Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 8 • octubre 2002 • página 10
Se muestra la frágil retórica política, de filosofía política falsa y no materialista,
sobre la que se sustenta el Imperio de Antonio Negri y Miguel Hardt
«Propiamente se diría que "borran" los fenómenos del conjunto referencial, porque la reducción que han logrado es una reducción débil, sin retorno: es el caso de las Ideas –átomos– de Demócrito aplicadas al análisis de la Química. Otras veces, las Ideas logran incorporar importantes masas de fenómenos del conjunto de referencia, como si quisieran desbordarlo para resolverse en una realidad intencionalmente transcendente (...): hablaríamos entonces de formalismos genéricos, de reducciones débiles, como pudieran ser, por ejemplo, el reduccionismo economicista o etologista en teoría política (lo que no excluye que a través de estas reducciones puedan alcanzarse determinaciones de relaciones significativas entre los fenómenos). Todo reduccionismo débil (es decir, sin retorno) podrá considerarse como un formalismo. Otras veces las formas separadas se alejan tanto de los fenómenos a los que se refieren y de un modo tan oblicuo que constituyen auténticos "puntos de fuga", formalismos metafísicos...» (Prólogo de Gustavo Bueno, páginas 12-23, a Los dioses olvidados, de Alfonso F. Tresguerres.)
Las líneas anteriores no han sido elegidas al azar, pero sí con una intención doble. La primera es directa y, en nuestra opinión, calificaría rápidamente el libro de Miguel Hardt y Antonio Negri, Imperio (versión española en Paidós, Buenos Aires 2000), cuya traducción fue publicada entre nosotros con grande aparato crítico de resonancias publicitarias apenas disimuladas, cuando no respondiendo a un movimiento ideológico que acoge en su seno el trabajo de sus autores, un trabajo que nos parece neutralizador y cómplice, antisocialista diríamos, cuando no mistificante. Y ello sin que dejemos de reconocer el esfuerzo y la profusión de datos, de informaciones, incluso de argumentaciones más o menos logradas que le dan, entre otras razones, ese aspecto, tan alabado por cierto, de encontramos ante un ensayo político «mayor», incluso ya considerado como la «superación» de Marx. Para eximirnos de todo comentario, aunque sea irónico, remitimos al anterior libro de Negri a este que nos ocupa, y suponemos «preparatorio» de tan excelsa como titánica empresa, acerca de Marx (Más allá de Marx, 1998; versión española en Akal, Madrid 2001). Las líneas del prólogo de Bueno al libro de Tresguerres, elegidas por nosotros y tomadas como referente diagnóstico, resumen nuestra impresión tras haber recorrido un texto donde el «formalismo» y la genericidad se extienden sin rubor durante más de 400 páginas. Negri ya había dado muestras de escribir sin que el lector supiera muy bien qué era lo que quería decir. Ello podrá comprobarse en un ensayo «clásico» y clave para entender este pretencioso Imperio, nos referimos a su inextricable estudio sobre Espinosa, La anomalía salvaje (Antrophos, Barcelona 1993). Si hacemos mención expresa de este ensayo es porque ahí Negri no sólo pretende interpretar a Espinosa, cuyos conceptos utilizará de nuevo en este ensayo actual, atravesando a su manera tanto la Ética como sus tratados políticos (sea el «breve tratado», sea «el tratado teológico-político»), sino porque es mediante este autor que nuestros autores pretenden entroncar con su modelo mayor ontológico-político, el «esquizoanálisis capitalista» de Deleuze-Guattari.
Ahora bien, nosotros consideramos que la pareja Hardt y Negri no es una pareja cualquiera y que el formalismo genérico que han utilizado tiene que ver con la «fantasía» de su emparejamiento. Pues es este un emparejamiento que pretende seguir los pasos de aquellos que se muestran como sus modelos, ya que el alter ego dual de nuestros autores no es otro que el de Gilles Deleuze y Felix Guattari. Michael Hardt y Negri ya han colaborado anteriormente, con lo cual es de esperar estén ya preparando otro éxito editorial y «político». El núcleo que une a los cuatro sería Espinosa, aunque las diferencias sean abismales. Hardt, hay que resaltarlo para que resulte válida nuestra presunción, es un profesor de literatura en la Universidad Duke de EE. UU. y está especializado en la obra deleuziana, con lo cual todo se explica... a la americana. Dejando las ironías a un lado, intentemos mostrar nosotros el «núcleo» de la cuestión, que no es otro que aquel al cual da título el libro que comentamos: Imperio.
