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El Catoblepas, número 106, diciembre 2010
  El Catoblepasnúmero 106 • diciembre 2010 • página 14
Libros

Francisco Franco Bahamonde, el intelectual que defendió a la Segunda República

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre la segunda edición del libro de Julio Merino, El otro Franco. El Franco intelectual y el Franco que salvó a la República en tres ocasiones, Albor, Madrid 2010.

«No he de decir ni media palabra en menoscabo de la figura del ilustre militar. Le he conocido de cerca, cuando era comandante. Le he visto pelear en África; y para mí, el general Franco, que entonces peleaba en la Legión a las órdenes del hoy también general Millán Astray, llega a la fórmula suprema del valor, es hombre sereno en la lucha.» (Indalecio Prieto, pág. 108 de este libro)

Julio Merino, El otro Franco, Albor, Madrid 2010 La figura de Francisco Franco, el anterior Jefe de Estado, sigue causando todo tipo de enfrentamientos aun pasados treinta y cinco años de su fallecimiento. En el treinta aniversario de tal luctuoso hecho, el periodista Julio Merino publicó un libro bajo la asesoría documental muy experta de Juan Luis Galiacho, y el resultado es desde luego digno de ser reseñado, ahora que es editado por segunda vez.

El libro comienza con la exposición de un «hecho»: «Alfonso XIII fue declarado culpable de alta traición y fuera de la ley por la República» (pág. 13), en documento aprobado por las Cortes Constituyentes republicanas en la noche del 19 al 20 de noviembre de 1931, y publicado al día siguiente por el Diario de Sesiones. Un documento muy valioso, pues ha sido silenciado por la mayoría de historiadores que han sido tenidos habitualmente por «profesionales». «Hecho» del repudio que se sigue de otro hecho, también normalmente silenciado: las elecciones municipales de abril de 1931 no fueron ganadas por los republicanos (pág. 15).

Desde esta perspectiva, Julio Merino se dispone a mostrarnos la cara menos habitual de Francisco Franco, la del militar leal y disciplinado, y también la del entorno en el que se lanza a la vida pública, cuando España aún sigue convaleciente del «Desastre del 98» y se empiezan a ver los efectos de la Revolución de Octubre de 1917 y el surgimiento de la Unión Soviética en el mundo, todo combinado con el complejo ambiente de entreguerras:

«Franco es, además, protagonista destacado en la guerra de África, siendo el general más joven de Europa en 1926, el sal­vador de la República en 1934, el Generalísimo en 1936 y el jefe del Estado entre 1936 y 1975 (uno de los mandatos más largos de la historia de España, incluidos los Reyes de la Casa de Aus­tria y los Borbones), es decir, sesenta años de ininterrumpido protagonismo histórico. Por tanto, ¿quién puede negarle a Fran­co su categoría de «personaje histórico» sin caer en el ridículo? Por lo que se refiere a lo personal, el personaje Francisco Franco no puede entenderse sin tener presente las líneas maes­tras de su conducta y su pensamiento (un pensamiento mode­lado y sostenido, como se demostrará en este libro, en las intensas lecturas de sus mejores años) como hombre, como padre de familia, como creyente, como militar, como político y como español.» (pág. 23)

Es esta visión completa de Franco, el semblante, el que nos presenta Julio Merino en su libro. Unos años de formación que sin duda serían decisivos en su futura acción de gobierno en España durante cuarenta años. Tal y como señala el autor de sus conversaciones con el «cuñadísimo» Ramón Serrano Súñer. Los temas militares históricos, tales como estudios de la Batalla de Austerlitz (1805), también abundarán entre sus lecturas. Será Franco en sus años de formación un gran apasionado de la lectura, con autores en consonancia con los tiempos que le tocó vivir: no sólo los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, sino las reflexiones de Miguel de Unamuno, la literatura de Valle Inclán, los hermanos Machado o Jacinto Benavente, las reflexiones de Ángel Ganivet en su Idearium español o los escritos de José Ortega y Gasset, a quien conocería a raíz de la lectura de su «Vieja y nueva política» de 1914 y con quien rompería al declararse al servicio de la República el 11 de febrero de 1931, así como al leer su artículo «El error de Berenguer», publicado en El Sol el 15 de noviembre de 1930, que terminaba con la profética frase Delenda est monarchia.

