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El Catoblepas, número 15, mayo 2003
  El Catoblepasnúmero 15 • mayo 2003 • página 17
Artículos

Para presentar a Gustavo Bueno

Ignacio Gracia Noriega

Texto de la intervención en la presentación de El mito de la Izquierda, de
Gustavo Bueno, en la librería Cervantes de Oviedo, el jueves 8 de mayo de 2003

Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003Conozco a Gustavo Bueno desde hace cuarenta años. Él acababa de llegar a la Universidad de Oviedo desde Salamanca y yo desde el Colegio de los Padres Dominicos, que quedaba más cerca. En rigor, Gustavo es un año más veterano en la Universidad de Oviedo que yo. En el preuniversitario nos había caído como tema de filosofía «La persona humana», y el profesor de la materia era el P. Ruiz, un santanderino calvo y cojo, con muy mala uva y algo pedante, a quien, a sus espaldas, llamábamos el Turco. Por aquel tiempo, estaba muy de moda Jean-Paul Sartre, y el P. Ruiz nos decía:

—Si ese Sartre estuviera en esta clase de alumno, como ustedes, yo le suspendería: no por ser ateo, sino porque no sabe filosofía.

Como compensación con el P. Ruiz, el P. Inciarte llevaba todos los meses a la biblioteca la benemérita revista «Índice», en la que no se hablaba más que de Sartre. Y yo creo que si el P. Ruiz, en lugar de haberse preocupado tanto por Sartre, se hubiera preocupado un poco más de Santo Tomás de Aquino, Gustavo Bueno no nos hubiera caído tan de sorpresa. Por cierto, que fue al P. Ruiz al primero a quien oí hablar de Gustavo Bueno, haciendo un juego de palabras como los que les gustaba hacer a los clérigos con Baroja, llamándole «Impío», y metiéndole en el mismo saco que a Sartre:

—A ese profesor Bueno, que en realidad es muy malo, que acaba de llegar a la Universidad, yo le suspendería también, de ser alumno mío. Porque no sabe filosofía.

Ahí el buen P. Ruiz hubiera dado en hueso, porque Gustavo Bueno era mucho mejor conocedor de la filosofía tomista que Sartre, y él mismo suele declararse tomista y marxista: a fin de cuentas, dos métodos útiles para explicar la realidad.

Ya en la Universidad, el clero dejó de ocuparse de Sartre, porque nuestro profesor de religión, el inagotable D. Cesáreo Rodríguez y García Loredo, el autor de Franco rey, magnífico opúsculo sacado de su obra magna, El esfuerzo medular del krausismo contra la obra gigante de Menéndez Pelayo, que diligentemente fue requisado de las librerías por agentes de la policía político social para que no sirviera de amena lectura a los enemigos del régimen, se dedicaba a refutar a Voltaire con mucho brío. Más tarde atacó a Gustavo Bueno en una serie de artículos publicados en el diario Región, en los que le llamaba «Leoncito» y «Gustavo Adolfo de Suecia». Considerando Gustavo que D. Cesáreo se estaba pasando en sus ataques, un buen día le abordó en el claustro, bajo la estatua del inquisidor Valdés Salas, ante la que don Ignacio de la Concha solía lamentarse diciendo: «Qué desgracia, ¡llamarle Inquisidor a nuestro Fundador!» Gustavo Bueno se acercó a D. Cesáreo, y éste le preguntó:

—¿Es usted Castresana? (que era el catedrático de latín, y hombre muy piadoso).

—No, soy Gustavo Bueno –contestó Gustavo Bueno en persona (y al escuchar el nombre del Maligno, don Cesáreo se enrolló el manteo a la cabeza y puso pies en polvorosa).

El clero, desde el comienzo, mantuvo una actitud beligerante contra Gustavo Bueno. Cuenta Paco Fierro que en cierta ocasión fue al piso de cierta organización pararreligiosa establecida en la calle Uría, a pedir un libro que le había prestado a uno de los jerifaltes, y mientras le hacían esperar en una salita, se presentó el consabido jesuita afín por si procedía captarle. Mas cuando Fierro se proclamó discípulo de Bueno, el jesuita lanzó un «vade retro!» y le expulsó de aquel lugar, poco habituado a escuchar nombres tan terribles.

