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El Catoblepas, número 97, marzo 2010
  El Catoblepasnúmero 97 • marzo 2010 • página 19
Libros

En torno a un libro
sobre Angel Herrera Oria

Pedro Carlos González Cuevas

Sobre el libro de Agapito Maestre, El fracaso de un cristiano. El otro Herrera Oria, Tecnos, Madrid 2009, 302 págs.

Agapito MaestreFilósofo, profesor universitario y tertuliano radio-televisivo, discípulo de Jürgen Habermas y de Karl Otto Apel, Agapito Maestre intenta, en esta obra, aproximarse a la figura y la obra de Ángel Herrera Oria, fundador de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, director de El Debate, fundador de la Editorial Católica, presidente de la Junta Central de Acción Católica, &c, &c. El autor presenta a Herrera Oria como «uno de los más avanzados protagonistas de su tiempo», como «un creador de historia». Se trata, a su juicio, del hombre que logró superar el «cristianismo integrista de sacristía», convirtiéndose en el «fundador de la democracia cristiana» en España, cuyo primer objetivo era «defender y, sobre todo, confesar a Cristo públicamente». Así lo demostraba, según Maestre, «su doctrina del acatamiento al poder constituido», su «distinción entre el poder y las leyes», «la obligación de combatir simultáneamente sus leyes injustas, incluso las constitucionales». Fue el Luigi Sturzo español; un seguidor de las doctrinas de León XIII y Pío XI. Ideas y planteamientos que, en opinión del autor, fueron demasiado grandes «para una nación constreñida por el integrismo de siglos no menos que por el anticlericalismo atávico de la sociedad española». De ahí su fracaso político y cultural, al no ser entendido ni tomado en serio su mensaje. «El fracaso es antes –señala Maestre- una cuestión social e histórica que subjetiva. Es otra manera de tratar el fracaso de una sociedad. Es una forma literaria de abordar la moral y la política»{1}

A partir de esta interpretación, Maestre compara a Herrera con algunos de sus coetáneos; entre otros, Manuel Azaña, Juan Ignacio Luca de Tena, José María Gil Robles o José Ortega y Gasset. El autor es muy crítico con Azaña y estima que éste no se entendió con el líder de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, entre otras cosas, por resentimiento, para «esconder su pobre carrera funcionarial y su falta de reconocimiento intelectual»; igualmente, por su incapacidad de comprender «la excelencia del mensaje de un ciudadano cristiano»; y, en fin, por su soberbia: «Creerse el primer hombre de Estado llevó a Azaña a la intolerancia y falta de respeto por las creencias del otro». Por su parte, el monárquico Luca de Tena fue incapaz de percibir que Herrera era «un demócrata» y consideró inviable su proyecto político y su doctrina. Diferencia Maestre entre las ideas y la táctica política de Herrera y la de José María Gil Robles. El líder de la C.E.D.A. era conservador, cristiano y monárquico, mientras que Herrera defendió el accidentalismo y, por lo tanto, el «acatamiento al poder político, cualquiera que este fuese». Más prolijo se muestra Maestre en el análisis de las relaciones de Herrera con el filósofo Ortega y Gasset. Para el autor, Ortega es un «pensador ateo» y «bastante anticlerical», aunque a partir de 1932 «evoluciona hacia posiciones mucho más flexibles con el cristianismo». Sin embargo, en otra página del libro el autor califica de «simplista» la consideración de Ortega como un filósofo ateo. A su juicio, existe una contradicción patente en las ideas y planteamientos políticos del filósofo madrileño: «El liberalismo irreligioso de Ortega le hacía bascular de modo irreversible hacia posiciones izquierdistas de socialistas y comunistas, pero, por otro lado, sus moldes intelectuales antirrevolucionarios, casi siempre fundados en una teoría raciovitalista de la excelencia, lo situaban en los ámbitos del conservadurismo democrático de Herrera». No obstante, Maestre defiende que en el laicismo orteguiano había algo más que «una propuesta de separación entre el Estado y la Iglesia»; se trataba de «la imposición de una España laicista que, tarde o temprano, terminaría proclamando la «religión de la razón», el ateísmo como base de la existencia política». En definitiva, el autor cree que Herrera y Ortega defendían dos «concepciones del mundo radicalmente diferentes», aunque juzga que ambas figuras podían ser compatibles. Estima que Herrera y sus seguidores defendieron, desde el principio, la separación de la Iglesia y el Estado; y que el liberalismo de los católicos era superior al de los orteguianos en materia de enseñanza. A pesar de todo ello, Maestre considera que es necesario «sintetizar el cristianismo de Herrera con el liberalismo de Ortega». «La actualización de esa síntesis sigue siendo –señala el autor- el principal objetivo de ese programa intelectual». Un proyecto que debería encarnar el Partido Popular frente a «un pobre, pobrísimo, revival del peor anticlericalismo», propugnado por José Luis Rodríguez Zapatero y Gregorio Peces-Barba, un proyecto que el autor tiende a identificar con el totalitarismo de izquierdas. Con respecto a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, Maestre lamenta su fracaso político-intelectual; cree que siempre hubo propaganditas en los distintos partidos políticos españoles; y que fueron perseguidos a lo largo de la guerra civil tanto por el bando republicano como por el nacional{2}.

