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El Catoblepas, número 30, agosto 2004
  El Catoblepasnúmero 30 • agosto 2004 • página 3
Guía de Perplejos

Enseñanzas del relato policial

Alfonso Fernández Tresguerres

Se intenta hallar alguna similitud entre la investigación policial y la resolución de problemas en general, incluidos aquéllos de carácter científico y filosófico, así como examinar la posibilidad de aplicar los métodos de la primera a los otros contextos

ElementalElementalElemental

Permanece atento, no sientas nada en vano,
mide y compara: tal es toda la ley de la filosofía

(Lichtenberg)

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Confiesa Chesterton que en sus primeras experiencias como lector ninguna novela era capaz de interesarle a menos que en el primer capítulo hubiera un hombre asesinado debajo del diván. Con el tiempo fue atemperando tal exigencia excesiva, sin abandonar, por ello, su amor por la literatura policial:

Me gustan los relatos sensacionales –afirma–, las novelas policíacas, las novelas que tratan de la muerte, del robo y de las sociedades secretas (...) Una novela en la que no ocurre ninguna muerte la encuentro una cosa carente de vida (...) un relato en el que se habla de un hombre que mata a otro tiene más interés que otro en que los personajes sólo se dediquen a hablar de trivialidades (...) una novela moral significa casi siempre una novela de crimen.

Desde luego, yo estoy de acuerdo en que una novela en la que los personajes no hablen más que de trivialidades carece del menor interés, pero creo también que la alternativa no es necesariamente otra en la que se hable de un crimen. Particularmente, lamento que En busca del tiempo perdido no conste de catorce volúmenes, en lugar de siete, o que Faulkner no haya escrito el doble de lo que escribió, y ello aunque ni en sus páginas ni en las de Proust se hablase de otras muertes que las estrictamente naturales; y, al contrario, hay novelas y novelistas que jamás he podido ni podré leer ni aun en el supuesto de que hubiese un crimen en cada página. Después de todo, lo menos importante, me parece a mí, es el género al que pertenece una novela, porque, en realidad, no hay más que dos tipos de literatura: la buena y la mala. Y en cualquier género existen sobrados ejemplos de lo uno y de lo otro. Ahora bien, dicho esto, he de confesar, a mi vez, que he sido, soy y seré un apasionado y fervoroso lector de novela policial.

Efectuar el registro de mis filias al respecto, resultaría agotador (no mucho menor es el de mis fobias); agotador especialmente para el lector, a quien supongo que poco o nada le han de interesar mis preferencias literarias. Básteme decir que entre éstas se incluyen, desde luego, los nombres de los que hablaré en estas notas, pero no sólo ellos; y añadiré, también, que mi voracidad de lector de relatos policiales se alimenta tanto de la llamada novela problema como de la novela negra, y que nunca me ha interesado esa ya larga, y a lo que parece interminable disputa entre los partidarios de una y otra, intentando probar la superioridad de aquélla por la que optan. No veo por qué habría que renunciar a ninguna de las dos. Ciertamente, el mundo no sería igual sin Sherlock Holmes o el padre Brown (aunque tal vez podría pasarse muy bien sin Hércules Poirot), pero tampoco sin Philip Marlowe o sin muchos de los psicópatas creados por Jim Thompson, por mencionar sólo algunos conocidísimos ejemplos, sin olvidar otros que, como el comisario Maigret, difícilmente encajan en cualquiera de esos dos moldes.

En la novela policiaca disfrutamos tanto del goce puramente intelectual derivado del problema lógico que se nos propone, como de la aventura, en el sentido más genuino y excelso del término. Pocas cosas me han deparado (y me deparan) unas horas de placer tan profundo y completo como la lectura de un buen relato policial. Tal es así, que me he obligado a mí mismo a dosificar el tiempo que a ello dedico, y, como el ajedrez, es un remedio que me receto en días de profundo desánimo o de extrema apatía, o un premio que me otorgo aquéllos otros en los que creo haber realizado con relativa bondad otras tareas que también me ocupan; tareas, por lo demás, que no encuentro menos placenteras, porque he llegado a un punto (o quizá sean cosas de la edad) en el que me he fijado como principio inquebrantable no hacer, por mi propia voluntad, nada que no me apetezca, esto es, nada en lo que no encuentre satisfacción o placer (al margen quedan, por supuesto, determinadas obligaciones de carácter ético o moral, también laboral, no siempre gratas, pero sí necesarias). Y a propósito del ajedrez, tengo que decir que no sólo no puedo comprender el desprecio que le depara Poe, sino también que el considerarlo, como él hace, inferior, en el aspecto que sea, al juego de damas, me parece afirmación sencillamente aberrante. Pero, en fin, no es de esto de lo que quiero hablar.

