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El Catoblepas, número 144, enero 2014
  El Catoblepasnúmero 144 • febrero 2014 • página 4
Los días terrenales

Evocación de Enrique Nery

Ismael Carvallo Robledo

Ante el fallecimiento de Enrique Nery (1945-2014).

Enrique Nery, fotografía de Rodrigo Jardón

Estaba en el tramo final de la sexta década de su vida, y con ni más ni menos que cincuenta años de trayectoria. Falleció el día de ayer, 23 de febrero, a causa de las complicaciones derivadas de una insuficiencia renal. Fue mi amigo y mi maestro, y su partida significa mucho para mí. Enrique Nery representó en mi vida el acceso al arte y la belleza creativa, al refinamiento auditivo y la sofisticación en el aprendizaje. Su amistad tuvo siempre para mí el estatuto del lujo.

Fue un hombre generoso con todos sus alumnos, a los que nos dedicaba siempre horas «compartiendo información», como solía decir. Partituras, libros (me recomendó mucho, por ejemplo, The joy of music, de Leonard Bernstein, que tiempo después conseguí), discos, fotografías, anécdotas, espléndidas conversaciones llenas de humorismo –cuando le llamaba por teléfono, lo que me decía siempre era «¿dónde te tienen detenido cabrón?, ¡dímelo rápido!»–, una reposada sabiduría sobre la vida y, por encima de todo, una absoluta e irradiante pasión por el jazz que me marcó de forma irreversible, transformando por entero mi sistema de coordenadas musicales expandiéndolas hacia nuevos derroteros estéticos. Era un artesano que amaba la música.

El día que lo escuché en el estudio de su casa por primera vez, en lo que hubo de ser –digamos– mi primera clase –habrá sido hace ya más o menos como veinte años–, se abrieron de par en par las puertas a todo un universo nuevo de acordes y armonías, de síncopas y silencios, de sosegada y suave aproximación a la textura de la música y la orquestación de una forma verdaderamente sorprendente. Enrique Nery acuñó un estilo propio y único. Inconfundible. Yo ahí lo comprobé. Y quedé sacudido. A partir de ese momento la música y el jazz cobraron una dimensión y densidad distintas en mi vida. Anhelé tanto poder tocar algún día como él. Y aunque, por mis limitaciones, no he sido ni soy ni seré un pianista profesional, él siempre me hizo sentir que lo era, y me trataba como al resto de sus alumnos, casi todos, por lo general, ellos sí, consagrados al piano y a la música formalmente. Me sentí un afortunado. Y agradecido con mis padres por haberme dado la oportunidad de acercarme a una de las grandes pasiones de mi vida y al margen de la cual se desdibujaría hasta hacerse ininteligible. Fue algo que yo cultivé pacientemente y sin demasiados aspavientos. Todo un capítulo de mi vida.

Mi inclinación por el jazz se remonta a la época de la revolución. Mi bisabuelo, Gabriel Carvallo Vera, que era marino, ocupó altos cargos en el gabinete de Porfirio Díaz, en la Escuela Naval y en Marina. El bulevar del puerto de Alvarado, en el estado de Veracruz, lleva su nombre. Al estallar la revolución tuvo que exiliarse temporalmente. Mi abuelo, Gabriel Carvallo Reynaud, iba con él. Eran vidas novelescas las suyas. La ciudad en donde estuvieron una temporada, no recuerdo en realidad por cuánto tiempo, fue Nueva Orleans. A su regreso a México, mi abuelo trajo consigo el gusto por el jazz, que transmitió a mi padre, Gabriel Carvallo Jiménez. Durante mi infancia recuerdo haber vivido rodeado de discos de Dave Brubeck, Scott Hamilton, Clare Fisher y Poncho Sánchez. Time Out de Brubeck, en donde figura la legendaria pieza Take Five, de Paul Desmond, fue grabado en 1959, año que revolucionó la historia del jazz, pues fue en ese año cuando se grabaron también cuatro obras que harían época: Kind of Blue, de Miles Davis, Time Out de Brubeck, en efecto, Charles Mingus Ah Um, del gigantesco Mingus, y The Shape of Jazz to Come, de Ornette Coleman.

Luego, lustros después, tuve oportunidad de escuchar en vivo a Scott Hamilton en un bar de Londres. Era música por completo conocida para mis oídos. Me sentía en la sala de mi casa. En el mismo sitio pero en otra fecha, fui a escuchar también a Michael Brecker. Y cuando me visitó en Londres, pude disfrutar con mi padre, en una visita que hicimos al Jazz Café de Camden Town, una impresionante y grata «jam session» que se improvisaba todos los domingos. Bebimos cerveza con devoción y alegría chestertoniana. No olvidaré nunca aquélla tarde tan espléndida que pasamos juntos por las calles de Londres.

Cuando era niño, recuerdo que mi papá escuchaba siempre Jazz FM, en la estación 104.1, con la locución inconfundible de Roberto Morales. Esa era la misma que luego yo escuché siempre como mi canon radiofónico. Y fue precisamente a través del jazz latino que Morales emitía, y muy particularmente Poncho Sánchez, como se fue madurando mi definitiva predilección por el jazz.