Gustavo Bueno daba sus clases por la mañana en el aula Clarín, sin quitarse el abrigo, un abrigo gris sobre un traje gris, y sin dejar de fumar. Como hablaba con el cigarrillo en la boca, la ceniza se le desparramaba por el abrigo, y él hacía lo mismo que Antonio Machado: al sacudírsela distraídamente, se rebozaba en ella. El aula, por lo demás, estaba llena de alumnos. Y es que Gustavo Bueno fue el precursor de la masificación en la Universidad de Oviedo.

Cuenta Cervantes que Don Quijote se da cuenta de que está acercándose a Barcelona por los muchos colgados que se veían en los árboles. La Universidad de Oviedo se dio cuenta de que había llegado Gustavo Bueno por los muchos alumnos que repetían la filosofía de primero. El paso de don Francisco Escobar a Gustavo Bueno fue tan serio como el de Rutilio a Álvaro Galmés. La Universidad de Oviedo empezaba a ser Universidad. Su figura más prestigiosa era, naturalmente, Emilio Alarcos. Pero sólo en un curso, Gustavo Bueno se convirtió en el profesor cuyo nombre más trascendía a la ciudad, y eso que no frecuentaba el café «Alvabusto», donde confraternizábamos profesores y alumnos durante casi todo el día, ni las sidrerías «Casa Manolo» y «Casa Lito», ni el «Bar Azul», todos ellos prolongaciones de la Universidad. Desde la cátedra, Gustavo Bueno y Emilio Alarcos mantenían estilos y actitudes diferentes. Gustavo era demócrata y no paraba de hablar, hablaba como una máquina, como si temiera que no le alcanzara el tiempo para decir todo lo que tenía que decir. Alarcos, en cambio, era liberal y decía lo justo. Gustavo permitía fumar en clase y Alarcos alegaba que en el aula sólo había espacio para tres cigarrillos: los que fumaba él. Bueno fumaba Ducados y Alarcos picadura. Cuando Juanín, el conserje, asomaba la cabeza para decir: «Señor profesor, la hora,» Gustavo Bueno continuaba hablando y hablando, aunque los alumnos se levantaran y se fueran, como si le estuviera intentando ganar una batalla al tiempo.

No perdía clase y aprovechaba las clases hasta el último segundo. Una vez le salió en la boca un tremendo flemón, pero allí estaba, sobre la cátedra, con el abrigo gris y moviendo afanosamente las manos, con un trozo de la cara afeitada y el otro sin afeitar.

Con Gustavo Bueno llegaron a Oviedo la revolución del 68 y la primavera de Praga con un lustro de antelación, y llegaron los Beatles, a quienes la prensa del momento denominaba Los Escarabajos, y llegó Woody Allen antes de que el propio Woody Allen creara su personaje. Gustavo Bueno llegaba desde Salamanca, donde había publicado un manual de filosofía escrito en colaboración, y había mantenido una buena amistad con el obispo, monseñor Barbado Viejo, a cuyo palacio episcopal acudía por las tardes a tocar el piano. Guarda Gustavo Bueno un afectuoso recuerdo de aquel obispo asturiano. En cierta ocasión me dejó sus libros, que son en verdad notables, para que escribiera sobre él una de mis Entrevistas en la Historia. Al obtener por oposición la cátedra de Universidad, a comienzos de la prodigiosa década del 60, Gustavo Bueno vino a Oviedo con ilusión y alegría. Él siempre explicó por qué vino a Oviedo y por qué vino para quedarse: porque le apasionaba explicar en la ciudad en la que, dos siglos antes, explicó y escribió Feijoo. El P. Feijoo fue modelo reconocido para Gustavo Bueno, quien, no duda que de vivir Feijoo en estos días, iría como va él a los estudios de televisión a desenmascarar brujos, hechiceros y malandrines. A lo largo de su ejemplar trayectoria como profesor, como escritor y como hombre público, Gustavo Bueno mantuvo una apasionada actitud socrática. ¿Sólo socrática? En Gustavo, Sócrates se funde con Feijoo, porque en realidad, los tres, Sócrates, Feijoo y Bueno, son de la misma estirpe.

