Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 14 • abril 2003 • página 14
Se presenta parte de la polémica provocada por la obra de Pío Moa, sobre todo entre la progresía española, así como la censura, abierta o encubierta, a la que está sometida, tratando de entroncar tal polémica con las distintas nematologías que soportan las distintas interpretaciones de la reciente historia de España
En el mes de febrero de 2003 llega a mis manos un artículo publicado en la revista Política. Revista Republicana, nº 49 (III época), titulado «De aprendiz de terrorista a maestro de la tergiversación de la historia», firmado por Juan Ignacio Ferreras, que a continuación transcribo para situar al lector:
«De aprendiz de terrorista a maestro de la tergiversación de la historia
A la hora de escribir la Historia, siempre ha habido dos maneras, por lo menos, de hacerla: o buscando un significado general de los acontecimientos, o interpretando ciertos hechos, tergiversándolos, para demostrar una tesis. No hay Historia imparcial, objetiva, desde luego, pero al menos existe una Historia que llamaremos respetuosa con los hechos objetivos. Después está la otra, la petite histoire como dicen los franceses: se trata de seleccionar, interpolar, coleccionar y después, sacar consecuencias previstas antes de empezar a escribir. Sobre esta petite histoire se han escrito historias anoveladas, o novelas historiadas, a veces, hasta divertidas: Los Amores de Napoleón, Los Crímenes de Robespierre, &c. Hay docenas de títulos.
El Señor Pío Moa, no un joven historiador como se ha escrito, sino un historiador reciente (y hay mucha diferencia entre los dos), ha publicado ya tres títulos que no voy a citar aquí, para no incitar a las malas lecturas, en los que de alguna manera, aunque no lo dice así, justifica la sublevación militar del 36 contra la República. Tal es la conclusión ideológica de sus libros. Para llegar a este fin, el reciente historiador ha descubierto un método al parecer infalible, recoge, cita, recorta, frases de las memorias de tres hombres políticos (Azaña, Alcalá Zamora y Lerroux) y las contrapone, opone, enfrenta entre sí. No hay duda, los tres políticos citados, emiten una serie de juicios de valor, de calificativos, de descalificativos sobre todo, que «demuestran» que se llevaban muy mal, y claro, si se llevaban muy mal, la destrucción de la República era imparable. Cualquier crítico le podría decir al señor Moa, que las memorias de los políticos son un documento más de la Historia, generalmente el más sospechoso por lo personalista, y que nada valen las memorias frente a otro tipo de documentación, por ejemplo los discursos, las leyes publicadas en el Boletín Oficial, las órdenes escritas, los decretos, &c. y &c.
No, señor Moa, los políticos republicanos se podían llevar muy mal, podían hasta odiarse, pero estamos hablando de instituciones y no de personas, y en una república democráticas las luchas internas son, si se quiere, hasta necesarias porque están suscitadas precisamente por la libertad democrática que les garantiza la institución dentro de la que nacen.
Recargar las tintas del intento revolucionario del 34, para «demostrar» una vez más la autodestrucción de la República, no tiene sentido, porque, al parecer, pero puede que me equivoque, esta revolución fracasó.{1} ¿O quedó latente para que alguien salvara a la patria?
Lo peor de los trabajos de nuestro reciente historiador, no consiste en la petite histoire, sino como adelanté ya, en la conclusión puramente ideológica de toda la obra. Si el señor Moa se hubiera limitado a cotillear, tal ha sido su función, nos encontraríamos incluso ante libros divertidos{2}, pero queda lo peor, queda la justificación de una acto criminal que costó miles de muertos y hundió de nuevo a España en la oscuridad tradicional. Por mucho que se odiasen los hombres republicanos, por ignorantes que fueran, por malavisados, imprudentes, &c., nada puede justificar la sublevación militar y los crímenes que programó y cometió esta sublevación contra la legitimidad republicana{3}.
Como el señor Moa sigue siendo un historiador reciente{4}, le recomendaría la lectura de Suetonio, sí, el que escribió Vidas de los doce Césares –el hombre no es un historiador aunque es más respetuoso que Pío Moa, hace novela más que historia, pero al menos tiene la honradez de anunciarlo en su libro primero, donde dice que va a escribir neque per tempora sed per species, es decir que se va a fijar más en lo anecdótico que en lo cronológico e histórico–. Naturalmente, Suetonio nunca llegó a eclipsar a Nepote y Plutarco, sus contemporáneos, ni mucho menos a un Tucídides griego, fue un novelador de la Historia, o mejor un chismoso que nos sigue divirtiendo. Y Suetonio no sacó nunca conclusiones ideológicas, y ya puestos a escribir la petite histoire, yo sugeriría al señor Moa que se dedicara a investigar la correspondencia, por ejemplo, de los militares rebeldes, que sacara a la luz pública sus miserias y contradicciones, &c. También sería muy divertido.
En fin, la historia de una rebelión militar contra un poder legítimo, nunca podrá estudiarse, ni menos explicarse, a partir de lo anecdótico, per species, se necesita mucha información, preparación, instinto, trabajo{5}, investigación, todo lo que se ha dejado de lado nuestro joven historiador reciente. ¡Qué le vamos a hacer! Tres libros más al servicio de la derecha en el poder{6}, que no hay que olvidarlo, sigue sin condenar la rebelión militar, pero, claro esta derecha en el poder es más prudente que el señor Moa, no condena pero al menos se guarda mucho de justificar una traición.»
En contestación a dicho «libelo» (como el Sr. Ferreras llama a las obras de Pío Moa), mandé a la revista Política (de Izquierda Republicana), el día 7 de febrero, a través del correo electrónico, el siguiente artículo que solicité que fuera publicado en dicha revista. A continuación lo transcribo también literalmente:
«En defensa de Pío Moa
En el número 49 de la revista D. Juan Ignacio Ferreras publicó un artículo titulado «De aprendiz de terrorista a maestro de la tergiversación de la historia», en el que arremete contra la labor historiográfica que Pío Moa está llevando a cabo en los últimos años, y que nos muestra una versión muy distinta de la que la «progresía» de este país divulgó en los últimos años del franquismo, con las mientes puestas en una revancha cargada de resentimiento hacia los vencedores de la guerra civil. Si flaca fue la labor que desempeñaron en la transición contribuyendo a forjar una Constitución plagada de pseudoconceptos y contradicciones («nación de naciones», «nacionalidades históricas», «autonomías» federalizantes, &c.) más flaca aún es su labor al interpretar las claves sobre la guerra civil sin reconocer los errores de ciertas tendencias (ortogramas, proyectos políticos, no simples «opiniones subjetivas») que contribuyeron al «derrumbe de la II república» (anticlericalismo visceral, bolchevización del PSOE, denigración de la historia de España amparados en la Leyenda Negra, iluminismo masónico de tintes utópicos, pedagogía «no dirigista» y anarquizante –cuyas consecuencias estamos sufriendo con la LOGSE–, &c.).
El título del artículo ya dice mucho sobre el espíritu de resentimiento y odio visceral que lo impulsa. Esto es manifiesto por varias razones.
En primer lugar D. Juan Ignacio no demuestra que Pío Moa sea un «tergiversador». Pero lo peor es que se contradice al pensar que no caben Historias objetivas (interpretaciones generales objetivas), y admitir implícitamente que sí es posible tal «objetividad», puesto que reconoce que, en contra de Pío Moa, cabe una interpretación no tergiversadora de los «hechos».
