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El Catoblepas, número 21, noviembre 2003
  El Catoblepasnúmero 21 • noviembre 2003 • página 14
Artículos

Sujeto y morfodinámica de la cultura

Antonio de Murcia Conesa

Comunicación al Congreso Filosofía y Cuerpo: debates sobre la filosofía de Gustavo Bueno (Murcia, 10 al 12 de septiembre de 2003)

Esta comunicación quiere destacar la importancia de la tesis de la secularización y de las metáforas biológicas en el modelo morfodinámico de desarrollo cultural, expuesto por el profesor Bueno en El mito de la cultura{1} y pergeñado ya en textos anteriores sobre ontología, antropología y teoría del símbolo. Finalmente intentará plantear algunas cuestiones acerca de la función de las modulaciones del término «cultura» clasificadas como subjetivas tanto en la génesis como en el desarrollo del modelo de referencia. El orden de la argumentación que sigue no pretende ser sistemático, sino más bien reflejar el curso de algunas dudas suscitadas a lo largo de mi lectura.

Introducción:
Posibilidad de una lectura «desenvuelta» de El mito de la cultura

He de decir que mi primera incursión en El Mito de la Cultura –también mi primera incursión en la obra de su autor– llevaba toda la traza de ser una lectura «envuelta» precisamente en aquello que el libro se encarga de criticar o triturar: quizás contribuía a ello –además de mi escaso conocimiento de la filosofía del autor– el tono polémico con que la crítica mediática, incluso la más favorable, acogió la obra, proyectando en su recepción algunos lugares comunes del debate periodístico. Probablemente el lector alemán tampoco se librará de esas proyecciones: el pasado año, un crítico del berlinés Tageszeitung subrayaba la coincidencia de la publicación en Alemania del libro de Bueno con la traducción al español del best-seller de Dietrich Schwanitz La Cultura. Todo lo que hay que saber insinuando cierta simetría entre ambas.{2} No estoy, pues, muy seguro de si el profesor Bueno estaba en lo cierto al afirmar en el preludio a su libro que éste «no va a ser leído por quienes están envueltos en el mismo mito al que el libro se refiere».

Para una lectura lo más «desenvuelta», es decir, filosófica, posible, es conveniente no perder de vista que el objeto del libro de Bueno, no es la Cultura, sino la idea de Cultura. Pasando quizás por alto esta distinción algunos críticos como Javier Sanmartín han reprochado al autor no haber desarrollado una tipología exacta que describa y acote diferencialmente los distintos tipos de cultura, cosa que sólo podría hacerse aceptando la pertinencia, sin más, de la propia idea de Cultura, por un lado, y de una de sus posibles determinaciones, por otro. Mas el asunto es mucho más complejo, pues lo filosóficamente relevante es la propia presencia de esa concepción de la Cultura como algo no cuestionado, asumido por el saber académico y el mundano con toda la confusión y oscuridad que comporta.

En un reciente artículo, titulado precisamente «La idea de cultura»,{3} el profesor Bueno establece una clasificación de las diferentes modulaciones del término cultura en virtud de cuatro oposiciones (concepto/idea, cultura determinada/genérica, subjetual/objetual, y emic/etic). De acuerdo con el esquema clasificatorio resultante de la combinación de estas oposiciones, el propio «mito de la cultura» resulta ser una idea, genérica –es decir, no determinada o circunscrita– ,objetiva u objetual y establecida desde una perspectiva emic –en la medida, entendemos, en que envuelve a los sujetos operatorios agentes de una cultura y a sus representaciones. Que sea posible articular la crítica filosófica a partir de esta idea del «mito de la cultura» se debe a su estrecha imbricación con casi todo el resto de ideas de la cultura, ya sea la Creación, la Formación, la Nación, el Espíritu, la Historia y, en fin, toda una serie de ideas presentes en los distintos contextos doxográficos con los que la crítica filosófica ha de enfrentarse.

