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El Catoblepas, número 19, septiembre 2003
  El Catoblepasnúmero 19 • septiembre 2003 • página 20
Documentos

Wenceslao Roces y la Guerra Civil: una polémica

Se ofrece una selección de textos acerca de la participación en la Guerra Civil española de uno de los más importantes personajes del exilio español

En el contexto de la polémica suscitada en esta revista sobre la II República y la Guerra Civil española, resulta interesante mostrar alguna de las facetas de uno de los personajes importantes de aquella época: el profesor Wenceslao Roces. Wenceslao Roces nació en el pueblecito asturiano de Soto de Sobrescobio en 1897, y falleció en Méjico en 1992. Fue Catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Salamanca, así como afiliado del Partido Comunista de España, PCE. Durante la II República desarrolló una gran actividad, siendo miembro fundador en 1933 de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, junto a otras personalidades del renombre de los escritores Jacinto Benavente y Valle Inclán o el socialista Luis Jiménez de Asúa, redactor de la Constitución de la II República Española. Fue encarcelado tras el golpe de estado de 1934, habiéndose dirigido al ministro Ángel Ossorio Gallardo para pedirle que habilitara una comisión que negociase con los insurrectos. Tras la Guerra Civil, se exilia en Méjico junto a otros españoles del bando perdedor de la contienda, y allí desarrolla una intensa labor docente y traductora. Entre las múltiples obras que vertió al español se encuentran El Capital de Carlos Marx y la Fenomenología del Espíritu de Hegel, ambas editadas en Fondo de Cultura Económica. Concluida la dictadura franquista vuelve a España, y en 1977 se presenta a las elecciones en la candidatura del PCE, siendo elegido senador por Asturias, cargo que ejerce durante unos meses y al que renuncia para después volver nuevamente a Méjico. Una biografía más extensa de Wenceslao Roces en las páginas de la Asociación Cultural que lleva su nombre: www.wenceslaoroces.org
La figura del profesor Roces cobra gran interés al comenzar (o reanudarse, según los distintos enfoques) la Guerra Civil española. Una vez que el gobierno republicano se derrumba tras el alzamiento y es sustituido en otoño de 1936 por representantes de los grupos socialista, comunista y anarquista, Roces asume el subsecretariado del Ministerio de Instrucción Pública, cuya cartera ocupaba entonces el comunista Jesús Hernández. Según afirman ciertos historiadores, durante el tiempo que ocupó el subsecretariado, fue responsable del polémico traslado de las obras de arte del Museo del Prado, en condiciones de gran inseguridad, con vistas a su venta y usufructo posterior.
También se le implica, y este es el objeto de nuestra recopilación, en la desaparición, tortura y asesinato del líder del Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, Andrés Nin, a manos de miembros del PCE y de la policía soviética del NKVD, posteriormente denominado KGB. En varias memorias de los protagonistas de la contienda, así como en las obras de diversos historiadores, parece atribuirse a Wenceslao Roces la responsabilidad de la invención de falsas pruebas incriminatorias, que «demostrarían» la culpabilidad de Andrés Nin y en consecuencia legitimarían su eliminación por traición. En esta época en la que se debate tanto sobre la memoria histórica y las responsabilidades de unos y otros, ha surgido una polémica referida a este negro suceso, que ha tenido como protagonistas a Eduardo García, periodista del diario asturiano La Nueva España, a Carlos González Penalva y Uriel Bonilla Suárez, Presidente y Vicepresidente de la Asociación Cultural Wenceslao Roces, y otros intervinientes, que han ofrecido sus argumentos en «cartas al Director» publicadas por ese diario. Ofrecemos los materiales publicados de esta polémica en La Nueva España (algunos han sido transcritos de la página de la asociación Wenceslao Roces, otros tomados directamente de la edición en papel del periódico, pues en su edición digital no incluye las cartas al director). Hemos completado en nota algunos textos aclaratorios que sólo aparecen citados en los documentos transcritos.

Marzo de 2003
Los dos artículos de Eduardo García sobre Wenceslao Roces

Tras mantener entrevistas con Carlos González Penalva, Uriel Bonilla Suárez y José María Laso Prieto, y después con otras varias personas tanto de ámbitos políticos como universitarios, el periodista asturiano Eduardo García publica en el diario La Nueva España dos artículos, en las ediciones de los domingos 16 y 23 de marzo de 2003, donde se pretenden demostrar las presuntas responsabilidades de Wenceslao Roces en la detención y asesinato Andrés Nin, adalid del POUM, durante la guerra civil, en 1937.

Wenceslao Roces, la sombra de un crimen
La conexión asturiana de una operación
diseñada por Stalin

por Eduardo García
La Nueva España, 16 de marzo de 2003

En el verano de 1937, el movimiento trotsquista español es desmantelado y muchos de sus líderes y miembros, detenidos y fusilados. No fue Franco, sino el Gobierno de la República, en plena guerra civil. En ese Gobierno, como subsecretario de Instrucción Pública, figuraba un asturiano de Sobrescobio, Wenceslao Roces, que en 1977 fue elegido senador tras las primeras elecciones democráticas. Hay sospechas de que en aquella «razzia» contra el trotsquismo, que acabó con la vida de su líder, Andrés Nin, Roces tuvo responsabilidad. Lo dice, entre otros, el escritor leonés Andrés Trapiello, quien asegura que el libro El espionaje en España, donde se «explica» la acción de Estado, fue escrito por el propio Roces.

Wenceslao Roces, la sombra de un crimen

El escritor Andrés Trapiello aviva la polémica sobre el papel jugado por el político asturiano en el aniquilamiento del trotsquismo en España, en 1937, en plena guerra civil.

En 1938, cuando el curso de la guerra civil española parecía decantarse definitivamente a favor del Ejército de Franco, vio la luz un libro titulado Espionaje en España, firmado por Max Rieger y con prólogo de un escritor bien conocido entonces: José Bergamín. Al prologuista, efectivamente, se le conoce. Al escritor, no. Espionaje en España (Ediciones Unidad, Madrid-Barcelona, cinco pesetas) es hoy pieza de museo. El escritor leonés Andrés Trapiello, reciente premio «Nadal», se encontró no hace mucho un ejemplar en un rastro librero. Lo compró sin dudar.

Libro de bolsillo, con austeridad propia de tiempos de guerra; crónica negra de un suceso aún no estudiado en toda su extensión, como es la aniquilación, en el sentido más literal que se le quiera dar a la palabra, del trotsquismo español, acusado de ser cómplice y espía de Franco. La firmó el Gobierno de la República, con la ayuda de algunos agentes llegados ex profeso desde Moscú para la preparación minuciosa de pruebas falsas. Se asegura que la orden la dio el propio Stalin, de quien se acaban de cumplir los 50 años de su muerte.