En el fondo D. Juan Ignacio está mezclando y confundiendo dos Cuestiones de Gnoseología de la Historia (ver el Diccionario Filosófico de www.filosofia.org): una que versaría sobre los «términos» y las «operaciones» propias del campo categorial de la Historia, sobre si ésta trata acerca de conductas subjetivas (que además D. Juan no distingue de las «personales») o con instituciones y «leyes del B.O.E.», de la cultura objetiva (no parece dar importancia a la «base» marxista, y parece centrarse en la «superestructura», pero entendida como una «esencia» general que describe los «hechos», sin decirnos cómo). Y la otra cuestión que versaría sobre las «relaciones» y las «esencias» (la posible verdad y objetividad) de la Historia. Y en este problema diríamos que D. Juan Ignacio mantiene lo que D. Gustavo Bueno llama «Descripcionismo», como si los «hechos» fueran independientes de las Teorías (formas) que de ellos podamos extraer, como si fuera posible la consideración de hechos significativos y «objetivos» por sí mismos (aunque, como hemos visto, afirma también que no cabe una Historia objetiva). Sin embargo a D. Pío le califica desde una Teoría de la ciencia de corte «Teoreticista», pero falsaria, de manera que el «aprendiz de terrorista» construiría premeditadamente redes ideológicas para enturbiar y tergiversar los «hechos» (que serían insignificantes, incapaces de contradecir, de falsar, las teorías).
El Sr. Ferreras no ve que Pío Moa no cae, sin más, en un reduccionismo psicologista, puesto que las conductas de los personajes considerados no son puramente «subjetivas», sino «personales», es decir, incardinadas en «proyectos políticos» intersubjetivos, grupales, que eran incompatibles, y cuyo «finis operis» (no sólo el «operantis») reconstruye desde distintos ángulos. Lo que Pío Moa pone de manifiesto, por ejemplo, con argumentos muy potentes, es que Besteiro fue arrinconado en el PSOE por oponerse a su bolchevización preconizada por Largo Caballero (¿Acaso eso no tiene que ver con la política, con las «divergencias objetivas» de la España de entonces? ¿Acaso la paralela y actual disputa entre Nicolás Redondo Terreros –y otros dirigentes del PSOE– frente a Benegas, Jáuregui, López, Maragall, &c., no representa la divergencia de dos proyectos incompatibles sobre España? Precisamente el primero parte de la plataforma de España y su historia para hacer política, mientras que el segundo parece renunciar a dicha plataforma en nombre de un abstracto y confuso internacionalismo que acaba apoyando a los «nacionalismos fraccionarios» más absurdos). Y lo mismo cabe decir respecto a los proyectos que había detrás de los enfrentamientos entre Prieto y Largo Caballero, o entre las posturas de Azaña y el utopismo irracional de unos anarquistas que acabaron por minarlo, pero después de haberse aprovechado de ellos. El caso de Azaña es prototípico del anticlericalismo visceral y el jacobinismo mal encauzado que aún mantienen algunos progres en sus actuaciones políticas, dejando aparte las artimañas y la degeneración ética que el alcalaíno mostró a lo largo de su vida (mentiras, hipocresía, falsedad en las Memorias, cambiar la ley electoral para favorecer su opción política, presentarse por Bilbao en las listas del PSOE para evitar no ser elegido en noviembre del 33, conspirar para destruir a Lerroux y a Alcalá Zamora, &c.). Pero todos sabemos que la política y la ética se rigen por principios no siempre compatibles.
Todo lo anterior lo adereza D. Juan Ignacio con una ideología muy en boga en nuestros días, a pesar de que piensa que sólo Pío Moa es ideólogo (y aunque reconoce que no cabe la objetividad en la Historia). Dicha ideología se aprecia en su (acrítica) admisión de la Leyenda Negra (Franco «hundió de nuevo a España en la oscuridad tradicional»), en su implícita sacralización del «Estado de Derecho» (Leyes), en su concepción demagógica de la «Democracia» como «Forma de Gobierno» o, más aún, como instrumento «constitutivo» de una Sociedad Política (la «institución» de la República democrática como garante circular de la «libertad democrática», con lo cual parece afirmar, además, que las instituciones y regímenes son «intocables» en la historia, sobre todo si son «democráticos», sin distinguir tampoco «tipos» de democracia), en atribuir a Pío Moa una visión armónica y sin contradicciones de «los militares rebeldes» (cuando da ejemplos de lo contrario, pero también de cómo algunos militares que propiciaron el advenimiento de la República, sin embargo se sumaron a la rebelión del 36 al ver que «no era eso», como lo expresó el mismo Ortega).
D. Juan Ignacio no ve (seguramente porque sus «proyectos» vayan en una línea contrapuesta a la de Moa) que la revolución del 34 era un episodio más (aunque fundamental) del entramado de «divergencias objetivas» que encerraban proyectos políticos incompatibles, y que se pusieron de manifiesto a través de una guerra civil solapada que se inició en 1934, y que estalló de manera incontenible en 1936. Las divergencias no sólo se dieron como «dialéctica de clases», sino también como «dialéctica de estados», pues había un serio peligro de que España sucumbiese ante el empuje de, al menos, dos proyectos que se apoyaron en 1934: el proyecto de «bolchevización» del PSOE (sumisión de España a la órbita de la URSS, como se apreció aún mejor después del 36) y el proyecto fraccionador del nacionalismo catalán, vasco y gallego (que sigue vigente en nuestros días), dejando de lado los proyectos de igualitarismo utópico anarquista. Los primeros en «traicionar» a la República fueron los que la impulsaron. Franco, en este sentido, no fue peor que Azaña, el PSOE o la Esquerra catalana. Hoy día podemos, en gran medida, prolongar el paralelismo: mientras que AP asumió la Constitución del 78 sin entusiasmo, y el PSOE fue en gran parte su artífice –«café para todos»–, sin embargo es otra vez el PSOE el que pretende cargársela (para desbancar al PP, al que culpa de todos sus fracasos, y aunque sea a costa de fraccionar España en conjunción con partidos independentistas nada «izquierdistas»), mientras que el PP la acepta como mal menor. Y es que el PSOE se lleva muy mal con la pluralidad ideológica, con la alternancia en el gobierno, aunque presuma de «tolerante».
Mientras la llamada «Izquierda» no asuma los errores del pasado (como ha hecho Pío Moa en su autobiografía relatada en De un tiempo y de un país), sin que eso signifique una loa acrítica del franquismo, no será una verdadera izquierda, pues sólo podrá ser racional y universalista partiendo de una «plataforma» concreta, idiográfica, que se llama «España». La Historia nunca es «general», aún menos la Universal. La mejor forma de hacer frente a la llamada «derecha» es asumiendo, más y mejor que ella, que es posible una Izquierda Española. Es sintomático que ningún partido, ni de entonces ni de ahora, quiera identificarse con España, prefiriendo asumir acríticamente todo lo que nuestros enemigos, externos e internos, volcaron en la Leyenda Negra, cayendo en un «humanismo eticista», en un internacionalismo utópico, apátrida, que conlleva la ruina política (distaxia) del país. Y en nombre de la Humanidad son capaces de matar, sin la menor caridad, a los conciudadanos que discrepan lo más mínimo de sus utopías. La mejor forma de defender la III República es asumir que debe ser una República Española o, mejor aún, Hispana.
Para indagar en las fuentes de este artículo recomiendo ojear la bibliografía y artículos que pueden encontrarse en la página www.fgbueno.es. Ver también El Catoblepas, nº 11, Sobre el concepto de «Memoria Histórica común», en nodulo.org »
Al mandar el anterior artículo por correo electrónico a la revista Política, y viendo que no me confirmaban su publicación (a través de algún mensaje a la dirección que les facilité) les mandé varios mensajes para que tuvieran la amabilidad de darme alguna contestación al respecto. Pero nada de nada, por lo que pensé que quizá tuvieran algún problema en la recepción de dicho correo, y ahí se quedó el asunto.
