincantes, la encarnación del verdadero peligro para cualquier poder: sea el autoritario tradicional o el relativista postmoderno avant la lettre.

Hasta Platón, la literatura es narración. Desde sus diálogos algo cambia: aparece la interrogación en la literatura. La mutación que se produce implica el tránsito de la creencia a la racionalidad o, para ser más precisos, la posibilidad siempre en peligro de abrir resquicios de racionalidad en mitad de desiertos de creencias. Cuando Borges caracteriza a la literatura moderna con la peculiaridad, que es casi un consejo para aprendices de escritor, de no demostrar una certeza absoluta sobre lo que se narra, sino sugerir la incertidumbre, no está sino reconociendo la deuda con Platón, sin el cual la literatura no es la misma. Al introducir la interrogación y la duda, se quiebra radicalmente el principio de autoridad{1} recogido en la transmisión oral y, después, en la escritura, y se establecen las condiciones de posibilidad del conocimiento y de la libertad. Esta ruptura con la tradición la podemos encontrar en la República, donde se consuma la expulsión de Homero y de los poetas de la politeía platónica como educadores (y cuanto mejores escritores con más razón, por ser más eficaces modulando la mente de los jóvenes).

«Estos versos y todos los que se les asemejan, rogaremos a Homero y los demás poetas que no se enfaden si los tachamos, no por considerarlos prosaicos o desagradables para los oídos de los más, sino pensando que, cuanto mayor sea su valor literario, tanto menos pueden escucharlos los niños o adultos que deban ser libres y temer más la esclavitud que la muerte.» Platón, República, 387b

Tanto la tradición como la sofística se sostienen sobre la base de una infantilización de la sociedad: los ciudadanos son tratados como niños. Los poetas se dirigen a ellos como a niños a los que asustar con cuentos (y ése es la educación tradicional){2}. Los sofistas, como a niños a los que adular o engatusar con promesas, apelando a los deseos, eludiendo la realidad (y ésa es la educación nueva). Este proceso de infantilización de la sociedad es el caldo de cultivo de lo que ha venido denominándose construcción de la subjetividad, fenómeno característico de las sociedades contemporáneas. Sócrates, por el contrario, los trata como a seres capaces de pensar y propone una formación no basada en el principio de autoridad ni en el relativismo absoluto. Esta extravagancia que no puede germinar más que en el ágora democrática es aplastada por esa alianza entre el dogmatismo ancestral de una verdad absoluta impermeable a la duda, a la interrogación, y el relativismo de moda para el que no hay verdad, sólo opiniones, producto, a su vez, de esas mismas condiciones democráticas que hacen posible a Sócrates y que hacen posible el contexto que acabará con él, por medio de la acusación de corruptor de menores.

Si esto es así, podemos arriesgar la hipótesis de que no hay profesor o docente en sentido propio (no antiguo ni postmoderno) hasta Sócrates o, al menos, hasta la sistematización teórica que Platón lleva a cabo a partir del personaje. Y, más aun. No es ya que Sócrates sea el primer profesor y antipedagogo, y lo sea por ejercitar a los demás en la razón por medio sólo de preguntas y, por tanto, en el descubrimiento por uno mismo de los conocimientos (tal es el sentido de la noción platónica de mnémê, ejemplarmente recogido en el experimento del esclavo de Menón) en lugar de introducir en las mentes de los jóvenes las verdades heredadas o la ilusión de que cualquier opinión es verdad pues todas lo son, grado cero del pensamiento. Es que es el primer profesor en tanto que filósofo. O, dicho de otro modo, no se puede ser profesor si no se es filósofo. Con más precisión: se es profesor cuando se ponen en marcha en uno mismo para que se pongan en el otro, los procedimientos racionales sin los cuales el pensamiento y el conocimiento son imposibles. Y a eso, en sentido genérico, el que alude al procedimiento mismo de la racionalidad humana y que como impulso anima todo conocimiento o proceso racional, no en sentido erudito o «universitario», pero sí académico, esto es platónico, llamamos filosofía. Enseñar no puede ser, en tal caso, otra cosa que la ejercitación conjunta en el intento por pulverizar cuanto impide el conocimiento: prejuicios, ideas confusas, tópicos, lugares comunes, dogmas ideológicos, &c. Como sostiene Pierre Bayle, con involuntaria lucidez, al definir la filosofía posicionándose frente a ella y comparándola con un ácido corrosivo que fulmina aquello que cae bajo su mirada analítica:

«Fuere como fuere, no hay nadie que, sirviéndose de la razón, no tenga necesidad de la existencia de Dios; pues, sin ella, es aquélla una guía que se extraía; y puede compararse a la Filosofía con unos polvos tan corrosivos que, tras haber consumido las carnes purulentas de una llaga, royeran la carne viva y corroyeran los huesos, horadándolos hasta los tuétanos. La Filosofía refuta, de entrada los errores; pero si no es detenida en ese punto, ataca a las verdades y, cuando se le deja actuar a su fantasía, va tan lejos que ya no sabe ni dónde está ni cómo detenerse.»{3}

Por ello, la enseñanza, a diferencia de otros saberes o artes, cuya sofisticación genera problemas que desbordan su propio campo teórico o técnico y pasan al campo del análisis filosófico, va indisolublemente unida a la filosofía, no como saber separado, sino como parte esencial de su naturaleza formal o procedimental.

Esto permite acaso sugerir una distinción esencial entre filomatía y adoctrinamiento. Propongo el término filomatía para este tipo de transmisión de conocimientos basado en los principios epistemológicos planteados por Platón (según el sentido que el autor griego otorga al término en la cita que encabeza este texto) a diferencia de cualquier otro tipo de transmisión de contenidos narrados en base a la autoridad del pasado o a la ilusoria espontaneidad libre del niño. Esta distinción sería una de las caras de la distinción esencial, según la terminología platónica, entre mnémê, que alude a la memoria formal, la que hace posible el conocimiento, aquella que, por racional, no puede venir de afuera, e hypómnêsis, que es simple recordatorio de cosas, memoria material. Al no venir de afuera, al surgir de la propia capacidad de conocer como ser racional, la filomatía implica la libertad, entendida como conocimiento, en sentido spinoziano{4}, y este es el caso del esclavo de Menón, al que la diagonal, hallada por sí mismo tras las pertinentes preguntas del docente (Sócrates), convierten en un ser igual a su dueño, Menón, ciudadano libre, independientemente de que jurídicamente no lo sea.

