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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 6 • agosto 2002 • página 22
artículos

Para otra vez medir la cruel Caribdis:
filosofía académica y política (2)

Pedro Insua Rodríguez

Se trata de reconstruir histórico-fenoménicamente la situación política de Atenas después de la Guerra del Peloponeso tal como la analiza Platón, toda vez que su «conciencia política» cobra forma a través de su propia trayectoria durante este período y en esta ciudad

1. Política y filosofía antes de la fundación de la Academia.

Se ha intentado en numerosas ocasiones explicar la trayectoria política de Platón desde la determinación de un ortograma que alinea sin más su conciencia política con la oligarquía. Supuestamente la política platónica se explica íntegramente desde su «conciencia de clase» en tanto que aristócrata: sencillamente la Calípolis platónica se entiende como reacción ante la posibilidad de la participación de las clases bajas en la democracia ateniense. Según esta versión, tan recorrida sobre todo desde que Popper la puso en circulación, el programa platónico es producto de su resentimiento ante el ascenso de las clases bajas en el «ilustrado siglo de Pericles». Sin embargo si nos atenemos a los fenómenos históricos vinculados a Platón, esta tesis resulta insostenible y completamente gratuita. Desde luego la trayectoria biográfica de Platón no es ajena a su condición de aristócrata, pero tampoco este ortograma lo explica todo. De hecho no explica nada sino se tienen en cuenta otros ortogramas que confluyen en su conciencia política.

La cuestión es que dicha «conciencia política» se define –según ciertos fines, planes y programas– cuando se producen determinadas transformaciones en la ciudad de Atenas que afectan a su propia constitución (transformaciones que tienen que ver con las relaciones de Atenas con otras totalidades políticas coetáneas): en vida de Platón Atenas se transforma desde la constitución democrática de los Quinientos a la constitución oligárquica de los Cuatrocientos, que se implanta durante unos meses tras el desastre en Sicilia; desde la constitución oligárquica a la democrática de los Cinco Mil (más nominal que real, según Tucídides y Aristóteles, que la entienden como un régimen mixto) tras el desastre producido por la pérdida de Eubea (aún más lamentable para los atenienses que el de Sicilia según estas mismas fuentes). Después, tras la derrota en Egospótamos y el bloqueo de Atenas por parte de los «lacedemonios», tiene lugar la rendición de Atenas. La aceptación de la paz trae consigo la implantación, bajo la presión del espartano Lisandro, del régimen oligárquico de los Treinta que deviene en tiranía y que envía al exilio a «los demócratas». Estalla la guerra civil en Atenas, al rehacerse los demócratas en File y en el Pireo, y el gobierno de los Treinta es depuesto, una vez derrotado en Muniquia, y sustituido por el gobierno oligarca, pero precario, de los Diez. Finalmente se restaura la democracia tras la reconciliación de ambos bandos (oligarcas y demócratas) en los pactos del Pireo. Además se va descomponiendo la Liga délica, con la sucesiva defección de las distintas ciudades tributarias, y por tanto decrece, aunque en menor grado de lo que a muchos parecía, la hegemonía ateniense en el Egeo{1}. En resolución, desde el año 411 a. C., en que se implanta el régimen de los Cuatrocientos, hasta el año 403 a. C., en que se hacen los acuerdos de reconciliación –es decir en ocho años escasos–, se producen todos estos cambios que afectan no ya solo al gobierno sino a la forma misma de gobierno. Precisamente, en contraste con Esparta{2}, Atenas sufre problemas políticos que determinan una serie de transformaciones que comprometen la forma constitucional de la ciudad, que ponen en cuestión su esencia.

