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El Catoblepas, número 84, febrero 2009
  El Catoblepasnúmero 84 • febrero 2009 • página 18
Artículos

Dios condene la sinrazón

José Ramón Esquinas Algaba

Sobre la acogida católica del ensayo
de Gustavo Bueno Dios salve la razón

«Si alguno dijere que, siguiendo el progreso de la ciencia, puede suceder alguna vez que a los dogmas propuestos por la Iglesia se tenga que dar un sentido distinto del que hasta ahora ha entendido y entiende la Iglesia, sea anatema.» Concilio Vaticano I, Constitución Dei Filius, Canon 3º sobre la Fe y la Razón (24 abril 1870)

«Matar a un hereje por medio de la propia mano y matarlo por medio de la oración, convirtiéndolo, es exactamente lo mismo.»
San José de Volokolamsk (1440-1515)

§ 1. Gustavo Bueno frente a Benedicto XVI

Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008Más que reseña, estas líneas quisieran ser un comentario sobre la acogida, interpretación y posible repercusión de la «traducción»{1} que realiza Gustavo Bueno a las coordenadas del materialismo filosófico de la famosa lección magistral de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona del 2 de septiembre de 2006.

Dicha lección magistral, dos homilías y el texto de Gustavo Bueno acaban de ser publicado junto a los comentarios de otros autores por Ediciones Encuentro como Dios salve la razón –el texto de Bueno da nombre al libro– siendo presentado por sus editores como una suerte de «diálogo intercultural» entre gentes de diversas líneas ideológicas, religiosas o filosóficas. Diálogo ficticio, por supuesto, porque en todo caso lo más que existe es una sucesión de «monólogos» cuya unidad sólo consiste en tomar como referencia de sus disquisiciones a la lección magistral del Papa.

Si merece la pena centrarse en el texto de Gustavo Bueno y no en los del resto de autores, no es por simpatías personales –que aunque las haya son intrascendentes– sino porque el texto de Bueno presenta el mayor interés objetivo al ser el único que se atreve a «traducir» un texto homilético al «lenguaje» de una filosofía materialista académica. Preciso que cuando afirmamos que se trata de un texto homilético no lo hacemos aquí en tono peyorativo –«homilía soporífera», «homilía sofística»– sino tal como lo entiende precisamente la disciplina que suele incluirse en la llamada Teología de la Acción Pastoral denominada Homilética,{2} entendida como «ciencia y arte de predicar públicamente la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia Católica». Y como se entiende que esa Palabra de Dios y esas enseñanzas van dirigidas virtualmente a todo el mundo, su carácter es mundano y no se confunde con un tratado sistemático de Teología.

El texto de Benedicto XVI no es un texto propiamente académico sin perjuicio de que sin la filosofía académica y sin la teología dogmático-sistemática sea ininteligible. La reunión de temas tradicionales de la Filosofía académica{3} no hace de un texto un texto académico. El motivo de que los discursos papales no sean estrictamente académicos –sobre todo desde el Vaticano II– se debe a que para serlo tendrían que acogerse, por lo menos, a alguna corriente definida de la Teología realmente existente: ¿agustina, tomista, escotista, suarista, personalista, neokantina, de la liberación, franciscana, &c.? Una vez que el tomismo como sistema filosófico-teológico oficial desde el que hablaban los textos de la Curia ha desaparecido, resulta que una definición explícita del Papa podría entenderse como un espaldarazo a alguna escuela concreta, perdiéndose así el ecumenismo intracatólico que, en principio, se le supone. Remarcamos, por tanto, que al caracterizarlo de ese modo no tratamos de cargarlo con algún marchamo negativo –ni positivo– ni queremos quitarle potencialidad teológica, simplemente remarcamos el género en el que su interesante texto se enmarca{4}. El Papa expone la Doctrina de la Iglesia, que desde luego, presupone tomar partido filosófico por unas Ideas frente a otras, pero no por ello necesita ejercitar una crítica académica por más que la forma de su discurso sea una «lección magistral».

Del autor de esta lección magistral –el Sumo Pontífice de una Iglesia de más de 1.100 millones de católicos, según el Anuario Pontificio del 2008– y de lo que supone confrontarlo con una filosofía explícitamente materialista en una editorial católica es de lo que puede depender el futuro impacto del texto de Gustavo Bueno. Por supuesto, no somos adivinos y sabemos que es imposible saber de antemano el alcance futuro que tendrán las líneas de Bueno en el mundo católico. A día de hoy, el materialismo filosófico no está presente –ni como adversario ni mucho menos como aliado– en la producción teológica española. Un vistazo rápido a los recientes manuales de Teología de la BAC{5} –libros de texto de la mayoría de estudiantes de Teología, Ciencias Religiosas y Ciencias Eclesiásticas de España e Iberoamérica– servirá para constatar cómo la teología actual no considera al materialismo filosófico lo suficientemente digno como para tener que ser refutado. No ocurre así con el marxismo{6} cuya importancia se reconoce tácitamente en el momento en el que la mayoría de los manuales lo presenta como adversario a batir dialécticamente.

Si esta situación es problemática para el materialismo filosófico no es por engolfamiento erudito –«queremos que se hable de nosotros aunque sea mal»– sino por imperativo del propio sistema. Y es que el materialismo filosófico reconoce nutrirse tanto de las posiciones como de las críticas de sus adversarios sin las cuales no podría definirse. Además, se reconoce tal potencialidad a la filosofía católica que las alternativas que ella ha explorado hay que tenerlas necesariamente en cuenta para, siquiera, comenzar a hablar con cierta propiedad de algunos asuntos filosóficos de primera magnitud.

No está, tampoco, claro el motivo de este silencio por parte de la filosofía y teología católicas ante el materialismo filosófico. Por supuesto, bien pudiera ser debido a que el materialismo filosófico fuera tan minoritario y estuviera tan constreñido a una región que acaso pudiera ser despreciado como «curiosidad pintoresca» de Asturias. Pero también podría pensarse que la degradación filosófica de la misma Iglesia Católica –a partir del Concilio Vaticano II– haya corrompido de tal forma su tradición que ya sólo le queda el engolfamiento hermenéutico y doxográfico dejando a un lado el enfrentamiento con enemigos dialécticos que dado que no puede refutar, prefiere ignorar, no fuera que su estado de podredumbre quedara al descubierto.

Las dos alternativas propuestas, sin perjuicio de que otras pudieran proponerse, no son reales. El materialismo filosófico ya hace unas décadas que ha desbordado los límites geográficos en los que inicialmente surgió y se ha desplegado en varias oleadas{7}. Además, por mucho que en la Iglesia Católica puedan presentarse ciertos rasgos de la descomposición descrita, todavía subsisten en ella aquellas tradiciones escolásticas o dogmáticas que la han engrandecido. Siendo esto así, no podría sorprender que materialismo filosófico y el catolicismo –Filosofía y Teología– llegaran a confrontarse «cara a cara».

