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El Catoblepas, número 90, agosto 2009
  El Catoblepasnúmero 90 • agosto 2009 • página 2
Rasguños

Enlaces covalentes

Gustavo Bueno

Prólogo solicitado por Juan Luis Galiacho para su libro, de próxima aparición en La esfera de los libros, que los servicios jurídicos de la editorial aconsejaron no publicar junto con los pasajes de Galiacho en los que aparece el término «braguetazo»

Portada de la revista El Jueves de octubre de 2008 cuyo secuestro fue denegado por un juez

Juan Luis Galiacho, en la vanguardia del periodismo de investigación de nuestros días, nos ofrece en este libro (cuyo manuscrito he leído aún sin título) un análisis preciso y detallado de una docena de pares de nombres propios de diferente sexo, enlazados por un guión, tales como Elena Ochoa-Norman Foster, Alejandro Agaz-Ana Botella, Adriana Abascal-Juan Villalonga, &c.; también habría podido incluir pares de términos tales como Letizia Ortiz-Felipe de Borbón, pero acaso no pares de términos como Julián Muñoz-Isabel Pantoja.

En efecto, el guión no parece simbolizar aquí simplemente la relación de «pareja de hecho» entre individuos (es decir, entre átomos, si nos atenemos a la traducción de Boecio) heterosexuales o bien homosexuales, porque precisamente en la «relación de pareja» la singularidad de los términos se desdibuja. Cuando alguien dice: «Me fui de fin de semana con mi pareja», o «vivo con mi pareja», es porque considera irrelevante el nombre propio de esa pareja, incluso en el caso de que los lazos afectivos con ella sean muy fuertes; el guión parece simbolizar, por de pronto, un enlace matrimonial heterosexual, en el que los términos figuran con nombres propios (entre otras cosas porque se supone que han firmado capitulaciones).

Estos son enlaces que desde hace ya más de un siglo (por lo menos, desde las Afinidades Electivas de Goethe) se han comparado con los que tienen lugar entre ciertos elementos químicos; en nuestros días se dice con frecuencia que hay «química» entre determinadas personas. Si pudiéramos precisar algo más, añadiríamos que se trata de enlaces covalentes, pero no en el sentido que mantienen dos átomos de hidrógeno en la molécula estable de H2, sino en el sentido del «enlace covalente con carácter iónico» existente entre los átomos de hidrógeno y de cloro que forman la molécula del ácido clorhídrico, HCl, enlace que, según dicen los científicos, no es estrictamente covalente ni tampoco iónico puro.

En los enlaces que en este libro se analizan, los individuos, es decir, los átomos que constituyen la molécula, no pierden su configuración nominal, sino que mantienen su «personalidad» propia, y aún la refuerzan mediante el enlace. Y aunque Galiacho no mete en el mismo saco a los seis primeros enlaces que analiza en los correspondientes seis primeros capítulos de su libro, y a los seis enlaces que estudia en el último capítulo bajo el rótulo de «cónyuges de», sin embargo los individuos o átomos de este último capítulo siguen viéndose como «ex-», es decir, mantienen un enlace con el otro individuo átom@, con la singularidad definida contenida en la expresión «mi ex». En cualquier caso, los enlaces se han establecido con gran publicidad, muchas veces mediante ceremonias nupciales resonantes, tanto por la categoría de los invitados-catalizadores, como por la cuantía de la energía (medida en millones de euros) que fue preciso aportar a la «reacción».

Los enlaces covalentes estudiados por Galiacho van referidos a personas con nombres propios muy conocidas en la democracia española en la que vivimos, que ha alcanzado ya la velocidad de crucero propia de un estado de bienestar. Pero no son conocidas solamente por su presencia en la televisión o en el couché. Esta presencia será para ellos condición necesaria, pero no es suficiente.

Aunque Galiacho no ofrezca explícitamente los criterios de selección de las parejas que él ha utilizado, parece bastante claro que los «enlaces covalentes» que él analiza tienen un cierto rango, el propio de la gente distinguida, en función del cual quedan excluidas multitud de parejas muy famosas en los medios pero que alguien llamaría «de escalera abajo».

El rango de los enlaces estudiados en este libro acaso deriva directa o indirectamente de la afinidad de sus términos con los valores más tradicionales de la «alta sociedad», con valores afines a la aristocracia de sangre (por lejana que sea), por la afinidad con la política, con el poder político de rango estatal (no basta con el rango autonómico, ni menos aún con el municipal, que afecta por ejemplo a Muñoz y a la Pantoja), y afín con la llamada «alta cultura» (no basta la cultura del pop o del rock, sino la que tiene que ver con la pintura adquirida en subastas millonarias, o con la que emana de la llamada «ciencia», aunque sea la ciencia del sexo).

