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El Catoblepas, número 141, noviembre 2013
  El Catoblepasnúmero 141 • noviembre 2013 • página 3
Artículos

Ciencia y psicoanálisis

Carlos M. Madrid Casado

Reconstrucción de la intervención del autor en la mesa redonda Ciencia, Arte, Filosofía y Psicoanálisis celebrada el pasado 19 de Octubre de 2013 en el Instituto Francés de Madrid dentro de la jornada Momento actual: desafíos para el Psicoanálisis

Freud pintado por Dalí

«No hables hasta que lo que tengas que decir
valga más que el silencio» —Pitágoras.

(Una cita más adecuada que la de Wittgenstein
para una mesa sobre lo indecible y las psico-cosas).

0. El sentido de mi intervención será ofrecer unas pinceladas de lo que son las ciencias positivas (o, mejor dicho, de cómo se conciben actualmente), del problema gnoseológico que plantean las ciencias humanas –en especial, la psicología– para esta definición y, finalmente, de cómo encaja el psicoanálisis en todo esto.

1. La Idea de Ciencia que voy a ofrecer no procede –pese a mi formación– de una filosofía espontánea de científico, más o menos teñida de fundamentalismo científico. Tampoco engarza con la filosofía teoreticista de la ciencia que ha dominado buena parte del siglo XX, de la que Popper –cuya crítica al psicoanálisis es, por cierto, bien conocida– es un fiel ejemplo; pues las ciencias no se reducen a un conjunto de teorías. La Idea de Ciencia que voy a defender entronca con una filosofía materialista de la ciencia, crecida en los últimos 20-30 años de la mano de filósofos e historiadores de la ciencia (Bueno: 1992; Madrid Casado: 2010).

Desde esta perspectiva, la Ciencia es más un hacer que un pensar; porque los científicos, en cuanto sujetos gnoseológicos, son fundamentalmente sujetos operatorios, dotados no sólo de cerebro sino de manos. De hecho, hoy más que nunca, gracias a la etología, sabemos que la racionalidad –también presente en los animales– radica en la capacidad de operar, de manipular cuerpos.{1} Los científicos operan con signos, substancias, aparatos y otros enseres de laboratorio, con los que realizan experimentos (en esta práctica está, precisamente, la conexión de la técnica con la ciencia y de la ciencia con la tecnología). Como consecuencia de estas operaciones los científicos van conformando un campo de trabajo, una categoría, que en ciertas ocasiones cierra, dejando en su interior, como nudos de una red, una serie de teoremas o verdades que los propios científicos construyen (no descubren o desvelan).

Ahora bien, pese a su carácter constructivo (en un sentido no sólo teórico sino material), las verdades científicas son objetivas, porque están más allá de la Naturaleza y de la Cultura. Por ejemplo: el teorema de Pitágoras, como teorema científico, no es natural (en la naturaleza no hay triángulos rectángulos), pero tampoco es cultural (¿acaso no se trata de un elemento desprendido de la cultura griega, india, egipcia, etc.?). De la misma manera, los nuevos elementos químicos producidos en un reactor nuclear son como los sonidos que produce un órgano, que no existen en la naturaleza pero que son tan resistentes ontológicamente como si perteneciesen a ella. En resumen, las ciencias transforman partes del mundo, haciéndolo y ampliándolo.

2. El problema es cómo encajan las ciencias humanas dentro de este esquema que he trazado a partir de las ciencias positivas. En las ciencias humanas el hombre es a la vez juez y parte, sujeto gnoseológico y sujeto temático (para entendernos: agente de conocimiento y, al mismo tiempo, objeto de conocimiento). En el campo o la categoría de una ciencia humana el sujeto operatorio aparece, pues, duplicado. Lo que únicamente posibilita cierres categoriales parciales; porque no es posible –en aras de la objetividad– neutralizar la subjetividad que porta el hombre en cuanto objeto de estas ciencias sin degollarlo a un mismo tiempo en cuanto fin cognoscitivo (Alvargonzález: 1992).