No es esta, desde luego, la primera vez que el materialismo filosófico se expone en una editorial católica{8}. Lo que sí sorprende es el alcance mediático –dentro del alcance que en España tienen estas cosas– suscitado; siendo además, la propia editorial la que invita a Gustavo Bueno no a hablar de España o contra Zapatero –lo cual sería hasta cierto punto comprensible– sino a comentar un texto doctrinal de Benedicto XVI, es decir, llama a comentar desde el materialismo filosófico un documento de magisterio ordinario eclesiástico a cuya adhesión moral están obligados por fe todos los católicos. Por tanto, ante lo que Gustavo Bueno dice sobre el texto –o los textos, pues podría ser aplicado a las dos homilías del Papa que se recogen en el volumen– el católico practicante no puede ser indiferente: debe posicionarse si es que verdaderamente entiende lo que allí se está diciendo. Y es que Gustavo Bueno al «traducir» la lección de Benedicto XVI rescata lo que de materialista –y en cierta manera, impío– hay en el catolicismo. Desde las primeras palabras de su escrito, Bueno comienza afirmando su condición de materialista, postura valiente sabiendo que buena parte de sus lectores sin duda sentirán «insultados» sus piadosos oídos por tan diabólica{9} palabra pudiendo así cancelarse cualquier intento de asimilación de lo que se diga posteriormente.

Así pues, Bueno toma por inteligente a su interlocutor y presupone que entenderá que las razones y argumentos del materialismo valen tanto como los argumentos que se esgriman a su favor. Es, además, el único de los autores que participan en el libro que se posiciona claramente –de algunos sabemos de su posición gracias a la información de las solapas– y argumenta al más puro estilo de la genuina filosofía académica sin intentar emular el tono homilético de Ratzinger como hace Glucksmann{10}.

Un texto, el de Gustavo Bueno, claro y distinto, cuya claridad y distinción parece cegar a muchos católicos que lo han comentado a día de hoy{11}. Y es que, nos parece, es precisamente la Racionalidad que Gustavo Bueno alaba del catolicismo la que no se está ejercitando por aquellos católicos «practicantes» que comentan sus líneas. Pareciera que el autismo «gnóstico» de los lectores creyentes de Gustavo Bueno les hace leer su aportación desde una peculiar óptica. No es de extrañar, que algunos como José Luis Restán, se olviden de algunas críticas de Bueno:

«El filósofo ateo Gustavo Bueno explica por qué el Dios de los cristianos ha salvado a la razón humana de sus diversos delirios a lo largo de la historia de Occidente, y hasta qué punto tiene sentido decir que la seguirá salvando en el futuro, ante las amenazas del nihilismo, de la prepotencia del Estado o del fundamentalismo islámico.»{12}

Ciertamente, Gustavo Bueno mantiene que la Racionalidad católica nos ha salvado del nihilismo, la prepotencia del Estado o del fundamentalismo islámico. Pero también añade la importancia del combate católico contra el «delirio gnóstico» –que Restán no cita– en el que, nos parece, están envueltos precisamente muchos de los receptores del libro de Bueno.

El resumen apresurado de las ideas de Bueno, es común entre los que lo comentan. Así Jorge Martínez, afirma:

«Si la razón se concibe como absoluta, se desencanta y nos encontramos con una pura razón instrumental que enloquece, como vimos en la Segunda Guerra Mundial, ya que no encuentra otro límite que lo que ella misma sea capaz de engendrar. Así lo ve incluso Gustavo Bueno, desde su confeso materialismo: “es precisamente el Dios de los cristianos quien ha salvado a la Razón humana a lo largo de la historia de Occidente”.»{13}

Pues bien, esto no es lo que dice Bueno. Primero, porque la razón no es un sujeto que pueda «desencantarse» como si fuera al teatro y no le gustara lo que ve allí, y segundo, porque es simplificar demasiado pensar la Segunda Guerra Mundial como producto del «enloquecimiento» causado por demasiada «razón instrumental». Muchas de las críticas a la «razón instrumental» esconden un dualismo metafísico simplón que viene a asimilar la «razón instrumental» con el mundo físico, las ciencias positivas o con el materialismo canalla para contraponerle así los «valores espirituales» que estarían por encima de esa razón instrumental. Interpretar la crítica de Bueno como una crítica a la «razón instrumental» que se concibe como absoluta y encima explicar con ello nada más y nada menos que la Segunda Guerra Mundial olvida otros muchos aspectos que están incluidos en el análisis de Bueno y que lo dotan de mayor profundidad. Siguiendo con el ejemplo de la Segunda Guerra Mundial y según las claves que aporta Bueno, podría afirmarse no sólo que es fruto de la «razón instrumental» sino también fruto del enloquecimiento producido por los «delirios gnósticos y supersticiosos» de los nacionalsocialistas –sus creencias supersticiosas están más que probadas– incluido su fideísmo de tradición cristiano-luterana tanto como puede sacarse a colación el «delirio antisemita» de raigambre católica medieval muy presente en Alemania incluso tras la Reforma. Pero además, también, sin dejar las mismas coordenadas del materialismo filosófico, podría achacarse la Segunda Guerra Mundial al fundamentalismo democrático (liberal y socialdemócrata) de las democracias homologadas –Gran Bretaña, Francia– que dejaron a Hitler que, democráticamente, llegara al poder. El Dios católico nos ha salvado, por tanto, no sólo de la «razón instrumental» cuyo origen fundamentalista, dicho sea de paso, puede rastrearse en la tradición judeocristiana –el mandato del Génesis: «dominad la Tierra»– sino también en la «razón fideísta» –si se me permite la expresión– y la «razón democrática». Jorge Martínez parece centrarse únicamente en ella porque preso del dualismo metafísico vincula la fe y la democracia a esos «valores espirituales» que no pone en duda.

Mucho nos tememos que los católicos que hasta ahora han leído a Gustavo Bueno lo hacen desde su propia Idea monista de Bien o Verdad en la cual ambos se identifican aunándose en un Dios que es pura bondad. Quiero decir con esto que muchos de los católicos que escuchan hablar bien a Bueno de la Iglesia Católica entenderán que si lo hace es porque comparte su verdad –lo cual no es del todo una equivocación–, lo que ocurre es que para esos católicos la verdad de la Iglesia está en la relación religiosa con Jesucristo, al que rezan, cantan, confían y esperan acaso su retorno glorioso para juzgar a vivos y muertos. Un dios al que pueden adorar nocturnamente en horas de vigilia sintiéndose cada uno «religado» al estilo zubiriano. Son por tanto las categorías con las que se lee a Bueno las que impiden captar la crítica al propio catolicismo que supone el simple hecho de «traducirlo» a las coordenadas del materialismo filosófico.

