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El Catoblepas, número 135, mayo 2013
  El Catoblepasnúmero 135 • mayo 2013 • página 2
Rasguños

«Diferencias» sobre tres temas de Trías

Gustavo Bueno

Prólogo al libro de Eugenio Trías, Metodología del pensamiento mágico, Edhasa (La Gaya Ciencia, 2), Barcelona 1970, páginas 9-36.

Eugenio Trías, Metodología del pensamiento mágico, Edhasa (La Gaya Ciencia, 2), Barcelona 1970Eugenio Trías, Metodología del pensamiento mágico, Edhasa (La Gaya Ciencia, 2), Barcelona 1970

Introducción

1. Trías nos ofrece en este libro la tercera parte de una trilogía que él considera como preliminar a ulteriores construcciones, que ya no quieren ser «metafilosóficas» o «metamitológicas», sino construcciones efectivas en un lenguaje nuevo. Trías anuncia un nuevo ciclo de obras, que inaugurarán un género nuevo de discursos. No serán temas mágicos tratados científicamente –con lo que se incurriría en lo que él llama «metafísica»–, sino, según un tipo de discurso que tampoco considera propiamente «filosófico», sino precisamente mágico. Me parece, sin embargo, que este anuncio suscita un extraordinario interés a los filósofos académicos, no ya sólo porque el proyecto y sus resultados han de ser material para el análisis filosófico, sino porque, también, el proyecto y sus resultados tienen mucho que ver con la filosofía. Algún severo positivista, o escolástico, o académico, fruncirá el ceño o dejará ver «una leve irregularidad en la disposición de sus labios», en nombre de la filosofía rigurosa. Pero es precisamente en nombre del rigor –del rigor platónico– como parece que Trías opera. Platón, el fundador de la filosofía académica, fue precisamente el primero que utilizó [10] críticamente el «mito filosófico», precisamente porque su pretensión de rigor le prohibía llamar «ciencia» a ciertas construcciones que distaban de serlo. En este sentido, el proyecto de Trías se movería dentro de la más genuina tradición platónica.

2. Trías me dice que le ponga un prólogo a su libro. Ya se lo estoy poniendo, y de muy buena gana. El motivo es claro: no solamente simpatizo con su temática, sino con la «inspiración» de Trías, con un buen conjunto de referencias comunes, y sobre todo con su método. Un método que –creo– puede llamarse «geométrico», constructivo; que procede por construcción de conceptos, y no quiere ser meramente descriptivo. Que Trías utiliza este método geométrico, aunque no use fórmulas, es evidente. El introduce términos tales como «magia», «ciencia», «filosofía», al modo como en la mecánica se introducen términos tales como «espacio», «fuerza», «movimiento». Lo que hace Trías es, entonces, construir el concepto de metafísica como una composición (∗) de los términos «ciencia» y «magia», al modo como la mecánica construye el concepto de trabajo componiendo los de «fuerza» y «desplazamiento» (Trabajo = Fuerza × Espacio). El concepto de teología lo construye componiendo los términos «filosofía» y «magia». El núcleo del libro de Trías podría reducirse a las dos construcciones siguientes: «Metafísica» = df. «Ciencia ∗ Magia»; «Teología» = df. «Filosofía ∗ Magia». El resto del libro de Trías es un brillante desarrollo de estas definiciones constructivas. Con razón prevé Trías el escándalo de los «filólogos», que ven en este método una agresión apriorística ante un material «continuo y heterogéneo». Pero éste es el método propio de la filosofía platónica. Por lo demás, que se esté de acuerdo con el método no significa que no pueda discreparse sobre el modo concreto de utilizarlo en cada caso. La definición de trabajo mecánico arriba citada puede considerarse como un caso particular en el que el vector fuerza tiene la misma dirección que el movimiento, que debe ser uniforme y rectilíneo. [11] Por ello, en lugar de la definición anterior, utilizaremos esta otra, «más general»: T = ∫ F.cos α dx, que, sin embargo, no destruye la definición primera, la cual, en cierto modo, mantiene su prioridad «fenomenológica».

3. Precisamente supuesta esta «identidad» de temática, inspiración, referencias y método, puede tener interés para el lector el que continúe este prólogo desarrollando algunas «diferencias» que la obra de Trías me sugiere. Estas «diferencias» no están concebidas, en modo alguno, como críticas trituradoras, sino como modulaciones dentro de un mismo compás. Son «diferencias» en el sentido de Cabezón, «variaciones en la modulación», puesto que lo que se quiere decir es lo mismo, aunque de diferente modo. Con una imagen no musical, sino geométrica: me propongo ofrecer algunas transformaciones de índole más bien proyectiva que topológico o métrica; porque, aunque no se van a conservar las «congruencias», tampoco va a haber «deformaciones» excesivas. Van a conservarse ciertas «razones dobles» entre las Ideas, tal como Trías las trata. Mi intento es sólo éste: «proyectar» las figuras que Trías ha dibujado a una escala determinada y en un cierto plano, sobre una «esfera» o «cilindro», y, en ocasiones, con cambio de escala. La escala de Trías es tal que en ella se configuran conceptos como «semejanza» o «contigüidad», «identidad» y «diferencia» –es la escala de Frazer (que, por cierto, era la escala de Locke y Hume, la de Jakobson, la de Lévi-Strauss)–. A esta escala, se logran, por otra parte, organizaciones decisivas del «material». Si yo digo que la noción de semejanza puede resolverse en otros conjuntos de nociones a las que cubre, no es tanto porque sobreentienda que la semejanza o la identidad son conceptos prehistóricos que deben ser liquidados, cuanto porque pienso que son arcaicos, que se mantienen en una escala determinada, sobre la que, por cierto, se apoyan los demás. En esta su escala son operativos: esta escala es, precisamente, la constitutiva del nivel fenomenológico de las ciencias psicológicas [12] o etnológicas (es el propio bororo quien percibe como «semejante» la serpiente Boyusu y el Arco Iris).

Primera «diferencia»

1. Trías nos ofrece un cuadro unitario, en el que se coordinan ideas claves de Frazer, Freud, Jakobson, Lévi-Strauss y Foucault. Estas ideas tienen todas el mismo aspecto: la oposición entre pares de términos (oposición binaria), y una cierta coordinación de estas oposiciones. Lo que hemos llamado «Ideas» de Frazer, Freud, &c., son estas oposiciones binarias: semejanza/contigüidad, condensación/desplazamiento, combinación/selección (la combinación, con dos variedades según Jakobson: concurrencia y concatenación), metáfora/metonimia, identidad/diferencia. Y también son Ideas la coordinación entre los pares semejanza/contigüidad y metáfora/metonimia, por ejemplo. Trías, en un admirable esfuerzo de síntesis, totaliza en muy pocas páginas todas estas «Ideas», estableciendo sobre ellas una de las tesis principales de su libro: que la magia es el ámbito de la «semejanza/contigüidad», y la ciencia lo es de la «identidad/diferencia». Más precisamente, caracteriza a la magia por el uso de «signos flotantes», como puedan ser la palabra «mana» (estos signos flotantes se sobreentiende que anudan semejanzas y contigüidades asimismo flotantes). La ciencia no recibe caracterización especial.