Andrés Trapiello enunciaba la historia en el «Magazine» de La Nueva España el pasado domingo día 2 de este mes, cuando mencionaba su encuentro con ese librito de 239 páginas que él califica de «célebre e ignominioso alegato que publicaron y perpetraron en plena guerra civil los servicios de espionaje soviético, el sicario Wenceslao Roces y el propio Bergamín, a sueldo de los estalinistas».

Wenceslao Roces, asturiano, fue senador por el Principado tras las primeras elecciones democráticas en junio de 1977, pero renunció apenas cinco meses después para regresar a la que fue su casa de exilio, México, donde murió años después. Cuando Trapiello visitó Asturias el pasado martes, día 11, se le preguntó cuál era, a su juicio, el papel jugado por Roces en la edición del libro-informe.

Fue su autor

¿Max Rieger era Wenceslao Roces? Trapiello apunta a que este Rieger, junto al nombre de los dos traductores (¿traductores de qué al qué?), Lucienne y Arturo Perucho, forman un decorado de identidades sin rostro. El libro está plagado de datos, pruebas «irrefutables», confesiones inequívocas... todo cuadra demasiado bien, de ahí la sospecha de los historiadores. Espionaje en España narra el desmantelamiento de la red de espías «rojos» al servicio de Franco, un argumento de locura, increíble a no ser porque a lo largo de las páginas del libro se explican con minuciosidad policial hasta los últimos detalles de la operación contra el POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista, donde se había refugiado la escisión trotsquista de los años treinta.

Leemos en la página 21: «El POUM, fundado por Joaquín Maurín con un puñado de aventureros (Nin, Gorkin, Andrade...) expulsados del Partido Comunista Español, reunía para los estados mayores fascistas un conjunto de condiciones especialmente ventajosas: con la apariencia de un partido revolucionario, tenía la posibilidad de infiltrar a sus hombres en las organizaciones de trabajadores, en los periódicos y en los sindicatos antifascistas.»

Los hechos se desencadenaron el 16 de junio de 1937, cuando el Gobierno daba orden de detener al comité central del POUM, en Barcelona, acusado de dirigir una amplia red de espías al servicio del Estado Mayor de los nacionales. Las autoridades reconocieron unas 300 detenciones. Dos días más tarde se enviaba una nota oficial a la prensa:

«Hacía días que los agentes de Madrid venían trabajando para llegar a descubrir una importante red de espionaje que tenía ramificaciones destacadísimas en Barcelona (...). Han sido practicadas un considerable número de detenciones, entre las que cabe destacar un contingente peligrosísimo de ciudadanos extranjeros y personalidades de un determinado partido político (...). La declaración e los detenidos, así como la documentación hallada en los registros han corroborado de una manera fulminante su culpabilidad.»

El nombre del líder Andrés Nin como uno de los detenidos es confirmado el día 22. Nin, al que los estalinistas le suponían hilo directo con el mismísimo Francisco Franco, iba a ser asesinado en un «paseo» nocturno tras sufrir prisión en Alcalá de Henares, aunque el Gobierno dio una rocambolesca versión de su fuga, organizada por agentes del Estado Mayor alemán, de la cárcel donde se encontraba recluido. Fue en la noche del 28 de junio de 1937. Esa versión oficial carga las tintas de su imaginación y asegura que uno de los integrantes del comando que liberó a Nin perdió la cartera, que contenía una carta incriminatoria. Un comando con cartera, bonita forma de perpetrar golpes de mano.

En Asturias funciona desde hace un par de años una asociación cultural Wenceslao Roces, con sede en Gijón. Carlos Penalva y Uriel Bonilla, sus portavoces, reconocen desconocer incluso la existencia del libro Espionaje en España.

«Entre los documentos que hemos manejado no encontramos relación entre Roces y esta obra», pero todo hace indicar, y desde la propia asociación se confirma, que Wenceslao Roces participa en el «maquillaje» de la muerte de Nin, un fusilamiento disfrazado de desaparición. Y lo hace desde el Gobierno, como subsecretario de Instrucción Pública, con Jesús Hernández como ministro. El mismo que, años después, se desmarcó de la ortodoxia comunista y publicó un libro de denuncia titulado Yo fui ministro de Stalin.

Penalva y Bonilla recuerdan que Andrés Nin y Wenceslao Roces se conocían, sin que esto suponga necesariamente que les uniera amistad. Ambos trabajaron en la Editorial Cenit, a la que Roces accede en 1931. Coinciden en traducciones y estudios en torno a un proyecto llamado Biblioteca Carlos Marx, de edición de los clásicos revolucionarios. Nin tradujo en su momento textos de Trotsqui, al igual que Roces.

En 1929, Trotsqui fue expulsado de la Unión Soviética, meses antes de publicar una de sus obras de referencia: Mi vida. A partir de ese momento, José Stalin puso precio a su cabeza.

El POUM aún existe, y sus militantes no olvidan. En la página web del partido, con sede en Barcelona, se recuerda aquella persecución: «...ordenada por Moscú –por Stalin mismo– y realizada por los agentes de la GPU destacados en España a ese efecto, Slutzki y Orlov, solícitamente secundados por (...) Wenceslao Roces y muchos otros que montaron la sangrienta farsa.»

Nin fue torturado y asesinado en Alcalá

El POUM asegura que Roces y los demás «fabricaron las pruebas de nuestra colusión con Franco, organizaron la campaña contra nuestro partido, efectuaron el golpe policiaco del 16 de junio, detuvieron y secuestraron a nuestros compañeros, torturaron y asesinaron a Nin, inventaron el rapto de Alcalá de Henares y prepararon el proceso contra la dirección del POUM».

Consultada la dirección del POUM, el partido afirma a este periódico que «siempre se ha supuesto que la autoría de Espionaje en España es de Wenceslao Roces, pero no hay pruebas definitivas que nosotros sepamos».

Trapiello, en su libro Las armas y las letras, un hermoso y documentado resumen del papel (muchas veces innoble) de los escritores de uno y otro signo en la guerra civil, rescata el asunto de la detención y desaparición de Nin, que había sido consejero de Justicia de la Generalitat:

«A Nin se le detuvo, se le trasladó a Madrid y jamás se volvió a saber de él. Desde el Gobierno que presidía el socialista Negrín, muy bien avenido con los comunistas, nunca se dio una explicación a este hecho. Según unas versiones fue conducido a Rusia y allí asesinado. Según otras, más verosímiles, Nin fue llevado a una checa comunista de Alcalá de Henares, donde sería torturado y más tarde asesinado. Su cuerpo nunca apareció.» Muchos años después el destacado ex dirigente comunista Fernando Claudín diría: «la represión contra el POUM, y en particular el odioso asesinato de Andreu Nin, es la página más negra de la historia del Partido Comunista de España, que se hizo cómplice del crimen cometido por los servicios secretos de Stalin.»

Y continúa Trapiello: «a los pocos meses de la desaparición de Nin se publicó un libro, Espionaje en España, de un misterioso Max Rieger, nombre de humo tras el que se esconde con toda probabilidad Wenceslao Roces (...). Páginas amañadas, falsificadas, trucadas, donde quedaba demostrado que Nin era un agente de Franco.»

