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El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 12
polémica

Moradiellos como Negrín:
Resistir por resistir indice de la polémica

Antonio Sánchez Martínez

Cuando uno se queda sin argumentos, como parece ocurrirle a don Enrique Moradiellos, la peor salida es «resistir por resistir». Con su última intervención se ve más reforzado, si cabe, nuestro diagnóstico sobre el autor y su obra

En El Catoblepas, nº 23, pág. 11, el Sr. Moradiellos pretende responder a nuestras críticas alrededor de la «polémica» sobre la obra de Pío Moa y la reciente historia de España. El historiador asturiano tenía dos opciones «leales» y sensatas: rectificar o callar (esperando, si es que aún confía en sus propias tesis, recuperar las necesarias fuerzas dialécticas para hacer frente al adversario). Pero nuestro eminente historiador ha preferido «resistir» eligiendo una tercera vía que no es ni una cosa ni otra, pero que pone de manifiesto su manera de ser. Ahora es cuando ha manifestado de verdad su sorprendente parecido con el Dr. Negrín (resultado, entre otros factores, de su gran admiración por él).

Ya en el título de su artículo nos dice que está «sólo ante el peligro». No sabemos a qué peligros se refiere (supondremos que cuando se refiere a nosotros como «inquisidores» y «censores» lo hace con el más leal de los ánimos), y si está sólo no será por que le falten compañeros de viaje. Aunque lo más probable es que justifiquen su inasistencia al compañero como acostumbran, menospreciando a sus contrincantes y acudiendo, de entrada, al insulto y la censura más vergonzosa.

Prólogo filosófico

La réplica de don Enrique a nuestros últimos escritos no sólo demuestra el diagnóstico que hicimos sobre su obra, incluido el de su «cerrazón ideológica», sino que, una vez más, pone de manifiesto su peculiar metodología interpretativa. Si en anteriores ocasiones intentaba fundar su argumentación en la filosofía de don Gustavo Bueno (por ejemplo cuando apelaba a la distinción entre el plano del «ejercicio» y el de la «representación» para replicarme), en esta ocasión menosprecia las cuestiones filosóficas (aunque siga rindiendo una singular admiración por don Gustavo Bueno, que no se manifiesta en las obras de una manera más católica), e incluso llega a tergiversar lo que decimos saltándose a la torera, precisamente, la citada distinción. De esta manera pretende hacer ver al lector que nos contradecimos cuando le juzgamos como «idealista» y «materialista». Y dicha acusación la realiza, además, por segunda vez, y a pesar de que dedicamos bastantes argumentos a poner de manifiesto tal asunto, y otros muchos que don Enrique prefiere no tocar (sigue «erre que erre»).

En primer lugar, le preguntamos (de nuevo inquisitorialmente): ¿Es concreta la noción de «concreto»? ¿Es un concepto científico o una idea filosófica? ¿Son los conceptos científicos concretos o abstractos? ¿Lo es su misma clasificación (a la que dedica Gustavo Bueno gran parte de la Teoría del Cierre Categorial)? ¿Lo es la «ley de la Gravitación Universal» de Newton?

Está claro, desde nuestro punto de vista, que la Idea de «concreto» no la entiende un niño de 1 año, que aún no tiene ni capacidad discursiva. Tampoco la entiende un niño de 5 años. ¿La entiende una persona de 42 años? Aunque D. Enrique y yo seamos de la misma generación (nacidos en 1961) está claro que hay muchas cosas que nos diferencian, entre otras nuestra perspectiva filosófica, aunque el Sr. Moradiellos (ahora) pretenda no entrar en debates «abstractos». Esta actitud respecto a la filosofía demuestra por sí misma (desde la perspectiva del materialismo filosófico, tal como yo lo entiendo) su «Idealismo», que se manifiesta en distintos ámbitos y planos. La propia caracterización de «materialista» (del tipo que sea) y de «demócrata» que don Enrique se atribuye están hechas desde la filosofía (por ingenua que sea su representación), no desde la ciencia.

En segundo lugar, ¿cree nuestro eminente historiador que, incluso las cuestiones heurísticas (no digamos las hermenéuticas que canalizan a las anteriores) están exentas de «abstracciones»? Para empezar, ¿Cómo diferenciar entre los «datos» efectivos y los que se suministran propagandísticamente? ¿No precisó Bolloten (un «historiador puro», según el criterio de don Enrique, aunque lo descalifica el no ser de su bando) de una gran capacidad abstractiva para desenmascarar la estrategia de los dirigentes del Frente Popular, ligando y organizando multitud de datos que, por sí mismos, no significaban nada? ¿No necesitó Lorenzo de Valla una considerable perspicacia abstractiva (interpretativa) para descubrir el fraude de la «Donación de Constantino», que antes nadie había «visto» con tanta claridad (a pesar de que no hacía falta descubrirla heurísticamente)? ¿No decía ya Platón que en la misma percepción están presentes (de una manera más o menos explícita, clara y distinta) las «ideas clase»?

Supongamos que dentro de mil años se descubre un documento en el que se relata que uno de los bandos enfrentados en la guerra civil recibió 4.000 aviones de motor a reacción que, además, fueron detectados por los radares de los enemigos. ¿No necesitará el historiador del año 3.004 una gran sagacidad (abstractiva), una enorme capacidad relacionadora de multitud de «datos» de todo orden (económicos, tecnológicos, políticos, &c.), tanto de su propia época como de la época estudiada (dialelo histórico), para desentrañar dicho fraude?

Contrarréplica sobre mi diagnóstico

Por comodidad, básicamente seguiremos el hilo del discurso del Sr. Moradiellos (en torno a nuestro diagnóstico sobre su «filosofía» –representada y ejercida–) para reintentar exponer lo que ya creíamos haber probado. Pero, de nuevo, tenemos que dudar no sólo de nuestra propia capacidad para exponer «razones», sino, sobre todo, de las capacidades de nuestro oponente como «buen entendedor» así como de sus «leales» intenciones.

En las primeras frases se pone de manifiesto cuál será la estrategia de nuestro eminente historiador. Viendo que sus argumentos son muy débiles, ha optado por apelar a la confabulación contra su obra y su persona, llegando a tachar a sus enemigos de «censores» por estar en la proporción de cuatro contra uno. De nuevo, recurre don Enrique a la argumentación puramente «cuantitativa» (como cuando se empeña en destacar la cantidad de armamento en los bandos de la guerra civil), sin atender para nada a los «contenidos», a los proyectos, su justificación y sus consecuencias. O, mejor dicho, partiendo ya (en el ejercicio) de una teoría justificativa que lo explique todo pase lo que pase y digan lo que digan los contrincantes. Y en dicha estrategia, como no podía ser menos (estaba tardando en aparecer), una baza fundamental consiste en menospreciar la perspectiva filosófica (frente a la Historiográfica) pretendiendo librarse de ella; lo que refuerza nuestros diagnósticos en todos los sentidos (incluido el de la ira), pues se trata de una pataleta «antifilosófica», que pretende atenerse a unos datos (puramente historiográficos), evitando las abstracciones, las clasificaciones (con sus criterios correspondientes) y las Ideas. Pero se trata de una pretensión vana (falsa conciencia), pues, aunque partamos de los mismos datos (reliquias y relatos) éstos no son nada sin el correspondiente encuadre teórico (como nos cansamos de repetir y demostrar).

Pero, además, ¿son ajenas a la historiografía (tal como la entiende Moradiellos) las interpretaciones de Pío Moa, de Burnett Bolloten, &c.? Nosotros, en gran medida (en lo que se refiere al plano ontológico principalmente) lo único que hemos hecho es seguir la línea interpretativa que nos parecía más potente a la hora de contextualizar los «datos» (que nos hemos hartado de repetir que eran básicamente los mismos para todos, sin que las diferencias fueran determinantes o transcendentales para entender el fondo de la cuestión: los proyectos respectivos, y su confirmación por las «consecuencias» derivadas de los mismos). ¿Cómo comprobar los «datos» sobre las intenciones de Stalin, o de Negrín, si no es atendiendo a los relatos y reliquias «posteriores» (consecuencias), que deben ser la guía para la posible rectificación (apagógica) de nuestras propias hipótesis? ¿Es que su versión de los hechos es más potente que la minuciosamente detallada por Burnett Bolloten partiendo de los sucesos que se desarrollaron en la misma guerra civil? ¿Es que las declaraciones de La Pasionaria (como citamos en nuestro último artículo) no son indicativas sobre lo que hubiera sido España de haber ganado la guerra los frentepopulistas? ¿Acaso es un «dato potencialmente neutro» (de una supuesta «historiografía pura», centrada en la investigación) el presuponer que Negrín aún gobernaba una «república democrática»? ¿Cómo se puede mantener que el proyecto hegemónico en 1938 (fines, planes, programas) era «reformista» desde dicha «historiografía» (sin considerar, desde el presente, la ingente cantidad de «datos» que es necesario tener en cuenta para construir la dichosa clasificación de las «tres erres»)? ¿Es que la oscura distinción de las «tres erres» no es determinante a la hora de interpretar (clasificar, filtrar, seleccionar) los «datos potencialmente neutros»? ¿Cómo interpretar la (conocida por todos en términos parejos) entrega de armas a los milicianos en 1936 a partir de las consecuencias (que también todos conocen)? ¿Y la entrega del «oro de Moscú»?, &c., &c., &c. Pero don Enrique se empeña en no (querer y/o poder) entender nada de lo que decimos. El problema, además, es que esto es lo que no se cansa de repetir el mismo Gustavo Bueno (aunque de una manera muchísimo más precisa y acertada), al que don Enrique aún admira de una manera muy peculiar («disfruta»). Le bastaría con ojear, por ejemplo, «Reliquias y Relatos» (1978) o «La Teoría de la Esfera y el Descubrimiento de América» (1989), ambas accesibles, por suerte, en Internet. Pero nuestro historiador «puro», incontaminado (ideológicamente, aunque se contradiga al admitir también lo contrario) sigue «erre que erre». De todo ello deducimos que su énfasis en la heurística y su menosprecio por la filosofía (por la «abstracción») es un intento por no afrontar otras «interpretaciones historiográficas», un intento (ideológico) por encubrir la inconsistencia de su propio «sistema», desviando el debate hacia otros derroteros (los supuestos «dos planos»).