Se generan, por tanto, problemas en la ciudad que afectan a su buen mantenimiento o eutaxia, y que van a tratar de ser resueltos desde distintos ortogramas en conflicto (demócratas, oligarcas; filopersas, filoespartanos, filomacedonios...). El ortograma platónico va a estar definido, in recto (al margen de sus posibles confluencias con otros ortogramas), por tratar de involucrar a la filosofía en los fines, planes y programas políticos de la propia ciudad. Y es que la actividad filosófica pasa a ser en la «conciencia política» de Platón la disciplina correctiva de los regímenes políticos vigentes, ya sea de un modo «revolucionario» o de un modo «reformista», según la situación concreta de esos regímenes, precisamente porque el tipo de problemas políticos que se generan en Atenas empiezan a ser vistos como no pudiendo ser resueltos sino desde una idea de Ciudad bien definida (lo cual implica definir la idea de Justicia, Educación...), es decir, orientada virtuosamente, reorientada según la idea de Bien.

Ahora bien, como consecuencia de la guerra del Peloponeso, se va constituyendo en la Hélade una suerte de nebulosa ideológica por cuya influencia las ciudades, no solo Atenas, marchan errantes en su desarrollo político, las ciudades, generalizando la expresión de Aristóteles, no dejan de cometer continuamente «faltas». Tucídides dibuja esta nebulosa como una «inversión de todos los valores» que afecta a todas las ciudades de modo que, dice Tucídides, «se modificó, incluso, en relación con los hechos, el significado habitual de las palabras, con tal de dar una justificación: la audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad al partido; una prudente cautela, cobardía enmascarada; la moderación, disfraz de la cobardía; la inteligencia para comprender cualquier problema, una completa inercia[...]. En suma, quien tomaba la iniciativa en llevar a cabo cualquier fechoría era elogiado»{3}. Podríamos hablar de la constitución de una nematología{4} a través de la que, por influencia de los demagogos, se produce una degradación generalizada de la constitución (patrios politeia) en las ciudades. En esto coincide el diagnóstico platónico relativo a la situación política de la Hélade: todas las constituciones vigentes son imperfectas en la medida en que se degradan, lo cual afecta directamente a la filosofía en tanto que actividad urbana. Y es que la filosofía brota en el suelo ciudadano, si ese suelo se degrada los verdaderos filósofos no pueden seguir en él{5}.

En efecto es como consecuencia de la constitución de tal nematología por lo que el papel de la filosofía se veía, no solo por el político, sino por el ciudadano ateniense, como inútil para la ciudad, y sería por tanto cuanto menos inverosímil para el político que el filósofo fuese gobernante. Sonaría incluso seguramente pintoresco, por no decir ridículo, para el político ateniense que los que dirigiesen la ciudad se dedicaran a tareas semejantes a las que se dedicaba Sócrates. Es más, para muchos la filosofía era la culpable de tal degeneración política. Es la opinión que ya Aristófanes había manifestado en las Nubes, situando a Sócrates en aquel Pensadero (frontisteron) debatiendo sobre cuestiones peregrinas, bizantinas, que no interesan a nadie y que además «hacen más fuerte el argumento más débil». Isócrates continúa en el s. IV esta línea y denuncia la atrofia en la que caen los filósofos, «los sofistas», respecto a la vida práctica, y asiente ante lo generalizada que está esta opinión entre los «ciudadanos comunes» que «con razón, creo, desprecian estas ocupaciones y las juzgan charlatanería y mezquindad de espíritu, pero no cuidado del alma»{6}: según esta perspectiva la filosofía es constitutivamente gnóstica de cara a la resolución de los problemas políticos, y por tanto impotente para el tratamiento de los asuntos de la ciudad.

Platón sabe de la inutilidad que para muchos representa la filosofía en la ciudad, así en la República Adimanto se hace eco de tal opinión tan generalizada: «Digo esto mirando al caso presente: podría alguien decir que no hay nada que oponer de palabra a cada una de tus cuestiones, pero en realidad se ve que cuantos, una vez entregados a la filosofía, no la dejan después, por no haberla abrazado simplemente para educarse en su juventud, sino que siguen ejercitándola más largamente, éstos resultan en su mayoría unos seres extraños, por no decir perversos, y los que parecen más razonables, al pasar por ese ejercicio que tú tanto alabas se hacen inútiles para el servicio de las ciudades»{7}.

