Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 15 • mayo 2003 • página 13
Réplica al artículo de Pérez Herranz publicado en su sección Arco de Medio Punto, titulado Francisco de Vitoria, Descartes y la expulsión de los judíos
Recogiendo el testigo de Pedro Insua, que en este número ofrece la que puede leerse como primera parte de nuestra respuesta conjunta al artículo de Fernando Pérez Herranz, esta segunda parte, en virtud de la misma disposición con la que se presenta el artículo al cual respondemos, se ciñe estrictamente a la cuestión formulada en el mismo acerca del freno –prácticamente, bloqueo– que supuso la expulsión de los judíos para el proyecto de Imperio hispano de fundamentación filosófica.
Según su parecer, la fundamentación filosófica de este Imperio presente en las obras de autores como Vitoria y Suárez, entre otros, quedó sin desarrollar por entrar en contradicción con la política real llevada a cabo al instituirse, desde una fundamentación teológica –suponemos que registrada en los documentos que apelan a la defensa de la «Santa fe católica» en lugar de a principios «racionales»–, la Inquisición española. Si la política de la Modernidad, previamente definida por una Idea de Sujeto que supone la transformación de «ciertas ideas medievales», se hubiera defendido en el terreno de los «hechos», no se hubiera producido la expulsión de los judíos; luego, por modus tollens, tal idea de Sujeto moderno, característico del modelo hispano de «vida en común», frente al individualismo del modelo anglosajón finalmente triunfante por su coherencia, quedó «pervertida». Dicha perversión, arrastrada según él hasta nuestros días, lastró el desarrollo de España y explicaría el que no se haya podido desentrañar todavía el «problema».
De entrada, nos resultan poco operativas tales ideas de Modernidad, Sujeto o Razón, para descifrar lo que de verdad significó la Inquisición española y la que se supone su brutal consecuencia, la expulsión de los judíos. No tanto porque no estén presentes en este proceso o no sean pertinentes, sino por el hecho de que nos parece que esas ideas, en la argumentación de Pérez Herranz, funcionan al modo de principios a priori con los que no encaja una realidad que los desborda. En este sentido, digamos, atenido a una estricta metodología materialista de la Historia: ¿cómo fue posible la existencia de aquellos filósofos españoles que él reconoce como «creadores», antes que Descartes, de una concepción del Sujeto moderna, esto es, independiente de la teología dogmática, tales como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Melchor Cano, Domingo Báñez, Luis de Molina o Francisco Suárez? Parece que en efecto fueron «creadores», puesto que su obra salió de la nada, de la nada política en la que vivieron. ¿Por qué a la vez se afirma que «esa Idea de Sujeto no fue únicamente un resultado conceptual, teórico», sino «un ejercicio político y vivencial, en oposición al proyecto político, económico e ideológico anglosajón u holandés»?.
De todas formas, para engranar con su discurso y que mi respuesta sea lo más concisa posible, me atendré precisamente a la contradicción así planteada para que en su funcionamiento se muestre la posibilidad de su reinterpretación.
Avanzando nuestra tesis, diremos que la expulsión de los judíos o «su verdugo», la inquisición española, no sólo no bloquearon el proyecto del Imperio hispano de fundamentación filosófica, sino que fueron una de las condiciones de su constitución; y aprovechamos de paso para hacer una corrección de los hechos presentados por Pérez Herranz en cuanto a que no hay tal «verdugo»: la moderna inquisición, bien diferenciada de la medieval o eclesiástica por su independencia de Roma –como muestra el «forcejeo» diplomático que presentan las sucesivas bulas «ganadas» por la corona española, muy a pesar del papado–, no persiguió ni tuvo que ver directamente con la expulsión de los judíos, puesto que la inquisición sólo tenía jurisdicción sobre los cristianos –aunque fueran conversos–, no sobre los judíos ni sobre los musulmanes, como se suele creer. Otra cosa es que del contacto con los judíos pudiera seguirse que la población cristiana estuviera en peligro de «contagiarse» haciendo inoperante la labor inquisitorial; no obstante, el informe que en este sentido realizó Torquemada tuvo que ser aprobado por los reyes, y por tanto, sólo al «brazo secular» podemos hacer responsable de la expulsión.