2

El relato policial tiene mucho que ver (creo yo) con la investigación científica y también con la labor filosófica. ¿Acaso no se ha reparado en la profunda similitud que existe entre el detective empeñado en resolver un caso y el científico que busca la solución a un problema, o el filósofo que acorrala, como dice Platón, una Idea filosófica? Mas no me parece a mí que consista en una similitud puramente formal, sino auténticamente esencial: en las tres ocupaciones, lo que se busca es, como decía Chesterton refiriéndose al relato policiaco, dar un paso de la oscuridad a la luz; en los tres casos, añadiría yo, de lo que se trata es de cómo a partir de una serie de hechos y datos podemos alumbrar una respuesta y una solución necesariamente inmersas en esos datos y hechos con los que contamos y de los que partimos. En la literatura policial, éste es un principio insoslayable: no podemos, a última hora, sacarnos una carta de la manga y engañar al lector; éste ha tenido que disponer, en todo momento, de los mismos elementos que el detective. En la investigación científica y en el análisis filosófico, no se trata de un principio de carácter ético o estético que se proponga, sino la situación misma que le es dada al científico o al filósofo y en la que forzosamente han de llevar a cabo su labor. Cuando se dispone de los datos suficientes (en caso contrario no queda sino continuar haciendo acopio de los mismos), la solución se encuentra ahí, y encontrarla es el premio a la mente privilegiada que es capaz de combinarlos de una forma novedosa u original, insólita, tal vez, y, a menudo, pasmosamente simple; o, sencillamente, a quien es capaz de ver lo mismo de otro modo. Y esta situación se repite con machacona insistencia en las tres situaciones mencionadas: la del detective, la del científico, la del filósofo. ¿Podremos aprender algo de la labor del primero en orden clarificar y facilitar la labor de los otros dos?

No desdeñemos las enseñanzas de Platón o Descartes, las de Francis Bacon, Galileo o Stuart Mill, pero aventurémonos a indagar si algunas enseñanzas adicionales podemos hallar en el relato policial.

3

Entre los muchos preceptos que Holmes gusta de repetir a Watson destaca el que recuerda que

«Lo importante no es lo que sabemos, sino lo que podemos demostrar»;

similar, seguramente, a aquello que Platón sostiene en el Teeteto, a saber, que el verdadero conocimiento no es, sin más, una creencia verdadera. No basta, en efecto, con saber: es preciso, además, saber que se sabe; y eso supone, ante todo, un conocimiento de las razones en la que se apoya tal saber, o, como decía Aristóteles, un conocimiento de las causas. El verdadero conocimiento es siempre un conocimiento de causas: no es suficiente con saber qué es o cómo es algo, sino que es necesario también saber por qué es como es y por qué no podría ser de otro modo.

En el ámbito jurídico es donde acaso con mayor claridad se advierte el alcance y el acierto de las palabras de Holmes (y de lo que hemos añadido apoyándonos en Platón y en Aristóteles): de nada sirve saber que alguien es culpable si no estamos en condiciones de poder demostrarlo. Un conocimiento del que no podemos dar razón no vale nada; y mucho menos valor tiene una creencia, aunque sea verdadera. Mas tampoco vale nada una simple opinión:

«aquí no queremos opinar, sino pensar verdaderamente»,

escribe Fichte en su Doctrina de la religión. Y aun añadirá que presentar algo como una opinión, lejos de ser, como suele pensarse con frecuencia, un alarde de modestia, es una manifestación de radical y profunda inmodestia. Y, naturalmente, tiene razón: se trata de la inmodestia, y la vanidad, que supone el pensar que alguien tiene el menor interés en conocer mis opiniones, cuando lo cierto es que ¿a quién le importa mi opinión? ¿Qué derecho tengo a importunar a los demás con mis opiniones, y a reclamar para ellas atención, si no son más que eso: opiniones? Lo que cuenta no es lo que yo opine, sino lo que sé; no es, por tanto, mi opinión (una más entre otras) aquello que cabe pedir que sea escuchado, sino mi saber (si lo tengo, naturalmente). Respecto a lo que sé, puedo pedir, y aun exigir, que sea atendido; lo que opino, nada se pierde si lo guardo para mí.