Gustavo Bueno, no sólo ha alabado sin más el catolicismo{14} sino que su alabanza es inseparable de su «traducción», es decir, de la crítica al catolicismo desde un sistema filosófico más potente que los sistemas filosóficos católicos, pues es capaz de asimilar las ideas más fecundas de ese catolicismo no sólo sin dejar de seguir siendo materialista, sino dando las claves para discernir las corrientes materialistas que existen dentro del catolicismo. Porque el Dios católico del que habla Bueno salva también a los católicos de sus mismos componentes irracionales y que muchas veces pasan como dogmáticos. Jesús de Nazaret, el Jesús histórico, no pasó de ser un predicador escatológico del Reino de Dios, tal vez transido de la creencia de ser el Mesías esperado de Israel. Pero la grandeza del cristianismo posterior consiste no en que continuara fielmente la tradición del Nazareno: al Jesús histórico no le interesó la filosofía. Ni la académica ni la de ninguna otra clase. Apenas hay en ese Jesús algún rasgo de los que hoy se considerarían propios de la «tradición occidental». Tan es así, que el Nazareno no puede expresarse sistemática y críticamente teniendo que exponer su mensaje de forma literaria en parábolas y con apotegmas fácilmente recordables y asimilables por sus oyentes. Jesús fue judío y, por tanto, su Dios es el judío, un Dios que, según declara Bueno en la presentación del libro{15}, tampoco puede afirmarse que salve a la razón con la potencia con que lo hace el católico. El Dios de Jesús no es el Dios de la Iglesia, como el Dios de Mahoma no es el Dios Trinitario niceno-constaninopolitano. Y es que la grandeza del catolicismo no está en que haya conservado el Depósito de la Fe, sino todo lo contrario. Miles de progres en todo el orbe se desgañitan en demostrar lo mala que es la Iglesia Católica por haber abandonado sus prístinos ideales que ellos –da igual aquí que se sea más progre o más regre– consideran sublimes. ¿Pero acaso no supone mayor racionalidad precisamente eso, es decir, ligarse a los contextos materiales actuales realmente existentes en vez de dejarse arrastrar por ideas añejas que ya poco pueden decirnos o necesitan ser profundamente reformadas? La Iglesia Católica construyó sus dogmas desde las mismísimas realidades políticas, sociales, culturales y científicas que estaba viviendo. Aquí reside su potencialidad. Elementos contrarios al dogma, cuando se han demostrado verdaderos, han sido asimilados por la Iglesia Católica merced a su misma Idea de Dios que lo vincula inseparablemente a la razón y a la verdad; lo que no significa que entendamos este proceso de asimilación de modo armónico.

Acabamos de decir, que Gustavo Bueno no se contenta con alabar al catolicismo, sino que muestra por qué y en qué puntos lo alaba.

§ 2. Críticas materialistas al discurso de Benedicto XVI

Sin ánimo de ser exhaustivos, diremos que Gustavo Bueno se posiciona reconstructivamente frente a Benedicto XVI en los siguientes aspectos:

2.1. Crítica a la identificación católica que se establece entre el Dios de los filósofos y el Dios de la Revelación

Frente al Vaticano I, que reconoce la armonía entre la fe y la razón, Gustavo Bueno disecciona el significado del Dios de Aristóteles –Teología natural– y lo contrapone al Dios trinitario de la Teología dogmática. Pero mientras que Benedicto XVI habla como si el Dios de la Razón natural y el Dios presentado por «Jesucristo encarnado» sean el mismo, Gustavo Bueno argumenta la propia inconmensurabilidad e irreductibilidad entre ambos. Esta identificación no niega la importancia histórica del propio catolicismo a la hora de establecer la separación entre ambas esferas. El catolicismo generalmente ha considerado al Dios de los filósofos como un «Dios preambular», es decir, un Dios de la Teología fundamental previo a la Revelación pero que seguiría siendo el mismo Dios: ambas nociones tendrían el mismo referente. Una vez que la Revelación es presentada, ésta reabsorbería limpiamente al Dios de los filósofos sin, aparentemente, ninguna contradicción. Gustavo Bueno muestra como la conjugación entre ambas Ideas es problemática y genera una serie de aporías que las diferentes filosofías o teologías católicas no han podido resolver. Ninguno de los comentarios católicos que he leído ha remarcado este punto crucial.

2.2. Crítica a la posibilidad del diálogo «auténtico» entre culturas y religiones

Benedicto XVI manifiesta una urgente necesidad de diálogo entre culturas:

«Sólo así seremos capaces [reencontrándose la fe y la razón de un modo nuevo] de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas.»{16}

Benedicto XVI, como buen alemán, está inmerso hasta el tuétano en el mito de la cultura. Para él, parece que el diálogo sólo es posible en un plano espiritual –quizás considere que Dios sopla en todas las culturas– así que para dialogar sólo habría que escapar de la razón positivista y conseguir incluir lo divino en esa razón. Pero con esto no se arregla nada, como Gustavo Bueno afirma, a partir del drama de Lessing Nathan el sabio:

«Por ello la alegoría “ilustrada” de los tres anillos que Lessing habría desarrollado (a partir de una alegoría de Boccaccio) no satisfizo ni a judíos, ni a cristianos ni a mahometanos, porque contenía un principio demoledor de los contenidos más positivos de cada una de las religiones.»{17}

Aquí las distancias entre el materialismo filosófico y Benedicto XVI son notables, pues mientras el Papa mantiene que para dialogar entre culturas y religiones hay que superar la «razón científica moderna» y llegar a una razón que incluya lo divino, desde el materialismo filosófico el diálogo sólo sería posible en el seno específico de esa «razón científica moderna» tal como la entiende la Teoría del Cierre Categorial. Porque un Químico católico puede «dialogar» con un Químico mahometano o judío, pero es porque en tanto que químicos han dejado de ser católicos, mahometanos o judíos. Es precisamente cuando se desborda esa inmanencia categorial de las ciencias modernas, cuando en el «diálogo» aparecerán nítidamente definidas las religiones positivas, religiones con contenidos positivos que están enfrentados los unos a las otras de tal forma que el diálogo es imposible. Porque esa razón que surge al superarse la «razón científica moderna» no es una Razón, un Logos, como piensa de forma monista Ratzinger, sino diferentes cursos de racionalidades diferentes y enfrentadas. Por tanto, si no existe diálogo entre las religiones no es porque Dios se haya abandonado a favor de una «razón instrumental», sino por todo lo contrario: porque los mahometanos siguen adorando a Alá, los judíos a Yavé y los cristianos a Dios Uno y Trino, arrastrando e incorporando con ello cada uno toda la dogmática e instituciones que traen aparejadas dichas religiones.