Cuando la pedagogía actual, sin embargo, habla de autoaprendizaje o de educación paidocéntrica, lo hace de forma puramente retórica, vacía, propagandística, ya que no proporciona los medios sin los que tal cosa es imposible, no propicia el esfuerzo individual del alumno ni defiende la labor del docente cuya misión es indispensable para que el alumno piense y aprenda por sí mismo, y omite sistemáticamente la disciplina y el rigor de la racionalidad dialógicas que hacen libre en aras de una espontaneidad, creatividad e imaginación{5} infantiloides que sólo pueden generar estupidez y servidumbre. Cabría hablar, por este motivo, de la falacia de la pedagogía moderna ya que se postula un autoaprendizaje sólo retórico o formal, no material. Esta pedagogía falsamente liberadora dinamita los mecanismos de la rebeldía, los controla –como en laboratorio, dentro de la escuela– antes de que puedan tener consistencia material y efecto real, es decir, se le mutila pedagógicamente al joven su condición de ciudadano sin tocar jurídica o políticamente sus derechos cívicos. Esta pedagogía que se presenta a sí misma como paidocéntrica no pone las bases para que le niño sea tratado como sujeto racional (operatorio) capaz de aprender por sí mismo sino como sujeto decisorio o elector con unas preocupaciones o intereses que deben prevalecer, considerando estos intereses como potencialidades y no como meras determinaciones y, por tanto, limitaciones{6}. O, lo que es lo mismo, tratarlos poniendo el énfasis en lo que de hecho tienen de esclavos y no en lo que de iure puede liberarlos: «Existe un acuerdo general sobre el hecho de que estos problemas se manifiestan especialmente en el ciclo superior de EGB, entre los cursos de 6º y 8º, donde se acentúan los programas sobrecargados de contenidos, poco aptos para favorecer la reflexión y la asimilación real de los conocimientos, y escasamente adaptados a las aptitudes y motivaciones de los alumnos de 11 a 14 años.» (Proyecto para la reforma de la enseñanza. Propuesta para debate, MEC, 1987, p. 10). Este proceso de infantilización paulatino se produce en un doble movimiento: 1. Tratar como «adultos» a los niños antes de que puedan serlo (escuela democrática, participativa, en la que eligen, educación «a la carta», &c.) al mismo tiempo que se alargan los periodos de enseñanza obligatoria, generando la ilusión de una libertad o madurez prematura, el modo más eficaz de infantilizar; 2. Tratar como «niños» a los adultos cuando no pueden serlo ya o cuando, gracias al primer movimiento, lo son aún, sin perjuicio de que por edad sean adultos: Estado paternalista.

Por eso, cuando los contenidos se suministran desde afuera, construyendo la subjetividad, no hay propiamente docencia, y este fenómeno se da tanto en la enseñanza autoritaria o dogmática como en la relativista. Forzando, tal vez, la analogía, digamos que, en España, se habría pasado de la enseñanza tradicional (la de los poetas en la Grecia Clásica, la educación franquista en España) a la enseñanza «nueva» (la de los sofistas, la del relativismo de la LOGSE). De hecho, puede detectarse un proceso de progresiva infantilización guiado por las sucesivas reformas que desde la del 57 hasta la del 90 pasando por la del 70 han ido ampliando en edad el periodo de estudios primarios y secundarios, es decir, obligatorios, y reduciendo el bachillerato, la etapa no obligatoria.

«Por el contrario, tenemos la impresión de que conforme iban cediendo en fuerza las potencias que primeramente imperaban sobre la vida, tales como la religión, los usos sociales y la «música», de que en Grecia formó siempre parte la poesía, la gran masa iba hurtándose cada vez más a la acción modeladora del espíritu y, en vez de beber en las fuentes más puras buscaba su expansión con sustitutos de baja calidad.» W. Jaeger, Paideia, libro III, I, pág. 387.

Una infantilización que, como ya hemos sugerido, está presente en los paradigmas educativos de la tradición y de la sofística.

Ante semejante fenómeno, cabe preguntarse por las relaciones entre Estado y educación:

«Por otra parte, los prejuicios que se adquieren en la educación doméstica son una consecuencia del orden natural de las sociedades, y el remedio está en una sabia instrucción que reparta las luces; en cambio, los prejuicios dados por el Poder público son una verdadera tiranía, un atentado contra una de las partes más preciosas de la libertad natural. (…) Es preciso, pues, que el Poder público se limite a regular la instrucción, abandonando a las familias el resto de la educación.» Condorcet, Escritos pedagógicos, 1ª Memoria sobre la instrucción pública

