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El Catoblepas, número 91, septiembre 2009
  El Catoblepasnúmero 91 • septiembre 2009 • página 14
Libros

Memorias de un progre británico
que queda desengañado

Felipe Giménez Pérez

Sobre El desencanto, de Andrew Anthony,
Planeta, Barcelona 2009, 376 páginas

Andrew AnthonyAndrew Anthony

Es aleccionador y esclarecedor para la comprensión de nuestra época el leer las memorias de individuos miembros de sociedades políticas en las que aparece y se manifiesta el tema de la conversión a una nueva ideología política después de haber profesado previamente otra opuesta o también el tema del desengaño o decepción política. Instalado que está uno en una doctrina política o concepción del mundo, el devenir de los acontecimientos vitales, personales, individuales o públicos y nacionales determina un progresivo deterioro de las coordenadas o parámetros valorativos desde los que se evalúa la realidad política, conduciendo, finalmente, al abandono de la posición política propia que se tenía inicialmente y a la adopción de otra nueva ideología política o concepción del mundo. Es la conversión. Se abandona la ideología que se profesaba por sus insuficiencias y contradicciones internas y se adopta una nueva.

En el siglo XX, siglo ideológico por excelencia, los cambios ideológicos de los individuos han sido frecuentes en Occidente. Normalmente los cambios son desde el socialismo, comunismo, anarquismo hacia el fascismo, conservadurismo o liberalismo. El camino opuesto es difícil y se da poco estadísticamente hablando. Mayoritariamente se va de izquierda a derecha y casi nunca de derecha a izquierda. Esto nos indica de alguna manera que tal movimiento y en ese sentido precisamente indica el movimiento de la sensatez y del buen sentido. Se comienza siendo un ingenuo o ignorante idealista y sentimental y romántico y la ilustración determina el decantamiento por las opciones sensatas y razonables, realistas. Es un movimiento tan frecuente, que nos dice mucho a favor de ser liberal, conservador y de orden como alternativa política realista y adaptada al capitalismo de mercado pletórico de bienes de las sociedades políticas democráticas occidentales, ya sean éstas parlamentarias o presidencialistas. Como decía Willy Brandt, «Quien de joven no es comunista, es que no tiene corazón. Quien de viejo es comunista, es que no tiene cabeza.»

En El desencanto de Andrew Anthony, un ex progresista británico nos cuenta su proceso de cambio ideológico en dirección al liberalismo conservador y de orden a raíz de un acontecimiento decisivo: los ataques aéreos suicidas musulmanes contra las Torres Gemelas de Nueva York el día 11 de septiembre de 2001. Andrew Anthony descubre aquí el verdadero rostro humano de los progresistas o revolucionarios: Son antinorteamericanos y proislámicos. El odio irracional hacia los EE.UU. por parte de los progresistas y de los reaccionarios de todo tipo suscita la curiosidad. Cuando tienen lugar los ataques del 11 de septiembre de 2001, la prensa izquierdista-progresista, socialdemócrata sostiene que los EE.UU. son los culpables de lo que les ha pasado. La gran mayoría de las opiniones publicadas son antinorteamericanas. Andrew Anthony contempló cómo se le derrumbaban sus ídolos uno tras otro: el antiamericanismo, el odio a Israel, el relativismo moral y cultural y los tópicos ideológicos progresistas que desembocan en un lenguaje políticamente correcto. «Yo no podía cuestionar estas verdades adquiridas sin poner en cuestión mi propia identidad. Y me sentía demasiado cómodo viéndome a mí mismo como un hombre de bien, alguien que piensa lo que hay que pensar, como para arriesgarme a desbaratar esa imagen» (pág. 33). Estos cambios algunas veces pueden resultar traumáticos desde el punto de vista de la psicología y de la psiquiatría. Es incómodo reconocer que se ha metido la pata, que se ha equivocado uno radicalmente, que se ha vivido engañado, en el error. «En cierto sentido, el 11 de septiembre fue el último asalto, una afirmación mortífera de una nueva realidad, o más bien una realidad que ya existía pero que preferíamos no ver. Durante muchos años yo había absorbido una noción del progresismo que era pasiva, derrotista, impregnada de culpa. Los sentimientos de culpa dominaban mi visión del mundo: culpa por el pasado colonial, culpa por ser blanco, culpa por ser de clase media, culpa por ser británico» (pág. 33).