El Papa presupone demasiado rápido que el desbordamiento de esa «razón científica moderna» por parte de Occidente generará la simpatía de todas esas «culturas profundamente religiosas». Consideramos erróneo postular que el enfrentamiento a Occidente se deba a la «exclusión de lo divino de la universalidad de la razón» constituyendo así «un ataque a sus convicciones más íntimas». Erróneo porque, recordemos, esa «razón científica moderna» ha servido también para criticar y combatir muchas instituciones supersticiosas, aberrantes, equivocadas o delirantes de esas culturas que Ratzinger parece defender y para elevarlas en muchos casos desde la barbarie a la civilización. Cierto es que existe un fundamentalismo cientifista, pero esto no debe llevarnos a obviar el papel que las ciencias positivas han tenido a la hora de combatir el fundamentalismo fideísta precisamente porque si, como afirma Gustavo Bueno, ese fundamentalismo fideísta se define como aquel fundamentalismo dispuesto a «acatar las revelaciones y mandatos de un Dios irracional y arbitrario, cuya lógica no tiene porqué estar sometida a la lógica humana»{18}, entonces resultará que las ciencias positivas son tremendamente eficaces a la hora de neutralizar el voluntarismo: el cierre de la Química, o las Matemática ha neutralizado la voluntad tanto de los hombres como de los dioses si los hubiere. Así pues, las ciencias positivas, al presentar esferas de la realidad que no se dejan dominar por el voluntarismo –no cabe voluntarismo en el Teorema de Pitágoras– son capaces de ayudar a demoler dicho fundamentalismo fideísta. No negamos que exista un fundamentalismo cientifista, lo que negamos es no delimitar su concepto y hablar de una «razón científica moderna» sin precisar más, sobre todo frente a esas culturas que tan íntimamente se verían afectadas por ella según Benedicto XVI. Que estas culturas que no forman parte de la «cultura occidental» se sientan atacadas o no en lo más íntimo da igual, entre otras cosas, porque las culturas no son entes personales capaces de tener sentimientos íntimos.

2.3. Crítica a la sustancialización de la «cultura occidental»

Tampoco ha sido destacado en las reseñas y comentarios del libro la crítica que el propio Gustavo Bueno hace de «Occidente» como una suerte de unidad clara y distinta. Y es que Bueno está lejos de una sustancialización «occidentalista» como a veces se espeta por parte de la progresía indocta. Tal es así, que las amenazas irracionales que Bueno analiza en estas líneas no provienen de un fantástico oriente, como si de forma maniquea se pudiera pensar que de Oriente procediera el mal y de Occidente la Razón y el Bien, sino que muchos de esos delirios gnósticos proceden justamente de la más clásica tradición occidental. Así, el Islam, lejos de ser una especie de locura producida por el calor oriental del desierto, la concupiscencia arábica, o por la locura íntima de un profeta loco es presentado desde el materialismo filosófico como un desarrollo directo de la Teología natural que comenzó Aristóteles, al modo como el delirio de Frank J. Tipler se construye empleando la mismísima matemática cuya cuna fue Grecia. Y esto porque el delirio irracional surge, según Gustavo Bueno, de las mismas racionalidades institucionalizadas preexistentes. Y es que, por ejemplo, para tener el delirio de conquistar el mundo hace falta, primero, tener la Idea de mundo y luego, haber dejado atrás el salvajismo y la barbarie, es decir, la delirante idea de «conquistar el mundo» está ya tallada sobre la racionalidad del Estado y de unos Estados precisamente que han ido conformando «imperialísticamente» ese mismo mundo que los sujetos aquejados de semejante delirio quisieran dominar.

La cultura occidental, como todo complejo y morfodinámico –suponiendo que tal cultura pudiera delimitarse–, lejos de ser una sustancia, presentaría en su interior multitud de formas que no se dejan unificar en una unidad armoniosa, y otras que, aunque por génesis pudieran ser llamadas occidentales, por estructura la habrían desbordado. Porque tan propia de la «cultura occidental» es la Inquisición como la brujería que combatía; tan propio de «occidente» son los delirantes mormones y los merinitas como lo son Santo Tomás de Aquino o Newton, sin vernos por ello llevados a afirmar una ecualización de todas estas instituciones.

2.4. Crítica a la Idea de violencia ejercitada por Benedicto XVI

Dos textos aclararán la toma de posición del Sumo Pontífice respecto a la relación entre la violencia y «verdadera religión». El primero es una cita del emperador bizantino Manuel II y cuyo pensamiento comparte Benedicto XVI:

«Dios no se complace con la sangre. No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que pueda amenazar de muerte a una persona.»{19}

La segunda está al final de su homilía que se incluye a continuación, dada en Munich el 10 de septiembre de 2006:

«Este cinismo [de aquellos que se burlan de lo sagrado] no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios, el respeto de lo que es sagrado para el otro. (…) Este sentido de respeto sólo puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo presente para nosotros en nosotros. Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la liberta d de los hombres pedimos que se abra a Dios, que lo busque, que lo escuche. (…) [Dios] opuso su sufrimiento a la violencia.»{20}

Del tratamiento que hace Ratzinger de la cita de Manuel II se desprende que el Pontífice comparte una idea que de un tiempo acá ha pregnado muchas de las discusiones entorno a la relación que guarda la religión con la violencia. Según esta tesis común, compartida por Benedicto XVI y algún que otro de los autores que aparecen en el libro, la verdadera religión sería contraria a la violencia. Desde luego, no se puede decir que no tenga una larga tradición en el seno mismo del cristianismo –«la fe es obra de la persuasión y no se impone» (San Bernardo)– pero es ya en época moderna cuando gracias al protestantismo dicha concepción se extiende, sobre todo, uniéndose a la leyenda negra anglogermánica sobre la Iglesia Católica y el Imperio español, que serán sinónimos de violencia e intolerancia. Y es que el protestantismo estuvo interesado en ahondar la equiparación entre la tolerancia religiosa y la paz política como vehículo que le permitía subsistir, sobre todo cuando la pluralidad de congregaciones religiosas protestantes podían poner en peligro la eutaxia de los estados mayoritariamente reformados. Esta posición, que separa megáricamente la «religión verdadera» de la violencia es, de hecho, herética para la Iglesia Católica –y sorprende que Benedicto XVI incurra en tal herejía– pues ya su predecesor León X condenó como heréticas las dos siguientes tesis de Martín Lutero en la bula Exsurge Domine (15 junio 1520):

«33. Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu.
34. Batallar contra los turcos es contrariar la voluntad de Dios, que se sirve de ellos para visitar nuestra iniquidad.» (D 773-774)

Y está claro que por muy elástico que sea el concepto de violencia, hasta el día de hoy, quemar herejes y batallar contra los turcos pueden clasificarse como actos genuinamente violentos sin tener por ello que condenarlos. Es más, algunos como el papa Inocencio III no sólo no ven incompatibilidad, sino que reclaman explícitamente una conjugación –que podríamos denominarla muy bien como materialista– entre la coacción «espiritual» y la coacción armada:

«Para defensa de su Esposa, la Iglesia universal, ha instituido el Señor la dignidad pontificia y la dignidad real. Una para cuidar a los hijos, otra para combatir a los adversarios. Una para educar con la palabra y el ejemplo la vida de sus súbditos; otra para sujetar a los inicuos con el freno y la brida, y evitar que perturben la paz de la Iglesia. Una que ame a los enemigos y rece por los perseguidores; otra que se sirva de la espada material para vindicta de los malhechores y alabanza de los buenos, y para proteger con las armas la paz eclesiástica. Es, pues, necesario que la autoridad espiritual y el poder secular, atentos a la razón por la que fueron instituidos, concurran unidos a la defensa de la Iglesia, ayudando el uno al otro, de modo que el brazo secular reprima a aquellos a los que la disciplina eclesiástica no aparta del mal, y que la venganza espiritual acompañe a aquellos que, confiando en su fuerza, ni siquiera temen a la espada material. Y así los defectos de la espada espiritual son suplidos por la material.» (Carta de Inocencio III a Felipe Augusto de Francia. Extraída de Migne, Patrología Latina 215, 361-362){21}