Pero el día 25 de marzo llega a mis manos la siguiente nota publicada en el número 50 de la citada revista, y firmada por D. Juan Ignacio Ferreras en la sección «Correo del Lector»:
«Sólo una nota en respuesta a la carta del Sr. Martínez Sánchez{7} titulada «En defensa de Pío Moa», dirigida a Juan Ignacio Ferreras
Ante todo, me parece inútil entrar en consideraciones teóricas sobre libros escritos por un aprendiz de historiador{8} y centrados siempre en la defensa de una rebelión militar contra un poder democráticamente establecido. En mi artículo titulado, «De aprendiz de terrorista a maestro en la tergiversación de la Historia» (aparecido en el anterior número de POLÍTICA), señalé simplemente que la labor de este supuesto historiador, entraba más en el campo de la murmuración o de la historia anovelada, que en el de la Historia. Ahora, a partir de su nuevo libro y de su lamentable{9} actuación en Televisión Española, escribiría mi artículo de otra manera: no, no es ni fue un aprendiz de terrorismo, es un terrorista en ejercicio, amparado, eso sí, por los interesados en que desaparezca la memoria de la II República{10}. Este supuesto historiador coincide con otro energúmeno derechista, como es el Sr. Jiménez Losantos{11}, cuando también el la televisión estatal repitió dos veces la siguiente frase: «Lo malo de la derecha española es que se olvida de que ganó la guerra.»
Si verdaderamente estuviéramos en Europa, y yo fuera un descendiente de Largo Caballero, de Azaña o de Alcalá Zamora, llevaría a este señor a los tribunales por difamación
¿De verdad cree el Sr. Sánchez Martínez que merece la pena discutir sobre libros que son libelos?»
Lo primero es señalar que mi «carta» no iba dirigida, sólo, al Sr. Ferreras, sino a la revista Política. ¿Por qué se ha tomado como una carta «personal»? ¿Para no publicarla en la revista?. Lo segundo enlaza con lo primero: ¿Por qué considera el Sr. Ferreras que yo no considero que merezca la pena discutir sobre los libros de Moa? ¿Acaso la molestia de escribir un artículo y pedir que se publique indica lo contrario? ¿No será que, tomándome por tonto, se me quiere contentar con dicha «nota» para evitar entrar en debates argumentados y, de paso, censurar mi artículo?
Refiriéndonos al contenido de esta nota del Sr. Ferreras debemos repetir que no utiliza ni un solo argumento para contradecir la interpretación de Pío Moa sobre la reciente historia de España. Sólo se reiteran las descalificaciones personales (quizá sea su única forma de argumentar) y se amplían al Sr. Jiménez Losantos acusándole, además, de «difamador». Lo primero que hay que decir al respecto es que admite por buena la interpretación de Losantos sobre la continuidad entre la derecha actual y el franquismo, sin matices. Y lo segundo es que, suponiendo tal continuidad entre las izquierdas actuales y los perdedores de la guerra civil, sorprende que el Sr. Ferreras llame «difamación» al hecho de calificar como «perdedor» a un determinado bando en guerra (cuya fama, al parecer, sería heredada por sus descendientes). Difamar sería menoscabar con mentiras una fama determinada (calumniar), pero no propagar dicha fama. Otra cosa es que a los que aún se sientan perdedores de la guerra no les guste la «fama» que suponen que les corresponde como perdedores (respecto a los vencedores o a terceros), e incluso la «consideren» (emic) injusta. Pero ¿respecto a qué parámetros de Justicia? ¿respecto a qué Tribunal? ¿respecto a una Justicia moral hiperuránica o asentada en la Humanidad, con la cual se sentirían identificados? ¿respecto a un supuesto Tribunal de la historia de España «neutral» con el cual identificarían su «memoria histórica común»? ¿Respecto a un Tribunal que considere ilegal el levantamiento del 36? ¿Acaso no fue tan ilegal como la revolución del 34?
El libro de reciente publicación, Cuatro historias de la República (Destino 2003) recoge artículos de cuatro periodistas (Pla, Camba, Gaziel y Chaves Nogales) que vivieron los avatares de la II República, y desde distintos ángulos. Pero todos coincidieron básicamente en el dictamen acerca de lo acontecido. Agustí Calvet (Gaziel), nacionalista catalán y republicano convencido, llegó a prever (por la anamnesis acumulada) la revolución del 34 y el alzamiento del 36, y pronto se desengañó del porvenir de la República y de la valía de Manuel Azaña. Manuel Chaves Nogales llegó a describir la crueldad de la revolución del 34 en Asturias y las barbaridades que algunos obreros pretendían realizar pero que otros evitaron con sensatez, &c. Y lo más curioso, a pesar de los intereses de D. Juan Ignacio Ferreras, es que los cuatro autores interpretan los hechos de manera muy cercana a la desarrollada por Pío Moa en sus obras, o a la que D. Gustavo Bueno hace de los dos acontecimientos anteriores en su último libro (y no creo que el Sr. Ferreras desprecie la honestidad o la talla intelectual de D. Gustavo):
«El anarcosindicalismo jugó un papel muy importante, de hecho, en la política europea de las primeras décadas del siglo XX y, en particular, en la Guerra Civil española. Los conflictos planteados en la disyuntiva «primero la revolución, después la guerra» de los anarquistas, o «primero la guerra, después la revolución» de los comunistas, aceleraron el derrumbamiento de la Segunda República española.» (Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 197; las cursivas son mías.)
¿Es casual que D. Gustavo utilice la palabra "derrumbamiento", sinónima de la que utiliza Pío Moa en su obra «El derrumbe de la segunda república y la guerra civil»?
El segundo texto es más clarificador aún:
«El periódico Avance, de Gijón, en su edición de 11 de abril de 1933, publicaba un llamado del Comité de Alianza de todos los Trabajadores para «inteligenciarse» (hoy diríamos, para "concienciarse"). El Turquesa (un barco cargado de armas y fletado, al parecer, por Indalecio Prieto, sin que tenga aquí nada que hacer la circunstancia de su «arrepentimiento» posterior), descubierto en la noche del 10 al 11 de septiembre de 1934, no podría ser presentado como respuesta al mitin que el 9 de septiembre dio Gil Robles en Covadonga: el Turquesa había sido ya preparado meses atrás por quienes habían convenido en tomar, como señal de la Revolución, la entrada (según la más estricta legalidad democrática) de diputados de la CEDA en el Gobierno.
Sin duda, el Comité Revolucionario interpretaba{12} esta entrada como indicio de que el gobierno preparaba un golpe de Estado al estilo del de Dollfus en Austria. Y así es como restrospectivamente la «Izquierda» suele justificar la ruptura, por parte de las izquierdas de entonces, reunidas en el Frente Popular, del orden democrático republicano. Pero, ¿por qué no interpretan también del mismo modo el Alzamiento del 18 de julio? ¿Acaso no podrían alegar los conjurados indicios de que, tras la victoria de la izquierda en febrero de 1936, se preparaba una reedición en serio de la Revolución de 1934? Pero no es posible que ahora se reconozca esta justificación de los que se alzaron el 18 de julio, precisamente porque la ecualización de las izquierdas con las derechas en la democracia coronada se produjo principalmente por la común oposición al régimen de Franco, como régimen que había quebrantado, sin disculpa alguna, la legalidad republicana. Y, por ello, el 20 de noviembre de 2002, «a los veintisiete años de la muerte del dictador», el Congreso de los Diputados, por unanimidad (el PP decide retirar sus reticencias) condena el golpe de Franco de 1936. Y en frase de un diputado de Izquierda Unida (Felipe Alcaraz) acuerda que «hay que olvidar el rencor pero no la Historia». ¿Por qué no condenar también el golpe revolucionario de octubre de 1934? Porque él volvería a reproducir las divergencias en España entre las izquierdas y la derecha. Es mejor olvidarlo y explicarlo como Dios le dé a entender a cada cual.» (Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, págs. 260 y 261.)
