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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 15
Artículos

La impotencia de la pedagogía posmoderna frente a la crisis del coronavirus

Álvaro Pavón González

Educación, pedagogía y COVID-19

manos

Pretendemos llevar a cabo una crítica en torno a la pedagogía posmoderna y su impotencia intrínseca a la hora de proporcionar un contenido crítico a aquellos que se ven inmersos en los sistemas educativos vertidos por la dictadura pedagógica, que, ayudada por todo un entramado ideológico, lleva a cabo una labor destructiva de las ciencias y la filosofía, algo que se ve acentuado durante las últimas semanas por la crisis del coronavirus.

I. Las aporías de “nuestra” educación

La atípica situación que estamos viviendo a nivel mundial por la pandemia del COVID-19 es un momento idóneo para criticar los fundamentalismos y los presupuestos ideológicos en los que descansan las democracias occidentales y que, no podrán sobrevivir ni a una crítica filosófica (a nivel lógico), ni posiblemente, al propio coronavirus (a nivel ontológico).

La crisis vírica que se inició en China y que, desde su llegada a Europa hace ahora un mes, ha sacudido a todos los niveles nuestro mundo, se presenta como una ocasión única para criticar y problematizar los fundamentalismos que acabamos de reseñar, en los que se basa el pensamiento del grueso de las personas dentro de los sistemas políticos europeas actuales. La trituración de tales presupuestos ideológicos se está llevando ya a cabo mediante una gran cantidad de artículos que pretenden profundizar en cuestiones tales como el fundamentalismo científico, la critica a los estados europeos o la diferencia entre las posiciones de países católicos frente a los de influencia protestante (cfr. Maestro, “Democracia, religión y nacionalismo” o Madrid Casado, “El virus del fundamentalismo científico”). Por nuestra parte, intentaremos realizar un acercamiento a la cuestión de la pedagogía y las medidas que se han llevado a cabo desde las administraciones encargadas de organizar el plan de estudio durante el estado de alarma que estamos viviendo en nuestro país.

Lo cierto es que ya desde antes de la implantación del plan Bolonia y de los últimos modelos educativos en la enseñanza media (que se suelen establecer como punto de inflexión en torno a este tema), la educación en occidente estaba incubando, igual que la sociedad europea ahora, un virus que no se manifestaría hasta poco tiempo después de su victoria como discurso hegemónico en torno al conocimiento, a saber, la concepción pedagógica posmoderna del saber, que defiende, como una de sus características identitarias un cierto tipo de planteamiento en el que lo discursivo y performativo (sin quedar demasiado claro en qué consiste exactamente esas categorías vacías), son más importante que el propio saber, llegando a la posible conclusión de la existencia de una ciencia posmoderna (cfr. Lyotard, 1989: 99-119) . Esto se podría resumir en una imposición de la forma frente al contenido: no importa lo que se diga sino como se diga, siendo este uno de los ítems del fundamentalismo democrático, sumido en el más profundo relativismo, en el que debemos respetar todos los discursos independientemente de su contenido, siendo más importante dentro de un enfrentamiento dialectico, la forma del discurso que el propio discurso como tal, planteando además la superación de una teoría frente a otra como algo accesorio, fruto de la conveniencia entre tal teoría y las redes de poder (siempre abstracto) que rige un determinado contexto: “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” (Foucault, 2018: 14). Este principio que rige la manera de plantear el conocimiento desde hace décadas establece una separación entre el mundo y la comprensión de este a través del saber que ya desde los albores de la filosofía en la Grecia clásica, se entendía como relacionado (Aristóteles, 1011b). Por desgracia, los centros educativos se han plagado de un sinfín de gurús encargados de dictar en torno una serie de disciplinas sobre las que no tienen ningún tipo de competencias ni destrezas, no siendo forzoso el símil entre el pedagogo y el sofista, ya que ambos, persiguiendo fines económicos, se dedican a dinamitar desde dentro cualquier clase de pensamiento crítico que se pretenda como tal, gracias al mecenazgo de una clase política que se ve beneficiada por la ideologización del saber. Por otra parte, la idea de una educación de calidad es el díptico que soporta todos los planes de estudio de la historia de España, cosa que de entrada nos debe hacer desconfiar debido a que maneras de plantear la educación completamente distintas, incluso contradictorias, se escudan en la misma idea. No hay duda de que la educación es uno de los caballos de batalla del que se sirven todos los partidos políticos mayoritarios para construir su demagógico discurso, apelando a la universalidad de la educación pública de puertas para afuera, y destruyendo esta de puertas para adentro.