Palabras que coinciden con las dirigidas por el «nietzscheano» Calicles, personaje con fuerte vocación política, a Sócrates en el Gorgias: «Ciertamente, viendo la filosofía en un joven me complazco, me parece adecuado y considero que este hombre es un ser libre; por el contrario, el que no filosofa me parece servil e incapaz de estimarse jamás digno de algo bello y generoso. Pero en cambio, cuando veo a un hombre de edad que aún filosofa y que no renuncia a ello, creo, Sócrates, que este hombre debe ser azotado. Pues, como acabo de decir, le sucede a éste, que pierde su condición de hombre al huir de los lugares frecuentados de la ciudad y de las asambleas donde, como dijo el poeta, los hombres se hacen ilustres, y al vivir el resto de su vida oculto en un rincón, susurrando con tres o cuatro jovenzuelos, sin decir jamás nada noble, grande y conveniente»{8}.

Así el político, por lo menos un político de las características de Calicles{9}, ve la filosofía con cierta simpatía pero en tanto que divertimento juvenil, como signo representativo de la ociosidad del hombre libre (frente al esclavo), no obstante la actividad filosófica debe ser relegada por inútil al enfrentarse a los asuntos públicos, debe ser apartada de los asuntos serios. La filosofía es abandonada en la madurez no ya sólo por el político sino por el hombre en tanto que ciudadano, en la medida en que participe de los asuntos públicos: el que así no lo haga, llega a decir Calicles, además de merecer azotes, está en peligro de una muerte fácil al ser la filosofía completamente inútil para elaborar una defensa ante un tribunal.

Y es que la disciplina desarrollada en los tribunales, y por tanto, al parecer, útil para el ateniense, es la Retórica. El caso es que las técnicas retóricas de persuasión utilizadas en los tribunales eran dominantes en el seno de la Asamblea («el cuerpo deliberante, dice Aristóteles, verdadero soberano del Estado»{10}), donde de hecho eran tratados los asuntos públicos. Precisamente la sofística es resultado del tratamiento de cuestiones políticas mediante técnicas abogadescas.

Platón busca en el Gorgias{11} penetrar en dicha nematología y revertir sus valores al atacar directamente la fuente de alimentación de tal nematología (tal falsa conciencia, tal conciencia invertida), esto es, pone en cuestión, en contraste con la filosofía, las presuntas virtualidades, según el prestigio de que goza, de la retórica en orden a la formación de los ciudadanos, así como la conveniencia de las técnicas de persuasión para el tratamiento de los asuntos públicos. La filosofía aparece así como el reverso de la retórica.

Y es que la filosofía no solamente no tenía nada que ver con las técnicas retóricas de persuasión («soy ajeno al modo de expresarse aquí», dice Sócrates ante el tribunal que le va a juzgar) sino que por ello quedaba completamente al margen del órgano decisorio que dirigía la ciudad, de hecho Sócrates accedió a él en contadísimas ocasiones{12}. Es más Sócrates asumía, según las palabras que Platón le hace decir en la Apología, ese papel marginal de la filosofía respecto a la dedicación pública de los asuntos políticos, centrada en la Asamblea, y todavía más, sabía del peligro que podría suponer afrontar públicamente los asuntos políticos desde la perspectiva filosófica: «En efecto, sabed bien, atenienses, que si yo hubiera intentado anteriormente realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo, y no habría sido útil ni a vosotros ni a mi mismo», y aún más «el que en realidad lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privada y no públicamente»{13}, es decir, no actúe el filósofo en la Asamblea si quiere conservar la vida.

Seguramente Platón tendría muy presentes estas palabras al fundar la Academia doce años después del juicio contra Sócrates y nada más regresar a Atenas tras su primera salida: la Academia, como ya hemos señalado en la anterior entrega, es una casa privada, en la que la actividad filosófica se desenvuelve aún con mayor discreción pública de la que alcanzó Sócrates.

