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El Catoblepas, número 100, junio 2010
  El Catoblepasnúmero 100 • junio 2010 • página 18
Libros

¿Es maquiavélico José Luis Rodríguez Zapatero?

Pedro Carlos González Cuevas

Sobre el libro de José García Abad, El Maquiavelo de León. Como es realmente Zapatero, La Esfera de los Libros, Madrid 2010

José García Abad, El Maquiavelo de León. Como es realmente Zapatero, La Esfera de los Libros, Madrid 2010 Madrileño de 1942, José García Abad es licenciado en Ciencias Políticas y Periodismo, Presidente del Grupo Nuevo Lunes y Director de la revista El Siglo de Europa. Entre sus libros, hay que destacar La soledad del Rey, Adolfo Suárez. Una tragedia griega, Las mil caras de Felipe González, El Príncipe y el Rey, &c. En su última obra, El Maquiavelo de León, intenta ofrecernos un retrato del actual Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. El autor presenta al actual Presidente de Gobierno español como «el Maquiavelo de León». Un hombre en el que «no existe ingenuidad alguna», de «muchos pliegues y recursos», cuyo único objetivo es «mantenerse en el poder a toda costa y a cualquier precio, negociando con ángeles y demonios y, llegado el caso, engañando a todos»; «un artista del disfraz y un virtuoso en el manejo del ilusionismo y de las nubes de humo»; todo ello supeditado «a la cosecha de votos, al marketing, a lo que indiquen las encuestas». Se trata de un «político profesional, hijo y nieto de socialistas», que «no se ha ganado un euro fuera del PSOE», que «solo permaneció unos meses como «penene» de Derecho Constitucional en la Universidad de León, donde el sueldo no de daría más que para tomar unos cafetitos». Políticamente, es un hombre rencoroso, que «ni olvida ni perdona». A ello se une su «mesianismo»: «Él está convencido de que está ungido con un don especial, que es portador de un destino manifiesto, para cuyo cumplimiento se vale él sólo». De ahí que «elija tan mal a sus ministros; a él le ha ido muy bien en la vida y cree que puede arreglarlo todo con su varita mágica». «Zapatero –dirá García Abad– no es cristiano, pero tiene mucha fe». Para Rodríguez Zapatero «la política es la vida misma, las 24 horas del día y los 365 días del año». Tan sólo se olvida de la política cuando pesca. Vanidoso, el líder socialista «está encantado de haberse conocido», «tiene un altísimo concepto de sí mismo y de sus capacidades»; otros lo consideran «snob» y «caprichoso». Su arma política es el pacto, cuyo único objetivo es «la continuidad en el poder, el de la supervivencia a toda costa». En ese sentido, la selección de sus ministros no se hace según la valía de éstos, sino «basándose en equilibrios partidarios» y en «gente leal, pero no siempre la más valiosa»; la mayoría son unos «jesuseros». No resulta extraño, pues, que, en la práctica cotidiana, les trate como «secretarios». Rodríguez Zapatero entiende la gobernación como «espectáculo de masas»; forma parte de la «sociedad Internet, de los mensajes simples y de la aversión a un compromiso político serio». Es un hombre fascinado por el cine; tiene una «visión cinematográfica de la política y le gusta tratarse con actores y directores». «A él no le va un intelectual de izquierdas profundo como Saramago, que vale para el mundo en que vivimos. Él prefiere relacionarse con Javier Bardem, que, zas, le da la imagen instantánea de hombre de izquierdas». El líder socialista toma sus decisiones políticas mediante el «cálculo intuitivo»; le gusta el riesgo y tiende a convertir la política en un «acto de fe». Sin embargo, este «Mesías», señala García Abad, ha fracasado en sus dos grandes proyectos: acabar con ETA y arreglar el Estatuto de Cataluña. Otra de sus grandes rémoras es su desdén por la economía. Para él, la discusión sobre los presupuestos del Estado es un «coñazo», «una grosería». De ahí su tardanza en enfrentarse con la crisis. En ese sentido, el autor considera que su Ley de Economía Sostenible no es otra cosa que «un refrito improvisado de normas inconexas, aunque ciertamente inofensivas».