Wenceslao Roces nació en 1897 en Sobrescobio y con 16 años inició sus estudios de Derecho en la Universidad de Oviedo. Terminó su carrera en 1919, con premio extraordinario de doctorado y una beca para ampliar conocimientos en Alemania. De allí regresó dos años después con el idioma aprendido hasta tal punto de permitirle algunas de las grandes traducciones de los filósofos germanos.

En Salamanca consigue la cátedra de Derecho Romano y se hace íntimo amigo de Miguel de Unamuno. En 1924, tras el golpe de Estado que ascendió a Miguel Primo de Rivera, Unamuno inicia su destierro canario y Roces lo acompaña hasta Madrid. Están aún inéditas las cartas que Roces le envía a Unamuno, en ocasiones muy críticas con la postura del escritor en relación con la dictadura de Primo. Su compromiso ideológico con el marxismo se inicia con la década de los treinta, cuando pide la excedencia voluntaria de la cátedra (1931) para vivir de no se sabe muy bien qué. En 1933 crea la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, un año más tarde se traslada a Asturias, tras la Revolución de Octubre, e intenta intermediar ante el ministro Ángel Ossorio para evitar una represión excesiva. No sólo no lo consigue, sino que acaba en la cárcel. Tras abandonarla se exilia en la URSS durante algunos meses y regresa con el triunfo del Frente Popular.

Max Rieger, el autor de El espionaje en España, es un nombre de humo tras el que se esconde probablemente Roces.

Es en este momento cuando inicia su breve pero muy intensa actividad política, o mejor, cuando ejerce el poder. Como subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes se le recuerda por su carácter estricto, en ocasiones duro. «Siempre asumió la doctrina del partido», dice Bonilla. «Era un tipo honesto», asegura el historiador comunista asturiano José María Laso, que conoció a Roces en 1977, en la campaña electoral en la que salió elegido senador.

Wenceslao Roces
Una figura histórica del comunismo español
que vuelve a primer plano

por Eduardo García
La Nueva España, 23 de marzo de 2003

Un hombre serio, retraído, autoritario, intransigente... Varios de los asturianos que le conocieron rememoran en este reportaje la figura de Wenceslao Roces, hombre clave del comunismo español y que durante cinco meses, en 1977, fue senador por Asturias antes de regresar de imprevisto a México, la tierra donde se había exiliado tras la guerra civil. Dos escritores, Andrés Trapiello y Javier Marías, han vuelto a traer a primer plano la figura de este comunista asturiano por su supuesta implicación en un oscuro episodio: la liquidación del trotsquismo en España y de su principal líder, el catalán Andreu Nin, por orden de Stalin. Así permanece Roces en el recuerdo de quienes le trataron.

Políticos que trataron al que fuera senador por la región durante un año y hombre determinante en el PCE, le recuerdan como una personalidad difícil y fanática.

El recuerdo asturiano de Wenceslao Roces

Cuentan que el Premio Nacional de Literatura de 1938 iba destinado al joven poeta levantino Juan Gil-Albert. Cuando María Zambrano, integrante del jurado que concedió el galardón, le presentó el acta al asturiano Wenceslao Roces, entonces subsecretario de Instrucción Pública (algo así como el segundo de a bordo del Ministerio de Educación y Cultura), Roces dijo que no, que él tenía un candidato mejor. Y le dio el premio a otro poeta del Sur, Pedro Garfias, autor del célebre canto a «Asturias» («...si yo supiera, si yo pudiera cantarte»). Garfias, poeta de trinchera, tuvo el tiempo justo para huir al exilio con el premio bajo el brazo.

La reciente reedición del libro Las armas y las letras, del leonés Andrés Trapiello, y la no menos reciente publicación de la novela de Javier Marías Tu rostro mañana, han reavivado la figura de Wenceslao Roces (Sobrescobio 1897–México 1992), comunista histórico, alto cargo del Gobierno de la República durante la guerra civil, miembro de la dirección del PCE en el exilio, intelectual de gran altura, el primer traductor al castellano de El Capital, de Marx, y efímero senador por Asturias tras las elecciones de 1977.

Trapiello y Javier Marías coinciden en señalarle como el más que probable autor del libro Espionaje en España, donde se construye toda una teoría de coartadas y justificaciones del aniquilamiento del trotsquismo español en 1937. Aquella operación, que se vendió como policial pero que se gestó en los despachos políticos del Kremlin con el beneplácito del Gobierno «rojo», acabó con el fusilamiento de los más destacados líderes del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), entre ellos el líder Andreu Nin, acusados de ser espías de Franco.

No hay pruebas de que Roces fuera el autor que se escondía tras el seudónimo de Max Rieger en Espionaje en España, pero la memoria de este menudo estalinista que acabó renegando a medias de su credo político cuando se conocieron los desmanes del «padrecito» Stalin está unida para siempre a esa sospecha.

Wenceslao Roces no vivió mucho tiempo en Asturias: infancia y parte de la juventud. Y un año de transición política que tiene tras de sí una peculiar historia. Socialistas, comunistas y democristianos deciden promover, en el año 1977, una candidatura única al Senado: Por un Senado democrático.

El PSOE tenía claro a su candidato, Rafael Fernández; la democracia cristiana, al suyo: Atanasio Corte Zapico. Pero entre los comunistas había más de un aspirante. Uno de ellos era Herrero Merediz.

A los socialistas, «el Mere» no les gustaba: demasiado eficaz, media edad, trabajador, con futuro... No se sabe muy bien si el PSOE convenció al PCA del cambio o si el PCA se convenció solo. Wenceslao Roces llegó a Oviedo con 80 años y sordo, lo hospedaron en un reconocido hotel de la capital y lo pasearon por la Asturias roja como un símbolo, mientras el ABC le dedicaba una campaña de desprestigio, calificándole de «indeseable».

«Llevaba consigo el aura de traductor de Marx», recuerda el ex presidente del Principado, Juan Luis Rodríguez-Vigil. «Era un hombre retraído, de relación no fácil. Una persona interesante a la que teníamos respeto, pero yo creo que tenía un fanatismo del que no se puede hacer uno idea». «Impermeable y ortodoxo, guardián de las esencias ideológicas de los viejos tiempos». Así describe a Roces el escritor y periodista asturiano Gregorio Morán, autor del libro Miseria y grandeza del Partido Comunista de España (1939-1985). Y, sin embargo, Wenceslao Roces es el único que levanta la voz cuando, a mediados de los cincuenta, el informe Kruschev explica en el XX Congreso del PCUS los desmanes del estalinismo. Roces envía una carta al Buró Político en la que dice que «el pavoroso cuadro de hechos denunciados entrañan responsabilidades que trascienden con mucho de las personales de un dirigente, por alto que éste estuviera».