4

Se ha dicho a veces que un problema bien planteado es un problema medio resuelto. No sé si es tanto. Pero sí es seguro que no hay problema resuelto que no haya sido antes bien planteado; ni problema bien planteado sin un conocimiento previo de lo que es pertinente tener en cuenta y de lo que no lo es, de lo que resulta esencial y de lo que es accesorio. Como de nuevo nos recuerda Holmes:

«En el arte de la deducción es el elemento fundamental el saber discernir cuáles de entre diversos hechos son relevantes y cuáles son triviales».

Y para ello es clave saber ver, o mejor, saber mirar, y a eso es a lo que propiamente se llama observar.

«Usted ve, pero no observa –recrimina nuestro detective al Dr. Watson–. La diferencia es evidente».

Pero, como nos advierte el padre del relato policial, Edgar Allan Poe, por boca del narrador de las aventuras de le chevalier Auguste Dupin:

«Lo necesario consiste en saber qué se debe observar».

El asunto es más difícil de lo que con frecuencia suele pensarse. A menudo vemos lo que queremos o deseamos ver y, al contrario, no vemos aquello que no deseamos o no queremos ver. Y lo mismo puede decirse del oír. Los psicólogos Delay y Pichot nos han prevenido contra ello:

«No percibimos –afirman– más que aquello que queremos percibir, buscamos con demasiada frecuencia confirmar nuestras ideas preconcebidas».

El gran peligro que se deriva de todo ello se encuentra, justamente, en lo último que apuntan: que muchas veces nuestra observación está al servicio de la teoría que previamente hemos establecido, y ello sin que sea necesario que se dé la menor falta de honradez intelectual por nuestra parte, ya que, acaso, el establecimiento de dicha teoría de la que partimos discurre en ocasiones por cauces ajenos a nuestra racionalidad e incluso a nuestra conciencia. ¿Prejuicios? ¿Ídolos, que decía Bacon? Algo hay de eso, desde luego. Mas también ocurre que se necesita no poco talento para advertir la diferencia que media entre lo que hay que creer y lo que deseamos creer, entre lo que debemos pensar y lo que queremos pensar; de tal modo que muchas veces lo que llamamos evidencias no son sino algunos de los múltiples aspectos de un problema: aquéllos, precisamente, que confirman nuestras expectativas o las alientan. El resultado es entonces que la teoría se alimenta de sí misma, creyendo estar haciéndolo de hechos, y venimos a dar al mismo punto al que llegamos en un teorizar sin datos, ya que, en realidad, se trata de eso y no de otra cosa: de un mero teorizar sin datos. Y ese punto no es otro que forzar lo que sabemos para que encaje en lo que pensamos, en lugar de ajustar nuestro pensamiento a la realidad. Holmes (que casi no ha hecho olvidarnos de Sir Arthur Conan Doyle) lo ha dicho de un modo muy similar:

«Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno empieza a deformar los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de ajustar las teorías a los hechos».

Ocurre, en otras ocasiones, que nos sentimos inclinados, tal vez de manera inconsciente, a creer que lo verdaderamente relevante o significativo ha de ser, por fuerza, ostentoso o espectacular (tendencia ésta de la que, en el ámbito de las relaciones interpersonales, sabe aprovecharse muy bien el especialista en la mentira para, con algún golpe de efecto, desviar nuestra atención de lo auténticamente importante). Mas sucede a menudo que la clave de muchos problemas (incluidos aquéllos que se suscitan en el ámbito de las interacciones con los demás), y lo que a la larga demuestra hallarse preñado de auténtica relevancia y significación, es algún hecho o algún detalle (una palabra o un gesto, en el contexto social) aparentemente nimio e insignificante.

«La experiencia ha mostrado, como lo mostrará siempre la buena lógica, que una parte muy grande, quizá la más grande de la verdad, surge de lo que se consideraba marginal y accesorio»,

afirma Dupin; y Holmes, por su parte, no duda en asegurar que

«no hay nada tan importante como los detalles triviales»,

o también que

«Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante»,

y aún de otra forma:

«No se fíe nunca de las impresiones generales (...) concéntrese en los detalles».