Gustavo Bueno es riojano, y buen riojano reconocido, hijo de un médico rural positivista y curioso de todas las cosas, a quien alcancé a conocer y de quien creo recordar que estaba escribiendo un libro con el que pretendía explicar el mundo: tarea que años más tarde emprendería su hijo con singular energía y entusiasmo. Gustavo Bueno, médico de Santo Domingo de la Calzada, inauguró una dinastía de gustavosbuenos que alcanza en estos momentos a Gustavo Bueno IV, el hijo de Carlos Bueno y nieto de don Gustavo. En la Rioja tiene Gustavo Bueno sus raíces y las mantiene, a caballo entre Santo Domingo de la Calzada y Asturias. En cierta ocasión en que estaba yo comiendo con mi mujer en un restaurante de Santo Domingo de la Calzada, le pregunté a la camarera si conocía a Gustavo Bueno, a lo que me contestó:

—Sí, es un señor que sale por la TV.

Tenemos, pues, a Gustavo Bueno, casado con Carmen (al lado de todo gran hombre hay una gran mujer: y no estoy repitiendo un tópico), ejemplar padre de familia y catedrático de la Universidad, ya instalado en Oviedo. En primer curso explicaba Historia de la Filosofía: en los dos primeros trimestres no pasó de los presocráticos, ni siquiera llegó a Platón. Pero cada clase era un recorrido por toda la historia de la filosofía, de arriba abajo. En lugar de dar explicaciones lineales (hoy Anaximandro y mañana Anaxímenes), se lanzaba hacia adelante, hasta llegar al siglo XX, y luego, siguiendo la técnica del «flash-back», retornaba al punto de partida. El tercer trimestre lo dedicó a Locke: unas clases preciosas. No contento con las clases, don Gustavo dictaba un seminario los sábados por la tarde en el aula escalonada del viejo casón de la calle San Francisco, al que acudían puntualmente el inspector Núñez Ispa, eterno alumno de tercero de derecho, y otros efectivos de la policía político-social, que fatigaban las muñecas tomando apuntes durante los primeros minutos, pero pronto cansaban y entonces ponían palotes detrás de los nombres más significativos: Marx, Engels, Lenin, de modo que al final hacían recuento, del que resultaba que Bueno había citado trece veces a Marx, siete a Engels, cuatro a Lenin. Aunque peor fue lo que sucedió en Lugo, donde, un policía culto descubrió que el marxismo procede de Hegel, por lo que la policía político social, después de encomiable esfuerzo, llegó a detener al mismísimo Hegel, sin que le valiera la coartada de haber fallecido en Berlín el 14 de noviembre de 1831. Aquello era ir a las fuentes, y lo demás tonterías.

En segundo curso, don Gustavo explicó lógica matemática, lo que causó verdadero estupor a la mayoría de los alumnos, que habíamos respirado con alivio cuando dejamos atrás las matemáticas en cuarto de bachillerato, creyendo que para siempre. Algunos estudiantes nos reuníamos con don Pedro Caravia en el bar de «Casa Bango», los jueves. Don Pedro, catedrático de filosofía del Instituto y orteguiano y liberal de buena ley, seguía con atención las innovaciones de Bueno, aunque desaprobaba la lógica matemática. Él consideraba que lo más conveniente, en una Facultad de Filología (entonces todavía no había empezado a funcionar la Especialidad de Historia) sería un curso sobre Dilthey, y puede que no le faltara razón.

Poco más tarde, Gustavo Bueno descubrió en la Escuela de Maestría Industrial de Castropol al etnólogo Ramón Valdés de Toro, que estaba avalado por la traducción de los tres tomos de Cristo y las religiones de la tierra, magna suma etnográfica dirigida por el cardenal König, y consiguió traerle a la Universidad de Oviedo, donde se reveló como excelente profesor, claro y seguro, y como etnólogo de extraordinaria competencia. Este encuentro fue beneficioso para ambos profesores y para los alumnos, y yo creo que a partir de entonces empezó Bueno a interesarse en serio por la etnología: interés del que El animal divino es culminación y prueba.

A su impecable e implacable labor académica, Gustavo Bueno unía una firme y coherente oposición al régimen anterior. Pero Gustavo Bueno era antifranquista al otro lado de la puerta del aula. En su despacho, reducidísimo y cargado de libros hasta el techo, se hablaba de todo y también de política. Pero en las clases, sólo hablaba él, torrencialmente, de filosofía. Tan sólo en una ocasión, que yo recuerde, Gustavo dejó de explicar filosofía académica para referirse a lo que sucedía en la calle. La calle, aquel día, estaba tomada por los grises. Y Gustavo nos vino a decir que la filosofía en abstracto no vale nada ni para nada, que el estudioso de la filosofía debe mirar hacia la calle y preocuparse por lo que sucede en ella.