Dolores Ibárruri, «Pasionaria», le envía a su vez una carta y le hace rectificar. En 1957 Wenceslao Roces reconoce ante sus camaradas que tuvo «dudas y vacilaciones» pero que promete «que no volverá a suceder». De nuevo al redil de la disciplina impuesta por la Madre Rusia. No puede ser de otra manera para un hombre que, por encima de todo, cree en la ortodoxia.

Pero volvamos a 1977. Roces sale elegido senador en junio y dimite en noviembre. El ahora presidente del Principado, Vicente Álvarez Areces, recuerda en el libro La transición en Asturias (1975-78) aquel episodio: «Wenceslao se fue a México, de donde provenía. Un día recibo una carta suya en la que me dice que se marchó y que le despida de los camaradas. Fue algo de locos.»

«Un hombre serio, eficaz, autoritario e intransigente»

El presidente del Principado recuerda así la situación en la que quedaron los comunistas asturianos, en cuyas filas entonces militaba: «Teníamos de congresista a una mujer excepcional, la Pasionaria, pero que estaba muy enferma y no recibía, y de senador a un hombre también octogenario que había regresado por su cuenta y riesgo.»

Se dice que el socialista Antonio Masip encontró a Wenceslao en Barajas. Se conocían, ya desde México, donde Masip le visitó en su casa. Roces le explicó sus planes... y los comunistas se enteraron de que se quedaban sin senador por La Nueva España, al ver publicada la noticia.

Masip tiene una imagen amable de Roces: «Le conocí en México en 1973; era un tipo entrañable pero hay que recordar que cuarenta años antes los comunistas de entonces eran como los fundamentalistas de hoy: capaces de hacer cualquier barbaridad.»

Gregorio Morán justifica al viejo patriarca en su huida: «A Wenceslao Roces el Senado español lo decepcionó (...) Allí no se hablaba de Catilina, sino de las miserias de la falta de agua o el precio de la alfalfa (...) Un buen día le hizo caso a su mujer y regresó a México, donde llevaba una vida tranquila.» En México Roces recibió las más altas condecoraciones nacionales y el reconocimiento como profesor emérito de la Universidad Nacional Autónoma, una de las grandes de América. Murió en 1992. A su lado, su mujer y sus dos hijos, Carlos y Elena, que fue «niña de la guerra». Al catedrático le dio tiempo a ser testigo del derrumbe del comunismo.

El profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Oviedo David Ruiz intenta buscar una explicación al enfrentamiento del comunista asturiano con respecto a los trotsquistas: «Roces y Andreu Nin, líder del trotsquismo español, coinciden en la URSS, es fácil pensar que se encontraron y que quizás ese encuentro generó distanciamiento. Cuando Nin vuelve a España, ya no comulga con el estalinismo.» Y ya se sabe la consigna muy en boga en aquellos años: «El que se aparta del partido se convierte en agente del capitalismo.»

El profesor asturiano Benjamín Rivaya, uno de los pocos que estudiaron a fondo la vida de Roces, recuerda su gran labor al frente de la Subsecretaría de Instrucción Pública, en especial en el traslado de los fondos del Museo del Prado cuando se iniciaron los bombardeos nacionales sobre la capital.

Wenceslao Roces no hizo nada por desmentir su participación en la liquidación del trotsquismo en España. Roces era serio, eficaz, con imagen autoritaria e intransigente, «quizá menos duro de lo que quería aparentar». El subsecretario Wenceslao Roces tiene mucho que ver en el nombramiento de los dos directores generales del Ministerio, uno de ellos asturiano. Se trataba de César García Lombardía, hombre de gran predicamento en el PC de la época. Lombardía era tío de la actual eurodiputada socialista asturiana Ludivina García Arias. Compartió exilio mexicano con Roces, y también él convirtió ese exilio en su patria.

Sobre el «caso Nikolai», la operación para liquidar el trotsquismo, y el libro justificatorio, Benjamín Rivaya apunta: «Pudiera ser que Roces ayudara a prepararlo. Desde luego, no está demostrado, si bien es cierto que Wenceslao Roces nunca se defendió contra la acusación.»

Hoy, algunos años después de su muerte, tras Roces siguen ocultándose numerosas lagunas, pero una vida de novela.

«Operación Nikolai», el relato

El escritor Javier Marías cree que la maniobra para hacer desaparecer a los trotsquistas, en la que se implica a Roces, es «la más dañina vileza cometida por un bando durante la guerra contra gente de su propio bando»

La implicación del comunista y senador asturiano Wenceslao Roces en la liquidación del trotsquismo en España –la llamada «operación Nikolai»– y en el asesinato de su principal líder, el catalán Andreu Nin, es uno de los episodios más oscuros de su biografía. Sólo hay sospechas y la certeza de que Roces, por su concepción del comunismo y del partido, era un estalinista convencido dispuesto a cumplir a rajatabla las órdenes del jefe, por duras que éstas fueran.

La figura del comunista asturiano adquiere en estos días trasfondo literario. De ella, y de ese controvertido episodio de la liquidación de Nin y el trotsquismo, se han ocupado en estas fechas los escritores Javier Marías y Andrés Trapiello.

Javier Marías escribe: «El asesinato (de Nin) y de sus camaradas –algún historiador cifra en centenares, y otros en millares los miembros del POUM y anarquistas de la CNT enviados a la fosa– (...) constituyeron la mayor y más dañina vileza cometida por un bando contra gente de su propio bando durante la guerra.»

Y prosigue: «Como remate de las descabelladas calumnias, se publicó en Barcelona, en 1938, un libro firmado por un tal Max Rieger, un seguro seudónimo, quizá de Wenceslao Roces, cuyo nombre yo conocía por haber sido, más adelante, el traductor de la Fenomenología del Espíritu, de Hegel.»

En realidad Roces tradujo a Hegel y a muchos más. Un traductor imponente de los clásicos marxistas, con perfecto dominio del alemán y del ruso. Catedrático de Derecho Romano, íntimo amigo del «monárquico» Miguel de Unamuno y, sin embargo, un ortodoxo comunista al que el POUM, aquel partido desmantelado en 1937, tachado de nido de espías, le sigue suponiendo, 66 años después, detrás de la llamada «Operación Nikolai». Un agente soviético enviado a España, Alejandro Orlov, se encargó de fabricar la forma de actuar y las coartadas. En el archivo del Servicio de Información Exterior de la Federación Rusa, que posee toda la documentación histórica de las actividades de la GPU, del NKVD y del KGB y de sus agentes, se encuentran las pruebas del complot organizado contra el POUM.

Leva Lazarevitz Feldvin –más conocido por el seudónimo de general Alexander Orlov, alias Xvied– escribió una carta a la sede del NKVD de Moscú en la que detallaba con precisión la manera de involucrar al POUM y a sus dirigentes en la red de espionaje franquista desmantelada por los servicios secretos de la República. «Esperamos grandes resultados de la operación. Después del papel que tuvo el POUM en la rebelión de Barcelona, poner en evidencia el contacto directo de uno de sus dirigentes con Franco tendría que impulsar al Gobierno a adoptar una serie de medidas administrativas contra los trotsquistas españoles y desacreditar totalmente al POUM como una organización espía alemana-franquista», decía Orlov.

