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El Catoblepas, número 30, agosto 2004
  El Catoblepasnúmero 30 • agosto 2004 • página 13
cine

La violencia en la pantalla:
el morbo está servido

Xavier Ripoll Soria

La visión que del sufrimiento humano y de la violencia armada ha mostrado el cine a lo largo de su existencia ha llegado a cotas difíciles ya de superar, actuando negativamente en la escala de valores de los jóvenes y público en general

La representación del sufrimiento humano y de la violencia en el cine está presente ya en sus inicios. Tampoco es de extrañar. Heredero de la literatura, del imaginario popular y de las anteriores artes visuales y plásticas, el cine no hizo más que trasladar a fotografías animadas relatos e imágenes ya existentes.

La visión de escenas sanguinarias explícitas aparece, sobre todo, en la iconografía artística religiosa, especialmente en aquella que hace referencia al martirio. Así, una miniatura del siglo X del Menologio o santoral del emperador Basilio II muestra a la virgen Hermiona decapitada y con chorros de sangre brotando de su cuello y tronco separados. Más explícito es el martirio de San Cugat, en un retablo de Ayne Bru de 1502, en donde, el santo –arrodillado y atado a un tronco– está siendo degollado; de su cuello surge también un vistoso chorro de sangre. Líquido que aparece casi siempre en las representaciones de la Pasión de Cristo, fluyendo de su costado abierto por una lanza. El martirio de San Livino, pintado por Rubens hacia 1635 no oculta detalles: la amenaza al mártir con una daga o el hierro candente concluye con el ofrecimiento a unos perros de la lengua que acaban de arrancarle con unas tenazas.

Pero la violencia manifiesta se refleja igualmente en obras no religiosas. Es el caso de las escenas pintadas por Botticelli –en 1483– en la Historia de Nastagio degli Onesti, sacada de un relato de Boccaccio. En una de ellas, un hombre persigue a caballo a una doncella desnuda y, cuando la atrapa, le arranca el corazón y se lo arroja a los perros. En otro episodio, ambientado en un banquete, aparece el mismo jinete persiguiendo a la doncella, que ahora está siendo mordida por los mastines. Siglos más tarde, Goya plasmó los desastres de la guerra en una serie de grabados empezados en 1808, o en sus cuadros El Dos de Mayo y Los fusilamientos del 3 de mayo en la Moncloa, ambos de 1814. Todos ellos expresan de forma patética y detallada la violencia bélica.

Con la llegada del cine, los diversos géneros de ficción más relacionados con los argumentos de acción retoman el tema aunque, por lo general, bajo un tratamiento teatralizado. Será el cineasta soviético S. M. Eisenstein quien destaque por mostrar en la pantalla los efectos de la violencia armada; en este caso, la represión de los ciudadanos de Odessa ejercida por los soldados cosacos en el film El acorazado Potemkin (1925). En la gran escalinata situada frente al puerto, una multitud se muestra solidaria con la marinería que se ha sublevado contra sus déspotas oficiales, cuando aparecen los cosacos que empiezan a disparar contra la gente indefensa, víctima ahora del pánico. Las tropas van descendiendo la escalinata y aplastan implacablemente mujeres, ancianos, niños o simples curiosos.

Por la acción del montaje, la famosa y magistral secuencia de la escalinata muestra una trepidante sucesión de planos de personas que se desploman heridos de muerte, con el rostro ensangrentado, el cochecito de un bebé bajando desbocado los escalones, una madre con su hijo muerto en brazos... Violencia física, violencia psíquica... Nuevamente los fusilamientos de Goya: la mirada horrorizada del ser humano ante la muerte inevitable, la máquina implacable de la fusilería... El ser-solidario convertido en el ser-negado. El cine como medio de agitación y propaganda, pero también el cine como medio de expresión de la dimensión humana. El espectador ve reflejada su propia angustia en los primerísimos planos de los rostros aterrorizados, sangrando algunos, de las víctimas de la secuencia.

A diferencia de los noticiarios de la época en donde, por las limitaciones técnicas del momento, las imágenes sobre guerras se solucionan por lo general a partir de planos generales, las de la escalinata de Odessa sumergen al espectador en la violencia, le hacen partícipe de la misma.

Posteriormente, y durante décadas, el cine de acción –especialmente el norteamericano– mostrará escenas de violencia aunque dentro de ciertos parámetros. Por normativa, por costumbre o por puro decoro estético, pero también porque entonces importaban más las buenas historias o la interpretación que no la sangre fácil.

En 1969 Sam Peckinpah sorprende al público con una nueva visión más explícita y, a la vez, crítica de la violencia armada. Siguiendo los pasos de un film suyo anterior, Duelo en la Alta Sierra (1961), en Grupo salvaje las balas atraviesan los cuerpos de donde surgen chorros de sangre al ralentí. Una reflexión visual acerca de los enfrentamientos armados y su crueldad. Los personajes dejan de ser meros extras o especialistas que se caen del caballo abatidos por disparos para pasar a ser seres humanos igualmente acribillados a balazos pero sin ocultar u obviar sus consecuencias (el efecto de la sangre brotando de la cabeza abierta, etc.) La pauta está servida.