* * *

Como he señalado ya en más de una ocasión, la cultura de las derechas en España parece haber entrado en un irreversible proceso de decadencia. El contenido de este libro me confirma en esta opinión. Todo lo cual se debe a una serie de circunstancias. En primer lugar, la derecha actual, lo mismo que la izquierda, han tendido a sustituir al intelectual y al pensador político por el agitador mediático y el polemista. Los agitadores mediáticos y los polemistas han sido, por lo general, eficaces a la hora de movilizar a importantes sectores de la población frente a las medidas de los gobiernos presididos por Rodríguez Zapatero; pero su horizonte intelectual ha resultado sumamente limitado e incluso tosco. A ello se suma que entre los agitadores mediáticos y los polemistas vienen destacando algunos profesores y periodistas venidos de la izquierda. Estos «conversos» no han aportado prácticamente nada a la renovación del pensamiento conservador español, cuya historia desconocen. En otro tiempo, hubo «conversos», como Juan Donoso Cortés, Ramiro de Maeztu o Manuel García Morente, que contribuyeron a la renovación del horizonte doctrinal de la derecha tradicional española. Hoy por hoy, las aportaciones de estos nuevos «conversos», ya sean liberales, ya sean conservadores, brillan por su ausencia. César Vidal se limita a firmar un conjunto de refritos, meras síntesis carentes de originalidad. Gabriel Albiac, antiguo althusseriano y defensor de la dictadura del proletariado{3}, no hace otra cosa que reiterar, en sus escritos, un pesimismo y una amargura consecuencia de su desengaño político revolucionario. De Pío Moa he dicho ya todo lo que tenía que decir. Una excepción sería la de Alvaro Delgado-Gal. El caso de Agapito Maestre es muy semejante al de Vidal, Albiac y Moa. A la altura de 1996, Maestre pudo ser descrito, por José Javier Esparza, como el «monaguillo autóctono del reverendo Habermas»{4}. Tras su injusto cese como catedrático de la Universidad de Almería, fue rompiendo sus lazos con la izquierda, pasándose, con armas y bagajes, a la derecha, que le recibió con los brazos abiertos en Libertad Digital, Intereconomía, El Mundo, &c. En un principio, pudo haber la esperanza de que Maestre supusiera un refuerzo intelectual a la ideológicamente alicorta y acomplejada derecha española. Por desgracia, como demuestra a mi juicio el contenido de este libro, no ha sido así. A lo largo de la obra, Maestre se autodefine como «un escritor de urgencia» y un «ensayista libre». Más parece lo primero que lo segundo. Tampoco deja de ser significativo su ataque a quienes, según él, opinan «sin conocer la historia»{5}, porque es un reproche del que él mismo puede ser, sin demasiado esfuerzo, objeto. Y es que si algo destaca en el desarrollo de la trama narrativa de su obra es la ausencia de contextualización y de exégesis del pensamiento político de Herrera Oria. En ninguna de sus páginas se hace mención a la crisis del liberalismo que arranca de finales del siglo XIX, al pensamiento católico español de la época –por ejemplo, el nombre de Marcelino Menéndez Pelayo brilla por su ausencia-, al contenido de las encíclicas pontificias como la Rerum novarum o la Quadraggesimo anno; el auge de los fascismos o de los regímenes autoritarios. Tampoco precisa Maestre qué es lo que entiende realmente por democracia cristiana.