Cuando se es progresista, uno se ve obligado a reinterpretar la realidad desde la Weltanschauung progresista y si los hechos no se ajustan a tales interpretaciones, pues peor para los hechos. Cuando los hechos desmienten las valoraciones progresistas, se vive en un estado de autorrepresión permanente, autocensura para evitarse uno a sí mismo el mirar a la verdad cara a cara y sin máscaras. Es una situación neurótica o paranoica desde un punto de vista psicológico la que vive el individuo poseído por el progresismo. Se vive en una negación consciente o inconsciente de los hechos. El progresista vive intentando imponer a la realidad su concepción del mundo y autoengañándose al respecto y diciéndose a sí mismo que todo está bien y es correcto. Finalmente, el progre se calla y guarda silencio para evitar la contradicción. Se forma una capa coriácea, una coraza para aislarse de evidencias desagradables. La ideología constituye la subjetividad del individuo. «Para muchos de los que gustan de considerarse amplios de miras, la visión progresista de izquierdas se ha convertido casi en una segunda naturaleza. Más reflexiva que reflectante, es una actitud que ha logrado sofocar el debate entre la gente de izquierdas. Y es más, como esa actitud es nebulosa, ya que para la mayoría no va ligada a ninguna doctrina concreta, es elástica y adaptable. Precisamente porque tiene ese pequeño margen de maniobra, el pensamiento liberal de izquierdas ha sobrevivido a los estragos del comunismo, al hundimiento del comunismo y al triunfo de la economía de mercado sin tener que revisar seriamente sus presupuestos» (pág. 35). Andrew Anthony sin embargo se autodescribe como un liberal de izquierdas, a pesar de que ya ha cruzado el rubicón de una posición antiprogresista. Andrew Anthony se siente culpable de izquierdas. Los izquierdistas se sienten culpables. Tienen que sentirse culpables. «Es tan esencial para la sensibilidad progresista occidental que, en nuestros países, ser de izquierdas y no sentirse culpable es un oxímoron, como ser filántropo y no tener dinero o ejercer de puta y ser casta» (pág. 36). En el fondo, ser de izquierdas es sentirse culpable o, como diría Nietzsche, ser un resentido.

Un varón blanco, británico, debe sentirse culpable por ser un privilegiado explotador y gozar de ventajas inmerecidas. Sin embargo, Andrew Anthony era un blanco británico de origen humilde, así que no gozaba de tales ventajas que hacían que se sintiera culpable como todo buen progre.

Empezó a estudiar en el Instituto en 1973. Es la época de la moda consistente en adoctrinar a la gente en la enseñanza, época, no se olvide, en la que aún vivimos. No se trata de corregir la ortografía, sino las injusticias sociales. De ahí viene la estúpida expresión «Enseñanza compensatoria» consistente en que se consuela al alumno respecto de su situación social con la enseñanza. No te podemos hacer rico, pero mira, te vamos a compensar con un cursillo adecuado. Esta moda progre sigue existiendo en España dominando la enseñanza. Como bien dice Andrew Anthony, la enseñanza secundaria, era una especie de enseñanza rebajada para las clases subalternas. Esto se puede predicar exactamente también de la enseñanza secundaria realmente existente en la España de hoy. En el instituto no se cultivaba la excelencia ni la competitividad. Lo único que se podía hacer en el instituto era pegarse. Violencia entre los alumnos y violencia contra los profesores. Es la enseñanza progresista avanzada. «Se podría describir a la mayoría de los profesores como progres bienintencionados, aunque no particularmente trabajadores y manifiestamente poco dotados para la docencia» (pág. 48). Por lo demás, no se apreciaban en su ambiente social de clase obrera las palabras eruditas ni la elocuencia.