Por vía de ejemplo: dentro de la categoría económica, la teoría de la decisión y la teoría de juegos regresan desde las acciones humanas a ciertas estructuras matemáticas genéricas; pero al hacerlo están dinamitando la propia especificidad de su análisis, la escala humana (en efecto, ambas teorías valen tanto para explicar la conducta de hombres como de animales, así en el ámbito de la biología evolutiva). Otro ejemplo: la historia trata de construir un relato a partir de la composición de ciertas reliquias materiales (documentos y monumentos). Para ello, regresa a ciertas estructuras –la dialéctica de clases, Estados o Imperios (que, por otro lado, son ideas filosóficas per se)– que buscan dar cuenta del desenvolvimiento de los hombres; pero en el momento de hacerlo el determinismo legal que la ciencia histórica postula choca de frente con la libertad intrínseca que se presupone a los sujetos humanos o, más bien, a los grupos humanos. Por último, en el caso de la psicología, el regreso tiende a convertirla en reflexología, neurología, fisiología y anatomía del sistema nervioso (en una palabra, biología, ciencia natural), alejándola de la clínica, las técnicas de modificación de conducta y las psicoterapias, que están en contacto con el hombre en cuanto individuo concreto{2} (Fuentes: 1992).

3. Y, entonces, ¿qué es el psicoanálisis? ¿Cómo ubicarlo dentro de la República de las Ciencias? Conviene advertir de principio que la cuestión de la cientificidad del psicoanálisis es de vivo interés para los psicoanalistas desde que en 1926 Theodor Reik fuera acusado de curanderismo por tomar un paciente –afectado de la «invisible» enfermedad mental– sin ser médico (lo que motivó que Freud defendiera la posibilidad de un psicoanálisis profano). Avanzado el siglo XX la cuestión reviviría con la separación legal del psicoanálisis de la medicina pero también de la psicología. Actualmente, en España (donde se realizó la primera traducción de la obra completa de Freud, gracias al impulso de Ortega), la orientación analítica no está reglamentada ni incluida en la cartera de la Sanidad Estatal.

A mi entender, pese a la intención del propio Freud de figurar en la lista «Copérnico, Darwin…» como tercera figura revolucionaria, el psicoanálisis no sería una ciencia natural y ni siquiera una ciencia humana. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que no sea o pueda ser un saber racional, a la manera como puede serlo la teología dogmática. Una comparación que no es ociosa, puesto que al igual que en la teología había paradigmas y herejías (Santo Tomás, Duns Scoto, etc.), en el psicoanálisis están la doctrina clásica u ortodoxa de Freud y las desviaciones de Jung, Adler, Perls, Lacan{3}, etc. Veamos.

La razón fundamental de esta clasificación es, de acuerdo a la idea de ciencia que he expuesto, que falta el componente operacional imprescindible para que la disciplina pueda cerrar. Esta es la cuestión. De igual modo que la teología no es una ciencia, pues con Dios no se puede operar, el psicoanálisis tampoco lo es, pues es imposible operar con el Inconsciente, dado que las operaciones humanas siempre son corpóreas y ni Dios ni el Inconsciente son términos fisicalistas.{4} El contraste del psicoanálisis con la neurociencia, que opera con el cerebro mediante magneto o electro–encefalogramas (sin perjuicio de su lejana semejanza con la frenología decimonónica), o con la psiquiatría médica, que actúa sobre conductas observables –intentos de suicidio, actividad alucinatoria, etc.- con medios químicos (fármacos), es por tanto total.

Además, en el psicoanálisis no es posible, no ya neutralizar la subjetividad del paciente (es difícil levantar una ciencia a partir de casos singulares no universalizables), sino la subjetividad del terapeuta. Un mismo caso expuesto a varios psicoanalistas puede dar lugar a múltiples interpretaciones profundamente divergentes, no hay consenso, lo que es impensable en matemáticas, en física o en química. Escribe Freud en los tempranos Estudios sobre la histeria:

«No tendría nada que objetar a aquellos que en este historial patológico viesen, más que el análisis de un caso de histeria, la solución del mismo por una afortunada adivinación. La enferma aceptó como verosímil todo lo que yo interpolé en su relato, pero no se hallaba en estado de reconocer haberlo vivido realmente.» (2012, 129.)