Para saber perder (y para saber ganar) hay que ser generosos, lo mismo que para saber olvidar en beneficio de uno mismo y de sus enemigos pasados. Los que de verdad nos sentimos españoles (nos llamemos de izquierda, de centro o de derecha), en principio tenemos más que perder si renacen los odios a muerte. Pero creemos que los acuerdos para la Transición no fueron sinceros por parte de ciertas izquierdas, que estaban esperando fortalecerse frente a su enemigo para hacer su justicia. En contra de lo que dice Alcaraz, la izquierda no olvida el rencor (resentimiento por una guerra cuya pérdida no han sabido, o podido, asumir). Y por el contrario sí que pretenden olvidar la Historia (la parte que más les conviene, sobre todo la revolución de 1934).
A continuación del texto citado anteriormente Gustavo Bueno nos expone el mito de la «memoria histórica común», que también ha sido publicado en El Catoblepas, nº 11. Y viene a cuento porque estos días, cuando el PP está en sus horas más bajas tras el hundimiento del Prestige y la guerra de IRAK, se está poniendo de manifiesto que aunque la derecha parece querer «olvidar» ambos episodios (del 34 y del 36 y todo lo que ello implica), sin embargo las izquierdas y los nacionalistas parecen querer recordar sobre todo el Alzamiento, y utilizar todos los medios para hacerse con el poder, promoviendo la identificación completa del PP con el franquismo y dando por válida y justa (ante un supuesto Tribunal de la historia y de la Humanidad) su interpretación. En el Congreso de los Diputados Gaspar Llamazares o Iñaqui Anasagasti no dejan de recordar al PP que debe condenar, también, los 40 años de franquismo. Y Aznar escurre el bulto sin mencionar el asunto. Y es que hacer un juicio completo del franquismo y de todas sus facetas, incluyendo su origen, no es moco de pavo. Lo que está claro es que el franquismo, con sus sombras y sus luces, no puede entenderse sin aclarar las causas que llevaron al Alzamiento del 36, pero la izquierda se niega a comparar este hecho con la revolución del 34, ni a reconocer los peligros que acechaban a la eutaxia de España. Y la misma derecha no parece tener claro que en 1934 también se produjo un quebrantamiento de la legalidad, «sin disculpa alguna» (la propaganda posterior parece seguir haciendo mella en todos los sectores).
Mucho me temo que se van a dar ciertos paralelismos con lo que ocurrió durante la segunda república. Aunque la URSS ya no es un referente para el PSOE o IU, hay en su política una oscura vertiente apátrida «anarquista» e «internacionalista» que se refuerza por una identificación de España con el franquismo, y que en la práctica conduce a un apoyo explícito o implícito a las pretensiones de los nacionalistas fraccionarios. La «lucha de clases» que antaño defendían la han disuelto en un humanismo (eticista) reductor de la moral y de la política a principios de los Derechos Humanos. La «revolución» política que traería la justicia a la Humanidad la han fundido en un democraticismo abstracto e igualitarista que permite ser interpretado como más interesa a algunos avisados, aunque sea para romper la Democracia Española a favor de las Democracias fraccionarias que la «autodeterminación de los pueblos» determine. Si dicha «política» es de «verdadera izquierda» que venga dios y lo vea.
D. Juan Ignacio (¿casualmente?) no menciona que la entrevista que Carlos Dávila hizo a Pío Moa fue criticada, también con desprecio, por Javier Tussell en el periódico El País, y que D. Pío intentó replicarle pero no le han dejado (que yo sepa). A continuación transcribimos, por su interés, lo que Pío Moa publicó en Libertad Digital el martes 4 de marzo de 2003 viendo que El País no le permitía hacer uso de su derecho de réplica:
«Respuesta a Tusell. El espíritu democrático de El País.
El sábado 22 de febrero, El País publicó un artículo del historiador (más o menos) Javier Tusell, atacándome con mendacidad característica y proponiendo con muy poco disimulo la censura en televisión, a fin de que ésta adoctrine a los jóvenes difundiendo en exclusiva las versiones de la historia elaboradas por él y otros como él.
El mismo día envié a El País un artículo de réplica, apelando al «reconocido talante democrático y pluralista» de dicho periódico. Hasta el miércoles estuve llamando a la redacción para saber si pensaban publicarlo, sin obtener respuesta clara. Recurrí a la «defensora del lector», la cual se desentendió –no era su trabajo, afirmó– aunque me consta, que, al menos hace años, la intervención del defensor del lector había logrado una rectificación rechazada en principio por la dirección.
Como el plazo que marca la ley para acogerse al derecho de rectificación es de siete días, me pareció claro que los directivos del periódico me daban largas con el propósito de dejarme fuera de plazo y reírse luego tranquilamente de mi intento. Entonces volví a enviar, el jueves, el mismo artículo de respuesta, pero apelando no al «acreditado talante democrático» de estos señores, sobre el que, evidentemente, me había hecho excesivas ilusiones, sino directamente a la ley.
Tampoco en este caso han atendido los jefes del periódico al más elemental derecho de rectificación que impone la ética periodística, ni al interés de sus lectores, que tienen derecho a conocer algo más que una sola versión de los hechos. Así, me he visto obligado a acudir al juez, con la pérdida de tiempo y energías que estas cosas imponen. Espero que El País sea compelido a cumplir con su obligación, pero en cualquier caso creo necesario poner en conocimiento de la opinión pública, y en la medida de mis fuerzas, este atentado contra la ética periodística y el derecho a la información de los ciudadanos. Atentado menor en lo que tiene de personal, pero mayor en lo que tiene de censura.
El artículo de Tusell, titulado Bochornosa televisión, decía así, después de dos párrafos de generalidades sobre su intención de voto y su esperanza de que TVE cambiara:
«Me voy a referir a lo que considero una perversión mayor, que nada tiene que ver con la ausencia de debate o con la forma de presentar las noticias. La entrevista con Pío Moa, con ocasión de la aparición de un libro suyo, no sólo responde a una falta absoluta de criterio. El autor citado ha narrado, en unas memorias, su pertenencia al GRAPO y describe de forma vívida cómo (sic, Tusell), durante los atentados de septiembre de 1975, uno de los suyos «enloquecido se ve obligado en (sic, Tusell) la necesidad horripilante de matar a culatazos a su víctima» (sic, aquí lo pone Tusell) porque el arma se le había encasquillado. Moa dejó el terrorismo y dice haber llegado al liberalismo pero, en realidad, ha arribado a las playas del franquismo (de los años cincuenta, no del final).
Ni por lo más remoto es un profesional de la historia; ha leído libros pero lo esencial en Los mitos de la Guerra Civil es una interpretación sistemática en contra de la izquierda y a favor de la extrema derecha adobada con gotas de extravagancia. Hoy, entre los historiadores, existe un consenso generalizado. Nadie lo escribiría de igual modo, pero todos estamos de acuerdo en que fueron inaceptables todas las sublevaciones contra la república, que la Guerra Civil fue un gran desastre colectivo, o que Franco supuso no sólo una represión cruel sino retraso en el desarrollo. Llega este amateur y nos informa de que de toda la violencia española del siglo XX fue culpable exclusiva la izquierda, que la libertad idílica de la Restauración fue destruida por socialistas y nacionalistas, que Prieto fue el asesino de Calvo Sotelo y que la represión de posguerra no fue para tanto.
Lo peor es lo que se nos dice al final de su libro, que transcribo literalmente: 'La victoria de Franco salvó a España, su régimen la liberó de la Segunda Guerra Mundial, modernizó la sociedad y asentó las condiciones para una democracia estable'. Tal sentencia es directamente contradictoria con la resolución sobre el golpe de 1936 que el Congreso aprobó en noviembre de 20002 con apoyo de todos los grupos políticos, incluido el PP. Costó mucho porque han pasado décadas sin llegar a una redacción unánime. En ella se dice que "nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas".
