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El Catoblepas, número 94, diciembre 2009
  El Catoblepasnúmero 94 • diciembre 2009 • página 3
Guía de Perplejos

Del insultar

Alfonso Fernández Tresguerres

Del insulto considerado como una vulgaridad y como una de las bellas artes

Es cierto que el insultar se encuentra aparejado, por lo general, a una serie de rasgos característicos: acaso un determinado tono de voz, no precisamente amable; la introducción, con frecuencia, de alguna expresión soez o grosera; quizá la afirmación de algo falso, y tal vez hasta injurias y calumnias… Creo, sin embargo, que ninguno de tales rasgos resulta esencial al insulto mismo: puede que lo que se diga no contenga falsedad alguna, ni mucho menos constituya injuria o calumnia de ningún tipo: hay insultos, en efecto, que no son una calumnia, sino una definición; cabe insultar, asimismo, sin el menor aspaviento verbal, con un tono de voz contenido y pausado, y hacerlo, además, con exquisita educación, y sin servirse para ello de un lenguaje zafio o soez.

Los primeros rasgos son constitutivos, es verdad, del insulto burdo y fácil, que no hace sino poner de relieve las escasas luces y la nula capacidad retórica o dialéctica de quien los profiere, al tiempo que manifiesta su rotunda incapacidad para tratar de imponerse al otro por cualquier medio alternativo al mero intento de avasallarlo y hasta de inspirarle temor. Así es, ciertamente: los insultos de este tipo suele ir acompañados de amenazas, ya sean explícitas o implícitas, y más frecuentemente lo primero, y eso cuando no es, el insulto como tal, una amenaza en sí mismo. A mí me parece, no obstante, que más demoledor e hiriente resulta el otro, aquél que, para entendernos, y valga la paradoja, podemos denominar insulto educado. Es más, yo me atrevería a decir que un insulto es tanto más inofensivo cuanto más zafio; y al contrario, su rotundidad y molestia aumentan cuando lo hace la suavidad, educación y tranquilidad de quien insulta, y es insoportable cuando lo hace como solidarizándose y compadeciéndose del otro por padecer éste aquello que el insulto encierra.

Tuve en cierta ocasión la oportunidad de asistir a una escena muy representativa a este respecto. Discutían un individuo joven y otro mayor que, por edad, podría ser su padre, aunque no lo era, y esto es esencial para el suceso tal como se desarrolló. Ya no recuerdo qué debate se traían entre manos. Sé que la conversación se fue caldeando hasta el extremo de que en un momento determinado el más joven afirmó que la madre del otro practicaba, o había practicado, un oficio muy antiguo y no del todo bien visto. Éste, el mayor de los dos, permaneció unos instantes mirándole sin decir palabra, y luego, moviendo la cabeza de arriba abajo, no en señal de asentimiento, sino de pesar, sin elevar lo más mínimo el tono de voz y sin estridencias de ningún tipo, replico: «Antes de que nacieras ya le dije a tu madre que eras tonto». El insulto –no sé si se convendrá conmigo– es durísimo, y, por supuesto, mucho más duro que la mera grosería prorrumpida por el primero, máxime cuando, como quien no quiere la cosa, deja entrever que la madre de éste (del joven), si no con carácter profesional, se dedica al oficio antes aludido siquiera como aficionada, puesto que quien la puso sobre aviso acerca de la condición de su hijo no nato, da a entender que tuvo parte en ello, lo que sin duda, es razón suficiente para lamentar y manifestar su pésame por el hecho de que, finalmente, aquellas previsiones sobre el ser del vástago se hayan hecho realidad, a saber: que, sin duda alguna, es tonto. Tampoco está mal aquello que dice Mark Twain de un determinado individuo: que su madre habría hecho bien arrojándolo a la basura y quedándose con la cigüeña.

