Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas, número 23, enero 2004
  El Catoblepasnúmero 23 • enero 2004 • página 11
polémica

Solo ante el peligro indice de la polémica

Enrique Moradiellos García

«Nota de despedida de un presunto historiador
reo de contumaz impenitencia profesional»

Desde la primavera del año recién concluido y hasta el comienzo del presente, las páginas de esta revista han sido foro y escenario de un intercambio de opiniones contrastadas entre el arriba firmante y el señor Antonio Sánchez Martínez, con la ocasional intervención en apoyo de este último de D. Pío Moa Rodríguez, D. José Manuel Rodríguez Pardo y D. Íñigo Ongay de Felipe (El Catoblepas, números 14:14, 15:11, 16:1, 16:10, 16:12, 17:8, 17:10, 18:10, 22:1, y 23:1). La materia debatida y referida en ese intercambio era básicamente las interpretaciones historiográficas sobre la guerra civil española de 1936-1939 en sus diversas facetas y dimensiones, sin excluir ni mucho menos sus usos y abusos en el más reciente presente bajo fórmulas de «memoria histórica» y otros modos habituales de instrumentación ideológica y coartada política. No osaremos calificar en esta ocasión a lo sucedido como una «polémica» intelectual, como hicimos en su momento y como todavía recogen generosamente los editores de la revista en su etiqueta móvil de anuncio de los textos producidos. No sólo por el peculiar desequilibrio que supone el cuatro a uno de los intervinientes (aunque confesamos que no deja de causarnos asombro este fenómeno: ¿acaso está siendo «colonizado» el medio por una misma escuela monocorde de pensamiento?). Sino, sobre todo, por las razones apuntadas en su ultima colaboración por el señor Rodríguez Pardo («La historiografía universitaria y El mito de la izquierda», El Catoblepas, nº 18):

Desde el número 14 de la revista El Catoblepas se viene manteniendo «a tres bandas» entre Antonio Sánchez y Pío Moa, por un lado, y Enrique Moradiellos, por otro, una presunta polémica sobre la segunda república española y la guerra civil. Y digo presunta polémica porque el Sr. Moradiellos, lejos de debatir, como sería natural, no lo hace, sino que se refugia en el argumento de autoridad y la pontificación para negar legitimidad a los argumentos de sus dos oponentes. Curioso resulta también que el Sr. Moradiellos rechace las implicaciones políticas del presente que sugiere Antonio Sánchez a propósito del debate, al tiempo que se declara prorrepublicano. El Sr. Moradiellos se limita, a todos los efectos, a darnos lecciones desde su republicanismo no bien definido (¿es militante de alguna organización republicana?) y a pontificar sin argumentar respecto a las obras de Pío Moa. (Subrayados siempre en el texto original).

Es muy probable que el señor Rodríguez Pardo esté en lo cierto, sin asomo de ironía o segundas intenciones, y que lo que haya habido no sea una «polémica» intelectual sino un diálogo de sordos. No en vano, por nuestra parte, reconocemos sin rubor que a medida que se desplegaba la polémica (perdón: la sucesión de textos) sentíamos la impresión de que hablábamos en planos muy diferentes al de nuestros críticos y censores. Y que sólo encontrábamos cierta afinidad (¡quién lo iba a decir!) con los modos de argumentación y de refutación utilizados por el señor Moa Rodríguez en sus réplicas. Quizá sea porque, sin duda con «visión ingenua» (como denuncia el señor Sánchez Martínez en varios momentos y textos), entendíamos que estábamos entablando un debate historiográfico stricto sensu (esto es: categorialmente delimitado y circunscrito, con sus inevitables servidumbres pero también con sus virtudes por eso de operar in medias res). Y, por tanto, que básicamente podríamos discutir racional y hasta cordialmente sobre el acierto o el error de ciertos «datos» (cuándo decidió intervenir cada potencia extranjera), cifras (qué número de aviones se recibieron del exterior), cantidades (cuántos brigadistas internacionales o soldados italianos tomaron parte en la guerra) y fiabilidad de documentos históricos (fueran internos del «Ufficio Spagna» o de mera propaganda exterior), todos ellos conocidos o inéditos hasta el momento, como sucede habitualmente en los debates correspondientes a los que nuestro oficio nos tiene acostumbrados. Pero no era así, ni siquiera básica o tangencialmente, como el propio señor Sánchez Martínez reconoce:

Por tanto, aún suponiendo que los datos ofrecidos por D. Enrique sobre la ayuda extranjera fuesen ciertos, lo fundamental (transcendental para los españoles), de la presente problemática, es el análisis de los ortogramas enfrentadosy su distinta contribución a la eutaxia de España. Pero a don Enrique, como sugiere también Pío Moa, no parece preocuparle este «detalle» (transcendental), y prefiere entretenerse en buscar citas y cifras (que, además, requieren una determinada contextualización teórica) que canalicen el debate hacia el terreno historiográfico que al historiador académico le interesa, desde su perspectiva ideológica. («El cerrojo ideológico de Moradiellos», El Catoblepas, nº 17).