En el fondo, Maestre se «inventa» un Herrera Oria democristiano, que realmente nunca existió. Porque la producción herreriana fue una reiterativa exposición de los esquemas clásicos de la neoescolástica, del tradicionalismo político y de los principios emanados de las encíclicas papales. Doctrinalmente, Herrera fue, no un democristiano, sino un monárquico tradicional de profundo sesgo patrimonialista y paternalista. Sus fuentes doctrinales no estuvieron en Jacques Maritain o Luigi Sturzo, sino en Jaime Balmes, Menéndez Pelayo, Enrique Gil Robles, Juan Vázquez de Mella, junto a la doctrina pontificia. Fiel intérprete de las tesis aristotélico-tomistas, estimaba que la Monarquía no sólo se encontraba de acuerdo con los principios axiales del paternalismo eclesiástico, según el cual todo poder nacía del derecho que poseía el padre de mandar a sus hijos, sino que era, al mismo tiempo, la garantía de la unidad política y de la continuidad social: «El gobierno humano que más se acerca al rey ideal tomista es el padre de familia en relación con los hijos pequeños (…) Filosóficamente, el rey es más uno (…) la primera institución del «mejor régimen» es la institución que garantice, defienda y conserve la unidad. El bien común pide una fuerte institución unificadora»{6}.

Herrera fue, además, un menendezpelayista de estricta observancia. Como el historiador santanderino, identificaba la nación, entendida como «unidad moral» y «obra de la Providencia en la Historia», con el catolicismo y el régimen monárquico tradicional, con una clara preeminencia del primero sobre el segundo: «Dos principios han sido universalmente reconocidos como característicos de España: la religión y la Monarquía. Menéndez Pelayo sostiene esa opinión. Pero no colocando en el mismo plantel sentimiento católico y el monárquico. El monarquismo quedó siempre subordinado al religioso y propiamente recibió de él su fuerza»{7}. De hecho, a pesar de sus desacuerdos con los monárquicos alfonsinos, Herrera dio una conferencia en la Sociedad Cultural Acción Española el 29 de abril de 1932 sobre «Ideas políticas de las obras de Menéndez Pelayo»{8}.

El rechazo de la democracia liberal fue frontal en Herrera y los miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Siguiendo las tesis de la Inmortale Dei, desdeñaba la democracia liberal y defendía la «demofilia». A ese respecto, Herrera comenzaba distinguiendo entre dos tipos de democracia: el «clásico», que identificaba con el derecho natural y que se reducía al principio de que el pueblo debía tener representación en el sistema político; y el «revolucionario», cuya pretensión era que «el origen del poder está en el pueblo». Herrera aceptaba el primer modelo y rechazaba categóricamente el segundo, porque había sido condenado por la Iglesia. Y es que iusnaturalismo y voluntarismo jurídico resultaban incompatibles, algo que hacía la versión liberal de la democracia tan infecunda como peligrosa: «La soberanía procede de Dios, causa eficiente, y se constituye en beneficio de la sociedad, causa final. Postulado inconmovible de todo derecho público cristiano. Por consiguiente, la democracia tomista no se corresponde con la soberanía liberal moderna. Al contrario, ésta queda excluída doctrinal y teóricamente por incompatible con el origen divino del poder. Es incompatible por razón de principio»{9}. La democracia tomista se identificaba, para Herrera, con el régimen corporativo: «Se debe desechar el principio de sufragio universal y la llamada democracia inorgánica (…) Ha de defenderse una forma de democracia orgánica que empiece por vivificar con savia del pueblo las primeras instituciones de la vida pública y de las organizaciones económicas. Las más importantes instituciones, en ese sentido, después de salvar los derechos de la familia, en el municipio y la corporación». «La llamada democracia orgánica es, para algunos –y entre ellos nos encontramos– una fórmula feliz»{10}.