Resta todavía al menos una cuestión importante que añadir a todo esto: ocurre a veces que enfrentados a un determinado problema somos perfectamente conscientes, como es natural, de aquello que hemos percibido, de los aspectos del mismo que han llamado nuestra atención y en los que hemos reparado, sin advertir que ha habido otros que hemos tenido igualmente delante sin reparar en ellos; otros, pues, que, en sentido estricto, hemos percibido igualmente, aunque no sepamos que lo hemos hecho.

Dejemos que sea ahora el comisario Salvo Montalbano, creado por Andrea Camilleri, quien nos asesore al respecto:

«—Pero entonces, ¿qué quería que le dijera? –le pregunta el interlocutor.
—Lo que él creía no haber visto –responde Montalbano (...)
—No lo entiendo.
—Quería decir que cuando contemplamos una escena, una persona recuerda la primera impresión general que ésta le ha producido (...)
—Más tarde es posible que vaya recordando porco a poco algún detalle que ha visto y le ha quedado grabado en la memoria, pero había apartado a un lado por no considerarlo importante».

No olvidemos, pues, preguntarnos siempre qué es lo que no hemos visto, o qué hemos visto sin que creamos haberlo hecho.

5

La solución de un determinado problema consiste casi siempre en el ajuste de los elementos que lo componen; pero el ensamblaje que se produce entre tales elementos no puede ser establecido de cualquier modo (por ejemplo, mediante la segregación de alguno de ellos), sino mediante nexos causales y esenciales. Mas en el establecimiento de esas relaciones de causa y efecto conviene tener presente algo en lo que no siempre se rapara, o, por mejor decir, se repara muy pocas veces, y que el inspector Kurt Wallander (nacido de la pluma de Henning Mankell) tiene siempre muy presente y gusta con frecuencia de recordar, a saber:

«Los sucesos que ocurren primero no son necesariamente los primeros en una cadena de causas».

¿Qué significa esto? La expresión es confusa (ignoro si la confusión debe ser atribuida al traductor o al propio Mankell. Y yo no sé sueco para comprobarlo). Pero, tal como yo lo entiendo, puede significar dos cosas. En primer lugar, que si bien es cierto que una causa tiene que darse antes que su efecto (de lo contrario ni aquélla sería causa ni éste sería efecto), eso no significa que necesariamente también sea conocida siempre antes que éste. Diríamos que, en el tiempo, la causa se da antes que el efecto, pero en el descubrimiento puede darse después, y ser precedida por la manifestación y la presencia de su efecto. Ahora bien, esto sucede con demasiada frecuencia como para que podamos considerarlo como algo más que una observación meramente trivial. Acontece, seguramente, con muchísima más frecuencia que lo contrario, es decir, que se produzca la aparición de la causa antes que la del efecto. Incluso habría que añadir que el verdadero problema y el verdadero descubrimiento (científico, filosófico o criminal) consisten en el establecimiento y desvelamiento de causas a partir de sus efectos. En otro caso, esto es, si conociésemos la causa y de inmediato también el efecto que ha producido, no podríamos hablar ni de problema, porque, en realidad, no hay tal problema, ni de descubrimiento, porque nada hemos descubierto, sino que, a lo sumo, nos hemos limitado a realizar una simple constatación empírica. Pero, como digo, podemos hallar un segundo significado a esas palabras (y sospecho que tal es la idea de Wallander). Cuando una causa va seguida de inmediato (vuelvo a subrayar el término) de su efecto, no existe, como se acaba de señalar, ninguna dificultad para relacionar ambos acontecimientos. Pero podría ocurrir también (y eso es lo que de hecho ocurre infinidad de veces) que entre la causa y el efecto se hallen intercalados otra serie de hechos que, al formar parte del mismo caso o del mismo problema, y al encontrarse, conectados con él y conectados entre sí «en una cadena de causas» que habrá que descubrir (de no ser así, tampoco habría el menor problema), pudiéramos vernos impelidos al error de pensar que la causa que buscamos es aquel hecho o acontecimiento que se encuentra más próximo en el tiempo al efecto del que partimos (especialmente si el más cercano resulta llamativo y el más alejado parece insustancial). O podría conducirnos también al error contrario: suponer que el acontecimiento más lejano en el tiempo y que, por tanto, ha ocurrido primero, por ese sólo hecho, ha de ser la causa del efecto que estudiamos, sin caer en la cuenta de que la verdadera causa es otro suceso mucho más próximo a él (error cuyo peligro de nuevo se acrecienta en la medida en que aumente la real o supuesta espectacularidad del suceso más lejano y la aparente trivialidad del más próximo) En cualquiera de esos dos caso, el consejo de Wallander se reduciría a advertirnos que los sucesos que nos son dados primero o que han ocurrido primero «no son necesariamente los primeros en una cadena de causas». Y creo que merece la pena tomarlo en consideración.