No tiene mayor importancia que Pío Moa tenga esas ideas porque su libro no merecería una línea de reseña. Pero TVE, al jalear su libro, no sólo en una hora de máxima audiencia sino con anuncio previo en el Telediario y durante el programa en que Ana Botella informó de su decisión de dedicarse a la política, se cisca en el Congreso de los Diputados, en todos y cada uno de los que hoy lo son. Y ofende al espíritu de la transición, a la reconciliación entre todos los españoles. ¿Es esto el centro? ¿Es esto lo que queremos que aprendan nuestros jóvenes, a quienes Moa dedica su libro?"
Mi respuesta, en el segundo envío a El País, dice así:
A la dirección de El País
Señor director:
Acogiéndome al derecho de réplica y rectificación amparado por la Ley orgánica 2/1984, de 26 de marzo, solicito la publicación en su periódico, en los términos requeridos por la ley (igualdad de tratamiento, &c.), esta respuesta al artículo de Don Javier Tusell publicado en "El país" el pasado 22 de febrero, en la página 26, titulado "Bochornosa TVE", dedicado casi por completo a desprestigiarme y a descalificar mi labor de historiador. Muchas gracias.
Un historiador no tan serio
Me ha decepcionado el artículo del señor Tusell sobre mi persona, publicado este sábado (22 de febrero). Parece obvio que él se tiene por gran historiador («científico», gusta decir), y desde su elevación niega cualquier valor a mis trabajos. Puede que tenga razón, pero el único argumento que utiliza para demostrarlo es el de autoridad, quizá no tan convincente como él imagina. El argumento de autoridad está excluido en la ciencia, y, aunque él no lo crea, su palabra no basta para probar nada. Por lo demás, autoridad por autoridad, me permitiré preferir la de Stanley Payne ('Los libros de Moa constituyen una de las obras más importantes y originales sobre la Guerra Civil'), la de Seco Serrano ('un libro verdaderamente sensacional'), la de César Vidal ('verdades como puños'), &c. Al menos, mientras el señor Tusell no se digne explicarse mejor.
Su argumento de autoridad toma tintes escandalizados, cuando fulmina como el colmo de la falsedad mi aserto: 'La victoria de Franco salvó a España (de una experiencia revolucionaria traumática, dice el texto, que Tusell se salta cucamente), su régimen la libró de la Segunda Guerra Mundial, modernizó la sociedad y asentó las condiciones de una democracia estable'. Esto, que tanto le escandaliza, es la evidencia misma, pero si quiere podemos debatir tranquilamente, quizá en estas mismas páginas, sobre esos temas, que según observo le apasionan hasta casi cegarle.
Aun más impropio de un historiador resulta emplear, para criticarme, al argumento de autoridad de las Cortes. Como él sabe, muy pocos diputados, si alguno, practican la historiografía, sospecho que la mayoría de ellos tiene ideas muy someras sobre la república y la guerra, y sospecho asimismo que rebasan las competencias para las que fueron elegidos cuando se lanzan a dictaminar como jueces sobre el pasado. Si el señor Tusell no puede esgrimir mejores argumentos, malo.
Otro error suyo, también impropio de un historiador, es mezclar fraudulentamente mi pasado (de hace un cuarto de siglo) con mis trabajos actuales, con la insana intención de desautorizarme por una vía tan torpe.
Espero que no escriba sus libros con tales métodos, porque terminarán muy desacreditados, cosa siempre negativa para el prestigio de la historiografía patria. De todos modos, si quiere debatir sobre el GRAPO, el antifranquismo, &c., por mí, encantado.
Tampoco brillan por su agudeza las escasas indicaciones con que quiere convencer al lector de mi maldad, atribuyéndome tesis como que 'de toda la violencia española del siglo XX fue culpable exclusiva la izquierda, que la libertad idílica de la Restauración fue destruida por socialistas y nacionalistas, que Prieto fue el asesino de Calvo Sotelo y que la represión de posguerra no fue para tanto'. Cualquier lector un poco frío de mis libros verá enseguida que no es así, y esta manera de explicarse, primaria y casi pueril, puede valer en una charla de bar, pero de un historiador serio se espera otra cosa.
El señor Tusell, hombre poco amigo de matizaciones, como puede verse, no mejora cuando asegura que he evolucionado del terrorismo a "las playas del franquismo". Si sugiere que aspiro a un régimen como el de Franco, es una falsedad, y deliberada, me temo. Acierta en cambio si quiere decir que considero necesario revisar el cúmulo de propaganda y desvirtuaciones vertidas en estos años sobre Franco y su régimen. Por ejemplo, las obras de Tusell sobre el franquismo me parecen de un valor no muy alto, aunque él parezca convencido de haber dicho la última e inmodificable palabra, en una actitud, nuevamente, muy poco científica. Me acusa igualmente de enemigo de la reconciliación. Nada más falso. Pero, a mi juicio, sólo la verdad lleva a la reconciliación, y no desvirtuaciones como las tan numerosas embutidas por nuestro ilustre historiador en el breve espacio de dos folios.
A Tusell no le han molestado tanto mis tesis como el hecho de que hayan llegado al gran público por medio de la televisión, y percibo en su artículo una clara afición a la censura, y una poco disimulada amenaza contra el osado presentador, Carlos Dávila. Tusell, tan afianzado en la cultura de la subvención, habiendo aparecido tantas veces en televisión con mil causas o pretextos, ha llegado a creer que a ese medio de masas, como a otros muchos, sólo él y sus afines tienen derecho a acceder. ¡Hombre liberal! Y termina: '¿es esto lo que queremos que aprendan nuestros jóvenes, a quienes Moa dedica su libro?' No sé a quienes incluye ese 'queremos', una vez más tan dudosamente democrático. Desde luego, es lo que yo, por ejemplo, quiero, sin por ello oponerme a la difusión de otras versiones, incluidas las de Tusell. Hace poco un historiador de la cuerda 'progre', Javier Cervera Gil, se jactaba de disuadir a sus alumnos de leer mis libros, y señalaba el 'triunfo' de haber desanimado de comprarlos, ayudado por otro colega, a algunos profesores. Francamente, me imagino muy bien a Tusell haciendo otro tanto. Tiene que ser muy duro que sus alumnos lean tesis a las que estos profesores sólo sepan contestar con exabruptos y pontificaciones.»
En relación con la censura, abierta o encubierta, y volviendo al artículo con el que hemos empezado, dudo que Pío Moa haya sido informado por parte del Sr. Ferreras, o por parte de la Dirección de la revista Política, para poder replicar a sus críticas. Le desprecian demasiado como para rebajarse a polemizar con él. En el fondo es miedo a enfrentarse a sus argumentos lo que les mueve. Miedo cuya causa seguramente esté en un temible «autodesprecio» (por falta de «poder» para afrontar los argumentos del contrario, por falta de generosidad), transformado en resentimiento y proyectado en el chivo expiatorio apropiado: el Sr. Moa y todos los que puedan poner en evidencia las vergüenzas de sus limitaciones argumentativas. Esta es buena parte de las izquierdas que tenemos en España. De hecho el resentimiento se pone más de manifiesto, como no podía ser de otra forma, cuando el enemigo está débil, como hemos dicho antes. Por eso se están aprovechando las manifestaciones «contra la guerra» (se supone que en Irak y en el 2003) para mezclarlo todo (según les interesa) y sacar provecho para sus proyectos, alzando en las manifestaciones la bandera republicana (dejando aparte la representatividad de dicha bandera en la historia de España), o pasquines (editados por IU de Rivas Vaciamadrid) con la clásica foto del miliciano de la guerra civil cayendo al suelo y con el mensaje de «paremos el mundo para parar la guerra. Marcha a la Moncloa Sábado, 22 de marzo. Intercambiador de Moncloa, 18:00 h. Asamblea de Rivas contra la guerra. Apoya: Izquierda Unida.»