Todo esto demuestra, también, que su Gnoseología (representada) es un descripcionismo peculiar (maniqueísta, como veremos en su lugar), pues admite que la «heurística» historiográfica (sustancializada) puede estar exenta de contaminaciones interpretativas (filosóficas, ideológicas), pues basta con atender (lealmente) a los «datos potencialmente neutros», aunque luego admite que la historiografía se da inmersa en un juego de interpretaciones ideológicas. Ahora bien, si las teorías interpretativas se construyen «sobre» dichos «datos» (cual epifenómeno superestructural), ¿cómo explicar su contaminación ideológica?

No es la primera vez que nos encontramos con contradicciones semejantes (un ejemplo paradigmático lo tenemos en la Introducción de la obra de D. Ángel Luis Abós La historia que nos enseñaron 1937-1975, Ed. Foca). Después de hacerle ver todas estas cuestiones, don Enrique nos acusa de «presentismo» (al que también hemos contestado, sin que haya replicado en lo esencial), para acabar confesando su «implantación política», que confunde, además, con su «filiación» política, como si, yo al menos, le hubiera pedido que nos descubriese tales misterios de su personalidad (pretende hacer creer al lector que formamos una piña homogénea y solidarizada contra dicha filiación). Lo que pedíamos a Moradiellos era una mayor explicitación de sus tesis (filosóficas), para poder deducir mejor su perspectiva global. Y, de hecho, por fin lo ha hecho (quizá sin querer) en su última contestación. Resulta que menosprecia las «abstracciones» (filosóficas) frente a la, supuesta, «concreción práctica» de la historiografía. Pero, en contra de lo que pretende nuestro historiador, la «diferencia de planos» en que se desenvuelven las argumentaciones de D. Enrique y algunos de sus cuatro críticos no es la que media entre historiografía y filosofía (pues toda historiografía está cruzada de múltiples Ideas, como la de «Verdad», «realidad», «presente», &c.), sino, como hemos dicho, la que media entre varias interpretaciones enfrentadas y más o menos estructuradas «filosóficamente» (¿Acaso cree, por otra parte, que la mía coincide con la de Moa?).

Además, «Operar in medias res» no significa que quepa una «historiografía pura», sino que siempre se parte de unos «principios medios» que se van transformando dialécticamente (circularmente) en el mismo proceso constructivo (regresivo y progresivo). Y el problema de la Historia es que no es una ciencia cerrada, pues no puede neutralizar multitud de operaciones que pone en juego el Sujeto Gnoseológico. Pero don Enrique pretende utilizar su declaración de ignorancia filosófica para no afrontar los argumentos del oponente. Es decir, así se ve libre de entrar en el mismo debate historiográfico (necesariamente cruzado por ideas filosóficas, aunque el historiador de turno no sea capaz de representárselo). Con todo, y como hemos dicho ya, si comparamos su primera intervención en El Catoblepas 15:11 con la última, advertimos que su prepotencia se ha ido transformando en ira. Su «cerrojo ideológico» también tiene manifestaciones éticas, aunque no se reduzca a éstas.

Sobre su idealismo ejercitado

Como ya hemos demostrado reiteradas veces don Enrique es muy «hábil» a la hora de manejar los textos de los oponentes. Así «recuerda» al lector (con una memoria que siempre es «selectiva») nuestro diagnóstico utilizando el «encabezamiento» del artículo de El Catoblepas 17:10. Eso le permite tergiversar lo que exponemos reiteradamente en el artículo quedándose con lo que más le conviene para llevar el agua a su molino ideológico. Así, sobre todo en relación a nuestro diagnóstico en su plano ontológico cita nuestras siguientes palabras:

«Lo más característico de la nematología (centrada en la historia de la guerra civil) de Moradiellos es su 'cerrazón'. (...) Los rasgos que mejor definen dicha nematología son su Idealismo ontológico, su sobrehistoricismo respecto al presente y su teoreticismo gnoseológico.»

Y algo más abajo dice, contestándonos:

«La acusación primera y fundamental de ser reo de 'Idealismo ontológico' resulta grave para quien se tiene (¿o sólo se representa?) como un historiador materialista en el sentido ya canónico de este adjetivo (con todo lo polisémico que es y puede ser). Cabe admitir, ciertamente, que el señor Sánchez Martínez estuviera en lo cierto. Y también pudiera ser que todo nuestro esquema interpretativo sobre la guerra civil esté 'plagado de idealismo y de mentalismo' y que 'su ejercicio no es tan materialista'. En todo caso, si así fuera, haría bien el crítico en mantener en todos sus textos esa vigorosa acusación. Lo que ya no parece tan serio ni acertado es que la misma pueda coexistir, como si fueran compatibles, con no menos vigorosas acusaciones de 'economicismo', 'predeterminismo materialista vulgar' y otras lindezas similares. Para los historiadores, y sabemos bien que para los filósofos con más motivo, el arte de la distinción entre adjetivos calificativos es fundamental y nos libra, mal que bien, del vicio de la confusión.»

Lo primero que podemos señalar es que nuestro historiador (exento de contaminaciones filosóficas, lógico-materiales, según pretende) defiende la posibilidad de entender el materialismo «polisémicamente» (¿desde un formalismo fisicalista, primogenérico?), pero niega la posibilidad de entender el idealismo (ejercitado) de una manera múltiple (según el sistema de coordenadas de que se parta). Además, creemos que lo que nos pide es que demostremos dicho idealismo de una manera «descripcionista», mostrándole los «hechos» (expresiones) que lo manifestasen de manera evidente. Pero esto es una señal más de su ingenuidad filosófica, pues tal tarea es imposible. Los términos («datos», expresiones de muy distinto nivel) no manifiestan su verdad por sí mismos, sino a través de una multiplicidad de relaciones que los insertan con otros términos (de distinto nivel) sobre los que operamos de distinta manera. Por eso hay significados «implícitos» (y muy abstractos: creencias suprasubjetivas fundamentalmente) que pueden determinar el sentido de una expresión más allá de lo que se represente su propio emisor. De ahí nuestra insistencia en que procurara ser más explícito, pero ya vemos que el grado de confusión y oscuridad de sus ideas quizá no se lo permitiese.

También debemos decir, antes de continuar, que don Enrique introduce dicho texto recordando nuestro, ya famoso, error de «sustitución» de «reaccionario» por «revolucionario» intentando, de nuevo, descalificar toda nuestra labor basándose en la mencionada torpeza como si se tratase de una estrategia habitual (lo mismo que hará con Radosh, como dijimos en El Catoblepas 23:1, o como hará en este mismo artículo cuando nos llame «paranoicos», y que veremos en su momento). Y, para más inri, nos acusa de intentar culparle de dicho error (sic). Pero ya dijimos, y demostramos (mientras don Enrique no se digne argumentarlo) que tal «error» no era importante «desde nuestra perspectiva», desde nuestras coordenadas clasificatorias de los movimientos políticos (y, por cierto, ha resultado muy «provechoso» para nuestra profundización en estas «abstracciones»). Otra cosa es que para un historiador puro tal error suponga poco menos que un magnicidio (desde su oscura clasificación de las «tres erres», y desde su concepción de la historia como una labor eminentemente «heurística», sin contaminaciones hermenéuticas abstractas). El que no rectifica en sus tramas conceptuales es el Sr. Moradiellos que no quiere admitir que, como demostramos, los carlistas podrían ser considerados «(contra) revolucionarios».

Y, volviendo a lo anterior, veamos algo de lo que dijimos en El Catoblepas 17:10 sobre su «idealismo» y su «materialismo» (en manifiesta contradicción, según nuestro interlocutor):

«Hay un aspecto fundamental de la Ideología de D. Enrique (que marca toda su labor 'historiográfica', tanto en el plano ontológico como en el gnoseológico) que debemos volver a destacar. Se trata de su concepción de la Base y la Superestructura, que entiende al modo marxista y que, aunque parezca materialista (en el plano de la representación) está plagado de idealismo y de mentalismo (le volvemos a recomendar que relea tales conceptos en el Diccionario de Pelayo García Sierra). Dicha concepción marca no sólo su ontología (su economicismo, su predeterminismo materialista vulgar), sino también su gnoseología, que se manifiesta como 'descripcionismo' (en el plano de la representación), como veremos en el apartado dedicado a su Gnoseología.»

«En gran parte da lo mismo que los contendientes pudieran pensar que la guerra se podía ganar con la ayuda de Dios (otro caso de falsa conciencia, más propia del bando nacional) que pensar que se ganaría porque se 'merecía', porque su bando era el del 'progreso', la 'libertad', la 'democracia' o la 'humanidad'. Ambos son pura 'falsa conciencia', y lo que contó fueron los proyectos objetivos posibles, con desarrollos eficaces (que si se realizaron fue, en gran medida, por su racionalidad).»