2. Mis «diferencias» brotan, simplemente, de la posibilidad de variar la relación o razón entre los términos opuestos en aquellos pares. Si utilizamos los viejos signos de la Aritmética, que, por lo demás, Lévi-Strauss ha vuelto a emplear (Le cru et le cuit, p. 348), y escribimos: (Semejanza : Contigüidad :: Identidad: Diferencia), o bien [13] semejanza/contigüidad = identidad/diferencia, comprobamos, inmediatamente, la posibilidad de escribir: semejanza/identidad = contigüidad/diferencia.

Y simplemente con esto, queda planteado el problema de la independencia del par «semejanza/contigüidad» por respecto al par «identidad/diferencia». Parece que el concepto de semejanza tiene que ver con la identidad tanto como con la contigüidad, y recíprocamente. La trasposición que hemos operado (cambio de medios), plantea también la cuestión de si los relatores (operadores) designados por «:» o por «/» son idénticos, o son diferentes, o son semejantes, o son contiguos. (Evidentemente, el concepto de «oposición», del que se valen los lingüistas, etnólogos, &c., es más bien oscuro y poco analizado.) Y si el relator «=», o bien «::», es de semejanza o de identidad. Aristóteles llama αναλογια a la relación entre dos razones: la primera razón es ομοιως a la segunda (Poét., 1457 b). Pero la noción de «semejanza» es ella misma muy ambigua: a veces, designa una relación entre cualidades –y, en ocasiones, lo que los gramáticos llaman «metáfora» se mueve en el ámbito de las semejanzas simples entre cualidades. Pero, evidentemente, la noción de «semejanza simple» no es la única acepción contenida en el concepto de semejanza. «Semejanza» (Ähnlichkeit) es también una relación compleja, un predicado n'ésimo (como «igualdad»), de toda relación que sea reflexiva y simétrica (cuando además es transitiva, la semejanza se convierte en igualdad: Carnap, Der. log. Aufbau d. Welt, 11). Sin duda, cuando traducimos el ομοιον de la Poética de Aristóteles por «semejanza», pensamos más en la «semejanza-relación» que en la «semejanza-cualidad», pese a que esta distinción es también muy oscura (las «semejanzas-cualidades» se establecen ya entre razones, a nivel de la percepción animal, como ha observado W. Grey). En cualquier caso, es lo cierto que existen situaciones en las cuales las «semejanzas-relaciones» («::») se desarrollan sobre «semejanzas-cualidades», que, a su vez, cubren parte de lo [14] que los asociacionistas llamaron «contigüidad» (basta pensar en el signo «:», en los casos de trasposición de las proporciones arriba citadas).

3. Sobre estos casos, voy a desarrollar algunas de mis «diferencias», partiendo de los pares de opuestos presentados por Trías, con la pretensión de llegar a la construcción del concepto de «concepto posible», en tanto que puede ser tomado como uno de los fundamentos de algo semejante a lo que Trías llama «pensamiento mágico».

4. Los pares de opuestos binarios sobre los que Trías opera constituyen lo que se suele llamar una «estructura» –en una de las acepciones que este término recibe entre los lingüistas estructuralistas: «igualdad de diferencias». De hecho, es costumbre decir que las estructuras lingüísticas han sido los paradigmas del concepto de estructura, y de las estructuras concretas de las otras ciencias culturales. Sin embargo, un concepto de estructura muy similar fue conocido ya por los griegos. De suerte que el descubrimiento de la lingüística saussureana debiera más bien formularse como el descubrimiento, no del concepto de «estructura», sino de un tipo material (y, por otra parte, decisivo) de estructuras a nivel de fonemas, parecido al concepto de estructura que –digamos a nivel de monemas (de hecho, de palabras)– fue ya utilizado por los griegos con el nombre de «analogía».

Aunque la terminología era muy cambiante, los matemáticos, gramáticos y filósofos griegos entendían bajo el concepto de «analogía» dos especies principales: el anacoluto y el mesótes. Espeusipo, por ejemplo, llama «anacoluto» (ανακολουθια) a una proporción discontinua del tipo 1/2 = 8/16. En cambio, la medietas (μεσοτης) solía designar un grupo de tres números desiguales, tales que dos de sus diferencias estuviesen en la misma relación que uno de estos números consigo mismo o con alguno de los otros. La investigación del término medio, los problemas del irracional, la Metrética de Platón (Político, 283c, 285c) son tareas asociadas a este concepto. La «analogía continua», fundada [15] sobre tres términos, nos aproxima ya sorprendentemente a la estructura aristotélica del silogismo.

Aristóteles, en Poét., 1457b, llama «analogía» cuando «lo segundo tiene la misma relación con lo primero que lo cuarto con lo tercero. Entonces, puedo poner, en lugar de lo segundo, lo cuarto, y en lugar de lo cuarto, lo segundo». Las cuestiones centrales aquí son: 1.º) qué es lo primero, lo segundo, lo tercero y lo cuarto, 2.º) determinar qué es «poner en lugar de» (metaforizar). Suele darse por supuesto que Aristóteles está pensando en términos de anacoluto. Algunos sostienen que no hay que llevar demasiado lejos la analogía entre analogía metafórica y proporción aritmética. Sin embargo, debemos procurar el contacto entre ambas todo cuanto sea posible. En lugar de numerar los términos, como es habitual, de este modo: «1.º/2.º = 3.º/4.º», ensayaríamos una numeración de referencia como la siguiente «2.º/1.º = 4.º/3.º». El ejemplo famoso con el que Aristóteles ilustra su definición puede servirnos de punto de apoyo: «vejez/vida = tarde/día». Aristóteles extrae de esta proporción dos metáforas: (1) «Vejez es la Tarde de la Vida», y (2) «Tarde es la Vejez del Día». Si no me equivoco, lo que se sustituye aquí es «vejez» por «tarde» en (1) –pero «tarde» va asociado a «vida». Y se sustituye «tarde» por «vejez» en (2) –pero «vejez» va asociado a «día». Por consiguiente, cuando Aristóteles habla de 2.º y 4.º términos –que se sustituyen entre sí– se refiere a «vejez» y «tarde». Esto supuesto, la metáfora (1) de Aristóteles podría ponerse en correspondencia con la operación aritmética de despejar el término «vejez», y la metáfora (2), con la operación consistente en despejar el término «tarde». «Día» y «vida» quedan eludidos, pero al modo como se elimina el término medio en la conclusión del silogismo. Ciertamente, en aritmética es posible despejar otros términos de la proporción; si esto no es posible en el ejemplo de Aristóteles, o en otros parecidos, es debido, sencillamente, a que los relatores-operadores aritméticos son conmutativos (simétricos), y [16] esta propiedad no se mantiene necesariamente en otras proporciones.