Con respecto a la ideología de Rodríguez Zapatero, García Abad la sintetiza en «Memoria Histórica y Modernidad». La primera tiene su realización en la Ley del mismo nombre; la segunda en la «extensión de derecho sociales como el matrimonio homosexual o la discriminación positiva a favor de las mujeres». En el terreno económico, se desarrolla en decisiones fiscales como la deducción de los cuatrocientos euros para pobres y ricos, el cheque bebé igual para todos o la supresión del impuesto sobre el patrimonio; todo lo cual, según el autor, tiene «un cierto aroma de neoconservadurismo». Influido en la actualidad por autores como Philipp Pettit y Serge Lakoff, en sus primeros pasos como militante del PSOE estuvo al lado de los sectores partidarios de no abandonar el marxismo. De la misma forma, por aquel entonces se declaraba patriota español y muy crítico con los nacionalistas periféricos. Ahora, admira a Santiago Carrillo, quien suele denominarle el «Lenin español», como a Largo Caballero. Para García Abad, Rodríguez Zapatero carece de «corpus ideológico integrado». «Es instintivamente de izquierdas, pero le falta sistema». La conclusión del autor no deja de ser desoladora: «El día que ZP caiga nadie va a llorar por él».

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José Luis Rodríguez Zapatero se ha convertido, en poco tiempo, en uno de los personajes más discutidos de la reciente historia de España. De oscuro diputado silente pasó, sin solución de continuidad, a ser el hombre más poderoso de la nación. Ha merecido, en consecuencia, algunas biografías, como la de su incondicional Suso del Toro o de la periodista Esther Jaén; igualmente, un apresurado balance de su primera legislatura a cargo de Philipp Pettit, uno de sus ideólogos de cabecera. Estas obras resultan apologéticas, coyunturales y carentes de interés histórico, salvo para ilustrar una antología de la lisonja y servilismo. Tampoco, al menos en mi opinión, pasará al acervo bibliográfico de Rodríguez Zapatero la obra de García Abad. Llama la atención, sin embargo, en El Maquiavelo de León la animosidad con que está escrito, siendo quién es su autor. Como ya hemos señalado, García Abad es director del semanario El Siglo de Europa, hasta hace poco tiempo, y aún hoy, órgano doctrinal de Rodríguez Zapatero. En sus páginas colaboran, entre otros, Enrique Sopena, auténtico hooligan del zapaterismo y director de El Plural, un libelo digital digno de estudio psiquiátrico; y Santiago Carrillo, convertido el icono-fetiche histórico de los socialistas. Lo cual hace sospechar que el contenido de esta obra es, en alguna medida, resultado de un ajuste de cuentas entre las diversas facciones del PSOE; y quizá del traslado de ciertos fondos a otros periódicos y revistas. La visible decadencia de la otrora rutilante estrella de Rodríguez Zapatero puede explicar igualmente el tono y los negativos juicios de valor de García Abad. En consecuencia, no estamos ante un estudio sereno y ponderado con pretensiones de objetividad sobre la figura y las ideas de Rodríguez Zapatero. La obra tiene por base testimonios personales de adversarios del actual secretario general del PSOE. Estamos fundamentalmente ante una diatriba. De ahí el éxito de que ha disfrutado el libro entre los sectores de la derecha política y mediática. No deja de ser significativo que García Abad haya sido invitado para comentar El Maquiavelo de León en tertulias como El gato al agua y en Telemadrid.