Dudamos que con dicha bandera se pretenda promover una III República Española similar a la francesa o a la alemana, y no más bien una oscura Federación como tapadera y primer paso para la secesión que está en la cabeza de los firmantes de la Declaración de Barcelona. Y respecto a la foto del miliciano las intenciones propagandísticas parecen claras, a pesar de la paradoja que supone oponerse a las guerras y ponerse del lado de un determinado bando en la guerra civil: se quiere identificar al PP con el bando franquista como los malos de la película sin más análisis y matizaciones. La propaganda siempre ha sido uno de los fuertes de los que prefieren tomar dicho atajo en lugar de emplear su tiempo en buscar por el duro camino de la verdad.
Sugiere Gustavo Bueno en varios lugares (Diez Propuestas para el próximo milenio) que no beneficia nada a España la unión con unas regiones que sólo piensan en debilitarla. La cuestión es peliaguda, como todos sabemos, pero las alternativas principales vuelven a ser tres. La primera, hacer una política que fortalezca lo común, y que nos permita mayor poder en el mundo (Imperio generador, no depredador). La segunda, permitir que los nacionalistas fraccionarios nos roben territorios propios de todos los españoles a través de refrendos, saltándose una Constitución que ya no parece valer ni para el PSOE (dentro de esta opción se aprecian las perniciosas consecuencias que el autonomismo está teniendo en la «formación del espíritu patriótico español»). Y la tercera, una guerra civil en defensa del territorio español frente a los que pretenden quedarse con una parte.
La tercera alternativa sólo sería viable si aun queda una masa crítica de ciudadanos dispuestos a luchar por España después de tantos años de educación «pacifista», apátrida y anarquizante (y si los secesionistas también están dispuestos a morir por su independencia política). Respecto a la segunda alternativa todos conocemos las dificultades constitucionales para llevarla a cabo. Además, algunos nacionalistas nunca darían por finalizado el proceso de consultas hasta que se amoldase a sus expectativas. Y una vez conseguida la independencia no volverían a consultar al «pueblo» para reintegrarse en España. ¿Acaso aceptarían un refrendo para hacer de España una nación más centralizada y unida?
La segunda y la tercera alternativa, en principio, nos debilitan. Pero lo que no se puede es vivir en una «paz» a la medida de los secesionistas. La política de concesiones al nacionalismo no parece contentar a nadie y las divergencias explotarán porque es imposible el diálogo cuando España significa cosas tan distintas para las partes: de los que se sienten españoles, de los que envidian u odian a España (porque la entienden como destructora de su identidad), y de los que parece no importarles porque se sienten apátridas y favorecen, en el fondo, a los nacionalistas fraccionarios.
Los que odian al PP siguen calentando el ambiente. Están utilizando la misma estrategia de antaño: atacar pero propagar que sólo son pobres víctimas indefensas y sin nada de poder (como después del 34) para que, cuando responda el enemigo, justificar ante la galería su actitud. Dice Raúl del Pozo, en El Mundo del 28 de marzo, que cuando a Mao le criticaron su amistad con Nixon dijo: «Los derechistas siempre dicen lo que piensan. Los izquierdistas piensan una cosa y hacen otra.» Si hoy las diferencias políticas (definidas) entre el PP y las izquierdas se están difuminando, tendremos que guiarnos por criterios éticos para diferenciarlos.
Está claro que la intención del PNV al atacar al rey, por no pronunciarse respecto al papel de España en la guerra de Irak, no es la de forjar una República a la francesa, o incluso a la alemana. Y el victimismo de CIU o de Pascual Maragall (que dice que con cuatro o cinco años más de gobierno de Aznar España{13} estallará) se parece mucho a la actitud de las izquierdas durante la República, declarando que sólo ellos podían gobernar. Pero igual que entonces los "antiPP" no son honestos, no mantienen la coherencia de declarar abiertamente la guerra a la llamada derecha y prefieren atacar las sedes del PP y de sus concejales (como se hace en el País Vasco con los representantes de la política no secesionista, amenazados hasta que caigan todos bajo el «síndrome Madrazo») para luego decir que toda la culpa la tiene la derecha (o España). Incluso los que se manifiestan con motivaciones eticistas contra la guerra ven cómo se atacan las sedes del PP y a sus representantes, pero se esconden tras un pacifismo insostenible para decir que «rechazan sin paliativos» tales agresiones (si fuera así harían algo para impedirlo) y, a continuación, justificarlas sugiriendo que «se lo han buscado», o que también son daños colaterales (con lo que asumen que contra el PP hay una «guerra»). No cabe mayor incoherencia o mayor cinismo. Dicho eticismo dice rechazar todas las guerras y violencias, pero no se molestan en analizar otros componentes (morales y políticos) y otras guerras: ¿Acaso la barbarie cometida sobre los judíos en los campos de concentración nazi no era motivo suficiente para justificar la guerra contra Hitler?). Y por supuesto están los que dicen rechazar todas las guerras, pero sólo de cara a la galería, como estrategia para hacerse fuertes políticamente y ganar sus guerras justificando la violencia sufrida por sus enemigos.
El pacifismo imperante en muchos ámbitos (de tintes anarcoides, foucaultianos) no deja de transmitirse desde una pedagogía «no dirigista» muy querida por la LOGSE, dice odiar al Poder (como si los pacifistas fueran impotentes). Pero en realidad odian al que puede más que ellos. En vez de luchar contra los poderes mal ejercidos, injustos, dicen luchar contra todo tipo de poder, como si «mandar bien» fuera fácil, y no todo lo contrario. Pero para «obedecer bien» también hay que esforzarse, y tener cierto poder. Y, como ya dijo Platón, cuando se trata de dirigir la ciudad justamente casi nadie quiere afrontar dicha responsabilidad. Y muchos, además, ni siquiera comprenden que obedecer puede ser dulce, cuando se acepta el mando del más capaz que, por serlo, beneficia a todos. Pero suelen ser los más perezosos (y/o envidiosos) los menos dispuestos a dejarse mandar, y se valen de la demagogia para sacar provecho propio aunque sea perjudicando a toda la comunidad.
Parece que no hay legalidad que decante la citada alternativa hacia la primera opción. Toda política orientada al fortalecimiento de España es considerada como una afrenta «franquista» por parte de la progresía y los nacionalistas. Y en el caso en que se aceptase la secesión (la extirpación de lo que parece un tumor maligno para España) la cuestión es cómo hacerlo para no seccionar el tejido sano. Lo que está claro, aunque a muchos no les importe, es que los estados separados serán, a lo sumo, pequeños islotes de bienestar a las órdenes de alguna gran potencia, sin fuerza para programar su propio futuro. Y lo que sea de España, de lo que quedase, tampoco podemos saberlo, pero en España frente a Europa (de Gustavo Bueno) hay diagnósticos muy interesantes al respecto.