5. Por lo demás, el concepto de «analogía» puede considerarse como un caso particular y muy simplificado de nuestro concepto de homomorfismo, como claramente puede comprobarse en la configuración geométrica –también conocida por los griegos– que se conoce con el nombre de «teorema de Tales». Se comprende también perfectamente la similaridad estructural entre las metáforas y esa suerte de parábolas o alegorías consistentes en explicar o ilustrar por medio de relaciones y operaciones dadas en un campo de términos zoológicos, o simplemente geométricos, las relaciones y operaciones entre ideas y conceptos que no son ni geométricos ni zoológicos. Hablaríamos de «metáforas homomórficas»: en realidad, el núcleo del método cartesiano, que prescribe la necesidad de representar espacialmente incluso los colores (Regulae, XIV, 441), y que hoy día está como disuelto en todo tipo de razonamiento científico, podría reducirse al tipo de las metáforas homomórficas, o, dicho de otro modo, al estilo de las parábolas. De aquí la necesidad de mantener una constante actitud crítica ante el uso, indispensable por otra parte, de todo tipo de diagramas.

6. Pero cuando se habla de las distinciones entre Mito y Razón –p. ej., en el contexto de las discusiones sobre las diferencias entre las teogonías y la filosofía helénicas: Zeller, Jaeger, Gigon, etcétera– la costumbre es apelar a la distinción entre metáforas y conceptos. Con frecuencia, se caracteriza el Mito por la metáfora, y a la Razón (filosofía) por el concepto. Este criterio es muy ambiguo: los filósofos usan abundantes metáforas (D. W. Tarbet ha podido hablar de la «fábrica de metáforas» en la Crítica de la Razón Pura de Kant: Journal History Philosophy, July, 1968) y en los mitos hay abundantes conceptos. Se recurrirá a distinguir tipos de metáfora: el mito utilizaría metáforas sociales («el Océano es Tetis», de Hesíodo), la filosofía o la ciencia utilizaría metáforas mecánicas («el Océano es [17] aire condensado», de Anaxímenes). Pero en los mitos encontramos abundantes metáforas mecánicas. En realidad, el concepto de «metáfora» es ambiguo. La conocida distinción que hace Max Black entre los enfoques de la metáfora (metáfora-sustitución, metáfora-comparación) se refiere, en rigor, a dos tipos diferentes de discurso, que aquí no es posible especificar. Simplemente, haré constar que cuando aquí hablamos de conceptos y metáforas, sobreentendemos por «metáforas» las metáforas-comparaciones. Pero aquí subsiste una distinción esencial, entre las proporciones conceptuales y las proporciones metafóricas, distinción que los escolásticos calificaron con los nombres de «analogía de proporcionalidad propia» e «impropia» (Cayetano, Juan de Santo Tomás). Esta distinción escolástica era, aunque certera, puramente denotativa. Ponía a un lado proporciones conceptuales (como «2/4 = 8/16», pero también «Escudo : Ares :: Copa : Diónisos») y a otro proporciones «poéticas», llamadas a veces «productos de la imaginación», como si el concepto matemático de tensor no fuese una creación del mismo orden que la estructura de una fuga. Escogeré, sin embargo, como prototipo de las proporciones poéticas la que se contiene en una canción pigmea: «el Arco Iris es el arco de caza de Dios» (un dios del cielo o de la selva). Esta metáfora-traslación, en forma de proporción, se desarrollaría así: «arco/cazador = Arco Iris/Dios».

7. Pero ¿qué criterios operatorios de distinción podemos arbitrar para distinguir (connotativamente) las proporciones conceptuales y las proporciones metafóricas, los conceptos analógicos y las metáforas analógicas? Responder, como hacían los escolásticos, diciendo que los conceptos análogos son «analogías propias», y las metáforas, «analogías impropias», es replantear la cuestión, no resolverla. Porque lo que preguntamos es: ¿y por qué hay «propiedad» en el caso de «escudo/Ares = Copa/Diónisos», y hay «impropiedad» en el caso de «arco/cazador = Arco Iris/Dios» –modelo esta última proporción de las «cinco vías» tomistas–? [18] Proseguir la explicación diciendo que hay «propiedad» cuando las relaciones se apoyan en la esencia de los objetos proporcionados, y que hay «impropiedad» cuando se apoyan en algún accidente, es otra vez pedir el principio. Precisamente lo esencial (lo «estructural», diríamos hoy) no se nos da previamente a la propia proporción, sino por medio de la proporción misma –ésta es la que configura la esencia o estructura. Apelar a criterios de distinción tales como «propio-impropio», «esencial-accidental», es característico del método escolástico, en tanto que, muchas veces, no conduce a errores, sino a meros replanteamientos de los problemas, bajo la forma gramatical de «respuestas» a los mismos: este es, en gran parte, el contenido del llamado «verbalismo» escolástico.

Sin duda, cabe utilizar, y es lo que se hace con frecuencia, criterios externos de distinción. Serán conceptos, las proporciones que se «verifiquen» o «falsifiquen»; metáforas, las que no. Pero estos criterios externos sugieren una identidad estructural entre conceptos y metáforas. «Formalmente», tendrían una estructura operatoria idéntica. Solamente que unos se ajustarían más a la realidad –serían más verdaderos– que las otras. Es un caso particular de la tesis según la cual el pensamiento salvaje y el civilizado tienen la misma forma lógica, y se diferencian por el material a que se aplican. Malebranche, sacerdote católico, mantuvo este criterio, alimentado sin duda en parte por una «conciencia interesada»: «Ceux qui étudient la Physique ne raisonnent jamais contre l'experience… Les faits de la Religion ou les dogmes décidez sont mes experiences en matiere de Theologie. Jamais je ne les revoque en doute. C'est ce qui me regle & qui me conduit à l'intelligence.» (Entretiens sur la Metaphysique et sur la Religion, XIV, 4: Oeuvres complétes, Paris, Vrin, 1965, t. XII-XIII, pp. 338-39). Sin embargo, la tesis de Malebranche contiene un sentido más profundo y «recuperable», como más abajo se verá.