Ahora bien, la primera sorpresa que recibimos según vamos leyendo es la ausencia de todo análisis respecto a «la palabra, al concepto, a la categoría o a la idea misma de Imperio». Lo que sea «un imperio» se da no sólo por conocido sino por innecesario de cualquier análisis –económico, político, social, &c.– al respecto. La referencia explícita, y única, al modelo romano no suaviza la impresión de perplejidad recibida, dadas las características y pretensiones del libro en cuestión, sino que se agrava, puesto que el Imperio romano es tomado como referente, sí, pero se nos da como un mero sintagma digamos «histórico-filológico», sin adentramos realmente en su génesis, en sus causas, en su dinámica, en las relaciones y operaciones que lo llevan a ser tal. El «modo de producción» y otros categoremas socioeconómicos entretejen mal que bien esta ausencia de categorización que, sin embargo, se da por buena. Es decir, es una ausencia lo que se toma como referente fuerte, histórico, «material» de la hipótesis que el libro desarrolla. La hipótesis tiene que ver con la actualidad «global», con el desbordamiento, tras la caída del muro de Berlín y del contramodelo soviético, del sistema de producción capitalista, cuyo centro maquínico-imperial es ahora EE. UU. Es una versión sofisticada del librito ya famoso de James Petras y Henry Veltmeyer, otro emparejamiento más (El Imperialismo en el siglo XXI, la globalización desenmascarada, Editorial Popular, 2002) lo que tenemos aquí, y en este sentido ofrece más materiales, más literatura política y más conexiones es cierto, pero también más agujetas y muy pocos frutos.
Las referencias a las máquinas o la territorializacióndesterritorialización, que tanto juego permiten a lo largo del texto, nos remiten a Gilles Deleuze y a Felix Guattari, así pues a sus análisis sobre «capitalismo y esquizofrenia» iniciados en los años 70 con su célebre Antiedipo (1972, reeditado en español por Paidós, 2000), que destacó el concepto «rizomático» frente al dominante hasta entonces, el «arborescente», como imagen del conector, del cerebro, de la materia general y su modo de clasificación, de lo múltiple en fin entretejiéndose maquínicamente. «Máquinas deseantes» y «máquinas de guerra» nos llevaron en Mil Mesetas (Pre-textos, 1988) por configuraciones y planos, a través de los análisis conductuales, operatorios, desde la garrapata estudiada por von Uexküll hasta el trabajo y la plusvalía en Marx o la familia nuclear en Freud. Pero lo que en los autores franceses respondía a una filosofía materialista «sin sujeto», y donde la subjetividad aparecía como trasunto monadológico (veáse El Pliegue o Empirismo y subjetividad de G. Deleuze) determinado por el juego maquínico de esta rizomática universal, en Negri y el comentarista americano de Deleuze se pierde toda conjugación ontológica, todo el esfuerzo por atrapar y salvar los fenómenos, se esté o no de acuerdo con la trama deleuziana, para recaer ahora en la espuma desconectada de aquel potente océano pensante.
En los autores franceses podemos comprobar, con mejor o peor suerte, que sí se cumple lo que Gustavo Bueno esclarece en el prólogo citado respecto al materialismo y al formalismo, pues estos autores conectan, descienden, retornan desde los desmenuzamientos fenoménicos hasta sus configuraciones actuales, sea a través del campo psicoanalítico, sea por el de la etología, la física o la política y «la cultura». Frente al estructuralismo y al «corte epistemológico» vigente entonces en Francia y al cual, vía Althusser (Para leer el Capital, y Pour Marx se publican a partir de 1965), Negri se adhería, Deleuze mostró un potente pensamiento que se enfrentaba incluso al de su amigo, el epistemológico y muy postmoderno, Michel Foucault (Las Palabras y las Cosas, 1966). De aquellas lizas se desmarcó, o fue desmarcado, como se sabe, Antonio Negri, pero también una época que llegaba a su fin.