Cuando conocí a Enrique Nery esta predilección cobró consistencia y empaque. Ya no era una afición nada más. Era una pasión racionalizada a través del aprendizaje de su mecánica interna y de las claves de su configuración musical. Era verdaderamente fascinante. Tomé contacto con él gracias a mi entrañable amiga Yuko Fujino. Yo quería estudiar jazz piano. Cuando le pregunté por referencias, me dijo que sabía perfectamente quién era la persona indicada: Enrique Nery. Y me dio su teléfono.

Mi tesoro secreto durante muchos años eran mis clases con él. Salía revolucionado de ellas. Siempre con cinco o seis discos bajo el brazo, con sus fantásticos glosarios de acordes, la partitura de alguna pieza original de su autoría o las fotocopias de un libro de Bill Evans. Era todo un privilegio para mí tener acceso a tales contenidos e información. Y con eso me bastaba. Quizá no llegaría nunca a tocar en un escenario o con un trío, pero podía tocar, y entender, un poco, a Bill Evans. Sí, con eso a mí me bastaba. Tocaría modesta y humildemente nada más para mí. No era mucho, pero fue y es mi alimento vital. Cuando estudié en Inglaterra, recuerdo que me dormía con los audífonos puestos, escuchando y casi que memorizando las impresionantes –eran alucinantes en realidad– interpretaciones de Keith Jarret con su trío legendario e inolvidable, conformado, como se sabe, por Gary Peacock y Jack DeJohnette. Las cintas me las había grabado mi maestro Enrique Nery. Me las daba a escuchar y me enseñaba a distinguir las distintas interpretaciones de un «standard», a comprender el fraseo de Jarret y el manejo acelerado e intensamente trabajado de su improvisación.

Recuerdo que de aquélla primera clase me llevé un disco suyo –que casi llegué, también, a memorizar– de una belleza extraordinaria y por entero nueva para mis sentidos. Era un disco grabado a dúo de piano (Nery) y guitarra, con Cristóbal López. Perseverancia se llama. Quedé impactado por lo que escuchaba. Silenciosa de Mario Ruiz Armengol se me reveló como una obra llena de ternura y exquisitez, y Mr. Jaco de Cristóbal López (dedicada a Jaco Pastorious) me sumía en una tristeza similar a la que te produce un tango de Piazzolla. Danza de las ballenas de Enrique Nery es una prodigiosa traslación en un cifrado armónico y melódico de la dinámica del movimiento de las ballenas en su andadura apacible por las costas de no importa qué mar. Recuerdo que yo le pregunté, sorprendido y hasta con cierta ingenuidad, que cómo lograba la inspiración. Él me dijo que todas esas historias del artista genial, que levitaba en su estudio esperando en éxtasis la inspiración, no eran más que estupideces. El artista tiene que trabajar día tras día, como con cualquier otro oficio. Prueba y error. Ejercicio y estudio. Y de entre decenas de intentos fallidos, aparece la obra buscada. Eso era todo. La inspiración como una suerte de alumbramiento es pura fantasía, un mito del que se sirven luego los pedantes y los intelectuales. Danza de las ballenas surgió simplemente luego de que había visto Enrique un documental, en el National Geographic o algo así habrá sido, con las imágenes hermosas de ballenas surcando los mares en un atardecer alumbrado por un sol apunto de esconderse en el ocaso. Escúchese la pieza y aprecien la increíble exactitud con la que Enrique Nery plasma esa cadencia de las ballenas y el calor agudo de ese sol que se despide.

Cuando llegué ayer por la tarde al auditorio del Sindicado de Músicos donde se le veló, y donde él había sido Secretario Académico, miré un cuadro con su rostro que flanqueaba el ataúd y escuché la música con los acordes únicos e inconfundibles y tiernos de su piano que habían atinadamente puesto como fondo de ese sui generis velorio musical. Me invadió una tristeza tremenda y me senté en la primera silla que encontré. Se acababa la vida de un hombre que ocupó un lugar muy especial en la mía, y que detonó y nutrió un centro de entusiasmo artístico fundamental que me cambió para siempre. Un amigo y un maestro extraordinario se iba, y yo ya no me pude despedir. Hace unos meses escribí un artículo sobre la vida de Bill Evans. Estaba dedicado a Enrique. Logré hacérselo llegar a través de su encantadora hija, Lilieth Nery, que es la que se encargaba de las cuestiones electrónicas y de internet. Pero ya nunca pude conversar con él sobre lo que le había parecido mi texto. Y eso me duele muchísimo. Lilieth me dijo ayer que lo leyeron juntos, y que le había gustado mucho.

La última vez que lo vi fue cuando grabamos una de las últimas entrevistas de un programa de televisión que conduje por algunos años, Plaza de Armas, a fines de 2012. Fui por él a su casa, por el sur de la ciudad, y condujimos atravesándola toda, hasta el otro lado, donde se encontraba instalado el canal de televisión. En el trayecto escuchamos a Bill Evans, y me iba explicando una vez más, en una más de sus clases, el significado histórico de su obra y aportaciones a la música del siglo XX. Mientras manejaba y lo escuchaba, volvió a mí la sensación que siempre tuve cuando estaba a su lado: la de ser un afortunado de la vida por tener a un maestro y un amigo como él.

24 de febrero de 2014
Ciudad de México

 

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