Pero ¿qué es en realidad lo mítico de la idea de Cultura? Su presencia se manifiesta en tres dominios constitutivos de la ideología contemporánea: el nacionalismo (mito de la identidad cultural), la antropología cultural (mito de la cultura subjetiva y del relativismo étnico) y la totalización del saber (mito de la cultura universal). En estos tiempos de lo que se ha venido en llamar «globalización», es este último mito de la cultura universal, convertido en exigencia de una miscelánea inacabable, el que parece haber hecho más indisociables las modulaciones objetivas y subjetivas de la cultura, de manera que, desde una perspectiva ilusoria, parecería haberse alcanzado el ideal de una Bildung total. De esa concepción más bien sagrada de la Bildung, tan envolvente como escurridiza a la crítica, constituye un ejemplo perfecto el citado libro de Schwanitz, subtitulado triunfalmente con el lema Todo lo que hay que saber.

1. Compromiso antimetafísico de la crítica a la idea de Cultura

Precisamente para no sucumbir a la confusión reinante en torno a ella, es preciso demostrar que la idea de cultura objetiva es la idea de cultura por antonomasia, o lo que es lo mismo que, en cuanto idea, la cultura es primordialmente objetiva y, sólo por derivación, subjetual. Pero para reconstruir esa idea de cultura en sus justos términos se hace preciso un estudio de génesis que conduzca al momento en el que toma cuerpo de doctrina la idea resultante de lo que Bueno describe como tres cursos de operaciones: la objetivación o disociación de las obras respecto a los agentes que las producen, la totalización de esas diversas objetivaciones en una unidad sustantiva que integra unas líneas objetivas con las otras y la oposición entre ese conjunto formado por las acciones de los hombres y la totalidad denominada «Naturaleza». Y ese momento de formulación doctrinal de la idea, en el siglo XVIII con Herder y posteriormente con Fichte y Hegel, es indudablemente metafísico. Al contrario de lo que ocurre con la metafísica inherente a algunas modulaciones subjetivas de la cultura, la idea sustancial de cultura objetiva, despojada de toda hipóstasis y articulada desde una perspectiva histórica, permite reconstruir una concepción morfodinámica libre de toda trascendencia metafísica. Es, por cierto, este carácter decididamente antimetafísico el que, a mi juicio, hace de la crítica de G. Bueno a la idea de Cultura un capítulo esencial en su filosofía, entre otras razones porque supone una inflexión radical en lo que llamaríamos su compromiso con la finitud del pensamiento. Un compromiso en el que, aun reconociendo la singularidad de la crítica materialista a toda idea trascendental o idea-fuerza, se deja ver esa huella kantiana que, a pesar de los pesares, voces tan autorizadas como la de Pérez-Herranz no se cansan de repetir.

Cabe la posibilidad, sin embargo, de que algún lector –alemán o español– de El mito de la cultura busque, por descuido o suspicacia, en el sistema morfodinámico de Bueno alguna hipostatización de las ideas y conceptos morfológicos, a la manera del organicismo que muchos investigadores aplicaron durante las primeras décadas del siglo XX en el estudio de las Kulturwissenschaften. Este morfologismo –diseccionado en los años veinte por el sociólogo del conocimiento Karl Mannheim en sus estudios sobre el pensamiento conservador– estaba inspirado en una filosofía de la Vida que buscaba intuitivamente las manifestaciones del Espíritu en el despliegue de las objetivaciones morfológicas.{4} Pero la morfología del modelo de Gustavo Bueno no responde a espiritualismos escurridizos, sino a la lógica de una estructura matricial que reconstruye el «todo complejo» de la cultura, disponiendo sistemáticamente las relaciones entre sus partes distributivas (esferas culturales: cultura maya, esquimal o valenciana) y sus partes atributivas (categorías culturales: casas, ceremonias, música). Tampoco la dinámica inherente a ese complejo –en la tradición alemana la Cultura es considerada un Bewegungsbegriff– es revelada por intuición simpática alguna, sino que obedece a una «ley del desarrollo inverso de la evolución cultural». Según ésta, las relaciones entre esas partes de la cultura evolucionan desde un estado inicial en que la independencia entre las esferas culturales es máxima, es decir, la diversidad cultural es mayor, hasta un estado final en que tal separación es mínima, ocurriendo el proceso inverso en las partes atributivas del todo complejo (los productos culturales), cuya separación va haciéndose cada vez más acusada (y la fabricación y uso de tales productos más sujetos a la especialización y más distantes del cuerpo).