La renovación de la «filosofía política» se inicia en ese mismo período (y en los EE. UU., con la aparición del peculiar roussonianismo metafísico de John Rawls y su Teoría de la Justicia publicada en 1970 –versión española en Tecnos, 1999–, cuyo mérito fue propiciar reacciones y remociones que aún nos afectan), como reacción al fin de la modernidad y de esa «muerte del hombre» anunciada, que ya había tenido en el nazismo vencido una Realpolitik espeluznante. Y cuyo influjo a través del «humanismo» esencialista y peculiar de Heidegger, se dejó sentir, tras el impasse del existencialismo, en el pensamiento europeo que fagocita Francia y desemboca en el «corte epistemológico» y sus reacciones, insistimos, como las de Deleuze y, entre nosotros, con la crítica y «superación» del mismo por el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Materialismo filosófico que sí se enfrenta y desanuda el núcleo reductor de la «biopolítica» que, desde Nietzsche enlaza a través de Heidegger y Foucault, con resonancias en Deleuze como se sabe, con nuestros autores y su peculiar versión de la «voluntad de poder». La «bio-política» (y «bio-poder») se muestra como un concepto mal construido, por cuanto se mezclan en él categorías que no pertenecen a los mismos campos: el biológico y el político. Y ello por efecto del reduccionismo que venimos denunciando en este comentario, reduccionismo que en este caso afecta también a las categorías etológicas... El biologicismo es un producto del monismo materialista, y un producto inevitable, en última instancia un fisicalismo que reduce los géneros de materialidad –M2 y M3– a M1 y que, como en el caso que nos ocupa, no podrá sino producir consecuencias muy alejadas de las «pretensiones materialistas, marxistas, de sus autores», salvo que consideremos al marxismo como preso de esa misma cadena. Pero, en todo caso, lo que en Marx pudiera contemplarse como un momento necesario de la propia dialéctica del pensamiento materialista, en nuestros autores la vuelta al formalismo idealista es toda una constatación página tras página.
Porque la cuestión que nos permite el libro de Negri y Hardt es destacar el núcleo dinámico de esta dialéctica histórica, al menos de la historia del pensamiento filosófico, que entronca, aún en su diversidad, a los autores franceses y al materialismo de Bueno, en donde la cuestión del «sujeto» sí cobra una transcendencia determinante en la figura del Ego. El «sujeto de la historia» (en nuestro caso, el Imperio), las clases económicas, sociales y políticas están revoloteando fantasmáticamente a través de las páginas de este libro imposible que intenta, mediante el «novum» de su idea peculiar de Imperio, sortear la verdadera novedad de nuestra situación actual: la de encontramos en un más allá del sistema capitalista clásico. Pero, si esto es así, ¿dónde nos encontramos? No en pleno Imperio, sino en medio del imperialismo de la globalización.
Así pues, estamos donde comenzamos, ante una Idea que dirige todo un tratado supuestamente «dialéctico», político y filosófico, que se pretende crítico y determinante para entender no sólo el presente sino el futuro de la humanidad, puesto que la idea de Imperio abarca ahora al Mundo entero, dado su dominio global como no podía ser menos.
Habíamos dicho que no se nos daba ni siquiera una definición, por vulgar que fuera, de lo que sea «un Imperio» y, además, se nos imponía el modelo romano como paradigma de todo imperialismo. Hace unos días, un programa de TV divulgativo nos dijo mucho más al ofrecemos unas imágenes sobre la Mongolia actual e ilustrarla con los datos biográficos y sucintamente históricos de su prócer máximo: Gengis Khan. Las referencias al «inmenso imperio», a su extensión y duración, así como a su extinción, fueron un acicate para escribir esta nota. Pues en esas imágenes y sus ligeros y breves comentarios obtuvimos mucho más de lo que nuestros autores nos dan tras quinientas páginas exhaustivas. Claro que esto lo decimos porque teníamos en mente, funcionando como contramodelo, el libro de Bueno, España frente a Europa, donde como se sabe no sólo «imperio», sino también «nación», «reino» o Estado, entre otras categorías políticas y económicas, se entretejen para captar incluso los fenómenos «intencionales» del propio Bueno en este caso particular, España-Europa en el presente, sino también, y sobre todo, los fenómenos históricos, sociales, tecnológicos, económicos y políticos, entre otros, que su maquinaria no puede dejar de triturar y reconstruir, mostrando ejercer lo que predica críticamente frente al formalismo: no una reducción, un regressus débil y sin retorno, sino un regressus que se somete constantemente al progressus, abriendo y recorriendo así múltiples vías, nuevos trayectos, conexiones y desconexiones que no se pueden de ninguna manera destacar, «ver» en la primera operación reductora. Así, en nuestro ejemplo televisivo, podemos