Como otro fundamento de esta tesis pueden aducirse las discusiones sin solución entre Freud, Jung y Adler sobre la etiología puramente sexual o no de las neurosis –no de las psicosis (donde ya se pierde el contacto con la realidad)– (Madrid Casado: 2011). Así como el revoltijo metodológico de que consta el psicoanálisis: hipnosis, imposición de manos, asociación libre, interpretación de los sueños, método catártico, terapia verbal… Al hilo puede traerse una anécdota del filósofo pesimista Emil Cioran. Mientras podaba una secuoya, sufrió una caída. Su psicoanalista la interpretó como consecuencia del odio inconsciente que sentía por la secuoya, ya que ella iba a vivir muchos más años que él. A lo que Cioran apostilló: y yo que pensaba que me había caído porque no me había sujetado bien. Situación que recuerda a aquella otra que contaba Unamuno de que San Ignacio de Loyola lavaba su caballo al maiorem Dei gloriam y Don Quijote lo lavaba porque estaba sucio.

Un tercer y último argumento contra la cientificidad del psicoanálisis sería el popperiano: el de la no falsabilidad de la teoría psicoanalítica, que recuperamos pese a ser tangencial con respecto a nuestra concepción práctica de las ciencias. Para Popper, el dilema epistemológico está servido: o bien el paciente confiesa y con ello corrobora la interpretación del psicoanalista; o bien, se niega a aceptarla y, entonces, la corrobora aún más y mejor gracias a la teoría ad hoc de la represión. Con palabras del propio Freud (2012, 157): «Me decidí a admitir que el método no fallaba nunca, y que Isabel [la enferma] evocaba siempre, bajo la presión de mis manos, un recuerdo o una imagen, pero que no en todas las ocasiones se hallaba dispuesta a comunicármelos, tratando, por el contrario, de reprimir nuevamente lo evocado». La teoría psicoanalítica sería irrefutable, lo explicaría todo, y por tanto no sería científica sino metafísica. Una calificación a la que Popper habría llegado tras familiarizarse de joven con la teoría de Adler (Popper: 1994). Esta demarcación fue compartida por Nagel y Lakatos. No así por Adolf Grünbaum (1984), para quien el psicoanálisis es falsable y, de hecho, ha sido falsado. Otro disidente de la opinión de Popper es Habermas, para quien se trata más bien de una suerte de hermenéutica, como aduce en Conocimiento e Interés.

En resumidas cuentas, a mi entender el psicoanálisis freudiano sería en el mejor de los casos filosofía y sólo filosofía, lo que no es poco (excuso alabar el papel de Freud como crítico de la religión y de la cultura) (Onfray: 2011). Freud gozaría del derecho a figurar en la serie: «Espinosa, Schopenhauer, Nietzsche…» como cuarta figura de relieve (aunque quizá habría que comenzar la serie por Platón a la luz de lo que éste dice de los sueños por boca de Sócrates en La República) (Madrid Casado: 2013). Muy a su pesar, el joven Freud vino a reconocer este dictamen: «mis historiales clínicos carecen, por decirlo así, del severo sello científico, y presentan más bien un aspecto literario.» (2012, 168.)

