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El Catoblepas, número 87, mayo 2009
  El Catoblepasnúmero 87 • mayo 2009 • página 5
Voz judía también hay

Entre el racismo y la estupidez

Gustavo D. Perednik

El racismo es agitado como fantasma para ocultar
las violaciones más flagrantes a los derechos humanos

Anténor Firmin (1850-1911)Anténor Firmin, De la igualdad de las razas humanas (1885)

De la igualdad de las razas humanas (1885), del antropólogo haitiano Anténor Firmin, es una obra pionera en la refutación de las tesis racistas, que deberían seguir objetándose por medio de permanentes iniciativas educativas.

Sin embargo, la benignidad de esa alerta pasaría a ser estupidez, si exagerásemos el problema y dejásemos que el racismo sea presentado como la primera prioridad en el mundo Occidental contemporáneo: el de las legislaciones antirracistas y de Barack Obama, de la impopularidad de la discriminación y de Condoleezza Rice.

El racismo como prejuicio es tan antiguo como la civilización; incluso Platón y Aristóteles arguyeron que los griegos habían nacido para ser libres, mientras los bárbaros eran esclavos naturales. La tradición antirracista, por su parte, fue una contribución judía difundida por el cristianismo. Su primer ejemplo puede hallarse en el Talmud, que explica que Adán fue el único ancestro humano para que nadie pueda jamás atribuir superioridad a sus antepasados.

Desde entonces, un saludable recorrido histórico quitó respetabilidad a quienes endilgaran a las diferencias físicas entre los seres humanos jerarquías intelectuales y morales, como lo hicieran, al promediar el siglo XIX, el filósofo francés Joseph de Gobineau (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas) y el médico norteamericano Joshiah Nott (Tipos de humanidad o Investigación Etnológica). En estos textos se popularizó la teoría poligenista sobre variados orígenes para diversas razas humanas, que eventualmente fuera citada y refutada por Charles Darwin, quien afirmó la homogeneidad genética de la raza humana.

La impugnación del racismo se viene consolidando y, aunque quedan de él trasnochados resabios en el mundo actual, éstos son mucho menos graves que otras violencias sociales acuciantes: el maltrato a la mujer, el castigo por medio de flagelaciones, amputaciones y decapitaciones, la privación de libertad de conciencia y de expresión, la esclavitud, las dictaduras.

El hecho de que estas lacras pervivan mayormente bajo los regímenes árabe-musulmanes, traba al mundo Occidental en su posibilidad de denunciarlas –precisamente por temor a caer en el estigma del racismo.

El temor es infundado, pero persiste. Es infundado, porque la reprobación del totalitarismo no tiene nada que ver con genética ni con antropología, sino con cuestiones políticas y culturales. El rezago de los árabes no se debe a su origen sino a su sojuzgamiento.

Y persiste, porque para evitar ser condenados, los peores violadores de los derechos humanos en el siglo XXI, vociferan sin pausa que quienes los denuncian son racistas.

Un ejemplo reciente se produjo hace un mes durante la Cumbre Árabe de Qatar, cuando los delegados árabes apoyaron a su colega: el déspota sudanés Omar al-Bashir. Recordemos que el Tribunal Internacional de La Haya había aceptado el pedido del fiscal argentino Luis Moreno Ocampo y ordenado (4-3-09) la captura de Bashir, principal responsable del genocidio en Darfur. Bashir, en represalia, dejó desprotegidos a más de un millón de refugiados por medio de expulsar de Sudán a las trece ONG que les proveían ayuda humanitaria.

El venezolano Chávez salió en defensa de Bashir, y adujo que la acusación contra el sudanés se debe a que… es negro.

Además de risible (ya que las víctimas de Bashir no son precisamente pelirrojas), el argumento es patéticamente racista, porque deja a las personas de color automáticamente exoneradas de todo crimen que pudieran cometer. (Cabe reparar en que también los negros pueden ser racistas, como ejemplifican Malcolm X o Louis Farrakhan).

Otro abuso semántico se lee en algunos medios de prensa que, habituados a denostar a Israel, encontraron una nueva forma de hacerlo denominando «racista» al Ministro hebreo de Exteriores. Ello, a pesar de que no hay expresión de Avigdor Lieberman que justifique tal insulto. Lieberman declaró «estar dispuesto a abandonar su propio hogar en aras de un acuerdo de paz con los palestinos», que Israel debería entregar a la Autoridad Palestina territorios cuya población se considere palestina (incluso si esa área hubiera pertenecido a Israel desde el comienzo) y, también, que la ciudadanía israelí debería vedarse a quienes se asocien a movimientos que quieran destruir el país, como Hamás o Hezbolá.

El secuestro de las causas nobles

El síndrome del abuso lingüístico se reitera una y otra vez en los foros internacionales, y genera la parálisis de quien debería, con toda justicia, promover los derechos humanos sin complejos. Así, los regímenes que más se parecen al fascismo suelen acusar de «fascistas» a las democracias occidentales, y de ese modo generan una especie de escudo dialéctico que coloca a sus oponentes en el ubicuo banquillo de los acusados. Y los fascistas verdaderos festejan la reversión semántica.

Así, Ahmadineyad, quien invitó al Ku Klux Klan a un congreso de Negación del Holocausto, fue el orador central (20-4-09) del encuentro contra el racismo patrocinado por la ONU en Ginebra.