Se cuenta de José María Gil Robles (aunque yo creo haber leído u oído lo mismo atribuido a Churchill) que durante una sesión de 1934, mientras pronunciaba un discurso en el Congreso, alguien, desde lo más alto del hemiciclo, le interrumpió con un grito: «¡Su señoría es de los que todavía llevan calzoncillos de seda!». A lo que Gil Robles respondió sin inmutarse: «No sabía que la esposa de su señoría fuese tan indiscreta». En una línea muy similar a ésta se encuentra aquella anécdota que se atribuye a Disraeli. En cierta ocasión en que un adversario político le dijo que moriría en galeras o de una enfermedad vergonzosa, replicó: «Eso depende de si abrazo su política o abrazo a su señora». Algo así es lo que quiero decir. Y, en consecuencia, pocos son los que saben insultar, y muchos los que confunden el insulto con la mera grosería o intimidación. De este insulto burdo no hay que decir sino que es una mera vulgaridad; mas el otro, el que muy pocos saben emplear y que, repárese (no es una observación trivial), suele ser con frecuencia defensivo y utilizado como réplica a un insulto previo, yo no dudaría –parafraseando a Thomas de Quincey– en considerarlo una de las bellas artes.

Mas entonces, ¿qué es lo verdaderamente esencial de un insulto? Entiendo que no otra cosa sino el deseo de denigrar. No en vano el insulto conlleva, por lo general, la comparación del insultado con alguna cosa, situación o animal despreciables o particularmente molestos o desagradables. Y tampoco resultan infrecuentes las alusiones a cuestiones de carácter sexual, patologías o defectos –o supuestas patologías y defectos– de aquél a quien se insulta. Y esto, en último término, resulta asimismo común a las dos variedades de insulto antes señaladas, bien que el objetivo que se persigue tratan de alcanzarlo por caminos distintos y también disparejos respecto a su efectividad. Pero, en definitiva, insultar consiste básicamente en denigrar –o en intentar hacerlo–; y eso aun en el supuesto de que lo que se diga sea enteramente cierto. Y es que incluso a un tonto, aunque en verdad lo sea, tampoco hay por qué recordárselo: bastante desgracia tiene como para que, además, se le restriegue por las narices; y cuando así se hace, téngase por seguro que con ello no se busca propiciar su enmienda o su curación –la estupidez, en efecto, no tiene cura–, sino únicamente avergonzarle o denigrarle, vale decir, insultarle –suponiendo, claro está, que no sea tan tonto como para que hasta a eso resulte inmune, que casos hay–.

Pero si lo anterior puede considerarse que responde al para qué del insulto, falta saber el por qué. ¿Qué motivos existen para recurrir al insultar y por qué se hace?

La razón más noble (creo yo), o la menos innoble (si se prefiere decir en negativos), es la que asiste al insulto reactivo, es decir, cuando con un insulto se responde a otro. Se estará de acuerdo en que no es lo mismo insultar de motu proprio que hacerlo después de que uno haya sido insultado, como no es lo mismo agredir que defenderse. Acaso se diga que por comprensible que resulte tal reacción, existen otras respuestas posibles –y no estoy pensando, desde luego, en la buena educación y menos aún en la mansedumbre o el sometimiento–, algunas de las cuales podrían resultar incluso más afectivas y contundentes que el responder a un insulto con otro. Y yo no dudo que muchas veces sea así, por supuesto, pero otras hay en las que me parece que de un insulto no cabe defenderse sino insultando. En la situación a la que antes me he referido, ¿qué otra alternativa le quedaba al ofendido? ¿Argumentar que su madre nunca ejerció tal oficio? ¿O hacer tal vez lo que dicen que hizo Churchill (aunque de Churchill se dicen tantas cosas…) en una situación similar, cuando, a vueltas con el oficio de la madre, replicó a quien le insultaba: «Mi querido conciudadano, tenga por seguro que mi madre jamás ejerció tal profesión, pero defenderé con mi vida su derecho a pensarlo y a decirlo»? Hasta la flema tiene sus límites, no nos engañemos, y si tal proceder tiene sentido, y aún es buen proceder, para ganar votos, maldita la falta que nos hace a quienes ningún voto perseguimos ni anhelamos formar parte de una antología de anécdotas célebres. Y por eso, llegado el caso, también podemos recordarle a nuestro interlocutor que

«Ambos podemos decirnos denuestos sin cuento» [Ilíada, XX, 246],

porque

«Yo también soy muy capaz
de proferir tanto injurias como insultos» [Ilíada, XX, 201-202].