Los enlaces covalentes que estudia Galiacho no son, en ningún caso, «moléculas» pertenecientes a la llamada, desde tiempos de Veblen, «clase ociosa». Los individuos o individuas que aquí aparecen enlazados por el guión tienen poco que ver con los que convivían en la Marbella de Jaime de Mora y Aragón, Gunilla von Bismarck o el llamado «Ole Ole» (desde los tiempos en los que le conocí en un Colegio Mayor de Madrid), ejemplos insignes de moléculas pertenecientes a la clase ociosa.

Sin perjuicio de sus yates, aviones privados, mansiones espectaculares, fincas, fiestas de elegancia indiscutible, son también personas activas en sus empresas, funciones públicas, actividades culturales, incluso a veces son «adictos al trabajo», y casi siempre, con preocupaciones «humanísticas», vinculadas con oenegés que tengan que ver algo con Teresa de Calcuta, Vicente Ferrer o el padre Ángel (las «parejas simples» se vinculan más bien con oenegés que tengan que ver con subsaharianos y otros «negritos» del África tropical).

No entraremos aquí en la cuestión de si los enlaces de rango que se dan en el ámbito de la democracia española homologada de nuestros días han sido seleccionados por el autor por su condición de gentes de la derecha o de gentes de la izquierda, de gente afín al PSOE o al PP. Habría mucho que decir sobre el particular si no estuviéramos paseando por un prólogo.

Acaso el rasgo común a todos estos enlaces covalentes, que se hacen y deshacen en las capas más altas de nuestra democracia coronada, sea este: que tales enlaces no constituyen un mero accidente para los individuos (átomos) o las individuas (átomas) enlazados, sino que constituyen la condición para la cristalización de una cierta plataforma de acción desde la cual los elementos enlazados podrán llevar a cabo sus proyectos más personales o, como gustan decir, su «realización personal».

Cada uno de estos términos, al unirse al otro, logra alcanzar unas posibilidades que, al margen de la relación, no hubiera encontrado.

Y lo interesante es precisamente esto, más que la eventual novedad de la entidad compleja o molécular resultante del enlace (la novedad que correspondería a la molécula del agua resultante del enlace covalente del hidrógeno y el oxígeno). Hablando de lo que aquí llamamos la «molécula Adriana Abascal-Juan Villalonga» dice el autor: «Hoy constituyen el máximo exponente de una pareja donde la belleza trepa al poder y el poder se deja atrapar. Juntos quieren volver a formar parte de los círculos sociales y de mando.»

No se trata, sin embargo, de enlaces en los cuales el poderoso eleva a una belleza anónima a las alturas de su pedestal; no estamos en la sociedad de la época de la Cenicienta. Aquí, en nuestra democracia, cada cual tiene ya un «nombre público», más o menos esbozado, y logra, con su enlace matrimonial, potenciarlo de un modo que no hubiera podido lograr en solitario o por mero «emparejamiento». Para cada cónyuge el matrimonio covalente representa, desde el punto de vista de su personalidad pública, lo que pudiera significar un lanzamiento o un pelotazo en la vida de un hombre de los negocios, y Galiacho utiliza de vez en cuando estos conceptos.

También utiliza el concepto de «braguetazo», y no sólo en el caso particular del enlace entre «Alejandro Agaz-Ana Botella: el braguetazo de Aznar» (cuya mención, habrá que decirlo, está un poco traída por los pelos, pues no afecta directamente al que fuera presidente Aznar, sino a través de su hija Ana Aznar o de su yerno). Podría decirse de algún modo –como me lo dijo el propio autor hace poco, en Aranjuez– que los doce casos analizados en su libro son «casos de braguetazos».

Pero de braguetazos, habría que añadir, no sólo directos, sino por así decir recíprocos o inversos, puesto que los braguetazos de que hablamos no comprenden sólo el «casarse un hombre pobre con mujer rica» (como lo define el suplemento a la decimoséptima edición del diccionario de la RAE de 1947, que es la primera en la que la Academia recogió el término; un término que continúa con alguna variante de interés en la vigésima segunda edición de 2001: «Dar braguetazo un hombre. 1. loc. verb. coloq. Casarse por interés con una mujer rica»), sino también el casarse una mujer de menos rango (aún siendo rica) con otro de mayor rango, como es el caso de la llamada «Letizia venezolana», quien, como nos dice Galiacho, habría dado un braguetazo al casarse con Luis Alfonso de Borbón Martínez Bordiú, bisnieto de Alfonso XIII y del General Franco; suponemos que Galiacho, con la expresión «Letizia venezolana» quiere aludir delicadamente al enlace de Doña Letizia Ortiz con el Príncipe Felipe, enlace que también podría considerarse como un caso de braguetazo recíproco, con más propiedad que hablar en aquel caso del «braguetazo de Aznar».