Para partir, entonces, de los principios asentados por el profesor Pérez Herranz, si frente a la idea del sujeto cuasi-solipsista del imperio anglosajón, se dice que «la filosofía hispana arranca del fundamento de la vida en común» o, de otro modo, de una «concepción ontológico-comunal del sujeto», nuestro análisis intentará confirmar cómo la Inquisición española será una de las instituciones que lleve a cabo, si es que se puede hablar así, tal idea de Sujeto, no en contra, sino a favor de dicha filosofía hispana.
En primer lugar, porque la «vida en común» en la España de las tres religiones es un mito. La llamada «armonía judeocristiana» de los siglos XII y XIII{1} no es más que la necesidad que en tiempos de guerra frente al Islam hacía a los cristianos servirse de los judíos y a estos refugiarse en tierras en las que se demandaba su ocupación.{2} ¿Qué «vida en común» se rompe con la Inquisición cuando siglos antes de que esta se instituyera los judíos estaban obligados a pagar tributos especiales, se les prohibía todo tipo de proselitismo y no podían casarse con cristianos ni comer con ellos?. Para más señas, las relaciones sexuales del judío con la cristiana estaban condenadas a muerte, pena esta que ni siquiera era igual para cristianos y judíos , pues a estos se les podía colgar por los pies para prolongar la agonía. En fin, un largo etcétera de discriminaciones que impiden hablar, como se habla de un modo acrítico, de la «tolerancia» previa al funcionamiento de la inquisición, aunque sí en el sentido originario de la palabra «tolerar»que significa «sufrir, llevar con paciencia», según el diccionario de la Real Academia Española.
Además, pese a todos estos ordenamientos legales, los ataques contra los judíos por parte de los cristianos, que tienen en 1391 el año en el que se desencadenan los más graves enfrentamientos en las tierras hispanas, sin olvidar los de 1449 en Toledo ya contra los conversos, no se consiguen evitar. Los Reyes Católicos toman entre sus primeras medidas de gobierno la decisión de endurecer dichos ordenamientos a la par que proteger a los judíos de las iras del pueblo en calidad de «tesoro real», como lo fueron a lo largo de la Reconquista, creyendo que acabarían con el problema.
La «convivencia» –que nunca existió– se dice «rota» en las obras que han estudiado el problema por razones sociales y económicas (Pérez), religiosas (Domínguez Ortiz) o racistas (Netanyahu) entre otras, que podemos clasificar por ofrecer una visión «científica», cuando no ideológica, del asunto, que creemos no puede ser «encerrado» en el recinto de una categoría, porque son muchas categorías las que están funcionando y sin agotarlo.
Nuestra argumentación se encamina, desde las coordenadas de la filosofía política de Gustavo Bueno, a considerar «el problema» de la Inquisición, desde un punto de vista filosófico, de otro modo a como pudieran tratarse «los problemas» de la Inquisición (jurídicos, sociológicos, psicológicos, etc).
Suponemos que la Inquisición española, si es que queremos ahondar algo más en lo que Pérez Herranz ha denominado «la fundamentación teológica del Imperio», nos lleva directamente a la acepción IV de Imperio que Gustavo Bueno ofrece en España frente a Europa: «Desde una perspectiva materialista, es evidente que el peso o la fuerza de una Idea no puede proceder de su condición metafísica (inmaterial, teológica, espiritual). Será preciso que tales ideas metafísicas (que sin duda se registran emic en los documentos y en los monumentos pertinentes) actúen causalmente a través de realidades corpóreas operatorias; más aún, será preciso que estas realidades corpóreas metapolíticas tengan una definición capaz de «engranar» con las sociedades políticas realmente existentes».{3}
Pues bien, diríamos que el peso de la Inquisición española no podemos hacerlo residir en su condición de institución ligada a un saber metafísico, el de la teología católica. Sin negar su presencia, y los límites que su dogmática imponga, hemos de perseguir los contenidos positivos políticos a que da lugar en su papel de nematología del Imperio en la fórmula que Bueno lo expresa: «Por Dios hacia el Imperio».
La actividad política que esta institución desempeña es la actividad «de segundo grado» que en el seno del cuerpo de la sociedad política los sujetos políticos ejercen sobre otros sujetos operatorios en los distintos ámbitos del «espacio antropológico» (en sus relaciones con otros hombres, llamadas relaciones circulares, con la «naturaleza», o radiales, y con los númenes o animales religiosos, o angulares). Si el «núcleo» de la sociedad política es el «ejercicio del poder que se orienta a la eutaxia («buena constitución») de una sociedad divergente según la diversidad de sus capas», ese poder, o sea, la actividad operatoria política sobre otras operaciones humanas, fue ejercido por la Inquisición española junto con otras instituciones. Esto es muy importante porque, entonces, la inquisición funciona sobre un campo semántico de operaciones ya presentes en la sociedad española, que no instaura ella, sino que canaliza, orienta o impide, reorganizándolas.