El agente, en compañía de al menos dos compatriotas más y tres o cuatro españoles, perpetra una obra maestra, se nutre de datos, los reconvierte, los disfraza, fabrica pruebas y hasta participa en la detención e interrogatorio de Andreu Nin. Javier Marías relata muy novelescamente el episodio: «Orlov había encerrado a Nin en el sótano de un cuartel de Alcalá de Henares para interrogarlo personalmente (...) Nin llegó a exasperarlo de tal manera que Orlov decidió liquidarlo.»

Cuando a finales de 1938 Stalin llama a Orlov a Moscú, el agente, que no es tonto, cambió el destino, salvó su vida y se empadronó en los Estados Unidos, donde publicó un libro titulado La historia secreta de los crímenes de Stalin. Sabía de lo que hablaba. La magnitud de la operación aniquiladora la convierte en chapucera. Las calles de Barcelona amanecen con pintadas: «¡Gobierno Negrín! ¿Dónde está Nin?» Roces, o quien fuera el autor de Espionaje en España, desgrana en el libro la teoría de que Nin no fue ejecutado, sino que huyó de prisión gracias a la Gestapo hitleriana y que fue llevado a un lugar seguro de la España nacional, a Burgos o Salamanca.

Teoría que se sostiene mal, pero lo cierto es que el cuerpo de Nin nunca fue recuperado. En esta España de penumbra hay quien asegura que el trotsquista fue enterrado en una finca de El Pardo, a escasos metros del palacete que, muy poco tiempo después, se iba a convertir en la casa de Franco y la ovetense Carmen Polo. ¿Estuvo Roces detrás de todo? Su sombra aparece.

La oferta a Líster y el error de los mineros del 34

Wenceslao Roces fue una figura de protagonismo crucial en la historia reciente del Partido Comunista. Desde principios de los años treinta hasta poco antes de su muerte tuvo responsabilidades de dirección. Y lo hizo siempre desde la trastienda, desarrollando una labor oscura, más ideológica que de acción.

Quizá por eso el coronel Enrique Líster lo manda a paseo cuando, en la Barcelona de los últimos estertores de la guerra civil, recibe a un Roces animoso, que se pone a su servicio para lo que haga falta. Líster, con ácida ironía, le espeta: «Lo menos que necesito ahora son profesores de Derecho Romano.»

No era la primera vez que a Wenceslao Roces le cerraban la puerta. Cuando la Revolución asturiana de octubre de 1934 tocaba a su fin, en otra anécdota reveladora de su personalidad, Wenceslao Roces toma la decisión de acercarse al ministro Ángel Ossorio Gallardo y pedirle intermediación. Ossorio, en sus memorias, recuerda: «Cuando se advertía el inminente fracaso de la revolución, apareció en mi casa un joven catedrático comunista a quien yo había conocido en el Ateneo, y me dijo: "Vengo de Asturias. Aquello está irremisiblemente perdido pero los mineros no lo saben porque están incomunicados y piensan que toda España está ardiendo. Hay que sacarles de su error y convencerles de que se rindan entregándose a la justicia".» Roces reclamaba una comisión que atravesara la línea de fuego y hablara con los sublevados.

Ángel Ossorio le pregunta si se hace cargo que la justicia fusilará a muchos de ellos, y Wenceslao Roces le contesta que sí.

«–Yo le aseguro a usted que si se cumplen los fallos de la justicia no pasará nada. Lo que nos aterra es pensar que pueda entrar allí una soldadesca desbocada y entregarse a una matanza. Eso crearía en Asturias una tremenda huella de odios que no se extinguiría en tres o cuatro generaciones. (...) Las consecuencias de tal represión serían incalculables.»

No sólo no hubo comisión sino que Roces acabó encarcelado.

Juan Luis Rodríguez-Vigil. Ex presidente del Principado. «Era un hombre retraído, de relación no fácil. Pero tenía un fanatismo del que no se puede hacer uno idea»

Antonio Masip. Presidente de la AMSO. [Agrupación Municipal Socialista de Oviedo] «Era entrañable, pero hay que recordar que los comunistas de hace 40 años eran como los fundamentalistas de hoy»

Gregorio Morán. Escritor. «A Wenceslao, el Senado español lo decepcionó. Allí no se hablaba de Catilina, sino del precio de la alfalfa»

David Ruiz. Historiador. «Roces y Andreu Nin, líder del trotsquismo, coinciden en la URSS. Es fácil pensar que ese encuentro los distanció»

§ § §

Uriel Bonilla Suárez replica al artículo de Eduardo García

Ante una interpretación de sus declaraciones que consideran tendenciosas y erradas, los miembros de la Asociación Cultural Wenceslao Roces deciden replicar al periodista Eduardo García, centrando su alegato en las escasas fuentes documentales utilizadas para relacionar a Wenceslao Roces con el autor del libro Espionaje en España. También destacan que el PCE ha renegado de sus errores del pasado y que no tiene sentido invocar el presunto estalinismo de la organización. El encargado de replicar es el Vicepresidente de la asociación, Uriel Bonilla Suárez. La carta es publicada en La Nueva España «dos meses más tarde» de ser enviada, según se afirma en las páginas de la Asociación Cultural Wenceslao Roces, aunque sin mencionar la fecha.

De rojos y de sombras...
Respuesta al periodista Eduardo García
y reivindicación de Wenceslao Roces

por Uriel Bonilla
miembro de la Asociación Cultural Wenceslao Roces

Fue a principios de marzo cuando el periodista Eduardo García se dirigió a la Asociación Cultural Wenceslao Roces para preguntarnos por la posible relación del insigne asturiano con el libro El espionaje en España, publicado en 1938 al calor del proceso contra el Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, y firmado con el pseudónimo de Max Rieger. Previamente se había entrevistado con José María Laso Prieto, al cual estamos vinculados por afinidades y proyectos desde hace un par de años. Tomamos, pues, un largo café y charlamos de Roces largamente. Él nos habló del artículo de Andrés Trapiello del 2 de marzo en el suplemento Magazine de La Nueva España, que no habíamos leído, y del contenido de El espionaje en España, de sus proyectos periodísticos posteriores y nosotros a él de los nuestros. El resultado de su labor son dos páginas enmarcadas bajo el rótulo de «La conexión asturiana de una operación diseñada por Stalin» el domingo 16 de marzo, y dos más tituladas «Una figura histórica del comunismo español que vuelve al primer plano» el domingo 23 de marzo. Hemos de admitir que nos sorprendieron ambos conjuntos, lo mismo que a José María Laso, sobre todo el primero en donde se recogen, más o menos, nuestras afirmaciones.