Los que se dicen «censurados» no paran de campar a sus anchas y censurando toda voz enemiga. Todas las críticas que conozco de las obras de Pío Moa, incluida la de Enrique Moradiellos (titulada «La Segunda República y el Maniqueísmo Histórico», en los Cuadernos Republicanos que publica el Centro de Investigación y Estudios Republicanos, son o personales o «metodológicas», pero ninguna se molesta en desmontar a fondo sus argumentos y darnos una visión estructurada con mejores tramas. Veamos qué nos dice Moradiellos sobre la labor de Moa:
«La ambición conceptual del esfuerzo ensayístico emprendido resulta seriamente lastrada por los mismos defectos historiográficos que ya revelaban sus trabajos previos: persiste una notable simplificación abusiva de los complejos procesos históricos tratados; se acentúa la tendencia a lograr coherencia argumentativa a costa de mayores dosis de dualismo interpretativo claramente maniqueo ; y se evidencia una parcialidad acrítica en el uso selectivo de fuentes bibliográficas (y en igual medida hemerográficas). Sin olvidar que la supuesta «revisión a fondo de las versiones sobre nuestro pasado reciente más difundidas» (página 16) dista mucho de ser tan novedosa como afecta creer el autor (cuyas páginas sobre la guerra, según confesión propia, «no aspiran a decir nada nuevo»). Por estas mismas razones, resultan sorprendentes sus lamentos sobre el desinterés del mundo académico e historiográfico hacia sus obras y su halagadora creencia de ser objeto de una específica «conjura del silencio». Más bien cabría entender esa falta de atención como resultado del prudente escepticismo del gremio hacia unas tentativas ensayísticas que sólo renuevan y divulgan un paradigma interpretativo bien definido y muy debatido: el representado, ante todo, por el prolífico y desigual Ricardo de la Cierva; por tres notables historiadores militares, los hermanos Salas Larrazábal y el coronel Martínez Bande ; y por la escuela histórica liderada básicamente por Vicente Palacio Atard y de José Luis Comellas.»
Yo no soy historiador, pero cuando se critica la labor historiográfica de Moa, por ejemplo, se deben ofrecer alternativas más plausibles, remitiéndose a los hechos historiados con argumentos que tengan en cuenta todas las otras interpretaciones manejables y que, a través de «confluencias» de distintas fuentes, y otros métodos, permitan presentar un «cuadro» más consistente de lo acontecido (pero sabiendo que se mira el cuadro desde algún lugar, no desde la Humanidad). Si se acusa de «parcialidad acrítica en el uso selectivo de fuentes» debe mostrarse el cuadro que se supone «más potente» y qué reliquias y relatos se han ocultado. Pero no es esto lo que se manifiesta en la crítica de Moradiellos. Otra cuestión sería la de enjuiciar si lo ejercido por los historiadores, en cuanto tales, se lo «representan» adecuadamente a través de una Gnoseología determinada, y si dicha Gnoseología tiene la potencia suficiente, frente a otras.
Si a las obras de Moa se las da de lado por los motivos que dice Moradiellos, ¿por qué sus «enemigos» no se molestan en desmontar una interpretación tan peligrosa para sus intereses? Además deberían tratar de «convencer» al enemigo, si realmente son generosos, teniendo en cuenta el supuesto mal que causará a todo el que lo lea. De no hacerlo deberemos pensar que es su «impotencia» lo que les impide hacerlo, y por eso prefieren la vía del resentimiento y la censura. ¿Acaso la marginación de las obras de Gustavo Bueno, en muchos ámbitos, se debe a su falsedad? ¿Por qué la mayoría de los que lo critican, que yo conozca, se limita a la simple descalificación personal?
Más adelante nos dice Moradiellos:
«A título de mero ejemplo, no cabe explicar el fracaso del reformismo azañista en el primer bienio aludiendo sólo a su «debilidad» política o al «cáncer» de la subversión anarquista (por lo demás, relativamente ciertas y operantes). Una explicación integral y desprejuiciada recelaría del monocausalismo y atendería (lo que no se hace) a cuestiones tales como el eficaz obstruccionismo parlamentario de las derechas antirrepublicanas, la crucial negativa radical a mantener la coalición originaria de abril de 1931, el impacto de la Gran Depresión sobre la viabilidad del proyecto económico reformista, los propios desaciertos de gestión política gubernativa en materia religiosa, agraria, &c.»
Y digo yo: ¿acaso no menciona Moa todos estos aspectos? Parece que Moradiellos no se ha leído sus obras, «selecciona» lo que le interesa o, sobre todo, no está de acuerdo con el cuadro pintado por Moa aunque esté pintado, en lo fundamental, con los mismos materiales.
Y más adelante:
«Puestos a la difícil tarea de evaluar responsabilidades personales y políticas en el fracaso republicano, es particularmente injusto (por falta de veracidad) tildar a Azaña de «promotor abierto del extremismo» (p. 103) mientras Gil-Robles aparece como «conciliador, cuando no medroso y acomodaticio» (p. 172). Entre otras cosas (y dejando al margen el extremismo nada «reactivo» de «fuerzas conservadoras» como el monarquismo alfonsino, el carlismo y el falangismo), el propio Moa reconoce que la CEDA «tenía carácter antiliberal y corporativista», en tanto que su líder «aceptaba sin alegría la democracia, por considerarla proclive a la demagogia y la revolución» (pp. 165 y 216). De ser así (como era, en verdad), habría que concluir que alguna parte de las reservas de republicanos y socialistas sobre su lealtad constitucional y democrática no eran tan burdas e infundadas, con independencia de su oportunidad política o sentida sinceridad.»
Pero Moradiellos nos vuelve a presentar del relato de Moa sólo lo que le interesa (ideológicamente, porque no reconstruye el cuadro a partir de todos los materiales presentados). Se le olvida decir, como nos recuerda Moa, que fueron las mismas derechas las que propiciaron el advenimiento de la República. Pero viendo su desarrollo cuajó en sus filas una gran desconfianza respecto a que pudiera mantenerse por los cauces parlamentarios (como vislumbraron otros autores, como he mencionado más arriba al hablar del libro Cuatro historias de la República). Moa también distingue entre las pretensiones de la CEDA de Gil Robles y otros grupos minoritarios de la derecha (a la Falange, por cierto, ¿dónde situarla?). Pero lo peor es que Moradiellos se olvida de mencionar un argumento fundamental: si Gil Robles, a pesar de todo lo que pensase sobre la democracia, no hubiera «aceptado» la II República se habría aprovechado de la derrota de la Revolución del 34 para implantar otro régimen, cosa que no hizo. Por el contrario, como también nos cuenta Gaziel, las izquierdas que se habían encontrado con una República «regalada» de manera incruenta, sin embargo no veían satisfechas sus aspiraciones, y por eso precisaban de una revolución violenta. Al hacer historiografía no hay que guiarse sólo (selectivamente) por lo que digan o se suponga que piensan los protagonistas, sino también por sus obras. Y sigue Moradiellos:
«Incluso procede preguntarse: ¿cabe explicar la inestabilidad de la colaboración entre la CEDA y el Partido Radical (nada menos que cinco gobiernos desde su victoria absoluta en noviembre de 1933 y hasta marzo de 1935) sin tener en cuenta esa desconfianza de los últimos (reforzados por el presidente Alcalá Zamora) sobre la lealtad al régimen de los primeros?»
Aquí vuelve a ocurrir lo mismo de antes. Moradiellos no acepta la interpretación de Moa a pesar de que le dedica expresamente un libro a explicar dichos asuntos. Y continua:
«En todo caso, el delirio maniqueo que informa el trabajo llega a su paroxismo al suponer sin rubor que el asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936 fue un verdadero «crimen de estado» en cuyo origen y responsabilidad «pudo haber estado Prieto» (p. 323).»