Este poder «sintáctico», en su caso, se centra sobre unas operaciones humanas llamadas «religiosas». El objetivo para el que surgió, o dicho de otra manera, el finis operantis del Santo Oficio, fue la persecución de aquellos cristianos que «judaizaban», o que practicaban a escondidas la religión judía. Con todo, sólo desde los resultados o finis operis podemos valorar históricamente semejantes planes y programas. Para ello, hemos de contar con una situación en la que, dado el ortograma imperialista consistente en «recubrir al Islam»,{4} las fronteras territoriales no estaban lo suficientemente definidas, como tampoco, entonces, los contenidos de la «capa cortical», especialmente en el sentido en el que ella contiene «aquellos sujetos personales humanos que son llamados salvajes, bárbaros, y en general extranjeros, y que no forman parte de la sociedad política de referencia».{5}
Quiere esto decir que la acción del «núcleo» sobre las distintas capas del cuerpo político todavía no había conseguido instaurar la estabilidad suficiente, pues el «remolino» que giraba en su torno aún no había segregado o incorporado los componentes que, procedentes del «exterior», esencialmente iban a definir a esa sociedad en su «eutaxia».
Hasta que el «recubrimiento» del Islam en la península no fue un objetivo cercano (con el reinado de los Reyes Católicos), ser judío o musulmán suponía para los individuos así definidos ser miembros flotantes de la capa cortical del cuerpo de una sociedad política «en ciernes». Y así, finalmente, como tales, expulsados o segregados por la acción del «núcleo» dirigente, ante su resistencia a su inclusión como elementos de la capa conjuntiva, es decir, de aquella capa que se constituye a través del eje circular en múltiples estructuras sociales.
Y esto, que su expulsión o segregación es el resultado de su no pertenencia a la capa conjuntiva, se enlaza con la siguiente razón contemplada en la filosofía de la religión de Gustavo Bueno, a saber, «que mientras las relaciones circulares son relaciones humanas específicas, en cambio, las relaciones entre los diversos círculos (hordas, Estados...), que pertenecen a otro nivel lógico, el de las relaciones entre clases disyuntas, ya no tienen por qué ser específicas a título de circulares. Y, por consiguiente, podemos concluir que este es el terreno de mayor probabilidad para la refluencia o efluencia de propiedades genéricas (animales) y, por consiguiente, de relaciones interhumanas que, sin dejar de serlo, habría que poner en el eje de las relaciones angulares. Con esto no queremos hacer otra cosa sino analizar el marco lógico en el que puede dejar de ser una metáfora la sentencia de Hobbes: homo homini lupus.»{6} De este modo entendemos la furia de las masas populares en sus asaltos a las juderías en 1391, por ejemplo, o, en general, el que se haya podido malinterpretar el antijudaísmo español como un problema racista.