En definitiva Sócrates –la filosofía– es visto desde esa nematología por los ciudadanos y políticos atenienses como una especie de «genio embaucador» que hace decir a los que con él dialoga cosas que serían impresentables en la Asamblea, y sin embargo, es verdad, tampoco lo ven como un «genio maligno», irritante sí («tábano») pero no peligroso para la ciudad, por lo menos en la medida en que se mantiene al margen de la Asamblea.

Esta situación supone, en buena medida, la prefiguración de la distinción entre Mundo y Academia que se va a manifestar conflictivamente, y en toda su gravedad, cuando Sócrates sea finalmente condenado a muerte.

Porque con todo, en fin, como es sabido, el desentendimiento e incomprensión del político respecto a la filosofía, tal como la entiende Platón, se consuma con el proceso, sorprendente hasta cierto punto para Platón, al que Sócrates se ve sometido. Pero también se consuma con este proceso el diagnóstico que Platón dirige sobre la situación política de Atenas: el timón de la nave estatal está en manos de aquellos que «aseguran que no es cosa de estudio» dirigir el navío, mientras mantienen al patrón dormido y mientras se acusa de inútiles «miracielos» a los verdaderos pilotos{14}. Y es que Sócrates no es víctima sin más de la agresividad de los ateniense hacia la filosofía, sino de la desorientación política en la que estaba inmersa la ciudad desde hacía tiempo, una falta de orientación inducida por el imperio de la demagogia en la Asamblea.

2. Muerte de Sócrates.

Porque si no era peligroso, ¿por qué entonces Sócrates es condenado a muerte? Pues por dos motivos que se dan aparentemente mezclados y que Platón desglosa muy bien en la Apología, mostrando su confluencia, pero su distinta raíz.

El primer motivo (digamos etic para los acusadores) por el que se encausa a Sócrates tiene como raíz esa nematología de la que venimos hablando. La causa de los «primeros acusadores»está soportada por una nebulosa ideológica contra la que es difícil de combatir («como si combatiera sombras», dice Sócrates) porque esta acusación es la «creencia», por decirlo con Ortega, que Atenas tiene sobre la filosofía. Según la cual Sócrates es visto como «fisiólogo» («miracielos») alineado con el «ateo» Anaxágoras, y como «sofista» embaucador que embota a la juventud con argumentos extraños. Sin embargo no es este el motivo directo{15}.

El segundo motivo (digamos emic desde la acusación), la causa de los «segundos acusadores» ya con caras (Ánito, Meleto y Licón) es directamente política, pero aparece envuelta bajo la justificación nematológica de los primeros acusadores. Es decir es una causa de «segunda intención», que aparece encubierta bajo la acusación de asebeia y corrupción de la juventud, pero en realidad, tiene que ver con asuntos políticos.

En su defensa Sócrates no solo desmonta las acusaciones que se le hacen{16}, mostrando la confusión y falta de criterios del acusador (nominalmente Meleto), sino que revela, ante lo inverosímil de la acusación, el motivo político que está detrás, pero presente en la acusación (cuyo artífice es Ánito). Y también este motivo es erróneo, carece de fundamento, como enseguida veremos, pero es sintomático en cuanto al diagnóstico que Platón hace sobre la ciudad.

Dice Platón en la Carta VII que «por cierto azar» su «amigo»{17} Sócrates es llevado ante el tribunal, es decir lo presenta como algo inesperado, sorpresivo, por lo menos para él, dado que los «demócratas», dirigidos por Trasíbulo, una vez vueltos del exilio, dice Platón, «emplearon una gran equidad». Y es que Sócrates no es encausado tanto por sus actividades como por el hecho de haberse «quedado en la ciudad» en el momento en que los Treinta gobernaron Atenas.