A la altura de 1919, Herrera y el diario bajo su dirección, El Debate, apostaban, ante la crisis del régimen de la Restauración, por una dictadura civil, no militar, que «teniendo a su lado a todas las fuerzas vivas y asesorado de los elementos sanos del país, acometa y realice sin pérdida de momento todas las obras necesarias para el resurgimiento y prosperidad de España»{11}. Consecuentemente, Herrera y los suyos recibieron positivamente el advenimiento de la Dictadura primorriverista{12}. Los propagandistas católicos potenciaron las uniones patrióticas; y sus únicos roces con Primo de Rivera fueron consecuencia de la colaboración de los socialistas en los comités paritarios instaurados por el ministro de Trabajo Eduardo Aunós, hombre formado, como Herrera, en las corrientes social-católicas y organicistas{13}. Herrera y los acenepistas defendieron hasta el último momento la Dictadura. Aplaudieron con entusiasmo la convocatoria de la Asamblea Nacional Consultiva, con la que Primo de Rivera pretendió institucionalizar su régimen, convirtiendo su dictadura de «comisaria» en «soberana». Pidieron que el régimen primorriverista continuara; y dieron su apoyo al anteproyecto constitucional de 1929{14}. Caído Primo de Rivera, defendieron la continuidad de la Monarquía de Alfonso XIII; y en vísperas de las elecciones de abril identificaron el régimen monárquico con la causa del «orden y de la paz civil»{15}.

Por todo ello, cuando llegó la II República y Herrera Oria aceptó el nuevo régimen y defendió el «accidentalismo» de las formas de gobierno, parecía lícito preguntarse ¿hasta qué punto aceptaban las reglas del juego político?. No tengo ningún aprecio por la figura y la obra de Manuel Azaña. En líneas generales coincido con los reproches que Maestre le hace en la obra; pero creo igualmente que el político alcalaíno tenía algún que otro atenuante a la hora de sospechar de la buena fe de los representantes del catolicismo político acaudillados por Herrera Oria. Lo cual no exime al dirigente republicano de la magnitud de sus errores políticos. Y es que subestimó claramente a sus adversarios y enemigos de la derecha y a instituciones como la Iglesia católica, a la que erróneamente dio por muerta desde el punto de vista social y político. No hubo, por su parte, el menor intento de pacto; fue incapaz de distinguir entre adversarios y enemigos. Careció de tacto y de altura de miras a la hora de llevar a cabo su proyecto secularizador. Azaña no sólo despreció a Herrera, sino a Manuel Giménez Fernández, uno de los escasos democristianos de la CEDA, con quien mantuvo un encuentro tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Lo más significativo no fue que considerara al diputado católico como un «conservador utópico», «de aspecto tosco», sino su poco verosímil respuesta a la requisitoria de moderación: «Tienen ustedes que convencerse –le dije riendo– de que la derecha de la República soy yo y ustedes unos aprendices extraviados»{16}.