En efecto, diríamos que los súbditos con que se encuentran los monarcas cristianos están repartidos en tres clases disyuntas, no sólo desde un punto de vista religioso. Esto, en principio, para aquellos que rechazan anacrónicamente «la expulsión», parece que no hubiera impedido, como resultado de la ocupación de un mismo territorio y el sometimiento a unas mismas leyes, en general, económicas, lingüísticas o morales, el que se hubieran podido mantener relaciones conexas de igualdad y, por tanto, haberse identificado como miembros de la capa conjuntiva de esa sociedad, o, dicho en términos emic cristianos, «convertirse». Pero la realidad es que las relaciones de simetría, transitividad y reflexividad propiciadas por la «convivencia» no existieron con la recurrencia deseable: no ocuparon el mismo territorio, pues los judíos tendían, sin que ninguna ley en principio les obligase a ello, a vivir en sus aljamas; no estaban sometidos a las mismas leyes, pues cada aljama tenía sus rabinos, los cuales podían administrar justicia en su comunidad, comunidad que podía tener su propia carnicería, escuela, cementerio, etc. En palabras de Stanley G. Payne constituyeron «una especie de estado dentro del Estado».{7} Por supuesto, la relación que los judíos cultos mantenían con la «clase política», nutrida ampliamente de «conversos», era muy distinta de la que guardaban los judíos de las clases más bajas con el resto de la población. Fuera del tópico del judío «usurero», hay que reconocer que el poder financiero dependía en buena medida de judíos o conversos; por otra parte, una religión que les obligaba a ser letrados, les permitió ocupar cargos de importancia en lo que podemos denominar «administración» del Estado. Lo que las disposiciones legales con las que los monarcas intentaron frenar los estallidos de violencia popular nos ponen de manifiesto que constituían una clase protegida por el «poder» a título de «servi regis», patrimonio o propiedad de los reyes.{8} Esta «rotunda disociación entre la actitud regia, por una parte, caracterizada por la decidida protección a los judíos, pero también por la utilización de algunos hebreos destacados en puestos claves del aparato hacendístico, y el antijudaísmo popular»{9} es lo que desde nuestras coordenadas se conceptualizaría como la diferencia entre elementos de las capas cortical y basal. Dicha valoración «radial» que mantienen los monarcas cristianos hasta que los Reyes Católicos, obligados en buena medida por la reacción del pueblo cristiano, consiguen la solución definitiva, se explica en la medida en que «en el eje radial han de incluirse aquellos términos (cosas, pero también animales, o los propios hombres en cuanto figuran como cosas) que tienen un significado práctico».{10} Así es, «práctico» era el significado que los judíos tenían como traductores, médicos, recaudadores o artesanos, tan «práctico» como para ellos resultaba refugiarse en los reinos cristianos después de la entrada de almohades y almorávides, o después de las expulsiones ocurridas en otros países europeos.
Desde este punto de vista, nos parece una equivocación creer que los judíos eran, como dice Pérez Herranz, «ciudadanos con mayor o menor presencia en la sociedad hispana». En realidad, «ciudadanos», consiguieron serlo gracias a la oposición que los cristianos presentaron al reclamar, sabiéndolo o sin saberlo, la igualdad de derechos o aplicación de la misma ley a todo el territorio.{11}
Así, vemos cómo ese «sujeto común» previo, que se considera destruido por la labor de la Inquisición, no existe. Será precisamente un «sujeto común» a posteriori, construido por el ejercicio de racionalización política consistente en destruir una situación social de partida en la que no «todos los hombres» pertenecen a la capa conjuntiva del cuerpo político, para, en el progressus, «convertidos uno por uno», se reconstruya la unidad, ahora sí, de los hombres que habitaban los reinos hispánicos. La inquisición, antes que expulsar, ya hemos dicho al comienzo que esa no fue su labor, ha de conseguir integrar a los cristianos «nuevos» no suficientemente incorporados al tejido político. Y los procedimientos que para ello arbitraron sus organizadores estaban al servicio, por cierto, del más estricto respeto de la individualidad corpórea de los perseguidos –repetimos, cristianos judaizantes, que no judíos–, aunque esto pueda sonar pintoresco después de que la Leyenda Negra haya cargado las tintas sobre los inhumanos procedimientos del Santo Tribunal; tanto es así como que sustituyeron las matanzas incontroladas, todo un asunto de orden público –distaxia–, por juicios en los que se dieron las garantías para el acusado de que ni siquiera gozaban los tribunales civiles de la época. Antes de llegar a la hoguera, si llegaba (pocos de los encausados llegaron), no podemos olvidarnos de las sucesivas ocasiones en las que el sospechoso de judaizar tiene la posibilidad de «reconciliarse» y evitar así la muerte{12}: el llamado edicto de gracia era el anuncio con el que el tribunal hacía público el comienzo del proceso en el territorio sobre el que tenía jurisdicción; pues bien, aquellos que se denunciaban a sí mismos durante los treinta o cuarenta días del «tiempo de gracia», y no habían hecho pública su falta ni contaban con cómplices, quedaban absueltos. Quienes no se habían denunciado durante el «tiempo de gracia», a causa de enfermedad o de imposibilidad justificadas, podían hacerlo «lo más pronto que les fuera posible», obteniendo las mismas ventajas del «tiempo de gracia». En caso de denuncia, esta debía ir acompañada de dos testigos, y, con todo, el procedimiento contra la persona denunciada no comenzaba aún, normalmente se esperaba a tener la denuncia de más testigos, como ya desde sus Primeras instrucciones insiste Torquemada : «los inquisidores, escribe, deben observar y examinar con atención a los testigos, obrar de suerte que sepan quiénes son, si deponen por odio o enemistad o por otra corrupción. Deben interrogarlos con mucha diligencia e informarse en otras personas sobre el crédito que se les pueda otorgar, sobre su valor moral. Remitiendo todo a las conciencias de los inquisidores». Por último, «los inquisidores deben castigar, con penas públicas conformes a derecho, a los testigos que se revelaren culpables de falsos testimonios».
