Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 20, octubre 2003
  El Catoblepasnúmero 20 • octubre 2003 • página 13
Artículos

Peripatéticos, patéticos e impotentes

Rufino Salguero Rodríguez

Comunicación al 39 Congreso de Filósofos Jóvenes, Gijón 2002

«Lo siento por los que en materia de gusto no tienen más criterio que la moda, y no han de encontrar de su agrado esta verídica historia, porque en ella se trata de estudiar el estado de alma de un perro; y ya se sabe que el arte psicológico, que estuvo muy en boga hace muchos años, y volvió a estarlo hace unos diez, ahora les parece pueril, arbitrario y soso a los modistos de las letras parisienses, que son los tiranos de la última novedad.» Leopoldo Alas Clarín{1}

«El ser humano ha conocido tiempos más sombríos; tan bobos, posiblemente no.» Luis Goytisolo{2}

Hay que aclarar por qué estos dos textos encabezan la presente comunicación, y en qué sentido nos remitimos a ellos. Respecto al texto de «Clarín», efectivamente pretendemos analizar el «estado de alma de un perro» que esperamos que no esté muerto aunque, creamos, está agonizando: la filosofía crítica del presente. Y sugerimos que esa agonía tiene que ver, en primer lugar, con lo que el texto de «Clarín» denunciaba ya a finales del siglo XIX: la «moda parisiense». Traducido a la actualidad, y en relación a la filosofía, esto quiere decir que la filosofía del presente, y la española en particular, ha orientado sus pasos hacia el postmodernismo, el pensamiento fragmentario, Foucault..., de manera acrítica y pueril. Al conjunto de filósofos que de tal manera siguen al maestro francés les llamaremos peripatéticos, y aunque tentados estamos de justificar tal apelativo como lo haría uno de los personajes de «Clarín», porque «discurren con los pies», vamos a contentarnos con la interpretación literal «alrededor del patio». Un patio en el que, por muchas vueltas que le den, siempre rondan en torno a un mismo pozo, el del «poder», del que poca sustancia sacan.

En segundo lugar, consideramos que la ausencia de una filosofía crítica se debe a la que, curiosamente, podemos decir es la dirección opuesta a la que señala «Clarín» en su tiempo: la moda del «arte psicológico». El gremio de psicólogos y pedagogos ha invadido de tal modo la estructuración, no sólo de los programas escolares, sino de la propia imagen de la sociedad, que la filosofía ha quedado impregnada por esta tendencia, psicologizándose hasta tal punto que podríamos decir que, como tal filosofía crítica, queda desdibujada. A los que han seguido esta tendencia les llamaremos patéticos en su sentido clásico: aquellos que ponen el «pathos», la emoción, el sentimiento como núcleo central de su reflexión y como panacea para resolver todos los conflictos y problemas.

¿Y los impotentes? Pues lo somos todos los profesores de filosofía, en cuanto que no hemos sabido, no ya resolver, sino ni siquiera plantear los problemas más acuciantes de nuestro presente. Y aquí queda justificado el segundo texto que encabeza esta comunicación. Vivimos unos tiempos «bobos», como dice Goytisolo, en la medida en que el diálogo, más que como dialéctica, ha sido interpretado de forma ñoña e interesada como consenso, acuerdo pacífico, &c.

Peripatéticos

Dado que el punto de vista desde el que quiero partir para hacer el análisis es el de la filosofía en el Bachillerato (aunque evidentemente éste no se pueda deslindar del marco más general de la filosofía en España y de un contexto ideológico más genérico), se me permitirá aludir a un curso del que fui asistente, organizado por el Colegio Oficial de Doctores y Licenciados de Madrid. El curso, celebrado del 19 al 30 de noviembre de 2001, llevaba como título «La filosofía desde la perspectiva de los profesores de bachillerato», y estaba dedicado, dentro de un ciclo, al curso de primero. Fue impartido por cuatro profesores de Institutos de Enseñanza Secundaria: Augusto Klappenbach, Juan José Jiménez, Francisco Castilla y Manuel Sánchez Ortiz de Urbina.