El principio de accidentalidad de las formas de gobierno no puede, ni debe ser identificado con la defensa de los principios de la democracia liberal. La mayoría de los republicanos, no sólo los azañistas o los socialistas, sino conservadores como Miguel Maura, interpretaron las posiciones de Herrera como una mera táctica que escondía un proyecto claro de subversión de las instituciones del nuevo régimen. Y no debemos olvidar que el principio accidentalista fue defendido, entre otros, por Antonio de Oliveira Salazar –militante, en su juventud, del Centro Académico de la Democracia Cristiana– frente a los monárquicos que propiciaban la restauración en Portugal; lo que no le impidió instaurar un régimen autoritario y corporativo de forma republicana, con el que se identificó buena parte de la elite dirigente de la derecha católica española{17}. Herrera Oria aceptó tácticamente el nuevo régimen republicano. Su crítica al texto constitucional fue radical. A su juicio, la Constitución había «nacido muerta», no sólo por su contenido laicista y anticlerical, sino por su excesivo carácter parlamentario. En concreto, reprochó a los constituyentes no haber tenido en cuenta las virtualidades de la representación corporativa. La Constitución era deficiente porque «no reconoce ni da vida jurídica, ni representación en el Estado, a todas las grandes y viejas fuerzas sociales, empezando por la Iglesia y acabando en la Banca, pasando por la Universidad. La Constitución no incorpora al Estado la más temible de las fuerzas sociales nuevas, el sindicalismo». Calificó a los gobiernos republicanos de «dictadura socialista y radical-socialista». En realidad, a diferencia de lo sostenido por Maestre, Herrera nunca se declaró republicano; doctrinalmente, siempre fue un monárquico tradicional; pero para él, lo principal era, a la altura de 1931, «España y la Iglesia, atacadas a fondo por el socialismo al servicio de las logias». «Dejad ahora –decía en una conferencia– la forma de gobierno, no tengáis prisa en declararos monárquicos o republicanos (…) Si os declaráis monárquicos o republicanos, vendrá primero la división y, después, como consecuencia, la guerra civil entre nosotros». En opinión de Herrera, España no era un país preparado «para la democracia radical»; y, en ese sentido, creía que la sociedad española tendría que seguir uno de estos dos caminos: «o reformar rápida y radicalmente la Constitución, o vivir, como ya vivimos hoy, desde el primer día, al margen de ella, utilizando…lo que sea: una ley de defensa de la República, o una dictadura a cara descubierta, lo que se pueda en cada caso, para salvar aquella cantidad de autoridad indispensable para la vida ordenada de un pueblo»{18}

Especialmente desafortunada es su referencia a Herrera como el Luigi Sturzo español. Porque mientras el sacerdote italiano permanecía en el exilio, El Debate no dejaba de alabar a Mussolini, no al fascismo, como fautor de los Acuerdos de Letrán y defensor del orden frente a socialistas y comunistas{19}. No deja de ser significativa la ausencia de relaciones entre Sturzo y Herrera. Como ha señalado el hispanista Alfonso Botti, el sacerdote y político italiano se relacionó con Severino Aznar, Jaime Ruíz Manent, Angel Ossorio y Gallardo, Alfredo Mendizábal, etc; pero no con Herrera Oria. Sturzo colaboró, además, en diarios españoles como El Matí y en revistas como Cruz y Raya; pero no en El Debate{20}.

El tema de las relaciones entre Ortega y Gasset, no sólo con Herrea Oria, sino con el conjunto de la derecha católica, no está tratado, ni tan siquiera esbozado en el libro de Maestre. Creo que el autor exagera el tema del ateísmo orteguiano y su anticlericalismo. A veces, parece como si estuviéramos leyendo el libro del Padre Santiago Ramírez, La filosofía de Ortega y Gasset, publicado en 1958, y que tanta polémica suscitó en la elite intelectual española de la época. Maestre no parece conocer la trayectoria vital del filósofo madrileño. En el libro no hace referencia a la biografía de Javier Zamora, que es, hasta ahora, la más completa dedicada al pensador español{21}. A mi modo de ver, y al de otros muchos, Ortega fue más agnóstico que ateo y más laicista que propiamente anticlerical. El filósofo no puede ser considerado, desde luego, un pensador cristiano, pero tampoco antirreligioso, porque sus textos despectivos hacia la religión y hacia el catolicismo son excepcionales. En sus discursos parlamentarios sobre el proyecto de Constitución republicana, Ortega abogó por la separación de la Iglesia y el Estado; pero la alternativa de los republicanos de izquierda le pareció de una «gran improcedencia» y aconsejó a los diputados «actuar con nobleza» ante la Iglesia católica, «por las fuerzas del pasado que representa, pero, además, con cautela»{22}. No deja de resultar significativo que su célebre conferencia Rectificación de la República fuese bien recibida por el nuncio Tedeschini, quien, en un informe a Eugenio Pacelli, señalaba que el filósofo era uno de «los valores –de los pocos valores– del nuevo mundo político republicano español»{23}. El propio Azaña acusó a Ortega de «jesuítico», porque «su malhumor contra la República data de la aprobación del artículo 26»{24}.