Gustavo Bueno, espíritu libre, aborrecía las dictaduras y a los déspotas tanto entonces como ahora. Ahora, precisamente por su condición de riojano que sabe qué es el pan y qué el vino, y que le llama al pan, pan, y al vino, vino. Gustavo Bueno sigue comprometido porque, como escribió Friedrich Dürremmatt, todavía hay que seguir luchando por las cosas evidentes. Y si antes se opuso al franquismo, ahora, en Llanes, mantiene una actitud contraria al alcalde fascista Antonio Trevín, que por defender la especulación inmobiliaria salvaje que acabará destruyendo en poco tiempo el concejo, ha emprendido una auténtica «caza de brujas» contra los ciudadanos que se oponen a la política totalitaria del mentado tiranuelo, entre ellos la valerosa asociación AVALL, presidida precisamente por Álvaro Bueno.

Mas no vengamos al presente cuando todavía queda mucho que decir del pasado (y, por desgracia, no podré decirlo todo). Gustavo Bueno no sólo era entusiasta: era también optimista, y voluntarista. Cierta vez me lió para que yo dirigiera en la Universidad un montaje de Galileo Galilei, de Bertol Bretch. No había texto, pero aquello no era obstáculo: le pidió que lo tradujera del alemán a José Luis Fernández Rua, quien tradujo el primer acto. Yo le objetaba:

—Pero don Gustavo, ¿de dónde sacamos los ropajes de los cardenales?

A lo que él contestaba:

—No se preocupe usted. Nos arreglaremos con las togas de los catedráticos.

Al final, no llegó a representarse la obra, porque, como decía el Guerra, el más filósofo de los toreros: «Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible.»

Además de la voluntad sorprende en Bueno una capacidad de trabajo casi inconcebible. Me contaba Alarcos que una noche en que los dos habían trasnochado, y cuando cada uno iba a retirarse a su casa, Bueno se acordó de que Alarcos acababa de recibir un mamotreto sobre el adverbio y le pidió que se lo dejara para echarle un vistazo. Alarcos intentó disculparse, diciendo que se lo dejaría mañana, pero Gustavo Bueno insistió y se marchó a su casa con aquella teoría del adverbio debajo del brazo. Y, para sorpresa de Alarcos, al día siguiente le hizo comentarios sobre el libro que demostraban que lo había leído.

La cultura de Bueno es muy amplia y abarca los campos más inesperados. Hubo una época en la que se le acusaba de despreciar a la poesía. Pero él siempre se defendió de esa acusación, alegando que la poesía que a él le gusta es la de Horacio o la de Rilke; no la de tanto cantamañanas que, con el pretexto de que son poetas, no hacen otra cosa que desperdiciar papel. Un antiguo artículo suyo, «Poetizar», calculo que es su Poética en su sistema filosófico.

Otra cosa que se le reprochaba a Gustavo Bueno era que no publicaba. Y era cierto. Cuando él llegó a la Universidad de Oviedo, no escribía: hablaba. Hace poco me confesó: «Es que cuando uno es joven no tiene de qué escribir.» Efectivamente: no todos somos Arthur Rimbaud, que dejó de escribir a los diecinueve años. Gustavo Bueno, por los años sesenta, escribió poco; pero algunos de sus escritos tuvieron honda repercusión nacional, como el artículo «La excepción de Oviedo», publicado en Cuadernos para el Diálogo en 1967. En 1970 aparece su primer libro: El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Fue como la primera arremetida de un torrente que surge de la fuente, pues a éste siguieron, torrencialmente, otros libros: Etnología y utopía, Ensayo sobre las categorías de la economía política, Ensayos materialistas, La metafísica presocrática, Idea de Ciencia desde la teoría del Cierre Categorial, El individuo en la Historia, El Animal divino, Symploké, Cuestiones Cuodlibetales sobre Dios y la religión, Nosotros y ellos, Materia, la recopilación Sobre Asturias, &c., &c., &c. Su polémica con Sacristán sirve para fijar posiciones respecto a los conceptos de filosofía académica y filosofía mundana. Por los años sesenta y setenta, Gustavo Bueno era un estricto defensor y practicante de la filosofía académica. ¿Podemos, por tanto, considerar como contradicción que, en estos momentos, sea el filósofo más conocido en España, lo que implica, en gran medida, una cierta mundanidad? Sus últimos libros, España frente a Europa y El mito de la Izquierda, que ahora presentamos, constituyeron extraordinarios éxitos editoriales. Gustavo Bueno, desde el libro y desde la TV, está llevando a cabo similar labor a la que Unamuno y Ortega y Gasset realizaron desde las páginas de los periódicos. Y la misma labor que realizó Feijoo desde sus libros, tan leídos en toda Europa, y desde la tertulia de su celda ovetense. Filosofía mundana, en fin, pues como Gustavo Bueno nos dijo un lejano día, no hay filosofía, ni sirve para nada, si el filósofo no se asoma a la calle. De la cátedra minoritaria a la multitudinaria TV, Gustavo Bueno ha llegado a la filosofía mundana por los más rigurosos caminos de la filosofía académica.