El Maquiavelo de León es un libro rico en datos interesantes sobre las interioridades del PSOE en la actualidad; y, de vez en cuando, su autor ofrece algún que otro análisis lúcido sobre la mentalidad y la figura de Rodríguez Zapatero: su «mesianismo», su desdén por los temas económicos, su visión escénica de la política, &c.; pero se trata, en el fondo, de una obra coyuntural y superficial, fruto de su animosidad hacia el líder socialista. Para empezar, el mismo título de la obra me parece erróneo. García Abad identifica a Rodríguez Zapatero nada menos que con Nicolás Maquiavelo, uno de los grandes pensadores políticos de todos los tiempos, cuyas ideas aún se discuten. Con ello, parece aferrarse a la interpretación tradicional y, a mi juicio, más superficial de la figura del pensador florentino, algo que en España, dada su tradición católica, resulta tópico y, en definitiva, banal. Maquiavelo, y en su insignificancia Rodríguez Zapatero, aparecen como seres astutos, inmorales, sin principios; hombres unidimensionales para los que la política lo es todo. Como en el caso de Maquiavelo, para Rodríguez Zapatero, en fin, tan sólo cuenta la política y la hegemonía del PSOE en la sociedad española. En esto, García Abad, hombre que se dice de izquierdas, coincide con toda la corriente antimaquiavélica española, desde Claudio Clemente hasta Quevedo y Gracián, pasando por Rivadeneyra o Saavedra Fajardo. No obstante, existe otra interpretación, más plausible a mi juicio, de la figura de Maquiavelo, a quien se presenta como un patriota, como un nacionalista italiano. Según esta interpretación, defendida, entre otros, por Herder, Fichte, Hegel, Gentile, Croce, y luego por Mussolini, el escritor florentino ve como única vía salvadora la unión de todos los italianos en un Estado y exhorta al Príncipe a que asuma el papel de redentor de Italia y la gloria de liberarla de su desgracia. Tanto si seguimos la primera como la segunda interpretación, al actual presidente del Gobierno español el calificativo de maquiavélico le viene excesivamente ancho. En el primero de los casos, sería, a lo sumo, un «Maquiavelo de aldea», tal y como definía Fernando Claudín a Santiago Carillo. Y, en el segundo, encarnaría el anti-Maquiavelo, porque el líder socialista es todo menos un nacionalista español. Es más: puede ser definido como uno de los grandes enemigos de la nación española.

Interpretado según categorías maquiavelianas, Rodríguez Zapatero es un hombre favorecido por la «fortuna», pero carente de «virtud». Su llegada al poder fue absolutamente fortuita, consecuencia, no de su astucia, sino de un conjunto de fuerzas no controladas por él, en parte la escasa habilidad de la elite del Partido Popular a la hora de administrar políticamente las consecuencias del atentado del 11 de marzo de 2004 y de la capacidad de movilización del conjunto de las izquierdas, no únicamente del PSOE, para aprovechar dicha coyuntura. Antonio Negri, ideólogo de las Brigadas Rojas, denominó a esta capacidad de acción «la Comuna de Madrid»; según él, «gracias a los teléfonos móviles se logró movilizar en tres días a la izquierda española contra las sedes de la falsificación y a poner en crisis al Frente de Aznar», lo que condujo a «cercar las sedes del poder y a derrumbar en tres días las previsiones de los sondeos». Y continúa Negri: «La transformación de Zapatero no había tenido forma de expresarse de no haberse vinculado a un suceso tan importante». Favorecido momentáneamente por la «fortuna», Rodríguez Zapatero ha carecido, a lo largo de sus seis años de mandato, de «virtud», es decir, de capacidad de adivinar la «ocasión» para intervenir en un momento determinado de la historia al objeto de imprimirle un rumbo establecido por su propia voluntad, así como la capacidad de forjar los medios idóneos al respecto. Así lo señala García Abad cuando hace hincapié en su fracaso en la negociación con ETA o en dar solución a los problemas suscitados por el Estatuto de Cataluña. De lo cual no podemos sino celebrarlo, porque las consecuencias de su victoria hubieran sido letales para la unidad y estabilidad de la nación española, ya de por sí harto debilitadas.