La alternativa podría establecerse, a su vez, en paralelo a las diferencias entre la escuela pitagórica y la academia platónica. En la primera se comparten no sólo conocimientos sino una misma forma de entender la vida y la política, razón por la que en ocasiones se habla de «secta» pitagórica. La academia, en cambio, era un espacio abierto a la discusión racional, para la que hacen falta varios seres racionales en relación dialógica, esto es, en igualdad material y no sólo formal o jurídica, lo cual sólo es posible si se descuentan las diferencias jerárquicas políticas o sociales poniéndolas entre paréntesis, como el lema de la Academia sugiere, ejercitándose en ese procedimiento basado en los principios epistemológicos de Platón, ya esbozados, sin que las convicciones morales o políticas de cada uno tuvieran ahí dentro relevancia alguna. Parecería que la academia platónica confía la formación de los ciudadanos a la estricta formación intelectual, que generaría individuos acostumbrados a pensar por sí mismos en el rigor de la teoría, en un alarde verdaderamente democrático, por no decir científico o racional, en expresión más genérica. Por su parte, los sofistas, los poetas y los inspiradores de la LOGSE (y, ahora mismo, de la LOE) desprecian el valor del conocimiento y postulan la necesidad de una educación en la que se confía en la naturaleza libre, curiosa y bondadosa del niño{7}, y lo intelectual es elemento secundario, parcial, reservado al parecer a una minoría o elite: No hay más que echar un vistazo a los documentos que inspiran la reforma del 90 para darse cuenta de que son constantes las alusiones a un supuesto «academicismo» que habría que corregir, pues siempre resulta «excesivo» (Proyecto para la reforma de la enseñanza, págs. 4, 21 y 23). Y no parece razonable dudar de que, en efecto, ha sido «corregido».

De modo que, al abrigo de una idealización moderada pero a la larga letal, teñida de un fuerte componente metafísico, de raíz vagamente rousseauniana (la confianza en la naturaleza por esencia dialogante o bondadosa del niño){8}, se expulsa de la escuela todo cuanto suene a autoridad, disciplina, rigor, requisitos indispensables para el conocimiento, que queda relegado a un segundo plano en una educación presuntamente libertaria, pues no conviene olvidar que una operación matemática pone al estudiante ante la obligación de resolverla únicamente con la razón, sin poder «elegir» entre varias opciones. Si el conocimiento obliga y la enseñanza es transmisión de conocimientos, en la enseñanza habrá que subordinar los conocimientos (las matemáticas) a la igualdad, la libertad y los afectos e intereses de cada alumno según esa variante postmoderna de la Teología que es la Pedagogía actual, por lo que se prefiere hablar de educación más que de enseñanza, sin revelar que esos intereses y afectos, en los primeros años de vida particularmente, son reflejo de las limitaciones y servidumbres de cada uno, y que esa aparente imposición que los números, las leyes de las ciencias o el rigor del concepto representan son la única posibilidad de auténtica libertad para todo ser racional.

Se consuma así, en consonancia con los tiempos y las modas mediáticas, una «educación basura». Una «educación idiota». ¿Por qué idiota?

Lo idiota (de idion, lo propio) es aquello de lo que está construido, tallado el yo, que nunca es individual, sino un conglomerado de referencias compartidas por un grupo, en las que los elementos atómicos se reconocen y de las que reciben entidad e identidad, por mucho que tal grupo pudiera llegar eventualmente a identificarse de facto con la totalidad de la humanidad, como en el mapa a escala 1:1 soñado por Borges. Lo común (lo político) sería aquella capacidad, facultad o posibilidad constitutiva del ser racional, lo común, por ello, a todo ser racional, lo común de iure por mucho que, por su naturaleza, sea lo excepcional de facto. Una política racional (sugerida por Platón en La República) sería la que conectaría a los ciudadanos por medio de su componente racional, común, no idiota. Para ello es indispensable alimentar esa racionalidad a través de una formación intelectual y técnica, no ideológica.

«Los griegos vieron por primera vez que la educación debe ser también un proceso de construcción consciente. (…) Sólo a este tipo de educación puede aplicarse propiamente la palabra formación, tal como la usó Platón por primera vez, en sentido metafórico, aplicándola a la acción educadora [pláttein]. (…) Dondequiera que en la historia reaparece esta idea, es una herencia de los griegos, y reaparece dondequiera que el espíritu humano abandona la idea de un adiestramiento según fines exteriores y reflexiona sobre la esencia propia de la educación.» W. Jaeger, Paideia, Introducción.

