Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 30 • agosto 2004 • página 18
Historia y análisis del arte narrativo que representa la historieta, así como una reflexión acerca de su técnica, el desarrollo que ha tenido el medio con los años, su grado de influencia sobre otros medios, tales como la literatura, el cine o la pintura, y las perspectivas que le aguardan en esta nueva época de tecnología desarrollada y consumo acelerado de masas
1. Infancia y juventud
La idea del cómic, como toda narración de historias por medio de dibujos, tiene un orígen no del todo preciso, pues si bien hoy es posible fijar, de una forma un tanto insegura, su propio nacimiento, el caso es que sus antecedentes alcanzan epocas muy antiguas. Ya en la Edad Media, en los cuadros de retratos se incluían inscripciones aclaratorias o narradoras, lo que fue una práctica utilizada hasta el siglo XVI. Este mismo uso de las inscripciones, como soporte a la propia pintura, resurgió en grandes pliegos y publicaciones populares en el siglo XVIII. Por supuesto, no es que en modo alguno aquello fuese una historieta, como hoy podemos entenderla, pero su idea ya estaba representada de un modo embrionario; de alguna manera, como en ciertos relieves y libros medievales, la «esencia» del llamado cómic ya estaba presente: tan solo faltaba un desarrollo técnico que le diese forma definitiva.
De esta forma, no podemos seguir avanzando sin antes dejar claro lo que es realmente el cómic para así diferenciarlo de aquello que no lo es, o de lo que, apoyándose en su propia estética, no deja de ser una variación pictórica del mismo, como por ejemplo los cuadros de Lichtenstein, artista pop de los años 60, o los del propio Andy Warhol, donde el retrato de cada figura pública (Marilyn Monroe, Hergé, &c.) es la configuración de un primer plano cromático semejante a las historietas de entonces.
El cómic es, básicamente, una sucesión de viñetas que definen un propósito narrativo. Como se conoce popularmente, la viñeta es el recuadro donde se «plasma» una sección de la historia narrada, por lo que cada viñeta representa una fracción del tiempo cuyo fin no es otro que el de acceder al siguiente recuadro: por eso puede decirse que el cómic «inventó» la técnica que luego, a partir del siglo XX, ha desarrollado el cine. De hecho, no hay una producción cinematográfica donde no se utilice eso que los anglosajones llaman el storyboard, y que es el medio por el cual, antes del comienzo del cualquier rodaje, se puede tener una idea, más o menos vaga, de lo que va a ser la película. No es de extrañar, tampoco, que los primeros cortos de la historia del cine tuviesen una estructura parecida a la de las tiras cómicas que se publicaban en los semanarios de aquella época.
Dentro de la viñeta se halla el dibujo, que es el centro visual de la narración aunque, desde luego, no su único apoyo dentro de la estructura, pues no puede faltar un hilo conductor o narrativo que dé cuerpo al conjunto y que no convierta todas las viñetas en una amalgama absurda. Estamos hablando así del guión, o médula del cómic, que puede venir representado por medio de palabras, a través de lo que se conoce como el «bocadillo» (en efecto, ese globo que sale de la boca de los personajes) o simplemente a través del dibujo, de la misma forma que en una película se puede describir una historia por medio del cine sonoro o el mudo. He ahí otra semejanza entre dos medios (cine y cómic) cuyas interrelaciones se han incrementado con los años. Pero lo que es obvio es que, de estas influencias mutuas, el cómic ha sido mucho antes un referente para el cine. No obstante, luego hablaremos de la notable influencia que ha dejado el cine en el medio narrativo de la historieta.
Hoy, pese a las divergencias de opiniones para trazar un origen claro, y tomando en cuenta los «preludios» antes referidos, suele decirse que la historieta comenzó a adquirir «forma» en pleno siglo XIX, con el apogeo de la era industrial, el crecimiento desatado de las grandes ciudades, y el afianzamiento de la clase burguesa, que encontraba tiempo, no solo para leer las noticias de los periódicos (acerca de, por ejemplo, la guerra de Crimea) sino que también ocupaba su ocio en relajarse leyendo las primeras tiras cómicas, que nacieron como la rápida expansión de aquellos dibujos caricaturescos donde se ridiculizaba un asunto o a alguien en particular: en ese sentido, hoy se conservan cientos de dibujos de la segunda mitad del XIX, entre los que destaco aquellos que ciertos dibujantes franceses dedicaron al Caso Dreyfuss. Respecto a dicho caso, la sociedad francesa de la época, en medio de un conflicto que dividía literalmente a dos bandos, los dreyfusistas y los antidreyfusistas, vio en las tiras y dibujos cómicos una forma de «distender», por medio del humor y la sátira, complejos y presunciones acerca de aquel juicio. Es decir, que la tira cómica servía de distracción pero, a la vez, de «espejo de los esperpentos», como diría Valle Inclán a propósito.