A los gramáticos habrá que dejar la tarea de dilucidar si este braguetazo que llamamos inverso habría que interpretarlo como una ampliación, por inversión, del concepto originario, o bien si no cabría acuñar, como más propio, el término «bragazo», como derivado de braga y no de bragueta, salvo que la derivación se tome del propio término «braga», pero ampliado. Porque el Diccionario de Autoridades de 1726 definía así la bragueta: «La abertura y división que se hace en el medio de las bragas, o calzones, por la parte anterior y superior, para poderlos vestir, y para otros precisos usos de la naturaleza. Llámase también manéra.»

Pues el derivado bragueta, que procede de braga (pero tomado en un supuesto sentido restringido a la prenda del varón), aparece ya en el citado Diccionario de Autoridades como componente del sintagma «Hidalgo de bragueta»: «Se dicen los hijos varones de un matrimonio, que han llegado, o pasado del número de siete, los cuales por la ley son libres de pechos y tributos. Lat. Li., qui ob septem filios ab uxore habitos, ex vectigalium pensione eximuntur.»

Sintagma que se recoge en sucesivas ediciones del diccionario oficial, incluso en la edición «republicana» de 1936, y aún en la de la democracia de 1984, aunque luego introduce variaciones, fruto sin duda de sesudos debates académicos (edición de 1780: «Hidalgos de bragueta. Se llaman ciertos hombres llanos, que por tener un número de hijos varones gozan del privilegio de nobles en cuanto a los pechos y cargas; lo que concedieron los Reyes para aumentar la población de España, para que con este y otros privilegios se casasen los hombres mozos, con esperanza de tener el número de hijos varones que se requiere, que algunos creen son siete»; en la de 1936: «Hidalgo de bragueta. Padre que por haber tenido siete hijos varones consecutivos en legítimo matrimonio, adquiría el derecho de hidalguía»; todavía en la edición de 2001 hidalgo es «persona que por su sangre es de una clase noble y distinguida», aunque posteriormente los ingeniosos académicos, presionados sin duda por el socialismo ambiente, han enmendado la definición anterior introduciendo el pretérito en la definición: «Hidalgo. Persona que por linaje pertenecía al estamento inferior de la nobleza»).

La expresión «hidalgo de bragueta», si los gramáticos nos permiten expresar nuestra opinión, podría considerarse como la «premisa conceptual» del más tardío derivado «braguetazo» que nos ocupa, y esto, por lo que de «sinécdoque reductiva», del todo a la parte (con connotaciones degradantes y aún soeces), esta sinécdoque encierra. Como ocurre con la expresión «capitán de cuchara», destinada a marcar las diferencias entre el capitán de Academia, de estirpe o estudios superiores al oficial de estirpe plebeya, mucho más próximo socialmente al rango de los suboficiales, sin perjuicio de su superior graduación.

La expresión «hidalgo de bragueta», en efecto, subrayaba mediante una «sinécdoque soez» la condición plebeya que mantiene quien, sin embargo, había alcanzado privilegios propios del hidalgo de sangre.

Y esta misma conceptualización por sinécdoque reductiva y soez es la que inspiró sin duda el derivado braguetazo, que en el diccionario de la Academia no aparece hasta la edición de 1947, y se mantiene en la actualidad con alguna variante. 1947: «Dar braguetazo. Casarse un hombre pobre con mujer rica»; 1983: «Dar braguetazo. Casarse por interés un hombre con mujer rica»; 2001: «Dar braguetazo. Casarse por interés con una mujer rica.» Observamos que en esta última definición desaparece, sin duda para evitar la redundancia, el hombre que se casa con la mujer rica: es de esperar una enmienda que tenga en cuenta la nueva situación de los matrimonios homosexuales de Zapatero, con los ajustes necesarios de braguetas y de bragas, que en todo caso servirán para ampliar definitivamente el concepto de braguetazo, en consonancia con las directrices del Ministerio de Igualdad.