La situación es la siguiente:

Al final del verano del 403 a.C. se firman los acuerdos de paz, inducidos por el lacedemonio Pausanias, entre demócratas y oligárquicos una vez que estos son derrotados en Muniquia (en donde muere Critias).

Los términos del tratado, que expone Aristóteles en Constitución de los Atenienses con toda precisión{18}, suponen entre otras cosas que «Por las cosas pasadas nadie podría vengarse de nadie, excepto de los Treinta, de los Diez, de los Once, y de los que mandaron en el Pireo; y ni de estos si rendían cuentas»{19}, es la ley que según Nepote los atenienses llamaron «ley del olvido»{20}. Es decir no se compromete a «la población» con la política llevada a cabo por los dirigentes del gobierno tiránico de los Treinta. Es más los que se habían quedado en la ciudad durante ese gobierno y no se vean cómodos bajo el nuevo gobierno democrático podían refugiarse en Eleusis. Ni Sócrates ni Platón se dirigen a Eleusis.

Sin embargo va a ser un tribunal instituido bajo el gobierno «equitativo», según dice Platón, de los demócratas el que condene, cuatro años después de la firma del tratado{21}, a Sócrates a muerte: ¿en qué consiste ese «cierto azar» por el que lo condenan?

Canfora ha analizado con toda precisión{22} lo que significó para la democracia recientemente restaurada en Atenas el haber «permanecido en la ciudad» durante la tiranía de los Treinta. Frente a los demócratas exiliados –Ánito entre ellos{23}–, tanto Sócrates como Platón habían «permanecido en la ciudad» durante la tiranía, y permanecer en la ciudad significaba, para los que habían regresado del exilio, cierta sintonía o complicidad con los oligarcas{24} además de que Platón tenía estrechos vínculos familiares con Cármides y con Critias, especialmente este último, como es sabido, el gobernante más representativo de tal período, lo que su situación aún era más comprometida. Sin embargo tanto Sócrates como Platón no tenían en buena consideración al gobierno de los Treinta, más bien todo lo contrario: Sócrates estaba en peligro de muerte al haberse enfrentado en varias ocasiones a Critias, según se dice en la Apología{25} y según lo subraya también Jenofonte{26}. Es más Sócrates tenía entre los «demócratas» grandes amigos, nada menos que Querefonte era asiduo acompañante y gran admirador, y así se lo estampa al tribunal delante de los acusadores{27}. Platón como declara en la Carta VII, fue llamado por los Treinta a participar en el gobierno, pero «vi que en poco tiempo estos hombres hacían que el anterior régimen político [el democrático] pareciese de oro»{28}.

¿Por qué entonces Ánito promueve el proceso contra Sócrates, es decir, por qué Sócrates era sospechoso para los demócratas? Platón apunta un motivo concreto por el cual se podría explicar el proceso: «A continuación intentaba yo explicarle [a un político que no nombra pero que vincula con los demócratas] que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes [es decir de los demócratas]»{29}. ¿Quién era este político? Difícil, por no decir imposible, averiguarlo.

El caso es que Ánito no podía, tras los acuerdos de paz, acusarlo directamente de complicidad con los oligarcas: la amnistía instituida tras los acuerdos de paz pondrían a Ánito en situación ilegal. Es por esto por lo que se acude a motivos nematológicos que terminan finalmente con la vida de Sócrates.

Esto confirma efectivamente el diagnóstico de Platón: la confusión y desorientación política termina con «el mejor de los hombres», ¿qué hacer?, pero ¿en qué situación queda Platón?