En general, El Debate se mostró respetuoso con Ortega; pero no dio excesiva importancia a su producción filosófica, que calificó de «diletantismo elegante y embelesador». Ortega era «más literato que filósofo»{25}. La valoración eclesiástica de la filosofía orteguiana fue muy negativa. En general, se le consideró un pensador asistemático, superficial, portavoz del relativismo y del nihilismo: ahí están las obras de Rafael García y García de Castro, José Sánchez Villaseñor, Bruno Ibeas, Juan Tusquets, Joaquín Iriarte, Juan Roig Gironella, Miguel Oromí, Santiago Ramírez, &c. Alguno de ellos abogó por la inserción de las obras completas del filósofo en el índice de libros prohibidos, afortunadamente sin éxito{26}.

Con respecto al proyecto de síntesis entre herrerismo y orteguismo propugnado por Maestre, me parece tan utópico como innecesario. En primer lugar, por la propia mediocridad intelectual de Herrera y de sus seguidores y herederos. Los miembros de la ACNP fueron, más que nada, hombres de acción. Sus principales figuras, parte de Herrera, fueron Fernando Martín Sánchez-Juliá, José Larraz, Alberto Martín Artajo, José María Sánchez de Muniain, &c. Ninguno de ellos resultó ser un pensador de altura. Entre los acenepistas, a diferencia por ejemplo del Opus Dei, no ha surgido ningún filósofo, ningún novelista, ningún artista digno de recuerdo. Esta mediocridad se vio paliada, al menos en parte, por la creación de la Biblioteca de Autores Cristianos y la Editorial Católica, donde, aparte de la célebre Biblia Nácar-Colunga, se publicaron importantes antologías de Menéndez Pelayo, y las obras completas de Jaime Balmes y Donoso Cortés. Nada, por cierto, de Maritain. En segundo lugar, porque no creo que haya nadie interesado en promocionar o articular dicha síntesis. El Partido Popular se ha mostrado, hasta ahora, incapaz de desarrollar un proyecto cultural alternativo. Su discurso histórico-político, sobre todo bajo el liderazgo de José María Aznar, tuvo por base un pragmatismo sin horizontes, que no dudaba en amalgamar a Cánovas con Azaña. En ese discurso, de vez en cuando, casi incidentalmente, aparecía Ortega y Gasset; mientras que Herrera, no sin razón, se encontraba ausente por completo. A ese respecto, la labor de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) ha sido, a mi modo de ver, infructuosa de cara a la articulación de un proyecto político-cultural a la altura de los tiempos. Por de pronto, y ello es superlativamente grave, ha ignorado la existencia de un pensamiento español liberal-conservador, limitándose a publicar y divulgar obras de autores franceses y norteamericanos. Ortega y, por supuesto, Herrera Oria siguen brillando por su ausencia en las publicaciones de la FAES. Hoy, en España, el pensamiento católico es víctima de una profunda crisis. La herencia de Laín Entralgo, Zubiri o Marías no ha sido renovada. Y no parece que existan pensadores interesados –una excepción sería quizás Ignacio Sánchez Cámara– en amalgamar orteguismo y catolicismo. Menos aún en la versión herreriana.