Así mismo lo subraya y reitera el señor Ongay de Felipe en su última intervención y con su habitual clarividencia :

Y decimos esto, dando justamente por supuesto, la necesidad de inscribir el despliegue del debate mismo antes en el terreno de las «interpretaciones» que en el de los «datos» (y menos si concebimos los mismos desde un punto de vista descripcionista como parece ser el caso de Moradiellos) tal y como ya lo advertía sagazmente el propio Sánchez Martínez; sin embargo, esto es tanto como situar los puntos focales de la querella en un plano filosófico (que presupone sin duda el historiográfico) y no tanto en la inmanencia del cerco categorial de la historia (aunque a su vez esta inmanencia conceptual no puede considerarse en modo alguno exenta en relación a las ideas filosóficas que permanecen atravesándola trascendentalmente) («La obra de Pío Moa y el 'basurero de la historiografía'», El Catoblepas, nº 22).

Y puesto que el debate no era pedestremente historiográfico (al menos en gran parte, como suponíamos muy equivocadamente), sino de mucha mayor altura y enjundia filosóficas, no habrá sorprendido a los potenciales lectores nuestra evidente debilidad y clara indefensión ante la profundidad, elegancia, densidad y finura de las cargas argumentales disparadas por nuestros egregios críticos en los planos metodológico y ontológico. En realidad, el señor Sánchez Martínez ha podido así dictaminar la sentencia inapelable con su habitual y envidiable precisión y rotundidad:

Lo más característico de la nematología (centrada en la historia de la guerra civil) de Moradiellos es su «cerrazón». (...) Los rasgos que mejor definen dicha nematología son su Idealismo ontológico, su sobrehistoricismo respecto al presente y su teoreticismo gnoseológico. (...)
D. Enrique no sólo trata el período de tiempo debatido como si fuera de un «pretérito perfecto» (aunque se represente lo contrario), sino que, sobre todo, cae en una especie de «sobrehistoricismo» que pretende sustancializar los hechos historiografiados desconectándolos del presente. (...)
Por lo tanto, podríamos decir que, aunque D. Enrique quiere concebir su propio trabajo historiográfico a la manera buenista (como si se ajustase al «circularismo dialéctico») expresa dicha labor (se la representa) al modo «descripcionista» (datos «potencialmente neutros»). Pero, sin embargo (en el ejercicio), creemos que desarrolla su labor según el modelo teoreticista. Pero un teoreticismo peculiar, en el que no cabe rectificar (falsar) las propias hipótesis y teorías (del Sujeto Gnoseológico).

Talmente parecería que el susodicho D. Enrique (trabajo nos cuesta reconocernos en el retrato) es la encarnación de todos los males ontológicos y gnoseológicos concebibles en una preclara mente humana, al igual que antaño lo fuera para algunos la hidra de las siete cabezas (titular de cuatro vicios más que los tres atribuidos al reo en este caso). No es poca cosa, teniendo en cuenta que el autor del anatema tiene a gala proclamar, quizá con pretensión irónica, que «sentimos ser simplemente mortales». Y que tampoco repara en denunciar que su antagonista (el tal D. Enrique) es culpable de otro defecto mortal: «rectificar no parece ser parte de su divino habituario». Lo que no deja de ser ya un poco grotesco proviniendo la acusación de quien fehacientemente desvirtuó nuestras frases y textos (la famosa «sustitución» de «reaccionario» por «revolucionario» al definir el carlismo y en un punto crucial para nuestra argumentación, por endeble que ésta pueda parecer o ser). Y que tampoco se resigna a reconocer que ha cometido una simple, sencilla y (suponemos) que involuntaria equivocación grave. ¿O es que puede considerarse como disculpa sincera o sentida un conjunto de frases como las siguientes, donde la carga de la prueba se atribuye a la víctima de la deformación y no al autor material de la misma?:

Intentaremos que no se nos escape ningún gazapo (aunque sirva para profundizar en el debate) (sic). De todos modos, tenemos la suerte de expresarnos en El Catoblepas, donde la censura (ideológica) brilla por su ausencia, por lo que no debe preocuparse nuestro historiador, que rectificaré lo que considere de justicia. (...)
Puede comprobarse (por las «obras» y resultados de mi construcción interpretativa) cómo la sustitución (sic) que realizamos no supone desvío fundamental de la crítica (ontológica) que realizamos a la tipología mantenida por el Sr. Moradiellos, que es lo que nos importaba. A este respecto también estamos esperando su contestación. (...)
D. Enrique pretende atribuirnos la misma metodología (y otros muchos vicios con relación a la «intención») por un solo «detalle» (sic) que (desde nuestras coordenadas) (sic) no tiene tanta importancia como el historiador académico pretende darle. (...)
Cualquiera podrá comprobar que el texto que yo transcribo se ajusta a la realidad, exceptuando la sustitución mencionada y un paréntesis final que se ha debido perder en el tratamiento de texto de El Catoblepas.

Descontado el inmerecido honor que supone ser objeto de un análisis gnoseológico tan certeramente sutil y potente como el efectuado por la pluma magistral del señor Sánchez Martínez (meramente sea por aquello de que es bueno que hablen de uno, aunque sea en el infierno), nos atrevemos humildemente a sugerir algunas posibles reservas y débiles matices al crudo diagnóstico. Porque, al menos, como dice el aforismo inglés: Big words do not harm (traducción libre: las palabras fuertes no producen daños corporales). Y estas reservas y matices se apuntan no tanto para apaciguar al severo postulante, sino para inducir a los hipotéticos lectores a repensar mínimamente la pertinencia, prudencia y justicia del mortal diagnóstico. Y no tanto para demostrar el criticado algún conocimiento filosófico que pudiera rivalizar con los esgrimidos por el crítico, sino para tratar de salvar en ejercicio la mínima practicidad y funcionalidad del oficio profesional que intentamos faliblemente practicar.