2. Tesis de la secularización

Algún otro lector, tan poco avisado como el anterior, podría sugerir que la hipóstasis de algunas ideas morfológicas es evitada por Bueno al precio de caer en una suerte de estructuralismo autorreferente. Pero es indudable que, de acuerdo con la argumentación de Bueno, la idea de Cultura como estructura morfodinámica no flota por sí sola ni ha emergido espontáneamente de otras estructuras: su formación y desarrollo sólo son comprensibles en tanto que está inserta en procesos históricos. En mi opinión, hay dos elementos básicos en la argumentación de Bueno para entender la conjugación de las perspectivas histórica y ontológica en la idea de Cultura como estructura morfodinámica : la tesis de la secularización y la metáfora biológica. La tesis de la secularización afirma que la idea (o estructura envolvente) de Cultura se ha tenido que formar a partir de ideas (o estructuras envolventes) precursoras, lo que explicaría que no se configurara ni en la Antigüedad ni en la Edad Media. Hasta la Edad Moderna la idea de un Reino de la Gracia hacía imposible pensar en un mundo espiritual a escala humana. Sólo con la fragmentación sufrida tras la reforma protestante y la formación de estados nacionales, el Reino de la Gracia se transformó en la idea homóloga y análoga del Reino de la Cultura. Esa transformación es ilustrada por el profesor Bueno con la descripción de analogías entre las distintas manifestaciones del mito de la cultura (nacionalismo, antropologismo, cultura universal) y nociones teológicas: así, por ejemplo, la analogía entre Espíritu Santo y Espíritu del Pueblo, entre el naturalismo de la sociobiología de la cultura y el naturalismo de los teólogos de la Gracia o entre la liturgia de los domingos y la asistencia a eventos culturales de fin de semana. Podríamos afirmar que Gustavo Bueno se sitúa, así, en la estela de autores que, principalmente en el ámbito alemán, han hecho de la secularización una clave en la explicación del pensamiento moderno desde Max Weber hasta, con muchos matices, Hans Blumenberg. Lo que, a mi juicio, diferencia en este punto a Bueno de otras tesis sobre la secularización es –aparte de sus interpretaciones políticas e históricas– el carácter morfológico que le confiere. Éste le permite explicar, sin menoscabo de su condición histórica, la necesidad de las mediaciones entre las ideas situadas en los extremos del proceso de secularización, excluyendo cualquier interpretación mentalista o sociologista. Ese carácter morfológico es expresado en términos biológicos: que la idea de Gracia sea precursora de la idea de Cultura (insistamos en la consideración de las ideas como estructuras envolventes, objetivas), es posible «en el sentido de lo que en zoología son los órganos análogos de una especie respecto a otra posterior».

3. Metáforas biológicas y concepto de «refluencia»

La metáfora biológica, o mejor zoológica es, pues, esencial en la crítica al mito de la cultura, pues hace inteligibles las mediaciones entre los desarrollos de distintas estructuras envolventes. Aparece en casi todos los distintos momentos de la acribia: al presentar las partes del cuerpo de las esferas culturales en términos de capas basal, conjuntiva y cortical; al describir el desarrollo de las culturas como una multilinearidad análoga a la de las estructuras zoológicas, o al comparar la relación entre la cultura objetiva y las representaciones de los sujetos envueltos por ella con «los huesos que van consolidándose en el embrión de un vertebrado», comparación homóloga al símil geológico de los «cristales» que van formándose en las propias «corrientes saturadas de sustancias disueltas». Cabe, pues, también afirmar que la filosofía de Bueno considera, como también lo hacen otras filosofías contemporáneas,{5} la relevancia de ciertas metáforas para la crítica filosófica, incluso la necesidad de neutralizar algunas de efectos devastadores como la «base o cauce externo que sostiene o canaliza desde fuera la corriente de la vida (de la cultura)», inherente a las concepciones subjetualistas de la cultura.