Muy superficial me parece asimismo la opinión de Maestre de que, en materia de educación, los seguidores de Herrera eran más liberales que Ortega. Y es que Herrera y los miembros de la ACNP se limitaron, en el fondo, a seguir la doctrina tradicional de la Iglesia. A su entender, la educación no era una prorrogativa del Estado, sino de la sociedad y, en particular, de los padres; a ellos correspondía elegir, en última instancia, el tipo de educación que prefiriesen para sus hijos. Sin embargo, esta primera afirmación, que, llevada a sus últimas consecuencias, podía significar la aceptación del pluralismo ideológico en el terreno educativo, está pensada solamente, en Herrera y los suyos, para un tipo de familia perfectamente encajada en el modelo católico. En ningún caso, se está pensando en la posibilidad de una educación laica, liberal, socialista o anarquista para los padres que prefiriesen tales ideologías para sus hijos. Prueba de ello es la crítica de Herrera y los suyos al principio de libertad de cátedra. Y es que del deber de respetar la conciencia y creencias de los padres se deducía que no era admisible la libertad de cátedra, cuya más grave consecuencia era la de convertir, según decía El Debate, «nuestros centros docentes en focos de revolucionarios de conspiración y proselitismo»{27}.

Tampoco parece capaz Maestre de un análisis mínimamente serio de las relaciones entre Herrera y los suyos con el régimen de Franco. Su colaboración con el sistema político nacido de la guerra civil fue profundamente coherente desde el punto de vista doctrinal y práctico: confesionalismo católico, tradicionalismo cultural, corporativismo, etc, &c. Ciertamente, Herrera rechazó, en un principio, la rebelión armada; pero, una vez desencadenado el conflicto, se alineó inequívocamente con los sublevados. Ya en septiembre de 1936, Herrera animaba a sus seguidores a que aceptasen cargos en el nuevo régimen{28}. Sin la colaboración de los miembros de la ACNP resulta inexplicable el desarrollo y la evolución del régimen de Franco; ahí están las figuras de Alberto Martín Artajo, José Ibáñez Martín, José María Fernández Ladreda, Federico Silva Muñoz, José María García Escudero, Ernesto La Orden Miracle, Tomás Garicano Goñi, etc, &c. La opinión de Herrera sobre Franco fue, al menos en público, muy positiva: «el primer magistrado de la nación que daba a diario un alto ejemplo al pueblo por el honrado cumplimiento de su deber», «el egregio varón que ha dado a su patria más de veinticinco años de paz», &c.{29} No deja de ser un tanto chocante que Maestre afirme que los miembros de la ACNP militaron en diversos partidos políticos a lo largo de la Restauración y de la II República; lo que ignora u olvida decir es que todos ellos militaron en partidos de la derecha: CEDA, Renovación Española, Comunión Tradicionalista o Falange. Muchos de ellos colaboraron en las páginas de Acción Española. Ninguno militó en partidos republicanos, ya fuesen de derecha o de izquierda. Y, en fin, el cambio político ocurrido tras la muerte del general Franco apenas debe algo, creo yo, a Herrera. Su proyecto político naufragó bajo la égida del Concilio Vaticano II y de la progresiva secularización de la sociedad española que arranca de los años sesenta. Luego, apareció el grupo Tácito y la Asociación Católica de Propagandistas suprimió la palabra «Nacional» para huir del llamado «nacional-catolicismo», uno de cuyos representantes más eximios había sido, todo hay que decirlo, el propio Herrera Oria.

Y terminamos. Los temas planteados en el libro de Agapito Maestre exigían un dilatado comentario. La obra en sí misma, no. Como análisis del pensamiento y del proyecto político de Herrera Oria, la exégesis de Maestre es sumamente pobre, por no decir nula. Como juicio sobre los resultados históricos de dicho proyecto, las páginas del autor son absolutamente decepcionantes por sus inmensos vacíos, su carácter elusivo, su imprecisión. Lo más defendible del texto son sus críticas a la situación política actual. Pero lo que verdaderamente hay que esperar de un intelectual no es que se defina, como todos los días lo hacen millones de españoles a la mesa de un café, sino que aporte rigurosa y objetivamente un adarme de luz sobre uno de los períodos más decisivos de nuestra historia contemporánea.

Notas

{1} Agapito Maestre, El fracaso de un cristiano. El otro Angel Herrera. Tecnos. Madrid, 2009, pp. 23, 25, 26, 239, 46, 58, 101, 59.

{2} Ibidem, pp. 100, 107, 114, 168, 169, 181, 192, 208, 206, 196, 197, 190, 208, 227, 228, 215, 246, 248.