La acusación primera y fundamental de ser reo de «Idealismo ontológico» resulta grave para quien se tiene (¿o sólo se representa?) como un historiador materialista en el sentido ya canónico de este adjetivo (con todo lo polisémico que es y puede ser). Cabe admitir, ciertamente, que el señor Sánchez Martínez estuviera en lo cierto. Y también pudiera ser que todo nuestro esquema interpretativo sobre la guerra civil esté «plagado de idealismo y de mentalismo» y que «su ejercicio no es tan materialista». En todo caso, si así fuera, haría bien el crítico en mantener en todos sus textos esa vigorosa acusación. Lo que ya no parece tan serio ni acertado es que la misma pueda coexistir, como si fueran compatibles, con no menos vigorosas acusaciones de «economicismo», «predeterminismo materialista vulgar» y otras lindezas similares. Para los historiadores, y sabemos bien que para los filósofos con más motivo, el arte de la distinción entre adjetivos calificativos es fundamental y nos libra, mal que bien, del vicio de la confusión.

En todo caso, en nuestro descargo, sólo acertaríamos a señalar que nuestra pretensión «materialista» en el ejercicio profesional historiográfico no pretende ir más allá de las cuestiones siguientes. En primer lugar, el imperativo de buscar, identificar y cribar las posibles «reliquias» materiales (en sentido sensorial lato) que pueden ser consideradas como pruebas históricas para construir sobre ellas y con ellas un relato y narración que ofrezca alguna explicación racional y convincente del tema tratado, asumiendo que tal explicación es un mero contexto imaginado pero no arbitrario ni caprichoso. Es decir: la famosa labor heurística de los manuales clásicos de introducción a la disciplina. Y, en segundo orden, la obligación de procurar que dicha construcción se mantenga dentro del campo (¿categorial?) delimitado por tres principios axiomáticos de las ciencias históricas: el principio semántico (Quod non est in actis non est in mundo); el principio genético (De la nada, nada se crea); y el principio temporal (el respeto a la «flecha del tiempo» y la exclusión de la ucronía y el anacronismo). Nada más. Tampoco nada menos. En otras palabras: disciplinar la labor hermenéutica con el debido respeto a esos axiomas incontrovertibles en el plano categorial porque delimitan el espacio in medias res dentro del cual opera la racionalidad histórica a escala humana.

Comprendemos perfectamente que estas simples afirmaciones no serán capaces de satisfacer las altas exigencias teoréticas y conceptuales de algunas mentes privilegiadas para el pensamiento abstracto y especulativo (¡qué sana envidia! ¡qué acertados fuimos al desestimar los estudios filosóficos en beneficio de los más accesibles y fáciles estudios históricos!). Pero no cabe olvidar que son principios de operatividad práctica exigibles para los historiadores y totalmente irrenunciables para el gremio y la disciplina. Aunque sólo fuera por una razón negativa: si se eliminaran como axiomas preceptivos de obligado cumplimiento, se abriría la vía a todo tipo de relatos y narraciones indiscriminadas de pretensiones históricas más o menos irracionales y arbitrarias. Aparte de significar la disolución irremediable de la tradición historiográfica racional-constructivista de origen clásico, cristalizada en un gremio profesional más que centenario y que mal que bien ha ido desempeñando sus funciones con mediano éxito y provecho cívico.

La segunda acusación de «Teoreticismo gnoseológico» resulta igualmente gravosa para el reo. Y bien pudiera ser que el señor Sánchez Martínez acertara de nuevo. De todos modos, mucho nos tememos que la acusación peca de imprudencia y desproporción, como mínimo. No pretendemos dar lecciones no solicitadas de historia fenoménica o «teoría» de la historia a nadie (y menos a un experto de la categoría del señor Sánchez Martínez; o, para el caso, del señor Rodríguez Pardo). Pero sí consideramos imprescindible reiterar unas ideas básicas sobre el tema desde la perspectiva a ras de suelo de un modesto historiador todavía en formación (y cuyo peso académico, digamos de paso, es más bien ligero entre sus colegas de oficio, para infortunio del interesado).

En primer lugar, partimos del reconocimiento de que la visión ofrecida sobre el pasado por la historiografía no es un mero reflejo de «lo que realmente sucedió» en la historia. Faltaría más a estas alturas. Si acaso, nos atreveríamos a declarar que el gremio está sobrado de «relativismo epistémico» en la actualidad y que no cabe encontrar apenas profesiones de fe empírico-positivistas (entendiendo por ésta la concepción derivada de Leopold von Ranke). Por tanto, nada tendríamos que objetar a la afirmación del señor Sánchez Martínez cuando subraya que «no se puede, al menos nosotros, decir toda la verdad sobre la guerra civil en un solo artículo, ni en dos, ni en una vida, porque su verdad es 'infecta'». Pero la asunción de este horizonte gnoseológico que limita el alcance y posibilidad de la construcción histórica y la producción de «verdades» historiográficas tiene otro extremo igualmente válido e inexcusable. Ese extremo al que nosotros, con toda la imprecisión gnoseológica que se quiera, aludíamos claramente cuando señalábamos que era posible (y tenía que ser posible) el establecimiento de un mínimo soporte de «datos» (nunca hemos dicho «hechos») objetivados como resultado de la investigación histórica en su fase heurística. En otras palabras, con independencia del sentido, significado y alcance de los mismos datos y de las construcciones en las que participaran, resultaba imprescindible que los historiadores trataran de elaborar y discriminar, de modo racional y operativamente, esos «datos potencialmente neutros» que iban a ser los sillares de la construcción hermenéutica.