comprobar que en el siglo XIII, rodeados por el «Imperio chino», las tribus y hordas que ocupaban el inmenso territorio estepario de Mongolia, compuestas por cristianos nestorianos, turcos y otros, en constantes luchas entre sí, encuentran en la figura de Temudjin a un líder guerrero que unificará a las discordantes partes, convirtiéndose tras estas operaciones en Gengis Khan. La cuestión, para no alargamos, es la siguiente ¿Qué puede hacer esa «máquina de guerra» en la estepa mongola, sostenida por ganaderos nómadas que, sometidos a la dinámica de enfrentamientos y su consolidación como «totalidad» guerrera, siendo así que no hay una «nación ni un estado» tras de ella, sino expansionarse o regresar al estado anterior, el que precisamente habían «superado» mediante la guerra que gana Gengis Khan? ¿Qué puede hacer Temudjin en tanto ha dejado de ser tal y es ahora el gran Khan? O dicho directa e ingenuamente, que acaso es la mejor manera de enfocar el problema: ¿por qué Temudjin no se limitó a desarrollar Mongolia y sacar provecho de la paz conseguida? Es una pregunta no sólo ingenua sino «anacrónica», desvinculada de la realidad histórica y económica, pero que nos exigiría responderla apelando a esa «máquina de guerra» que se ensambla a través de la misma unidad de miles hombres y caballos en un territorio de tribus amenazadas. Máquina de guerra, pues, que habría que deconstruir para en su reconstrucción recorrer los fenómenos anteriores que, como tal máquina, oculta. Y lo que oculta son sus propias «partes», los cursos anteriores de su génesis, los entrelazamientos y las rupturas que en ese tejido maquínico se ha ido urdiendo: territorios, régimen económico y social, nomadismo, &c. Así pues, lo que se nos oculta es la estructura misma de la máquina. Es decir, Timudjin no puede hacer sino convertir esa maquinaria de guerra «en una máquina imperialista»: así pues invadir China, el imperio amenazante del sur. Imperio que se segrega de todas estas operaciones y relaciones implicadas y unificadas bajo el concepto de «máquina de guerra». Así pues, al hilo de nuestro comentario del libro de Negri-Hardt, lo que se nos oculta es precisamente la estructura misma de lo que sea el Imperio. Ahora bien, al igual que no reduciríamos el análisis del imperio mongol a la figura de Timudjin-Gengis Khan, apelando a las características extraordinarias, psicológicas, del «líder» que demostró ser, a su ambición o a su deseo, por ejemplo, tampoco lo haríamos apelando a la categoría espinosista del conatus, puesto que nos parece aplanada, recubierta por «la voluntad del bio-poder», por el deseo... y no por que la neguemos, sino porque su importancia requiere una inserción justificada, un «explicación» de la misma categoría espinosista que se nos ofrece desligada de su obra –de su ontología–, y utilizada por el sólo argumento de autoridad destacado por nuestros autores, como motor maquínico, por cuanto más bien veríamos a la «máquina del deseo» –es decir, la conjunción operatoria de los hombres– convirtiéndose en una «máquina de guerra» –la conjunción operatoria de los hombres-guerreros– que, desde las categorías económicas y etológicas –el modo de producción y el comportamiento de las hordas que habitaban un territorio sin «gobierno», sin ciudades ni agricultura, nómada y ganadero, &c.–, nos permitirían trazar el círculo recurrente de los mongoles que, cercados por China, y por la propia dinámica de enfrentamientos, conduce a una solución «superior», a una unidad maquínica impresionante, que en esa época contiene, por ejemplo, 200.000 guerreros a caballo, frente a Francia, que apenas sobrepasaba los 1.000, de donde que una tal «totalidad operatoria», una tal totalidad de seres vivos –guerreros y animales– produce al personaje emperador Gengis Khan, por cuanto esa maquinaria conlleva su implosión imperial... salvo regresión, por su desmantelamiento –¿y cómo podría suceder sin caer en la fantasía hipostasiante de la categoría «maquina»?– a la desmembración anterior, es decir, a la «guerra civil entre hordas», que era lo que se había superado. En este movimiento de superación-conservación, el «tiempo» agotará la onda expansiva y con ella al imperio mongol tras doscientos años del dominio territorial más extenso de la Tierra. Una de las consecuencias fue la consolidación y unidad de China. Otra la ascensión posterior del turco-mongol Tamerlán. Lo notorio para el caso, es la «desnudez territorial» de este imperio, y la no creación de estructuras políticas. Pero justo por ello, el caso mongol nos permite ver la gestación de la maquinaria imperialista, su misma com-posición, partes extra partes, del sistema maquínico de guerra configurado por las relaciones hombres-caballos-estepa-tribus... y su desaparición por agotamiento. Este sí es un «novum», pero producido por estas relaciones unificadoras, materiales, que el proceso tribal mongol llevó a cabo en esa época.