Hemos de decir aún algo sobre el libro, El mito de la Izquierda, que lleva por subtítulo Las izquierdas y la derecha, publicado por Ediciones B, y que va por su segunda edición, a muy poco tiempo de salir a los escaparates de las librerías. Este éxito editorial fulminante, que repite el de España frente a Europa, hubiera sido inconcebible en España hace una docena de años. No recuerdo quién consideraba casi utópico, a mediados del siglo XX, que el Discurso del método llegara a venderse en los puestos de periódicos de las estaciones de ferrocarril. Pero más inconcebible hubiera sido pensar, unos años más tarde, que Gustavo Bueno llegaría a convertirse en un autor de «best-sellers». Sin cultivar la figura del «filósofo mundano», como Savater, pongo por caso, Gustavo Bueno es en la actualidad el filósofo español más popular junto con Ortega y Gasset. Es más: cada uno en su tiempo han desarrollado parecidas funciones, con la diferencia de que Ortega y Gasset escribía en la época del periodismo y Gustavo Bueno se expresa en la de la TV. No ignoro que hubo obras filosóficas de éxito editorial posteriores a Ortega y anteriores a Gustavo Bueno como Sobre la esencia, de Zubiri: libro que aseguraba haber comprado todo el mundo, desde Camilo José Cela hasta Lola Flores. Pero éste no es el caso de España frente a Europa y de El mito de la Izquierda, principalmente. Si ambos libros constituyeron y están constituyendo grandes éxitos de edición se debe a que plantean cuestiones que interesan a un amplio sector de la población española, no necesariamente especializada en materia filosófica, y que Bueno ha sabido dirigirse a esos lectores preocupados por la historia presente y cuyo rumbo les produce, evidentemente, cierta perplejidad y no poca inquietud.

En la extensa obra publicada de Gustavo Bueno podemos distinguir dos amplios sectores: el de los grandes planteamientos teóricos, formulación del materialismo filosófico al que Bueno se adscribe (obras como El Animal divino, El mito de la Cultura, Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', &c., e incluso textos delimitativos y didácticos como ¿Qué es la filosofía? o ¿Qué es la Bioética?, y que, en su conjunto contribuyen, valga el juego de palabras, al cierre del «cierre categorial» como sistema filosófico) y sus aplicaciones prácticas de las que son exponentes España frente a Europa, El mito de la Izquierda y los dos libros sobre la televisión: Televisión: Apariencia y Verdad y Telebasura y democracia. Ni siquiera el lector más apresurado puede incurrir en el error de incluir a este último bloque bajo el rótulo de «sociología». Porque aún admitiendo que Bueno se aprovecha de materiales que pueden ser descritos como «sociológicos», su punto de vista amplía con mucho el del sociólogo, y también el del historiador. Porque el filósofo, como hizo Ortega en su tiempo, dirige su mirada no sólo hacia la Historia, pongámosla con mayúscula, sino a su alrededor (lo que es y no es sociología, y tampoco es periodismo). España frente a Europa obedece, clarísimamente, a la situación presente en la que España, entre el crecimiento del separatismo, impulsado por el «Estado de las autonomías», y su inclusión en un bloque europeo más amplio, es la única nación histórica que, a estas alturas, se ha llegado a plantear qué es: y esto, naturalmente, preocupa a muchos españoles, a los mejores españoles, me atrevo a afirmar. España frente a Europa es la respuesta, a muchos años de distancia, a la España invertebrada de Ortega. En cuanto al libro que hoy presentamos, El mito de la Izquierda, es evidente que la caída del muro de Berlín ha dejado a cierta izquierda huérfana y desorientada. Otra izquierda, cínicamente, se ha lanzado a pactar y hacer apaños con el capital, de los que puede ser ejemplo el lamentable y ridículo caso del alcalde Trevín, apoyado por Areces, allanándole el camino a los constructores. Como escribió Aquilino Duque, este pacto ha sido posible gracias a que, debido al poder corruptor del dinero, la izquierda ha renunciado a sus objetivos, en tanto que la derecha, por dinero, es capaz de vender la cuerda con la que la han de ahorcar. De este apaño, será la izquierda quien salga más perjudicada, ya que, como escribió André Malraux, «si la izquierda fue durante tanto tiempo algo diferente de una comedia fue porque se oponía a la derecha, que era ante todo el dinero».