Pero ¿ha abandonado la especie humana alguna vez en su historia esa idea?

Por su parte, una política idiota sería la que formatea a los individuos, convenientemente infantilizados para que el resultado no corra peligro{9}, en base a unas creencias que el grupo comparte, o que se comparten en el interior de los distintos grupos, y lo hace gracias a una educación ideológica, a una tradición dogmática o a unos medios de comunicación dotados de la suficiente fuerza como para inocular opiniones y construir, así, conciencias, en una ciudadanía no forjada en la defensa del propio pensamiento debido a una educación débil y académicamente poco consistente:

«Por tanto las imaginaciones no se desvanecen ante la presencia de lo verdadero en cuanto verdadero, sino porque se presentan otras imaginaciones más fuertes, que excluyen la existencia presente de las cosas que imaginamos.» Spinoza, Ética, IV, prop. I, esc.

Notas

{1} «ningún hombre ha de ser honrado por encima de la verdad.» (Platón, República, 595c)

{2} «Parece, pues, que hemos quedado totalmente de acuerdo en esto: en que el imitador no sabe nada que valga la pena acerca de las cosas que imita; en que, por tanto, la imitación no es cosa seria, sino una niñería, y en que los que se dedican a la poesía trágica, sea en yambos, sea en versos épicos, son todos unos imitadores como los que más lo sean.» (Platón, República, 602b)

{3} Pierre Bayle, Dictionnaire historique et critique, art. «Acosta (Uriel)», 3ª ed., Rotterdam, M. Böhm, 1720, tomo I, págs. 67-69 (citado por Gabriel Albiac en La sinagoga vacía, Hiperión, Madrid 1987, secc. II, cap. I, pág. 191)

{4} «Y así, cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no depender de la esperanza, librarnos del miedo, tener el mayor imperio posible sobre la fortuna y dirigir nuestras acciones conforme al seguro consejo de la razón.» (Spinoza, Ética, IV, proposición XLVII, escolio)

{5} «Pues una imaginación es una idea que revela más bien la constitución presente del cuerpo humano que la naturaleza del cuerpo exterior, y no, ciertamente, de un modo distinto, sin confuso: de donde proviene el que se diga que el alma yerra.» (Spinoza, Ética, IV, prop. I, esc.).

{6} «determinatio negatio est» (Spinoza, Correspondencia, Ep. 50)

{7} «La escuela ha de proporcionar un medio rico en relaciones personales, promoviendo intercambios entre los compañeros de ambos sexos a través del juego, del diálogo y de la comunicación, del trabajo cooperativo y en común. En el grupo de sus iguales, bajo la dirección y con el apoyo de los profesores, los niños aprenderán a confrontar sus puntos de vista, a aceptar sus diferencias, a ayudarse mutuamente y a ser solidarios, a trabajar en proyectos comunes, a darse sus propias normas y a cumplir los compromisos colectivamente adoptados. Todo ello es básico para la convivencia democrática y contribuye a desarrollar tanto el sentido de la tolerancia como el sentido crítico.» (Proyecto, Parte III, §8.2., pág. 19)

{8} En el prólogo a este documento, firmado por el entonces Ministro de Educación y Ciencia, José Mª Maravall, se cita a Rousseau: «Muchos se atienen a lo que los hombres deben saber, sin considerar lo que los discípulos están en condiciones de aprender.» (Proyecto, prólogo, pág. 5)

{9} «¿Y no sabes que el principio es lo más importante en toda obra, sobre todo cuando se trata de criaturas jóvenes y tiernas? Pues se hallan en la época en que se dejan moldear más fácilmente y admiten cualquier impresión que se quiera dejar grabada en ellas?» (Platón, República, 377b)

 

El Catoblepas
© 2008 nodulo.org