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El Catoblepas, número 106, diciembre 2010
  El Catoblepasnúmero 106 • diciembre 2010 • página 5
Voz judía también hay

Ya no se dice Vietnam ni Oslo

Gustavo D. Perednik

El error radical, obviado también en sus ejemplos emblemáticos

Acuerdos de Oslo, 13 septiembre 1993: Rabin y Arafat bajo el auspicio de Clinton

La capital de Noruega y el Este de Indochina comparten una curiosa característica: su mera mención puede revelar el fiasco de la posición «progresista» en sus diversas variantes. Por ello ésta elude el recuerdo y soslaya fracaso bajo el velo de una supuesta extinción de todas las ideologías.

El gobierno de los partidos comunistas fue rechazado por más de treinta países que lo padecieron durante décadas. Entre ellos brilla con luz propia la República Socialista de Vietnam, proclamada el 2 de julio de 1976.

Dicha proclamación fue precedida por una devastadora guerra de tres lustros que cobró más de tres millones de vidas, y que concluyó sólo cuando los vencedores cumplieron cabalmente con su objetivo de desmantelar Vietnam del Sur y no dejar ni un palmo de suelo vietnamita con propiedad privada.

En Occidente, la intelectualidad y los medios fueron casi unánimes en conferir a la voz «Vietnam» un mensaje idealizado, indeclinable y movilizador: viva la revolución.

Apenas una década después, el mensaje comenzó a colapsar, a partir de que el Partido Comunista de Vietnam implementó, en 1986, la estrategia del «Doi Moi» («renovación»): una gradual introducción del mercado libre y de la propiedad privada de granjas y compañías; desregulación, e inversión extranjera. Gracias a esta política, emergió una de las economías de más rápido crecimiento en el mundo, con aumento en la producción industrial y agrícola, en la construcción, la vivienda y las exportaciones.

Por eso ya no se dice Vietnam, porque la consecuencia lingüística de las medidas adoptadas fue que los millones de personas que con sólo pronunciar el bisílabo solían sumirse en un hechizo escatológico, actualmente evaden la palabra. La infrecuencia de ésta en los medios de hoy en día es, en efecto, tan enorme como lo fuera su omnipresencia en el discurso cotidiano de los años ochenta.

Ya no se dice Vietnam, tampoco para revisar críticamente los motivos del mutis. La guerra en ese país parece haber sido no sólo cruenta sino también estéril, incluso de moralejas. Y tan inútiles como ella fueron las múltiples campañas en ella inspiradas, la Guerra Fría, y las interminables purgas y revoluciones, y muerte por doquier.

Vietnam es el emblema de cómo, casi finalizando el siglo XX, el espejismo marxista se disipó, ya sea porque existió simplemente en la infecunda teoría, o bien porque cuando intentó llevarse a la práctica se limitó a generar liberticidio y estancamiento.

Para sus otrora portavoces es arduo reconocerlo, ya que no puede minimizarse la muerte de millones de personas por hambre y persecuciones bajo el nimio epíteto de «error».

Pero el examen es imperioso, precisamente para quienes fundamentaron una buena parte de su ideología en los principios que naufragaron.

Salteamos aquí la distinción entre una teoría sostenida como diagnóstico, y la misma presentada como terapia social, porque es falaz toda apología para la que «el marxismo hace una descripción correcta de la realidad, pero en cuanto se lo aplica a la misma no produce los resultados esperados».

La ineficacia de una vacuna, un descubrimiento o una idea, es una prueba de que sus presupuestos teóricos están intrínsecamente equivocados. Por ello deben ser revisados con valentía, hasta que revelen su esencial quimera, sobre todo porque su fracaso no se extendió por apenas algunos meses, sino durante ochenta años. En suma: no corresponde el panegírico sino una autopsia general, guiada por dos preguntas:

· ¿Cuál fue el error fundamental del marxismo, que desveló su inherente insuficiencia para explicar cómo funciona la sociedad?

· ¿Por qué el error pudo durante un siglo engañar a tantos, incluso a mentes brillantes?

El abismo entre los vaticinios y la realidad

Una minoría de intelectuales denunció el fiasco, pero habitualmente se concentraron más en los indicadores sociales que llevaron a la caída final, y menos en el esquema teórico del que se desprendía la falacia. Se ocuparon, acaso con razón, de cómo la Unión Soviética tambaleaba, pero no de cómo el Manifiesto Comunista engañaba.