La sustitución de lo sensible por lo inteligible representa una de las características principales del método pedagógico dominante en nuestras escuelas, desde la enseñanza primaria hasta la universitaria; lo peligroso de esta situación se deja ver en ejemplos concretos del día a día, desembocando de manera inevitable en una depauperación de aquello que debe ser la universidad: un fortín reservado al conocimiento, a la comprensión del mundo y a la formación de individuos críticos, cuya manera de interpretar la realidad trascienda ideologías y modas, triturando lo irracional. En nuestra universidad se ha anulado la figura del profesor como guía del alumno, sustituyéndola por una suerte de compañero cuya diferencia de estatuto con respecto a este es además de inexistente, casual: no se sabe muy bien las razones por las que el profesor está por encima del alumno, al fin y al cabo esta diferenciación es vacua desde el momento en el que se relativiza el conocimiento y se antepone lo sensible a lo inteligible (tengamos presente la idea de que, en el contexto que estamos describiendo, importado de la universidad americana, se anteponen las sensaciones que le produzcan a un alumno el resolver un problema matemático, a que efectivamente sea capaz de resolverlo, o que haya adquirido las actitudes y los conocimientos necesarios para poder resolverlo en un futuro; hasta tal absurdo hemos llegado); en este sentido entenderemos como muy pertinente la distinción entre las metodologías alfa y beta operatorias (Bueno, 1995: 88 y ss.) ante la resolución de un teorema matemático o el análisis de una célula procariota, la subjetividad y opinión del científico pasa a un segundo plano ya que no tiene sentido sostener que hay “muchas formas, todas respetables”, de resolver el teorema matemático o que, el análisis biológico de la célula que estamos estudiando es “una opinión personal”; esto por muy evidente que pueda resultar, por desgracia, hace tiempo que dejó de ser obvio incluso dentro de la academia. En el otro lado tendríamos las disciplinas en las que la situación del sujeto operatorio que desarrolla la labor de estudio, sí se ve influida en sus resultados por cuestiones contingentes, tales como el contexto histórico o la ideología: el análisis de un proceso histórico, por ejemplo. La somera distinción que acabamos de señalar no extrañará demasiado a la mayoría de lectores, sin embargo, lo que si nos puede llamar la atención es el hecho de que, muchos alumnos universitarios (y no universitarios) cuya formación y capacidad crítica debería superar con creces los planteamientos irracionalistas de los que se visten actualmente la distintas ideologías, acepten sin miramientos creencias (en el mal sentido de la palabra) como los horóscopos, el terraplanismo, los annunaki o, muy especialmente en los últimos días, el rechazo a las vacunas o la homeopatía. El que estas ideas se difundan de manera masiva en nuestra sociedad, es síntoma de la degradación de esta, algo preocupante. El que las mismas ideas se infiltren en las universidades y sean profesadas por los alumnos es cuanto menos terrible. La pretensión de un conocimiento racional que ayude a comprender el mundo en el que vivimos, se ha difuminado completamente en un mar de relativismo en el que ya no solo se ponen en duda cuestiones de tipo, por ejemplo, ético, sino que ha trascendido hasta disciplinas como la física o el estudio del cosmos, siendo ejemplo de ello el tema del terraplanismo que acabamos de mencionar. Lo inquietante de la cuestión es que la fuerza de estos planteamientos irracionales ha conseguido llegar hasta los estudiantes de las ciencias que calificábamos antes como alfa-operatorias, siendo ahora completamente normal el que encontremos alumnos de medicina, química o biología que profesan esta ristra de creencias. Lo que denota todo ello es en última instancia, la depauperación y degeneración total de aquello que se enseña en las universidades, además de la falta de pensamiento crítico y total maleabilidad de la juventud, incluso de aquellos que, debido a su “fuerte” formación científica, deberían confrontar con estas ideas de manera total. Volvemos a señalar la gravedad de que los futuros médicos, físicos e ingenieros, tengan una formación tan débil en sus respectivos campos, traducida en la creencia de ideas que son contrarias a aquello mismo que han estudiado (o que deberían haber estudiado). Si es peligroso dejar la enseñanza de nuestros futuros hijos en manos de aquellos que plantean el conocimiento racional como una cuestión trivial, confundiendo las proposiciones científicas con frases de autoayuda; que no será el poner nuestra salud en manos de médicos que organizan su semana en torno a aquello que el horóscopo dicta, o montarnos en un avión construido por un ingeniero que no tenga demasiadas reticencias al escuchar que la tierra es plana (no hay duda de que la incompetencia de los encargados de afrontar la crisis del COVID-19 tiene que ver con aquello que estamos señalando). Por desgracia, estas situaciones se están dando ya en nuestra sociedad, y si todo sigue igual, se agudizarán en las décadas que nos esperan, sumado a un futuro incierto en el que ni siquiera sabemos si los derechos y privilegios de nuestros sistemas políticos podrán ser recuperados total o parcialmente cuando la pandemia se aplaque.