A partir de este momento fílmico comenzarán a extenderse escenas similares en películas de acción pertenecientes a diversos géneros. Pero en lo que en un primer momento fue la utilización de la violencia explícita como denuncia de la misma, con el tiempo tal utilización se convierte en algo obvio, normal, habitual... Casi no es creíble un film de acción sin una buena dosis de hemoglobina, hasta llegar a los extremos del cine de Clint Eastwood, Stallone, Schwarzenegger, Bruce Willis, Van Damme o Tarantino. La violencia fascistoide como recurso comercial o narrativo. La violencia sin perdón, los deltoides como único diálogo o el fuego desbocado de las armas. Por supuesto que hubo otro género que ha superado en horror visual al cine de acción; se trata del cine de terror, con sus zombis o sus psicópatas enmascarados o caníbales. Y, aún más, el gore, cine de casquería. Pero por el hecho de pertenecer al fantastic, la violencia –indudable– aparece más relegada al campo de lo irreal, de lo desmesurado.

La influencia de Peckinpah se dejó notar también en el género bélico de las últimas décadas. La sangre, el desgarro del cuerpo humano o el hecho de infligir sufrimiento al enemigo, todo ello como recurso moralizador, de denuncia de la guerra, ha estado presente en muchos films antibelicistas. Es el caso de Platoon (Oliver Stone, 1986), reconstrucción de la matanza perpetrada por los norteamericanos en una aldea vietnamita, o de Salvad al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), reconstrucción del desembarco de Normandía en donde soldados con el vientre abierto o con balas atravesándoles el cráneo ponen de manifiesto los horrores en el frente de batalla. Productos muy distintos a la cinta Black Hawk down (Ridley Scott, 2001), panfleto militarista y patriotero sobre el intervencionismo americano repleto de escenas más que violentas y con mucho «picadillo».

En un mundo audiovisual inmerso en la morbosidad (en donde hasta los documentales sobre animales salvajes ya no sirven si no muestran escenas de sangre y muerte), los cineastas actuales han olvidado que se obtiene mayor efecto sugiriendo que no explicitando. Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), sin necesidad de mostrar soldados con los sesos fuera, es mucho más pacifista que no las hazañas bélicas de Salvad al soldado Ryan, con todos sus litros de hemoglobina bienintencionada. No hace falta que, para alcanzar un propósito de sensibilización, el grado de iconicidad de los hechos violentos mostrados sea necesariamente tan alto.

«En el cine, la norma básica es sugerir», dijo el cineasta Jacques Feyder. La elipsis –supresión de elementos narrativos y descriptivos de una historia aunque se suponen– dispone de recursos suficientes para narrar algo luctuoso sin necesidad de evidenciarlo. El dolor violento, las heridas cruentas, la tortura, la muerte... pueden ser reemplazados o sugeridos por diversos medios. Toda una visión ética y estética del cine que no aplicó Mel Gibson en La Pasión de Cristo (2004), precisamente. Orgía de sangre y de dolor, el cuerpo de Jesucristo –especialmente su epidermis– se convierte en el objeto principal de castigo. La tortura, la carne desgarrada, los ríos de sangre... convierten a este título en uno de los más violentos de los últimos tiempos, y más si pensamos que tal desenfreno de violencia se inflige sobre un personaje histórico símbolo de una civilización. La perversión visual toca techo disfrazada además de fundamentalismo religioso por parte de su autor.

En conjunto, la violencia cinematográfica –que se podría extender a muchísimos otros títulos así como a telefilms– ha ido realizando una escalada peligrosa a lo largo de estas últimas décadas. El acto de disparar a alguien, de matar por el medio que sea, de terminar con la vida ajena, &c., se ha convertido en algo normal. Por supuesto, detrás de la frivolidad, de la ficción ingenua, siempre ha existido una operación comercial. Ante todo el cine es industria, especialmente en EEUU.

Según algunas corrientes en psicología, la violencia en la pantalla actúa como catarsis, se liberan las tensiones. Ciertamente. Pero también aparece como pauta de comportamiento a imitar, especialmente entre los más jóvenes. La comunicación afecta a la conducta –y viceversa– y, en este sentido, no exageraremos si apuntamos que el aumento de la violencia en la pequeña o en la gran pantalla redunda negativamente en el aprendizaje y actitudes conductuales de los jóvenes –adultos más tarde–, especialmente entre los pertenecientes a capas socioculturales más desfavorecidas.

En este sentido, es preciso hacer un esfuerzo de mayor responsabilidad social entre quienes detentan los medios de comunicación de masas con el fin de que nuestro mundo no se convierta aún más violento de lo que ya es. Realidad y ficción se están sobreimpresionando peligrosamente.

Parafraseando el título de un film de Sergio Leone, la muerte tiene un precio.

 

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