La doctrina de Inocencio III es justo la contraria a la de Benedicto XVI, porque, para el primero, el poder espiritual está incompleto sin el uso de la violencia y la represión, estando ambos conjugados diaméricamente, siendo necesarios en el orden temporal de las cosas. Mientras, para el papa alemán la violencia y el cristianismo se mantienen en planos metaméricos que acaso puedan llegarse a encontrar, pero sin vinculación esencial entre ambos. Aquí, el Dios de Inocencio III está más cerca del Dios que reivindica Gustavo Bueno como salvador de la razón que el Dios de Benedicto XVI. Un papa que con justeza adjetiva la paz («proteger la paz eclesiástica») escapando de la abstracción sustancialista. Y es que la violencia, como mantuvo Gustavo Bueno en La vuelta a la caverna, «no puede definirse, en conclusión, en función de una Naturaleza metafísica, sino, a lo sumo, en función de alguna “naturaleza” previamente definida con las garantías suficientes»{22}.

Teniendo en cuenta las vinculaciones filosóficas existentes entre la Idea de Naturaleza y de Cultura, podríamos seguir el razonamiento de Bueno para mantener que tampoco puede definirse en función de una Cultura metafísica que tuviera un despliegue «natural». Es este, creemos, el marco germánico en el que se mueve Benedicto XVI. Él presupone un despliegue del cristianismo –de la «cultura cristiana»– con sus propias leyes «naturales» acaso guiadas por la Gracia divina. Dada esta Idea metafísica, todo aquello que aparezca en contra de este despliegue natural que estaría llamado a anegar el orbe de cristianismo –«id a predicar por todo el mundo»–, todo aquello que aparezca en contra, aparecerá como violento, pero no se verá como violento el propio ejercicio de expansión, por ser considerado natural. Se explica así que eligiera Ratzinger un texto, el de Manuel II, que en plena guerra con el Islam y con el Imperio otomano a las puertas de Constantinopla intenta hacer creer a sus contrincantes que la religión no tiene nada que ver con la violencia y la coacción. Si así lo piensan –Manuel II y Benedicto XVI– es porque imaginan que en un escenario neutral, pacífico y libre, el cristianismo, guiado por la Gracia divina, se expandiría de modo «natural» frente al Islam desgraciado. Esto puede encuadrarse en las coordenadas que definen el fundamentalismo y el dogmatismo:

«Al fundamentalismo y al dogmatismo podrían atribuirse etiologías de sentido opuesto a las que hemos atribuido al escepticismo universal, porque ahora no estamos ante los resultados de un enfrentamiento entre diferentes corrientes racionales que corren el peligro de destruirse mutuamente, sino a un enfrentamiento en el cual una de las corrientes cree haber anulado a todas las demás, proclamándose intencionalmente como la única victoriosa, dando por supuesta su victoria futura. Y esto puede ocurrir porque las otras alternativas se dan por vencidas o por lo menos desfallecen en su propio impulso.»{23}

Aquí, el Dios católico encarnado de Inocencio III actuaría como corrector del delirio dogmático que espera una victoria futura del cristianismo al margen de las acciones de los sujetos corpóreos operatorios. Y es que no es casualidad que Inocencio III hable de un objeto como las «espadas» –terrenales y espirituales– cuya racionalidad es ininteligible sin las propias manos de aquellos que la blanden.

El materialismo filosófico, como crítica radical a la misma Idea de subjetividad, entiende la racionalidad inseparablemente de las instituciones que van constituyéndose. Por eso, aunque las instituciones sin un sujeto corpóreo operatoria carecerían de sentido, pueden segregarse –«objetivarse»– y enfrentarse entre sí desplazando unas a otras llegado el caso de que una presentara una potencialidad tal que pudiera triturar o eliminar a la contraria. Por consiguiente, el materialismo filosófico no se ve conducido a minusvalorar la potencialidad de sus enemigos para ningunearlos, sino que es precisamente porque les reconoce su fuerza «institucional» –como hace Inocencio III– por lo que pueden destacarse en el enemigo los procesos irracionales que su propia racionalidad encierra.

Así no puede llamarse «bárbaro», más que de forma metafórica, al Islam, ni puede, como hace Glucksmann, calificarse su violencia como «violencia ciega». Si el Islam es terrible no es porque sean bárbaros, sino todo lo contrario. Si todo fuera cuestión de bereberes que continúan en su estado tribal, tal y como Mahoma los convirtió en el siglo VII, no cabría adjudicarles ningún peligro. El islamismo cuenta con Estados eutáxicos, con ejércitos, cuenta con industrias, tienen cine, utiliza Internet, cuenta con científicos en sus Universidades, sus representantes están sentados en las Naciones Unidas y sus planes y programas son tenidos en cuenta y escuchado por los países más importantes del planeta que llegan a acuerdos con ellos. Tiene una literatura desarrollada, decenas de corrientes teológicas, así como construyen edificios religiosos de cuya belleza no viene al caso dudar. Y poco importa que se diga que todo esto les pertenece a ellos o que lo han copiado, porque también forma parte de la racionalidad de cualquier sociedad saber copiar de otras aquello que le favorece para seguir existiendo y expandirse. No se trata por tanto de pensar que el Islam es irracional como si con ello se le negara toda racionalidad en su seno. Se trata precisamente de que su violencia no es ciega, como mantiene Glucksmann, sino que ella dirige sus ojos hacía nosotros guiando unos fines que no por temibles dejan de ser precisos y potentes. Nos quieren someter a Alá –en rigor, a sus planes y programas político-religiosos– y utilizan para ello no el mero oscurantismo irracional, sino pistolas, bombas, Internet, libros, alianzas políticas, &c., que no cabría tildar de irracionales más que en un segundo momento.

Por consiguiente, la irracionalidad del Islam surge de los propios cursos de racionalidad que se dan en su interior y que se enfrentan no a un «Occidente racional» –como si fuera una lucha de listos contra tontos– sino a un «occidente» que también cuenta en su seno con procesos irracionales que pueden llevar a sus respectivos Estados a la distaxia. No hace falta ningunear y despreciar hasta un punto nihilista e irracional al Islam para combatirlo con fortaleza materialista. Precisamente si se le combate es porque se le reconoce una potencialidad real y efectiva, resultando en muchos casos, como el ideológico, más poderoso que las ideologías posmodernas, gnósticas o fundamentalistas que pululan por Europa y dicen ser el último grito de la «cultura».