«La falta de definición explícita de nuestro académico historiador es la que provoca que, como les pasó a muchos materialistas escolásticos (sobrehistóricos, del 'diamat'), se autorrepresente una cosa, y sin embargo ejercite otra. Por eso, al menos desde mi punto de vista, no hay ninguna contradicción entre lo que dice D. Pío Moa (sobre el 'neostalinismo' de Moradiellos) y lo que digo yo sobre su Ideología. Moa también ha captado (en el plano del ejercicio) los componentes neostalinistas de D. Enrique, aunque éste se autorrepresente como 'reformista'. Y respecto a su autorrepresentación como materialista ya hemos visto que es una 'apariencia falsa', que detrás de su 'dialéctica' hay mucho idealismo y mentalismo (en su nematología de la historia). Al menos en esa negatividad genéricamente complementaria (no ser materialistas en el sentido del materialismo filosófico) coinciden tanto Azaña como Stalin y Negrín. Además, políticamente, como también dijimos, el 'liberalismo' de Azaña es de tendencias jacobinas, lo que le lleva a compaginarse mejor con la V generación de izquierdas. Ambos formaron parte de un mismo proyecto político (aunque el alcalaíno y los negrinistas no quisieran, o pudieran, representárselo así)».

Nuestro insigne historiador sigue sin distinguir nuestras críticas sobre el plano del ejercicio (en el que es un idealista –formalista–, que parece confundir con el «espiritualismo») y el de la representación (en el que apela a factores cuantitativos y económicos, los que considera que se manifiestan por sí mismos en la «investigación básica»).

No vamos a negar que desentrañar la ideología (y nematología) que se esconde detrás de la labor historiográfica del Sr. Moradiellos no es tarea fácil. En primer lugar hay que tener en cuenta que tras la caída de la Unión Soviética en 1989 muchos historiadores «progres» dejarán de identificarse abiertamente con los proyectos comunistas, y recobrará vitalidad la tendencia «moderada». De ahí los intentos por recuperar, ante todo, las figuras de Azaña y de Negrín. Pero estas tendencias (liberales o socialdemócratas) no están libres de componentes irracionales y utópicos (idealistas). En España tales generaciones de izquierdas normalmente han preferido solidarizarse entre sí y con corrientes comunistas e incluso anarquistas (Frente Popular).

Por otra parte, sabemos que don Enrique Moradiellos se identifica, ante todo, con Juan Negrín. Pero el gobernante canario no dejó «memorias» (no expresó explícitamente cuáles eran los proyectos en los que se volcaba), por lo que tenemos que guiarnos por sus «obras» para conocerle. Don Manuel Azaña sí escribió sus memorias, aunque muchas veces no contase la realidad, como ha estudiado perspicazmente Pío Moa. El presidente alcalaíno no es como Negrín, pero hay aspectos sustanciales en ambos mandatarios que les acercan mucho (por algo formaron parte del mismo gobierno en una situación límite, a pesar de las dudas que tuviera cada cual). En la medida en que don Enrique Moradiellos se identifica con Negrín (o con Azaña), en vez de con Besteiro, por ejemplo, nos da claves para interpretar su ideología.

Pío Moa vuelve a recoger algunas de las claves para entender las causas (razones) del origen de la guerra civil en su última obra Los crímenes de la guerra civil y otras polémicas (Ed. La Esfera de los libros, Madrid 2004, donde, por cierto, cita el debate mantenido en El Catoblepas con Moradiellos, y al que añade provechosas argumentaciones). Dichas claves son múltiples y enfrentaron a distintas corrientes políticas de izquierdas y de derecha, como ya dijimos. Son destacables las disputas que se fraguaron por la distinta concepción sobre la historia de España y las propuestas y proyectos de futuro (a partir de distintas plataformas más o menos utópicas). En el bando frentepopulista acabaron confluyendo aquellas corrientes que veían a España como el problema, a pesar de que la solución no la percibían todos de la misma manera. Unos la veían en Europa (regeneracionistas ante todo), alguno en la Inteligencia que dirigiera los brazos de los obreros (Azaña), otros en el triunfo del Proletariado, y no pocos en la fraternidad de todos los hombres de buena voluntad (aunque, en la práctica, excluyeran a los «explotadores»). Y eso sin contar con los secesionistas. Y todos, en general, se apuntaban a la idea de Progreso modernizador frente al atraso reaccionario, a pesar de que, en la «política real», hasta los más utópicos se atuvieran a programas menos fantasiosos (como el PCE bajo la hegemonía imperialista de Stalin o los mismos anarquistas formando parte del gobierno, más allá de su «política aparente»). (Ver especialmente el capítulo 3, «La idea de España en la II República», de la citada obra de Moa).

El mismo Marx (a pesar de su «materialismo», mucho menos grosero que el de algunos de sus seguidores) no dejó de ser un idealista en su «visión» progresista del futuro de la Humanidad con el triunfo del Proletariado. Esta visión ontológica sobre la historia de España y la guerra civil (como la que en España mantiene, en lo fundamental, la corriente historiográfica defendida por el PCE) es aún heredera de componentes «transcendentes», escatológicos, a pesar de su crítica a la Nematología cristiana (visión, paradójicamente, compartida por la Teología de la Liberación). Hoy se ha sustituido la perspectiva centrada en «el pueblo de Dios» por la centrada en la plataforma de la Humanidad (proletaria o progresista, identificada cada vez más con la «sociedad civil»), desde la que se pretenderían enjuiciar los acontecimientos históricos. La parte de la humanidad no progresista (los abominables «reaccionarios») deberían ser borrados de la faz de la tierra como sujetos inhumanos, demoníacos (explotadores, &c.). Es, básicamente, la perspectiva de quienes destacan como crucial «motor de la historia» la «dialéctica de clases» (en un sentido, además, economicista), olvidándose de la «dialéctica de estados» («los obreros no tienen patria»).

¿Es que no es idealista el mismo criterio en el que asienta su clasificación de las «tres Españas» (tres erres), que, como reiteramos en El Catoblepas, 23:1, presupone que hay un «progreso global» (de la Humanidad, o del Proletariado, o de los buenos).

En este idealismo (muy unido a la defensa de «la democracia» inflamada y entendida de una manera confusa como aplicable a casi todos los ámbitos de la realidad) caen la mayoría de los historiadores, de distintas tendencias (al menos en el plano de la representación), aunque algunos aciertan, al menos, a encuadrar dicho concepto en la plataforma «España» («democracia española»). Ahora bien, aunque el maniqueísmo simplista es utilizado con profusión por muchos es particularmente destacable en el actual bando «progresista», aunque manejado de una manera más sibilina, más «implícita» que «explícita» (que, por el contrario, es la que caracterizaba a buena parte de la primera historiografía franquista). Si a esto unimos la gran confusión que reina en multitud de ideas manejadas (España, Estado, Nación, Democracia, Tolerancia, Igualdad, Proletariado, Verdad, &c.) nos damos cuenta de que desentrañar las claves de la interpretación de la «historiografía progresista» no es una tarea sencilla (ni «concreta»).

Y no se trata de que nosotros pretendamos partir de plataformas universales (nomotéticas), pues tenemos claro que sólo cabe mirar desde plataformas idiográficas (como España), aunque los «ortogramas» sean universales. Para no caer en la más sectaria ideología lo fundamental es tener en cuenta la totalidad de las alternativas disponibles para explicar los acontecimientos, sin «cerrarse» ante ninguna de las concepciones disponibles, y demostrar la potencia de nuestras interpretaciones en dicha dialéctica (la potencia para incorporar los datos de múltiples tipos y las teorías de distintos niveles), sabiendo que los «resultados» son la piedra de toque de tal contienda, y los que pueden obligar a una rectificación más o menos profunda (la Verdad es en Gnoseología lo que la eutaxia en Política).

Veamos lo que dice Don Gustavo en un contexto histórico que, aunque distinto, puede ser esclarecedor para el análisis presente, en la medida en que también oculta el papel jugado por España (Historia con plataforma en España) en el Descubrimiento de América:

«Aplicado al caso: el descubrimiento de América no es tanto un concepto propio de la historia de la Humanidad cuanto un concepto relativo a la cultura cristiana, un concepto puramente 'etnocéntrico'; a lo sumo, podrá ser sustituido por el concepto etic de 'contacto', de contacto intercultural. 'Descubrimiento de América' sería sólo el nombre eurocéntrico de los múltiples 'contactos culturales' que tuvieron lugar con ocasión de los viajes colombinos. Al parecer habremos regresado así a un plano científico neutral, omnisciente, cuyo límite es la ciencia divina. Desde la perspectiva de esta ciencia divina, que se mantiene más allá del espacio y del tiempo (es decir, en la quinta dimensión) parecen proceder muchos antropólogos o historiadores cuando creen necesario comenzar la exposición del descubrimiento de América con un cuadro sobre el 'estado de la Humanidad' en los años finales del siglo XV; pues la Humanidad es en el fondo tratada aquí como si fuera el auténtico sujeto descubridor. De hecho, incluso 'la humanidad' se define en general por su capacidad descubridora y, en particular, por su capacidad de descubrimiento mutuo; esta capacidad habría que considerarla sólo parcialmente desarrollada en tanto en que el Viejo y el Nuevo Mundo (es decir: aztecas y extremeños o bien incas y castellanos) permaneciesen mutuamente encubiertos; por ello, el descubrimiento de América es el momento en el cual la capacidad descubridora del hombre ha llegado a su máximo y, por tanto (después del conocimiento mutuo de aztecas y extremeños o bien de incas y castellanos), la Humanidad puede decirse que existe plenamente. Podemos ya rendirle homenajes. No deja de tener interés el analizar en detalle los componentes en virtud de los cuales esta idea, así reconstruida, puede considerarse metafísica». (Gustavo Bueno, «La Teoría de la Esfera y el Descubrimiento de América», 1989.)

¿Acaso no es muy parecida a ésta la perspectiva que, en el contexto de la guerra civil, mantienen los historiadores progres (más allá de los resultados de la dialéctica histórica)?