¿A qué nos referimos exactamente con esas frases tan modosamente claras y sencillas? A algo tan práctico como lo siguiente. Supongamos (para seguir, aunque sea de modo oblicuo, con el tema de la guerra civil) que tenemos planteado el siguente problema historiográfico : ¿cuándo y cuántos aviones remitió el gobierno de la Tercera República Francesa a su homólogo español tras el inicio de la sublevación militar del 17 de julio de 1936 y como parte de su ayuda militar para aplastar la misma? Como ya saben quienes hayan seguido esta «presunta polémica», cabe encontrar dos grandes núcleos de respuestas. La primera: el gobierno frentepopulista francés decidió y procedió a enviar tal ayuda muy pocos días después del inicio de la sublevación (a partir del 21 ó 25 de julio de 1936) y la cuantía de los aviones remitidos fue de aproximadamente 50 aparatos: 29 cazas y una veintena de bombarderos. La segunda: el gobierno frentepopulista francés no remitió ayuda militar hasta el 7 u 8 de agosto de 1936 y la cuantía de los aviones remitidos fue de 13 cazas y 6 bombarderos.

Es evidente que ambas respuestas no son compatibles y que tampoco lo son los «datos» (la cifra de aviones, el día de remisión) implícitos en cada una de ellas : si una de las alternativas es verdadera (en el sentido historiográfico), la otra tiene que ser falsa, errada y equivocada. No hay término medio posible. Y esa «verdad» de la una o la otra sólo podrá construirse mediante las exigencias de fundamentación probatoria documental, según el alcance, fiabilidad, y verosimilitud de las reliquias conservadas sobre el tema (testimonios de protagonistas, registros de aeropuertos, archivos de los ministerios de guerra, aire o presidencia de los gobiernos involucrados, reportajes periodísticos, &c.). Cuando hablamos de esos «datos» potencialmente neutros simplemente nos referimos a eso: si fueron 50 aviones remitidos a partir del 21-25 de julio, no fueron 19 remitidos el 7 u 8 de agosto. No cabe conciliación.

Permítasenos abundar en este problema, aparentemente nimio y «detallista». Pero que resulta clave para entender el modus operandi de los historiadores (si se pretende tal cosa, aunque sea para discutir con ellos). Y que, además, es clave para desmentir la falsa acusación de que el autor de estas líneas es incapaz de «rectificar y asumir los propios errores» y esa tarea de rectificación «no parece ser parte de su divino habituario» (D. Antonio Sánchez Martínez dixit).

Hace ya varios años, cuando realizábamos nuestra tesis doctoral (luego recogida en el libro Neutralidad benévola. El gobierno británico y la insurrección militar española de 1936, Oviedo, Pentalfa, 1990), nos inclinábamos a defender y sostener la veracidad de la primera alternativa considerada en esta cuestión. De este modo, en la página 225 de esta obra puede leerse textualmente:

Hasta el 9 de agosto (de 1936), fecha en que volvió a restablecerse definitivamente el embargo (de armas prescrito por el Acuerdo de No Intervención), unos cincuenta aparatos (29 cazas y una veintena de bombarderos) fueron vendidos y entregados al gobierno español. Esa contribución francesa constituyó la ayuda fundamental obtenida por Madrid del extranjero antes de la entrada en vigor del acuerdo de No Intervención, aproximándose su cuantía a los 62 aviones proporcionados conjuntamente por Italia y Alemania al bando insurgente en igual período.

Como podrá observarse, reproducíamos entonces las mismas cifras y coordenadas temporales que todavía hoy mantienen algunos historiadores (a los que secunda D. Pío Moa en todas sus obras al tratar la debatida cuestión). Y ello porque así lo señalaban las fuentes archivísticas entonces disponibles (básicamente informes de procedencia franquista exhumados por los hermanos Salas Larrazábal) y porque nosotros habíamos hallado un documento del Ministerio del Aire de Gran Bretaña (fechado el 15 de agosto de 1936 y custodiado en el Public Record Office bajo la signatura AIR 40/222) que daba credibilidad casi milimétrica a esa cifra de 50 aviones: 47 aviones de guerra franceses llegados a la España republicana hasta mediados de agosto según dicho documento (referenciado en Neutralidad benévola, p. 225, nota 18). ¿Por qué hemos cambiado de opinión? Supongo que podrá descartarse que sea porque la cifra de 19 aviones llegados desde el día 7 u 8 de agosto resultaba más favorable a nuestras simpatías personales por el gobierno republicano (de entonces). Porque, de ser así, lo lógico hubiera sido cuestionar ya desde 1990 la cifra y datación cronológica alternativa de 50 aviones franceses remitidos, que no podía menos que redundar en beneficio de la interpretación franquista canónica (a saber: la ayuda exterior fue remitida a la par, con precedencia francesa sobre la germano-italiana, y ambas fueron de entidad y calidad equiparable; corolario: ambas ayudas se neutralizaron y las razones de los triunfos insurgentes y fracasos republicanos fueron de orden interno y ajenos al contexto internacional).