En este libro, Gustavo Bueno, en vez de negar las diferencias entre la derecha y la izquierda, como se pretende ahora, las afirma, clasifica y describe. «La tesis fundamental del libro es esta –advierte el autor al lector, al comienzo–: que mientras cabe reconocer una unidad unívoca, de fondo, a las derechas, en cambio no cabe reconocer una unidad semejante a las izquierdas. Cabría hablar, por tanto, de 'la derecha', pero no de 'la izquierda'. Las izquierdas son muy diversas y están en conflicto, a veces a muerte, entre sí. No cabe hablar de una unidad de fondo entre las izquierdas, porque su unicidad es analógica, lo que quiere decir que las izquierdas son, en sí mismas, diversas, y que sólo pueden considerarse semejantes en virtud de alguna proporción que presupone y corrobora precisamente su diversidad irreductible.» Otra cuestión es que algunos partidos que se presentan como de izquierda pretendan invadir, por oportunismo electoralista, el terreno de la derecha, y que algunos políticos de derechas, asimismo por oportunismo, hablen como si fueran socialdemócratas.

Juan Velarde, en su esclarecedor artículo publicado en La Nueva España a raíz de la publicación de España frente a Europa, después de afirmar que «se trata de uno de los libros más importantes que se han escrito sobre la esencia de nuestra patria», señala a renglón seguido que «es preciso que los economistas entremos en liza. Los grandes pensadores, como es el caso de Popper o el de Francisco de Vitoria y ahora el de Gustavo Bueno, ayudan al economista. Éste encuentra más claras cosas que antes contemplaba con confusión y comprende que sus ideas, sazonadas con las de estos maestros del espíritu, se hacen más nítidas». Parecido podría decirse a las gentes de izquierda honestas, todavía no afectadas por la revelación infusa o por la fe del carbonero, a propósito de El mito de la Izquierda, aunque teniendo en cuenta que el libro de Gustavo no es trivial, sino denso, que apenas se detiene en cuestiones de detalle, que tanto le gustan a la izquierda irredenta, y que es lo más opuesto posible a un panfleto o a un catecismo.

Digamos un par de palabras sobre la prosa de Gustavo Bueno, para terminar. Durante mucho tiempo se entendió como natural en la Universidad española la aberración de que la literatura académica debía ser mala literatura. Esto, que en el caso de un historiador como David Ruiz sólo es muestra de ignorancia, es inadmisible tratándose de un filósofo, que debe tender a la claridad aunque su pensamiento sea complejo, y si es verdaderamente complejo y difícil, como es el caso del de Gustavo Bueno, con más motivo, para hacerlo asequible; y la claridad de un texto sólo se consigue con buena prosa. No olvidemos que Descartes, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Ortega, entre otros muchos, fueron excelentes escritores. ¿Para qué vamos a mencionar a Platón? Gustavo Bueno, que no se libró, sobre todo en la cátedra, del vicio juvenil de querer decir varias cosas a la vez, ha ido depurando su expresión conforme su pensamiento se hacía más complejo, y de este modo, en cada nuevo libro, se expresa con la mejor elocuencia. No dudo en calificar a Gustavo Bueno de escritor elocuente, que tiende a la frase amplia, recorrida por subordinadas. Y estas frases, por otra parte, se aferran a la idea para expresarla con exactitud. Exponer con claridad lo que se pretende decir es escribir bien. En plena madurez creadora, el maestro escribe para que se le entienda. Lo demás llega por añadidura.

Ignacio Gracia Noriega
Llanes, 4 de mayo de 2003

 

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