Don Enrique también presupone, en general, que el bando «republicano» era el de los buenos (el de los «demócratas», los «verdaderos españoles») que fueron ayudados por unos amigos desinteresados, que mantuvieron su independencia valientemente, a pesar de las dificultades, y que merecían ganar la guerra civil. Pero los pérfidos «reaccionarios» impidieron el triunfo del «progreso» sometidos por extranjeros que esclavizaron a España, y que ganaron la guerra amparados, fundamentalmente, en el desequilibrio (cuantitativo, económico) entre ambos bandos.

¿Y los proyectos y sus consecuencias? ¿Y los resultados? Ya se encarga don Enrique de no tenerlos en cuenta o de «dar la vuelta» a todo aquello que pueda rectificar profundamente las tesis globales de partida. ¿Cabe mayor maniqueísmo, como repetimos en El Catoblepas 23:1? ¿Es esto lo que entiende don Enrique por ser materialista (filosófico)?

Sobre su descripcionismo representado.

Don Enrique nos brinda la mejor demostración de lo acertado de nuestro diagnóstico sobre su descripcionismo (representado), y su peculiar Teoreticismo (ejercitado), que también pretende desmentir al exponer la «verdad» sobre los datos ofrecidos por Howson respecto a la entrega de aviones franceses al Frente Popular a partir del 7 u 8 de agosto. Sigue sin ver que la «Verdad» es circularista, y que la potencia de una Interpretación no se mide por dichos «detalles», sino por la capacidad para incorporarlos, junto con otros muchos, en una estructura teórica (con varios niveles) lo más totalizadora posible (dicho en términos más comunes: por la coherencia y potencia racional del «enfoque global»). ¿Acaso el detalle del número de aviones (asumidos con diferencias intrascendentes) es lo fundamental para explicar el resultado del enfrentamiento entre los proyectos de ambos bandos? ¿Acaso lo es la circunstancia sobre quién fue primero en pedir o recibir ayuda exterior, más allá de la propaganda justificativa que diera cada cual? ¿Es que lo transcendental no son los proyectos en que encajaban dichas ayudas y sus consecuencias?

Repasemos, una vez más, algunos textos de nuestro admirado Gustavo Bueno (fundamentalmente centrados en la Gnoseología y en el «dialelo histórico» del que hablamos en El Catoblepas 17:10) para ver si sus palabras son más eficaces que las mías (en relación a la idea de presente, de «espacio y tiempo», de «prudencia política», &c.):

«¿Cómo podemos pasar a la determinación de los objetos presentes como reliquias o, lo que es lo mismo, cómo podemos pasar del presente al pasado? Cuando se da esta cuestión como resulta, el mecanismo de la tradición aparece oculto –o incluso se sobreentiende erróneamente que son los objetos, por su supuesta actualidad objetiva de reliquias, los que, por sí mismos, nos remiten al pasado (un error sistemático, que se reproducirá una y mil veces, porque no es sino un modo abstracto-técnico de denotar la actividad del historiador, que utiliza 'reliquias' que 'le hablan por sí mismas'). Pero esto es una petición de principio, que, a su vez, incluye la imagen errónea del pasado como una estela que ha quedado atrás, respecto del presente, y que debiera anudarse a este presente globalmente, como su pasado (testimoniado por las reliquias). La situación es muy distinta: si nos atuviéramos únicamente a los objetos culturales, habría que decir que éstos no podrían remitirnos a un pretérito: ellos son puro presente, incluso cuando su aspecto sea ruinoso; porque las 'ruinas' también son presentes.»

«Ciertamente, definir la ciencia histórica, en general, como algunos pretenden (por ejemplo, Marzewki) como la determinación de los sucesos 'en el espacio y en el tiempo' es una simple ingenuidad gnoseológica, que manifiesta confusión de ideas. Porque esos 'espacio' y 'tiempo' no son formas anteriores o previas a los sucesos, externas a ellos (salvo cuando son meras coordenadas métricas), sino que son la propia conexión de los sucesos. Decir, pues, que la Historia sitúa a los sucesos en el Espacio y el Tiempo es sólo decir que esta Historia sitúa cada suceso en el contexto de otros sucesos. Pero, no por ello, la referencia al Espacio y al Tiempo es meramente redundante, siempre que tomemos esta referencia como una determinación implícita de la naturaleza misma de esas relaciones entre los sucesos. Entendemos que esa relación es una relación de secuencia, no meramente cronológica o externa (espacio-temporal), sino interna. Y, aquí, 'interna' sólo puede querer decir 'lógica', 'racional', dada precisamente en el plano b-operatorio (la racionalidad se refiere a esa operatividad). Ahora bien: esta racionalidad es fenoménica (mitemática), en tanto se mantiene precisamente en la determinación de 'motivos', 'planes', 'prolepsis', 'utopías' o 'ideologías', que enlazan unos sucesos con otros, en un espacio-tiempo 'representativo' (el 'mapa' de los Cartagineses, en el 'relato' de Warmington antes citado). En modo alguno se trata de mera 'descripción', de una 'Historia teatro'.»

«Hoy, tras un período de radicalismo positivista-sociológico-económico, vuelve a defenderse por muchos historiadores profesionales la tesis según la cual la Historia tiene mucho de género literario, 'escenográfico', de arte, incluso de arte musical. Desde nuestras coordenadas, esta tesis es altamente concordante con el concepto de una Historia fenoménico-escenográfica.»

«En cualquier caso, nuestra defensa de una Historia fenoménica tiene un sentido asertivo, no exclusivo. No toda la construcción histórica es b-operatoria o procedimiento auxiliar, Historia oblicua, que haya de resolverse en una Historia fenoménica. Hay una Historia meta-fenoménica, no representable, más allá del Espacio-Tiempo estéticos. Pero no porque sea una Historia nouménica (la Historia de la mente divina). Se trata de una Historia no representable estéticamente, sino sólo simbólicamente (por curvas, diagramas); una Historia en la cual las propia razones fenoménicas b-operatorias) son construidas a partir de factores objetivos (ni siquiera siempre conscientes, no prolépticos), es decir, una Historia, a-operatoria. Incluso cuando realizamos matemáticamente una batalla (que sólo tiene sentido escenográfico, fenoménico), los fenómenos quedan rebasados, porque regresamos a factores que no son necesariamente causas» (Gustavo Bueno, «Reliquias y Relatos», 1978.)

Dejando de lado que los acontecimientos de la guerra civil son parte de nuestro presente, ¿Acaso pueden comprenderse, «desde la pura historiografía», las cifras respecto a múltiples términos, las luchas de intereses, la «justicia» de cada bando, su capacidad directiva, los proyectos de las distintas corrientes políticas, &c.)? ¿No es tal pretensión pura metafísica? ¿No son las propuestas que hacen las «izquierdas» en el Congreso, para condenar al «franquismo», para que se pida perdón, y hasta justicia, &., parte de la política actual, «desde» una interpretación peculiar de la guerra civil (similar a los que piden perdón por el descubrimiento de América)?

Nos dice don Gustavo (centrándose en las cuestiones gnoseológicas):

«Las consecuencias de un gran descubrimiento están determinadas por el contexto desde el cual el descubrimiento ha tenido lugar. Lo que se descubre se descubre desde un amplio contexto cultural, que, en nuestro caso, contiene la teoría de la Tierra esférica, pero no se reduce ni mucho menos a esta teoría. Pues ella está integrada a su vez en una compleja red ideológica, en una concepción cristiana (católica) del mundo, en nuestro caso, que a su vez ha incorporado tradiciones orientales, griegas y romanas. El descubrimiento no puede entenderse, por tanto, como la mera incorporación a un supuesto acervo objetivo de una 'pieza' de límites circunscritos, acaso muy importante (como pueda serlo el continente geográfico americano, incluidos sus contenidos vegetales, animales y humanos, es decir, el Nuevo Mundo en su sentido geográfico amplio), sino como la reorganización que la intrusión de esta 'pieza' determina en el sistema íntegro desde el cual fue descubierta. Y, naturalmente, el alcance de esta reorganización está en función del contexto desde el cual se produjo el descubrimiento.» (Gustavo Bueno, «La Teoría de la Esfera y el descubrimiento de América», 1989.)

Como vemos, los «datos» (reliquias y relatos que expresan distintas figuras del espacio gnoseológico) que maneja el historiador no son aislables, y no significan nada por sí mismos, a pesar del peso que pretenda atribuirles el descripcionismo, o del peso «falsador» que quiera darles el teoreticismo.

Decíamos que la exposición de los datos revelados por Howson, tal como los analiza don Enrique, resultan ser la confirmación palmaria de su autorrepresentación descripcionista, que parte de los «datos» como «realidades verdaderas» sobre las que se construyen las «explicaciones racionales convincentes». Además aquí se pone de manifiesto, también, su ingenuidad gnoseológica al pensar que sus propios «relatos» pueden ser cerrados categorialmente, evitando las contaminaciones de las impertinentes ideas filosóficas (Realidad, Existencia, Necesidad, Tiempo, Presente, &c.) cuya presencia intenta ocultar concibiéndolas como «principios historiográficos» exentos (como nos sugería el texto de Gustavo Bueno). Partiendo de estos principios pretenderá nuestro historiador «descubrir» los «datos» reales y verdaderos (base) sobre los que construir las hipótesis correspondientes. Pero esto ocurre, como dijimos, en el plano de la representación. Porque, en el ejercicio, don Enrique parte de clasificaciones (como las «tres erres»), construcciones y teorías (que considera verdaderas), y no habrá «dato» o argumentación que mueva lo más mínimo el conjunto de esos presupuestos teóricos (interpretativos) fundamentales, como hemos ejemplificado reiteradamente. Lo curioso del asunto es que, ante tales críticas «filosóficas», don Enrique acaba sintiéndose más cerca del otras veces denostado Pío Moa (¿será corporativismo profesional ante los ataques de la filosofía?). Y esto ocurre hasta tal punto que se «olvida» (la memoria es selectiva) de contestar al grueso de nuestras interpretaciones historiográficas (básicamente las de Bolloten y Moa), volcando toda su argumentación (como si se agarrase a un clavo ardiendo) en el «dato» sobre los envíos de aviones franceses al bando populista. Con dicho ejemplo, paradójicamente, parece pretender nuestro historiador sentar cátedra en Gnoseología de la Historia (¿o es que es una tarea «concreta»?).