Dejando de lado un análisis exhaustivo de cada una de las intervenciones de los ponentes (en la que cada uno de ellos se ocupó de un núcleo temático del programa de primero de bachillerato), y poniendo en un aparte al profesor Francisco Castilla, sí interesa para nuestro propósito el señalar la tendencia general del curso. En él se podía detectar tanto la huella del llamado pensamiento postmodemo, como la influencia psicologista a la que antes hemos aludido. Se criticó a la filosofía como sistema, entendiendo que supone una concepción de la filosofía totalizadora y, por lo tanto, absolutista, dogmática y atrasada. Se argumentaba afirmando que estamos en la época del pensamiento fragmentario, parcial, interpretándolo, como no podía ser de otra manera, como pensamiento abierto y crítico. Se defiende, por lo tanto, una concepción de la filosofía como disciplina que, ante todo, debe hacer problemáticos y remover los conocimientos que los alumnos creen absolutos. Este cuestionamiento y duda sólo se pueden detener, para el profesor Klappenbach, en los principios éticos que, además, ya no son susceptibles de ser argumentados.

El profesor Juan José Jiménez justifica la tesis de su compañero afirmando que es una postura de larga tradición filosófica, pues fue nada más y nada menos que Platón el primero que puso como principios fundamentales de su filosofía los propiamente éticos. Juan José Jiménez, por su parte, defendió la tradición del relativismo, bajo el supuesto de que ha sido una escuela histórica mal comprendida e injustamente criticada. El relativismo aportará a los alumnos el cuestionamiento de sus falsas seguridades. Ofrece, además, un criterio de verdad totalmente pragmático en función del acuerdo social, lo contrario no es más que satisfacción narcisista.

Finalmente, el profesor Manuel Sánchez Ortiz de Urbina, como complemento, creemos, de las posturas anteriores, defendió una enseñanza de la filosofía que podríamos calificar de «culturalista», en cuanto apostaba por una filosofía que no fuera excesivamente académica, abstracta, lejos de las preocupaciones de los alumnos y que, en cambio, fuera incluida dentro de una perspectiva más amplia. Esta perspectiva sería la de una historia de la cultura donde se hiciera ver al alumno cómo Europa ha contribuido a construir los grandes valores de la Humanidad: tolerancia, derechos humanos, democracia... y cómo estos valores abstractos están relacionados con el arte, la música, &c... Todo este discurso fue amenizado por el profesor exponiendo diapositivas donde se mostraba la relación, por ejemplo, entre la teoría platónica del alma y las esculturas de carros conducidos por aurigas.

Aunque hubo voces discrepantes, aparte de la mía, entre los asistentes al curso (incluida la del propio presidente del Colegio), la pregunta crucial es: ¿es ésta la tendencia general de los profesores de filosofía de bachillerato?, ¿están la mayoría de los profesores en torno al patio postmoderno? Considero que el presente Congreso puede ayudar a responder a estas preguntas y que, el determinar el perfil de los profesores de filosofía de bachillerato (mucho más oculto que el de las universidades), es uno de los aspectos que hace interesante un encuentro como éste.

En el caso de que la respuesta fuera afirmativa (la del postmodernismo peripatético de estos profesores) estaríamos ante una realidad penosa. En primer lugar, no es admisible considerar la ética como muro ante el cual deba detenerse el relativismo (como en el problema de la ablación del clítoris) para, a continuación, declarar que los principios éticos son indiscutibles en el sentido de que no es posible argumentar sobre ellos. Apelar a Kant en estos casos ¿no es caer en la misma limitación que cuando se apelaba a Dios o a cualquier otro dogma de fe o dato revelado? ¿No es esto antifilosofía? Argumentar, a su vez, que ya desde Platón hay una larga tradición donde se ponen los valores éticos como fundamentos de un sistema filosófico, es erróneo. Es conocido el hecho de que Platón se interesa ante todo por los problemas políticos de su tiempo, pero es precisamente la naturaleza de esos problemas los que obligan al fundador de la Academia a plantearse una serie de ideas abstractas y las relaciones entre ellas (las relaciones entre la Idea de poder y la Idea de justicia, por ejemplo) que están actuando en el ejercicio de la propia política. De aquí deduce Platón dos cosas fundamentales: en primer lugar, y siguiendo el intelectualismo de su maestro Sócrates, que los conceptos éticos pueden y deben ser argumentados como los propios conceptos matemáticos; y, en segundo lugar, la necesidad, para tratar cuestiones ético-políticas, de remontarse a ideas que ya no pertenecen estrictamente a este ámbito puesto que lo desbordan (como la Idea de Uno o el problema de la relación entre las Ideas y las cosas). Como puede verse esto no es lo mismo que decir que los principios éticos sean fundamentos irracionales, sino todo lo contrario, y es además señalar que aunque estos valores se pueden tomar como principios fundamentales de un sistema filosófico, lo serán en cuanto que se recurre a las otras partes del sistema.