De semejante modo, Alejandro Magno inicia su andadura al unificar las ciudades-estado helénicas frente a la amenaza secular de los persas y los enfrentamientos internos debilitantes. Alejandro llegará a ser el Magno al insertarse, al estar intercalado en el despliegue militar y político que, antecediéndole, lo circunscribía, convirtiéndose en una especie de «cibernetés» de ese movimiento de «retroalimentación» en que se convirtió el sistema político helénico. Así, ahora, podríamos acceder a la comprensión de lo que sea «el Imperio» y el Imperio romano en particular, influenciado como se sabe por Grecia y movido por similares marcos y piezas que, en este caso, cristaliza como modelo de Imperio clásico no ya por su duración, sino por las tramas que en estos se entretejen y que nos dejarían ver las diferencias entre unos y otros, diferencias que entonces será necesario insertemos en un sistema clasificatorio tan potente y discriminador como el que efectivamente Bueno despliega en su España frente a Europa.
Este libro, en definitiva, representa la negación ontológica de lo que dice analizar y exponer: el Imperio. Y lo hace precisamente por su formalismo, por ejemplificar al respecto perfectamente esa «ampliación del radio esférico», por medio del «progressus» pero que, deducidas sus formas de la supuesta relación de su entendimiento con el objeto, en este caso político, el sujeto acaba por obturar el núcleo mismo que habría que destacar, para lo cual, como sabemos, la epistemología se muestra insuficiente. Recordemos las páginas al respecto de Gustavo Bueno, en su ensayo sobre las categorías económico-políticas (G. Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972). Como este es un comentario al libro de Hardt y Negri, que sin duda requiere mostrar cuanto decimos en detalle y adentrarse en la multiplicidad de fenómenos positivos destacados por los autores, dejaremos nuestra primera inmersión, bajo la conclusión a la cual hemos llegado y que hemos intentado exponer sucintamente en esta aproximación que gira enrededor del hueco postulado desde el mismo título hasta el final del texto: el libro en cuestión carece de núcleo, de centro operatorio ontognoseológico, la propia Idea de Imperio. O lo que es lo mismo, los autores ni tienen ni ejercitan la Idea de Imperio, pero sí desarrollan cientos de ideas más o menos generales, heredadas, felices e incluso acertadas bajo tal rótulo. Pero dadas sus pretensiones, y la filosofía que despliegan, este hueco se hace notorio desde el inicio del libro y, no siendo una cuestión menor, sino «la» cuestión nodular, el libro resulta tragado, negado, vaciado, abocado al sumidero que ese centro vacío los propios autores acaban por convertir en torbellino. De ahí el esfuerzo, el cansancio y la experiencia infructuosa para el lector.
