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El Catoblepas, número 28, junio 2004
  El Catoblepasnúmero 28 • junio 2004 • página 14
Polémica

Eutanasia procesal y daños colaterales indice de la polémica

José Manuel Rodríguez Pardo

Se muestran algunas inconsistencias en la argumentación
de José Antonio Cabo acerca de la eutanasia procesal

En el número 27 de El Catoblepas, José Antonio Cabo viene a sugerir que existe al menos una poderosa razón para no aplicar la denominada en el materialismo filosófico «eutanasia procesal»: las posibles equivocaciones de un «tribunal asignador de eutanasias procesales» a la hora de penar a un reo, y por lo tanto de cometer injusticia. Sin embargo, como pienso mostrar en este escrito, y ya ha señalado en ocasiones Gustavo Bueno, las equivocaciones a la hora de juzgar la pena capital pueden considerarse equiparables a los accidentes de tráfico o los denominados «daños colaterales» en un bombardeo, y son meras «contingencias de refuerzo» –para usar de la terminología de Thorndike– de los argumentos de José Antonio Cabo. Añadiendo además que Locke, el considerado por muchos fundador del liberalismo, defendía la pena capital, y que EEUU, la democracia liberal más poderosa del mundo, la incluye en su legislación, creemos que estas contingencias empíricas (no necesariamente equivalentes al concepto de «eutanasia procesal») bien pudieran estar más cerca de justificar la argumentación contraria que la de José Antonio Cabo. Lo veremos a partir de ahora.

Señala José Antonio Cabo como primer argumento contra la «eutanasia procesal» que ésta resulta un mero cambio de nombre de la pena de muerte:

«La idea de "eutanasia procesal" invita a pensar en el asesino como un enfermo moral de tipo terminal, incurable e irrecuperable para la sociedad. Dada la popularidad de la eutanasia en otros ámbitos, es posible que dicha denominación haga parecer más defendible –incluso «humanitaria»– la condena a muerte del asesino. Sin embargo, cambiarle el nombre a la pena de muerte no resuelve el problema de fondo. ¿Puede Bueno demostrar que el asesino desearía su propia muerte si fuese consciente de la gravedad de su enfermedad moral? Han existido casos de asesinos que han reclamado ser ejecutados, pero no siempre se mostraban arrepentidos de sus actos. Y, si se arrepintiesen sinceramente, dando muestras de una mejoría en su salud moral, ¿deberían ser perdonados? Surgen demasiadas dudas cuando examinamos los argumentos a favor de la llamada eutanasia procesal. Desgraciadamente, muchos de los argumentos que suelen esgrimirse en contra de ella son defectuosos.»

Sin embargo, resulta un error importante considerar que el concepto de «eutanasia procesal» es simplemente un cambio de nombre de la pena de muerte. Pero esto no es así. En El sentido de la vida, obra en la que aparece el concepto de «eutanasia procesal», se señala como alternativa a la «pena de muerte» porque el concepto de «pena de muerte» es totalmente oscuro y confuso. ¿Cómo se puede penar a un muerto? Desde una perspectiva atea, que es la utilizada en ese libro, una vez fallecido alguien no puede sufrir más tormentos. Por eso, más que «pena de muerte», a veces recibe el nombre más ajustado de «pena capital», la máxima pena que puede imponerse a un sujeto humano. Además, desde el punto de vista ético, un asesino convicto y confeso ha superado todos los límites que se pueden tolerar: ha asesinado a alguien, que es el mayor delito ético, contra la conservación del propio cuerpo. Y, dentro de la propia moral de grupo, sería un «imbécil moral», alguien que desconoce las más elementales normas de convivencia.

Otra cuestión importante es la de qué hacer con un asesino convicto y confeso, si no se le aplica la pena capital. ¿Es posible rehabilitarlo, desde el momento que se le supone responsable de sus actos, y no un enfermo? ¿Alguien se imagina desayunar teniendo a su lado a personajes como el etarra Josu Ternera? Desgraciadamente, esas imágenes hemos podido verlas no hace mucho en el Parlamento de Vasconia, lo que prueba que la sociedad española está claramente enferma y que todo le da exactamente igual. De nada sirven los arrepentimientos, pues alguien que se arrepiente es un ser doblemente miserable, como decía Espinosa: primero, por cometer una acción reprobable; después, por renegar sobre algo que es obra suya y que cometió siendo plenamente responsable de sus actos.