En segundo lugar, consideramos que la reflexión que desde el postmodernismo, y más en concreto desde Foucault, se puede hacer en torno a la Idea de poder es no sólo banal sino incluso peligrosa. La crítica al poder, tan cacareada y convertida en lugar común, no sólo del postmodernismo, sino de la llamada «intelectualidad», no deja de ser un «flatus voci» si no se especifica a qué tipo de poder nos estamos refiriendo. ¿De qué poder estamos hablando? De todo el poder, se contestará, en cuanto «el poder todo lo absorbe». ¿Cabe mayor vaciedad de conceptos? Además, una vez establecido el primer analogado del concepto de poder, por ejemplo el poder político, ¿cabe suponer que todo poder político es negativo?

Suponemos que un «poder», para poder ser criticado, sólo cabe enfrentarle otro «poder» y no un «no poder» o una impotencia. Creemos que el propio Foucault admite esto, pero al cargar el término poder con una connotación exclusivamente negativa, cae en una especie de pesimismo estructural y en un relativismo que algunos asumirán como el mejor síntoma de apertura y antidogmatismo. Lo único que queda, dirán, es la duda, la perplejidad, el pensamiento fragmentario. Para nosotros lo que queda es la perplejidad idiota de aquellos que no quieren enterarse de la existencia de ciertos saberes objetivos y la anti-filosofía, la sofística. Algunos critican la postura postmoderna en tanto que sólo posibilita el planteamiento de los problemas y no su solución, y en esto, al fin y al cabo, todos coincidimos. Nosotros iríamos más lejos: tampoco coincidimos en el planteamiento de los problemas, puesto que incluso para plantear correctamente un problema hay que partir de ciertas verdades indudables, hay que clasificar y en la clasificación no cabe, muchas veces, la neutralidad. Es precisamente la construcción de un sistema de Ideas la que puede hacer resaltar tanto las armonías (y de esta forma se evita la pluralidad vacua del postmodernismo, donde «todo vale», cercana al nihilismo) como las contradicciones (alejándose así de un pensamiento dogmático).

Algunos defenderán que lo importante en el bachillerato es plantear problemas a los alumnos, inyectarles la duda cartesiana para vacunarles de toda seguridad falsa y dogmática. Pero la duda puede ser más falsa que ciertas verdades asentadas: las de las ciencias que los propios alumnos están estudiando. Y las dudas y problemas habrá que plantearlas a partir de ellas. De lo contrario, la alternativa que se dé al poder ¿no será la impotencia? ¿No se sentirá el profesor de filosofía ante los alumnos como el profesor Zurita del cuento de «Clarín»:

«Zurita, por cumplir con la ley, explicaba en cátedra el libro de texto, que ni pinchaba ni cortaba; lo explicaba de prisa, y si los chicos no entendían, mejor; si él se embrollaba y hacía oscuro, mejor, de aquello más valía no entender nada. En cuanto hacía buen tiempo y los alumnos querían salir a dar un paseo por mar, ¡ancha Castilla!, se quedaba Zurita solo, recordando sus aventuras filosóficas como si fueran otros tantos remordimientos, y comiéndose las uñas, vicio feo que había adquirido en sus horas de meditación solitaria. Era lo que le quedaba del krausismo de don Cipriano, el morderse las uñas.»{3}

¿Y si no es a la impotencia, no nos llevará la actitud postmoderna a legitimar precisamente el poder ya establecido?

Patéticos

Consideramos como otro gran peligro, no sólo de la enseñanza de la filosofía, sino de la educación en general, la invasión de la psicología, como patrón que dictamina el camino a seguir en la enseñanza media. El gran fracaso que está suponiendo la E.S.O. no debe imputarse a la falta de medios económicos, como tantas veces se está repitiendo en los medios de comunicación y, por mimetismo, los propios profesores. Es el contenido mismo de los planes y programas el que debe ser considerado como causa del bajo nivel de los conocimientos alcanzados por los alumnos. Y son los profesionales de la psicología y de la pedagogía o de ese nuevo híbrido llamado psicopedagogía que acaba de construirse, los que han determinado, en gran medida, la orientación de la enseñanza primaria y secundaria.

Ya esa división de conceptos, procedimientos y actitudes, que ha vuelto locos a la mayor parte de los profesores, supone una concepción pedagógica determinada en la que se pretende eliminar el excesivo peso que los contenidos memorísticos tenían en el sistema de enseñanza anterior. Pero en la tradición filosófica, desde la Academia y desde Aristóteles, se ha distinguido entre saberes teóricos y saberes prácticos, y debemos recordar que la práctica de la filosofía reside en las palabras y la argumentación, en su fuerza de convicción y que, por lo tanto, la argumentación es una forma de acción. Pero ¿no es más bien contraproducente la separación entre teoría y praxis, especialmente a la hora de ser evaluadas? ¿No lleva a que los profesores pongan notas fingidas? ¿No ha llevado a que muchos profesores, intentando en el mejor de los casos adaptarse a la nueva pedagogía, hayan aprobado a sus alumnos porque rellenaban folios (procedimientos) o porque participaban mucho en clase (actitudes), aunque en realidad lo que escribieran o dijeran fuera banal?