8. Un criterio interno de distinción, formal y [19] material simultáneamente por lo tanto, sería evidentemente mucho más riguroso. Pero ¿es posible establecerlo? Me parece que el camino debe trazarse de tal manera que las relaciones (razones) entre los términos de la proporción directa («a/b = c/d») y las relaciones entre los términos de la proporción que llamaremos «traspuesta» («a/c = b/d») aparezcan anudadas según una regla operatoria, a partir de la cual no resulten «exteriores» entre sí. Son las relaciones simbolizadas por «:» o «/» las que no pueden ser descuidadas. En las proporciones aritméticas, en el campo de los números racionales, estas relaciones son razones en el sentido aritmético, y estas relaciones son las mismas en las proporciones directas, verticales, y en las traspuestas, horizontales. Estamos aquí en el caso límite de la conexión, porque sólo se muda la cantidad cociente, no la relación-operación cociente, y es posible obtener unas a partir de las otras. Es lo que ocurre, geométricamente, en las proporciones que configuran el teorema de Tales. Ahora bien, en otras proporciones, las relaciones «verticales» se «aproximan» a relaciones tipo «contigüidad», mientras que las «horizontales» se aproximan a relaciones tipo «semejanza». Quiero decir que, si operásemos con el par de términos «contigüidad/ semejanza», sería preciso clasificar las relaciones verticales «arco/cazador» o «copa/Diónisos» como relaciones tipo «contigüidad»; y las relaciones horizontales «arco/Arco Iris» y «copa/escudo», como relaciones tipo «semejanza» (la copa y el escudo se asemejan en cuanto elementos de una clase distributiva, cuya intención es «instrumentos o emblemas»). Por consiguiente, al transformar una proporción dada («copa/Diónisos = escudo/Ares») en su traspuesto («copa/escudo = Diónisos/Ares»), lo que hacemos es cambiar la perspectiva de una «identidad» fundada en la semejanza de contigüidades, en una «identidad» fundada en la contigüidad de semejanzas. Pero en ambos casos, la «identidad proporcional» es una relación que se apoya sobre semejanzas o contigüidades, y no un tipo de [20] relación «diferente» de las anteriores. La propia proporción «semejanza/contigüidad = identidad/diferencia», y su traspuesta, manifiestan ya la continuidad entre estos conceptos.

Si existe algún criterio interno capaz de discriminar las proporciones conceptuales y las proporciones metafóricas, ha de fundarse en la posibilidad de distinguir tipos de conexión material entre las relaciones verticales (aquí la contigüidad) y las horizontales (aquí la semejanza), en tanto que estas conexiones sean «operatorias». El criterio que propongo aquí abreviadamente es el siguiente: que las relaciones verticales intervengan o no intervengan en la materia de las relaciones horizontales. Según esto:

a) Cuando las relaciones verticales (el nexo de contigüidad que liga a los términos) intervienen en las relaciones horizontales, y recíprocamente, la proporción sería interna o propia. Tendríamos una definición adecuada, no externa, de la propiedad de una proporción. Las proporciones «propias» vendrían definidas como aquellas en las cuales las relaciones verticales y las horizontales se establecen recíprocamente por la mediación de unas a otras. Pero como las relaciones de contigüidad sólo pueden establecerse sobre la base de conectar sus términos materialmente en sus respectivos campos semánticos, resulta que la realidad de estos términos («realidad» al nivel semántico de que se trate) debe darse independientemente de la relación.

b) Cuando lo anterior no ocurra –cuando las relaciones verticales se hallen desconectadas de las horizontales, o recíprocamente– la proporción será «impropia», y estaríamos en el campo de la metáfora.

El criterio propuesto equivale a distinguir un género de desarrollo del discurso, en el cual el desarrollo metafórico, o por semejanzas, no sería independiente del desarrollo metonímico, del que hablan Jakobson-Halle. En los análogos propios, el desarrollo metafórico se diría que se funda sobre [21] el metonímico; en los impropios, al revés. Pero esto compromete la propia teoría de la estructura «bipolar» del lenguaje, propia de los autores citados (Fundamentos del lenguaje, p. 98, tr. Ciencia Nueva).

9. Ensayemos rápidamente este criterio, para medir su capacidad separadora. La proporción «copa/Diónisos = escudo/Ares» se nos revela como un concepto, como una analogía propia, porque las relaciones de contigüidad entre «copa» y «Diónisos» y entre «escudo» y «Ares» están presentes materialmente en las relaciones de semejanza de la proporción traspuesta (la copa se asemeja al escudo, precisamente, entre otras cosas, por ser «emblemas de dioses»). Y recíprocamente, en la contigüidad (no se confunda la «contigüidad» con los términos de la misma). Pero en la proporción «arco/cazador = Arco Iris/Dios», las relaciones horizontales, de semejanza, entre «arco» y «Arco Iris», se establecen de suerte que precisamente deben ser eliminadas (para poder ser establecidas) las relaciones de contigüidad del arco al cazador, como irrelevantes: porque la semejanza entre el arco de caza y el Arco Iris se apoyan en la forma geométrica de ambas, que aparece justamente en desconexión con la sustancia (madera, carne) del arco y del cazador. Se dirá que esta desconexión, que suponemos, pide el principio, por cuanto parte de la tesis «externa» de que el Arco Iris no tiene un dios cazador detrás, y que bastaría suponer a este dios cazador para que la relación de contigüidad pudiese entrar efectivamente en la de semejanza, enriqueciéndola. Pero –como se ha dicho antes– las relaciones de contigüidad deben verificarse independientemente de las de semejanza (en cuanto a sus términos), y esto es, justamente, lo que no ocurre en la metáfora pigmea. Por el contrario, la contigüidad entre el Arco Iris y el dios cazador se soporta sobre la pretensión de semejanza, y el término extremo (dios) es generado, creado, inventado poéticamente por ella. Esto no ocurre en la proporción «copa/Diónisos = escudo/Ares», porque la [22] contigüidad «escudo/Ares» es independiente de la semejanza ulterior, y es real en el campo semántico de referencia: el espacio mítico de los dioses olímpicos.

10. Nuestro criterio permite comprender la presencia de conceptos (proporciones propias), organizadores de un material «mitológico». Pero la organización conceptual del material mitológico no equivale a la organización mitológica de un material conceptual (o mitológico). Tan mitológico es hablar de Ares como del dios pigmeo, en la medida en que los pensamos como verdades de un orden determinado. Pero la posibilidad de conceptuación mitológica queda abierta, y así creo que habría que definir el estatuto de la teología en cuanto ciencia. Si hay conceptos que organizan el material mitológico, hay una ciencia teológica, y Malebranche tenía una parte de razón al identificar la teología con la ciencia. La única diferencia que me atrevería a señalar con respecto del ilustre sacerdote sería ésta: que la ciencia teológica no es «ciencia de Dios» o de las «cosas divinas», sino ciencia de las Ideas sobre Dios y sobre las cosas divinas, es decir, por ejemplo, etnología o mitología estructural o comparada. De hecho, las masas ingentes del material contenido en las teologías escolásticas, una vez «perdida la fe», no son delirio mitológico: deben ser recuperadas por la ciencia de las religiones, y es ahora cuando Dumézil o Lévi-Strauss se nos aparecen como teólogos en la línea de Malebranche o de Tomás de Aquino, tanto como Bergson o Freud se le aparecen a Lévi-Strauss a la manera de indígenas dakotas o bororo productores de mitos. (Los sentimientos privados de Malebranche –su efectiva fe en sus theologoumena– son irrelevantes al respecto.)