París y Londres eran entonces las dos ciudades donde se desarrollaba la infancia de este medio expresivo, pero con el nacimiento del Imperio americano, bajo los soportes de un poderoso crecimiento industrial (que bajo las formas del Taylorismo y, luego, del Fordismo, alcanzó su cenit en cuanto a la producción de bienes económicos en cadena), el cómic empezó a expandirse en varias direcciones. Hoy queda como un referente americano de aquella infancia del cómic «yankee» el personaje Little Nemo, de quien por cierto se hicieron algunos cortos de dibujos animados, y que muestran a su autor como a un «representante» de la Escuela de Viena del Tío Freud, a juzgar sus historietas como «sueños» plasmados en dibujos que muestran una ciudad de rascacielos por la que el niño protagonista pasea montado en su mágica cama de patas largas y movedizas.
Inevitablemente, la palabra comic hace referencia al estilo y fondo cómico que abundaba en aquellos años. Poco a poco, las tiras cómicas fueron adquiriendo mayor peso en las publicaciones de los semanarios de distintos países, hasta que la historieta, por medio de estas tiradas masivas, fue haciéndose cada vez más popular, no solo como un producto cultural dirigido a los niños, sino también (sin perder aún, eso sí, el sesgo cómico o satírico) a los mayores. Durante la II guerra mundial el cómic también atravesó una etapa parecida a la que su «hermano», el cine, estaba pasando: desde los EEUU, principalmente, se publicaban dibujos y tiras donde lo que predominaba era un claro interés propagandístico. Surgen historietas que ensalzan el valor militar de los soldados americanos durante la contienda y, otra vez, como a finales del siglo anterior, el cómic toma, aunque sea de forma enmascarada, un carácter claramente político. Por medio de su «capacidad» para acceder a las masas de manera rápida y barata, los semanarios americanos de los años 40 están plagados de «tiras» con temas militares que trataban de levantar la moral de una población que seguía atentamente el curso de los acontecimientos.
Es obvio que, bajo semejantes circunstancias, el cómic estuviera fielmente ligado a propósitos ideológicos, y es que este mismo fenómeno se produjo también en el cine; a lo largo de los años 40, y también de los 50 (coincidiendo con la Guerra de Corea) la industria americana se llenó de películas bélicas con fines propagandísticos. Lo que estaba claro es que fue por aquellos años cuando el mundillo de la historieta consiguió un grado de influencia enorme. Era un producto fácil, accesible, barato. Tras la II guerra mundial, Europa se tambalea entre rescoldos de cenizas y ciudades arrasadas. Surge entonces, de la mano de EEUU, y por medio del Plan Marshall, el largo proceso de la reconstrucción. Pero incluso desde América se inicia una nueva etapa caracterizada por un definitivo despegue de la economía del Imperio americano que, a su vez, necesitaba de Europa para poder crecer en un mercado amplio. Se necesitan héroes, personajes populares que levanten, no ya la moral de una población ante la incertidumbre de un resultado incierto, sino que hagan olvidar los desastres del conflicto, los millones de muertos, los cientos de miles de soldados americanos caídos en combate: es la etapa de los años 50, que, bajo la floreciente profusión de un modelo de vida que implantaba en el cerebro del americano medio la ilusión de un «sueño» alcanzable, sirve de trampolín para la era de los superhéroes. Y mientras en Japón se hacían películas sobre mutaciones de seres monstruosos bajo el trauma radioactivo de dos bombas atómicas, en la intacta EEUU proliferan los superhéroes que libertan a la tierra de las amenazas de supervillanos. El glorioso patriotismo del sentimiento americano, fundado en una bandera, una Biblia y una rigurosa vocación de trabajo y competitividad, encontró en los superhéroes el modelo perfecto para distraer tanto a la clase trabajadora de las ciudades como a la burguesía de esos espacios suburbanos donde la vida parecía hecha bajo un molde sintético.