Que el marco biológico desde el que opera la crítica de Bueno a la idea de Cultura, nada tiene que ver con el morfologismo espiritualista de los cultivadores de las Kulturwissenschaften antes aludidos se advierte ya en la metáfora principal de su argumentación. Mientras aquéllos basaban su discurso en la metáfora del Organismo (con sus procesos de desarrollo en sus distintas edades, de la infancia a la vejez, como en Frobenius o Spengler), inspirada, por otra parte, en un vitalismo irracionalista, la analogía que rige el modelo morfodinámico de Bueno es la de la biocenosis. El sistema morfodinámico de la cultura tendría así su análogo en las comunidades de organismos y no en los organismos considerados aisladamente: la dinámica cultural estaría, pues causada directa y formalmente por la confluencia y enfrentamiento con otras culturas, lo que permite atribuir ese dinamismo a sistemas procesuales morfológicamente invariantes, es decir, en equilibrio dinámico o en estado estacionario. Mas ¿hasta que punto es metafórico el empleo de categorías biológicas en el análisis del mito de la cultura? La metáfora entraña un desplazamiento o traslación de sentido entre ámbitos cuyas morfologías pueden permanecer mutuamente ajenas; Bueno entiende, sin embargo, la mediación entre las estructuras del mundo biológico y del mundo cultural en términos de refluencia. Entender que esta refluencia tenga lugar en el mismo proceso histórico de secularización requiere adoptar el nada metafórico argumento zoológico, la única vía abierta –según el materialismo– para desbordar el idealismo en la medida en que «implica la consideración del mundo apotético que envuelve a los animales en cuanto sujetos operatorios». Pero esa vía no se circunscribe a la etología, sino que cabría considerarla también como una perspectiva anatómica y fisiológica que desborda, en cuanto que morfología, la misma perspectiva etológica. Que la adopción de esta perspectiva zoológica pueda hacer inteligibles algunas transformaciones estructurales involucradas en procesos históricos como la secularización, no reductibles al ámbito naturalista, no hace sino confirmar la continuidad –no evolutiva– que Bueno advierte entre morfologías naturales y culturales. De acuerdo con las tesis del materialismo filosófico, la descripción de ambos tipos de morfologías, dados siempre en el mundo fenoménico, hace precisamente injustificable la distinción entre ellas salvo que se asuma la distinción, metafísica, entre Naturaleza y Cultura. Y esta es la clave ontológica del cuestionamiento de la idea de Cultura: ¿qué necesidad hay de someter a la sombra de una idea confusa, de origen teológico y localizada en los territorios míticos de la identidad étnica y de un vago saber universal, unas realidades que, inscritas en el ámbito de la materialidad terciogenérica, no tienen ningún misterio para su tratamiento disciplinar, ya se trate de la tabla periódica de los elementos químicos, el teorema de Pitágoras o una partitura musical?{6}

4. «Corrientes subjetivas» y «medio cultural». Teoría del símbolo

Establecidas en estos términos las líneas evolutivas inherentes a la idea objetiva de Cultura, cabe preguntarse por la función que en ellas desempeñan los sujetos. Si aceptamos que, como sostiene Gustavo Bueno, la reducción de la cultura subjetiva a objetiva, no implica la disolución, sino la reconstrucción de la primera, hay que preguntar en qué consiste esa reconstrucción. Sin duda para contestar es preciso remitirse a la teoría del espacio antropológico que proporciona el marco conceptual insoslayable para comprender la condición corporal y operatoria del sujeto de los procesos culturales. Pero, con toda probabilidad, esta teoría será ampliamente tratada en este Congreso por voces mucho más autorizadas.{7}