La prueba de lo que decimos es que D. Enrique ha «rectificado» en un asunto que no es transcendental para su propia teoría, que no exige una reorganización de todo el entramado lógico-material. Porque las citadas cifras pueden ser integradas perfectamente en cualesquiera de las teorías que sobre la guerra civil circulan en estos momentos. Pero en otros asuntos de mayor transcendencia global sigue «dando la vuelta» a todo aquello que contradiga sus presupuestos fundamentales (como volvimos a ejemplificar al comentar su reseña de la obra de Radosh, en El Catoblepas, 23:1). Nos dice don Gustavo Bueno en el mismo texto, en relación a los tipos de «descubrimiento»:

«En cuarto y último lugar hablaremos de descubrimientos particulares (positivos y negativos) correspondientes a los casos en los cuales el precontexto Pi se mantenga 'globalmente' pero de forma tal que el descubrimiento Oj, o bien lo desarrolla parcialmente o bien lo rectifica parcialmente, es decir, cuando Oj no es ni elemento nulo, ni absorbente, ni neutro. Ahora el resultado del descubrimiento supone siempre una cierta transformación parcial de las relaciones dadas entre los términos del precontexto (±Pk=Pi*±Oj). Se comprende que este cuarto tipo de descubrimientos haya de ser, en principio, el que cubra la mayor cantidad de situaciones, o, si prefiere, la mayor cantidad de situaciones de descubrimiento podrá ser interpretada antes desde el canon del cuarto tipo que desde el canon de alguno de los tipos precedentes. Ahora bien, si, según hemos insinuado (al exponer el tipo primero de descubrimiento), todo descubrimiento positivo pudiera acogerse el canon de los descubrimientos neutros, entonces el cuarto tipo de descubrimientos sería el de los descubrimientos particulares negativos, y esto en virtud de que la inversión global de un precontexto es mucho más difícil de establecer, no solamente que una rectificación parcial, sino también que una rectificación global, 'cataclísmica'. Según esto cabría concluir que la mayor parte de los descubrimientos efectivos se acogerían cómodamente al canon de los descubrimientos negativos (sean modulares o globales, sean particulares) y que en este orden de cosas, vale también la regla: 'pensar es pensar contra otro', es decir, 'descubrir es rectificar'» (Gustavo Bueno, «La Teoría de la Esfera...»)

Además de esto (que seguiremos comentando) hay que tener en cuenta que la mención, por parte del Sr. Moradiellos, de los archivos británicos que «daban credibilidad casi milimétrica» a los datos sobre el número de aviones, resultaron ser un fiasco, por lo que deberían hacerle recapacitar sobre la importancia que en otras ocasiones ha dado a determinadas «fuentes» (y que no ha dudado en mostrarnos con orgullo). Esto demuestra, como estamos diciendo, que los «datos», por sí mismos (sin tener en cuenta el entramado con otros muchos datos y los contextos que canalizan la investigación) no son «verdades» exentas «sobre» las que se construya la teoría correspondiente. Y, por lo tanto, tampoco se puede decir que los «datos» son «falsados» (entendiendo, al parecer, el falsacionismo en sentido inverso). Dicha «error» fue motivado, según nos asegura ahora don Enrique con toda solemnidad, por un desconocimiento sobre el particular, ni siquiera por un «error» en el cálculo, y, mucho menos, por un intento de fraude. Otra cuestión es que (por ignorancia culpable o por otros motivos inconfesables) haya personas que no han tenido en cuenta dichos datos una vez manifestados (el mismo Pío Moa también rectifica en Libertad Digital –en «Los errores de Los mitos de la guerra civil»– y en la obra citada más arriba, reconociendo algunos aciertos de D. Enrique en este sentido).

Pero lo fundamental es que dicho «descubrimiento» es de poca monta, apenas afecta a la estructura interpretativa global. Se podría comparar con los «descubrimientos» que hacen los votantes sobre aspectos particulares (considerados insignificantes) de la conducta de los dirigentes políticos, apenas modifican la intención de voto (la perspectiva global sobre unos proyectos determinados). Sólo cuando los «errores» son numerosos o inasimilables es cuando buena parte de los ciudadanos decide rectificar a fondo, cambiar de opción política (como ocurrió con el PSOE tras su gloriosa etapa en el Gobierno). Pero el conocimiento de la «verdad» es responsabilidad de cada ciudadano, más allá de la propaganda (más o menos equilibrada en nuestras sociedades) con la que los partidos políticos pretendan tapar sus vergüenzas.

Como hemos dicho, ¿Cómo fiarnos definitivamente de los datos de Howson, en este sentido (o del documento «franquista» que don Enrique aún no nos ha explicado), cuando el mismo Moradiellos reconoce que los cálculos «milimétricos» también fallan? Y aquí se plantea la cuestión de los radares. ¿Está seguro D. Enrique de que por la frontera francesa no pasó ni un solo avión que no fuera registrado en las aduanas «terrestres»? ¿Es que los gendarmes no podían hacer la vista gorda, incluso por expresa orden de sus superiores? ¿Se puede estar seguro, además, de que por el aire no fue enviado ningún avión hacia el bando populista? ¿Se ha demostrado fehacientemente? Y, lo más importante, ¿A qué viene confundir el (registrado) tránsito terrestre con el posible tránsito aéreo? ¿Por qué mezcla ambos asuntos haciéndome pasar por un paranoico? ¿Acaso para, de nuevo, echar por tierra toda mi argumentación por un «detalle» que, en esta ocasión, no tiene ningún fundamento (racional), y que dice muy poco de la «lealtad» de nuestro historiador?

Don Enrique no ha «rectificado» lo más mínimo su interpretación global de lo acontecido en aquella época. Son las Teorías las que debieran ser rectificadas (estructuralmente) al ser incapaces de asimilar una pluralidad de datos insostenibles de manera conjunta (coherente y racional). Y estamos hartos de ver las contradicciones en las que llega a caer el Sr. Moradiellos, y otros historiadores progres, en este sentido. No se da cuenta de que a la «interpretación franquista canónica» este «dato» apenas le afecta, más aún cuando, aunque no tengamos en cuenta los proyectos considerados, dicha cantidad de aviones no rompe de manera sustancial las «cuentas» globales hechas por algunos historiadores (como Jesús Salas Larrazabal que, como dijimos en El Catoblepas 16:10, critica las cifras globales del Sr. Howson).

Por otra parte, empeñarse en fundar el triunfo rebelde principalmente en la «cantidad» del armamento exterior le servirá de poco hoy día (¿es que aún espera descubrir ingentes remesas de aviones hacia el bando rebelde?), porque, además, como hemos reiterado, tal ayuda debiera haber sido «canalizada» por una dirección «española» en ambos bandos, y si no fue así, como ocurrió en el bando frentepopulista, sus dirigentes fueron los principales responsables de los resultados. Y es que ningún dato, por sí mismo, está «potencialmente libre de carga ideológica», porque por sí mismo no es nada, y sólo adquiere significación (ideológica, interpretativa) dentro de un entramado teórico. Las cuestiones sobre la Realidad y la Verdad sobrepasan el ámbito «deontológico» (engaño, mentira, fraude, honestidad) de la profesión, aunque puedan ser un indicador del potencial explicativo de una teoría, que, como veremos más abajo, puede llegar a convertirse una «apariencia» de teoría.

Para reincidir en lo anterior expondremos un caso significativo. Desde su gnoseología sui generis ¿cómo interpretaría nuestro historiador el ejemplo siguiente en el que los «datos» son idénticos (fisicalistamente, heurísticamente) para todos los que quieran estudiarlos? Se trata de la interpretación que da don Ángel Luis Abós a un texto de Ramiro de Maeztu, y citado por el mismo Sr. Abós. Nos dice D. Ramiro (en su obra Defensa de la Hispanidad):

«La raza, para nosotros, está constituida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplasmáticas. Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. No solo hemos llevado la civilización a otras razas, sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de unidad moral con nosotros» (recogido en La historia que nos enseñaron 1937-1975, de Ángel Luis Abós, Ed. Foca, 2003, pág. 28).

Dicho texto lo interpreta el Sr. Abós diciéndonos que Ramiro de Maeztu (y el franquismo, como heredero suyo) era racista, a pesar de que D. Ángel reconoce que Maeztu habla de «raza» en sentido «cultural».

¿Qué entenderá el Sr. Abós por «racismo»? ¿De qué presupuestos teóricos parte? ¿Qué otros «datos» significativos tiene al respecto? ¿Qué consecuencias, «coherentes» con lo aquí supuesto, se derivaron de tal supuesta concepción del racismo por parte del franquismo?, &c. Nosotros nos atrevemos a afirmar que ni D. Ramiro, ni José Antonio, ni Franco (y el franquismo) fueron racistas (como nos dice Atilana Guerrero en El Catoblepas 15:13). Desde nuestra perspectiva tales interpretaciones son resultado, entre otros factores, de la Leyenda Negra sobre la historia de España (con su extensión a la época franquista), y de la ideología «progresista» del Sr. Abós. Nuestra propia construcción teórica (sobre los «hechos» y su interpretación) no surge de algún dato aislado, ni de algún presupuesto teórico concreto, sino de una multiplicidad de elementos organizados de una manera compleja y más o menos «clara» y explícita para nosotros mismos, y que se enfrenta a la interpretación contraria, entrando ambas en una lucha (emic-etic) que intenta dar razón (justificación nematológica) a los distintos aspectos considerados.