Dejando de lado la, por fin, discutida normativa de que el alumno no repita curso por el «trauma» que le supone el estar junto a compañeros de menor edad que la suya, creo que el mayor mal de la enseñanza causado por esta injerencia casi dictatorial de la psicología (de la cual no dudamos que en ciertos aspectos ejerza una función necesaria y beneficiosa) es la generalización y formalización de los contenidos. Se empiezan a despreciar, por demasiado específicos y banales o porque son más fáciles enseñarlos o porque ya están disponibles en las enciclopedias y en las nuevas tecnologías y al alumno hay que enseñarle ante todo a organizar ese material, los contenidos tradicionales como la historia, la literatura, las matemáticas... Para reivindicar que lo verdaderamente importante en la enseñanza es el formar a los alumnos en la creatividad, la autoestima, la asertividad, la conflictividad. Los «problemas del mundo», las guerras, los conflictos... se imputarán a cómo las generaciones anteriores no han sido educadas para resolver los problemas de manera «dialogante». Cómo la inseguridad, la falta de autoestima y, como consecuencia, «el miedo al otro», son las causas del racismo y de la falta de entendimiento entre los seres humanos.

Pero esto no es más que puro formalismo. Los conceptos de autoestima o de creatividad son términos vacíos carentes de contenidos y no porque confundamos conceptos con contenidos y creamos, influidos por los prejuicios del antiguo sistema, que sólo los conceptos puedan ser incluidos como contenidos (pues el mismo término «autoestima» puede ser dividido en los consabidos tres elementos de la evaluación). No es por prejuicio, sino porque creemos disponer de la capacidad crítica necesaria como para poder entender que se trata de conceptos oscuros y confusos. Pues ni siquiera la enseñanza de la historia es una actividad clara, sino meramente retórica y confusa si no se ofrecen los contenidos concretos de lo que se quiere decir con «historia». Y esto lo demuestra el reciente debate sobre la enseñanza de esta asignatura en relación a los programas respectivos en función de las comunidades autónomas.

Sí pensamos que los términos anteriormente aludidos arrastran además una mayor carga abstracta y genérica por ser precisamente conceptos propios de la psicología y por lo tanto, alusivos a la subjetividad. ¿Cómo interpretar la autoestima como objeto en sí mismo de la enseñanza? ¿El amor a sí mismo se puede independizar de las conductas y las ideas del sujeto? ¿Se puede justificar el amor a sí mismo independientemente de que el sujeto tenga conductas inmorales o ideas ridículas? Inmediatamente nos saldrán al paso los psicopedagogos afirmando que esas ideas estúpidas y conductas horrendas serán debidas a la falta de asertividad o de autoestima. Pero esto es lo que hay que demostrar y lo que no está nada claro. De los terroristas que destruyeron las torres gemelas se podría decir que tenían una gran seguridad en lo que estaban haciendo, un saber decir no a la política imperialista de los EE.UU., también una gran capacidad de no evitar los conflictos y enfrentarse a ellos; sobre la creatividad de sus acciones no cabe establecer ninguna duda, pues todo el mundo ha quedado sorprendido por la absoluta novedad de estos ataques, y cabrá sospechar que los terroristas se querían a sí mismos mucho a pesar, o precisamente por, haber realizado tales actos.

De lo que yo no dudo es de que, desde el punto de vista subjetivista que tiene la psicología, es posible desvincular los conceptos anteriores de los contenidos concretos a los que pudiera referirse, pero desde el punto de vista de la filosofía esto es inadmisible. Un psicólogo puede sospechar que los terroristas «en realidad» no se quieren a sí mismos, pero nosotros podemos afirmar que, al menos, no hay incompatibilidad entre sus actos y las habilidades psicológicas que se pretenden inculcar a los alumnos. Y son esos actos los que hay que valorar, no ya desde el punto de vista psicológico, sino histórico, político y por lo tanto, filosófico. Y esto es lo que nos lleva a otorgar a la enseñanza de la filosofía una importancia fundamental en la crítica a lo que no es más que un reduccionismo. En primer lugar porque la capacidad lógica y crítica de un individuo que no tiene autoestima puede ser mayor que la de un individuo que se quiera muchísimo y tenga una seguridad «a prueba de bomba» pero, sobre todo, porque si reconocemos algún valor a la autoestima y a los demás conceptos psicológicos es a través de la construcción concreta de su persona, donde su «cariño hacia sí mismo» deberá ser justificado y argumentado.