Con todo esto se tritura la identificación entre la Idea de bien y la Idea de pacifismo no-violento. Inocencio III, en una línea que aquí sí que entronca con el mismísimo Jesús histórico, mantiene explícitamente que el amor a los enemigos va unido al combate contra ellos. Un hilo católico «generador» que el marxismo ayudó a rescatar en la teología iberoamericana de los años sesenta del pasado siglo –«al pobre se le ayuda liberándolo y al rico combatiéndolo», afirmaba Julio Girardi en su opúsculo Amor cristiano y lucha de clases– antes del viraje reaccionario dado por la teología de liberación que acabó vinculándose al indigenismo y al pacifismo más pánfilo imaginable.

§ 3. Dios condene la sinrazón

Si Dios salva a la razón es porque condena la sinrazón, o mejor dicho, si el Dios católico es capaz de combatir los procesos de irracionalidad que se han dado en el mismo seno de «occidente» es porque los ha condenado. Y los ha condenado no «en su fuero interno» sino con anatemas, hogueras y ejércitos; y es que la Idea de razón, al margen de los sujetos corpóreos operatorios y de las instituciones que se van conformando, recae en la metafísica. Vuelve aquí la tradición católica materialista que niega como herético que todos los hombres alcancen de hecho la salvación. Porque si se admite que todos y todo se salva, la misma Idea de salvación se desdibuja, deshaciéndose, teniendo que admitirse que la salvación va conjugada con la condenación, y que sin ambas Ideas la una se hace incomprensible o recae en la sustancialización. El catolicismo corrige de este modo las aporías irracionales resultantes de postular un Dios todopoderoso y omnipotente que es a la vez el Sumo Bien. Desde el formalismo más ingenuo no se ve cómo un Dios, que quiere que todos los hombres se salven, no los salva. Y no valdría apelar a la libertad de los hombres, porque eso sería tanto como admitir un pelagianismo inverso en el que los hombres pudieran modificar los designios de Dios mediante sus obras, sólo que en el sentido inverso al dado por el pelagianismo: el hombre por sus propias obras podría modificar la voluntad de Dios de que todos nos salvemos.

Y es que lo que se viene denominando en el catolicismo como la primacía de la Revelación –del «dato revelado»– sobre la Razón bien podría «traducirse» en la clave materialista como una primacía de las instituciones racionales efectivas, surgidas en el transcurso histórico frente a ciertas tendencias formalistas de la filosofía griega, que serían todavía más irracionales, que lo que se viene pasando como revelación divina. Expliquemos esto a partir de dos textos que recoje Luis González-Carvajal{24}, el primero de San Juan Crisóstomo y otro de San Jerónimo:

«Dime, ¿de dónde te viene a ti ser tan rico?, ¿de quién recibiste la riqueza?; y ese otro, ¿de quién la recibió? Del abuelo –dirás–, del padre. Y ¿podrás, remontándote por el árbol genealógico, demostrar la justicia de vuestras posesiones? Seguro que no podrás. Necesariamente, en su principio y en su raíz hay una injusticia. ¿Qué cómo llego a esa conclusión? Porque al principio Dios no hizo rico a uno y pobre a otro, ni tomó al uno y le mostró grandes yacimientos de oro y al otro lo privó de ese hallazgo. No, Dios puso delante de todos la misma tierra. ¿Cómo, pues, siendo todo común tú posees tierras y más tierras y el otro ni un terrón?» (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Primera Carta a Timoteo, hom 12, n.4 )

«Sabiamente habla el evangelio de ‘riquezas injustas’, pues todas las riquezas proceden de la injusticia y uno no se puede adueñar de ellas a no ser que otro las pierda o se arruine. Por eso a mí me parece certísima aquella sentencia popular que dice: ‘El rico o es injusto o es heredero de un injusto» (San Jerónimo, Carta 120 a Edibia, n.1)

Estos dos textos de los mejores comentaristas bíblicos de la Antigüedad –griega y latina respectivamente– ayudan a explicitar esto que he llamado la «traducción» materialista del «dato revelado». Y es que la crítica que ambos Padres de la Iglesia realizan a una Idea sustancialista de la propiedad y del origen pacífico y armonioso de las riquezas no la llevan a cabo por inspiración, ni mucho menos a partir de una deducción silogística desde primeros principios revelados de mente –la de Dios– a mente –la del redactor bíblico o el propio intérprete–; sino a partir de una institución como es la Biblia, cuya racionalidad consiste en la composición operatoria de las partes que la componen, surgido el texto del propio proceso histórico de la historia de Israel en su dialéctica con los Estados que lo envolvían.

Si San Juan Crisóstomo y San Jerónimo pueden realizar esta crítica es porque, al leer el texto bíblico, leen un producto que ya recoge –aun admitiendo los momentos míticos, ideológicos y teológicos que puedan oscurecerlo– el paso de las tribus nómadas a las sociedades sedentarias, estatales o protoestatales que luego conformarán Israel. Visto así, ambos Padres de la Iglesia pueden triturar la Idea metafísica de la propiedad porque saben gracias al texto bíblico que las riquezas existentes en su entorno son productos históricos que no siempre han existido. Este análisis que hemos realizado presupone manejar una Idea de racionalidad vinculada «no al espíritu ni a cierto desarrollo cerebral»{25} sino a las mismas instituciones; pero no al modo de superposición superestructural sobreañadida sino in media res del proceso que va conformando dichas instituciones. Por consiguiente, cuando San Juan Crisóstomo y San Jerónimo leen la Biblia están filosofando tal y como lo entiende el materialismo filosófico: están desbordando los conceptos surgidos de la praxis histórica, así como los conceptos coetáneos, para llegar a una Idea de la propiedad que no puede concebirse ya como «proyección» ideológica de la mente patrística sino una Idea de segundo grado construida a partir de materiales históricos positivos.

Entonces, la mayor racionalidad de la Biblia consiste precisamente en que cuanto mayor pluralidad se de en su seno de textos, contradicciones, procesos históricos, errores, escuelas teológicas, &c., mayor pluralidad de combinaciones existirán y más fecunda será la composición de los materiales dados, así como su confrontación con el resto de cosas existentes. La superioridad de la Biblia frente al Corán estriba en la pluralidad del libro cristiano –que propiamente no es un libro sino una colección de libros– y en las contradicciones objetivas que el texto sagrado posee. Por consiguiente, como materialistas, podríamos admitir sin problemas que el Corán –texto único elaborado teniendo ya en cuenta el peligro racionalista que suponía la pluralidad bíblica– es un libro más coherente y menos contradictorio que la Biblia. Pero por eso mismo es más irracional, por haber cerrado la posibilidad de que todas esas racionalidades preexistentes (textos contradictorios, tradiciones, &c.) continúen en el texto para poder el lector desbordarlo. La coherencia del Corán elimina las contradicciones y armoniza sus partes{26} impidiendo cualquier regreso racional al texto y al mundo que lo envuelve para poder criticarlo: el fundamentalismo está servido. En cambio, cuando la pluralidad bíblica plagada de contradicciones y textos ideológicamente diversos tiene que ser explicada desde las coordenadas de la filosofía académica griega, los conceptos e Ideas que broten de él alcanzarán una potencialidad racional que llega hasta nuestros días.