Por último, no convendría olvidar, al respecto de la eutanasia procesal aplicable a un «enfermo moral terminal», siguiendo la órbita de la eutanasia clínica, que no sólo el asesinato sin más entra dentro de la órbita de la pena más cercana a ella, la pena capital, sino otros delitos determinados históricamente y según las normas propias de la sociedad de referencia. Por ejemplo, en EEUU la pena capital suele aplicarse en determinados estados a los que cometen asesinato, pues la seguridad de la propiedad y la vida del ciudadano son derechos sagrados, que puede ser vulnerado con facilidad desde el momento en que alguien empuña una de las múltiples armas que el «mercado pletórico» pone a disposición del público.

En una sociedad tan opuesta a ésta como Cuba (y también en EEUU, supongo), es un delito merecedor de pena capital un levantamiento armado contra el propio gobierno. El PCC, como cualquier estado comunista realmente existente, jamás permitirá una revolución que intente llevar al país a una situación prerrevolucionaria. En España, un crimen horrendo podría ser el asesinato a sangre fría perpetrado por un etarra convicto y confeso. Siempre podría argumentarse que la pena capital es una pena excesiva en muchos casos (por ejemplo, la lapidación en Nigeria por adulterio), pero en cualquier caso el debate aquí suscitado se circunscribe a las sociedades democráticas de mercado pletórico, no a otras sociedades, aunque puedan servirnos a modo de estudio comparativo de que todas las sociedades históricamente dadas señalan unos límites entre lo tolerable y lo intolerable.

Prosigue el Sr. Cabo con otras argumentaciones, referidas en este caso a la posibilidad de llevar a la práctica el proyecto suscitado en el ámbito del materialismo filosófico:

«Ni por un momento se me ha ocurrido que Gustavo Bueno esté proponiendo en serio reinstaurar la pena de muerte en España. Siempre se ha mantenido en el terreno de la filosofía, no en el de la política ni el derecho. Por tanto, no hay ningún peligro de que se ponga a recoger firmas en las calles. Además, aunque una medida así aplicada, por ejemplo, a los terroristas, pudiese obtener cierto apoyo popular, sería muy difícil que ningún partido político se atreviese a incorporarla a su programa. Dado el presente clima, hacerlo sería prestarse voluntariamente a ser catalogado de por vida como loco reaccionario de la peor calaña. El propio Bueno ha sido blanco de toda una artillería de palabras arrojadizas esgrimidas por aquellos que creen que descalificándole personalmente podrán evitar el penoso trabajo de contestar a sus razones con otras razones más convincentes. Pero, como sucede con la censura y el silencio, esta táctica no funciona.»

Es loable que José Antonio Cabo reconozca la debilidad de los argumentos contrarios a la propuesta de la «eutanasia procesal». Incluso señala, con acierto, que la propuesta realizada desde el materialismo filosófico no busca generar una campaña que culmine en la realización de un referendum sobre esta ejecución. Se trata de plantear, desde el punto de vista de una sociedad y sus normas, hasta qué punto ésta está dispuesta a tolerar los crímenes. Por motivos de prudencia política, como bien señala José Antonio Cabo, incluso sería mejor mantener esta idea lo más silenciada y oculta posible. Ello sobre todo porque organizaciones como Amnistía Internacional se han preocupado en diversas Cartas al director enviadas a la prensa nacional, de criticar la popularidad que puedan alcanzar tales ideas eutanásicas, vista la fama de quien las profiere, pero en ningún momento buscan entablar debate alguno, como señalada acertadamente José Antonio Cabo.

Curiosamente, señala aquí el autor un argumento vulnerable que tiene que ver con las contingencias de aplicación de la eutanasia procesal:

«Otro argumento vulnerable es el de la discriminación en la aplicación del castigo máximo. Así, algunas personas sostienen que los negros estadounidenses son condenados a muerte en mayor proporción que los blancos. De esta premisa deducen que la pena de muerte es racista y por tanto debe ser abolida. Sin embargo, como otros han señalado, si dicha premisa fuese cierta y el argumento válido, no probaría nada por lo que respecta al debate principal. Nada, excepto la necesidad de reformar el sistema para hacerlo más justo. En realidad, el argumento de la discriminación no es una crítica a la pena capital en sí, sino a la forma de aplicarla. Y si el sistema fuese reformado con éxito y se eliminase cualquier vestigio de racismo, este argumento sería inservible y devolveríamos el debate a su punto de partida.»