Cuando se llevan a cabo convenciones sobre los derechos de la mujer, en las que deberían combatirse los asesinatos «por honor familiar», la venta de niñas en «casamientos», la prostitución infantil, la clitoridectomía, la poligamia, la permisividad del Estado ante las golpizas a las esposas, irrumpirán en la ocasión los delegados de ayatolás y jeques para tapar la defensa de la mujer con diatribas contra «las atrocidades sionistas contra las niñas palestinas».

Del mismo modo, cuando se concreten iniciativas para proteger a los niños, en las que bien podría denunciarse el oprobioso fenómeno de los camelleros y de la venta de párvulos, estas denuncias terminarán ahogadas por los voceros de los regímenes más atroces, que estridentemente acusarán a Israel de «matar niños palestinos».

Los demócratas rehúyen a plantarse gallardamente, a veces porque sienten que deberán evitar el racismo y otros vicios similares, sobre todo desde que la Shoá revelara el nadir hasta el que las teorías raciales pudieron despeñarse.

Esta pusilanimidad descansa en la incorrecta suposición de que el racismo tiene algo que ver en el asunto.

Los mentados racistas (Platón, Gobineau o Nott) estaban muy equivocados, pero no eran sádicos. El sadismo, característico del nazismo, no se relaciona con el supuesto «racismo» de la «ideología», sino con su fanatismo y su judeofobia.

Llamar «racista» al nazi es otro modo de desjudaizar el Holocausto. Sólo en lo que concernía a los judíos fueron los nazis consistentemente «racistas», aun cuando, precisamente, los judíos no constituyen raza alguna.

Los principales aliados del Tercer Reich fueron Italia y Japón, pueblos supuestamente «inferiores», uno por latino y otro por oriental. Y adicionalmente se les adhirió otro pueblo supuestamente «semita» –los árabes. Cuando el líder de los árabes palestinos, Hajj Amin Al-Husseini, en mayo de 1943 visitó al jerarca nazi Alfred Rosenberg, éste le prometió que se daría instrucciones a la prensa para limitar el uso de la voz «antisemitismo» porque sonaba al oído como si incluyera el mundo árabe, que era mayormente germanófilo. Husseini participó del golpe pronazi en Irak en 1941, y residió en Alemania por el resto de la guerra. Reclutó a los voluntarios musulmanes para el ejército alemán y exhortaba al Reich a extender la «solución final a Palestina».

El hecho es que el odio nazi se focalizó en los judíos con la virtual exclusión de toda otra «raza» (incluidos los gitanos que, si bien fueron asesinados en masa, en la visión de los nazis no pasaron de ser marginales).

El descuido racial del nazismo se ve con la mera observación de las fotos del oscuro Hitler, el obeso Goering, el diminuto Goebbels y toda la morralla, pésima representante étnica del hombre boreal. Pocos cabecillas nazis podían ofrecer su retrato como ilustración para un manual de racismo alemán. Tanta muerte y desolación, tanta guerra y cámara de gas en nombre de la raza, pero no había raza. Había la codiciada posibilidad de torturar gratuitamente.

Las leyes de Nürenberg (1935) vinieron a excluir al judío de la sociedad, pero jamás pudieron ofrecer una definición racial del judío –sencillamente porque no la hay. Hermann Goering llegó a designar oficiales sin «credenciales arias». Su principal socio en la creación de la Luftwaffe, Erhard Milch, era de madre judía . Goering, a fin de «arianizarlo», obligó a la madre de Milch a firmar una declaración en la que hacía constar que su hijo era el fruto de una relación ilegítima entre su padre y otra mujer. Cuando se le objetó el procedimiento, su elocuente respuesta fue: «Wer Jude ist, bestimme ich» («Quien es judío, lo decido yo»).

Incluso Hitler cayó ocasionalmente en ese oportunismo, lo que muestra una vez más que el nazismo no era una «ideología» sino un mero frenesí atropellador. Durante las elecciones presidenciales del 13 de marzo de 1932, el candidato Theodor Duestenberg fue denunciado por círculos nazis por «tener un abuelo judío». Hitler eventualmente le envió sus disculpas por la difamación, pero en cuanto Duestenberg perdió valor político, el Führer volvió a hacer correr los datos de su «impureza racial».

No fue debido al racismo que los nazis odiaban a los judíos, sino al revés: para ejercer su loca judeofobia utilizaron argumentos racistas. No fue para adquirir poder que los nazis atacaron al «chivo expiatorio» judío, sino por el contrario, según escribiera Hitler en su diario, en abril de 1945: «Por encima de todo, encargo al gobierno y al pueblo a resistir sin misericordia al envenenador de todas las naciones, el judío internacional».

Hoy, sus herederos se llenan la boca de atacar al sionismo, pero el ardid ya fue dirimido por uno de los máximos luchadores contra el racismo, Martin Luther King: «dicen que critican al sionismo, pero se refieren a los judíos».

La lucha contra el racismo ha sido secuestrada por los más virulentos violadores de los derechos humanos, y por ello una convención reunida en Ginebra para promover el antirracismo, pudo ser utilizada para promover las metas del extremismo islamista: tachar a las democracias occidentales de «fascistas», incitar a la destrucción de Israel, anhelar la charía con sus penas de latigazos, apedreamientos y mutilaciones. Y quien ose objetarlos, que sea tildado de racista, y a otro tema.

 

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