Que la vida de los hombres se vea envuelta y orientada por trayectorias no previstas por ellos, sino por formas objetivas que, resultado histórico de sus mismas operaciones, sobrepasen su «horizonte operativo», parece ser un argumento de peso contra el mito de la identidad cultural y el «vitalismo» que reduce la cultura a la vida y la voluntad de los sujetos. Sin embargo, no parece suficiente para definir la relación entre el medio cultural y los sujetos envueltos por él. Se hace preciso subrayar, como hace G. Bueno, la incorporación de «las corrientes que circulan en el medio» a «la poderosa corriente subjetiva social», al modo como –de nuevo metáforas biológicas– el CO2 del océano se imbrica en el esqueleto de los corales o el oxígeno del aire en los pulmones. Llama la atención que, en este contexto, Gustavo Bueno utilice expresiones como «corriente subjetiva social»: ¿no sería un síntoma, a pesar de todo, de la potencia de la modulación subjetiva de la idea de Cultura y las dificultades para librarse de ella? Otra vez un lector descuidado podría evocar, siguiendo la pista alemana, aquellas expresiones como «memoria social», «espíritu colectivo», incluso «psique colectiva», con las que una parte importante de las Kulturwissenchaften ponía nombre a los sujetos de sus morfologías. Esas ciencias de la cultura, incluidas las denominadas ciencias del arte y la literatura, hicieron del símbolo el fulcro entre las tradiciones formales y las «corrientes subjetivas», la conciliación entre, por así decir, lo exterior y lo interior de los procesos culturales.{8}

Todos estos intentos de conciliación tienen en común concebir al símbolo a partir de una escisión tajante entre lo consciente y lo inconsciente que lo constituyen, es decir entre la cultura, entendida como lo convencional o arbitrario, y la naturaleza , entendida como lo interno y hasta cierto punto oculto del símbolo. Precisamente los argumentos que Gustavo Bueno utilizó para refutar esta distinción en su artículo de 1980, «Imagen, símbolo, realidad»{9} –desconocido para mí de no ser por el siempre esclarecedor consejo de Pérez Herranz– son muy relevantes para comprender la génesis de su crítica al mito de la cultura y por qué ésta sólo puede efectuarse desde un método dialéctico. Se trata en este ensayo de posibilitar la articulación entre los tres términos del título, para lo que se establecen tres divisiones. De acuerdo con ellas se presenta, frente al «método metafísico», una triple propuesta metodológica: la reducción de la imagen subjetiva (psicológica, formal) a imagen objetiva (corpórea, enfrentable a su objeto, producto de las operaciones de un sujeto); la reducción de los símbolos externos (convencionales, arbitrarios) a internos (obedientes a una lógica interna), y la reducción de los significados (con la concepción que entrañan de la realidad como esencia) a referencias (corpóreas, existenciales). De esta propuesta se sigue la refutación de la interpretación subjetivista de la cultura como actividad y producto de energías inconscientes, ocultas tras la arbitrariedad del símbolo. La pertinencia gnoseológica de esa arbitrariedad es negada tajantemente por Bueno atribuyéndola al «olvido» de la relación causal del símbolo con su objeto; un objeto que no es exterior, sino que está determinado por las mismas prácticas humanas que determinan al símbolo. El símbolo como ensamblamiento, configuración práctica, incluye siempre factores inconscientes –en un sentido objetivo–, en la medida en que la conciencia de unas relaciones en un plano exige siempre la inconsciencia de relaciones en otro plano que, influyendo sobre las primeras, sólo se tornarán conscientes cuando el objeto al que nos remitan se inserte en el contexto adecuado. Esta idea de Símbolo –como la de Imagen y Referencia– debilita la potencia del subjetivismo cultural, de corte espiritualista, pues «decir que los símbolos nos introducen en la esfera de lo espiritual es decir que la esfera de lo espiritual es la esfera de las categorías apotéticas».