Más tarde, cuando Ortega reculó respecto a su defensa republicana al publicar en Crisol el 9 de septiembre de 1931 su famoso «¡No es esto, no es esto!», viendo la deriva anticlerical y radicalista que tomaba en manos del gobierno provisional, Franco tomó contacto con Ramón Serraño Súñer y le envió el recorte periodístico con unas palabras de su puño y letra que decían: «Dile a tu filósofo que esto de acuerdo con todo» (pág. 57). Tampoco faltan las menciones al Franco autor, como Diario de una Bandera (1922), donde describe con toda su crudeza la campaña librada en Marruecos (pág. 85), o el guión de la famosa película Raza (pág. 99).

Lejos del maniqueísmo izquierda/derecha tan propio de posiciones míticas, Julio Merino señala un caso muy curioso, como es la afición de Franco por la lectura de obras como los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós y sus comentarios sobre el Episodio número 9, «Juan Martín el Empecinado»; comentarios sobre la guerrilla que fueron leídos nada menos que por el Che Guevara: «Curiosamente, muchos años más tarde, según me comentó Serrano, las autoridades bolivianas que acabaron con el Ché Guevara encontraron entre sus pertenencias una copia del folleto de Franco que guardaba con las tácticas guerrilleras que Galdós describe en su “Empecinado”». (pág. 51)

Ya proclamada la II República, Julio Merino plantea la relación entre Francisco Franco y Manuel Azaña, quien sería Primer Ministro y también Ministro de la Guerra durante el primer bienio republicano, como una relación antagónica, en la que Azaña pretendería desmantelar el ejército y también así al propio Franco. Desde la página 120 hasta la 127 se describe el episodio del cierre de la Academia Militar de Zaragoza en 1931, que dirigía Franco, y el discurso de despedida ante sus soldados, en el que encarece la virtud marcial de la disciplina frente a todo tipo de decisiones, incluso las más arbitrarias.

El propio Franco aceptó su cese como director de la academia, la primera amonestación que constaba en su pulcra hoja de servicio y el retiro forzoso en situación de disponible que la Ley Azaña le obligaba, teniendo que trasladarse a Oviedo. Su carrera militar no se truncó por apenas escasos días, en que a punto de ser tramitada su jubilación forzosa, se le otorgó destino en Galicia el 21 de febrero de 1932. De hecho, Franco censuró al General Sanjurjo, el mismo que al mando de la Guardia Civil ayudó al advenimiento del régimen republicano, cuando intentó sublevarse contra el régimen el 10 de agosto de 1932. En ese momento, Azaña, al igual que otros muchos, se preguntaron: «¿Y Franco? ¿Dónde está Franco?» (pág. 125). Franco estaba en el lugar que ocuparía toda la república: con el régimen y defendiéndolo, nunca atacándolo ni siéndole hostil.

En efecto, Franco, ascendido a General de División en marzo de 1934, salvó la República de las garras de los revolucionarios de Octubre de 1934 cuando fue nombrado Jefe del Estado Mayor: «Sé que para muchos esta afirmación puede resultar excesiva o exagerada, pero la fuerza de los hechos está por encima de cualquier interpretación. Franco salvó la República cuando los mismos que la habían traído en 1931 (y especialmente los socialistas y sus afines) quisieron cargársela para imponer la dictadura del proletariado. Curioso, pero cierto» (pág. 147).

Y es cierto: como ya sabemos, los partidos que habían gobernado durante el primer bienio y habían sido claves en el advenimiento de la II República española, principalmente el PSOE, se lanzaron a un golpe de estado en toda España (aunque sólo triunfaría parcialmente en Asturias) conocido como Revolución de Octubre de 1934. Franco es convertido en Jefe del Estado Mayor Central directamente por el Ministro, Diego Hidalgo: «El día 5 comienza el tomate revolucionario en Asturias y la Generalidad de Barcelona se subleva contra Madrid. El Partido Socialista ha dado a todas sus organizaciones luz verde para la huelga general y la rebelión armada. El ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, ordena buscar inmediatamente al general Franco, que todavía está en Madrid a petición de éste, y esa misma noche del 5, sin ningún nombramiento, le entrega el mando, dejando a un lado al jefe del Estado Mayor Central, general Masquelet, e incluso su despacho...» (pág. 188).

En 1935, «el general más joven de Europa alcanza la cúspide de su carrera militar, antes de la Guerra Civil, cosa que sucedería el día 20 de mayo al tomar posesión de la Jefatura del Estado Mayor del ejército, tras la breve estancia en África, otra vez, como jefe supremo de las fuerzas españolas destacadas en Marruecos... Francisco Franco Bahamonde tiene en ese momento cuarenta y dos años, cuatro meses y veintidós días, y es ya, sin duda, el primer general de la República. Aquel que, siendo monárquico de corazón, ha dicho ya no a un golpe militar de derechas y no a un golpe revolucionario de izquierdas, en defensa de la legalidad vigente. El mismo que se dispone a rectificar la política militar trituradora de don Manuel Azaña» (pág. 201).