4. Restaría sólo un fleco por tratar y es explicar el éxito social del psicoanálisis (por encima de que se diga que es una terapia ineficaz o que sólo cura a pacientes sanos). Si se ha demostrado su capacidad de transformar la realidad social, ¿cuál es su fulcro, su poso de verdad? La respuesta requiere un análisis del psicoanálisis como institución (Bueno: 1982; Fuentes: 2009). Una institución que surge en un momento muy particular (cuando la sexualidad se ha desprendido de su matriz familiar y se está produciendo la gran transformación a la sociedad de masas) y en un lugar muy especial (por decirlo contundentemente con Lenin: «el psicoanálisis prolifera en el estercolero de la sociedad burguesa.»){5} En este sentido, la comunidad de psicoanalistas conformaría, como los pitagóricos, los epicúreos, los estoicos o la Iglesia en su época primitiva, una tabla de salvación para individuos flotantes, desarraigados, que comienzan a multiplicarse con la extensión imparable del capitalismo. Estos individuos flotantes encontrarían un sustento a sus vidas al quedar engranados dentro de la institución psicoanalítica. En cierto modo, la consulta del terapeuta sería una suerte de caja de Skinner donde por medio de la petición de cita, el pago y, sobre todo, la conducta verbal consistente en que psicoanalista y psicoanalizado «fingen» una narrativa hermenéutica del inconsciente, se refuerza la conducta del paciente y su asimilación en el seno de la comunidad terapéutica. Quizá la equiparación que hacía Lacan entre ética y psicoanálisis sea reinterpretable desde estas coordenadas.

Con esto no niego los beneficios que en muchos casos el finis operis del psicoanálisis puede tener sobre el individuo flotante por encima del finis operantis del psicoanalista. Con otras palabras: el establecimiento de una psicología ficción mítica, cercana al pensamiento mágico (donde las leyes naturales se sustituyen por leyes psicológicas: fumar = masturbarse, subir escaleras = acto sexual, etc.), puede, desde luego, acarrear efectos positivos para el paciente (darle un sentido a su vida, aunque éste no sea otro que acudir cada semana a consulta). A la manera como los sermones del cura podían modificar las conductas de los feligreses en pos del bien de la comunidad («un cura ahorra cien gendarmes», decía Napoleón).{6} Es más, dado que las cifras de éxito (y de fracaso) de las distintas escuelas psicológicas (psicodinámica, cognitivo-conductual, sistémica, existencial, gestalt, etc.) son similares, se plantea si el verdadero elemento terapéutico no serán los factores comunes a todas ellas (escucha, empatía, consejo…).

No obstante, ¿hasta qué punto el postulado de una vida inconsciente irrefrenable –en especial, si la especificidad del psicoanálisis dentro del mercado de las psicoterapias radica en no olvidarse del Inconsciente, aun con las malas noticias que ello conlleva– no anula la libertad del individuo flotante, eximiéndole de su responsabilidad moral? Como si dijéramos: no es la sociedad, no es la familia, no soy yo, es el Inconsciente. ¿Hasta qué punto el psicoanálisis no reintroduce –por decirlo con Ryle– el fantasma en la máquina? Una máquina no funciona –como pensaba el africano del cuento de Conrad del barco de vapor que conducía– porque haya un espíritu dentro de ella que la mueve y dirige (llámese «ello» o, como quieren los cientificistas, «cerebro»), sino por el correcto funcionamiento y engranaje entre sus piezas. Es el caso del ser humano. Lo esencial no es lo que sienta o piense un hipotético homúnculo que portemos dentro, sino lo que hacemos en cuanto totalidad, en cuanto somos un cuerpo con potencia de obrar. A nuestro juicio, muchas sesiones de psicólogos salvíficos e, incluso, de asesores filosóficos cercanos al existencialismo (Lou Marinoff, no tanto Irvin D. Yalom) no toman suficientemente en cuenta esta propuesta de raigambre espinosiana y, tal vez, orteguiana («Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» [una coletilla que suele olvidarse]). Con palabras prestadas de Gustavo Bueno en su libro El sentido de la vida:

«La conclusión práctica más importante que acaso fuera posible extraer de la experiencia del regressus subjetivo que incesantemente practicamos a partir de nuestra condición de personas pudiera ser la siguiente: que no tenemos por qué esperar mucho de ese regressus a efectos de encontrar en él las claves de nuestra más genuina personalidad. Un regressus hacia las fuentes subjetivas (psicológicas, caracterológicas...) de la personalidad puede conducir a un «encharcamiento subjetivo» (narcisista o masoquista) inmoral, porque la personalidad se alcanza en la dirección del progressus, es decir, de los actos éticos y morales. La máxima «conócete a ti mismo», entendida en el ámbito de la filosofía moral, dice más cuando se la considera en la dirección del progressus que en la dirección del regressus hacia la «autoscopia» psicológica. Un regressus continuado y obsesivo hacia la subjetividad psicológica individual no es el mejor camino para obtener el 'conocimiento de nosotros mismos como personas'.» (1996, 182.)

Uno no es –empero– lo que siente o piensa, sino lo que hace. El hombre es, primariamente, un sujeto operante, que actúa en un mundo –como bien sabía Skinner– roturado y rotulado por el lenguaje, por el aprendizaje social (no hay mentalismo sustancialista originario). En consecuencia, desde una perspectiva conductista radical (no sólo metodológica), no hay por qué detenerse en los eventos interiores subjetivos, sino en cómo la conducta verbal y no verbal y su aprendizaje (condiciones ambientales) influyen en esas vivencias. No son los sueños los que explican ciertos recovecos ignotos de la vida, sino que es la vida la que explica la producción de esos sueños, a través de ciertas influencias contextuales, que van desde los materiales biográficos a las objetividades culturales (símbolos) (Pérez álvarez: 2011).

5. Concluyo señalando que, a pesar de que las masas prefieren remedios pretendidamente científicos (pastillas que cambien el volumen de sus ánimos), el psicoanálisis seguirá gozando de gran atractivo entre esos sectores de población que valoran su toque de distinción cultural, especialmente en este periodo final de entreguerras en que nos encontramos.

Agradecimientos:

Javier Bozal Peralta, Miguel Ángel Castro Merino, Raúl Huerta Ramírez y Elena Torres leyeron un borrador del texto y contribuyeron con sus sugerencias a mejorarlo significativamente. Este reconocimiento debe hacerse extensivo a los múltiples analistas que polemizaron con el autor tras su intervención.

Referencias:

Alvargonzález, David (1992): «Materialismo Gnoseológico y Ciencias Humanas: problemas y expectativas», Revista Meta, Editorial Complutense, pp. 127-154.

Bueno, G. (1982): «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de heterías soteriológicas», El Basilisco, nº 13, pp. 12-39.

— (1992): Teoría del cierre categorial, 5 vols., Pentalfa, Oviedo.

— (1996): El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo.

Freud, Sigmund (2012): La histeria, Alianza Editorial, Madrid.

Fuentes, Juan Bautista (1992): «La Psicología: ¿una anomalía para la teoría del cierre categorial?», Revista Meta, Editorial Complutense, pp. 183-206.

— (2009): La impostura freudiana. Una mirada antropológica crítica sobre el psicoanálisis freudiano como institución, Ediciones Encuentro, Madrid.

Grünbaum, Adolf (1984): The Foundations of Psychoanalysis: A Philosophical Critique, University of California Press.

Madrid Casado, Carlos M. (2010): «La ciencia y el relativismo. Una apología materialista de la razón», en Jesús G. Maestro & Inger Enkvist (eds.), Contra los mitos y sofismas de las «teorías literarias» posmodernas, Academia del Hispanismo, Vigo 2010, pp. 441-458. Accesible electrónicamente en El Catoblepas, nº 110, p. 10.

— (2011): «Cine y Psicoanálisis: Freud y Jung en el diván», El Imparcial, 5 de diciembre de 2011.

— (2013): «Sigmund Freud y el ocaso del psicoanálisis», El Catoblepas, nº 131, p. 11.

Onfray, Michel (2011): Freud. El crepúsculo de un ídolo, Taurus, Madrid.

Pérez Álvarez, Marino (2011): El mito del cerebro creador. Cuerpo, conducta y cultura, Alianza Editorial, Madrid.