Y prosigue José Antonio Cabo señalando más argumentos erróneos de interés:

«Por último, hay quienes, basándose en una errónea traducción del mandamiento bíblico (el conocido «no matarás», que en el original hebreo dice más bien «no asesinarás» o «no matarás inocentes») aseguran que el Estado no puede castigar un asesinato con otro. Pero confundir el crimen con su castigo trae consecuencias inesperadas. Si igualamos la pena de muerte con el asesinato a cargo del Estado, deberemos abolir también las penas de cárcel (que equivaldrían a un secuestro), y las multas (que vendrían a serlo mismo que un robo).»

«De igual modo, los defensores de la pena capital, que no desean que se les asocie con la desacreditada máxima del «ojo por ojo», caen en la tentación de justificarla en virtud de un supuesto efecto disuasorio. Desgraciadamente para ellos, tal efecto disuasorio no parece haber sido corroborado de manera concluyente por la ciencia estadística. [...] La personalidad del asesino, especialmente la del asesino profesional o la del terrorista, es muy diferente a la de otros delincuentes. Quizá se pueda disuadir a los ladrones, y, según algunos autores, es seguro que la pena de muerte disuadiría con total eficacia a los conductores que estacionan en doble fila. Pero los asesinos son bastante más duros. Además, el argumento del poder disuasorio es un argumento de corte utilitarista que poco tiene que ver con la idea de justicia. [...] Lo único importante es que alguien sea culpado y ejecutado, y que el mayor número posible de personas lo vean y retengan esa imagen, una imagen indeleble que suponemos que los malhechores recordarán involuntariamente en el momento de empuñar el arma letal, inhibiendo así sus impulsos.»

Sin embargo, culmina el Sr. Cabo su argumentario contradiciéndose y utilizando uno de los «argumentos endebles» que critico con anterioridad:

«Pero la justicia retributiva tampoco está exenta de problemas. Incluso aceptando que ciertos criminales horribles merecen la muerte, ¿cuántas veces habría que ejecutar a un Hitler o un Stalin para hacer justicia? Y, lo que es más importante, ¿cómo puede el Estado estar seguro de no ejecutar nunca a nadie que no sea el auténtico culpable? La realidad es que jueces y jurados distan mucho de ser infalibles. La mera posibilidad de ejecutar a un inocente (quizá el único error judicial que no podría nunca ser compensado ni indemnizado) debería bastar como argumento definitivo contra la pena capital, sobre todo para filósofos materialistas ateos como Bueno. Para el creyente, aun siendo gravísima la injusticia que se hace al ejecutar por error a un inocente, no todo está perdido. Siempre existe la posibilidad de que dicha injusticia sea reparada por la divinidad o por el karma. Sin embargo, cuando un ateo condena a muerte al acusado, la sentencia es irreversible, el fallo inapelable. ¿Cuántas personas estarían dispuestas a aceptar tamaña responsabilidad? Austin Cline, un humanista secular, ha formulado este argumento antes y mejor que yo.»

Como podemos ver, este argumento es contradictorio con el señalado sobre las contingencias anteriormente. Además, equipara el problema del derecho penal al derecho subjetivo (retributivo) de las personas, cuando se plantea cuántas veces habría que ejecutar a unos genocidas para hacer justicia. Pero la cuestión, como ya señalamos no es esa, sino ver hasta qué punto la sociedad está dispuesta a tolerar un crimen. En ese caso, la cuestión no es cuándo se haría justicia, sino si una sociedad democrática –o al menos, una sociedad distinta y heredera de la que dirigieran unos gobernantes considerados inmorales o genocidas desde la perspectiva actual– permitiría existir a personajes como Hitler o Stalin.

Situación análoga se da en el caso de las contingencias producidas en la aplicación de la pena máxima a presuntos inocentes. En este caso también podría reformarse la pena, como señala José Antonio Cabo a propósito de la supuesta discriminación racial que existe en EEUU a la hora de aplicarla, con lo que el debate también «volvería al punto de partida». En todo caso, resulta un tanto curioso criticar los argumentos utilitaristas y los que reducen la pena capital al derecho subjetivo, para acabar criticando la «eutanasia procesal» desde posiciones que ensalzan el derecho subjetivo. Y dentro de la propia concepción de ateos y creyentes, la posibilidad de un fallo en aplicación de la pena no altera su necesidad: para un ateo es igual de terrible la ejecución capital que el fallecimiento en un accidente de tráfico, pues en ambos casos se sabe que no existe un más allá, y tan injusto puede llegar a ser que fallezca alguien que no fue causa del accidente, que alguien que no cometió el delito que se le imputaba. Aun así, en el caso de un creyente, éste puede considerar que los fallos judiciales pueden ser reparados por una justicia divina, pero desde un punto de vista ateo, el fallo es inapelable siempre, tanto en un estado confesional como en uno laico o ateo.

 

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