11. El concepto –el concepto por analogía de proporcionalidad propia– resulta ser, por tanto, una identidad (un ensamblaje interno de varias cosas) fundada en semejanzas realimentadas por relaciones de contigüidad. El análisis asociacionista del silogismo, tal como Binet, en su Psicología del razonamiento, [23] lo hizo célebre, sigue un camino parecido, lo que no tiene nada de extraño, habida cuenta de las conexiones entre silogismo y mesotes que antes hemos insinuado. Por el contrario, la metáfora se nos aparece como una pseudoidentidad, o al menos como una identidad precaria, en la cual las relaciones de contigüidad aparecen como soportadas por relaciones de semejanza. Ahora bien: como quiera que, aun en esta última opción, hay casos en los cuales estas relaciones de contigüidad «inventadas» son posibles –frente a casos en que tales relaciones de contigüidad son repugnantes o sin sentido, según criterios dados en cada caso (p. ej., es físicamente repugnante que el Arco Iris sea un arco de caza: le falta rigidez, elasticidad, etcétera)– hay que concluir que existen metáforas que son «embriones de conceptos», es decir, que pueden llegar a ser verificados o falsados como conceptos. De este modo, las metáforas aparecen intercaladas en el proceso mismo de conceptuación. Son conceptos posibles –es decir, conceptos que aún no lo son, que no son reales ni siquiera en cuanto conceptos– y, en este sentido, podría decirse de ellos que son mitos en el sentido platónico, y, en consecuencia, instrumento genuino (me parece) de ese pensamiento mágico racional del que Trías nos habla en su libro. Estos conceptos posibles –«posibles» en cuanto a su propia formalidad de conceptos– son ellos mismos generadores e inductores de la organización de la experiencia, que no es científica, sin por ello ser irracional, de la experiencia moldeada por un pensamiento mágico. Para utilizar los esquemas de Jakobson, diríamos que Trías no quiere que la pedantería científica genere una afasia que afectaría, tanto al desarrollo metafórico del discurso, como a su desarrollo metonímico; o, para hablar con Peirce-Chomsky, Trías busca en el pensamiento mágico formas racionales de facilitar la abducción de nuevos pensamientos (Chomsky, Le langage et la pensée, p. 132). [24]

Segunda «diferencia»

1. La serie de Trías: (Magia, Ciencia, Metafísica, Teología, Filosofía) cubre un campo determinado de discurso interpretado semánticamente, por sus intenciones a determinadas referencias (en el sentido de Frege) y lo recorta según un modo peculiar.

Mis «diferencias» aquí no consisten en discutir el recorte del campo según esas cinco figuras. Me parece que ese recorte es profundo y fértil, y que uno de los grandes méritos del libro de Trías estriba en ofrecerlo. Mis diferencias residen en las denominaciones que Trías ha utilizado para designar las áreas indicadas por los respectivos nombres, y en las consecuencias sobreentendidas por tales denominaciones. Porque no es inocuo llamar a estas áreas de un modo u otro. Cuando se utiliza el nombre de «magia» o el de «ciencia», necesariamente se arrastra un conjunto de connotaciones que acuden en tropel, sin que se ofrezcan criterios para eliminar, más bien que incluir, unas u otras. Por ello, sería preferible utilizar letras –como el propio Trías sugiere–, mucho más neutras: A, B, C, D, E. En lugar de «magia», hablaríamos de «discursos tipo A», y así sucesivamente. Cuando se sigue la vía opuesta –en lugar de «discursos del tipo C», hablamos de «metafísica»– como quiera que «metafísica» –y «magia», y «ciencia», y «teología», y «filosofía»– es ya una palabra denotativa de objetos muy precisos, «efectivos» (p. ej., «metafísica» denota los siete objetos bilingües, publicados por Gredos, de las Disputationes de Suárez, y también la reproducción anastática, al cuidado de J. École, publicada por Georg Olms, 1962, de la Philosophia prima sive Ontologia, de Ch. Wolff), la connotación (definición) propuesta [25] para «metafísica» constituye de hecho un programa de reinterpretación del material denotado, en el sentido propuesto. Yo no discuto en absoluto que este modo de proceder sea, en general, inviable. Mantengo la tesis de que ese modo de proceder, aplicado al caso concreto que nos ocupa, es innecesario y puede inducir a embrollos interminables.

2. Voy a coordinar las denotaciones atribuidas por Trías a estos cinco nombres con alguna de sus connotaciones efectivas (no inventadas por mí) más habituales, a fin de poner de manifiesto los graves desajustes que se producen. Supongamos que el tipo C de discursos designa a aquellos que proceden por conceptos científicos (= B) sobre la «totalidad sin objeto» (referencia de «magia = A») que es designada por «mana en cuanto mana» o «ser en cuanto ser». Pero Trías llama «metafísica» a ese conjunto de discursos C. En modo alguno niego que existan discursos tipo C; ni siquiera que, en las metafísicas (Suárez, Wolff) no existan partes clasificables entre los discursos de este tipo C. Incluso que las autoconcepciones de la metafísica –los libros que se llaman «proemiales»– nos orienten en este sentido. Lo que sí afirmo de modo terminante es que, en los objetos simbólicos denotados por la palabra «metafísica», hay una porción muy abundante –acaso del orden del 80 por ciento– de discursos que no pertenecen al tipo C. Dicho de modo más directo: no es verdad que lo que se contiene bajo la rúbrica de «metafísica» sean discursos científicos sobre «el ser en cuanto ser». En la Ontología de Wolff antes citada (Trías no distingue «metafísica» de «ontología») solamente el capítulo 3 de la sección II de la parte I se consagra a la noción de ser, a pesar de que la propia parte I nos promete tratar «de notione entis in genere». Wolff trata, en cambio, del movimiento, del tiempo, de lo necesario y lo contingente, de los todos y las partes, de la causa, de la igualdad y la diferencia, de la materia y la forma. Y lo «metafísico» de esos discursos –lo que los diferencia de la ciencia y de la filosofía– estriba, acaso, en [26] otras características (pongo por caso, el estilo sustancialista de la conceptuación) que pueden, por cierto, ser eliminadas, al menos parcialmente, para recuperar el significado no metafísico –sino, p. ej., ontológico– de genuino cuño filosófico. No niego que los discursos metafísicos puedan reivindicar su derecho a una «existencia cultural», basándose en motivos estéticos –en lo que tienen de música o de poema conceptual. Afirmo que una gran porción de discursos metafísicos pueden ser recuperados como discursos filosóficos, en tanto que las ideas metafísicas contienen Ideas-funciones que se tejen a un nivel tal que envuelve incluso a quienes piensan estar al margen de las mismas. Uno de los modos de medir la importancia de pensadores como Leibniz, Kant o Hegel es éste: que las Ideas por ellos configuradas sirven como puntos de referencia para coordenar a pensadores que acaso ni siquiera los han leído, como cuando se habla del «kantismo» de Lévi-Strauss. Ello prueba, no precisamente ni siquiera la «influencia» diluida de aquellos filósofos, sino simplemente que el nivel en el que tallaron sus Ideas mantiene tal elevación que, desde él, otros cursos de especulación, brotados incluso de fuentes autónomas, pueden ser coordinados y situados. La Monadología de Leibniz, metafísicamente interpretada, es un «delirio racionalizado», de tipo paranoide, que sólo se soporta a la manera como soportaríamos la peluca del propio Leibniz: por juego. Pero reinterpretando las ideas metafísicas como Ideas-funciones, comprendemos que el sistema de las mónadas es algo así como una suerte de algoritmo que, de hecho, preside cursos de pensamientos de personas que de ningún modo estarían dispuestas a aceptar el sentido y referencia metafísicos de sistema –pongo por caso, el curso de los pensamientos económicos de Adam Smith. ¿Qué tiene que ver la teoría hilemórfica –contenido clásico de la metafísica, general o especial según los gustos– con los discursos sobre el ser en cuanto ser? Podría demostrarse que el modelo hilemórfico mantiene su presidencia incluso en [27] terrenos científicamente roturados como la termodinámica, pero no es posible, por razones de espacio, ofrecer aquí esa demostración.