¿Pero qué pasaba al otro lado? Otro imperio iba adquiriendo cada vez mayor fuerza, y desde los resplandores de la tierra prometida de América se vio, con auténtica amenaza, el crecimiento de la nebulosa siniestra de la dictadura de Stalin. Con la guerra fría el cómic de superhéroes toma fuerza y desarrollo y, aunque no se mencione explícitamente a un superenemigo comunista, la creación de héroes del estilo del Capitán América no tuvo otra finalidad que la de hacer crecer, aún más si cabe, el sentimiento de todo buen americano, que no era y es otro que el de ser el Imperio, centro del mundo y auténtico policía guardián de sus propios intereses. Por eso todos los superhéroes americanos salvan a la humanidad (una humanidad que se encuentra siempre, indefectiblemente, representada por los EEUU), porque son americanos, y ni Superman puede mentir sobre el hecho de que no pudo desarrollar todos sus poderes hasta que llegó a la tierra prometida: un perfecto mediocre en el planeta Cripton es todo un superhombre al llegar a EEUU, el lugar de las oportunidades. La propaganda se enmascara en la era de los superhéroes de los años 50 y 60. Desde luego, nadie tomaba demasiado en serio la historieta, y a lo sumo se le concedía un valor de testimonio histórico, o un cierto propósito de ideología soterrada. Nadie, o casi nadie valoraba aún el cómic como un posible (al menos en potencia) medio de expresión artística.
En Europa el cómic de aventuras se realza con la aparición en el medio de uno de esos personajes que acaban haciéndose embajadores ficticios del país del que proceden sus «padres». Nos estamos refiriendo al personaje Tintín, del autor belga Hergé. Lo que sucede con Tintín es lo mismo que ocurre con las obras de Goscini y de Uderzo (Asterix), con las de Milton Caniff, o las de Will Eisner, uno de los padres fundacionales del cómic moderno, autor de The Spirit, otro personaje emblemático: y es que el cómic empezaba a demostrar su capacidad de poder concebir mundos propios como entramados coherentes de sus autores, dibujantes y guionistas con un afán auténtico por representar «realidades» completas que iban mucho más lejos que la simple tira cómica. Las aventuras de Tintín muestran un espectro variado de personajes, cada uno con un carácter muy concreto e inconfundible, desde el perro Milú hasta los señores Hernández y Fernández. Tintín fue, sin duda, una cima del cómic europeo, y a su autor le llegó la fama, no solo por imponer un estilo poco frecuente por esa época (el estilo de línea clara, sin apenas sombras) sin por concebir aventuras con tramas rocambolescas y entretenidas, que hicieron que el propio personaje acabara pisando la Luna pocos años antes de que el hombre lo hiciera realmente.
El viaje de Tintín a la Luna no solo muestra el carácter visionario que a veces ha alcanzado el cómic respecto a la Historia, sino que, como es natural, pone de manifiesto su tendencia a depender estrechamente de las circunstancias históricas y sociales de cada época. Del Little Nemo que se paseaba por entre las torres de rascacielos de un mundo nuevo y moderno, hasta este Tintín viajero del espacio en plena «batalla» cósmica entre los dos grandes bloques, URSS y EEUU, las referencias y las lecturas dobles son innumerables. La defensa del noble Asterix y su ceporro amigo, el orondo Obelix, no solo sirvieron como una medicina para el entretenimiento, sino que a la vez reforzaron, de alguna forma, ese arraigado sentimiento de patriotismo chovinista de los franceses: Asterix es el capitán América de Francia, un símbolo que representa, o al menos eso pretende, las «señas de identidad» de su pueblo. Por supuesto que el carácter popular de estos personajes tiende a universalizarlos de idéntica manera, pero es evidente que Asterix posee un cierto sentido nacionalista, de la misma forma que es imposible no ver en Superman la «nobleza» de un ideal americano. No faltaron, por cierto, pocas interpretaciones sobre ese carácter aguerrido y defensor de las costumbres patrias de Asterix respecto a la invasión cultural americana: frente a la Coca Cola y el Capitán América o Spiderman, el héroe galo representaba un modelo y una tradición distintas.