Platón se refiere dramáticamente en la Carta VII a cierta actividad política desplegada por él en la ciudad antes de la muerte de Sócrates que, siguiendo la metáfora que toma al Estado como un navío, termina por «marearle»: es decir los gobiernos de Atenas, dando bandazos, mantenían a la ciudad sin rumbo, o, mejor dicho, los constantes cambios de rumbo daban como resultante «la deriva» de la ciudad hacia su degeneración. En efecto después de exponer cuándo inicia su trayectoria política y cómo se suceden los acontecimientos hasta la re-instauración de la democracia y el proceso contra Sócrates, Platón concluye:

«Examinando estos sucesos y a los hombres que se ocuparon de las cuestiones políticas, estudiando las leyes y las costumbres, cuanto más consideraba todo esto y avanzaba en edad, tanto más difícil me parecía gestionar rectamente los asuntos públicos. Veía, pues, que no era posible actuar sin amigos y compañeros de confianza; pero no era cosa fácil encontrar a estos al alcance de la mano, pues nuestra ciudad ya no se regía por los usos y prácticas de nuestros padres, y granjearse a otros nuevos con cierta facilidad era inviable. Además se violaban las leyes codificadas y las costumbres, y se progresaba en ello de forma pasmosa. De modo que aunque al principio estuve lleno de un gran ímpetu por ocuparme de los asuntos públicos, al fijarme en estos sucesos y ver que por todas partes estaba todo revuelto, acabé por marearme, y si bien no desistía de investigar cómo podría mejorarse esta situación y, más en general, toda la estructura política, lo cierto es que para obrar aguardaba siempre ocasiones propicias. Al final comprendí...», al final comprende, como ya hemos dicho, que solo con el «asalto» al gobierno por parte de los filósofos se puede reconducir el rumbo del Estado para la resolución de los asuntos públicos. Pero todo ello desde el ámbito privado, a través de una asociación vinculada por lazos de philía.

Sea como fuera, el compromiso que adquiere Platón con su «amigo» Sócrates es decisivo en el «cierre de su conciencia política» en la medida en que esta se lleva a cabo a través del compromiso con la actividad que Sócrates desempeñaba en la ciudad. Quizás Platón se refiere a sí mismo cuando hace decir a Sócrates, ya condenado a muerte, que «Van a ser más los que os pidan cuentas, ésos a los que yo ahora contenía sin que vosotros lo percibierais. Serán más intransigentes por cuanto son más jóvenes, y vosotros os irritareis más. Pues, si pensáis que matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís rectamente, no pensáis bien.»{30}

En efecto, por lo que toca al joven Platón, actuará, sí, privadamente, según consejo de Sócrates, pero también con más intransigencia, en cuanto que la actividad política de Platón irá dirigida a la implantación de la filosofía nada menos que como actividad de gobierno, precisamente su conciencia política cristaliza cuando ve esta alternativa como necesaria, dado el género de problemas con los que se enfrenta Atenas en particular y, supuesto que Atenas involucra con su desorientación al orbe heleno, las ciudades griegas en general: dado el «marasmo» en el que estas estaban cayendo bajo la batuta de las técnicas retóricas dominando en las asambleas, Platón proyecta resolver estos problemas anclando en la idea de Bien los programas políticos que de las ciudades derivan, proyecta reorientar sus planes y sus programas según la idea de Bien, en tanto que fin político general.

Ya no sonaría tan pintoresco ni ridículo, a juzgar por los resultados que en próximas entregas expondremos, cuando tras la fundación de la Academia Platón se pueda referir a los filósofos allí «reclutados» de tal modo que, en espera de la situación propicia, se hagan con el gobierno de la ciudad, ya sea porque ellos lo tomen o ya sea porque, aconsejados e instruidos por los académicos, los gobernantes se transformen en filósofos: «Esto era lo que considerábamos –dije–, y esto lo que preveíamos nosotros cuando, aunque con miedo, dijimos antes, obligados por la verdad, que no habrá jamás ninguna ciudad ni gobierno perfectos, ni tampoco ningún hombre que lo sea, hasta que, por alguna necesidad impuesta por el destino, estos pocos filósofos, a los que ahora no llaman malos, pero sí inútiles, tengan que ocuparse, quieran que no, en las cosas de la ciudad y ésta tenga que someterse a ellos; o bien hasta que, por obra de una inspiración divina, se apodere de los hijos de los que ahora reinan y gobiernan o de los mismos gobernantes un verdadero amor de la verdadera filosofía. Que una de estas dos posibilidades o ambas sean irrealizables, eso yo afirmo que no hay razón alguna para sostenerlo. Pues, si así fuera, se reirían de nosotros muy justificadamente como quien se extiende en vanas quimeras. ¿No es así?» (subrayado nuestro){31}.