El encarcelamiento del acusado no siempre se llevó a cabo. En el siglo XV, por no haber cárceles o ser insuficientes, se contentaban con el arresto domiciliario o incluso en la ciudad en la que habitaba; y de haberlas, en caso de acusados pobres o enfermos eran dispensados de ella y se quedaban en sus casas o tenían permiso de salir durante el día. Y dicho esto, la idea tenebrosa que se ha querido dar, por la historiografía interesada, de las cárceles inquisitoriales, está muy lejos de la realidad. A menudo eran residencias con un pequeño patio-jardín, y hasta en los regímenes de aislamiento, muy poco comunes, podían recibir las visitas de la familia. Lo usual es que los encarcelados dispongan de material para escribir, de la ayuda de sus criados si los tiene, y puedan hacer traer del exterior todos los complementos de la alimentación que deseen, «a voluntad»; más aún, pueden ejercer su profesión y, a tal fin, el gobernador de la residencia debe «hacer que le traigan las cosas necesarias a su oficio». De este modo, no es de extrañar el caso de personas encarceladas en las prisiones civiles que se acusaban de herejía para poder ser trasladadas a las «prisiones» de la Inquisición.
En diversas ocasiones tiene el acusado la posibilidad de arrepentirse de sus faltas para evitar la «pena de muerte»; incluso la tan discutida tortura, apenas utilizada, era mucho más benigna que la de la justicia civil. Entre las penas graves, la de «cadena perpetua» era la fórmula escolástica con la que pocas veces se encarcelaba por más de tres años –en los decretos de la inquisición se pueden leer sentencias aparentemente absurdas como las de «prisión perpetua de un año»–, significando en la práctica unos cuantos meses; una sentencia «de por vida» solía cumplirse en ocho años, según Henry Kamen, autor no precisamente proinquisitorial. Para terminar con la pena más grave, a juzgar por el número de ejecuciones, incluso diríamos que las víctimas mortales de la inquisición fueron relativamente poco numerosas, como lo muestra su comparación con la llamada Europa «liberal». Pena que, además, podía ser mitigada si finalmente el acusado daba su brazo a torcer y se arrepentía, siendo entonces muerto por la horca o el garrote, antes de ser quemado vivo en la hoguera. Desde luego, esta meticulosidad es prueba al mismo tiempo de la contumacia con la que muchos preferían mantenerse «en sus trece» (expresión que parece tiene que ver con los trece artículos de fe emitidos por Maimónides ante el peligro de muerte{13}), antes que pasar por el quebranto de renegar de su fe. No obstante, los datos muestran que afortunadamente el fanatismo de los condenados no era generalizado, pues en los tiempos más duros de la inquisición de Sevilla, ente 1481 y 1488, según J. Pérez , el número de «reconciliados» (es decir, los castigados a lo sumo con cárcel, exilio o penitencia) fue de cinco mil, frente a setecientas sentencias a muerte.{14}
Precisamente ahora apelamos a las palabras de Pérez Herranz cuando dice que si la regla normativa del catolicismo se cierra en «el amor a Dios a través de los hombres», entonces la expulsión de los judíos es una contradicción imposible de superar. Pero, el amor ¿a qué Dios?, ¿al cristiano o al judío?, o dicho en otros términos, ¿acaso los judíos estaban presentando otro proyecto alternativo de Imperio?. Desde nuestro análisis, sin embargo, la expulsión, más que una contradicción es una consecuencia ineludible de dicho principio. ¿Acaso, si se hubiera hecho «la vista gorda», hubiera resultado tal principio cumplido cuando había hombres sometidos a un régimen legal precisamente impropio de la modernidad a la que se refiere Pérez Herranz ? Aquí no se tratan cuestiones de fe o de «conciencia», sino de estructuras sociales y legales objetivas que hay que reconocer: hablar la misma lengua, acudir a las mismas escuelas, descansar del trabajo el mismo día, ir a la misma carnicería, o comer el pan salido del horno de la misma panadería que tus vecinos... La «unidad religiosa», cuando es vista como un objetivo fanático de la monarquía, nos aleja del problema, pues la religión esconde la unidad política que, en efecto, se consiguió. Gran parte de los judíos que habitaban en España se convirtieron, y, lo que es más llamativo, de entre ellos, la inmensa mayoría de los rabinos; si para la argumentación de Pérez Herranz resulta indiferente saber cuántos fueron expulsados o si fue por motivos de racismo, peor para su argumentación, porque eso es prueba de su apriorismo. La realidad nos dice que fueron más de los que los reyes deseaban, a juzgar por la intensa campaña de propaganda que se hizo ante la inminencia de la expulsión. Como cuenta Joseph