Popper, Karl R. (1994): Conjeturas y refutaciones, Paidos, Barcelona.

Notas

{1} Desde esta concepción se explican mejor las célebres afirmaciones –sin asomo de mentalismo– de Einstein («Mi lápiz es más listo que yo») o de Feynman («No, esto no es un registro, es el trabajo mismo») a propósito del rol que las notas escritas a mano jugaban en su investigación, lejos de ser un mero acompañamiento al hilo de sus pensamientos. El homo sapiens es indisociable del homo faber (no en vano, los gestos o las señas preceden también a la expresión de las emociones y al habla).

{2} Otra diferencia a anotar es, a saber, que el regreso de la psicología al estado de ciencia natural –mediante el empleo de metodologías alfa– suele hacerse en forma del estudio de relaciones paratéticas (proximales, contiguas; las conexiones fisicoquímicas), mientras que su permanencia en el estado de ciencia humana o de mera praxis –metodologías ß– tiende a considerar relaciones apotéticas (distales, no contiguas; la conducta operatoria). Algo similar ocurre entre geología y geografía, entre estudiar los estratos de cerca (analizando su composición) o de lejos (configurando un paisaje).

{3} Quizá la inclusión de Lacan en esta lista sea controvertida, pues a juicio de algunos autores –como Sokal y Bricmont– el psicoanálisis lacaniano no sería sino una impostura intelectual. Bajo los crípticos matemas topológicos formulados por Lacan (lo consciente y lo inconsciente como una banda de Möebius; los registros real, imaginario y simbólico como un nudo de borromeo; el órgano eréctil como la raíz cuadrada de menos uno…) no se escondería sino un mero ejercicio de logomaquia disfrazada de matemática. Pese a los intentos de algunos lacanianos –véase, verbigracia, «Por un psicoanálisis no extraterritorial» de Alfredo Eidelsztein– de anclar el psicoanálisis en la lógica y las matemáticas (y no metafóricamente), ningún psicoanalista cura a su paciente resolviendo ecuaciones en la pizarra de su consulta. Sea como fuere, una cosa es cierta: Lacan no ejercitaba aquel lema orteguiano que apuntaba que la claridad es la cortesía del filósofo.

{4} Esta comparación deja de chirriar si se observa que a la manera que la Idea moderna de Cultura proviene de la secularización de la Idea medieval de Gracia, la Idea de Inconsciente tal vez provenga de la secularización de la Idea de Dios a través de la Idea de Voluntad de Schopenhauer, sin negar la relación evidente con la Idea ontoteológica de Alma (esa damisela que Schopenhauer siempre decía no tener el gusto de conocer).

{5} Como contraprueba del diagnóstico leninista podría aducirse que la metapsicología freudiana no sería aplicable a otra cultura que no fuera la burguesa, como han señalado con datos empíricos los antropólogos (para Malinowski, por ejemplo, el complejo de Edipo no era universalizable, puesto que dependía de la estructura familiar europea). Por otra parte, reseñar que el reciente «Manifiesto por el Psicoanálisis (en España)», dado a conocer en Enero de 2013, olvida que el desarraigo del psicoanálisis en nuestro país –y del que los firmantes se lamentan profundamente (aunque sin explicitar demasiado las razones que les llevan a ello, quizá porque sean en exceso prosaicas)– probablemente se deba a nuestra tradición católica, es decir, no-protestante y, por tanto, si seguimos a Max Weber y Erich Fromm, no intrínsecamente capitalista: psicoanálisis y capitalismo serían como Cástor y Pólux (dejamos aparte el hecho de que los autores se tragan entera la leyenda negra antiespañola y el mito del franquismo como un túnel: «40 años sin psicoanálisis», y eso que el propio Freud sólo fue a lo sumo un conservador subversivo).

{6} Sin olvidar la proximidad entre el psicoanálisis y la confesión auricular (si no me equivoco, fue Jung quien afirmó que los psicoanalistas eran los modernos sacerdotes).

 

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