3. El concepto de «ciencia» necesita una delimitación rigurosa. No es suficiente caracterizar a las ciencias por la «racionalidad» –también hay racionalidad fuera de las ciencias: en la técnica, en la política, en la filosofía–, ni menos aún por la utilización de conceptos lógicos. Ni siquiera por la «operatividad» de sus procedimientos. En el discurso mitológico encontramos operaciones tan fecundas como en las ciencias –y es labor abierta al etnólogo el establecerlas. El más riguroso formalismo de nuestros días rivaliza, en cuanto a operatividad, con los procedimientos de Marcos el gnóstico, quien, continuando una tradición pitagórica, ha fundado los principios de lo que hoy llamamos la aritmetización de la sintaxis. Marcos instaura, en efecto, una auténtica «gödelización» de los textos sagrados. Gödel, en lugar de los textos sagrados, considera los textos formalizados. Asigna a cada símbolo un número, y las expresiones formadas por aquellos símbolos se sustituyen por sus «números de Gödel», que figuran como exponentes de las potencias cuyas bases son los términos de la serie de los números primos. Si el signo «∼» lo sustituimos por «1», y el signo «∨» por el 2, el signo «p» por «12», y el «q» por «15» la expresión «p ∨ q» tendrá como «número de Gödel» el siguiente «21 × 312 × 52 × 715». He aquí el procedimiento de Marcos: la palabra «paloma» (en griego περιστερά) tendrá, de acuerdo con las correspondencias numéricas atribuidas a las letras del alfabeto griego, el número «801» como «número de Marcos»: π = 80; ε = 5; ρ = 100; ι = 10; σ = 200, τ = 300 y α = 1. El número de Marcos de una expresión se obtiene sumando los números elementales: 80 + 5 + 100 + 10 + 200 + 300 + 5 + 100 + 1 = 801, a diferencia del número de Gödel, que se obtiene multiplicando los números elementales, considerados como exponentes de los números primos. El algoritmo de Marcos sigue por estos derroteros [28]: «801 es igual a 1 más 800». Pero «1» es el número de Marcos de «α», y «800» es el número de Marcos de «ω»; luego el número de Marcos de Cristo, que es, como anteriormente se demostró, «α y ω», será «801», y, por tanto, Cristo es el Espíritu, aparecido en forma de paloma en el bautismo, q. e. d. (Puede verse Leisegang, Die Gnosis.)

Es imposible, me parece, determinar la esencia de las ciencias al margen del material mismo de sus discursos racionales, porque en este material reside la propia esencia del discurso científico, en cuanto verdadero. Por ello, sólo desde una concepción materialista cabe distinguir las ciencias de las construcciones mitológicas. Pero, al propio tiempo, el material de las ciencias es el único que puede fundar la estructura de los discursos científicos racionales, en la medida en que, desde él, se proceda a la construcción de los contenidos científicos. Los criterios materiales, por tanto, no pueden excluir a la forma científica, ni recíprocamente. Yo propondría, por ello, como criterio positivo de la racionalidad científica, el concepto de «cierre categorial», que supone tratar con conjuntos de términos materiales dados a una escala tal, que sean posibles las operaciones cerradas dentro de las esferas o categorías respectivas. En esta propuesta, la identidad vendría ante todo definida por los módulos o elementos neutros materiales, más que por la presencia de los elementos inversos, en los que tanto ha insistido Piaget (la operación inversa implica el módulo, pero no viceversa). Las ciencias son así construcciones operativas en las que tiene lugar un cierre categorial: este cierre constituye las diversas esferas científicas, los «objetos» de los que Trías nos habla. Ahora bien, Trías considera, al lado de esos objetos, una «totalidad sin objeto», a la que se adscribiría la magia –mientras que la filosofía se mantendría en la demarcación entre «saber» y «no saber».

4.  Utilizar el nombre de «filosofía» –aunque sea en sentido lato–, para designar a los grandes «mitos etiológicos», parece desde luego inadecuado, [29] por cuanto pasa por alto, enturbiándola, la debida distancia entre ciencia y filosofía. En efecto, estos grandes «mitos etiológicos» mas bien debieran, en todo caso, ponerse «del lado de las ciencias», en sentido lato, que «del lado de la filosofía», incluso en sentido lato. Las vibraciones originadas por la digitaria de los Dogón pertenecen antes a la prehistoria de la mecánica ondulatoria que a la prehistoria incluso de la filosofía de Heidegger, pongamos por caso, que nada sabe de semejantes vibraciones, y las líneas en zig-zag (ozu tonnolo) de las fachadas de sus santuarios, de las que Griaule nos informa, recuerdan más a los diagramas de Schrödinger que a los filosofemas de Platón. La prehistoria de la filosofía, en los primitivos, habría que ponerla más bien en la línea crítica de los winembago, en cuanto, según Radin, mantienen sus reservas ante la existencia de su dios Unkulunkulu, que en la línea mitoetiológica, pero sin olvidar que la crítica primitiva propende acaso a desembocar en un nihilismo (Herbart sabía que todos los principiantes son escépticos), que consideramos como el límite de la filosofía, más que la filosofía misma. En esta misma interpretación crítica abundan, me parece, las tesis de Trías sobre el sentido de «mana» como «fonema de grado cero», en la línea Mauss-Lévi-Strauss. Sin duda, es aventurada semejante interpretación de esta famosa palabra, y no me sorprendería, dada la abundancia de teorías sobre el significado de «mana», que cualquier día, un etnólogo propusiese una interpretación de «mana» inspirada en motivos antitéticos al «formalismo» de Lévi-Strauss, diciéndonos, por ejemplo, que «mana es una palabra que expresa el cúmulo de sensaciones cenestésicas que experimenta un hominoideo en cuyo torrente circulatorio hay una concentración al dos por mil de potasio, cuando percibe un objeto conteniendo fosfatos alumínicos, iluminado con rayos infrarrojos, cuando hay en el ambiente el dieciséis por ciento de humedad y una temperatura de veintiséis grados centígrados». Pero dando a «mana» la significación que le da Lévi-Strauss (al [30] margen de que los polinesios llamen así o de otro modo, o de ninguno, a ese concepto) no es absurdo pensar que los primitivos se tropiecen con esa significación. Y este tropiezo está, sin duda, también en la prehistoria de la conciencia crítica filosófica.