5. Función dinámica de las ideas de Formación y Habitus

Así, pues, la presencia de esas «corrientes subjetivas» en la argumentación se entiende en tanto que conjugadas con las formas objetivas que las determinan, tales como los símbolos. Ahora bien, ¿qué función desempeñan, entonces, los conceptos o ideas clasificados como «subjetuales» en la génesis y desarrollo de la idea de Cultura? Esta cuestión, a mi juicio, no termina de hacerse explícita en El mito de la Cultura. Consideremos ideas tales como la Formación (Paideia, Bildung), la cultura animi, o el habitus. ¿Hasta qué punto son estructuras reducibles a cultura subjetiva? Por ejemplo, con respecto a la tesis comentada de la secularización del medieval Reino de la Gracia, ¿no sería también esencial en la conformación histórica de la moderna idea de Cultura la transformación de la idea de Studium en la idea de Formación o Bildung? Se trata, sin duda, de ideas bien distintas. Es cierto que ambas se refieren al aprendizaje, pero no sólo a él. El Studium era no sólo la enseñanza, sino la estructura que permitía la existencia misma de la latinitas, una estructura envolvente –como señala Bueno– internacional como la Iglesia y generadora de formas objetivas jurídicas, religiosas, literarias o musicales. Esa idea de Studium, y con ella la de latinitas es, en mi opinión imposible de concebir sin la de Habitus. Precisamente Gustavo Bueno ha visto en el habitus el único vestigio de la idea subjetiva de Cultura en las categorías de Aristóteles, la única que «a ras de tierra» respondería –dentro de la hipótesis procesal sobre la génesis de la tabla aristotélica– a la pregunta por el sujeto en cuanto que vestido, la única en fin, que remite a una determinación en la capa π. Llevada de la tabla de categorías –en especial de la octava categoría– al sistema de enseñanza presidido por la Retórica, el habitus como fin y también herramienta de ese Studium es incorporación de esquemas, producto de la repetición de una serie de prácticas programadas y reguladas institucionalmente dentro de un Estado. El sujeto de tales prácticas nunca es considerado como una conciencia individual, sino como miembro de una red de relaciones religiosas, sociales, políticas, literarias, &c., insertas en la tradición.{10} Es muy significativo que la idea objetiva de Cultura se configure cuando la Retórica, y por tanto el Studium, desaparece como principio rector de la educación y cuando la concepción reproductiva de la escritura empieza a ser sustituida por la creativa. Una época en la que, por otra parte, el desarrollo tecnológico en ciernes exige habitus para la manipulación de máquinas y herramientas antes que de tópicos y tropos literarios. Por eso quienes desde el siglo XIX se lamentan de la fragmentación de Europa –de su idea de Europa–, atribuyen ésta a los efectos de la Revolución Industrial; por eso la reivindicación de la idea de Europa como idea de latinitas por parte de los neohumanistas tiene lugar, sobre todo, tras la expansión de las Escuelas Politécnicas.

La transformación, en fin, de la idea de Gracia en la idea de Cultura está también mediada por la que tiene lugar entre estructuras igualmente envolventes como el Studium-Habitus y la Educación-Bildung. Que éstas últimas se refieran a los sujetos y sus procesos de formación no indica que recaigan sólo sobre ellos, toda vez que entre sus elementos constitutivos figura su regulación jurídica y administrativa dentro de un Estado. Cabría preguntar, por último, si en el estadio final del desarrollo cultural, es decir en el estadio de la universalización real provocado por el capitalismo, una vez que las partes atributivas han alcanzado su mayor grado de separación –entre ellas y con respecto a las operaciones de los sujetos corpóreos–, y las esferas culturales su mayor grado de confusión, una idea –desmitificada, desculturizada– de Educación o Formación se estaría volviendo tan necesaria como prescindible se ha vuelto la de Cultura. Una idea cuya referencia no sea la jungla de un supuesto saber universal («todo lo que hay que saber»), sino la articulación de las disciplinas que permitan conocer adecuadamente esas partes atributivas de la fenecida cultura y entender la complejidad de sus relaciones.