La “enfermedad” que sufre la comunidad universitaria y que pretende disolver cualquier conocimiento que trascienda lo puramente arbitrario y relativo, tiene sumido a los estudiantes en una estado de letargo: lo que en la mayoría de los casos nos enseñan durante nuestro proceso de formación es realmente la construcción de una impostura basada en un mundo idílico en el que se puede superar cualquier adversidad solamente con la “fuerza de nuestro deseo”; la llamada mentira de la motivación (cfr. Moreno Castillo, 2006), vertida por una sustancia omnipresente a nivel político: la tolerancia, ideal que en esencia es muy noble pero que, prostituido hasta las cotas que se ha llevado hoy día, nos encierra en una maraña moralista que nos imposibilita condenar cualquier hecho, por muy horrible que sea, apelando al respeto total con respecto a cualquier acción o punto de vista, independientemente de que el punto de vista o acción que estamos analizando sea esencialmente, intolerante o coactivo. Si tenemos en mente la famosa frase de Paulo Coelho, “cuando deseas algo, el universo conspira para que lo consigas”, podremos identificar rápidamente a lo que nos referimos. El que un autor como este sea uno de los escritores más vendidos y reconocidos de las últimas décadas es prueba más que suficiente de la degeneración intelectual de la que adolece nuestra sociedad. Una manera de salvar lo que estamos exponiendo y defender nuestro sistema de enseñanza y la tesitura en la que se encuentra el pensamiento contemporáneo sería la de sostener que, esta serie de ingenuas ideas se limitan solamente al ámbito extraacadémico y que, los lectores de esta clase de literatura son sobre todo, personas con un nivel intelectual bajo, que buscan la evasión rápida en una novela, de igual manera que podrían ocupar su tiempo de ocio con una telenovela o una tertulia de bar. Sin embargo, este contraargumento está ya totalmente destruido por todo lo que hemos señalado en referencia a las modas que profesan de una forma u otra, en menor o mayor medida tantos y tantos universitarios; no limitándose solo a jóvenes o alumnos, ya que el nivel intelectual de los profesores (especialmente los más jóvenes, educados ya en nuestro mismo sistema) es muy bajo, insuficiente para suministrar correctamente los contenidos que se presuponen para un universitario, algo que se agudiza aún más profundamente en las facultades relacionadas con las humanidades, en las que el psicologismo relativista llega hasta unas cotas antes impensables, algo que lejos de ser combatido por parte de las instituciones, es fomentado, usando la educación con fines programáticos, hecho cuya genealogía se puede rastrear incluso con la irrupción de las concepciones germanizantes de la institución educativa, introducidas a mediados del siglo XIX en nuestro país por vía del krausismo, dejando ver uno de los leitmotiv que más han perdurado en el imaginario colectivo: “no somos educados, ni vamos a la escuela, al tribunal, al templo para aprender nuestra libertad; la traemos aprendida, la ejercemos antes de conocerla” (Sanz del Río, 1996: 32); se puede ver la influencia del idealismo alemán en la concepción de la educación que, desde este momento, es promulgada en nuestro país.

II. Pedagogía y pandemia

Entendemos que la relación entre la ideología que engendra el discurso pedagógico posmoderno y la imagen de la pandemia (tratándose de un recurso expositivo) guardan una estrecha relación, ya que ambas se propagan rápidamente, infiltrándose en todas las capas de nuestra sociedad, pudiendo ser suscritas de manera similar por cualquiera, independientemente de su edad, sexo, condición económica etcétera, en tanto que discurso dominante y mayoritario que, como tal, no se pone en duda, pudiendo condenar al ostracismo social a aquellos que se posicionen de manera critica frente a ello.