La Tradición cristiana, junto a la filosofía académica de raigambre helenística, ha sido ese «Dios que ha salvado la razón». Porque la Tradición cristiana, tal y como la ha entendido la Iglesia Católica es constitutivamente una Tradición institucional en la que se incluye no sólo el texto bíblico, sino también la liturgia, los rezos, la música sagrada, la arquitectura, las órdenes religiosas, la vida de una muchedumbre de santos, &c. Por tanto, la primacía que la Iglesia Católica ha mantenido de la Revelación frente a la Razón puede traducirse en muchos casos como la primacía de las instituciones en curso frente a un formalismo metafísico de consecuencias muchas veces delirantes por más que dijeran basarse –o precisamente por eso mismo– en el desarrollo lógico-deductivo de primeros principios tenidos como evidentes. ¿Acaso la postura católica en el uso de las imágenes –frente a la iconoclastia judía que compartió Jesús– no es una rectificación del delirio monoteísta que quiere impedir al hombre que piense sobre Dios destruyendo los materiales quirúrgicos desde los que puede hacerlo?

§ 4. Epílogo

Por todo lo dicho hasta aquí, diremos que el texto Dios salve la razón, es un termómetro para medir el grado de descomposición del catolicismo español. Pues lo que se espera de un texto semejante, tras su aplauso inicial, no sería otra cosa que el intento de refutación. Se diría que los católicos españoles están tan acostumbrados a las furibundas críticas anticlericales que son incapaces de reconocer aquellas críticas impías que toman en serio sus doctrinas e inician su trituración y reconstrucción desde un potente sistema filosófico. Ello significa que la Iglesia está presa del mismo campo conceptual que el anticlericalismo ha desbrozado.

El materialismo filosófico no necesita negar que en la Biblia existan errores y contradicciones; no tiene por qué construirse míticos pasados sobre el cristianismo ni negar sus vínculos, tanto con los poderes políticos como en contra de ellos. No necesita conservar impoluto un prístino depósito de la fe ni guiarse por el magisterio ordinario del Sumo Pontífice. Pero no por ello recae en el nihilismo anticlerical que prescinde de las propias racionalidades que el mismo curso plural de la historia de la Iglesia Católica ha ido conformando, ni tiene por qué dejar de confrontar sus Ideas con las alternativas surgidas.

Tal es la fortaleza del materialismo filosófico que es capaz de incorporar ese anticlericalismo como un logro histórico de la Iglesia. Siendo una institución que se ha desplegado por todo el globo terrestre posicionándose y tomando partido en los conflictos de ese mundo en el que se despliega; no podría esperarse otra cosa que sus enemigos también sean numerosos y potentes. Así, por ejemplo, si el Imperio español al expandirse mundialmente frente a otros Estados no podía sino generar un número de enemigos acorde al potencial que ese mismo Imperio español presentaba, podría afirmarse que en dicho sentido la extensión «planetaria» de la leyenda negra española constata la grandeza de España por cuanto testimonia que sus enemigos tomaron tan en cuenta el proyecto español que tuvieron que combatirlo ideológicamente falsificándolo a la misma escala que el Imperio español se ensanchaba. Existe un anticomunismo internacional, un antinorteamericanismo global, un antiliberalismo y un antisemitismo de la misma magnitud pero no existe una leyenda negra de Senegal o de Luxemburgo como no existe un anti-mazdeísmo internacional. Y esto es porque el papel jugado en la Historia universal –entendida en un sentido materialista no monista– por estas corrientes que presentan enemigos tan importantes es de mayor calado que las que apenas sí han entrado en la dialéctica de clases y de Estados existentes como para generar enemigos de cierta magnitud.

Concluimos con la misma reflexión del inicio. El escrito Dios salve la razón de Gustavo Bueno, junto al sistema filosófico sin el cual es ininteligible, está pidiendo una refutación por la misma impiedad y astucia que supone posicionarse frente a un texto del magisterio eclesiástico y a la vez traducirlo a un sistema intrínsecamente impío. A menudo no hay mayor desprecio que la tolerancia, y si los católicos han entendido lo que en dichas líneas se postula, no podrán sino intentar combatirlas contraponiendo a las Ideas del materialismo filosófico las Ideas de alguno de los sistemas filosóficos y teológicos católicos existentes. Si tendrán éxito o no sólo lo sabrán si deciden de una vez entrar en batalla.

Notas

{1} Benedicto XVI, Gustavo Bueno (et al.) Dios salve la razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 57.

{2} Véase el reciente manual de homilética en la colección de la BAC, Sapientia Fidei: F.J. Calvo Guinda, Homilética. BAC, Madrid 2003.

{3} Para el materialismo filosófico, la filosofía académica no es una filosofía «emanada de la Universidad» o una filosofía «erudita llena de jerga incomprensible», ni mucho menos filosofía «letrada y versada en un saber doxográfico riguroso», sino que por filosofía académica entendemos un saber sistemático-crítico –no una ciencia– en tanto esa crítica se entiende como la clasificación de alternativas también sistemáticas dentro del propio segundo grado que se le supone a todo saber filosófico. Este saber académico genuino arranca de la tradición platónica y se despliega históricamente no sólo a partir de una predicación de palabra como si se transmitiera de alma en alma –de intelecto a intelecto o de cráneo a cráneo– sino que se despliega diaméricamente entretejida con instituciones objetivas tales como los estados o imperios –o incluso iglesias universales efectivas–, de los que toma mucho de esos materiales que tendrá que clasificar sistemáticamente. La filosofía académica, sin ser un saber nematológico fundido a los estados o imperios, es inconcebible sin ellos.

{4} Desde luego Benedicto XVI toma posiciones frente a contrincantes, pero lo hace de un modo asistemático en la medida en que sus afirmaciones y oposiciones dan por entendidas las nociones que se utilizan pero, y aquí viene su carácter homilético más claro, sin necesidad de definirlas. Por ejemplo, cuando comenta el texto que será su «tema de las reflexiones sucesivas» (pág. 32), un diálogo entre Manuel II y un interlocutor persa: «No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios». Benedicto XVI aquí no clasifica los modos y alternativa a la hora de entender la Razón, el Actuar humano o la Naturaleza de Dios que tan siquiera en el seno de la tradición católica han existido y que, desde luego, no son unívocos. Sin duda, como Pontífice, presupone que lo que sea la Razón, la Naturaleza de Dios o el Obrar humano son dados por Revelación y que luego han de ser las diferentes escuelas de teólogos las que se dediquen a dilucidar y debatir qué sean estas Ideas y como se coordinan con otras Ideas siempre dentro del límite dogmático que la propia Iglesia Católica establezca. Hay que remarcar que el texto no sigue las recomendaciones sobre el método teológico dadas a partir del Vaticano II para los trabajos teológicos sistemáticos en el que habría que comenzar viendo primero la evolución dogmático-histórica de un conceptos desde el Antiguo Testamente, Nuevo Testamento, Patrística, Escolástica, Teología moderna para pasar finalmente a una exposición sistemática sintética de aquello de lo que se trata. Esta concepción de la Teología dogmática católica actual es muy cercana a lo que el materialismo filosófico entiende por filosofía académica. Para la Teología dogmática católica actual es imposible exponer una dogmática sistemática sin un análisis previo de la Tradición anterior. Y en tanto que los católicos incluyen aquí no sólo la Tradición católica, sino sus oponentes –las herejías, cismas, impiedades– la potencialidad crítica de dicha teología es mayor que mucho filósofo afrancesado cuyo mayor concepto de «crítica» manejado es el de hablar mal de cualquier cosa.