En cualquier caso, la propuesta de Trías de reservar el nombre de «filosofía» al discurso que se orientó en la tarea de la demarcación entre el saber y el no-saber, nos preserva de la confusión entre mitos etiológicos y filosofía. Pero a costa, me parece, de restringir excesivamente el campo efectivo de la filosofía, por un lado, y de ampliarlo en exceso por otro.

a) De restringirlo demasiado por un lado. Porque la filosofía tiene, sin duda, asignada la función de semáforo del saber, que Trías ha subrayado. Pero, para ejercer esta función, la filosofía tuvo que alimentarse de ontología y de lógica, del mismo modo que la luz de los semáforos sólo luce gracias a que las centrales eléctricas y el tendido eléctrico hacen posibles sus destellos.

b) De ampliarlo en exceso por otro lado. La expresión «semáforo del saber» denota también funciones no filosóficas, sino científicas. Parece indispensable distinguir con urgencia un sentido categorial –el saber geométrico, termodinámico, etnológico, &c.– y un sentido trascendental de la palabra «saber». Las ciencias particulares –categoriales– en cuanto que instituciones socializadas del trabajo racional, llevan acoplada una crítica categorial, cuyo ejercicio no concierne a la filosofía. También ellas separan el saber del no saber –también son semáforos del saber: p. ej., la termodinámica señala como no-saber el de quien proyecta la construcción del perpetuum mobile de segunda especie. Cuando Trías asigna esa función a la filosofía, sobreentendemos que lo hace en nombre del saber trascendental, es decir, de ese saber en el cual se encuentra comprometida la estructura misma de la conciencia racional. [31]

Tercera «diferencia»

1. El mundo del no-saber, que la filosofía va haciendo cada vez más rico, es la «sombra» de la filosofía. Cada filosofía tiene su «sombra», dice Trías. Mis diferencias van ahora por este camino: ¿cuál es el estatuto del concepto de «sombra» de la filosofía? Puede jugar un papel categorial, positivo, como concepto descriptivo –es decir, con la misma positividad que la de la filosofía: los sofistas son las «sombra» de Platón; «sofistas» y «Platón» son dos términos culturales positivos. Pero, a la vez, como concepto positivo, la «sombra» de una filosofía es su negación, no existe como tal, es la «no-filosofía».

2. Esto no significa que, para la conciencia filosófica, la no-filosofía sea la Nada: esto sería gnosticismo. Pero sólo cuando el saber filosófico contiene en su sabiduría la evidencia de que, fuera de la filosofía, también hay saberes, que ella no es «saber radical», es cuando puede decirse a la vez que la «sombra» de la filosofía es la Nada y que, sin embargo, hay algo fuera de la filosofía: tal es la crítica de la razón pura, entendiendo por «razón pura» precisamente la conciencia gnóstica.

3. Pero si la sabiduría filosófica contiene en su mismo interior la referencia a la no-filosofía –a la ciencia, a la conciencia política, a la razón práctica– se comprende la importancia de la referencia interna de la conciencia filosófica a la conciencia mágica, y por tanto, la profundidad de una metodología del pensamiento mágico, tal como la que Trías nos ofrece. ¿Qué puede evocar el pensamiento mágico no irracional, que Trías propone? Ante todo, un conjunto de discursos hermenéuticos sobre los mitos –al modo de Cassirer, Jung, Ricoeur o Foucault. En lugar de tomar como material [32] de reflexión filosófica los discursos científicos, tomaríamos aquí los materiales míticos, y no ya tanto para analizarlos «científicamente», cuanto para ponernos «a la escucha» de tantas conexiones perdidas, sin duda, en los cierres categoriales, y hacer bellos discursos mítico-racionales, juegos de conceptos, por añadidura. Esto ya sería bastante, estaría en la mejor tradición del mito platónico, o incluso, si creemos a Nietzsche, en la justificación del propio Eros platónico: «la causa final de la pederastia griega era producir bellos discursos».

4. Pero si la propuesta de una metodología del pensamiento mágico, de Trías, suscita el máximo interés, se debe además a que ella evoca el tema marxista de la «realización de la filosofía» (Verwirklichung der Philosophie), por cuanto la magia no es sólo mito, sino rito. Me es imposible tratar aquí adecuadamente este tema fundamental. Me limito a apuntar lo siguiente:

La realización de la filosofía es un concepto que sólo puede ser entendido en el ámbito de los conceptos hegelianos («realización-superación»). Pero lo que no es hegeliano es la utilización por el joven Marx de estos conceptos. Es absurdo hablar, con sentido hegeliano, de la realización de la filosofía, de su «superación». La filosofía hegeliana es «insuperable», y su realización es la misma conciencia (gnóstica) filosófica. Esto no quiere decir que Hegel considere a la conciencia filosófica como el punto final de la Historia, según tantas veces se dice. La Historia sigue, pero para la conciencia hegeliana (gnóstica) el mundo –incluyendo la actividad política– tiene significación en la medida en que prepara y consolida la «reproducción» de la conciencia gnóstica. Decía ya Spinoza: «necesse est (…) deinde, formare talem societatem, qualis est desideranda, ut quamplurimi quam facillime, et secure eo perveniant» (De int. emend., ed. Gebhardt, t. II, pp. 89).