Pérez: «en una sola mañana se bautizaron en Teruel unas cien personas, adultos, mujeres y niños. Los mismos regidores iban de casa en casa persuadiendo a los judíos a dar el paso para que pudieran quedarse». Las cifras oscilan según los autores; entre cien mil y cincuenta mil se estima el número de los que abandonaron el país, muchos de los cuales volvieron al ver el trato que se les dio fuera, prefiriendo bautizarse. El edicto de expulsión del 31 de marzo de 1492 nada dice de la alternativa del bautismo, pero así se sobreentendió, y tanto antes de la salida –efectiva a fines del mes de julio–, como bastante después –se posee documentación sobre retornos hasta 1499 por lo menos– pudieron bautizarse. Según J. Pérez, «a los que regresaban se les invitaba a mezclarse con los cristianos y a recibir una instrucción religiosa adecuada. Por otra parte, una provisión del Consejo Real de 24 de octubre de 1493 amenazó con graves sanciones a los que injuriasen a aquellos cristianos nuevos, llamándoles «tornadizos», por ejemplo.»{15}
Como en ninguna otra nación europea, en España se consiguió la asimilación de los judíos que aceptaron, a través de la «conversión», formar parte de la plataforma imperial para la cual, por cierto, trabajaron con denuedo. Absurdo hubiera sido que judíos como Abraham Seneor, jefe de la comunidad hebrea de Castilla, y uno de los colaboradores más fieles de los Reyes Católicos, no se hubieran convertido cuando de hecho estaban traicionando a su propia ley, que les prohibía tener señores extranjeros: «No podréis alzar por rey a hombre de otra nación», dice el Deuteronomio.{16} Y la prueba más evidente de la asimilación conseguida gracias a la Inquisición viene del reconocimiento extranjero que, antisemita, reniega de España: así, Erasmo, que escribía en 1517 que «en España, apenas hay cristianos», y cuyo miedo a lo judío le hizo rechazar la invitación de Cisneros para venir a enseñar en Alcalá; Rabelais, en Pantagruel, señala que todos los españoles son más o menos marranos; hasta el propagandista protestante Languet, modelo del género, escribe en su Apología del príncipe de Orange (1581): «Ya no volveré a extrañarme de lo que todo el mundo cree, a saber: que la mayoría de los españoles, y en particular los que se consideran aristócratas, son de la raza de los moros y los judíos».{17}
Merece la pena, para acabar, que recojamos las palabras de uno de aquellos filósofos que Pérez Herranz dice haber sido traicionados por la política imperial española, las de Francisco Suárez dedicadas a los medios justos de coacción para convertir a los infieles:
«El poder político procede inmediatamente de los hombres; se ordena únicamente al fin natural, especialmente a la paz del Estado, la justicia natural y la moralidad conveniente a aquel fin. En cambio el pecado de infidelidad está fuera de este orden natural y de aquel fin del Estado. No pertenecerá, por tanto, al poder político el castigo de esta clase de pecados, ni podrá imponerse lícitamente en virtud de este poder la coacción necesaria para convertirse. Esta coacción no puede imponerse justamente si no media un castigo justo del delito opuesto. Vemos también en la Iglesia que en tanto puede justamente obligar a los infieles apóstatas a convertirse, en cuanto puede justamente por razón de su apostasía de la fe que profesaron en el bautismo. Donde falta poder para castigar la infidelidad, falta también poder para obligarles a convertirse»
Según este texto, en efecto, vemos por qué los judíos no fueron perseguidos en España, desde una fundamentación de la política totalmente moderna, y además, aprovechamos para «rellenar» el hueco que muchas veces la historiografía dominante, como dice Dumont, deja sin cubrir entre 1478, año en el que se crea la Inquisición española, y 1480, año de su puesta en funcionamiento; ¿qué ocurrió en esos dos años?: el último y gran trabajo de persuasión pacífica. La campaña de evangelización que comenzó con una carta pastoral, verdadero catecismo para los conversos, del arzobispo González de Mendoza, que hizo imprimir también un catecismo destinado especialmente a los judíos. «Esta campaña dio lugar a un intenso trabajo de evangelización, que llegó incluso a realizar visitas domiciliarias y a la colocación de carteles en las parroquias, donde se reproducía el texto de la carta pastoral-catecismo del arzobispo».{18}
Y prosigue Suárez:
«Puede comprenderse fácilmente por los anteriores argumentos que la conclusión precedente se refiere a la coacción directa para el fin de castigar la infidelidad y recibir la fe católica. Diremos ahora: La coacción indirecta no es intrínsecamente o naturalmente mala si se hace en las debidas condiciones. [...]