En España, ya con la II República, pero sobre todo tras la Guerra civil, se publicaban revistas exclusivamente compuestas de cómics; a todo el género, en base al nombre de una de aquellas revistas, se le ha bautizado como tebeo, expresión que, si bien sirve para englobar a una cierta clase de obras caricaturescas de la época (La familia Ulises, Mortadelo, Doña Urraca, &c.) ha creado en la conciencia de unos cuantos el prejuicio de que la historieta no es sino un compendio de revistillas infantiles sin pretensiones ni objeto artístico alguno. Naturalmente, bajo los dictados del régimen franquista nuestro cómic se desarrolla tras la piel de una ingenuidad permanente, y apenas puede hallarse algún resquicio de creatividad desbocada que vaya más allá de los planteamientos tópicos o previamente impuestos. TBO y Pulgarcito eran las principales publicaciones de aquel momento, de las que, como ya se sabe bien, salieron personajes que han tenido en España igual influencia y popularidad que la que, por ejemplo, tiene Tintín en Bélgica: Carpanta, Zipi y Zape, o sobre todo, Mortadelo y Filemón, de Francisco Ibáñez, pertenecen ya a la cultura popular de los españoles, principalmente porque, como en el caso de Mortadelo, en las desastradas operaciones de los dos detectives, así como en los innumerables detalles de su mundillo disparatado, muchos parecen encontrar ese rasgo, un tanto tópico, del español más vago o cazurro. Un cómic tan «castizo» como Mortadelo ha hecho que este personaje se convierta en un icono de la historieta caricaturesca. Aquellos años fueron la base de lo que luego iba a venir. De todas formas, el cómic español, como el europeo, no llegaría a su madurez definitiva hasta unas décadas más tarde.
Para concluir con la infancia y juventud de la historieta, es preciso hacer referencia a uno de sus elementos originales y característicos, usado siempre en cada época de su historia, con independencia del lugar o las circunstancias: aludimos esta vez a la onomatopeya, que es una de las «expresiones» del cómic más personales, y que incluso ha llegado a influir en diversos escritores, como es el caso del español Quim Monzó, que las utiliza como un recurso de estilo en sus propias obras.
La onomatopeya (del griego onomatopoiía, imitación de un sonido) es la confirmación plena de que la historieta utiliza no solo una técnica propia (aunque, como veremos, esa técnica puede venir derivada de otros medios, sobre todo del cine) sino que cultiva las fuentes expresivas de un lenguaje propio cuyo significado no se esconde en las palabras sino en la «asociación» emocional de los sonidos escritos, o en su defecto, de ciertos sucedáneos: ¿uhm?, Ahhhh, Crack, &c., &c. En un artículo publicado en la Harvard Educational Review (agosto de 1977), el escritor Tom Wolfe dijo lo siguiente: «en los últimos cien años, el tema de la lectura se ha vinculado exclusivamente a la capacidad de leer y escribir palabras...Aprender a leer ha venido a significar aprender a leer palabras...Ahora bien, poco a poco la lectura ha sido motivo de reconsideración. Las últimas investigaciones han demostrado que la lectura de palabras no es sino una parte de una actividad humana mucho más amplia, que incluye el desciframiento de símbolos, información, integración y organización...En efecto, la lectura - en su sentido más amplio- puede considerarse una forma de actividad de percepción. La lectura de palabras es tan solo una manifestación de esa actividad, pero hay muchas otras: la lectura de dibujos, mapas, diagramas, notas musicales...»
Hoy en día, la onomatopeya ha servido de gran influencia en novelas, en cuadros de artistas pop, en películas de dibujos animados, incluso en la misma publicidad, ya que se trata de una «invención» plena de fuerza que encaja perfectamente con los moldes estéticos y visuales de hoy; hasta el punto de tener ya una cierta independencia de los dominios de donde procede, aunque siempre sea, por supuesto, un símbolo propio asociado a la historieta, así como uno de sus atributos más elocuentes.