Y le vuelvo a preguntar «inquisitorialmente»: ¿Tiene don Enrique una interpretación más potente para recoger tal multitud de factores? ¿La tiene para oponerla a la interpretación sobre la guerra civil de Bolloten? ¿Y sobre la época de la II República, posee una interpretación más potente que la de Pío Moa? ¿Qué decir de la historia de la Inquisición, está de acuerdo con Jean Dumont? ¿Y sobre la historia de España? ¿Le parece adecuada la interpretación de Gustavo Bueno? ¿Qué piensa sobre la llamada historia Universal? ¿Qué entiende por Humanidad? Además, ¿puede la Historiografía abarcar tales contenidos desde una supuesta «pureza»? &c.

Pero nuestra eminencia prosigue con una «cadena de hipótesis» insostenible (tanto desde el punto de vista lógico-material como desde el lógico formal). Dicho encadenamiento, por añadidura, pone de manifiesto que D. Enrique mismo va mucho más allá de los «datos» al hacer historiografía, y que, de nuevo, es su interpretación la que «pone» la estructura que los determina en un sentido u otro, según le convenga: ¿En qué se basa para hablar de «internacionalización» del conflicto? ¿Qué entiende por «nación»? ¿Es un concepto puramente historiográfico? ¿Hubo una «guerra internacional» como buscaba Prieto? En todo caso, en El Catoblepas 23:1, apoyándonos en Bolloten principalmente, dimos una explicación mucho más convincente de lo ocurrido, mientras no nos demuestre lo contrario. Y sobre las «causas» de la guerra, y sus consecuencias, ya hemos dicho lo que pensamos al respecto.

Don Enrique Moradiellos debe considerar que las cuestiones ideológicas dependen de un criterio ético (reglas deontológicas, como la «cirenoniana»). Piensa, de una manera confusa, que las cuestiones sobre ideologías (y sobre la Verdad) se determinan a través de la «honestidad», la «lealtad», la «veracidad» (que no debe confundirse con la Verdad), &c. Por eso entendemos su uso «abusivo» de la coletilla «según nuestro leal saber y entender» para dar por sentado que es un veraz –conocedor– de la materia que trata). Nos dice nuestro leal amigo:

«Por el contrario, ese uso abusivo de la información histórica (del conocimiento histórico) es lo que repudiamos resueltamente por razón de imperativo ético profesional: el compromiso de búsqueda de la verdad según el dictum ciceroniano. A saber: '¿Quién no sabe que la primera ley de la historia es no atreverse a decir nada falso? ¿Y por consiguiente decir todo lo que es verdad?'»

Diríamos que nuestro historiador negrinista se centra tanto en la labor investigadora («heurística»), supeditada a principios éticos (deontológicos), que es incapaz de entender nuestra acusación de «cerrazón ideológica». Tiende a reducir la labor historiográfica a «heurística» (como si fuera independiente de la hermenéutica). Y, dentro de dicha tarea, presupone que los «verdaderos investigadores» lo son, sobre todo, porque no ocultan perversamente lo que descubren (como, en otro terreno, los «verdaderos políticos» lo serían por mirar «por el interés general»). ¿Acaso no presupone (maniquea y simplistamente, desde una especie de calvinismo predeterminista) que sólo los historiadores como él (los progres) cumplen con dicho requisito, y que los demás «hacen el mal a sabiendas», y ocultan sistemáticamente los datos que se van presentando en la investigación? Según Moradiellos dichos «investigadores» serían, más que «falibles», impostores por definición, predeterminados a «condenarse». De esta manera reduce la «verdadera historiografía» a una labor heurística honesta y «leal» (aunque «falible», pero, en todo caso, con muy buena voluntad). Ahora bien creemos que la «lealtad» (deontológica) de don Enrique es una tapadera (ética, pues parece referirse a cualquier hombre o lector, no a los compañeros de profesión o a los españoles –moral–) de una estrategia ideológica (más o menos clara para sus promotores). Es decir, en la práctica va dirigida contra el «bando» político contrario. En cualquier caso creemos que reduce la verdad a la veracidad (sea en un contexto distributivo o atributivo). Y, por las mismas razones, tampoco perdona los errores de «detalle» (ni a Radosh ni a mí), aunque se «cierre» ante los propios (transcendentales).

Me imagino a los tiernos universitarios oyendo estas ejemplarizantes disquisiciones pensando que el profesor que tienen delante está del lado de los buenos mientras que los que cuestionan sus tesis son los malos de siempre, los reaccionarios retrofeudales o los fascistas y explotadores. De una manera tan ramplona se nos oculta que la Verdad tiene que ver con contextos hermenéuticos mucho más amplios que «canalizan» la misma investigación, dentro de la cual cabe calificar el valor (de verdad) de los mismos descubrimientos (según su transcendencia respecto a dicho contexto).

Ahora bien, el cerrojo ideológico no se reduce a una determinada conducta ética, sino que está determinado por un sistema de múltiples creencias y principios suprasubjetivos coordinados y organizados frente a otros (aunque de él se puedan derivar determinadas actitudes éticas). Y es la falta de claridad y distinción entre sus partes y relaciones, según múltiples planos, lo que provoca tal «cerrazón». Por tanto, se trata de una cuestión que tiene que ver con la falsedad («falsa conciencia»), aunque también tenga derivaciones éticas. La falsa conciencia es la incapacidad para corregir los errores derivados de la descoordinación de distintos ortogramas. Quien cae en la «falsa conciencia» (ineludible radicalmente, pues el error forma parte del camino hacia la verdad), no rectifica constitutivamente de golpe (ni siquiera tiene por qué tener muy claro que se engaña y engaña a los demás), aunque rectifique algún error puntual. Porque la falsa conciencia (y la alienación) es resultado de una multiplicidad de relaciones que nos «cierran» al entorno cambiante (cayendo en una especie de «autismo», según Bueno), contribuyendo a múltiples distaxias (también políticas, como la que nos puede arrastrar al fraccionamiento de España). Pero sólo con una fuerte y reiterada dosis de voluntad de verdad (de entender, no sólo de disfrutar), y con la ayuda de los demás, podemos llegar a eludir (nunca totalmente) esa reiterada y profunda incapacidad de rectificar, asumiendo nuestros errores.

Por eso hay tanta gente «buena» (éticamente, distributivamente) que puede llegar a cometer los mayores crímenes en determinados contextos. Sólo así se entiende que el exorcista llegue a matar a la endemoniada dándole de comer sal. Por eso muchos alemanes buenos apoyaron a Hitler, y tantos rusos a Stalin y sus proyectos. Por eso no se cambia de voto de un día para otro. ¿Acaso el obrerete más generoso no puede llegar a cometer alguna barbaridad política? ¿Es que no hay empresarios buenos, en contra de lo que piensan muchos proletarios? ¿No se enfrentan en una guerra bandos con sujetos de distinta condición ética, sin que la guerra se reduzca a dicho contexto? Y sin embargo muchos llamaron «asesino» a Aznar tras una pancarta «contra la guerra», cayendo en un eticismo metafísico que reduce la política a una ética con la que la confunde?

Creemos que la concepción (abstracta) de «historiografía basura» también se podría poner en correspondencia con la distinción que desarrolla Gustavo Bueno entre «Verdadera política / Falsa política / Política Verdadera / Política falsa»:

«Establecemos: (A) Por un lado, la distinción entre A1, una verdadera política (comp.: verdadera filosofía, verdadera religión, verdadera ciencia) y A2, una falsa política (comp.: falsa filosofía, falsa religión, falsa ciencia). (a) Por otro lado, la distinción entre a1, política verdadera (comp.: filosofía verdadera, religión verdadera, ciencia verdadera) y a2 una política falsa (comp.: filosofía falsa, religión falsa, ciencia falsa)
La distinción dada en (A) establece, en rigor, una separación entre la verdad (o realidad esencial) y la apariencia (o realidad fenoménica). Una cosa será una verdadera religión y otra una falsa religión (una apariencia o simulación de religión, acaso el fetichismo y la superstición); una cosa será una verdadera ciencia y otra una falsa ciencia (una apariencia o simulación de ciencia, una pseudociencia o ciencia ficción). Pero la distinción dada en (a) se mantiene dentro de A1; tanto a1 como a2 son A1 y aquí residen las dificultades más profundas de la cuestión. Pues se trata de mostrar (una vez que se haya establecido que una cosa es la verdad de la esencia y otra la realidad del fenómeno) que la verdadera ciencia (o religión o filosofía) puede ser ciencia verdadera, pero también falsa, lo que es tanto como reconocer dialécticamente que el error forma parte interna del proceso científico, que él no es contingente, accidental o eventual. Se trata de reconocer que la verdadera política no tiene por qué ser siempre la política verdadera (ésta es en rigor, en el fondo la tesis de Trasímaco, cuando sostenía que un verdadero calculador no ha de ser un calculador verdadero, infalible). No estará de más traer aquí a recuerdo la tesis de San Agustín (Ciudad de Dios, xx, 21) según la cual la única verdadera ciudad (o sociedad política) es la «Ciudad de Dios» que al mismo tiempo, según él, es la única ciudad verdadera (pues Babilonia, o el Imperio romano antes de Constantino, «no es ni siquiera una ciudad pues ella no está presidida por la justicia»). San Agustín se apoyaba, además, en el pasaje de la República de Cicerón conocido como el Sueño de Escipión. También traeríamos aquí a recuerdo a otro agustiniano, Descartes, cuando venía a decir que sólo el conocimiento verdadero (claro y distinto) es el verdadero conocimiento, pues no cabe hablar de conocimiento oscuro y confuso, o dudoso; éste será sencillamente no-conocimiento.
Pero las relaciones entre aberraciones y apariencias no son meramente dicotómicas, salvo formalmente. La dialéctica efectiva es la transformación de las apariencias en verdades, o de los errores en apariencias. ¿Cabe admitir la posibilidad de un proceso que sea a la vez fenoménico y aberrante por tanto? Parecería que formalmente no, puesto que para ser erróneo tiene que comenzar por ser real. Pero materialmente, el proceso en cuestión, puede ser considerado a veces como una confluencia de ambas cosas. Así, quien se empeña en construir la máquina de movimiento continuo desarrolla quizá una conducta aberrante o errónea, desde el punto de vista de la teoría física, al mismo tiempo que su conducta puede ser llamada física en la medida en que está teniendo en cuenta otras leyes físicas (mecánicas). Se da sólo apariencia de conducta física, o de Física ficción, cuando nos situamos en la perspectiva de un solo principio físico, pero no de su conjunto. La aberración, sin duda, puede ser de tal calibre que ella misma lleve a la transformación de un sistema erróneo en una apariencia de sistema: el error puede ser tan profundo y afectar a tal cantidad de principios que lleve a la degeneración del sistema aberrante en una apariencia suya.
Es preciso, por tanto, en nuestro caso fundamentar, por un lado la distinción entre política real (verdadera política) y política aparente o fenoménica (falsa política, política ficción, pseudopolítica) y, por otro lado, la distinción entre política recta (o correcta, o verdadera) y política errónea (o incorrecta o aberrante)» (Diccionario Filosófico, entrada 566).