Los problemas a los que casi siempre nos enfrentamos (científicos, filosóficos o criminales) se parecen mucho a un puzzle o rompecabezas, donde cada pieza encaja en un lugar preciso, y es ese lugar el que necesariamente ha de ocupar, y no otro cualquiera. De lo que se trata entonces es de averiguar la posición que con absoluta evidencia le corresponde al menos a una de tales piezas, ya que a partir de ella podemos albergar la esperanza de llegar a deducir cómo y dónde van encajando las demás (lo que no anda muy lejos, creo yo, de las reglas segunda y tercera del método cartesiano, es decir, el análisis y la síntesis). Pero existe otra posibilidad, y es tomar el puzzle como provisionalmente resuelto y examinar los pasos que han conducido a esa resolución, es decir, ver cómo han ido encajando las piezas hasta componer el resultado final (algo que nos acerca ahora al análisis geométrico platónico y euclídeo). Sherlock Holmes, que conoce ambos métodos, los denomina, respectivamente, razonar hacia delante o síntesis y razonar hacia atrás o análisis (bien entendido que el razonamiento analítico, tal como él lo entiende, se corresponde propiamente con el análisis geométrico, en tanto que el razonamiento sintético, incluiría tanto el análisis como la síntesis de las que habla Descartes):

«todo aquello que se sale de lo vulgar –afirma Holmes– no resulta un obstáculo, sino que es más bien una guía. El gran factor cuando se trata de resolver un problema de esta clase, es la capacidad para razonar hacia atrás. Esta es una cualidad muy útil y muy fácil, pero la gente no se ejercita mucho en ella. En las tareas corrientes de la vida cotidiana resulta de mayor utilidad razonar hacia delante, y por eso se la desentiende. Por cada persona que sabe analizar hay cincuenta que saben razonar por síntesis (...) Son muchas las personas que, si usted les describe una serie de hechos, le anunciarán cuál va a ser el resultado. Son capaces de coordinar en su cerebro los hechos, y deducir que han de tener una consecuencia determinada. Sin embargo, son pocas las personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de extraer de lo más hondo de su propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado. A esta facultad me refiero cuando hablo de razonar hacia atrás, es decir, analíticamente».

Pero no quisiera tampoco dejar de llamar la atención sobre las primeras palabras que pronuncia Holmes en este párrafo: aquello de que lo que se sale de lo corriente y ordinario en un problema no sólo no es un obstáculo para su resolución, sino que supone incluso una ayuda. Sin duda, es cierto. Yo al menos me hallo firmemente persuadido de que los problemas más complejos y más inexpugnables, y, en cierto modo, también (y no creo que sea paradoja) los más extraños, son aquéllos en los que todo resulta desesperada, abrumadora y aburridamente normal (si de nuevo fijamos nuestra atención en el ámbito de las relaciones personales, estoy seguro que nadie dudará ni un minuto siquiera de la verdad de lo que digo). El padre Brown también lo sabía. Todos los enigmas a los que se enfrenta comienzan presentado un aspecto mágico o sobrenatural. Ninguna explicación natural parece factible hasta que las piezas van ocupando su lugar en la mente del curita, y, al fin, se alumbra una explicación no sólo sorprendente, sino incluso aterradoramente simple. Acaso por eso él decía que estaba dispuesto a creer en lo imposible, pero no en lo improbable. Ciertamente, a algunos oídos, entre ellos los míos, la afirmación les suena exagerada: yo tampoco estoy dispuesto a creer en lo imposible; pero no debemos olvidar que se trata de un cura católico, creado por un católico converso, como fue Chesterton, quien se hallaba dotado no sólo de un cerebro privilegiado, sino también de toda la fogosidad y el dogmatismo de los conversos. Pero, en fin, de lo que se trata es de que todo aquello que viola las expectativas cotidianas o las reglas de la lógica elemental resulta siempre más hacedero de desenmascarar, entre otras cosas, porque señala de forma inmediata el camino a seguir y ofrece la posibilidad de un primer paso inequívoco: mirar en la dirección opuesta a la que apunta.