En cualquier caso el derivado «braguetazo» es sin duda anterior a 1947, fecha en que lo incorporó la Academia en su diccionario. Y acaso su fuente está en alguna región de Hispanoamérica, si se tienen en cuenta los primeros textos literarios que lo documentan. Aparece por ejemplo en 1927 en Tirano Banderas de Valle-Inclán: «Niño Santos se retiró de la ventana para recibir a una endomingada diputación de la Colonia Española: el abarrotero, el empeñista, el chulo del braguetazo, el patriota jactancioso, el doctor sin reválida, el periodista hampón, el rico mal afamado, se inclinaban en hilera ante la momia taciturna con la verde salivilla en el canto de los labios.» En El huerto de mi amada de Bryce Echenique leemos: «Y la gente se mataba de risa, y todos ahí se decían: El gusto es entero, enterito mío, o eso te pasa por impresentable, Ramón, pero lo cierto es que el whisky corría en cantidades industriales y que dos españolones recién desembarcados en busca de América y un trabajito o un braguetazo, optaron aquella noche por clavar su pica definitiva en Lima, ¡coño!, porque aquí hasta los músicos beben whisky, ¡verdad!, ¡coño!, ¡y tan verdad como que yo aquí me quedo, joder!, ¡y a esto sí que le llamo yo descubrir América, coño!, pero dime, tú, Joaquín, ¿y qué serán esas jarras de líquido azul?»

Y como ejemplo muy claro de braguetazo hispanoamericano cabría citar el que dio Antonio López López (desde 1878 primer marqués de Comillas). Leemos en el artículo que le dedica el Averiguador: «De nuevo en Cuba se estableció en Santiago, menos abastecida que La Habana, dedicándose al comercio de todo tipo de objetos: pacotillas, ropa, alimentos, &c. Pronto se casó con una rica cubana de origen catalán, Luisa Brú Lassús, es decir, dio el braguetazo, para decirlo con fórmula que Valle Inclán utilizaría en Tirano Banderas, quitando lo de chulo.» [http://www.filosofia.org/ave/001/a173.htm]

Apoyados en estas referencias (y en otras muchas que cabría señalar) fundamos nuestro juicio sobre el carácter reductor de la expresión «dar el braguetazo», aunque se amplíe con el braguetazo inverso, propio también de los matrimonios morganáticos vistos desde el punto de vista de la mujer.

Porque la sinécdoque retórica envuelve obviamente la intención de reducir estos enlaces covalentes al terreno subjetivo genital asociado a la bragueta; intención que tiene mucho que ver, sin duda, con el resentimiento o con la envidia de los iguales que, sin embargo, no han logrado mejorar de modo espectacular su situación social o económica, por no contar con una bragueta adecuada.

Pero, al margen de estas intenciones de la sinécdoque, propias del psicoanálisis profesional o mundano, y de su naturaleza soez, lo que nos parece cierto, desde una perspectiva materialista, es que una tal reducción puede poner en peligro la apreciación de los componentes objetivos constitutivos del proceso de los enlaces covalentes de los que estamos hablando.

No se trata, por mi parte, de «reivindicar el mérito» de quienes han logrado elevarse socialmente mediante un enlace covalente en el sentido dicho, por cierto, en expresión no menos metafórica que la de braguetazo. Cabe incluso, desde la conceptualización «enlace covalente», alcanzar un «desprecio» aún mayor respecto de los actores del enlace que el que pudiéramos alcanzar mediante la «conceptuación genital», por la sencilla razón de que lo que ahora nos será dado despreciar será antes el medio social y cultural que cataliza estos enlaces covalentes que a los actores individuales que intervienen en el enlace.

El interés del libro de Galiacho, y el mérito del propio Galiacho, como autor suyo, lo haríamos consistir precisamente en esto: el haber seleccionado de un campo de estudio muy rico de materiales y el haber analizado los casos seleccionados de modo contrastado y detallado, analizando las redes que van surgiendo como las dendritas de las neuronas de las actividades de las personas y de los grupos sociales que se hacen visibles al contemplar el reverso del tapiz que cuelga de nuestro Estado de Derecho. Un reverso que no es tanto una pars pudenda (privada) del tapiz, puesto que vista por los actores desde su anverso resulta ser la parte privada o íntima más luminosa del estado de bienestar en el que viven y se afanan, para dar verdadero sentido a la vida de los protagonistas.

Y los análisis que Juan Luis Galiacho nos ofrece en este libro son imprescindibles para entender el funcionamiento de la realidad en la que vivimos, y a la que llamamos «nuestro presente democrático».

Niembro, 9 de julio de 2009

 

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