Como Jefe del Estado Mayor, Franco se negó a participar en la crisis ministerial de finales de ese año 1935, en la que se produjo un intento de golpe de estado del propio jefe de estado, Niceto Alcalá Zamora: «¿Y que sucedió, concretamente, en la tarde del 11 de diciem­bre de 1935? Pues ocurrió que el presidente Alcalá Zamora, abierta otra crisis ministerial y en pleno período de consultas, movió los hilos para que la Guardia Civil rodease el Ministerio de la Guerra y tomase algunos puntos estratégicos de Madrid en previsión de lo que pudiera pasar ante su decisión de no entregar el Gobierno a quien parlamentaria y constitucionalmente le co­rrespondía en aquella encrucijada, es decir, a don José María Gil Robles, el jefe de la CEDA. Lo que traducido al lenguaje político y según todas las opiniones, era realmente un golpe de estado dado desde la jefatura del Estado. Y sucedió que, ciertamente, el señor Gil Robles, a la sazón todavía ministro de la Guerra, se enfrentó cruda, abierta y frontalmente al presidente Alcalá Za­mora.» (pág. 207)

Franco, enérgico, contestó a través de los generales Fanjul y Varela, que el ejército no podía entrometerse en esa crisis ministerial: «el general Franco les convenció de que no podía ni debía contarse con el ejército, en aquellos momentos, para dar un golpe de Estado.

Es decir, que Franco, una vez más, vuelca todo su poder, su prestigio y su experiencia (sacrificando, de nuevo, sus sentimientos monárquicos) en defensa de la legalidad vigente... aquella legalidad que ni el presidente de la República, ni las derechas, ni las izquierdas ni el centro sabían ya dónde estaba, al igual que el 10 de agosto de 1932, o como en octubre de 1934.

¡Y es que allí todo el mundo quería su golpe de Estado o su legalidad o su República!... Todos, menos Franco, quien a pesar de todo sólo pensaba en España» (págs. 210-211).

Así se llegó a las elecciones de 16 febrero de 1936, en ambiente de plena guerra civil, que suponen el triunfo del Frente Popular y una algarada tremenda que amenaza el orden público e incluso el resultado final de la segunda vuelta electoral. Franco, lejos de mostrarse contrario a los resultados, no sólo los acepta, sino que además recuerda al presidente en funciones, Manuel Portela Valladares, su decisión previa de proclamar el estado de alarma para proteger el orden. De este modo, Franco no sólo salvaría la república democrática en 1934 y en 1935, sino también en 1936: «O sea, que Franco, tiene que recordarle al Jefe del Gobierno cuál es su deber y luego rechazar, otra vez, la sugerencia del golpe de Estado. ¿Qué habría sucedido si en ese momento Franco acepta y se decide por el golpe que le sugiere el mismísimo presidente del Gobierno?... Pero, el hecho cierto es que Franco no cayó en la trampa y, contra sus sentimientos, acató la última decisión de Portela...» (págs. 216-217).

Incluso en junio de ese mismo año escribe al primer ministro, Santiago Casares Quiroga, una carta en confianza de que todo puede cambiar (págs. 223-226). Pero con el asesinato de Calvo Sotelo la guerra sería inevitable. Así lo comunica Franco a su primo y ayudante Franco Salgado-Araujo, a Martínez Fuset y al coronel González Peral, sus colaboradores más íntimos: «Al ejército no le es lícito sublevarse contra un partido ni contra una Constitución porque no le gusten; pero tiene el deber de levantarse en armas para defender a la Patria cuando está en peligro de muerte» (pág. 230).

El relato del libro termina con la famosa alocución de Franco que constituye el primer documento de la Guerra Civil Española, donde invoca la República y los principios de la Revolución Francesa, Libertad, Igualdad y Fraternidad, para desmentir una vez más a quienes han descalificado a Franco como fascista. Pero el autor aún guarda unas líneas (págs. 237-239) para contar cómo conoció a Franco en el año 1973, en una curiosa anécdota que le obligó a disfrazarse de sereno en una audiencia masiva al gremio en el Palacio de El Pardo, pese a que ocupaba entonces la subdirección del diario Pueblo.

 

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