Lo anterior nos lleva a una reivindicación de la ética entendida como capacidad de argumentar y enjuiciar, es decir, entendida como filosofía moral. Y a llevar al terreno de la ética lo que muchas veces se entiende que es competencia de la psicología. Hace ya veinte años, en un artículo sobre la filosofía moral en el bachillerato, Gustavo Bueno decía:

«Sospecho que el auge impresionante del interés por la Psicología que, desde el Bachillerato viene observándose entre los jóvenes (y que les empuja con frecuencia a preferir la carrera de Psicología, frente a otras opciones), no es propiamente psicológico, científico, sino precisamente moral, ético (y lo que es más interesante, de una moral o ética de orientación muy precisa). En la época del franquismo, la moral quedaba inserta en el marco de la Teología, como hemos dicho, por parte de los que constituían la estructura del sistema dirigente. Pero por parte de la oposición, por así decir, quedaba subordinada a la política –a la «moral revolucionaria» de los militantes–. Se diría que, disuelto el marco teológico (al menos para una inmensa mayoría de ciudadanos) y disuelta su contrafigura, el marco político de la moral (al descargarse los partidos políticos de cuestiones llamadas ahora privadas, personales o metafísicas, en nombre de las libertades democráticas), los ineludibles intereses morales se habrían ido a cobijar en el nuevo marco que comenzaba a armarse en España, a través sobre todo del marketing y de la publicidad, el de la Psicología humana, el de la Psicología como humanismo. De donde, según esto, resultaría que el interés por la Psicología es confuso y aun espurio, en un noventa por ciento de los casos, cuando el interés por la Psicología es un modo equivocado de denominar al interés por las cuestiones morales, un interés elaborado generalmente en la forma de fijación de objetivos terapéuticos, en definitiva, de una dirección moral de las conciencias que, cuando no acuden al Zen, adoptan las maneras de una pseudociencia o de unas técnicas pseudocientíficas, de una «medicina del alma» entendida en el sentido más prosaico, que va desde las técnicas de adaptación o de relajación hasta incluso las técnicas del masaje. Por ello, frente al psicologismo (no ya frente a la Psicología científica que, en modo alguno, puede confundirse con una moral), parece que es imprescindible reivindicar el verdadero nombre de los intereses que empujan hacia la elección de carrera a una gran parte de nuestros jóvenes. Porque no es el individuo psicológico –que es (lo que para muchos constituye insuperable paradoja) lo más abstracto y genérico– aquello que puede llevamos siquiera al centro de los problemas por los cuales ese individuo se interesa, los problemas éticos y morales, que precisamente no se configuran ni en el plano sociológico político, ni en el plano individual psicológico, sino en el momento en el que ambos planos se entrecruzan, en el cual el individuo asume las normas y costumbres sociales como propias o extrañas, para juzgarlas, junto con otros individuos.»{4}

La cita es larga, pero vale la pena comprobar cómo, después de los veinte años transcurridos desde la publicación de estas palabras, son plenamente actuales y mantienen más que antes su vigencia crítica en una época donde el psicologismo es ya apabullante y determina no ya la filosofía, sino toda la enseñanza, como ya hemos dicho.

Pero es que, además, actualmente ocurre que no sólo hay problemas estrictamente filosóficos que han sido «raptados» por la psicología, sino que la propia filosofía se ha metido en el campo de la psicología. Esta conquista es sólo aparente y no deja de tener sus peligros. No referimos a ese mercado de libros que pasan por ser filosóficos pero que no pasan de ser irrisorios manuales de autoayuda. El lector queda engañado, creyendo que está accediendo a los grandes problemas filosóficos, pero de forma amena y, sobre todo, que es lo que piden ahora los consumidores-alumnos, planteados de tal manera que tengan relación con los problemas de su vida cotidiana. Vale la pena recoger la denuncia que José Luis Pardo hace de este hecho en su artículo «Filósofos y sofistas»:

«Este género, como casi todo, nació en Estados Unidos y se exportó con beneficios a la mayor parte de Europa (incluso en España, donde aún el poder ejecutivo parece sentir necesidad de justificaciones discursivas más o menos tertulianas, se establecieron franquicias de las multinacionales del soul-building); como en otro tiempo sucedió supuestamente con la religión, la filosofía se estaba retirando de los controvertidos terrenos de la Verdad y de la Justicia y se estaba transformando en un asunto privado, y los libros de filosofía se estaban disfrazando de prontuarios religiosos para el perfeccionamiento personal y el fomento de las virtudes íntimas de la tolerancia y de la solidaridad hacia los otros (como si la indisposición hacia los demás fuese un problema psicológico provocado por algún defecto de ingeniería sentimental en la construcción de la personalidad).»{5}

Pardo cree que, después del 11 de septiembre, la tendencia anterior será substituida por otra de corte parecido pero en diferente sentido, pues como la legitimación intelectual «se ha descubierto de pronto como una necesidad perentoria, se empiezan a buscar urgentemente intelectuales capaces de argumentar sin vergüenza, a favor de la nueva cruzada contra el infiel, que ahora se llama fundamentalista». En definitiva, se trata de buscar de nuevo una salida pragmática e inmediata para la filosofía, y eso que los postmodernos afirman que el poder actual está desdibujado, es más invisible y ya no se puede «cortar la cabeza del rey». Suscribimos totalmente las últimas palabras del artículo de José Luis Pardo:

«Alguien dijo que no es malo que haya sofistas (porque al detectarlos evitamos confundirlos con el verdadero filósofo, si algún día damos con él); pero cuando, en lugar de llevar sus libros ocultos bajo el brazo por vergüenza, como sugería Platón, los exhibimos con descaro, parece que hubiéramos olvidado que el ejercicio de la función de crítica pública, que todo el mundo espera de la filosofía, sólo es posible, de acuerdo con la sabia observación de Kant, cuando ella acepta convertirse en una Facultad inferior, es decir, cuando evita ser utilizada por los poderes públicos o privados mediante la costosa e impopular estrategia que consiste en no querer ser inmediatamente útiles ni en términos económicos ni en términos políticos.»{6}

¿Quiénes son algunos de estos sofistas? La oposición a la que se refería Gustavo Bueno en el artículo anteriormente citado, el movimiento anti-clerical, por decirlo así, ¿no debería redefinir, reenfocar al «enemigo»?, y esto en función del propio artículo y de otros del mismo autor, como su prólogo al Protágoras de Platón. ¿No son auténticas homilías los discursos que nos «regalan» los psicopedagogos? ¿No son los psicólogos y los pedagogos los nuevos curas de la sociedad democrática? Pero unos curas que ahora interpretan la conciencia e incluso los conflictos socio-políticos en función de la subjetividad. Y hasta los sacerdotes, ya en sentido propio, de la Iglesia Católica están siendo influidos por la tendencia psicologista y «salen del armario» esgrimiendo la razón de que todo el mundo tiene derecho a quererse a sí mismo «por ser gay, gordo o menina de Velázquez».

Impotentes

Por lo dicho hasta aquí, no extrañará que tanto el postmodernismo como el psicologismo hayan encontrado en el democratismo y su ideología de lo «políticamente correcto» su medio ideal para desarrollarse y, recíprocamente, contribuir a la fortificación de la falsa conciencia democrática. En un admirable, por lúcido, artículo publicado en El País por Luis Goytisolo, el mismo que se cita en el encabezamiento de esta comunicación, se dice:

«Las consecuencias más nefastas de la corrección política, no se refieren a los rigores terminológicos imperantes en algunas universidades norteamericanas, sino a la imagen del mundo que va calando en la sociedad a través de los medios de comunicación y de los programas de los partidos políticos.»{7}

Aunque el artículo de Goytisolo lleve un título de corte psicológico, «Frustración y narcisismo», es curioso cómo le da la vuelta al psicologismo que hemos criticado anteriormente, para denunciar cómo la ideología de lo políticamente correcto (que impregna y es impregnada por ese psicologismo) convierte los conflictos en frustración y la autoestima en narcisismo. Después de aludir a cómo los problemas planteados en el libro de Sartori La sociedad multiétnica son simplemente rechazados o incluso ignorados por improcedentes, por ser sospechosamente racistas (y habrá que aludir aquí al más reciente debate sobre la forma de vestir de los alumnos en el aula, o a la negativa de algunos padres a que su hijos reciban clases de religión católica o de gimnasia, o a la exigencia de estos padres a que el Estado subvencione las clases de religión musulmana), alude Goytisolo a una situación muy interesante para ilustrar el tema tratado en esta comunicación:

«Distinta, pero referida al mismo tipo de mentalidad, es la observación de Fernando Savater relativa al rechazo, que de forma creciente cunde en el alumnado, hacia toda argumentación llevada a sus últimas consecuencias. Esto es: a todo debate entre dos o más partes en el que una de ellas, con sus razonamientos, termine convenciendo a la otra o a las otras de que estaban equivocadas. Ese ejercicio dialéctico, esencia misma del espíritu socrático, es entendido por más de un alumno como una intolerable intromisión o, mejor, como una humillación. «Tú tienes tus ideas y yo las mías, ¿vale?» Como si todas las ideas fuesen igualmente válidas o los interlocutores fuesen hinchas de distintos colores deportivos. Rebatir es arrebatar, un atentado contra la propia singularidad, del mismo modo que la simple mención de la existencia de problemas es considerada como una insufrible ofensa cometida contra un mundo en el que las injusticias pertenecen al pasado.»{8}

Si la filosofía quiere ser verdaderamente dialéctica debe tener en cuenta las ideas del alumnado y, por lo tanto, aunque «a priori», esté bien proclamar que la función principal de la filosofía sea la de poner en duda y socavar las falsas seguridades de los alumnos, ¿cómo olvidar que los alumnos están instalados precisamente en el relativismo, en el subjetivismo del todo vale y del respeto a todas las opiniones? ¿No debe ofrecer la filosofía ciertas verdades, no absolutas, pero sí mínimamente objetivas? En definitiva, ¿no debe criticar el propio relativismo? Ya hemos indicado, además, que la duda sólo puede brotar a partir de la convicción de ciertas verdades. Lo contrario, ¿no es sencillamente impotencia?

Es aquí donde la postura «postmoderna» muestra su mayor debilidad: la crítica al poder no puede ser rechazo a todo poder. Espinosa ya sabía que lo contrario al poder es la impotencia y la impotencia genera tristeza. Como dice Goytisolo, el individuo al que se dirige toda la metralla postmoderna, «al contemplarse en el espejo, se ve a sí mismo nimbado por un mundo variado, tolerante y fácil». La afirmación anterior es una de las pocas en las que el término tolerancia es empleado con una connotación negativa. No hay ocasión aquí de hacer un análisis exhaustivo del concepto de tolerancia, pero sí conviene hacer una alusión a cómo actualmente se hace un uso abusivo y, muchas veces, incorrecto de este término, pues el que se declara tolerante no es más que, en numerosas ocasiones, un impotente.

No conozco ningún análisis del concepto de tolerancia más riguroso que el que Gustavo Bueno recoge en su libro El sentido de la vida,{9} y a él me remito. Sin embargo, un artículo de Ángel Manuel Faerna, recientemente aparecido en la revista Claves tiene, al menos, el mérito de plantear correctamente el problema:

«¿Cómo hemos llegado a hablar de la tolerancia como un bien y no, en todo caso, como un mal menor? ¿No hay algo extraño en tener que respetar lo que uno tendería a ver como ilícito o en permitir a otros lo que uno no se permitiría a sí mismo?»{10}

Para contestar a esta pregunta el autor realiza un apretado aunque, creemos, acertado análisis histórico de los cambios de mentalidad ocurridos en la sociedad moderna respecto de la antigua y la medieval. También estamos de acuerdo en la intencionalidad de su postura de apartarse tanto del absolutismo como, especialmente, por ser en nuestra sociedad la actitud más frecuente, del relativismo:

«Una perspectiva que se separa tanto del racionalismo ingenuo como de ese no menos ingenuo relativismo, según el cual la tolerancia no pasaría de ser un 'valor occidental' (relativización que pretende alcanzar también al conocimiento científico, por supuesto). Pero la tolerancia no puede relativizarse culturalmente como el valor de una tribu: independientemente de dónde haya nacido, implantarla es declarar que ya no valen los valores de las tribus, sino únicamente lo que vaya surgiendo de la autocrítica y experimentalista 'comunidad moral'. Abogar por la tolerancia es reclamar y reconocer el derecho a discutir y a experimentar, a proponer algo mejor o más eficaz, y no sacralizar cualesquiera fines o valores por el mero hecho de presentarse como tales. El racionalista, al menos, no puede verlo de otro modo: ha abrazado el principio de no asentir nunca sin razón, que es justo lo contrario de la razón de asentir siempre y por principio.»{11}

Pero, diciendo esto, creemos que el autor está confundiendo tolerancia con libertad de expresión. Nosotros estaríamos de acuerdo en que el concepto de tolerancia no es relativo, pero sí que es un concepto vacío, como el de intolerancia, si no se pone en relación con contenidos concretos. Una vez expresada la opinión en esa «comunidad moral», regida por lo que el autor llama principio de tolerancia, puede que la opinión deba ser retirada por no ser tolerable (por defender, por ejemplo, a un grupo terrorista como E.T.A.) ¿Por qué instituir la palabra tolerancia como valor absoluto? ¿Por qué ese miedo a la palabra intolerancia? Habrá que desactivar ese miedo desconectando el término de su asociación con el llamado «absolutismo» o «totalitarismo», ofreciendo los contenidos concretos, y esto sí que hay que exigirlo, de aquello que no toleramos, especialmente en aquellos casos donde la palabra tolerancia es más dañina: cuando encubre la impotencia, legitimándola.