Este pequeño artículo pretende ser, a pesar del tiempo transcurrido, una respuesta en alguna medida a los escritos del periodista, para aclarar nuestra postura y, de paso, la del señor García. No se extrañe nadie de nuestra demora, estas cosas conviene sopesarlas tranquilamente y sin calar la bayoneta.

Hay que aislar primeramente el problema histórico de la responsabilidad personal de Roces en el proceso del POUM. En este caso las fuentes son escasas. Se reducen a dos testimonios personales que sepamos: el de Julián Gorkin (miembro de la directiva del POUM) en El proceso de Moscú en Barcelona y el de Jesús Hernández en Yo fui un ministro de Stalin, escrito –al parecer– a petición del primero, ambos de 1974. Ninguno de los dos relaciona a Roces con Max Rieger, aunque el primero lo acusa de haber colaborado activamente en la elaboración de las pruebas que relacionaban a Nin con la Quinta Columna (mapa milimetrado del arquitecto Golfín con tinta simpática al dorso). Esta acusación es poco plausible, ¿qué pinta un catedrático de Derecho Romano en el Gabinete de Cifra del Estado Mayor del Ejército? Quizá tuvo tiempo de aprender las técnicas del espionaje en la época en que vivió en Madrid «de no se sabe muy bien qué» como apunta cumplidamente Eduardo García. Jesús Hernández, por su parte, señala como aportación de Roces al proceso la elaboración documental de las supuestas pruebas que el fiscal esgrimió contra los acusados del POUM. Esto es, desde luego, más plausible. Y por aquí quizá se llegue a la identificación de Roces con Rieger que Andrés Trapiello creía intuir hace nueve años y que hoy afirma sin ambages y sin pruebas. A este respecto Roces es culpable hasta que se demuestre lo contrario.

Para una asociación como la nuestra, que tiene en la figura de Roces uno de sus puntos de interés, la cuestión reviste gran importancia, por ello dedicaremos un amplio espacio al tema en nuestra página web en donde recogeremos puntualmente las aportaciones relevantes que al respecto se hagan.

Ahora, sin embargo, cabe preguntarse, siendo los materiales tan exiguos, con qué rellena Eduardo García espacio tan amplio. En el primero de los artículos el periodista pretende hacerse eco de una polémica que Andrés Trapiello aviva. El señor García, en realidad, la crea, puesto que ni siquiera en sus orígenes hubo tal: hubo declaraciones en dos libros ya citados que no tuvieron respuesta. Diremos mejor que Eduardo García transforma la polémica. La cuestión de la identidad Rieger-Roces es un pretexto, es el pretexto para jugar a la sinécdoque con el intelectual comunista, el Partido Comunista y el gobierno «rojo» de la República. Un juego inexacto e irresponsable, y metodológicamente peligroso, en el que todo vale y se justifica por el objetivo.

Podríamos enfocar la estrategia general del señor García en términos de la misma propaganda marxista-leninista: la repetición de la misma doctrina mil veces la transformará en una verdad. Y así, paralelamente al juego de la sinécdoque, se aplica Eduardo García a «describir» a Roces construyendo, con evidente mala fe, no ya la conexión asturiana de Stalin, no la sombra del crimen en toda su negrura sino al propio Stalin redivivo en Sobrescobio. «Un hombre serio, eficaz, autoritario e intransigente», «siempre desde la trastienda, desarrollando una labor oscura», «una personalidad difícil y fanática» para remachar –magistral golpe de efecto– con la cita de un miembro de nuestra asociación: «siempre asumió la doctrina del partido.» La cita literal de José María Laso resuena finalmente como un lamento débil y envejecido: «era un tipo honesto», casi susurra. El día 23 la estrategia es la misma, la «descripción de los hechos» es sazonada con las opiniones personales sobre la figura de Roces y con pequeñas inexactitudes sin importancia: ¿es que Orlov no era más que un seudónimo del «padrecito» para atribuirle el diseño de la «operación Nikolai»?, ¿era el POUM realmente un partido trotsquista?

El problema es que Roces no es un comunista cualquiera como el señor García habrá advertido si ha fatigado su vista con alguno de sus muchos textos que están hoy disponibles en Internet (y en los que no se encontrarán descalificaciones contra los «socialfascistas», ni referencias a los «traidores trotsquistas» y sí un trato digno para con sus enemigos ideológicos). Claro que esto no es demasiado importante porque la llamada polémica en torno a Roces, la reavivación de su figura, sólo se ha dado en la pluma de este periodista aparentemente metido a historiador. Roces era un intelectual en el amplio sentido, infatigable traductor –incluyendo Mi vida de Trotsqui cuya importancia García recalca–, gran conocedor de la historia, la filosofía y la economía y era, dígase lo que se diga y ahí están sus textos y su magisterio iberoamericano para quien lo quiera comprobar en la pantalla de su ordenador (y ya que tanta importancia se le da a los testimonios), la más acabada y prestigiosa figura comunista española hasta el día de su muerte. Quizás acabar con su prestigio removiendo cadáveres sea la mejor forma de hundir la bayoneta más a fondo, hasta su misma raíz. Quizá de lo que se trata, señor García, una vez más y he aquí la sinécdoque, es de azotar cuerpos yertos a la cara de un Partido que para la general información ha reconocido sus errores públicamente y que desde 1977 forma parte del occidental juego democrático, apuntalado en su momento con su esfuerzo. Para esto todos los medios son buenos. También la República puede ser sacrificada en el altar de la demagogia, el Gobierno «rojo» de la República asesinó a Nin y a los principales dirigentes del POUM. No es cuestión de muertos pero ¿cuáles fueron esos principales líderes fusilados con Nin? No fue desde luego Joaquín Maurín, ni Gorkin, no fue Arquer, ni Bonet, no fue Wilebaldo Solano, ¿quiénes, señor García?

En fin, si Roces fue o no Max Rieger es algo que tarde o temprano se sabrá y habremos, todos, de aceptarlo. Para los que usan de la historia como campo de batalla ya escribió Roces sabias líneas, para los que se emboscan y plantean los debates ocultando motivos y razones, también.

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20 de julio de 2003
Carlos González Penalva replica a Eduardo García
con el mismo texto que Uriel Bonilla Suárez

El día 20 de julio de 2003 publica La Nueva España en su página 92, sección de Cartas al Director, un texto firmado por Carlos González Penalva, Presidente de la Asociación Cultural Wenceslao Roces, idéntico al que acabamos de reproducir, publicado anteriormente en el mismo periódico con firma de Uriel Bonilla, y que no tiene sentido volver a reproducir aquí.