La razón de nuestro cambio de opinión es más prosaica y, creemos, más profesional (si se quiere, «ingenuamente» profesional). En virtud de las investigaciones del historiador británico Gerald Howson en los archivos oficiales y privados franceses abiertos a la consulta desde entonces (principios de la década de los noventa del siglo pasado), no cabe seguir sosteniendo aquella cifra de 50 aparatos remitidos por las autoridades galas desde el 21 ó 25 de julio. Simplemente: son «datos» manifiestamente erróneos y equivocados. Por la sencilla razón de que resultan desmentidos (falsados) y refutados por los cómputos internos del Ministerio del Aire francés, del Ministerio de la Guerra francés, de los archivos departamentales de la frontera hispano-francesa y de los archivos de las compañías aeronáuticas fabricantes de los aparatos (nacionalizadas por entonces). Precisamente los fondos informativos donde ha trabajado el historiador citado y de donde proceden los nuevos «datos», potencialmente neutros (de carga ideológica), que nos inclinamos a considerar como «verdaderos». Sin contar que nosotros mismos encontramos un documento interno de la administración franquista que reconoce implícita y explícitamente esa misma realidad (aunque al señor Sánchez Martínez le parezca poco de fiar el susodicho documento). Por eso rectificamos gustosamente (los principios «deontológicos» de la profesión así lo exigen) y por eso cambiamos nuestra opinión sobre primacía temporal de la ayuda extranjera a ambos bandos y sobre el volumen diferencial (no equiparable) del monto material correspondiente.

¿Cabe mayor «rectificación» por nuestra parte en esta cuestión? Sinceramente, no vemos cómo ni por dónde. Sin descontar que las sugerencias de D. Antonio Sánchez Martínez sobre la falta de fiabilidad de los archivos oficiales franceses y la «ausencia de radares» en la frontera que detectaran remesas clandestinas, bordan la paranoia y desafían toda lógica. ¿Acaso piensa el señor Sánchez Martínez que, en 1936, un aparato de caza o un bombardero era desmontable en cómodas piezas y trasladable tranquilamente por valles, ríos y montañas pirenaicos como si tal cosa? ¿No es más fácil y sencillo, por aquello de la lectio facilior, concluir que los datos ciertos y comprobados son los que son: 19 aviones (no 50 ni 47) remitidos entre el 7 y 8 de agosto (no desde el 21 ó 25 de julio)? ¿Quién es, en este caso emblemático escogido por el señor Sánchez Martínez, el que «se cierra en banda» y padece de «cerrazón ideológica» contumaz y montaraz?

Excusamos extendernos sobre este particular ejemplo de cómo un cambio de pieza simple (los «datos» de cifras y días) pueden obligar a un cambio de construcción interpretativa para salvar la coherencia interna y la veracidad del relato historiográfico. Porque de eso se trata: de subrayar las consecuencias interpretativas que se derivan de ese sustancial cambio de «datos» con los que operar (lo que nosotros señalábamos bajo el concepto «vago» y «difuso» de «ajuste dialéctico» de la interpretación a los nuevos datos). No en vano, parece «lógico» (o necesario, o evidente, o indiscutible) pensar lo siguiente: si es «verdad» (histórica y comprobada, no ontológica) que la ayuda aeronáutica francesa llegó a partir del 7 u 8 de agosto de 1936, entonces resulta preciso admitir que no hubo «precedencia» ni «iniciativa intervencionista» francesa y que la primacía temporal en ese orden correspondió a Alemania (25 de julio) e Italia (28 de julio); si es verdad que tal primacía francesa es falsa, entonces no es posible sostener que la intervención germano-italiana en apoyo de los insurgentes fuera una mera «respuesta» o «reacción» ante el desafío intervencionista francés; si es verdad todo lo anterior, entonces no es admisible mantener que los motivos de la intervención germano-italiana fueran de orden reactivo y defensivo, buscando exclusivamente el «reequilibrio» de fuerzas y el «contrapeso» de la ayuda francesa a la República para evitar un supuesto triunfo comunista; si esos supuestos motivos de preocupación anticomunista no pueden dar cuenta total o parcial de las decisiones y acciones de Berlín y Roma, entonces cabría tratar de buscar otros motivos autónomos para explicar su conducta, incluyendo la referencia a los respectivos programas de rectificación territorial europea y mundial abrigados por los regímenes nazis y fascistas; si esas motivaciones autónomas pudieran demostrarse (según el modus operandi historiográfico), entonces debería explicarse la forma y curso de la internacionalización de la guerra civil española bajo otros parámetros que no fueran sólo el temor a la subversión comunista española y su efecto de contagio en Europa occidental; &c. Renunciamos a seguir la cadena de hipótesis porque suponemos que hay cosas que se comentan por sí solas (o casi).