Notas

{1} Gustavo Bueno, El mito de la cultura, Prensa Ibérica, Barcelona 1996.

{2} Jan Engelmann, «Gustavo Bueno y Dietrich Schwanitz exploran las líneas del frente en la Kulturkampf», Berlin, Die Tageszeitung, 13-8-2002. No escapó, sin embargo, al crítico la significativa sustitución en el título español del original Bildung o «Formación» –menos atractivo para el público hispano– por el de Kultur o «Cultura» –menos atractivo para el público germano–, como tampoco la diferencia entre el carácter divulgativo y de entretenimiento del texto alemán y el carácter científico y analítico del español. Lo que sí le pasó desapercibido fue que si algo de interés tenía esa coincidencia editorial era el hecho de que el libro de Schwanitz confirmase de forma inequívoca algunas de las modulaciones del mito de la cultura señaladas por el profesor Bueno, en particular el mito del saber total. Que, ya no sus detractores, sino los propios valedores mediáticos de un libro lo elogien de acuerdo con criterios envueltos en supuestos incompatibles con las tesis de ese libro revela bien un problema apasionante de teoría de la recepción, bien, simplemente, que no se ha leído, o al menos se ha pasado como sobre ascuas por el grueso de su argumentación (¿no estará sucediendo algo semejante con otros textos de Bueno como El mito de la izquierda?).

{3} Gustavo Bueno, «La idea de cultura», en Llinares & Sánchez (eds.), Ensayos de filosofía de la cultura, Madrid 2002, págs. 9-40.

{4} Ese espiritualismo dominante en muchas interpretaciones de la idea de Cultura no es, sin embargo, patrimonio de quienes buscan su dinámica interna. Un destacado estudioso de las Kulturwissenschaften, Ernst Rothacker, poco sospechoso de conservadurismo reaccionario, estableció una distinción entre «alta cultura» y «cultura primitiva», en virtud de la respectivamente mayor o menor diferenciación entre sus partes atributivas o, en su terminología, «ramas de la cultura». Esa distinción podría ajustarse hasta cierto punto a la estructura matricial que Bueno propone, si no fuera, entre otras razones, porque no contempla ninguna posibilidad de transformación entre ellas y porque cifra el valor de ambas en las distintas maneras de conectar con la espiritualidad a través de su capacidad para dar forma a lo más profundo de la Vida. Cf. W. Perpeet, «Kultur, Kulturphilosophie» en Ritter & Gründer (eds.),Historisches Wörterbuch der Philosophie, Darmstadt 1976, págs. 1309-1323.

{5} No es éste el lugar para ello, pero sería interesante comparar el empleo de las metáforas en la filosofía de Gustavo Bueno con la metaforología desarrollada por Hans Blumenberg, como herramienta para la historia del pensamiento, en una serie de obras que, poco a poco, van apareciendo en español: así, si en Blumenberg el concepto de metáfora absoluta es una instancia irreductible a la sistematización –constituye el núcleo de lo que él llama «inconceptuabilidad»–, la metáforas de Bueno sólo son posibles precisamente dentro de una sistematización filosófica. Quizás lo que aquí esté en disputa sea la compatibilidad entre crítica y voluntad de sistema: imposible desde esa metaforología, necesaria desde el materialismo filosófico. Cf. H. Blumenberg, Naufragio con espectador, Madrid 1995 y Paradigmen zu einer Metaphorologie, Bonn 1960.