2. La madurez
En la segunda década de los 60, y a lo largo de los 70, el cómic experimenta su verdadera revolución. Justo cuando el cine ya había superado ampliamente la técnica narrativa de la historieta por medio de mecanismos propios y exclusivos del cinematógrafo, con la nueva época del hippismo sesentero, y bajo el aura bienintencionado, (aunque un tanto narcotizado) del pacifismo a ultranza, sobre todo tras la Guerra de Vietnam, se concibe en Norteamérica un nuevo estilo que trata de romper los esquemas tradicionales del género: hablamos, por supuesto, de la era «underground», que es al cómic lo que, dentro de la música popular, supuso el nacimiento del rock. A partir de ahí ya no puede decirse que los cómics sirvan solo para fines de propaganda o de motivación política. La proclama de este nuevo subgénero es pulverizar los esquemas mentales de aquellos que pensaban que la historieta era un producto efímero (la propaganda) o infantil. Robert Crumb es uno de los máximos exponentes de aquel movimiento que, en contra de lo que pueda pensarse, dejó una huella más profunda de lo que parece en un principio. Y es que los dibujos horteras y las temáticas grotescas, donde tanto abundan el sexo y la violencia, no eran sino una declaración de principios acerca de la cual aprendieron muchos autores: era la confirmación de que el cómic podía adquirir al fin su edad adulta.
En los 70, EEUU contempla, un tanto atónita, el desarrollo de este tipo de historietas cuyo único y exclusivo destinatario era el público adulto, acaso cualquier afable puritano que leía a hurtadillas alguna publicación underground repleta de humor y erotismo. De aquella época destacamos, como figura que revoluciona el género, a Richard Corben, un dibujante underground que acabó convirtiéndose en uno de los mejores autores de la historieta mundial. Corben dio sus primeros pasos creativos como ayudante en una productora de dibujos animados, de manera que, antes de adentrarse en el cómic, puede decirse que asimiló perfectamente la técnica cinematográfica. Esto que pudiera no tener demasiada importancia es algo capital cuando observamos que la historieta, bajo el impulso «adulto» del gamberrismo underground, empezó a adoptar formas y estilos propios del cine. Curiosamente, de la misma manera que el cine, en sus primeros años, había tomado algunos «gestos» del cómic (tira cómica, a principios de siglo XX), ahora era el cómic quien, para alcanzar su evolución necesaria, tomaba y asimilaba técnicas del cine. Aunque Corben no es el único ni el primero en adoptarlas en una historieta es, desde luego, quien mejor ha sabido darle una envoltura de espectáculo cinematográfico, sobre todo cuando uno lee las obras que hizo en los 80, su edad dorada: la saga de Den, Bloodstar, Mundo Mutante, &c. Este dibujante norteamericano supo dar encuadres a sus viñetas bajo la perspectiva de un verdadero director de cine.
Los años 80 suponen la madurez definitiva del medio. Durante la era de Reagan en EEUU, y mientras los euroburócratas comenzaban a organizar el entramado de la UEM, salieron a la calle revistas formidables en cuyo brillo se esconde una verdad absoluta: el cómic era capaz de concebir obras maestras. Jean Giraud, dibujante francés que en un principio era popular por sus historietas del teniente Blueberry, se «mutó» para transformarse en otro autor que, bajo un estilo de línea clara, y por medio de argumentos de ciencia ficción o fantasía, dio otro impulso a la historia del cómic: se trata, como es natural, de Moebius, un seudónimo que ha ejercido una influencia perenne en varias generaciones de nuevos dibujantes y guionistas. La saga del Incal, con guión de Alejandro Jodorowski, ese escritor y cineasta metafísico e inefable, es una de las obras cumbre del cómic onírico. Franceses y belgas contribuyeron a dar solidez a esta era dorada de la historieta que acabó, poco a poco, hacia los primeros años de la década siguiente.
En España, de la mano de Josep Toutain, nacieron dos revistas que cambiaron la mentalidad sempiterna de que el cómic era un «tebeo»: se trata de 1984 (homenaje a Orwell que hace referencia a los planteamientos fantásticos de las historietas contenidas en sus publicaciones) y, luego, Zona 84. Carlos Giménez y Alfonso Azpiri son dos de los autores más destacados de aquella época. Pero estas revistas no eran el crisol de las apolilladas historietas de Doña Urraca (que hoy, por cierto, siguen conservando un cierto aire entrañable) sino un compendio original que, a la manera de la francesa Metal Hurlant, la mejor revista de los años 80, publicaba a los mejores autores de cómics del mundo.