Pero fuera de esos casos puramente defensivos, yo creo que el insulto, como única elección y sin que se suscite como reacción a un insulto previo, pone de relieve una profunda impotencia por parte de quien hace uso de él: la impotencia de quien carente de argumentos no halla a su alcance, para tratar de imponerse al otro, más recurso que la agresión. Porque el insulto es, obviamente, una forma de agresión y un intento de dominar, aunque decir esto seguramente es redundante, porque la agresión, por supuesto, siempre que no sea reactiva, conlleva indefectiblemente el deseo de dominio sobre el otro, y acaso por ninguna otra razón se despliega.

Creo que era Freud el que decía que el primer individuo que insultó a su enemigo en lugar de arrojarle una piedra, fue el verdadero artífice y creador de la civilización. No me parece observación muy atinada. Entiendo que sea lo que sea eso que llamamos civilización no se avanza gran cosa hacia ella sustituyendo la piedra por el insulto (claro que tampoco se avanzó sustituyéndola por la espada o el fusil de asalto), porque se agrede no sólo con la mano, sino también con la palabra; y quién sabe si no es a menudo más doloroso lo segundo que lo primero. Mas como quiera que sea, una de las principales formas de agresión verbal (y a eso vamos) es el insulto. Y quien usa de tal recurso, declara su inferioridad respecto al insultado, porque con su actitud manifiesta que no dispone de ningún argumento sustancial con que hacerle frente. Mas no sólo esto: hace público, además, su pleno desconocimiento de los mecanismos que rigen la ironía o el sarcasmo, y, en consecuencia, su incapacidad absoluta para el manejo de los mismos, no quedando a su alcance más que la zafiedad y la grosería: la agresión, en suma, en una de sus manifestaciones más puras.

No puedo estar, por ello, de acuerdo con Schopenhauer cuando afirma que un insulto supone la pérdida del honor del insultado y que una grosería vence todo argumento y anula cualquier intelecto. Creo más bien que con el insulto pierde el honor quien insulta, y que una grosería, más que vencer todo argumento, indica que quien la profiere no dispone de ninguno, y más que eclipsar intelectos, proclama con todo vigor el eclipse del suyo. Más cerca se encuentran de la verdad quienes piensan (Diógenes el cínico era uno de ellos) que el insulto deshonra más a quien lo profiere que a quien lo recibe.

Algo, sin embargo, es cierto, y es que a un insulto o a una grosería no cabe responder con un argumento, no porque no se tenga, sino porque no procede. Cabe sólo la formulación de un entimema extremo, en el que todas las premisas se den por supuestas y aparezca explícita únicamente la conclusión; conclusión que dará a entender (sin decirlo expresamente) que quien nos ha insultado es lo que tengamos a bien querer decir que sea. ¿Insulto a su vez? Sin duda, más no necesariamente una calumnia. Se equivoca de nuevo Schopenhauer cuando afirma que un insulto es una calumnia abreviada. Lo es muchas veces, pero no siempre; otras hay en las que consiste en una definición abreviada, mas no por ello menos objetiva y real.

También es posible, desde luego, ignorar los insultos; y con algunos sujetos es quizá la mejor alternativa. Después de todo, siempre puede uno serenar el ánimo

«pensando que cumplen lo adecuado a ellos, como los perros si ladran» [Plutarco, «Sobre la paz del alma, 468C»].

Pero para hacerlo por principio hace falta una dosis de santidad y estoicismo que no se halla al alcance de todos. Lo que si se encuentra al alcance de todos es, como aconsejaba Mark Twain, esperar la ocasión oportuna y propinar un ladrillazo al agresor. Y es que

periculosum esse in tot humanis erroribus sola innocentia uiuere
[«es peligroso, en medio de las debilidades humanas, vivir sólo a base de inocencia», Tito Livio, Ab urbe condita, I, 3: 4].

Pero, con mucha más cordura, lo mejor quizá sea lo que recomendaba Aristóteles: evitar la ocasión de que nos ofendan poniendo mucho cuidado en con quién se habla y con quién se discute, porque es absurdo pensar que puede hacerse con cualquiera.

 

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