Así, la perspectiva de Moradiellos, de entrada, negaría a los que no son de su parecer el calificativo de «verdaderos historiógrafos», serían «principiantes» o «funcionarios», o filósofos «abstractos» (acogidos al «fraude sistemático»). Serían, como diría Descartes, «no-historiadores». Su labor consistiría en ocultar los «documentos verdaderos» y fabricar, a partir de dicha ocultación, «documentos falsos» (verdaderas apariencias falaces). Sólo la historiografía progre (eminentemente universitaria) sería tal («verdadera historiografía»).

Además, como ya hemos comentado, la perspectiva ontológica (y la idea de presente) desde la que se ejercitaría la historiografía «progresista» se parecería mucho a la visión de San Agustín, pero en vez de partir del «pueblo de Dios» como «verdadera plataforma política», partiría de «La Humanidad» (o del Proletariado, o de la Sociedad Civil). En todo caso, no partiría de España.

Desde nuestra perspectiva, sin embargo, cabría decir que la historiografía «leyendanegrista» (extendida convenientemente a la época de Franco) sería, de entrada, una «verdadera historiografía», pero «falsa» («verdadera historiografía falsa»). El error es ineliminable para constituir la Verdad (y la libertad), pero una acumulación ingente de errores (de «basura historiográfica») puede llevar a la transformación del relato historiográfico en una apariencia (falsa) de relato, en «historiografía basura» que habría que barrer (criticar) para reciclarla.

Aquí debemos señalar que no entendemos por qué se queja don Enrique por tales expresiones cuando ha sido mucho peor el tratamiento dado a la obra y la persona de Pío Moa al que, de entrada, se le ha intentado barrer de un escobazo, por medio de insultos y la más cobarde de las censuras.

Las distinciones anteriores son muy cercanas también, según lo vemos, a la metáfora aplicada por Pedro Insua al campo de la historiografía partiendo de la obra Telebasura y democracia, muy relacionada con la obra anterior de Gustavo Bueno TV: Apariencia y Verdad.

Y continuando con dicha metáfora podríamos decir que en el terreno de la historiografía también es preciso construir la verdad de lo que «aparece» en las reliquias. Y no todo son apariencias «falaces» (propagandísticas, por ejemplo). Pero la construcción de verdades (suprasubjetivas u objetivas) no depende sólo de una supuesta historiografía pura (como la verdad de lo que aparece en la TV no depende sólo de ésta), porque «No todo lo que está en el mundo aparece en los relatos historiográficos».

Tampoco es cierto, que «todo lo que aparece en los relatos historiográficos esté, o haya estado, en el mundo». Por eso se pueden descubrir, entre otras patrañas, muchos relatos «imposibles» (sobre milagros, magia, &c.). Siempre partimos de un determinado presente sociocultural (dialelo).

También cabría decir que una población que sólo se interesase por estar «entretenida» (para disfrutar con agradables relatos) y que nunca se preocupase por entender la verdad de los contenidos de lo que le cuentan, que no se preocupe por diferenciar la historiografía verdadera y la falsa (como la que insistentemente se atiene a la Leyenda Negra sobre España) habría llegado al límite de su degradación (respecto de la verdad). Significaría que dicha audiencia pasa de verificar las apariencias y tolera cualquier confusión o tergiversación de las verdades como si de juegos o géneros literarios se tratase (aunque fuera crítica en la distinción entre las apariencias agradables y desagradables, entre aquello con lo que «disfruta» y lo que le desagrada). En tal caso la historiografía dejaría de ser tal, dejaría de estar ligada a la verdad (a Bach también se le puede entender).

Si en una sociedad democrática capitalista se comprueba que determinados contenidos historiográficos son irracionales o basura, entonces hay que culpar de los mismos, también, a los receptores (audiencia) que los mantienen. Los españoles (el «pueblo», la audiencia) no somos los únicos responsables de lo que aparece en los libros de Historia, pero sí la principal causa (culpable) de su persistencia en los media. Porque el libro (reportaje de TV, &c.) que no tiene lectores acaba por desaparecer. Y aunque las audiencias no son homogéneas, pues obedecen a distintas tendencias e intereses, seguirán dirigiendo en gran medida la orientación de la historiografía por venir y, con ello, la de nuestro propio futuro político.

Sobre cuestiones personales

D. Enrique opta por no entrar en el análisis sobre la concepción del «presente» que tiene (y su tipo de «implantación política») para derivar el «debate» hacia cuestiones personales concretas que no cabe confundir, sin más, con lo anterior. Lo que nos ha quedado claro es que su «implantación política» está muy condicionada por la confusión y vaguedad de multitud de conceptos (cae en constantes contradicciones, además de considerarse «demócrata, a secas», lo cual es buena prueba de su oscuridad). En vez de rebatir lo que diagnosticamos desvía la cuestión hacia disquisiciones sobre su «filiación» política (que nos preocupa bien poco).

Debemos aclarar, para el que aún no lo haya entendido, que cuando hablamos de «izquierdaunismo» partimos de la crítica de don Gustavo Bueno a la supuesta «unión de la izquierda», y aprovechamos para lanzar una indirecta a los votantes de IU.

Le diré, ya que ha sacado el tema, que también nací en 1961 y que tampoco pertenezco a ningún partido institucionalizado. Mi trayectoria política es muy similar a la suya (también voté al PSOE en el 82) hasta los 30 años aproximadamente. Pero, por lo que se ve, a partir de entonces nuestros cursos vitales son muy distintos (y eso que los dos somos fervientes admiradores de don Gustavo Bueno). Esto demuestra (según lo veo yo, y si no soy un zote como sugiere nuestro, casi, compadre) que las cuestiones que debatimos son abstractas y complejas, difíciles de entender. Pero ya vemos que el asturiano de nacimiento pretende ser más pedestre, y tiene, al parecer, las ideas mucho más claras y distintas.

Cuántas veces hemos discutido con ese tipo de gente «práctica», concreta, que dice huir de las abstracciones, y que negaba que CiU, o incluso el PNV, fuera un partido con proyectos independentistas (aspecto que, al parecer, rechazaban). Y ahora, esas mismas personas parecen asumir lo que propongan sin el menor reparo (como tampoco rectifican ante «errores» –basura–, como el cometido por Carod Rovira al entrevistarse con ETA, como nos sugería don Gustavo Bueno en TVE2 el 27 de enero). Y es que «presuponen» (implícita o explícitamente) que cada cual se «constituye» como le da la gana, y en cualquier momento, «democráticamente». Porque ellos no tienen patria (su patria es la Humanidad). ¿Cabe mayor idealismo subjetivo, mayor formalismo antimaterialista (filosófico)?

Parecen pensar que se han constituido como españoles en 1978, que pueden constituirse en cualquier momento como les parezca. Y es que confunden (sin que les importen lo más mínimo tales disquisiciones) la Constitución («democrática», formal) de 1978 con la constitución (systasis) material de España, sugiriendo que España no existía antes de 1978 (lo mismo que los «españoles») y pretenden re-constituirse como y cuando les apetezca, como si tal cosa fuera posible, más allá de los determinantes materiales (culturales, históricos y políticos idiográficos). Ellos pretenden determinarse como «seres humanos». No caen en la cuenta de que la citada Constitución de 1978 (que parece tan concreta y positiva) está plagada de formalismos idealistas (recogidos, en gran parte, de la Declaración de los Derechos Humanos). Estos apátridas quieren ser «ciudadanos del mundo» pero se quedan en España, y a quien se opone a su «política aparente» lo marginan y censuran como a un abominable reaccionario, que no merece estar vivo. Pero dicha «política» está repleta de abstracciones absurdas, aunque parezca llena de concreciones (como la del que piensa que basta con mirar a un hombre para ver que es científicamente «humano»).