Entonces es cuando la historieta se preocupa del aspecto técnico, de la construcción de argumentos complejos. Esta eclosión de talentos era enorme y no parecía tener límites: desde el francés Caza hasta los argentinos Horacio Altuna y Juan Giménez, el entramado del cómic adquiere un rango de expresión artística necesario que lo aleja de la trivialidad de las publicaciones semanales bufonescas, o de las viejas tiras cómicas en blanco y negro. Su prestigio creció hasta alcanzar grados inusitados, y hasta el director Federico Fellini escribió el guión de un libro de cómic dibujado por el especialista en género erótico Milo Manara (El clic, Verano indio, &c.). Fue, por cierto, el propio Fellini, gran admirador de los cómics, quien alabó profusamente el arte y la historia de El Mercenario, obra extraordinaria del autor español Vicente Segrelles; pieza a la que no escatimó ningún elogio al compararla, curiosamente, con «una gran película». La técnica de color de Corben, extremadamente compleja, así como la de Segrelles, en donde cada viñeta está dibujada y pintada al óleo (de hecho, cada viñeta, por insignificante que pudiese parecer, es un óleo), mostraron que el cómic era un medio artístico donde se encontraban y se fundían, en una unidad, la literatura, la pintura y el cine.
¿Qué pasó, mientras tanto, con el mundillo algo ingenuo de los superhéroes? Hacia los 80 también estos salvadores del Género Humano experimentaron un proceso de madurez significativa, al menos en ciertas publicaciones donde artistas plásticos del calibre de Micheluzzi, Frank Miller o Neil Gaiman se hacen cargo de las archifamosas historietas de personajes como Daredevil o Batman. Tras la socarrona ingenuidad del Batman de los 60 (obra que Adam West hizo multifamosa con su chapucera y nostálgica serie de televisión), y pasado un período de tránsito, Batman llega a los 80 con la conciencia de dejarle claro a Superman que su discurso del sueño americano era una vulgar patraña: entonces es cuando nacen superhéroes marcados por el estigma freudiano de un trauma de infancia, como es el caso del hombre murciélago, que vio, cuando niño, cómo asesinaban a sangre fría a sus padres. Esto también supone un punto de ruptura con los moldes tradicionales de esta clase de subgénero, y es que, de ahora en adelante, los inmaculados y pluscuamperfectos héroes de poderes ilimitados se convierten en seres extraños con patologías mentales severas que, como en el caso de Batman, pueden llevarle hasta la locura (La broma asesina, Arkham Asylum). El caso es que los autores importantes publicaron obras personales. John Byrne, por ejemplo, supo darle un empaque de calidad a las series tradicionales de la editorial Marvel, casa de Spiderman o Los 4 fantásticos. Y, aparte del gran número de nombres de «peso», puede destacarse al inglés Alan Moore, creador de la serie La cosa del pantano, una obra extraña y hermosa que también ha dado una serie televisiva.
Por supuesto, el cine absorbió también parte de la estética del cómic al pasar a la «pantalla grande» (la gran viñeta) a personajes como Asterix, Mortadelo, Hulk (exposición verde de ese hombrecillo insignificante que se convierte en una masa muscular cargada de ira homicida), Superman, Supergirl (versión neofeminista del superhombre, y que muestra que las mujeres pueden llegar a hacer lo mismo que los hombres en un mercado de oportunidades) o el propio Spiderman, de quien ahora se explota el filón comercial de sus andanzas arácnidas. El recurso de captar a un público mayoritariamente juvenil por medio de películas de superhéroes ha sido cada vez mayor con los años, y hoy en día no dejan de producirse largometrajes que tienen a estos «hijos» de la historieta como protagonistas: Daredevil, Catwoman, X-Men, &c.