De hecho, todos los proyectos políticos del líder socialista han sido –y son, y serán mientras ocupe la jefatura del Gobierno– un desafío a la estabilidad de nuestro Estado-nación. De ahí que Rodríguez Zapatero pueda ser definido como el Anti-Maquiavelo; y no precisamente en el sentido defendido por Federico de Prusia.

En primer lugar, hay que destacar su política radicalmente antinatalista. No es ningún secreto que la sociedad española padece un profundo problema de natalidad, que pone en cuestión la existencia del Estado benefactor y, a largo plazo, nuestra estabilidad social y la propia continuidad de nuestra identidad cultural como pueblo. Una sociedad afectada por una natalidad insuficiente como la española tiene el problema de un conjunto de la población cada vez más envejecida, más personas en edad de percibir prestaciones y menos personas en edad de pagar en forma de cuota de la Seguridad Social e impuestos. Y más cuando aumente el número de personas de mayor edad, las de más de 85 años. Según los expertos, dentro de cinco años la Seguridad Social deberá de hacer a unos gastos que superan a los ingreso; y estará en quiebra contable. Hasta ahora, Rodríguez Zapatero y su gobierno no han hecho nada al respecto, como tampoco lo hicieron los gobiernos de José María Aznar; incluso ha negado la existencia del peligro. Pero no es sólo eso; es que las medidas del Gobierno han contribuido –y contribuyen– al estrangulamiento demográfico, mediante una serie de leyes como las del aborto, el divorcio y matrimonios homosexuales. El número de abortos ha aumentado espectacularmente en los últimos años, y particularmente, todo hay que decirlo, a lo largo del período Aznar; lo que tiene un efecto importante en el descenso demográfico. Además, desde la postura antinatalista gubernamental, se ha propiciado el trabajo de las mujeres sin condiciones para la maternidad, y de manera más acusada la precariedad y el paro. La reciente Ley del Divorcio convierte, de hecho, el matrimonio en un contrato inútil, ya que consagra el reconocimiento de la infidelidad conyugal; y no se requiere ninguna causa para su anulación. Por su parte, la legislación del matrimonio homosexual tiene como consecuencia una clara alteración de los fines y de la naturaleza de la institución familiar. Y es que en la medida en que los roles tradicionales de la institución son modificados hasta hacerlos irreconocibles, ésta se ve impedida para ejercer sus funciones. Deja de ser una estructura constructora de la sociedad sin que existan otras que la sustituyan. Sin la existencia de roles bien definidos de padre-madre-hijos, se difumina el control de los comportamientos y, con ello, la cohesión social; y, lógicamente, también en la economía. Singularmente grave a ese respecto, resulta la influencia de la ideología de género que justifica la homosexualidad, deslegitima la heterosexualidad y fomenta la cultura de la muerte.

En segundo lugar, su gestión económica ha sido, ahora lo estamos viendo con suma y dramática claridad, pésima. Desde el verano de 2007, el mundo se encuentra sumido en una crisis económica terrible, de dimensiones y consecuencias que sólo encuentran paralelo en la Gran Depresión de 1929. En un principio, Rodríguez Zapatero negó la crisis; lo que impidió tomar a tiempo las medidas necesarias para limitar su alcance y facilitar la recuperación. La política económica de los socialistas ha sido costosa, ineficaz y clientelar, persiguiendo obtener el apoyo político de distintos colectivos, desde comunidades autónomas afines políticamente hasta grupos de variado perfil: jóvenes, inmigrantes, &c. Del lado de los ingresos, la medida más llamativa, costosa e ineficaz ha sido la devolución de los cuatrocientos euros a todos los contribuyentes, independientemente de su nivel de rentas, vigente apenas dos años fiscales. Del lado de los gastos, han sido igualmente poco útiles otras medidas de corte electoralista como el cheque bebé, la «bombilla ecológica», la renta de emancipación para fomentar el alquiler entre los jóvenes, el aumento de las pensiones, la ampliación del permiso de paternidad a treinta días, la congelación de las tarifas eléctricas, &c. En todos los caos, se trata de políticas meramente arbitristas que identifican colectivos como votantes del PSOE. En cambio, destaca la ausencia de medidas o reformas en temas como el fiscal, el laboral o el educativo.