{5} Lo mismo podría decirse de los manuales de Teología publicados por Sal Terrae, Sígueme o cualquier otra editorial católica. Me estoy refiriendo aquí, por supuesto, a los manuales escritos en España u originalmente en lengua española, no a manuales italianos o alemanes traducidos.

{6} No quisiéramos dejar de destacar lo que supone a favor del marxismo esta constatación. Si los manuales católicos siguen refutando el marxismo caída la Unión Soviética es porque representa una alternativa que desborda a la propia existencia de dicha Unión Soviética para convertirse en una alternativa que siempre estará presente contra el catolicismo, igual que todavía la teología católica se esfuerza en refutar el arrianismo, el nestorianismo, o el racionalismo ilustrado como alternativas que lejos de estar muertas y enterradas, continúan más o menos transformadas en nuestros días.

{7} Sharon Calderón Gordo, El congreso de Murcia y las oleadas de materialismo filosófico. (http://nodulo.org/ec/2003/n020p20.htm)

{8} Por ejemplo, Alfonso Fernández Tresguerres para Ediciones Sígueme, Dios en la filosofía de Gustavo Bueno (http://nodulo.org/ec/2003/n020p01.htm). De la misma editorial, varios artículos en el Diccionario de filosofía contemporánea (http://filosofia.org/enc/dfc/index.htm) . Lo que sí parece ser interesante, es que sea tomado en cuenta por parte de la intelectualidad católica más alejada tradicionalmente en el estudio del materialismo, como pudiera serlo la Editorial Encuentro, cercana a Comunión y Liberación. De las editoriales católicas, la menos refractarias a la presencia del materialismo quizá haya sido Sígueme –de los Hermanos Operarios– que ha publicado obras cercanas al materialismo marxista como la Historia del marxismo de P. Vranicki; Marx y la Biblia de José Porfirio Miranda, o incluso clásicos marxistas como Religión y socialismo de Lunacharsky o la recopilación de textos Sobre la religión de Marx y Engels.

{9} Sin duda podría traducirse a su vez este carácter «diabólico» que habitualmente se adjudica al materialismo y para ello me serviré de una lección de mis profesores de teología que no se paraban de repetir que Cristo es el Símbolo de Dios –el que une a los hombres con Dios– y el Satán es el Diábolo de Dios–el que separa a los hombres de Dios–, pudiendo decirse entonces que el carácter «diabólico» del materialismo filosófico no estribaría en que separara a los hombres del «Dios verdadero, el Dios de Abraham» –esto también podría hacerlo el bingo, la pornografía o una ideología posmoderna al uso– sino en que al establecer su crítica sistemática sobre el monismo de la nematología católica tritura separando –dia-bolé– sus diferentes componentes y perdiendo así la sustancialidad que se le presupone. El que viva feliz con su Idea de logos aplicada a Cristo creyendo que es clara y distinta, se sentirá consternado por la «diabólica» presentación impía de otras alternativas a ese logos que no sólo muestran que múltiples alternativas son posibles, sino que al confrontarlas pueden presentarse más potentes y negar así al mismo Cristo.

{10} Como hemos dicho, el tono «homilético» de Benedicto XVI no es algo que echar en cara, pues cuando Benedicto XVI comunica un mensaje no lo hace cual individuo aislado sino en el seno de una institución efectiva de carácter universal con una rica tradición a sus espaldas. Más discutible son las páginas de Glucksmann cuya pedantería se manifiesta ya desde la primera pregunta retórica. Acaso pudiera interpretarse esta pedante pregunta inicial –que dice hacerse en nombre de la humanidad– como la «toma de postura» filosófica de Glucksmann. De todos modos, no puede compararse a Glucksmann con Benedicto XVI. Pues aunque los dos quieran hablarnos e interpelarnos desde una sublime «Humanidad», el primero no tiene ningún fundamento material para hacerlo mientras que Benedicto XVI cuanto menos cuenta con su liderazgo a escala mundial lo suficientemente real como para que cuando hable desde «la Humanidad» esté ejerciendo algo más que de simple charlatán. Gluckamann es aquí el gnóstico delirante –pues habla desde sí mismo a toda la humanidad como si conociera su secreto–, mientras Benedicto XVI es el católico, pues habla como cabeza de millones de fieles unidos no por una humanidad genérica sino por una red mundial de diócesis, vicarías, arciprestazos, parroquias, congregaciones y órdenes religiosas, &c. sin mencionar el poder hablar en la ONU como soberano de un Estado realmente existente en nombre de esos mismos fieles.

{11} Incluimos no sólo la radio, la televisión o la prensa, sino al contacto que por vía Internet uno puede tener en círculos católicos.

{12} http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=3D515&te=3D15&idage=3D926&vap=3D0

{13} http://www.forumlibertas.com/frontend/forumlibertas/noticia.php?id_noticia=3D12392&id_seccion=3D13&PHPSESSID=3D

{14} Por cierto, en algunas notas informativas como la de Javier Morán para La Nueva España (4 de enero de 2009) se habla siempre de «Dios cristiano» cuando Bueno especifica en su escrito más de una vez que se refiere al Dios católico. Cristianos eran desde el apologeta Tertuliano –creo porque es absurdo–, hasta el delirante Dr. Millan Ryzl, autor de La Revelación bíblica y la parapsicología (Barcelona, 1976) cuyo subtítulo era nada más y nada menos que «Estudio experimental sobre investigación histórica por el método parapsicológico de la retrocognición». Los dioses de Tertuliano o de Ryzl son sin duda cristianos y explicables dentro del desarrollo de la misma tradición cristiana –que es plural– pero no son el Dios de Santo Tomás de Aquino, Francisco Suárez o Jaime Balmes. Muchas interpretaciones del texto de Bueno adolecen del matiz que supone adjetivar a qué «Dios» nos estamos refiriendo.

{15} http://nodulo.org/ec/2008/n082p18.htm

{16} Dios salve la razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 41.

{17} Dios salve la razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 73.

{18} Dios salve la razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 91.

{19} Dios salve la razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 32.

{20} Dios salve la razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 48-49.

{21} Cit. por José Ignacio González Faus, La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Ed. Sal Terrae, Santander, 2006, pág. 44

{22} Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización. Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 72.

{23} Dios salve la razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 89.

{24} Luis González-Carvajal. Con los pobres contra la pobreza. Ed. Paulinas, 1991, pág. 47

{25} Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El Basilisco (2005), nº37, pág. 24

{26} Si bien es cierto que esta coherencia no es total ni el Corán está libre de contradicciones. Aquí lo estamos comparando con la Biblia.

 

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