La coacción es indirecta cuando el derecho o castigo inferido por un título o algún otro delito, secundariamente el agente la ordena a determinar la voluntad de otro a la fe. [...]
Esta coacción indirecta, propiamente hablando, sólo tiene lugar cuando se trata de súbditos. [...]
Los ejemplos que se traen de los reyes de España son casos clarísimos de coacción indirecta por justos títulos. Así fue el hecho de los Reyes Católicos».{19}
¿Qué otra cosa sino coacción indirecta es el edicto de expulsión? «En las debidas condiciones», puesto que no se les desposeyó de sus bienes. La segunda mitad del edicto detalla cómo se va a realizar la expulsión: entre otras condiciones, «los judíos podrán vender sus bienes muebles y raíces», «se mantienen las prohibiciones sobre exportación de oro, plata y moneda acuñada, pero los judíos tendrán facultad para llevarse letras de cambio o mercaderías, siempre que no se trate de cosas habitualmente vedadas como armas y caballos». Un ejemplo de la magnanimidad con la que fueron tratados es el del famoso Isaac Abravanel, que debía al tesoro real más de un millón de maravedís; entregó a la corona los recibos para que esta los ingresase más tarde y en agradecimiento por los servicios prestados, se le dio licencia para sacar oro, monedas y joyas por un valor de mil ducados.{20}
Por todo esto la simple sospecha de poder encontrar alguna semejanza entre la perversidad del nazismo y la España de los Reyes católicos, como una cuestión de grado –«no llegó a esos extremos», dice Pérez Herranz, pero los unifica con la expresión genérica de «desaparición de algo que es ontológicamente»– nos parece inaceptable. En primer lugar, los judíos que quisieron quedarse en España no desaparecieron, se «convirtieron», ocupando además los cargos más ilustres en todos los campos en los que destacaron, y los que quisieron marcharse para conservar sus ritos y tradiciones, lo hicieron, sin olvidarse de los que regresaron con el tiempo. Es sorprendente que Pérez Herranz se sorprenda de que los judíos españoles mantengan todavía hoy su amor por España: la suerte de los hebreos radicados en la península, cuenta Federico Ysart,{21} era ciertamente envidiable para sus correligionarios europeos, que en el siglo XIII eran expulsados de Inglaterra y en el XIV de Francia. Pero qué decir del siglo XX, en el que la barbarie nazi puso de manifiesto el papel de «España frente a Europa», y gracias al cual para cerca de cincuenta mil judíos fue posible huir del exterminio.
Un testigo de excepción, como Pérez Leshem, diría años después: «la totalitaria España mostró una comprensión y una generosidad humana más activa que un país liberal y bien administrado en el corazón de Europa. No he sabido ni he oído de un solo refugiado al que se le haya negado la entrada en la frontera española o al que se le haya vuelto a mandar a territorio enemigo».
Es un orgullo para los españoles, y con esto concluímos, poder responder a la pregunta sobre el «extraño» lazo aún mantenido por los judíos con la ingrata Sefarad:
Por el Real-Decreto Ley de 20 de diciembre de 1924 que dice en su artículo 1º:»los individuos de origen español que vienen siendo protegidos como si fuesen españoles por los Agentes de España en el extranjero...», se rescataron varios millares de judíos de las cámaras de gas nazis; y disposición análoga firmaría Franco años más tarde al sancionar el Decreto-Ley de 29 de diciembre de 1948, referido especialmente a los sefarditas, que sirvió de base para proteger a centenares residentes en Egipto, años más tarde, durante el conflicto árabe-israelí en Oriente Medio.