Respecto a la consideración anterior de la pantalla de cine como un medio semejante a una gran viñeta, habría que decir que, en realidad, esta similitud solo es en su superficie; de todas formas, muy a menudo caemos en la equivocación de comparar ambos soportes a la hora de definir rasgos comunes. Y es que la viñeta es algo más que una «pantalla» de cine fija, ya que este recuadro puede emplearse, no solo como el «receptáculo» fijo y rectangular de las imágenes, sino como una forma de narración propia que sirve a los intereses de la historia narrada: de esa manera, la viñeta puede estar deformada por los dibujos, o tener las más diversas formas en función del propósito adecuado (forma triangular, en forma de estrella, &c.) o, incluso, en ciertas ocasiones, el propio dibujo puede hallarse en el espacio en blanco de la página sin que haya ninguna frontera que lo contenga. Por eso, pese a las similitudes instantáneas, realmente la pantalla del cine (o de la televisión en su caso) no es exactamente lo mismo, en cuanto a sus características, que el marco de la viñeta, dado que la viñeta puede cambiar de forma a la hora de construirse como línea de acotación de las imágenes.
3. Decadencia y panorama
Al llegar a los 90 todo fue cambiando, aunque no precisamente a mejor. Después de la explosión creativa de la anterior década, problemas financieros derivados de una suave pero progresiva pérdida de lectores consumidores provocó la quiebra y el cierre de muchas editoriales, españolas y extranjeras. Los seguidores acérrimos pudieron contemplar la «muerte» de 1984, de Zona 84, y de un sinfín de editoriales (Grupo Z, Toutain) de distinta temática. Puede afirmarse que el lector medio había perdido interés entre la saturación de la década antes, pero no porque hubiese un retroceso en la calidad de las obras, sino porque otras industrias, fundamentalmente el cine, le habían ganado terreno a un medio mucho menos poderoso. Lo cierto es que sea por unas razones u otras, las mejores revistas fueron cerrando, ya no había dinero para sufragar los gastos, y los resignados autores de obras clásicas veían cómo era imposible sobrevivir con un trabajo mal pagado. Con la dilatación de la industria del cine americano, repleta de películas que, en un proceso de endogamia creativa, se copian entre ellas hasta los argumentos, hay un desinterés grande hacia el medio de la historieta al considerarlo menos espectacular (carente de «efectos especiales») y mucho más limitado que las posibilidades que ofrece el cine. De nuevo se produjo un retroceso en la mentalidad de muchos que consideraban al cómic como a un hermanito mudo y pobre del cine. Encima, la decadencia del espléndido cómic europeo (lleno de auténticos autores personales) se vio agravada por el auge del manga, la historieta nipona.
El manga, o cómic japonés, un género con un gran éxito en su país de procedencia, comenzó a importarse a Europa y EEUU bajo los supuestos alicientes de un precio barato y de unos planteamientos eficaces en cuanto al dibujo y los argumentos de las historias. A principios de los 90, por si fuera poco la crisis del medio en Europa (algo que se veía incluso en los Festivales de prestigio, como el Salón de Angulema, o el de Barcelona), irrumpe en el mercado occidental una nueva forma de consumir historietas bajo el principio irremediable de que el cómic no era ya otra cosa que un objeto de consumo fácil que se usa para distraer del aburrimiento. La expansión del mercado global, unido al consumo acelerado, redujo al cómic a la categoría de objeto de consumo trivial. Bajo este panorama llega el manga que, pese a tener (como todo género) algunas obras maestras incontestables, lo cierto es que estaba repleto de colecciones baratas en historia y en técnica. El precio de estas historietas era el resultado de una forma de hacer cómics rápida y funcional dentro de los mecanismos automáticos de una factoría: cuando uno ojea una y otra colección de manga tiene la aguda impresión de estar contemplando historietas dibujadas por el mismo individuo. Y es que el manga se adapta perfectamente a los criterios modernos de esterilizar el medio expresivo del cómic hasta convertirlo en un objeto de consumo impersonal, como ocurre precisamente con tantas películas de la industria americana (aunque también de la europea, por supuesto). Con el manga se cambia hasta el tamaño del formato en función de las necesidades del consumo; y de esa forma surgen publicaciones en Japón que están hechas para ser consumidas en el metro: sus autores calculan incluso la cantidad de texto necesaria para leer una historia entre las dos paradas de una misma línea.