«A los quince años el orientador escolar me aconsejó que me hiciera carrocero en un taller local de reparación de coches. Esto no me facilitaba el acceso a una clase económica distinta» (pág. 53). Estaba clara la cosa para este hombre entonces. Era una disyuntiva clara: «Así pues, la bifurcación ante la cual me encontré a los quince o dieciséis años fue más una cuestión de perspectiva social que de movilidad social. La decisión era si mantenerme fiel a mi ambiente, encerrado en mí mismo, bibliofóbico, saturado de televisión, vagamente racista, sin ambiciones intelectuales, centrado en el pub y pasivamente resentido, o adoptar formas de relacionarme con el mundo más acordes con las de mis nuevos amigos pijos, que eran permisivos, abiertos, amantes de los libros, de las nuevas experiencias, fumadores de hierba, inquisitivos y antirracistas» (pág. 53).

Este hombre desdichado se hizo progresista. En su barrio nadie tenía la sensación de que debía pedir disculpas por ser blanco y británico. Ser negro era lo mejor. Ser blanco era ser frío, aburrido y seguro. Empezó pues, a ver a los negros como a víctimas. Comenzó a tener amigos burgueses blancos que admiraban a los negros como portadores de todos los valores positivos. Tuvo que empezar a trabajar en los almacenes Harrods y posteriormente, a los veinte años volvió a la escuela. Allí la prioridad era la ideología y lo último el trabajo. Vamos que ya estaba introducido en la política izquierdista, revolucionaria, progresista, sí, vamos todo ese mundillo de la extrema izquierda. Hacia finales de los años ochenta, Andrew Anthony advierte que las izquierdas, sobre todo la socialdemócrata, representada por el Partido Laborista, han perdido ya la fe en la clase obrera, que no existe, por lo demás y que admiten que la sociedad está fragmentada en grupos de intereses distintos y contradictorios entre sí.

A mediados de los años ochenta, Andrew Anthony se licencia en Historia y Ciencias Políticas y se marcha a Nicaragua a hacer turismo revolucionario. Todo se reducía a la consigna política nicaragüense «patria o muerte». Eso simplificaba las cosas. Así que decidió ir para luchar contra el imperialismo occidental y contra la injusticia.. En la brigada de trabajo británica había de todo tipo de individuos desde el punto de vista ideológico. «Uno de los principales blancos de nuestras críticas eran los miembros de la brigada que se habían erigido en «policía cultural del imperialismo». Era la gente que constantemente advertía contra la influencia corruptora que el comportamiento de la brigada podía ejercer sobre la población local» (pág. 93). O bien se creía a los sandinistas o bien no se les creía. Se buscaba creer a los sandinistas por razones ideológicas y de partido. «En Recuerdos de la guerra civil Orwell escribió: «Pero lo que me impresionó y me ha impresionado siempre desde entonces, es que uno sólo se cree o duda de las atrocidades basándose en sus preferencias políticas. Todo el mundo se cree las atrocidades del enemigo y se niega a creer las del propio bando, sin molestarse siquiera en examinar las pruebas» (pág. 97).