Permítasenos proceder ahora a una reflexión rápida sobre la tercera acusación enunciada : el sobrehistoricismo de nuestra interpretación y la negativa a «mojarse» sobre los debates políticos del presente y la eutaxia de España. Empezaremos por aceptar que quizá tenga mucha razón nuestro crítico al señalar: «La ideología de D. Enrique creemos que es el resultado, en gran medida, de la propaganda y educación progresista». Nunca hemos ocultado nuestras preferencias políticas (que calificaríamos más bien como «democráticas», a secas), ni tampoco hemos discutido que un historiador, como cualquier otro analista social, sea deudor de su «ideología» (verdad de perogrullo, a estas alturas). Y como somos parte de la generación del desarrollismo (de los nacidos en 1961) y nos hemos formado en las aulas de la transición política y de la primera etapa democrática (cursábamos segundo año de carrera con ocasión del «tejerazo»), es muy probable que podamos ser incluido en esa categoría tan imprecisa y genérica (¡qué extraño para el señor Sánchez Martínez!) de generación «progresista». Por cierto, y sin querer resultar inoportuno o impertinente, ¿a qué generación pertenece nuestro crítico y cuál es su ideología o preferencia política y partidista? Porque tanta cerrazón ante datos demostrados (en la medida en que admitamos que la historiografía puede demostrar algo, claro está) y tanta acusación tronante (de progresismo, republicanismo, izquierdaunionismo y demás zarandajas) no deja de suscitarnos algunas dudas sobre la sinceridad intelectual y el desinterés partidista del señor Sánchez Martínez.

Asumiendo, por tanto, que somos lo que somos y nuestras circunstancias (y que se nos perdone la petulancia orteguiana), lo que ya no nos parece tan evidente y preclaro es que sea legítimo forzar y rebuscar los «datos» históricos potencialmente neutros (y ahora sabemos a qué nos referimos) para «arrimar el ascua a una peculiar sardina» (ideológica). A título de ejemplo para el caso que nos ocupa: a desdeñar la información aportada por Gerald Howson y seguir manteniendo, contra viento y marea, que la República recibió primero ayuda militar de Francia (por tanto, que Italia y Alemania «reaccionaron» a una «iniciativa intervencionista francesa») y que la cuantía material de esa ayuda fue prácticamente equivalente (y no claramente favorable a los intereses insurgentes y muy lesiva para el bando republicano).

Por el contrario, ese uso abusivo de la información histórica (del conocimiento histórico) es lo que repudiamos resueltamente por razón de imperativo ético profesional: el compromiso de búsqueda de la verdad según el dictum ciceroniano. A saber: «¿Quién no sabe que la primera ley de la historia es no atreverse a decir nada falso? ¿Y por consiguiente decir todo lo que es verdad?». Y si parece altisonante y rimbombante la afirmación, lo sentimos mucho pero la mantenemos íntegra. Sobre este punto no cabe discusión alguna porque, sencillamente, suponer que los «datos» (ésos que construye la historiografía de modo paciente y moroso) pueden ser alterados, estirados, ocultados o deformados para mejor «encajar» en la correspondiente «interpretación interesada» sería un fraude profesional gravísimo e irresponsable. Ni más, ni menos. Como historiadores, debemos estar dispuestos a rectificar cualquier dato histórico (de los tipos ya señalados) siempre que las pruebas y evidencias descubiertas o recuperadas así lo indiquen y postulen, modificando en consecuencia el relato y narración interpretativa correspondiente. Pero no debemos estar dispuestos a modificar esos datos, eclipsarlos u omitirlos en función de las preferencias ideológicas o de las afinidades políticas presentes o pasadas. Nosotros, al contrario que el heredero de Leopold von Ranke en la cátedra de historia de la Universidad de Berlín, el tristemente famoso Heinrich von Treitschke, jamás diríamos voluntariamente: «Soy mil veces más un patriota que un profesor (de historia)». ¡Hasta ahí podríamos llegar! Y si esto es lo que el señor Sánchez Martínez identifica con el «sobrehistoricismo», tanto peor para él y quienes lo secundan.

Como quiera que no deseamos tampoco dejar a D. Antonio Sánchez Martínez (y parece que a otros críticos) en la nebulosa respecto a nuestras preferencias políticas y tendencias ideológicas, daremos el paso exigido «inquisitorialmente» y nos «mojaremos» en «cuestiones candentes», como se pretende. No vaya a ser que se nos acuse, de nuevo, de malicioso escapismo del presente y aversión a la «implantación política» del conocimiento histórico. Aunque reconocemos que esta especie de confesión pública es el paso más incómodo en el plano personal por diversos motivos entre las que no cabe descartar una natural timidez ante la exposición al público.