El proyecto platónico se dirige por tanto a los gobiernos de las ciudades helenas en estos dos sentidos, sin embargo, se muestra más verosímil para Platón, según parece, que sean los filósofos («el colectivo de los que filosofan recta y verdaderamente», según dice la Carta VII) los que gobiernen antes que los gobernantes se hagan filósofos, pues la primera alternativa vendría impuesta por necesidad, mientras que en la segunda se requeriría la «intervención divina». Seguramente estas referencias de Platón, en dos textos que tienen la misma estructura, hacen directamente alusión al grupo de filósofos formados en la Academia («estos pocos filósofos» y «el colectivo de los que filosofan recta y verdaderamente»), y ya que son tan escasas las referencias en los Diálogos y en las Cartas relativas a la propia institución –de hecho de un modo directo no hay ninguna referencia– queremos subrayar ambas alusiones como justificación de la tesis de que lo que allí se formaban eran posibles gobernantes. En efecto la existencia de dicha agrupación hace realizable el proyecto político platónico, o por lo menos ya no se puede suponer ridículo o pintoresco.

En todo caso la otra posibilidad, que los gobernantes se hagan filósofos, si bien es más remota no deja de ser contemplada por Platón: de hecho creyó que era viable, como es sabido, en Siracusa con Dionisio el Viejo antes de la fundación de la Academia, es decir antes de que se recorriera la posibilidad de que los filósofos se hagan gobernantes.

Ahora bien, cuál es la trayectoria seguida por Platón hasta poder referirse a esa agrupación privada de filósofos, es decir hasta la fundación de la Academia en el 487. ¿Cómo se representa Platón las transformaciones de la ciudad de Atenas que le inducen a su concepción del gobernante-filósofo en tanto que resolución a los problemas políticos?

Notas

{1} De hecho en la batalla de Cnido del 394 recupera la hegemonía marítima.

{2} v. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, I, 17.

{3} Historia de la Guerra del Peloponeso, Lib. III, 82. Alianza, Madrid, pág. 262.

{4} v. Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión. Cuestión 2ª, Art. 2º, pág. 88 y ss. Modadori, Madrid 1989.

{5} República, 497 a-b.

{6} Isócrates, Contra los sofistas, 8; ver también del mismo autor Elogio de Helena, 3-7.

{7} República, 487, c-d (Ed. Alianza, pág. 323); ver también en Teeteto, 173 c y Fedón, 64 b.

{8} Gorgias, 485c-e, Edición Gredos.

{9} En efecto «La actitud de Calicles revela que la retórica podía contar ya con el apoyo de los estadistas y de todos los ciudadanos para quienes el verdadero peligro residía en la creciente tendencia de la cultura superior del espíritu a divorciarse de la realidad» (Jaeger, Paideia, págs. 523-524).

{10} Política, Lib. VI, Cap. XII, pág. 248, según la edición de Patricio de Azcárate.

{11} Según la opinión más admitida en cuanto a la fecha de composición del Gorgias este diálogo se sitúa en torno al regreso de Platón a Atenas después de su primer viaje a Sicilia (v. W.K.C. Guthrie, Historia de la filosofía griega, IV, pág. 277), lugar donde, por cierto, se inventó, según todas las fuentes, la retórica. Si esto es así, más adelante analizaremos el asunto con más detenimiento, el Gorgias se constituiría en una especie de réplica dirigida a la línea de flotación de la actividad desarrollada en la Asamblea, en la medida en que se toman las decisiones políticas según una actividad –la retórica– cuya utilidad, en palabras de Platón, «es la justificación de la injusticia» (Gorgias, 481b).