«Debemos buscar siempre la lógica –de nuevo es Holmes quien habla–. Donde la lógica está ausente, debemos recelar engaño (...) Cuando un hecho parece contradecir un largo cortejo de deducciones resulta de una manera invariable capaz de ser interpretado de diferente manera.»

También es Dupin de la opinión de que lo insólito y lo infrecuente es más fácil de resolver que lo ordinario; y la razón con la que sostiene tal afirmación tiene también un innegable interés: lo raro nos indica el proceso hacia su resolución porque, cuando nos hallemos ante una situación de esas características, lo que hemos de preguntarnos no es qué ha ocurrido, sino qué hay en lo ocurrido que no se parezca a nada de lo ocurrido anteriormente (¿deberé insistir otra vez que en el ámbito de las relaciones interpersonales tal principio cobra casi el alcance de una evidencia?).

Que el problema (del tipo que sea) se parezca habitualmente a un puzzle en el que es preciso ir encajando las piezas, y que, por lo común, tal labor no puede llevarse a cabo más que partiendo de la colocación inequívoca de al menos una primera de tales piezas para a continuación ir ensamblando las otras, es algo muy similar a lo que, como nos recuerda Holmes, hacía Cuvier, quien a partir de un solo hueso era capaz de reconstruir el esqueleto completo de un determinado animal. He ahí lo que para Holmes (creo que acertadamente) es el observador y el razonador ideal:

«El razonador ideal –afirma–, cuando se le ha mostrado un solo hecho en todas sus implicaciones, debería deducir de él no sólo toda la cadena de acontecimientos que condujeron al hecho, sino también todos los resultados que se derivan del mismo. Así como Cuvier podía describir correctamente un animal con solo examinar un único hueso, el observador que ha comprendido a la perfección un eslabón de una serie de incidentes debería ser capaz de enumerar correctamente todos los demás, tanto anteriores como posteriores.»

Podría, finalmente, suceder que, pese a nuestros esfuerzos, todos los elementos del problema vayan ocupando el lugar que les corresponde, sin posibilidad alguna de que haya habido error por nuestra parte: sencillamente, porque ninguno de ellos encaja en otro lugar distinto a aquél en el que está. Mas, con todo, queden aún algunos que no hay forma de colocar, sin que ellos puedan situarse en la posición de otros, ni éstos en alguna de las que todavía se hallan vacantes. ¿Qué hacer, entonces? Antes de abandonar el juego, nos resta aún una última tentativa: comparar los elementos sobrantes entre sí para comprobar si se relacionan de algún modo, porque acaso podría suceder que, por separado, ninguno de ellos encaje en el conjunto, es decir, ninguno de ellos guarde la menor relación con el todo, pero sí lo hagan juntos:

«hay un viejo método para descubrir acertijos –dice Carter Dickson por boca de uno de sus personajes–. Supongamos que tiene unas cuantas piezas que encajan bien. Y también tiene un par de piezas que sobran, pero ninguna de las dos tiene relación con el resto. Entonces, ¿qué hace? Trate de relacionar las piezas que sobran para ver si de alguna manera se relacionan.»