Pensamos que uno de estos casos lo constituye el postmodernismo, y la filosofía del presente en tanto que es deudora del mismo. La pretendida apertura del pensamiento postmoderno, su relativización, su crítica no matizada del poder, no es más que el síntoma de su impotencia, de la falta de conceptos para poder analizar la realidad; su todo vale y la pretendida democratización de todas las ideas no es otra cosa que la incapacidad para poder establecer una jerarquía de valores donde se vean claramente las diferencias. Esta impotencia es la que le llevaría, curiosamente, a ser, en muchas ocasiones, un instrumento del poder legitimado, es decir, del liberalismo más feroz, en cuanto que es el liberalismo competitivo el que gustaría de una ideología donde todo poder es igualmente negativo y donde el que aparentemente elige qué es lo que, en última instancia, es verdadero o válido es el consumidor.

Para ir terminando como empezamos: en cuanto que la filosofía española se deje guiar por la moda francesa y no por el rigorismo caeremos en su impotencia analítica, a pesar del posible éxito editorial. Por poner una muestra muy significativa: hace muy poco El País publicó a doble página un debate acerca de «la muerte de las lenguas» a raíz de la aparición de dos libros sobre el tema. Uno de los libros, No a la muerte de las lenguas, es del francés Claude Hagège; el otro, El paraíso políglota es del español Juan Ramón Lodares. Creemos que son muestras muy pertinentes de lo que puede ser la actual manera francesa de enfocar las cuestiones, frente a la manera, mucho más concreta, matizada y menos formal de la española. Véanse algunas de las afirmaciones del francés, como por ejemplo que «la desaparición de una lengua equivale a la desaparición de una cierta manera de interpretar el mundo», o las lenguas han sido y son el mejor medio para «burlar la nada» o que cada una de ellas no es más que «aquel dialecto presente (en un momento dado) que establece una autoridad política, al mismo tiempo que su poder, en un determinado lugar.»{12} ¿Se perciben la vaciedad y el formalismo de tales afirmaciones? Frente a estas afirmaciones contrapongamos las de Lodares: «¿No habrá detrás de su actitud [la de Hagège] una defensa del francés, que ha retrocedido en los últimos años? o «la muerte puede verse como una catástrofe o como un proceso en el que se pierden lenguas, pero se ganan facilidades de comunicación, que es para lo que están las lenguas» o, finalmente, «de hecho sí se ha obligado a gente a hablar español, igual que a pagar en euros o a usar el sistema métrico decimal. Si miramos el mundo desde un punto de vista angélico, hay muchas cosas de la vida social que son violencia.»{13} Si el que lee las frases anteriores no está ya miope por la «moda francesa» no podrá dejar de ver la impotencia conceptual de las Hagége frente a las de Lodares.

Nota

{1} Leopoldo Alas Clarín, «El quin», en Cuentos completos (II), Alfaguara Madrid 2001, 3ª ed. rev., pág. 116.

{2} Luis Goytisolo, «Frustración y narcisismo», El País, 27 de octubre de 2001, pág. 22.

{3} Leopoldo Alas Clarín, «Zurita», en Cuentos Completos (I), Alfaguara, Madrid 2001, 3ª ed. rev., pág. 312.

{4} Gustavo Bueno, «Reflexiones sobre la función de la filosofía moral en el Bachillerato», El Basilisco, nº 14 (julio 1982-febrero 1983), pág. 92.

{5} José Luis Pardo, «Filósofos y sofistas», El País, 29 de diciembre de 2001, Suplemento «Babelia», pág. 9.

{6} Ibidem.

{7} Luis Goytisolo, Op. cit.

{8} Ibidem.

{9} Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996.

{10} Ángel Manuel Faerna, «Cómo ser tolerante sin renunciar a tener razón», Claves de Razón Práctica, nº 118 (diciembre 2001), pág. 71.

{11} Ibidem, pág. 76.

{12} El País, 2 de marzo de 2002, Suplemento «Babelia», pág. 14.

{13} Ibidem.

 

El Catoblepas
© 2003 nodulo.org