Otra de las ideas dominantes en los planes de estudio de nuestro país en particular, y del mundo occidental en general es la famosa “transversalidad” del conocimiento, que se plantea como una de las justificaciones principales que dan carta blanca para supeditar la educación a las exigencias de la ideología (en esto se basa la falseada pretensión de “poner la universidad al servicio de la sociedad”), para la cual todas las opiniones son iguales y respetables, el problema es que “la opinión del médico y la del ignorante no son, en absoluto, igualmente autorizadas, por ejemplo, respecto de si se va o no a sanar” (Aristóteles, 1010b), y en esto se resume una de las contradicciones principales de la ideología que vierte el pensamiento en torno a la enseñanza: la opinión de un médico y la de un ignorante no pueden ser jamás valoradas de igual manera, a no ser que (y esto tiene una actualidad más candente que nunca durante estos días) no nos importe demasiado vernos con miles de muertos a las espaldas. Este lema pedagógico se disuelve en el mismo momento en el que entra en contacto con la realidad, siendo prueba de ello el hecho de que, para afrontar la crisis que sufrimos, no se escoge a aquellos que más habilidades sociales tienen o mejor gestionan las emociones, sino que se apuesta por profesionales o expertos (cuanto mejor formados y más especialistas en la materia mejor), siguiendo criterios causales y no casuales, ya que lo contrario sería simplemente una majadería.

La mencionada “trasversalidad” es una consecuencia necesaria del mal fundamental del que adolece nuestro sistema educativo y pedagógico, y es que, si homogeneizamos todos los saberes y planteamos como isovalentes disciplinas tan diferentes y que requieren de habilidades tan distintas como la psicología y la filosofía (por ejemplo, en el caso de segundo de bachillerato), tendremos una devaluación completa del nivel del alumnado, sumado al desinterés que le producirá a muchos profesores el hecho de encargarse de asignaturas en las que no son especialistas, cosa que influirá en la actitud del docente a la hora de impartir la clase que, será de menor calidad y producirá efectos negativos, tanto en la profundidad de lo que se da como en la predisposición que el joven tenga ante aquello que se le exige, entrando en un círculo cuya única escapatoria es el abandono de la asignatura. Esta homogenización de disciplinas tan distintas reposa en la relativización del conocimiento ya que, si ninguna proposición matemática, ninguna ley física o ningún dato histórico se puede tomar como verdaderamente fiable, el que un profesor especializado en historia dé filosofía, o un tercio del total de asignaturas de un grado universitario sean totalmente generales y compartidas con otros grados cuyo parecido ha sido establecido por inexpertos de espaldas a criterios científicos; no resulta nada extraño. Si aceptamos el relativismo mayoritario en cuanto a lo que al conocimiento se refiere, nos encontramos ante la imposibilidad de quejarnos de esta situación: importa cómo se da algo, y no su contenido o profundidad, por lo que es irrelevante que el profesor sea especialista en su asignatura o no (será más relevante que el docente ayude al dicente a gestionar sus emociones a que le enseñe el contenido de su asignatura que, siguiendo este planteamiento, quedará disuelta en una maraña de retórica emotivista), que se resume en las siguientes líneas:

“La pedagogía oficial es el aparato doctrinal y de propaganda sobre el que se sustenta esta masificación de la incompetencia […] que se ha erigido, con la astuta estratagema de construir una jerga hueca para iniciados al presentarse como «Ciencia» de la educación, en Saber oficial, Teología de la postmodernidad que gestiona y santifica los afectos del sujeto humano y se apropia de ellos; es decir, mecanismo de consolidación de la sumisión consentida bajo la apariencia de tolerancia frente a una rebeldía que es estéril. El discurso de la Pedagogía se construye sobre ese tránsito metafísico, injustificado desde la más elemental racionalidad finita, de la mera técnica de transmisión de conocimientos entre sujetos humanos a Sabiduría de salvación que los sacerdotes poseedores de los arcanos del alma humana […]. El profesor es, en la tradición marcada por los postulados del krausismo de la Institución Libre de Enseñanza, el sujeto que encarna en las aulas el sistema educativo basado en esta pedagogía formalista” (Sánchez Tortosa, 2014: 76)