{6} Si la perspectiva morfológica de un Spengler llevaba a diagnosticar el fin de la cultura en virtud de procesos espirituales, disfrazados de biología, como el de la Civilización, en el polo opuesto, la morfodinámica de Bueno y su ley de desarrollo de las culturas entraña el reconocimiento de un proceso de desculturalización que confiere a la idea de Cultura un valor gnoseológico nulo. El valor gnoseológico lo entrañaría precisamente la tesis de la desculturalización, en la medida en que ésta dejaría libre el camino para reconocer en los fenómenos considerados culturales –y, por tanto idiográficos–, tales como las instituciones, su condición nomotética, es decir, su posibilidad de ser reconstruidos –no sin residuo– categorialmente.

{7} Baste aquí recordar que es en el despliegue de esta teoría del espacio antropológico donde se pretende disolver el problema del dualismo entre naturaleza y cultura al reexponerlo como la derivación metafísica de una dualidad gnoseológica, a saber, la que tiene lugar entre lo que Bueno denomina capa π y capa φ del material antropológico, «partes conjugadas de un complejo en el cual el cuerpo, como sóma pneumatikón se relaciona consigo mismo por medio del espíritu de la cultura humana». Si asociamos tales determinaciones a las ideas de parte y todo, la cuestión cultural deja de ser patrimonio de la antropología y muestra su raíz ontológica. Podemos, pues, prescindir de la circunscripción de la idea de Cultura a la idea de Hombre acuñada por el pensamiento moderno, lo cual, frente a lo que muchos creen, no significa desvincularla de la idea de Sujeto. Cf. «Sobre el concepto de 'Espacio Antropológico'», en Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, págs. 89-114.

{8} En este sentido hay que entender la aplicación de argumentos darwinianos en la derivación de la acción simbólica a partir de expresiones y movimientos corporales primitivos (el aprehender con la mano o el devorar), realizada a principios del siglo XX por autores como August Schmarsow o Friedrich Vischer, así como otras tesis –todas ellas muy anteriores y diferentes a la filosofía de Cassirer sobre el símbolo– que, inspiradas en Goethe, interpretaban las formas simbólicas desde una teoría de la memoria racial (así, Ewald Hering, en «La memoria como función general de la materia organizada») Puede apreciarse ciertas afinidades entre este materialismo sui generis y las tesis de la psicología profunda de Jung sobre los arquetipos y el imaginario colectivo, que perviven en nuestros días como mitopoética en algunas corrientes hermenéuticas. Los intentos por reformular vastas periodizaciones históricas en virtud de correspondencias entre individuo y tradición cultural llevaron a la postulación de términos como «engrama», contrapartida en el sistema nervioso de lo que debía de ser el símbolo para el espíritu colectivo (Richard Semon, Aby Warburg). Es entonces cuando las investigaciones históricas sobre la literatura y el arte se aplicaron en el estudio histórico de las configuraciones en que cristalizaban tales correspondencias, ya se les llamara símbolos, imágenes, tópicos o metáforas (de ahí el florecimiento de la iconografía, la tópica o la tropología). Cf. E. H. Gombrich, Aby Warburg. Una biografía intelectual, Madrid 1992; C. G. Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo, Barcelona 1970; E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, Madrid 1955.

{9} Gustavo Bueno, «Imagen, Símbolo, Realidad», El Basilisco, Oviedo 1980, nº 9, 1ª época, págs. 57-74.

{10} El conocimiento y el discurso sobre sí mismo o sobre Dios sólo es posible –como bien sabía San Agustín– con la adopción de pautas externas, es decir con la retórica. Así, la escritura –literaria y musical– no es nunca una tarea de creación sino de reproducción a través de la inventio –del hallazgo de temas ya dados–, no de la expresión de vivencias. Para la cuestión de la inventio en el contexto de una análisis crítico del «descubrimiento» y la «invención» como términos conjugados, véase Gustavo Bueno, «La teoría de la Esfera y el descubrimiento de América», El Basilisco, Oviedo 1989, nº 1, 2ª época, págs. 3-32.

 

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