Moradiellos parece menospreciar que Moa habla de una hipótesis, pero nada absurda viendo los precedentes en la conducta de Prieto o sus colaboradores (como en el caso Turquesa o el caso del Estraperlo). Si dicha hipótesis es descabellada, que Moradiellos nos diga por qué. Y sigue:
«El conjunto de despropósitos reduccionistas que lastran la obra de Moa responde a su interpretación dualista de la dinámica socio-política española como un combate frontal entre «fuerzas conservadoras» (incluyendo tanto a reaccionarios carlistas como al centro republicano radical) y «fuerzas revolucionarias» (incluyendo a anarquistas pero también al republicanismo azañista que «había abierto anchas puertas a la revolución, no sólo porque se había proclamado amigo de ella, sino, sobre todo, porque era muy endeble»). Y no se trata de una miopía ocasional que impugne la tesis más habitual (y a nuestro juicio más correcta) según la cual el conflicto español, como el europeo coetáneo, era una tensión triangular en la que el reformismo democrático hacía frente a la doble tenaza de la reacción autoritaria y la revolución social. Por el contrario, según Moa, ese combate dualista se origina en el mismo inicio de la época contemporánea, con la Revolución Francesa de 1789, «nido del totalitarismo actual» y «también, como reacción a ella, del conservadurismo» (p. 149). No en vano, «la experiencia revolucionaria francesas y sucesos posteriores parecían justificar la acusación ultraconservadora de que el liberalismo abre paso a nuevas tiranías» (p. 153). En otras palabras, según esta renovada tesis filo-tradicionalista, el combate sólo enfrentaría a conservadores (mejor: reaccionarios) y subversivos (mejor: revolucionarios), dado que los liberales o demócratas (para entendemos: reformistas) meramente abren el camino a los segundos y preparan su triunfo en calidad de cómplices involuntarios o tontos útiles. Tales ideas son tan peregrinas que hace mucho tiempo que desaparecieron del discurso historiográfico por su incapacidad para dar cuenta del curso real de los procesos. Ante todo, porque en 1789 y con posterioridad no sólo surgieron esas dos alternativas (conservadores y jacobinos, en equívoca terminología de Moa) sino otra mucho más efectiva y duradera: la alternativa liberal-representativa que se afianza en casi toda Europa a lo largo del siglo XIX y que va convirtiéndose en liberal- democrática desde finales de la centuria. Y, en segundo orden, porque la propia historia española del siglo XIX desmiente esa bipolaridad dualista, pese a la insistencia del autor en percibir bajo ese prisma los conflictos entre moderados y progresistas (con abierto olvido de que eran ambos liberales y enfrentados por igual en combate triangular con los reaccionarios carlistas y con los revolucionarios colectivistas).»
Pero Moradiellos vuelve a simplificar (¿interesadamente?) los análisis de Pío Moa. Moa no reduce los «proyectos» confluyentes a dos. Dentro del mismo PSOE, como en parte ocurre hoy día, distingue entre la corriente socialdemócrata de Besteiro y la bolchevique de Largo Caballero. Además también considera el proyecto de los nacionalistas que, como los de hoy, son fraccionarios. Y parece mentira que Moradiellos no coincida en este análisis con Moa cuando él mismo ha investigado las gestiones desarrolladas por los dirigentes vascos, catalanes y gallegos con la intención de traicionar al gobierno de la República, en especial en Barcelona («El gobierno británico y Cataluña durante la República y la guerra civil», El Basilisco, nº 27). También se molesta Moa en señalar el factor del anticlericalismo radical. ¿O es que los conventos y otros centros religiosos ardían solos? ¿Se fueron los jesuitas de España por su gusto?, &c. Todo esto nos hace pensar que el maniqueísmo y el empecinamiento está más bien en quien lo proyecta contra Moa.
Además, ¿cree D. Enrique que las variantes «jacobinas» de la izquierda habían desaparecido en 1931? En todo están muy desdibujadas en nuestros días. Pero el mismo Gustavo Bueno nos dice en su último libro que el desarrollo de las seis variantes de «izquierdas definidas» no supone la desaparición de las antiguas especies al nacer las nuevas. Pío Moa tiene en cuenta a todos los grupos políticos que menciona Moradiellos, pero a éste no le gusta el cuadro dibujado por aquel al relacionarlos, y lo que echamos de menos es una estructuración más coherente y potente que la de Moa. Y termina diciendo lo siguiente:
«En estas circunstancias, ¿cómo es posible ese notorio empecinamiento interpretativo aplicado con reiteración al devenir de la historia española contemporánea? A nuestro leal y falible saber y entender, sólo cabe una explicación sensata y convincente. No estamos ante una obra de historia stricto sensu ni por modus operandi, ni por finalidad, ni por fuentes informativas. Utilizando las propias palabras del autor, nos atreveríamos a concluir que en la génesis de este libro «ha influido menos el deseo de clarificar la historia que una motivación de otra índole: política y propagandística» (p. 550). Conviene saber este hecho para juzgar el libro y estimar sus argumentos con la debida propiedad, porque más de una vez sucede que las verdades a medias producen igual distorsión dañina que las mentiras más flagrantes y patentes.»
Moradiellos parece creer que la «memoria histórica» puede entenderse de manera neutral, y que sólo Moa es un «ideólogo» propagandista, empecinado y tergiversador (como decía el Sr. Ferreras). Pero tal pretensión es absurda. La Historiografía no está desligada de la ideología, ni de la Filosofía de la historia o de la política. Como nos dice Gustavo Bueno: «Toda filosofía es una ideología, porque una concepción del mundo sólo puede estar formulada desde alguna parte; pero no toda ideología es filosófica. Las ideologías filosóficas deben mantener por lo menos la forma dialéctica, es decir, el reconomiento, reexposición y crítica de las ideologías opuestas» (El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 17). La última frase de Moradiellos quizá deba aplicársela a sí mismo. Pero en todo caso no creemos que se trate de eso. Nos parece que en el fondo de esta polémica está el enfrentamiento de dos nematologías{14} (justificaciones ideológicas) de la historia de España, y la de D. Pío Moa nos parece más potente que la de sus críticos.
Notas
{1} Parece que para D. Juan Ignacio un acto no es reprobable si no triunfa. Según esta forma de razonar, el intento de ETA para matar a Aznar habrá que borrarlo de la Historia, y sus autores perdonados. Si esto es hacer Historia y Derecho, que Dios nos pille confesados.
{2} El autor no nos dice en qué se basa para discriminar entre un cotilleo (divertido o no) y un dato serio (divertido o no) y su valor para la historia.
{3} Parece insinuar el Sr. Ferreras que la Revolución del 34, frente a la del 36, fue «espontánea», no «programada», a pesar de todos los datos que demuestran lo contrario.
{4} El Sr. Ferreras se aferra a la idea de que la calidad de una obra se mide por el número de obras previas que el autor haya «publicitado».
{5} Sólo le falta añadir «y ser de izquierdas de toda la vida», como nos cuenta Gustavo Bueno en su reciente obra El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003 (marzo).
{6} Si realmente fueran tan «malos» y «aburridos» no le debería preocupar al Sr. Ferreras dicho asunto.
{7} En realidad me apellido «Sánchez Martínez».
{8} Al menos se admite que Pío Moa ya no es sólo un aprendiz de terrorismo, sino también de historia, aunque luego diga que su labor actual (escribir libros con una versión distinta a la «progre») es propia de un maestro de terrorismo («terrorista en ejercicio»). Si esto no es «visceralidad» resentida que venga dios y lo vea.
{9} Quien viese la entrevista realizada por Carlos Dávila que juzgue acerca de las valoraciones de D. Juan Ignacio.
{10} Parece que D. Juan Ignacio no se ha molestado en leer el artículo de D. Gustavo Bueno que al respecto le sugerí en El Catoblepas, nº 11.
{11} Las valoraciones sobre la «derecha» y las «izquierdas» de D. Juan no parecen tener en cuenta la realidad española del momento, como nos pone de manifiesto D. Gustavo Bueno en su nueva obra El mito de la Izquierda.
{12} Está clara, según creo, la intención de escribir en cursiva esta palabra. El Comité Revolucionario pretendía «justificar» su revolución con una interpretación de la CEDA como filofascista de cara a la galería, pero que en privado, como nos cuenta Pío Moa y otros autores, casi nadie mantenía.
{13} Cuando dice «España» se refiere a ellos mismos que no soportan al PP
{14} Ver el Diccionario Filosófico en www.filosofia.org