Tras retornar a Gran Bretaña, Andrew Anthony llega a ser periodista. Es con los atentados del 11 de septiembre de 2001 cuando sus convicciones ideológicas progresistas se van derrumbando paulatinamente. Es éste un proceso largo, de conversión o de desprogramación. «El proceso de cambiar la propia mentalidad pocas veces es una conversión tan rápida como la de Damasco. Normalmente, hay demasiado orgullo intelectual y demasiada inversión social o profesional como para echar al cubo de la basura unas ideas que uno ha mantenido durante mucho tiempo. Incluso cuando ya no podemos persuadirnos a nosotros mismos de la validez de un argumento, muchas veces nos resistimos a abandonar una posición desacreditada porque hacerlo llevaría consigo desertar de nuestra tribu ideológica. Parece desleal, parece una traición a unas ideas compartidas» (pág. 152). Uno de estos tópicos ideológicos de los progresistas era la tesis del multiculturalismo. El multiculturalismo sostiene que en la sociedad multicultural no hay una cultura dominante, sino una multiplicidad de culturas yuxtapuestas y cerradas entre sí como esencias megáricas con sus propias costumbres, moral, y leyes incluso. «La idea de que en el toma y daca del intercambio cultural los recién llegados estaban obligados a tener en cuenta las costumbres y valores locales se tachaba casi de racismo soez» (pág. 155). El caso de Salman Rushdie es un caso terrible que indica en qué consiste el Islam y sus consecuencias prácticas. «Sí. Un ciudadano británico estaba amenazado de muerte en su país, obligado a vivir las veinticuatro horas del día bajo protección policial, porque un líder religioso iraní –un hombre que había escrito sobre temas de tanta enjundia como en qué condiciones estaba permitido practicar el sexo con una cabra– había declarado que el novelista tenía que morir por haber descrito en su novela una determinada secuencia de un sueño ficticio» (pág. 160).

Otro tópico del progresismo es el asunto del racismo. «La raza es el fantasma de la máquina social. Todo el mundo sabe que está ahí, pero nadie, a pesar de los denodados esfuerzos es capaz de atraparlo, y menos aún de «tratar» con él» (págs. 177-178). Los progresistas creen que la raza es un invento ideológico. Los progresistas no reconocen diferencias objetivas entre los diversos individuos humanos. En las escuelas ha habido iniciativas antirracistas y difusión y propaganda de la conciencia de la diversidad. Sin embargo, «pese a la aparente disminución del racismo, los chicos afrocaribeños obtienen resultados notablemente peores, sobre todo si se les ante la leycompara con el rendimiento académico de los chicos de otros grupos étnicos, como los indios y los chinos» (pág. 181).

Según los progresistas, la explicación es muy sencilla: el racismo no ha disminuido. Existe y es más sutil e igualmente a nivel institucional es igual de pernicioso que el racismo explícito que existía antes. Apelar al racismo para explicar estas diferencias es simplón y zafio. Los antirracistas siguen insistiendo y actualizan la definición de racismo. Ya no se trata de la discriminación, puesto que ya es inexistente. Ahora el racismo es tratar a todo el mundo igual. Lo racista es no discriminar. Se introduce así la discriminación positiva, como si la discriminación fuese alguna vez positiva.

El tema de la delincuencia y de la violencia ha contribuido también a despertar de su sueño dogmático a Andrew Anthony. Los progresistas dicen que el delincuente es bueno, es un buen salvaje. La causa de su actitud delincuencial es social, económica, política. El delincuente no es la causa de la delincuencia. Es inocente. Los hechos sin embargo contribuyen más bien a derrumbar su tesis. «Desde principios de los ochenta había habido un debate acalorado entre los criminólogos sobre la eficacia de la teoría llamada del «cristal roto». George Kelling y James Wilson, dos criminólogos americanos, fueron quienes popularizaron la idea. Aducían que los barrios que parecen descuidados o abandonados son más fácilmente objetos de delitos. Según Kelling, los delincuentes «se envalentonan por la falta de control social. Por eso se aconseja a la policía que actúe contra las conductas antisociales –grafitis, coches abandonados, los famosos cristales rotos– en un esfuerzo por prevenir la escalada hacia delitos mayores» (pág. 219). Este enfoque se consideraba conservador pero su adopción por varias ciudades de los EE.UU. tuvo un gran éxito. Esto a escandalizado mucho a los criminólogos progresistas. El problema es que los progresistas en el tema de la delincuencia están más con el delincuente y el delito que con la víctima del delito. No tienen nada que ofrecernos a los individuos de clase media frente al delito. La mayoría de las víctimas de los delincuentes por lo demás, son pobres. El progresista se cruzará de brazos y aceptará la fatalidad del delito. No será partidario jamás de tomar medidas duras, ni de la tolerancia cero frente al delito y los actos antisociales.