Esos españoles (y compañeros de don Enrique) que son marginados o masacrados por los utopistas lo único que reciben por parte de muchos es compasión ética y manos blancas. Y dado que este humanitarismo deja el camino libre a cualquier proyecto «democrático», por irracional que sea, la mayoría de los amenazados acaba asumiendo que las abstracciones patrióticas no conducen a ningún sitio (la nación étnica sería, según parece, la más real y concreta), y cediendo ante la violencia irracional de los separatistas que, hoy día, también se camuflan detrás de la ideología «democraticista», pues el «socialismo revolucionario» de ETA no parece vender tanto tras la caída de la URSS.

Por lo visto, para el Sr. Moradiellos tampoco es fundamental analizar el proyecto político del Frente Popular (Stalin), más allá del camuflaje «democrático» (incluso burgués). Todo el mundo pudo oír y escribir lo que decía Stalin, y por eso, hoy día, puede nuestro historiador desvelar dichos «datos». Todo el mundo oía lo propagado por Negrín, pero ¿Por qué acabaron cuestionándolo la mayor parte de los que eran sus aliados, excepto los procomunistas más convencidos? ¿Por qué lo cuestiona el «filoanarquista» y anticomunista (según Moradiellos) Burnett Bolloten cuando, al parecer, la «verdad» la conoce cualquier neostalinista éticamente bueno, como Santiago Carrillo (que, además, ha declarado y escrito que no tuvo nada que ver con Paracuellos, como cualquiera puede certificar milimétricamente)?

Como vemos, según nuestro historiador, la misma tendencia política de alguien (contraria al bando propio, y suponiendo que fuera cierta) lo descalificaría de por vida para «investigar lealmente», y mucho más para construir teorías («sobre» la «no-investigación»). De ahí sus temores a manifestar sus tendencias políticas y ser «etiquetado» de por vida (aunque sea en el bando de los «buenos»), porque eso cuestionaría su condición de «historiador» neutral (sin contaminaciones filosóficas e ideológicas). Teme ser sometido al mismo hierro con el que mata a quienes le contradicen (que debemos pertenecer a algún reaccionario partido «x»).

Por todo esto dice nuestro leal historiador, como no podía ser de otra forma:

«Y si parece altisonante y rimbombante la afirmación, lo sentimos mucho pero la mantenemos íntegra. Sobre este punto no cabe discusión alguna porque, sencillamente, suponer que los 'datos' (ésos que construye la historiografía de modo paciente y moroso) pueden ser alterados, estirados, ocultados o deformados para mejor 'encajar' en la correspondiente 'interpretación interesada' sería un fraude profesional gravísimo e irresponsable. Ni más, ni menos. Como historiadores, debemos estar dispuestos a rectificar cualquier dato histórico (de los tipos ya señalados) siempre que las pruebas y evidencias descubiertas o recuperadas así lo indiquen y postulen, modificando en consecuencia el relato y narración interpretativa correspondiente. Pero no debemos estar dispuestos a modificar esos datos, eclipsarlos u omitirlos en función de las preferencias ideológicas o de las afinidades políticas presentes o pasadas.»

Y también nos dice:

«Nosotros, al contrario que el heredero de Leopold von Ranke en la cátedra de historia de la Universidad de Berlín, el tristemente famoso Heinrich von Treitschke, jamás diríamos voluntariamente: 'Soy mil veces más un patriota que un profesor (de historia)'. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Y si esto es lo que el señor Sánchez Martínez identifica con el 'sobrehistoricismo', tanto peor para él y quienes lo secundan.»

Su propio «sobrehistoricismo» se deduce de su historicismo humanitarista, que presupone que cabe hacer Historia «desde la Humanidad». ¿De verdad se ha leído España frente a Europa? Me parece que somos de la misma generación, pero no «leemos» igual.

Su peculiar preferencia por la vocación de historiador (como la de muchos de los discípulos de Tuñón de Lara) encubre una ideología apátrida, internacionalista. Su «pro-fesión» le permitiría vislumbrar la realidad (política) desde plataformas sublimes, por encima de patrioterismos (reaccionarios).

Nuestro purísimo historiador no milita en ningún partido, pero ¿qué piensa de la «autodeterminación de los pueblos»? ¿Cree que el plan Ibarreche (o debemos decir «Ibarretxe», como hace él) es aceptable, aunque se desarrolle sin «violencia»? ¿Y del «plan Maragall», qué piensa? ¿Le trae sin cuidado con tal de seguir historiografiando? No queremos ser impertinentes, simplemente saber algo más de su «racionalidad histórica» y política.

Sus consideraciones sobre la posible vinculación de sus cuatro contrincantes (homogeneizados) con algún «partido x (¿Popular? ¿Falange? ¿Comunión Tradicionalista?)», es el remate de la faena, que confirma su visión «maniquea» y simplista de la realidad. ¿Es que, dejando de lado otras consideraciones, para don Enrique son todos equiparables?

Nuestro leal contrincante no parece entender lo que dice sobre los «títulos necesarios» (que no tienen por qué ser de «filiación») para juzgar las preferencias políticas de sus contemporáneos. No ve que los méritos argumentativos (en el terreno en el que nos movemos, de filosofía de la historia) tienen mucho que ver con el tipo de «implantación política» de la conciencia filosófica. Pero no sabemos si también reduce (aunque sea propagandísticamente) la política a la ética (eticismo), como hicieron todos los voceros «contra la guerra», y como dijimos del Sr. Cardona en El Catoblepas 23:1 al hablar del Síndrome de Pacifismo Fundamentalista.

En relación a la reseña de don Enrique sobre la obra de Radosh, publicada sin su consentimiento en Barataria Virtual, tenemos que darle las gracias por permitir que, a pesar de todo, la hayamos podido compartir tan fácilmente. Pero lo más interesante hubiera sido que contestase a nuestras críticas sobre su contenido, y así habría puesto de manifiesto, aún más, su generosidad.

Y en lo relativo a la publicación de la revista Ayer pienso que de mayo a noviembre hay tiempo suficiente para haber introducido una nota en la que se avisase al lector de que el texto que leía había sido publicado con anterioridad en El Catoblepas y dentro de una «polémica» (más aún teniendo en cuenta que tuvo permiso de los editores de la revista). Pero quizá tenga razón don Enrique, y seamos demasiado exigentes con su lealtad (especialmente hacia los lectores).

En este apartado de reproches personales nos dice el extremeño (de adopción):

«No yerran totalmente en el anatema, nos tememos. Porque somos muy conscientes y en repetidas ocasiones hemos reiterado nuestras humanas debilidades de formación filosófica (por no decir de formación cultural general). De tal modo que quizá sea cierto, como apuntaba el señor Sánchez Martínez, que 'resulta sorprendente que una mente tan lúcida y sublime como la de D. Enrique no capte los matices' y se pierda en 'estas cuestiones (que) no parece entenderlas' (El Catoblepas, nº 17). Lo cual, por otra parte, desmentiría la paralela acusación de soberbia intelectual y autoconfianza excesiva que desliza el mismo señor y en el mismo artículo bajo esta requisitoria tronante.»

Su misma defensa es la mejor prueba de lo que decíamos, de su incapacidad para captar los matices («abstractos», filosóficos). En esta ocasión don Enrique tampoco se da cuenta de que la soberbia y la prepotencia no están reñidas con la «incapacidad», pues el soberbio presupone tener unos poderes de los que realmente carece (son «poderes aparentes», derivados, en gran parte, de su «falsa conciencia»).

Epílogo para una rectificación verdadera

Debemos confesar, con cierto asomo de envidia sana, que desde una perspectiva lingüística, gramatical, literaria, también he disfrutado bastante con la lectura de los escritos de nuestro profesor de Historia. Pero yo no leo a don Enrique, o a Gustavo Bueno, con la intención de «disfrutar», sino con la principal intención de «entender», de descubrir la verdad. Y debo decir que las obras de Bueno, en este sentido, me parecen admirables. Las de don Enrique todo lo contrario.

Yo también le deseo lo mejor a nuestro historiador. Pero dentro de una escala de valores que sea compatible con la mía, sobre todo en el ámbito político. Si no es así, y en el caso de que Madrid y Extremadura lleguen a ser estados independientes, debo decir (como Churchill respecto a Franco, o viceversa) que seguramente me alegre de no tener que compartir ciudadanía con su excelencia.

Para ir terminando, primero recordaremos que todo esto ya lo sugerimos en El Catoblepas 17:10 al decir, por ejemplo, que:

«La historiografía no puede mirar al pasado presuponiendo una plataforma Universal (nomotética) desde la que se interpreta (sea la Humanidad, Dios, 'el pueblo' o la 'democracia'). Sólo cabe mirar desde plataformas 'idiográficas'. ¿Cómo entender los sucesos del pasado sin la nebulosa de creencias que canalizan nuestra comprensión de las conductas, sin las normas vigentes, &c. desde las que partimos (Dialelo histórico).»

En segundo lugar, repetiremos lo sugerido en la presente ocasión (parafraseando a don Gustavo Bueno): «tenemos la historiografía que nos merecemos.»

Mi propósito es el de colaborar a barrer toda la basura historiográfica que podamos, y, si es posible, reciclarla. Si somos capaces de hacerlo entonces estaremos contribuyendo a conformar y mantener ortogramas que repercutan en la eutaxia de España. La historiografía franquista (en algunos casos con importantes rémoras, pero, con todo, más valiosa para España que la progresista) no ha conseguido llevar a cabo dicha tarea, pues enfrente tenía rivales duros de pelar. Pío Moa cuenta que un profesor de Historia le escribía diciendo:

«Yo, como otros, opino que sus libros se aproximan bastante a la realidad histórica, pero no puedo decirlo en voz muy alta, porque podría verse afectada mi posición profesional e incluso laboral» (Los crímenes de la guerra civil... pág. 22.)

A pesar de todo, aún esperamos que el Sr. Moradiellos rectifique, en profundidad, y se una a nosotros en la mencionada tarea.

 

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