Nos hemos ceñido al núcleo inexistente que la Idea del Imperio debiera, a nuestro juicio, haber desarrollado previamente a todo el desarrollo de tal categoría política, cuando además se escribe un libro de semejantes alardes y pretensiones. Y como creemos que este alabado ensayo es un ejemplo muy pertinente del «formalismo» al cual hace mención la cita de Bueno con la cual iniciamos este comentario, intentamos dentro de los límites marcados por un artículo de estas características, resaltar más bien el esplendor solar y cegador que supone el desarrollo de la Idea del Imperio desde tales perspectivas. Agujero luminoso que convierte todo el esfuerzo y todo el recorrido en un ejercicio de retórica política, de filosofía política falsa y, pese a las declaraciones de los autores, no materialista, de donde que todos los fenómenos e hipótesis, es decir, toda la «teoría» expuesta se derrumbe por carencia de ese núcleo organizador tanto del tejido como del cuerpo donde cristalizaría su despliegue. Nosotros no argüimos que no sea el Imperio romano ejemplo adecuado, no nos limitamos a contraponer otros «mejores», como el Mongol (el cual acaso ni siquiera alcanza la categoría de «imperio» verdadero), ni la ausencia de toda referencia al imperio español, puerta de entrada en la modernidad acaso en y por su misma dialéctica con otros reinos y naciones, modernidad resultante de sus relaciones dialécticas con ellos, a la manera en la que uno de los resultados de la maquinaria de guerra imperial mongola fue la unificación Ming china y cuya huella, entre otras, podemos comprobar en la Gran Muralla, frontera real, positiva, no sólo frente a los guerreros posibles sino frente al ganado real, intrusivo y depredador de sus campos, por ejemplo. Nosotros argumentamos que sin la reconstrucción de la Idea de Imperio, a partir de su esencia nuclear, anterior incluso al fenómeno Mongol, no podemos avanzar e ir recogiendo las propuestas de Negri y Hardt, pues éstas están realmente desconectadas de los fenómenos materiales, como los que la «razón económica» ordena desde su misma configuración primitiva, anterior a todo concepto de reino o nación, por ejemplo, pero diferenciada ya de los comportamientos animales de alimentación y supervivencia, en tanto en cuanto esa racionalidad se encuentra determinada por relaciones antropológicas, técnicas y «políticas» implicadas en la propia categoría económica, que su rastro filológico destaca: el orden doméstico.
Con este último apunte cerraremos estas páginas que, sin duda, exigirían un recorrido pormenorizado por los capítulos y contenidos del libro en cuestión, así como un despiezamiento de sus construcciones, de sus argumentos, sea para compartir algunas de sus tesis, sea para negarlas. Pero no era esa nuestra pretensión ahora y aquí, sino destacar el carácter vacío e ideológico de su abrumadora «procesión» de formas. En este sentido, remitimos al final del ensayo de Gustavo Bueno sobre las categorías económico políticas, donde a partir de una rectificación del concepto de «reforma del entendimiento» del propio Espinosa, sin embargo enfoca con esa reforma del entendimiento una vuelta de tuerca frente a las «formas» que en el progressus ese entendimiento encontraría, a la manera como el individuo plotiniano contempla la procesión de unas formas que, sin embargo, no puede justificar verdaderamente, es decir, no puede re-construir porque las ha reducido (y por ello deducido) previamente a sí mismo, al espíritu, al Uno de donde todo sale (veáse en especial, Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, págs. 177-178, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972). Ahí sintetiza Bueno, mucho mejor de lo que lo hayamos podido interpretar-resumir, la «razón dialéctica», múltiple y materialista que a lo largo de las casi doscientas páginas anteriores se enfrenta, precisamente, y por eso lo destacamos, al estructuralismo vigente, al «corte epistemológico» que tanto Althusser como Foucault, en otro sentido, habían puesto unos años antes en boga y de los cuales Antonio Negri se nutrió, pareciendo que quisiera desprenderse, junto con el deleuziano Hardt, de aquellas rémoras filosófico-políticas, pero el enfrentamiento que en los años setenta también iniciaran Deleuze y Guattari, con todas las críticas que merezcan, lo que no se merecían eran epígonos como estos.
No hemos contrapuesto éste libro al texto de Bueno citado, España frente a Europa, de una manera directa, sino oblicua y que tiene en el desarrollo de la Idea de Imperio en Bueno su modelo operatorio y gnoseológico, y no lo hemos hecho para no entrar en una polémica que no existe en principio, pero que sí se está dando en la medida en que ideas como «globalización» e «imperio», entre otras, forman ya parte del nuevo mundo en gestación. Pero el texto de Negri y Hardt no es polémico con el texto de Bueno, aunque sólo sea por la aparición de ambos casi al mismo tiempo y en líneas diferentes que, como lectores, nosotros debemos oponer, enfrentar y mantener separado aquello que no pueden involucrarse ni mezclarse en unos y otro. Pero esta posibilidad de lectura es la única y positiva aportación del libro que comentamos. Para finalizar, apuntaremos un interrogante: si el ensayo de Negri y Hardt realmente no trata del Imperio, ¿de qué trata?