Por razones de nacimiento, vocación y sentimiento, nuestra humilde persona ha tenido la fortuna de ser ovetense (no cacereño, dicho sin desdoro para nuestra ciudad adoptiva), asturiano (no extremeño, con igual cautela) y español (y no otra cosa, y a mucha honra, excluyendo también la hipótesis de tonto, apátrida o traidor). Abrigamos una sincera afinidad electiva con la cultura británica y estadounidense (quizá habría que matizar y decir londinense y neoyorkina) por razón de competencia idomática y experiencia vital y profesional (lo que, dicho sea de paso, nos ha inoculado contra el latente o patente antinorteamericanismo, de «derechas» o de «izquierdas», tanto da). Nacimos a la vida social con uso de razón siendo un católico practicante (la niñez y pubertad), luego un convencido trostkista (etapa del bachillerato), más tarde un «reformista» de inclinación socialdemócrata (fase universitaria) y por último un indefinido demócrata bastante descreído y progresivamente más pragmático (por aquello de atender a lo de «por sus obras los conoceréis, no por sus declaraciones»). Nuestro supuesto «republicanismo» no pasa de ser aprecio sentimental por la tentativa modernizadora trágicamente fracasada entre 1931 y 1936 y más bien somos lo que entonces se llamó «accidentalista» respecto a las formas de gobierno: quizá incluso diríamos, como D. Santiago Carrillo, que somos más «juancarlista» que otra cosa. Eso sí: nos bautizamos electoralmente un ya lejano octubre de 1982 dando el voto esperanzado al PSOE y a D. Felipe González, como tantos otros españoles (intuímos que quizá incluso alguno de nuestros críticos: ¿o es mucho suponer?) y desde entonces hemos oscilado entre esa alternativa política, la abstención y el voto en blanco. De ningún modo contemplamos la posibilidad de votar a una Izquierda Unida que participa en el gobierno autónomo vasco y es cómplice y comparsa de la penosa situación en la que vive la mitad virtual de la población de Euskadi (incluyendo varios colegas de oficio y amigos muy queridos que sufren en carne propia el precio que supone practicar la racionalidad histórica en climas tan poco propicios). Y tenemos los naturales temores respecto al futuro de España y a su permanencia como sociedad política y nación cultural decantada después de varios siglos de convivencia intrapeninsular más o menos fácil y relajada. Pero, sin aceptar que suframos de alguna especie de «anorexia patriótica antifranquista», tampoco incurriríamos en el despropósito de «españolizar» los nombres de autores extranjeros bien conocidos por sublime amor a la patria y a su lengua. Resulta sencillamente ridículo transformar sistemáticamente a Paul Preston en «Pablo» Preston, aunque sólo sea por respeto y reciprocidad: a nosotros nunca nos han llamado «Henry» o «Harry» Moradiellos en ningún lugar de Gran Bretaña ni de los Estados Unidos ni lo hubiéramos consentido.

¿Satisfechos con el radiodiagnóstico autorrealizado? ¿Ha quedado claro que la confesión de admiración por Azaña o Negrín no supone ni conlleva responsabilidad alguna por el Plan Ibarretxe, padecimiento mayor o menor del Síndrome de Pacifismo Fundamentalista, u otras taras similares? ¿O es que se trata de hacernos creer que de la teoría del cierre categorial y la ontología materialista se deriva, con ley de hierro conceptual, una virtual militancia en el Partido x (¿Popular? ¿Falange? ¿Comunión Tradicionalista? Táchese o añádase lo que proceda) o la obligación de dar el voto electoral a las candidaturas avaladas por el mismo? Porque para ese viaje partidista no hacían falta tantas alforjas conceptuales. Y porque tampoco cabe aceptar la alternativa de que la perspectiva desde la que habla y enjuicia el señor Sánchez Martínez sea menos mundana y secular que la nuestra propia, como si tuviera la virtud de contemplar el mundo desde el Acto Puro e incontaminado o, según sus propias palabras, «cual Dios omnisciente, con ciencia de simple inteligencia y de visión». Al menos en nuestra honesta opinión de ciudadano de a pie (ya no de historiador) y sin mayores títulos para juzgar las preferencias políticas de sus contemporáneos (que, por otra parte, nos resultan irrelevantes a la hora de estimar sus méritos argumentativos).

A propósito, respecto al descubrimiento por parte del señor Sánchez Martínez de que varios de nuestros textos historiográficos aparecen publicados en diferentes medios, quizá proceda una mera nota informativa para deshacer dudas y evitar suspicacias. Tiene razón el interesado al suponer que el artículo publicado en el número 15 de El Catoblepas era una versión larga y detallada de lo que finalmente se publicó en el número 50 de la revista Ayer. Como quiera que este número apareció con más de un semestre de retraso (en noviembre del 2003), no fue posible incluir en el texto digital una nota que señalara su simultánea aparición en formato impreso (bastante recortada, eso sí). De todos modos, como se apreciará en el asterisco y la nota incorporada al final del título del texto digital, se tomó la precaución de señalar que la investigación correspondiente (y obviamente anterior a la publicación en el número 14 del artículo de D. Antonio Sánchez Martínez) había sido financiada por el Ministerio de Ciencia y Tecnología bajo la referencia BH2002-00948 (lo que de por sí indicaba que no era un texto preparado ad hoc de modo exclusivo). Y todo ello con el conocimiento y aprobación de los responsables de la revista Ayer, como es natural y comprensible (aun cuando el enorme retraso en la aparición del número supuso la precedencia temporal del texto digital y no su más o menos simultánea aparición). Que del mismo texto sacáramos un breve resumen de dos páginas para publicar en Revista de Libros en forma de carta al director no parece que requiera más explicación. ¿O sí?

También debemos agradecer al señor Sánchez Martínez que llame nuestra atención sobre la reseña del libro de Ronald Radosh y su equipo aparecida en la revista Barataria digital, cuya existencia (de la revista y de nuestra reseña en ella) desconocíamos. El texto original de la misma fue publicado en el apartado de reseñas de la revista (no digital) Historia del Presente, en su número 2, editada en Madrid en el verano del año 2003. Ignoramos con qué autoridad los responsables de Barataria digital han procedido a copiar y reproducir dicho texto. Puestos al habla con el director de Historia del Presente, se nos ha confirmado nuestra sospecha de que no hubo ninguna petición oficial para proceder a esa reproducción y, aún menos, para descartar en la misma una nota señalando lo propio: que ese trabajo había sido previamente publicado en otra revista de formato impreso tradicional. La verdad es que tampoco nos sorprende este modo de operar en la red y fuera de la red, francamente. Hemos visto en distintas direcciones electrónicas versiones exactas de algunos textos firmados por nosotros y publicados originalmente en distintos diarios (por ejemplo, el artículo «Las tribulaciones de Clío en el aula», El País, 17 de agosto del 2000). Y tenemos noticia de que nuestro libro El oficio de historiador circula abundantemente por México y otros países de América Latina (en 5ª edición, para más señas), a pesar de que la editorial española Siglo XXI es propietaria exclusiva de los derechos de publicación en todo el ámbito idiomático español y sus responsables juran y perjuran que no tienen la menor responsabilidad por esas copias «alegales» latinoamericanas. En todo caso, nos alegramos mucho de ese interés por nuestra producción escrita y declaramos solemnemente que no tenemos intención alguna de reclamar derechos de autor a las personas, instituciones y organismos que así se dignan a usar y utilizar esos textos.