Notas
{1} Julio Valdeón Baruque, Judíos y conversos en la Castilla medieval, Secretariado de Publicaciones e intercambio editorial, Universidad de Valladolid, 2000.
{2} Dice Joseph Pérez en Crónica de la Inquisición en España (Martínez Roca 2002, pág. 17): «Convendría descartar de una vez por todas el tópico tan cacareado de la España de las tres religiones, aquella época feliz en la que cristianos, moros y judíos habrían convivido en paz y armonía, primero en la España musulmana –al-Andalus–, antes de la llegada de almorávides y almohades, luego en la España cristiana, antes de las matanzas de 1391». Y Federico Ysart en España y los judíos en la Segunda Guerra Mundial (Dopesa, 1973, pág. 15): «El pueblo cristiano estaba demasiado preocupadopor la guerra como para ocuparse de las cuestiones ordinarias de la paz que iba dejando en las tierras ya conquistadas. Y así es como los judíos se hicieron imprescindibles».
{3} Op.cit., pág. 199.
{4} Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba, 1999, cap. IV, «España y el Imperio».
{5} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Biblioteca Riojana, 1991, págs. 308 y ss.
{6} Gustavo Bueno, El animal divino, Pentalfa, 1996, pág. 213.
{7} La España Imperial, Globus, 1994, pág. 56.
{8} Dice Yitzhak Baer en Historia de los judíos en la España cristiana (Riopiedras, 1998, pág. 43): «El concepto fue explícitamente definido en el año 1176 en el fuero de Teruel, que sirvió de modelo a los de otras ciudades de Aragón y Castilla: "los judíos son siervos del rey y pertenecen al tesoro real"».
{9} Julio Valdeón, op. cit., pág. 67.
{10} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 209.
{11} Nos cuenta Baer que «un ejemplo de la reacción cristiana en estos casos lo encontramos en los desórdenes que estallaron en Monzón en la década de 1260. Cuando los judíos de Monzón obtuvieron una autorización especial del rey para cobrar sus deudas, los vecinos cristianos anunciaron que arrasarían el barrio judío si este decreto se aplicaba sólo con ellos y no con todo el país. Un capitán de los Templarios bajó del castillo en auxilio de los judíos, pero, falto de fuerzas, se mantuvo alejado. Cristianos armados penetraron en la calle de los judíos, expulsaron a un sastre de su puesto de trabajo, hirieron y dieron muerte a otros judíos y anunciaron que no permitirían a ningún artesano judío vivir y trabajar entre ellos» (Op. cit., pág. 167).
{12} Datos extraídos de la obra de Jean Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, Encuentro, Madrid 2000, págs. 121 y ss.
{13} Según José M. Estrugo en Los Sefardíes, Renacimiento, Sevilla 2002, pág.15.
{14} Joseph Pérez, Historia de una tragedia, Crítica, Barcelona 2001.
{15} Ibid., pág.115.
{16} Jean Dumont, mostrando dicha asimilación, refiere cómo la puesta en marcha de la inquisición está rodeada de conversos: «Fernando el Católico era, por su madre, una Henríquez, de raza judía. El secretario de Estado al que confió los asuntos de la Inquisición fue el converso Pérez de Almazán. Los dos principales consejeros del rey, al mismo tiempo que de Isabel, fueron el converso Diego de Valera y el converso Fernando de Talavera, a quien hemos visto aprobar, explícitamente, la aplicación de la pena de muerte para los judaizantes. El secretario de Fernando y cronista del reinado fue el converso Pulgar, que señala la obstinación de los judaizantes, su «ceguera tan estúpida y su ignorancia tan ciega».»(Proceso contradictorio a la Inquisición española, Encuentro, 2000, pág. 154.)
{17} J. Dumont, op. cit., pág. 230.
{18} Ibid., pág. 60.
{19} Francisco Suárez, S.J., Guerra. Intervención. Paz Internacional, Espasa-Calpe, 1956, 2ª parte, cap. 3º.
{20} J. Pérez, op. cit., págs. 110 y 114.
{21} En la obra que recomendamos encarecidamente España y los judíos en la Segunda Guerra Mundial, Dopesa, 1973. De ella extraemos el resto de testimonios que siguen a continuación.