Pues la tesis del libro que comentamos, la segunda línea de nuestro comentario, la hemos dejado para el final, y muy brevemente queda resumida en lo siguiente: los cambios sociopolíticos y económicos acaecidos en las últimas décadas mostrarían un agotamiento del sistema de producción capitalista «clásico y moderno», siendo así que en su transformación necesaria, la actual fase del imperialismo es considerada por nuestros autores como una verdadera «revolución», como el kairos transcapitalista. El Imperio pues resulta de este estado necesario de autosuperación de las propias contradicciones del capitalismo. Es posible que sea así, y en muchos de sus análisis así parece. Pero no nos habíamos propuesto en este comentario adentrarnos por los vericuetos y desarrollos de las tesis de nuestros autores, aspecto que se nos podría reprochar, pero que recordamos no es nuestro objetivo aquí. Es cierto que, al extraer de la «bañera» el tapón del sumidero, se escurrió por ende todo el contenido, pero eso era precisamente lo que queríamos probar, si podíamos «sacar» ese tapón, dejar al descubierto el desagüe, probando así que la tesis sostenida en el libro era realmente insostenible o, dicho de otro modo, se sostenía en el vacío, sobre un artilugio: el tapón llamado Imperio.
Terminaremos refiriéndonos a los desarrollos que Bueno ejecuta en su libro sobre España, donde el concepto de Imperio, que tiene su fuente en las categorías políticas y económicas ensayadas en dos de sus libros más notables al respecto, así como en diversos escritos, pero que se sostiene en su metodología, en realidad en toda su obra filosófica, no tanto por que ahora su «tesis» sí nos parezca del todo acertada ni porque vayamos a «reexponerla», sino al contrario, porque no vamos a hacerlo. Y ello por una cuestión de «respeto», no tanto hacia los autores y sus obras, cuanto por guardar el paralelismo en nuestro comentario, es decir por innecesario, dado que no es ese nuestro fin. Incluso podríamos, paradójicamente, estar más de acuerdo con los «desarrollos de Negri-Hardt», que en muchos aspectos sí lo estamos, que con la tesis de Bueno, que no es el caso aunque nos siga resultando problemática y discutible en sus consecuencias... Pues la cuestión que se debate aquí es la que se ciñe al concepto, a la categoría política de Imperio y en esto no podemos no estar de acuerdo con Bueno. En España frente a Europa en resolución no podemos extraer el tapón de la bañera y su contenido sigue ahí, tanto si estamos de acuerdo como si no, pero también este hecho nos permite echar mano de esos contenidos, rectificar, oponer y acaso introducir, para quienes puedan al menos, novedades y aportaciones. Lo importante, por ejemplo respecto al Imperio romano, o al Imperio Mongol aquí citado, es la categoría misma de «Imperio» construida críticamente por Bueno en las páginas fontanales de su ensayo, aspecto que en el libro que comentamos, siendo el núcleo mismo de su tesis, carece de la mínima consistencia, de «argumento» alguno, de donde que todo el contenido del libro, incluso el positivo y heurístico, se derrumba o exige una reconstrucción más sólida, como un verdadero aprovechamiento de esas armas que aconsejan utilizar para afrontar el presente. Y sin embargo, el libro que comentamos no es sino un exponente ideológico del formalismo débil que, al inicio de estas páginas, denunciábamos, muy propio por lo demás del postmodernismo, de la «fase imperialista» en la cual ellos y nosotros nos encontramos.
Terminaremos como empezamos, con una referencia de Bueno al Materialismo Histórico a raíz de la muerte de Althusser (ABC, 24 de octubre de 1990): «...insistía –en la revista Sistema donde publicara unos artículos sobre el "corte epistemológico"– en que el campo del materialismo histórico es básicamente el mismo que el de la filosofía del espíritu de Hegel. Hay una tradición completa, y no un "corte", entre Hegel y Marx. Marx era hegeliano. Naturalmente, esto no fue aceptado por los althusserianos de la época, aunque más tarde no pareció tan disparatado.» Así pues, pasado ese tiempo de controversia al que aludía Bueno, Michael Hardt y Antoni Negri nos ofrecen sin resistencia esta nueva forma hegeliana de la Historia, anticipándonos cual será el rostro y el nombre que mostrará cuando llegue a su próximo fin, como quería Fukuyama: el Imperio como Espíritu Absoluto.