Podemos observar la relación que une a la pedagogía como una manera más de expresión del ideario posmoderno, referido a la educación y la formación academia, a una cierta paideia contaminada completamente por la ideología, en la cual una de las figuras más deformadas es la del profesor (si es que acaso tiene sentido establecer tal distinción dentro del contexto al que hacemos referencia), en el que materias como la filosofía han sido de facto casi eliminadas de los programas docentes en cuanto a lo que el contenido de esta materia se refiere, siendo impartida en muchas ocasiones por docentes de otras ramas, que se acercan a estas de manera amateur y que no consiguen, por mucho que desde la administración triunfe el discurso de la isovalencia del conocimiento, transmitir un contenido adecuado en sus clases, debido a que las competencias que estos tienen se circunscriben a saberes como la psicología, las ciencias sociales o la literatura, dándose así una degeneración aún mayor de los ya de por si inconcluyentes planteamientos que expusiera Sacristán allá por 1968 y que darían pie a una de las polémicas más importantes de la historia de la filosofía española, referente al papel y el lugar de la filosofía dentro del “reino del saber” proponiendo por parte de Sacristán “suprimir las secciones de Filosofía de las facultades de letras –suprimir, esto es, la licenciatura en filosofía– y eliminar consiguientemente la asignatura de filosofía de secundaria” para después “reorganizar el doctorado en filosofía. Suprimida la sección particular, hay que crear el Instituto general, por parte de ninguna Facultad, sino proyección de todas ellas (Sacristán, 1968: § 17 y § 22), aludiendo a una insustancialidad de la disciplina filosófica que, debido al desarrollo de las ciencias positivas, se habría quedado rezagada de estas y debería ocupar un papel en todo caso accesorio, dedicando su enseñanza a algo así como un doctorado supradisciplinar, tesis ante la que Bueno responde de manera pulverizadora en su primera gran obra, presentando la concepción de la filosofía que será a la postre manejada por el materialismo filosófico (cfr. BUENO, 1970)

Como señalamos antes de la referencia a la famosa polémica que acabamos de aludir, la figura del profesor ha sido una de las que más se ha puesto en duda de un tiempo a esta parte, siendo sustituida completamente en el contexto de excepción que vivimos durante las últimas semanas. El discurso a través del cual se pretende defender esta sustitución de la figura del profesor por la del terapeuta o el coaching se basa en una serie de argumentos de dudosa consistencia interna, tales como que es accesorio conocer un contenido para enseñarlo, algo se cae por su propio peso: ¿Quién puede enseñar mejor una disciplina que aquel que la domina? obviamente el dinamismo y la capacidad de captar la atención por parte del profesor serán clave a la hora de que el alumno integre conocimientos y genere interés, pero para transmitir un conocimiento es imprescindible tenerlo antes, de ahí que la distinción entre profesor y alumno, lejos de trivial, sea el eje fundamental en torno al cual se integra la idea de enseñanza: alguien con una mayor capacidad expositiva y conocimientos sobre un ayuda a quien no posee esos conocimientos, a que interiorice las ideas que el maestro ha desarrollado dialécticamente (la distinción maestro discípulo no es tampoco casual). La homogenización que acabamos de señalar añadida a la concepción pragmatista a través de la cual se enfoca la universidad, desemboca en un fenómeno que adolecemos desde la implantación definitiva del plan Bolonia: el nivel mínimo de especialización que los jóvenes sufrimos en nuestros grados universitarios, cuya profundización en las competencias y conocimientos que deberíamos haber adquirido en los cuatro (insuficientes) años que componen la vida del universitario, solo se ve intensificada también insuficientemente en el máster (cuyo precio es entre tres y cuatro veces superior al de la carrera).