{12} La vez más sonada fue aquella en la que Sócrates se enfrentó a la ciudad a causa del oscuro asunto de la condena a muerte de los generales que vencieron en la batalla de las Arginusas (v. Jenofonte, Helénicas, lib. I, 7,15). Sócrates como prítano de su tribu (Alopece) se niega a cometer un acto ilegal, como era el de juzgar a los generales en bloque.

{13} Apología de Sócrates, 31e. Ed. Gredos; ver también República, 496 c-d y Carta VII, 331 c-d: textos a los que volveremos más tarde por su importancia para nuestra tesis acerca de la salida de Platón de Atenas.

{14} República, 488-489: famosa analogía entre el Estado y el navío. En Atenas el patrón es la Asamblea popular (ekklesía) y los pilotos componen el Consejo (boulé).

{15} De hecho cuando Aristófanes en Las Nubes lo presenta como tal, alineado con los sofistas y a los llamados por Aristóteles fisiólogos, tampoco tiene mucho éxito (la comedia queda en tercer lugar), y cuando nada menos que Ánito promueve la acusación, el tribunal, como es sabido, falla en contra de Sócrates por escasa diferencia de votos.

{16} Precisamente basa su defensa en la inadvertencia por parte de los acusadores de estas dos pruebas: no tiene discípulos y por tanto mal va a «corromper a la juventud» (implícitamente quiere decir que no tuvo responsabilidad en la trayectoria de Alcibíades y de Critias); hace lo que la divinidad le ordena, por tanto mal se le puede acusar de asebeia.

{17} Tanto Platón como Jenofonte insisten en que Sócrates entendía que él no era maestro de nadie: «Yo no he sido jamás maestro de nadie» (Platón, Apología, 33 a), «nunca llegó a hacer promesa de ser maestro» (Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, Lib. I, Cap. II, 3) precisamente su labor filosófica era más bien disolvente que doctrinal respecto de la presunta sabiduría de sus interlocutores (políticos, poetas y artesanos, según se dice en la Apología). Por lo tanto no es de extrañar esta insistencia por parte de Platón y de Jenofonte. Es Aristóteles el que habla de Platón como «discípulo» de Sócrates.

{18} Constitución de los atenienses, 39; ver también Jenofonte, Lib. II, 4, 38.

{19} Constitución de los atenienses, 39, 6. Ed. Gredos, p.148.

{20} Vidas, Trasíbulo, 3.

{21} Muchos explican esta tardanza por la falta de estabilidad de las instituciones en ese momento.

{22} Canfora, Una profesión peligrosa, págs. 23-26. Ed. Anagrama, 2002.

{23} Jenofonte, Helénicas, II, 42 y 44.

{24} Lisias en Discurso contra Eratóstenes, 49 echa en cara a los que quedaron en la ciudad de no defender a los encausados injustamente por los Treinta tiranos. La familia de Lisias, hijo de Glaucón, fue muy perjudicada por los Treinta: Polemarco, su hermano, fue condenado a muerte, Lisias mismo tuvo que huir a escondidas ya que le esperaba el mismo fin.

{25} Apología 32 d-e, Sócrates se enfrenta al gobierno de los Treinta en el famoso asunto del «demócrata» León de Salamina.

{26} Recuerdos de Sócrates, Lib. I, Cap. II, 31-39.

{27} Apología, 21 a, la relación con el «demócrata» Querefonte, siempre favorable a Sócrates (es el que trae la noticia a Atenas de la manifestación de la Pitia que declara a Sócrates como el hombre más sabio) denota la insistencia platónica de esta desvinculación de Sócrates respecto de la «tiranía» de los Treinta.

{28} Carta VII, 324 d.

{29} Apología, 21 c-d.

{30} Apología, 39 d. Ed. Gredos.

{31} República,499b-c, Edición Alianza.

 

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