El Islam es la única religión de la Tierra que preconiza el Yihad o guerra santa, esto es, la conquista del mundo para conseguir que todos los hombres se hagan musulmanes. En Gran Bretaña, la tolerancia religiosa hacia el Islam se ha convertido en fomento del Islam. El Estado británico subvenciona escuelas islámicas. Como Gran Bretaña tiene más de cinco millones de musulmanes, conviene observar lo que ha pasado y pasa allí para ver si podemos aprender algo de ellos. Se denomina islamofobia por parte de los islamistas a todo aquello que no es favorable al Islam. Cuando no se siguen las consignas proislámicas, entonces se es islamófobo, igual que cuando en España no se siguen las consignas de los movimientos progresistas homosexuales, se es tildado de homófobo. Las izquierdas han caído en la estupidez del relativismo moral, político y cultural. Las derechas ahora resulta que defienden lo que antes defendían las izquierdas. «Hoy en día, por ejemplo, las ideas de la Ilustración sobre el sufragio universal y la igualdad ante la ley son vistas cada vez más por los progresistas como una forma de absolutismo secular. Al mismo tiempo, la izquierda y la derecha parecen haberse intercambiado los papeles. Defender los derechos de los homosexuales, la libertad de expresión y la igualdad de géneros parece ahora una posición de derechas, mientras que la izquierda defiende a los fanáticos religiosos, la censura y el separatismo cultural» (págs. 260-261).

Esta islamofilia del progresismo o socialfascismo desemboca en antisemitismo o judeofobia. «Cuando se trata de los asuntos de Oriente Próximo, lo típico es que solamente un terrible abuso cometido por el ejército israelí provoque la condena organizada de la progresía occidental» (págs. 262-263).

Los progres de la generación de 1968 han sido una catástrofe política y filosófica para Occidente. Nihilistas, pesimistas, irracionalistas, vitalistas. Antes, la Escuela de Francfort ya ejercitaba estos delirios ideológicos. En el caso de Michel Foucault, un nietzscheano, irracionalista y vitalista....Saludó la revolución teocrática islámica iraní de 1979 como una espiritualidad política. «Foucault no fue el primer intelectual, ni será el último, en adornar con sus colores una utopía antiliberal» (pág. 274). Siempre ha habido tontos útiles o compañeros de viaje de la barbarie y de la irracionalidad. En el caso de Europa Occidental, los terroristas islamistas tienen como aliados objetivos a los progresistas y a los revolucionarios izquierdistas.

Ya que estos intelectuales progresistas aman tanto al Islam por eso de que aborrecen el capitalismo, Occidente y el cristianismo, convendría que supieran que «En el mundo árabe, el número de libros traducidos al árabe desde la segunda guerra mundial hasta 2002 es menor que los traducidos al español en un solo año» (pág. 286). Con los bárbaros «No hay apaciguamiento que pueda modificar sus creencias, y sus creencias son las que determinan sus acciones» (pág. 303).

Andrew Anthony decidió escribir el libro cuya recensión tiene el lector ante sí cuando los fanáticos musulmanes montaron en cólera cuando se publicaron las caricaturas de Mahoma en una revista danesa. Era la vuelta de la censura. Los progres se habían hecho reaccionarios. Preferían la censura islámica a la libertad de prensa. Preferían la Charia antes que las leyes liberales. La religión goza de más protección frente a los insultos que los grupos políticos laicos como comunistas, liberales, socialistas, fascistas... Nos olvidamos sin embargo del antisemitismo judeofóbico musulmán y árabe. Las viñetas antisemitas en el mundo árabe y en la prensa española son más zafias y de peor gusto que las viñetas de Mahoma y son viñetas dignas de la prensa nazi o de Julius Streicher. En fin, todos estos temas o tópicos progresistas y algunos más así como las vivencias personales del autor, terminaron por inclinarle a convertirse en un hombre cabal en política, esto es, en un liberal, conservador y de orden. Un nuevo testimonio autobiográfico en contra de la estupidez progresista.

 

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