Una última cuestión antes de proceder a la despedida final. Se trata de la pretendida excomunión promulgada contra nosotros como admirador confeso y presunto discípulo indirecto de D. Gustavo Bueno. A este respecto sólo nos cabría una confesión de culpa y reconocimiento de falta, como sin duda esperan los inquisidores o comisarios, por no haber sabido estar a la altura intelectual del maestro, no haber aprendido siquiera los rudimentos básicos de la lección y no haber sido capaz de entender en toda su complejidad y densidad la doctrina del cierre categorial y la ontología materialista correspondiente.

No yerran totalmente en el anatema, nos tememos. Porque somos muy conscientes y en repetidas ocasiones hemos reiterado nuestras humanas debilidades de formación filosófica (por no decir de formación cultural general). De tal modo que quizá sea cierto, como apuntaba el señor Sánchez Martínez, que «resulta sorprendente que una mente tan lúcida y sublime como la de D. Enrique no capte los matices» y se pierda en «estas cuestiones (que) no parece entenderlas» (El Catoblepas, nº 17). Lo cual, por otra parte, desmentiría la paralela acusación de soberbia intelectual y autoconfianza excesiva que desliza el mismo señor y en el mismo artículo bajo esta requisitoria tronante:

...criticamos el academicismo (con tendencias dogmáticas, escolásticas, y «sin implantación política» real en el presente, a pesar de que nos tacha de «presentistas») en que suelen derivar multitud de sabios, especialmente los universitarios. (...)
D. Enrique, en la «línea argumental» que estamos defendiendo en este artículo, parecer presuponer (cual Dios omnisciente, con ciencia de simple inteligencia y de visión) que ciertas personas pueden saberlo todo desde un principio (...).
Y le preguntamos, inquisitorialmente, ¿tanto le cuesta rectificar y asumir los propios errores? ¿Es que un profesor académico, universitario, no puede confundirse? ¿Debe saberlo todo?

Sobran las respuestas a estas alturas por nuestra parte. En todo caso, confesamos nuevamente nuestra admiración por la obra de D. Gustavo Bueno, aunque en muchas ocasiones se nos asemeje a una partitura escrita de muy difícil lectura pero de armoniosa y deliciosa audición, del mismo modo que uno es capaz de disfrutar escuchando el arte de la fuga de Bach sin atreverse siquiera a tratar de desentrañar su arquitectónica musical. Sucede, sin embargo, que al leer y releer los textos de D. Antonio Sánchez Martínez (y compañía) lamentablemente no nos ocurre de igual modo: seguimos sin poder leer la partitura en todos sus detalles, pero además la audición resulta una cacofonía inarmónica que recuerda mucho menos a Bach que a Penderecki (dicho sea con todos los respetos a los admiradores de éste). ¿Tendremos que disculparmos por seguir prefiriendo al melodioso original antes que a la pretendida copia disonante? Creemos que no, aunque sólo sea porque únicamente somos un presunto historiador de contumaz impenitencia profesional. ¡Qué le vamos a hacer! En el mundo hay y tiene que haber gente para todo. Y tanto nosotros como el señor Sánchez Martínez tenemos nuestro lugar en él, afortunadamente y mientras siga en vigor el sistema democrático vigente (coronado o no). Aunque debemos añadir que esta obligada convivencia no excluye que abriguemos la misma sensación incómoda que Winston Churchill ante la presencia en España del Caudillo de la Victoria en el año 1945: «No tengo la menor intención de iniciar una cruzada anti-Franco como tampoco pretendo pasearme con él cogido del brazo». Y por impenitente deformación profesional (o por prurito academicista o algo peor) se nos permitirá que digamos de qué «fuente», reliquia y prueba histórica procede la mencionada cita «verdadera», no inventada ni forzada (a lo sumo, traducida) : minuta manuscrita y confidencial del primer ministro para su secretario del Foreign Office, fechada el 11 de enero de 1945 y custodiada en el Public Record Office bajo la signatura archivística FO 371/49610 Z971.

En definitiva, que cada cual siga su curso humano y profesional después de esta falsa o fallida o «presunta polémica» entre desiguales y diferentes (al fin y al cabo, es de cretinos acudir a citas donde no se es bienvenido ni considerado más allá de la condición de «basura historiográfica»). Nosotros seguiremos haciendo presunta mala historia y deseamos que el señor Sánchez Martínez (y compañía) siga elaborando supuesta excelsa filosofía. Y a quien Dios y/o los hombres se las den (la razón y la aprobación), que San Pedro se las bendiga. Votum Soluit Libens Merito.

 

El Catoblepas
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