En 1950, Nikita Krushchev anunciaba que en veinte años el nivel de vida comunista iba a superar al de EEUU, y que antes del año 2000 «el capitalismo sería enterrado». León Trotski había vaticinado que en 1948 «la Cuarta Internacional se habrá convertido en la fuerza revolucionaria decisiva de nuestro planeta». Su discípulo y biógrafo, Isaac Deutscher, había publicado en 1933 El peligro del barbarismo sobre Europa, donde urgía a la izquierda a unirse contra Hitler y, por toda respuesta, los comunistas lo expulsaron del partido por «exagerar el peligro del nazismo y difundir el pánico».

Y así todos, imperturbables ante una realidad que desmentía a los estalinistas que se aliaron al nazismo, a los maoístas que cosecharon hambrunas y desolación, a los trotskistas que se limitaron a teorizar sobre entelequias.

He aquí la primera de las tres grandes contradicciones del marxismo que hemos de señalar: una teoría que se ufana de ser profundamente materialista, se encerró en análisis meramente hipotéticos.

Consecuentemente, cuando se equivocó no volvió a sopesar la teoría, y continuó parapetándose en visiones apocalípticas dignas de la más fanatizada religión.

El marxismo previó que el gobierno revolucionario, por decreto, cambiaría la naturaleza humana. Atribuía a la transferencia de los medios de producción consecuencias escatológicas, cuando se trataba de una mera medida burocrática.

Una medida que exaltaban como al heraldo del fin de la explotación, de la plusvalía, de la alienación, y de la desigualdad. La partera de un hombre nuevo, que haría que el Estado se esfumara, y se desvanecieran los conflictos.

Lo concreto es que, en vísperas de la perestroika, en los años ’80, con toda la propiedad en manos del Estado, no sólo no habían nacido «hombres nuevos» ni se había alcanzado nirvana social de ninguna índole, sino que los indicadores mostraban a las claras que las sociedades socialistas no funcionaban. Los mismos elocuentes indicadores que exhibe el único país aferrado al dogma: Corea del Norte, con desabastecimiento energético, constantes averías y apagones, crecimiento económico per cápita nulo o negativo, esperanza de vida en disminución, y una ineficiencia que causa hambre.

Este último dato es notable: incluso las ocasiones en las que la producción socialista daba resultados, los retrasos en la distribución provocaban una escasez que a su vez generaba colas, acaparamiento de productos y racionamientos. Las cosechas siempre resultaban más pequeñas de lo planeadas pero, peor aún, cuando el cereal, las papas, el azúcar, la remolacha y las frutas finalmente se obtenían, se echaban a perder antes de llegar a las tiendas.

Concretamente, el «hombre nuevo» significó, en China, la muerte por hambre de unos 30 millones de personas entre 1958 y 1961; y en la Unión Soviética, que hacia 1990 más de cien mil aldeas carecieran de línea telefónica. La economía civil carecía de fotocopiadoras, de computadoras, de lo indispensable para la logística moderna.

La ruina de las telecomunicaciones era en parte resultado de la censura del partido, que impedía el intercambio rápido de información, y en parte la consecuencia de que la asignación de recursos era pésima, y previsiblemente la economía colapsaría.

Para dar dos ejemplos: a) los bonos e incentivos concedidos a las empresas se determinaban por el número de trabajadores empleados, lo que condujo a la contratación de grandes cantidades de obreros innecesarios. El sobreempleo era, en efecto, un aspecto del despilfarro.

b) Las cuotas de producción se fijaban únicamente en términos cuantitativos, lo que daba lugar a la producción de artículos de muy baja calidad, y al engaño constante acerca de lo producido.

Las empresas más subsidiadas eran siempre las peores, las que más dilapidaban recursos. Ello generaba una creciente corrupción, en la que todo empleado escondía algo debajo del mostrador, para sus amigos o parientes, o para soborno.

En mayo de 1988, cuando aparecieron en Rusia los primeros pimpollos de autocrítica, el diario Pravda publicó un artículo que resumía así la condición de la economía socialista: «Ni uno solo de los 170 sectores esenciales de la economía ha cumplido ni una sola vez con los objetivos de los planes trazados durante los últimos 20 años... esto trajo una reacción en cadena de desequilibrio que ha llevado a una anarquía planificada...»

Las explicaciones existen

La gran pregunta es por qué la asignación de los recursos era tan ineficiente que llevó al derrumbe. Desde la literatura se habían dado algunas respuestas. La única novela de Henry Hazlitt (1894-1993), La gran idea (1951), responde por qué no funciona una economía planificada. Narra la experiencia de Pedro Uldanov, heredero al imperio comunista de Nuevomundo en el año 2100, y cómo su padre Stalenin le informa de las purgas y de los complots para asesinarlo. Pedro descubre la gran idea para rescatar a la sociedad del estancamiento en el que estaba sumida: la libertad. En la novela, el socialismo no funciona por tres motivos:

· Porque deslegitima el afán de lucro, que es el motor de la producción;

· porque no hay criterios para determinar el valor de los productos; y

· porque el planificador de la sociedad no ve las infinitas causas operando en ella.