{3} Véase Gabriel Albiac, Debate sobre la dictadura del proletariado en el Partido Comunista Francés. Ediciones de La Torre. Madrid, 1976.

{4} José Javier Esparza, «Un aventurero contra el nihilismo», en Dalmacio Negro Pavón (dir.), Estudios sobre Carl Schmitt. Madrid, 1996, p. 49.

{5} Maestre, op. cit., pp. 135, 295, 278.

{6} Angel Herrera, «Régimen político y forma de gobierno», en Obras selectas. B.A.C. Madrid, 1963, pp. 5-6.

{7} Angel Herrera, «El pensamiento político de Menéndez Pelayo» (1956), en op. cit., p. 284. «Patriotismo y nacionalismo» (1928), en op. cit., p. 70.

{8} ABC, 30-IV-1932. Sobre este tema, véase Pedro Carlos González Cuevas, Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936). Tecnos. Madrid, 1998.

{9} Herrera, «Régimen político y forma de gobierno», en op.cit., pp. 7-8.

{10} José María García Escudero, El pensamiento de Angel Herrera. Antología política y social. B.A.C. Madrid, 1987, p. 150. Angel Herrera, «Régimen político y forma de gobierno», en op. cit., p. 9.

{11} «Lo del día. Dictadura civil», El Debate, 20-VI-1919.

{12} «Lo del día. El golpe de Estado», El Debate, 14-IX-1923. «Nosotros con el Ejército», El Debate, 13-IX-1923.

{13} «La organización corporativa», El Debate, 26-XI-1926. «Consejo leal», El Debate, 2-X-1927.

{14} «Ante la nueva Constitución», El Debate, 7-VII-1929.

{15} «El primer el triunfo», El Debate, 11-IV-1931.

{16} Manuel Azaña, Memorias políticas y de guerra. Tomo II. Crítica. Barcelona, 1980, pp. 20-21.

{17} Véase Manuel Braga da Cruz, As origens da democracia cristà e o salazarismo. Presenta. Lisboa, 1980.

{18} Angel Herrera, «El acatamiento al poder constituido», en Obras selectas. BAC. Madrid, 1963, pp. 35-37, 34, 36.

{19} «Nuestro fascismo», El Debate, 20-VII-1924. «Nuevos modos», El Debate, 7-I-1925. «El Papa-Rey», El Debate, 8-II-1929. «El día del triunfo», El Debate, 25-VII-1929.

{20} Véase Alfonso Botti, «Luigi Sturzo y los católicos republicanos españoles», en Julio de la Cueva y Feliciano Montero (ed.), Laicismo y catolicismo. El conflicto político religiso en la Segunda República. Universidad Complutense de Alcalá de Henares. Madrid, 2009, pp. 253-274.

{21} Javier Zamora Bonilla, Ortega y Gasset. Plaza y Janés. Barcelona, 2002.

{22} José Ortega y Gasset, «Proyecto de Constitución» (1931), en Rectificación de la República. Revista de Occidente. Madrid, 1973, pp. 111 ss.

{23} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «Ortega y Gasset: el conservadurismo heterodoxo», en Conservadurismo heterodoxo. Biblioteca Nueva. Madrid, 2009, p. 95.

{24} Manuel Azaña, Diarios 1932-1933. Crítica. Barcelona, 1997, pp. 53, 59 ss.

{25} «Intelectuales y críticos», El Debate, 8-VII-1926. «Sine ira studio», El Debate, 9-I-1929.

{26} Véase González Cuevas, op. cit., pp. 115 ss.

{27} «La libertad de cátedra», El Debate, 24-VIII-1933.

{28} Véase García Escudero, op. cit., pp. 632. Véase también Angel Herrera, «Ante la guerra civil», en Obras Completas. Tomo IX. B.A.C. Madrid, 2009, pp. 161 ss.

{29} Ibidem, pp. 660 ss. Véase también Angel Herrera, «El general Franco», en Obras Completas. Tomo II. B.A.C. Madrid, 2002, pp. 509-513.

 

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