Y ciertamente, desde el punto de vista de la filosofía como institución, como lenguaje o discurso, el interés que el saber filosófico pueda contener [33] hacia las demás cosas (p. ej., hacia el socialismo) es éste: el de que en él se faciliten los discursos filosóficos, el saber filosófico como discurso. Pero, evidentemente, la crítica de la razón no es sólo la crítica de determinados discursos, es también la crítica del discurso como saber. De aquí no puede inferirse que la «realización de la filosofía» debe entenderse como «abolición de los discursos en la praxis» –la negación de la filosofía, la «muerte práctica» de la filosofía– porque la actividad voluntarista o tecnológica es, simplemente, la contrafigura de la conciencia gnóstica, y el voluntarismo es, simplemente, gnosticismo convexo. En cualquier caso, la realización de la filosofía excluye la negación: es su superación (Aufhebung). Pero es imposible superar progresivamente la conciencia filosófica: nos moveremos siempre en el espacio de los discursos –bellos, feos, verdaderos o falsos. Es entonces imposible no conectar la idea del joven Marx sobre la realización de la filosofía con la idea del Marx maduro sobre la cancelación de la distinción entre el trabajo intelectual (= el que fabrica discursos) y el trabajo manual: es decir, la Idea del «Hombre total». El «Hombre total» es, sin duda, una Idea pensada desde esos supuestos «humanistas» que Trías ha considerado críticamente en La filosofía y su sombra (III Parte: Ocaso). Si no me equivoco, y a pesar de que Trías utiliza giros y fórmulas foucoltianas, la «muerte de la filosofía del hombre», de la Antropología filosófica, que Trías proclama a partir de la evidencia crítica del «Hombre» –como opuesto a «Naturaleza»– como ámbito de una falsa sabiduría, de una «ilusión», puede ponerse en línea de esa tradición kantiana para la cual el Noumeno, lejos de ser un residuo que debe ser liquidado (Fichte, Hegel) ha de aceptarse como el envolvente transcendental del hombre como conciencia: conciencia «fenoménica», «representación», que enmascara la realidad inagotable. Es la línea de la «verdadera crítica de la razón» de Schopenhauer, al nivel, por ejemplo, del Apéndice al Libro II de El mundo como Voluntad y Representación. [34] El término «Inconsciente transcendental» que Trías utiliza (La filosofía y su sombra, pág. 187) apoya también la conexión del pensamiento de Trías con la tradición de Schopenhauer –que por lo demás es la tradición de la doctrina del Inconsciente no-humano, o no demasiado humano, a la que pertenecen de algún modo Nietzsche y Heidegger (tal como el propio Trías lo ve). En el Psicoanálisis –y en el «socioanálisis» que de él ha derivado– podemos ver la reducción psicologista –o sociologista– de aquella Idea filosófica.

Ahora bien: El «Inconsciente transcendental», la Voluntad de Schopenhauer, en tanto que fondo inmenso del cual el «hombre» brota para reabsorberse iterativamente, de un modo irremisible, en él, constituye, por de pronto, un correctivo a las tesis «espiritualistas-idealistas» tales como las que cristalizan en el Scheler de la época cristiana (menos en el Scheler de El puesto del hombre en el Cosmos) y, en este sentido, desempeña parecidas funciones «antihumanistas» a las que pudieran atribuirse al concepto de «Naturaleza» de Marx más próximo a la φυσις de los estoicos. Es en este contexto en el que puede reconsiderarse la idea marxista del «hombre total», en cuanto esa Idea contiene la negación de la negación que consiste en poner al «hombre» como emancipado de la «Naturaleza». Es posible entonces considerar a la Idea del «Hombre total» como la forma límite del «humanismo», en la que el propio humanismo se autodisuelve, sin recaer en un «naturalismo» biologista o mecanicista. Por ello, entre los contenidos filosóficos-críticos de la Idea de «Hombre total» debe contarse la crítica, la crítica del saber filosófico como saber producido en el ámbito de una conciencia intelectual, ligada a unos especialistas aparecidos en la división (alienación) del trabajo, que va vinculada a un conflicto de clases, una conciencia intelectual que trabaja, en solitario o en equipo, pero que, en todo caso, trabaja con la laringe o con la pluma, trabaja como los escribas. Pero, si se habla de una realización de la filosofía –no de [35] una negación–, es porque se piensa que el saber al que la filosofía tiende no es el saber de especialistas (académicos) que brota de la lucha de clases o de la división del trabajo, sino un saber mundano, en el sentido de Kant, que ha de consumarse tras la cancelación de esa lucha y de esa división, en cuanto condición real para abolir el régimen de cualquier especialización de los escribas. La realización de la filosofía sólo cobra sentido, de este modo, en la vía regresiva: supone la realización del ego intelectual, no por su negación, sino por su identificación comunista con las demás conciencias, en cuanto al Logos del individuo –como supieron ya Heráclito y los estoicos– es solamente una participación del Logos universal. Es regresivamente como puede entenderse el sentido del interés interno de la conciencia filosófica por la política, por la actividad práctica, distinta de la fabricación de discursos. Y, en este contexto, el discurso sería superado en su forma actual –¿mediante señales eléctricas que directamente interconectasen los cerebros, o por medios farmacológicos más expeditivos?– y los conocimientos científicos que se basan en los lenguajes naturales o artificiales, las álgebras y el formalismo, quedarían también superados, por lo que la actividad racional recuperaría los componentes bloqueados por los cierres categoriales, que son los que en la magia –como en el rito– podrían preexistir incoados de forma racional.

Todo esto parece utopía, escatología, magia. Pero ningún académico se escandalice: estamos ante un mito, en el sentido académico de «mito platónico», en el que se inscribe el concepto de «hombre total» del materialismo dialéctico. Mucho menos cabe escandalizarse si Trías nos anuncia un proyecto mucho más modesto: no ya la realización del discurso filosófico, sino la construcción, dentro del mismo campo del discurso, de discursos no «científicos», no cerrados categorialmente, sino «abiertos», «flotantes», no irracionales, pero sí mágicos, míticos, capaces de crear conceptos posibles, de los que hemos hablado. Sin duda, el [36] discurso mágico desembocó in illo tempore en el delirio «metafísico» y «teológico» (acepciones de Trías), y la ciencia representó el descubrimiento de la sobriedad de la conducta racional. Pero sería absurdo pretender, desde el punto de vista de la filosofía, que las ciencias agotan el campo de la racionalidad, que sólo existe la racionalidad cuando se da en su forma científica, y que el filósofo riguroso sólo se realiza cuando se aplica a escuchar los resultados de las ciencias. No. Entre las ciencias hay además de conexiones racionales, conexiones inciertas: hay ajustes y hay resquebrajaduras –como también las hay en el interior del círculo de cada ciencia. Y, así como en este interior hay teoremas y hay sólo hipótesis, así también en el campo de la filosofía hay evidencias, pero también hay oscuridades e ignorancias, que, cuando se formulan como saberes, ya no se llamarán hipótesis, sino que pueden llamarse, platónicamente, mitos, porque «trascienden el nivel entre lo conocido y lo arcano». «Quien, pues, duda y se maravilla, reconoce que ignora: por ello, el que ama los mitos es de algún modo filósofo, porque el mito se compone de cosas maravillosas» (Aristóteles, Met. 982b).

 

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