La madre de todos los errores era sostener que el valor de las cosas depende del trabajo invertido en ellas por los obreros, y que por lo tanto hay una clase que vive apropiándose de lo que éstos producen.

La lucha de clases, que era el centro de la ideología, ya casi no ocupa lugar en las nuevas plataformas de los partidos de izquierda representativos. Se aspira a sociedades policlasistas, y a partir de ello el corazón del marxismo deja de latir.

Además, la perestroika rusa destapó el tacho de los crímenes cometidos durante un siglo, mientras ni un sindicato, ni una huelga, ni una manifestación, ni un diario opositor, ni nada, habría podido objetar la realidad para mejorarla.

En 1920, cuando la experiencia soviética tenía sólo tres años de edad, Ludwig von Mises demostraba que el socialismo estaba encaminado a la ruina. Pasemos por alto la corrupción, el autoritarismo, el desabastecimiento, la represión, la falta de libertades, las purgas. Ignoremos todos los vicios de las dictaduras.

El tema básico irrefutable continúa siendo el mismo: el mejor intencionado planificador social general, no sabe qué hacer.

Una economía moderna con un sistema de división de trabajo avanzado, tecnologías sofisticadas y una amplia variedad de equipamiento de capital, es demasiado compleja para que los planificadores puedan organizarlos y preverlos exitosamente. Hay demasiado conocimiento (y muchos tipos diferentes de conocimiento) dispersos entre demasiada gente. A veces ni el poseedor de los conocimientos sabe que los posee; a veces, no quiere compartirlos.

El planificador es incapaz de centralizar toda la información relevante y cambiante de una sociedad compleja. Es incapaz de organizar todo en la economía justo de la manera correcta para que «esté bien».

Recordemos que el gobierno soviético fijaba 22 millones de precios, 460.000 tipos de salarios, 90 millones de cargos gubernamentales. Todo, en base de caprichos de burócratas. El resultado fue el caos y la escasez y, en el proceso, se perdieron la ética del trabajo, las oportunidades empresariales, y la iniciativa privada. En condiciones de monopolio total, la economía es sencillamente destruida.

Los precios, la herramienta esencial para que una economía funcione racionalmente, no se formaban: se dictaminaban como veredicto inapelable por un juez todopoderoso, y por ello no eran indicadores de nada más que de los caprichos del soberano.

En suma, el error básico del socialismo fue desalojar la racionalidad de la economía.

La pregunta consiguiente es cómo pudo defenderse la irracionalidad. También Mises lo ha explicado: los marxistas supieron construir tres corazas para protegerse de la crítica, a saber:

1) enseñaron que su sistema es fatalmente inevitable, y por lo tanto quien no coincidiera con él iba a contramano de la historia;

2) impidieron que se debatiera cómo ha de organizarse la sociedad socialista, circunscribiéndose exclusivamente a la crítica demoledora de la que no lo es;

3) negaron a la lógica su carácter obligatorio, válido, y general para todos los hombres y todas las épocas. Toda crítica era ipso facto descalificada por «burguesa».

He aquí la segunda de las tres contradicciones: aunque sostenían que su postura era «ciencia pura», rechazaban el método científico que consiste en revisar cada paso y criticar los resultados.

La tercera paradoja marxista es que sostiene que todos actuamos movidos por nuestros intereses, salvo los intelectuales marxistas, quienes superan sus impulsos e intereses por medio de la iluminación que les producen las santas fuentes de su religión.

En suma: uno puede seguir sosteniendo el marxismo, aferrado a una teoría que jamás se tradujo en éxitos reales, tanto como puede insistir en el espiritismo y en que los OVNIS nos visitan. Lo que no puede es argumentar que sus creencias son doctrinas científicas.

Sin la teoría del valor, que derivó en el mito de la plusvalía, cae la doctrina marxista, y cae Vietnam.

La voz Oslo tuvo un destino similar. Durante una década repitieron en el mundo académico, también el israelí, que los Acuerdos de Oslo firmados con Arafat en 1993 constituían la única salida posible hacia la paz. Pero se cumplieron las advertencias de los opositores al acuerdo y, lejos de llevarnos a la paz, las concesiones a las agrupaciones terroristas generaron el peor baño de sangre de la historia de Israel. Entonces los pacifistas obran como los marxistas: sencillamente dejan de recordar el «error».

 

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