La terrible situación a la que nos referimos crea un sistema educativo enfermo, que colapsa (igual que el sistema sanitario) en los momentos de mayor tensión, aquellos en los cuales se demuestra realmente la fortaleza o debilidad, saliendo a la luz todas las contradicciones inherentes a la naturaleza de este. Desde que la crisis del coronavirus se convirtió en la principal urgencia de nuestro mundo, llevando a cabo una paralización completa de este, los centros educativos cerraron sus puertas, obligando a continuar el proceso formativo de los alumnos de manera alternativa al normal funcionamiento de las clases, para estudiantes de todos los niveles. Una de las cosas que ha caracterizado las últimas semanas en nuestro país es la variedad de métodos a través de los cuales los profesores han intentado proseguir con su labor, a expensas de prorrogas de la situación de excepción por parte del gobierno y de un futuro incierto, sobre el cual, en lo que a la enseñanza se refiere, prácticamente solo podemos tener dos cosas claras: las clases de este curso han acabado ya para la mayor parte (si no la totalidad) de españoles, y los métodos excepcionales que se han puesto en marcha, derivados del propio sistema educativo, son insuficientes. Estos métodos excepcionales se traducen (en la mayoría de los casos), en la enseñanza secundaria, en un aluvión de deberes, test, trabajos y actividades suministradas por profesores apáticos, que saturan con una cantidad ingente de trabajo completamente insustancial, a sabiendas de que ni ellos mismos leerán o corregirán dichas actividades y (lo que es más preocupante), teniendo claro desde el principio que estas tareas serán o bien hechas por “ayudantes” del alumno (padres, hermanos, amigos), o bien se resumirán en un copia y pega de Wikipedia, calificando la asignatura como aprobada por el simple hecho de que el trabajo este hecho, siendo indiferente si esta está bien o mal, o incluso, si no ha sido hecho por el propio alumno. En cuanto a los estudiantes de secundaria, nos encontraríamos con una inmensa mayoría de dicentes que han recibido la suspensión de clases como algo realmente positivo, unas vacaciones del tedio que les produce un estudio, por lo que bien por falta de iniciativa natural o bien por la incapacidad del sistema educativo de inculcar en los alumnos el interés por la lectura y el conocimiento, pasarán semanas enteras sin tocar (literalmente) un libro; a esta triste situación se le suma la cuestión de la sustitución del formato vegetal por la digital: las tareas se hacen llegar a los alumnos de secundaria a través de plataformas análogas al campus digital universitario pero mucho más toscas (si cabe) y con menos herramientas, a lo que se le suma la falta de soltura y familiaridad con estas por parte de los profesores, y el desinterés de los alumnos, que a pesar de haber nacido en la era digital y dedicar horas y horas al uso del móvil y el ordenador, se confiesan como completos ineptos a la hora de llevar a cabo las actividades más básicas, como escribir un Word siguiendo unos mínimos criterios formales, o convertir un archivo a PDF. A pesar de todo esto y del hecho incuestionable de que lo que queda de curso será igual a nada para casi todos los alumnos de secundaria de nuestro país, asistiremos a la defensa de estos insuficientes métodos de paliar la situación que estamos viviendo, teniendo que soportar incluso que a millones de alumnos se les haya privado de una formación adecuada durante los meses que siguen, alegando una actitud idealista basada en la autoayuda y en la ridícula idea de “buscarle a todo el lado positivo”, planteando como positiva (o instructiva) cualquier situación, aunque estemos asistiendo, como es el caso, al desmantelamiento de la educación y el inicio de una crisis social, política y económica sin precedentes en nuestra historia reciente; tendremos que soportar oír estas majaderías, siendo con total seguridad aquellos que las dispenses, los mismos responsables de los planes de estudio que estamos criticando. Lo positivo (y no es casualidad que utilicemos el singular de esta palabra) de tal situación es que los pedagogos e ideólogos se mostrarán como aquello que son, por lo que podremos establecer una relación ya clara (a la manera de Platón en El Sofista) entre el pedagogo y el sofista: el pedagogo como prestidigitador, como falseador de lo que es, que gusta de enmascarar la realidad y poner en práctica el juego de la contradicción (Platón, 1970: 268d).