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3 de Septiembre de 2003
Un lector replica a Carlos González Penalva

Mes y medio más tarde publica La Nueva España (3 de septiembre de 2003, página 62, Cartas al Director) un escrito de Francisco Alamán Castro, replica del publicado por Carlos González Penalva el 20 de julio. Francisco Alamán Castro parece lector y estudioso sobre la Guerra Civil, por sus referencias a las memorias de los protagonistas de la contienda en el bando del Frente Popular (Peirats, Largo Caballero, Prieto, &c.) y a los autores clásicos sobre ese período (Thomas, Bolloten, César Vidal), y busca fijar la verdad respecto a los hechos en los que se involucra a Wenceslao Roces. En su carta refuta la idea de que la relación entre el profesor Roces y la muerte de Nin carezca de pruebas sólidas, niega que Nin fuera torturado en un proceso irregular y al margen del gobierno republicano y cuestiona el presunto «arrepentimiento» del PCE tras la Transición.

Arrepentidos

por Francisco Alamán Castro (Oviedo)

Leo en La Nueva España del 20/07/03 una carta de don Carlos González Penalva en la que nos afirma que el PC ha reconocido sus errores públicamente. Si se refiere al PCE le ruego que me indique fecha y documento, es la primera noticia que tengo. Es una gran alegría que estén arrepentidos de sus casi 14.000 asesinatos en Paracuellos, de los crímenes de las 61 checas comunistas en Madrid, de las otras tantas en Barcelona. Los anarquistas decían: «Las nuevas celdas eran más reducidas, pintadas de colores muy vivos y pavimentadas con aristas de ladrillos muy salientes. Los detenidos tenían que permanecer en pie bajo una potente iluminación roja o verde. Otras celdas eran estrechos sepulcros de suelo desnivelado, en declive. Tenerse en pie implicaba una tensión completa de nervios y músculos. En otras reinaba una oscuridad absoluta y oíanse en ellas sonidos metálicos que hacían vibrar el cerebro.» Peirats (anarquista), Los anarquistas, página 243, Ruedo Ibérico, París 1971, página 726.

Las quejas de los fascistas, para qué ponerlas, ya se explican bien los compañeros de la época del PCE que, como siempre pasó sin ninguna excepción con el comunismo, acaban pasando por las mismas delicias que los primeros enemigos.

También es alegría que se hayan arrepentido de los asesinatos fuera de las checas: «En Tarragona, varios afiliados del PSUC (PC catalán) asesinaron a 36 camaradas de la CNT... en Sardañola, en el cementerio, hallaron doce cadáveres de las Juventudes, horriblemente mutilados, con los ojos fuera y las lenguas cortadas.» Discurso de Federica Montseny, teatro Olimpo, Barcelona, 21/07/37.

De la bondad comunista no se salvaron ni los despistados extranjeros. Marty (comunista, jefe de las Brigadas Internacionales), en informe al Comité Central del PC francés, el 15/11/37, dice: «No vacilé y ordené las ejecuciones necesarias... Las ejecuciones ordenadas por mí no pasaron de quinientas.» (¡alma de Dios!). Habían venido voluntarios a luchar contra los fascistas. Las víctimas no confesadas fueron miles.

Aunque, dado el tono de la carta de don Carlos, no parece muy serio el arrepentimiento. Toca la muerte de Nin con una frivolidad aterradora, dice que fue fusilado. Él sabe muy bien que fue torturado hasta morir por el SIM (Policía comunista), el suplicio duró varios días. Así nos lo cuenta Jesús Hernández, ministro comunista en la época, en Yo fui ministro de Stalin, página 178. Lo confirman Enrique Castro, perteneciente al Buró del PCE de entonces, y Orlov, principal agente de Stalin en España, después desertor en USA.

Nos sigue diciendo que los otros dirigentes del POUM, Gorkin, Maurín, etcétera, no fueron fusilados. Es cierto, pero no por falta de ganas.

Dice H. Thomas: que la repercusión internacional contra el juicio del POUM fue enorme, en el juicio hubo observadores de todo el mundo antifascista.

Dice Bolloten, en La guerra civil española: Largo Caballero, Zugazagoitia y un largo etcétera de socialistas testigos en el juicio declararon a su favor y pusieron al aire las mentiras de Roces.{1}

Pavón, abogado defensor, tuvo que huir a Francia ante las amenazas comunistas, y así pasó con varios abogados más.

Mariano Gómez (presidente del Tribunal) y Hernando Solana (magistrado) afirmaron que el primero fue presionado por los comunistas y el segundo amenazado de muerte para que fuesen condenados a la pena capital. Prieto, González Peña, Luis Araquistáin, así lo confirman por escrito.

Jesús Hernández asegura: «El juicio... fue una grosera comedia montada sobre papeles falsificados... Las "pruebas", en cuya "elaboración" documental intervino muy activamente W. Roces..., resultaron tan huecas y falsas que ninguno de ellos pudo ser llevado al paredón.»{2} Yo fui ministro de Stalin, pág. 127. ¡Lo que sabría Hernández del tema!

H. Thomas, La guerra civil española, pág. 942, nos cuenta y lo confirma César Vidal, Checas de Madrid, página 205, que el SIM, ante el avance de Franco sobre Barcelona, los dejó encerrados en la cárcel, pero unos funcionarios los soltaron al huir los comunistas.{3}

Se queja muy lastimosamente don Carlos de que se sacrifique la República, en el altar de la demagogia del Gobierno «rojo». Parece como si lo del Gobierno rojo fuese mentira. Recuerde usted que la guerra terminó cuando el republicano general Casado (en su día jefe de la Casa Militar de Azaña), el más prestigioso anarquista general Mera y el socialista de más fuste de la época, don Julián Besteiro, se sublevaron contra los comunistas, a los que vencieron en una cruel lucha, haciéndoles huir de España.

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4 de Septiembre de 2003
Otra carta alude a los crímenes comunistas contra el trotsquismo

Al día siguiente de ser publicada la carta de Francisco Alamán Castro, La Nueva España publica otra carta (página 92), firmada por Luis David Bernaldo de Quirós Arias, en la que se refiere a los procesos que desencadenaron primero la persecución del trotsquismo en la URSS, y finalmente el asesinato de Trotsqui en 1940. Al comienzo de su carta, Bernaldo de Quirós hace referencia al proceso realizado contra el POUM en España, por lo que la transcribimos aquí como parte de esta recopilación.

El asesinato de Trotsqui

por Luis David Bernaldo de Quirós Arias (Oviedo)

Después de la represión feroz para afianzar el poder bolchevique, el KGB (NKVD, según la época) se dedicó, por orden de Stalin, a la caza, captura y extermino de trotsquistas. La saña con la que los comunistas los persiguieron fue implacable, aun sabiendo que eran un grupo minoritario que nunca representaron un peligro para la URSS. Pero el calificativo de trotsquista o el de hitlero-trotsquista, basado en la propaganda embustera marxista, servía para justificar el asesinato. En España se pudo ver con el proceso del POUM, exigido por Stalin, copia de los procesos de Moscú de 1936-38, con el asesinato de Andrés Nin. A tal efecto el guacamayo diario Pravda de Moscú escribía: «En Cataluña la eliminación de los trotsquistas y anarcosindicalistas ha comenzado; se proseguirá con la misma energía que en la URSS.»