Ahora bien, no siempre la solución del problema que nos ocupa tomará la forma de un ajuste perfecto entre los elementos que lo constituyen. Eso, como nos ha enseñado Gustavo Bueno, es lo que suele ocurrir en el ámbito de la ciencia (al menos en el ámbito de las ciencias duras, de las ciencias en sentido fuerte, o, como él prefiere decir, de aquéllas que se mueven en un plano α-operatorio), mas no siempre es así en el caso de la filosofía (tampoco en el de la investigación criminal). Una teoría verdaderamente filosófica, tras dar cuenta del estado de la cuestión del problema (de la Idea) a tratar; tras exponer una teoría de teorías posibles al respecto, y tras efectuar el análisis crítico de todas ellas, se ve en la inexorable necesidad (también esto lo hemos aprendido de Bueno) de tomar partido por una de ellas o, lo que es más importante aún, de elaborar una nueva (como resulta, obvio, lo primero lo hacen los discípulos aventajados, en tanto que lo segundo no le es dado más que a los maestros). Mas acontece con no escasa frecuencia que las razones que nos llevan a decantarnos por una de las teorías en litigio (incluida aquella novedosa que presuntamente nosotros hayamos propuesto), no pueden ser halladas en la evidencia intrínseca de la teoría misma (ni siquiera en la evidencia intrínseca de la falsedad de las otras), sino únicamente en el hecho de que las demás son peores; y peores significa o bien que no explican todos los fenómenos que tienen que explicar (con lo que, al cabo, no son sino pseudoteorías o teorías meramente formalistas), o bien que lo hacen de forma menos potente que la teoría elegida; potencia que se manifiesta, entre otras cosas, en el hecho de que ésta puede explicar y asimilar a las demás (explicarlas y asimilarlas incluso como un momento que, en el sentido de la dialéctica hegeliana, necesariamente había de ser recorrido antes de llegar a la teoría en cuestión), en tanto que lo contrario, es decir, que sea ella la asimilada por alguna de las otras, no se da ni es posible. Naturalmente, el defensor de alguna de las teorías alternativas puede sentirse en condiciones de argumentar exactamente igual, con lo que llegamos al hecho obvio (que de ningún modo ha de ser confundido con el mero relativismo) de que no hay una Filosofía, sino múltiples filosofías enfrentadas entre sí, siendo precisamente ese enfrentamiento (que excluye todo relativismo) el que mide y pone a prueba la potencia de cada una de ellas.

Rechazar las otras alternativas o soluciones porque se muestran como peores o más deficientes es lo que Holmes denominaba el método de exclusión:

«Una vez que se ha eliminado del caso todo lo que es imposible la verdad tiene que consistir en el supuesto que todavía subsiste. Puede ocurrir que los supuestos subsistentes sean varios, y en ese caso se van poniendo a prueba uno después de otro hasta que uno de ellos ofrezca base más convincente»;

es decir, lo que el método de exclusión establece es que, sencillamente, ninguna otra hipótesis se ajusta a los hechos.

«Eliminados todos los demás factores, el único que aun queda tiene que ser el verdadero»,

o:

«una vez eliminado todo lo que es imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca»,

son otras formulaciones prácticamente idénticas del mismo principio.

6

Lo más curioso del asunto es que, al final, la solución suele ser siempre más simple de lo que habíamos supuesto. El principio de economía, de Occam, o el de la mínima acción, de Maupertuis, parecen ser de aplicación absoluta y universal, en tanto que gobiernan lo mismo la estructura del universo que la del acontecer y el pensamiento humanos. Y si es verdad, como decía Hegel, que si la realidad es dialéctica, el pensamiento ha de serlo también (primero, porque es parte de esa realidad misma, y segundo, porque si la realidad es dialéctica, entonces sólo puede ser conocida dialécticamente), si esto es verdad (digo), entonces, y por las mismas razones, si la realidad es sencilla, el pensamiento también lo es. La motivaciones que empujan a la gente al crimen no son muchas más de tres o cuatro: sexo, riqueza y poder (si se quiere, añádaseles la envidia o el resentimiento), y las formas en que la gente mata, por mucho que se las enmascare, no son sino variaciones de cinco o seis procedimientos esenciales. Los grandes descubrimientos científicos son aquellos que una vez que alguien los enuncia, en ese mismo momento otros muchos individuos se llevan las manos a la cabeza preguntándose cómo diablos no se les ha ocurrido a ellos, porque, en efecto, en todo momento habían tenido, por así decirlo, la solución delante de las narices. Y creo que otro tanto cabe decir de las grandes teorías filosóficas. Toda la trascendencia de la filosofía kantiana (salva veritate, no entro yo ahora en eso) nace de algo tan simple como el giro copernicano: hasta ahora hemos supuesto que el conocimiento consiste en una adaptación de mi entendimiento a los objetos; supongamos ahora justo lo contrario: que son los objetos los que tienen que adaptarse a mi entendimiento, o por mejor decir, a mis esquemas mentales a priori. Naturalmente, se me podrá argüir que las cosas son simples una vez que alguien ha reparado en ellas, que alguien las ha descubierto o las ha formulado, con lo que mi afirmación, sobre ser una perogrullada, supone un menosprecio a la labor de genio. A ello replicaré que ni existe tal perogrullada ni hay tal menosprecio, porque lo que estoy intentando decir es que la peculiaridad que distingue al individuo genial consiste, precisamente, en captar la sencillez donde otros no ven sino complejidad. Eso, y el nacer en el momento oportuno, naturalmente, porque, con frecuencia, la obra del genio no es sino la culminación de una vasta cadena integrada por las obras de individuos que le precedieron, con lo que, al cabo, acaso habría que decir, con resonancias marxistas, que las cosas se descubren cuando pueden ser descubiertas, y si no lo hace éste, otro lo hará; así que a lo mejor más exacto que afirmar que fue Newton quien descubrió la gravitación, lo sería decir que fue ésta la que le eligió a él para ser formulada. Pero, en cualquier caso, éste o el otro, ha de tratarse de un individuo excepcional, y lo que sostengo es que esa excepcionalidad estriba en el hecho de hallar el camino correcto dentro del laberinto de caminos dados, y sostengo también que el camino correcto suele ser el más corto, o, lo que es lo mismo, la excepcionalidad del individuo genial consiste (como he dicho) en advertir la simplicidad dentro del caos; dentro de lo que para los demás es un caos de hechos incoherentes e insolubles, y, por supuesto, complejos; y a veces ocurre (también lo he dicho) que el descubrimiento sencillo nace de algo tan sencillo, a su vez, como el hecho de percatarse de que lo mismo puede ser visto de otro modo. O de que, como dice Adler:

«Todo puede ocurrir también de distinta manera».

Todos los entrañables personajes del relato policial con los que hemos conversado en estas páginas (y muchos otros a los que no me he referido) han insistido siempre en el asunto éste de la sencillez. ¿Quién no recuerda el «elemental, querido Watson», que se ha convertido prácticamente en la leyenda del escudo de armas de Sherlock Holmes? El padre Brow, a diferencia de Holmes, no procede por deducción, sino por inducción, y hasta por intuición: de pronto, un conjunto de hechos, que él mismo no parece comprender del todo, comienza a tomar forma y a organizarse en un todo coherente; y, en ese momento, el entrañable curita pasa con frecuencia del estupor a la súbita comprensión con un humilde (e injusto) reconocimiento de su propia torpeza y homenaje a ella, dado que la solución era en extremo simple y siempre la había tenido delante de sí.

«¡Qué tonto he sido! (...) Lo tenía que haber averiguado hace tiempo (...) Puede que sea tonto, pero me he quedado atascado, atascado en el punto más práctico. Es algo extraño, muy simple hasta cierto punto y entonces... (...) ¿No ve lo simple que es? Usted mismo vio parte de la posibilidad, aunque es aún más simple de lo que usted pensaba»,

tales son algunas de sus expresiones más frecuentes. Y si se quiere aún podemos recordar a Dupin, quien no duda en afirmar que el conocimiento más importante es invariablemente superficial y no profundo; aunque habría mucho que decir al respecto, porque ni lo sencillo se identifica sin más con lo superficial ni se halla reñido con lo profundo. En cierto modo, habría que decir lo contrario: nada hay más profundo que un pensamiento simple.

Chesterton, insistiendo en esta misma idea, y refiriéndose al relato policial, afirmará que

«el alma de la ficción detectivesca no es la complejidad, sino la simplicidad. El secreto puede parecer complejo, pero debe ser simple»,

para añadir que

«también en esto es un símbolo de más altos misterios».

Ignoro en qué «altos misterios» está pensando Chesterton. Por mi parte, lo que he pretendido sugerir es que el relato policial es símbolo de otros importantes problemas, tanto científicos como filosóficos, y guía en el camino y la labor que conducen a su resolución. E insistiré, finalmente, en que no digo que esa labor sea fácil o hacedera a todo el mundo: lo que afirmo es que la solución es, invariablemente, simple. Y ya que hablamos de símbolos, ninguno mejor de esto que digo que «La carta robada», de Poe: en tal relato, la carta perseguida con ahínco y largamente codiciada, se encuentra en el lugar más lógico, mas, por eso mismo, en el último en el que se nos ocurre pensar que alguien la ha puesto con intención de esconderla: en un tarjetero a la vista de todo el mundo; un tarjetero en el que, para más ironía, es la única carta que hay (el resto son tarjetas de visita). El problema resulta enormemente complejo, mas únicamente porque la solución es pasmosamente simple y de una sencillez abrumadora.

 

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