La tesitura en la que nos encontramos los estudiantes universitarios no es mucho más alentadora, ya que, si antes señalábamos la saturación de tareas insustanciales hacia los estudiantes de las enseñanzas preuniversitarias, en la educación superior nos encontramos con una total anarquía e incertidumbre, no sabiendo que será del curso, la manera de terminar este o los métodos a través de los cuales nos evaluarán. Lo característico del periodo de excepción producido por el coronavirus en lo que a la universidad se refiere seria la falta de criterios y directrices objetivas para afrontar tal problema. Dentro de una misma carrera nos podemos encontrar con profesores que saturan de lecturas, trabajos y clases online a sus alumnos, mientras que en el otro extremo nos encontraríamos con asignaturas en las que prácticamente no se nos ha dado indicación alguna del método de evaluación o la estrategia con la que afrontar lo que queda del “curso”, simplemente alentándonos a seguir de manera general este, sumiéndonos en la mayor desinformación. Todas los trabajos antes mencionados pueden ser literalmente inservibles, ya que se especula incluso con evaluar de manera alternativa a la normal en caso de que esta situación excepcional se alargue (cosa que es muy probable), por lo que los alumnos nos encontramos en la disyuntiva de hacer o no hacer una serie de trabajos, resúmenes, ensayos y tareas que están orientadas a modo de compensación por las clases presenciales no dadas, pero que en algunos casos deben ser entregadas al profesor de manera obligatoria, otras opcional, y en otras directamente no deben ser remitidas de ninguna manera, por lo que ante la saturación y descompensación del volumen que los alumnos podemos llegar a sufrir, muchos optaran por realizar unas en detrimento de otras, sin saber de manera segura si estas podrán suponer un porcentaje significativo de la nota, debido a la falta de material evaluable que seguramente tendremos al acabar este periodo excepcional. A esto se suma, de manera parecida al problema con el formato digital que mencionábamos cuando hablábamos de la enseñanza secundaria, el hecho de que las actividades propuestas a los universitarios mediante el campus virtual requieren, en muchas ocasiones, de bibliografía y material al que es imposible de acceder a través de la red (papers en revistas de pago, textos no traducidos al español, bibliografía descatalogada o imposible de conseguir lejos de las bibliotecas de las facultades) en cuanto a lo que a disciplinas de humanidades, algo que se verá incluso acentuado en disciplinas como la química o la física, en las que el material de laboratorio es indispensable para la parte práctica, por lo que estos alumnos se verán forzados a limitar su estudio durante estos meses al ámbito teórico, añadiendo las dificultades referentes a las carreras humanísticas que acabamos de señalar.

III. Conclusión

Con el presente texto hemos intentado señalar de la manera menos recalcitrante posible las contradicciones más terribles que tenemos que sufrir estudiantes y profesores (y por ende toda la sociedad española, ya que aunque no todos son o serán profesores, en algún momento si han sido alumnos), siendo conscientes de que otros antes han llevado a cabo esta tarea de manera mucho más profunda y competente, pero, en nuestro caso, intentando añadir la perspectiva de lo que los estudiantes universitarios estamos viviendo (y sufriendo) durante estos días, ya que al daño físico del coronavirus, se añade el daño intelectual de un sistema educativo dirigido por ideólogos y tiranos, que en lugar de intentar buscar el conocimiento y entender el mundo que les rodea, prefieren venderse al mejor postor y engañar a través de un discurso que, por muy retóricamente adornado que se presente, no puede resistir las critica de la filosofía como criba y trituración del mito. Solo tras las consecuencias y las perdidas en todos los niveles a las que tras la crisis del coronavirus deberá hacer frente la sociedad española (sumada a otras tantas previas), seremos conscientes del desastre que se cierne sobre nosotros, que está íntimamente ligado a un sistema educativo precario, incapaz de formar a profesionales con las competencias suficientes como para superan una crisis de tal calado. No es baladí señalar que la mayoría de científicos y expertos que se han puesto al servicio de la causa para superar tal situación, han sido instruidos en contextos diferentes al que vivimos los estudiantes universitarios hoy día y que se irá agravando conforme pase el tiempo, ya que la depauperación del material impartido en los centros de enseñanza occidentales no parece que vaya a cambiar a mejor, por lo que si una crisis de igual calado pasase dentro de veinte o treinta años, momento en el que los que somos ahora estudiantes, estaremos en situación de controlar y dirigir la situación, el futuro que nos augura será, sin duda, cuanto menos incierto.

Para acabar remitiremos, como no podía ser de otra manera, a uno de los diálogos platónicos que más importancia e interés tienen respecto al tema que nos atañe, el Menon, en concreto el final de este bonito texto, en el que Sócrates reivindica como un “don divino” la virtud, añadiendo nosotros que, la virtud del conocimiento, lejos de ser un don divino, es más bien un don muy humano hacia el que nos debemos esforzar y orientar, ya que gracias a él podremos quizás en un futuro, evitar situaciones tan agónicas como las que estamos viviendo estos días en nuestro país. (Platón 2004: 100a).

Martes, 24 de marzo de 2020.

Bibliografía

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