Hace 63 años, el 20 de agosto de 1940, era asesinado en Méjico León Trotsqui a manos del español Ramón Mercader, a instancias del «padre del proletariado mundial», José Stalin. Éste ordenó al verdugo del régimen soviético, Laurencio Beria, que buscara a los espías más inteligentes de la Policía secreta bolchevique (entonces NKVD) para la misión. Beria le dijo que los mejores eran los «camaradas españoles», pues ya tenían experiencia en las misiones secretas de los comunistas soviéticos en la guerra civil española. «La sagrada misión» fue confiada a la agente catalana María de las Heras («camarada Patria»). Ésta se infiltró en el mundo de Trotsqui y le acompañó a Méjico, desde donde envió a Moscú información sobre sus movimientos e incluso mandó un plano de su casa. Ella sería la encargada del asesinato. Sin embargo, ocurrió un hecho no previsto: «Orlov», representante de la inteligencia soviética en España, desertó y se fue, ¡cómo no!, a EEUU. Se temió que el desertor revelara cosas sobre María, por lo que fue llamada a Moscú y apartada de la misión.

Bería nombró entonces jefe de la citada misión a Pavel Sudoplatov (conviene leer el libro de éste Operaciones especiales), quien siguió decantándose por españoles. En las listas que confeccionó había dos ex ministros del Gobierno republicano, pero Beria le dijo que había que utilizar a gente poco conocida. Los elegidos pertenecían al grupo «Madre», formado por Caridad Mercader y su hijo Ramón. La madre era de confianza, ya que era amante de un oficial de la NKVD, L. Eitingon.

Ramón sedujo a Silvia Agueloff, que estaba introducida en los círculso trotsquistas parisinos, lo que le permitió infiltrarse en dichos círculos. Esto le sirvió para viajar a Méjico con Silvia en compañía de su madre y de Eitingon. Ramón viajó como empresario que quería conocer a Trotsqui. Fue presentado a éste por su novia, con lo que visitó varias veces la casa de León.

En la elección del arma para perpetrar el atentado, tanto Caridad como Ramón y Eitingon se decantaron por un piolet. Una vez cometido el asesinato, Ramón tenía que salir de casa de Trotsqui y huir en un coche en el que le esperaban Caridad y Eitingon.

Pero la cosa no salió como estaba planeada: Trotsqui movió un poco la cabeza antes de recibir el golpe de Ramón, lo que permitió que la víctima no muriese en el acto y le diese tiempo a llamar a sus guardaespaldas. El asesino fue capturado y condenado a 20 años de cárcel, logrando ocultar su personalidad durante años. Fue descubierto por un comunista español renegado. Nunca confesó a las autoridades mejicanas que había actuado por orden de Stalin.

Caridad se refugió en varios sitios antes de regresar a la URSS, en donde recibiría la Orden de Lenin, máxima condecoración de la derrumbada Unión Soviética por su participación en el crimen.

Ramón Mercader salió de la cárcel de Méjico en agosto de 1960 y se trasladó a Moscú con Raquel Mendoza, a la que había conocido en prisión. También recibió la Orden de Lenin, de manos de Shelepin, jefe del KGB, aparte de la estrella de oro de héroe de la Unión Soviética. Por los servicios prestados le proporcionaron un piso en Moscú, una residencia de campo y una jubilación de general, amén de un trabajo en el centro de estudios marxistas-leninistas de la capital. A su mujer le dieron otro trabajo en Radio Moscú, en la sección de habla española.

Ramón murió en 1978, siendo enterrado en Moscú con el nombre falso de Ramon Ivanovich López, héroe de la Unión Soviética, no sin antes haber pasado varios años en Cuba actuando de consejero personal de Fidel Castro.

León Trotsqui había tenido otro atentado del que salió ileso. Su autor fue un pintor mejicano (Siqueiros), fanático comunista que, encabezando un comando, entró en el domicilio de León disparando a bocajarro, pero sin conseguir alcanzarlo tanto a él como a su esposa y a su nieto.

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Finaliza aquí esta recopilación de documentos recientes sobre uno de los miembros más destacados del exilio español, el profesor Wenceslao Roces. La polémica que aquí se transcribe no está cerrada, ni mucho menos, aunque ya ofrece una serie de materiales que pueden ser de utilidad, tanto para desentrañar como para esclarecer algunas incógnitas sobre la II República y la Guerra Civil española. Con tal fin la publicamos y que sean los lectores y colaboradores de El Catoblepas quienes juzguen su pertinencia.

Notas

{1} El historiador norteamericano Burnett Bolloten señala cuatro factores que «contribuyeron a absolver al POUM de la acusación de espionaje». El que se cita aquí aparece como el segundo: «El testimonio favorable de Araquistáin, Caballero, Irujo, Montseny y Zugazagoitia.» Burnett Bolloten, La guerra civil española: Revolución y contrarrevolución. Alianza Editorial, Madrid 1989, págs. 792 y 793.

{2} Bolloten reproduce el texto completo de Jesús Hernández como la clave primera de la absolución del POUM: «La falsedad manifiesta de los documentos, particularmente del que tenía el mensaje con una "N" en tinta simpática, que hicieron una burla del proceso. Jesús Hernández, miembro del buró político en aquellos momentos, afirma que "El proceso que se siguió contra los demás dirigentes del POUM fue una grosera comedia montada sobre papeles falsificados y declaraciones arrancadas a miserables espías de Franco, a quienes se prometía salvar la vida (después eran fusilados) si declaraban que habían mantenido contacto con los hombres del POUM... Las "pruebas", en cuya "elaboración" documental intervino muy activamente W. Roces [Wenceslao Roces, subsecretario de Educación], resultaron tan huecas y falsas que ninguno de ellos pudo ser llevado al paredón de ejecución». Bolloten, La guerra civil española, págs. 792-793. Las otras dos claves descritas por Bolloten son: «3. La valerosa defensa de los acusados», y «4. El hecho de que la NKVD no hubiera logrado arrancar una confesión a Andrés Nin» (pág. 793).

{3} «Un indicio del caos reinante lo constituyó el destino de los miembros del POUM detenidos en las cárceles republicanas: Gorkin, Andrade, Gironella y otros. Los responsables de su detención, que eran funcionarios del SIM, pretendían dejarlos en Barcelona, abandonados a merced de Franco. Pero posteriormente, la mayor parte de los presos fueron trasladados hacia el norte. Al llegar a un punto determinado, en las inmediaciones de la frontera francesa, los guardianes se pusieron a disposición de los detenidos. Una vez en territorio francés, sin embargo, fueron devueltos a España de buenas a primeras. Y sólo unos días más tarde pudieron huir del país definitivamente, teniendo que ocultarse lejos de la carretera, cuando, por casualidad, vieron pasar el automóvil negro del juez José Gomis, que les había condenado». H. Thomas, La Guerra Civil Española, Volumen 2, Grijalbo, Barcelona 1976, pág. 942.

 

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