En definitiva, al retroceder al rango de objeto de consumo rápido, el cómic ha vivido, en sus últimos catorce años, una larga etapa de semi-hibernación, ya que la historieta de autor apenas es rentable y, por tanto, lo que prevalece es el espíritu efímero de las publicaciones baratas y mediocres que ocupan hoy el mismo espacio que entonces ocupaban las grandes revistas y los llamados «cómics-book», o novelas gráficas, un formato que, por cierto, hoy sigue vigente, aunque sin la fuerza ni el talento de entonces. En todo este tiempo ha habido algunos críticos (no muchos, pero alguno ha habido) que han estudiado los síntomas del medio llamado comic. Uno de los libros de teoría de la historieta más importantes es el que publicó el norteamericano Will Eisner en 1985, titulado «El comic y el arte secuencial», y que está construido con un cierto propósito: «La intención de esta obra –dice Eisner– es que la naturaleza especial del Arte Secuencial merece consideración tanto por parte del crítico como del profesional. Lo hacen inevitable la moderna aceleración de la tecnología gráfica y el surgimiento dependiente de la comunidación visual.» En esta obra sobre el comic y su técnica, se hace una seria reflexión del mismo al poner de manifiesto el hecho de que, de una forma u otra, dicho Arte Secuencial ha sido desdeñado por muchos al considerarlo indigno de debate ni análisis.
Sin conocer cuál puede ser la evolución del cómic, lo cierto es que la verdadera ventaja del mismo, con independencia de los trastornos que haya podido sufrir o sufra a consecuencia de las exigencias del mercado, es que se trata de un medio tremendamente cómodo y barato. Si Orson Wells hubiese sido autor de cómics, habría realizado todos sus proyectos creativos sin importarle lo más mínimo que se publicasen o no. Es algo semejante a la accesibilidad de la literatura: los verdaderos autores no se preocupan tanto de hacer públicas sus obras como de escribirlas. Por eso, por mucho que se entierre al cómic, o Arte secuencial, siempre hay algún artista verdadero que concibe una obra maestra; lo lamentable es que esa obra no pueda acceder hoy a los cauces impuestos del mercado actual.
La magia de la historieta se esconde en algo tan sencillo como una ilusión: y es que el cómic es un arte ilusorio por cuanto que puede infundir una sensación de tiempo a través de viñetas concatenadas. A propósito de este hecho, en la citada obra «El comic y el arte secuencial», Will Eisner escribe lo siguiente: «Albert Einstein, en su Teoría Especial (la Relatividad) enuncia que el tiempo no es absoluto sino relativo con respecto a la posición del observador. En esencia, la viñeta hace de ese postulado una realidad para el lector de comics. El mostrar la acción en viñetas no solo define sus contornos, sino que establece la posición del lector con respecto a la escena y muestra la duración de los hechos. Efectivamente las viñetas «narran» el tiempo. El tiempo transcurrido no lo expresa la viñeta per se, como revela al punto una serie de viñetas en blanco. La imposición de las imágenes en el interior del marco de las viñetas actúa a la manera de un catalizador. La fusión de símbolos, imágenes y bocadillos dan por resultado el enunciado.» Por eso, como refiere Eisner, el enunciado «muestra» el flujo del propio tiempo.
Para conseguir ese objetivo, normalmente los autores de comics hacen uso de una cierta serie de detalles que tratan de transmitir la idea de de un transcurso temporal, como puede ser, al caso, los dibujos, secuenciados en varias viñetas, de un mismo grifo bajo el que se va formando, con cierta lentitud, una limpia gota de agua, o el un reloj de pared que mueve sus agujas en cada recuadro, o bien el de un simple efecto de luz que remarca las sombras sobre una ciudad, una habitación o un personaje.
Cierto que esta impresión también se encuentra presente en el cine, donde el «viaje acelerado» de fotogramas múltiples produce ese mismo efecto de movimiento. Pero en la historieta tal espejismo es mucho más acentuado, pues procede, no tanto de esa clase de ilusiones derivadas de la incapacidad del ojo humano para poder separar cada fotograma en curso, sino de la composición creativa del lector para construir dicho movimiento por medio de cada dibujo, acotado por dominios estáticos. Entre una viñeta y otra, hay un espacio que no se encuentra sino en el cerebro del lector, y en el que se agita todo el misterio del tiempo y su sucesión inevitable. No de otra manera podría funcionar ese efecto ilusorio que impide que cada recuadro con dibujos no esté solo o aislado, ni que sea independiente del conjunto, sino que forme parte de la secuencia temporal de la propia vida.