En tercer lugar, el tema nacional. Es aquí donde la acción gubernamental de Rodríguez Zapatero se ha mostrado especialmente letal y amenazadora. En un discurso tristemente memorable, el líder socialista sostuvo que el término nación era «discutido y discutible». De ahí que José Luis Carod Rovira definiera a Rodríguez Zapatero como el único presidente español no nacionalista y abierto a planteamientos confederales y autodeterministas. El nuevo Estatuto de Cataluña se basa en el reconocimiento de su singularidad «nacional», que se traduce en el establecimiento de una relación bilateral con el Estado; en la asunción de nuevas competencias y en la modificación de su sistema de financiación. El Tribunal Constitucional no ha determinado todavía, después de cuatro años, si, una vez aprobado en las Cortes españolas y en referéndum en Cataluña, este Estatuto respeta los límites constitucionales. En cualquier caso, el mal ya está hecho; y la gravísima responsabilidad recae en Rodríguez Zapatero. Con todo, eso no es lo peor, con serlo y mucho; lo más grave es la propia existencia del Estado de las autonomías, cuyo desarrollo no sólo no ha fortalecido la unidad nacional a nivel político –todo lo contrario–, sino que ha puesto en peligro la propia unidad del mercado nacional. La fragmentación autonómica en diecisiete unidades con reglamentaciones propias y, a menudo, contradictorias, está procediendo a levantar barreras a la libre circulación de bienes, especialmente de las personas. Hoy, se quiera reconocer o no, se encuentra en juego la misma existencia de España como nación. Para colmo, las llamadas «políticas de la memoria» de Rodríguez Zapatero han contribuido aún más a la desunión de los españoles. En lugar de promover una conciencia nacional compartida, el actual presidente del Gobierno persigue dividir a los españoles en buenos y malos, en antifraquistas y franquistas. Desde su perspectiva, la II República sería el paraíso; y el régimen de Franco, una realidad infernal. En la Ley de Memoria Histórica se glorifica a las Brigadas Internacionales y al bando republicano, mientras que el bando nacional y el régimen de Franco aparecen como el compendio paradigmático de lo grotesco y lo repugnante; algo que produce, desde el principio, indignación y supera los límites de lo absurdo. Con un maltusianismo implacable, se han suprimido monumentos y callejeros donde se glorificaba a los combatientes nacionales; mientras se erigen a representantes del bando revolucionario, como Largo Caballero, Indalecio Prieto, Dolores Ibárruri, &c. Y así todo.

Para Nicolás Maquiavelo, lo esencial era la conservación del Estado y el fortalecimiento de la nación. Rodríguez Zapatero ha propiciado, y en parte conseguido, todo lo contrario. Su presunto maquiavelismo se ha reducido, en el fondo, a una especie de patriotismo de partido, a garantizar la hegemonía del socialismo en el conjunto de la sociedad española, destruyendo y deslegitimando a la oposición conservadora. Pero ni en eso parece haber triunfado; hoy su liderazgo en el PSOE se encuentra, dado el desastre político, moral y económico, más cuestionado que nunca.

A lo largo de más de seis años, España ha pasado por las manos de un político errático, ignorante y torpe, como si fueran las de un masajista asiático, entre apática, atormentada y extrañamente contenta. No obstante, tenemos derecho a creer, no sin un cierto escepticismo teñido de melancolía, que la nación española es inmortal. Y que Rodríguez Zapatero pasará como pasa la tempestad, la guerra o las epidemias. Lo que no acontecerá, sin duda, por la «virtud» de una oposición torpe, indolente y timorata, que ha tenido la «fortuna» –el Partido Popular, no el conjunto de la sociedad española– de encontrarse con una crisis económica que el líder socialista ha propiciado y es incapaz de solventar. Todo un éxito histórico.

 

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