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El Catoblepas, número 31, septiembre 2004
  El Catoblepasnúmero 31 • septiembre 2004 • página 14
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España en El Mundo

Atilana Guerrero Sánchez

Ante las siete entrevistas a historiadores publicadas en agosto de 2004 por el diario El Mundo, preparatorias del lanzamiento de su «Historia de España»

Entre el 22 y el 28 de agosto de 2004 el periódico español El Mundo publicó diariamente una entrevista a un historiador especialista en Historia de España. Con el título «Siete historiadores ante el gran debate sobre la identidad de España», la serie parecía ser el anticipo al «gran debate» que nuestro presidente Zapatero organizará en la presente legislatura, especialmente ante las demandas del nacionalismo fraccionario «realmente existente». La ilustración a toda página de algunas de las joyas del romanticismo pictórico español del XIX –detalle de «Juana la Loca» de Padilla o «Los Comuneros de Castilla» de Gisbert– anunciaba la entrevista contenida en el ejemplar del diario, acompañada asimismo de un lema que acaso podía leerse como una tesis con la que comenzar el debate: «La identidad de España está en su Historia...».

Antonio Gisbert (1834-1901), Los comuneros de Castilla

En efecto, anuncio tan señalado, parecía prometer una denuncia contra la mentira histórica a la que el otro debate, el de nuestro presidente, seguramente recurriría a juzgar por algunos de sus contertulios. Para ello, el periódico proveía a sus lectores con la mejor arma, la historia positiva, la que se escatima en los planes de estudios de la nación y es sustituida por las distintas ideologías secesionistas o negrolegendarias de España. Julio Valdeón, Joseph Pérez, Manuel Fernández Álvarez, John Elliott, Josep Fontana, Stanley Payne y José Álvarez Junco fueron elegidos para esta encomiable labor.

El éxito de la serie hizo que el 2 de septiembre de 2004 se volviera a publicar reunida como suplemento titulado «El testimonio de la Historia», esta vez concluido con una «autoentrevista» del antropólogo José Antonio Jáuregui. Y dos días después, siete artículos sobre el tema «España en sus señas de identidad» continuaban con la «campaña histórica». Ahora no sólo con distintos historiadores (Fernando García de Cortazar, Ángel Bahamonde y Roberto Fernández), sino también políticos relacionados con la Educación (María Jesús San Segundo, del PSOE, y Esperanza Aguirre, del PP), un filósofo (Eugenio Trías) y un columnista del medio anfitrión (Francisco Umbral).

Para terminar, el domingo 5 de septiembre se inauguraba la colección «Gran Historia de España» en veinte volúmenes con el dedicado a los Reyes Católicos, celebrando así los quince años del periódico.

Los dos tipos de documentos así presentados –al margen de la voluminosa colección, de cuyo análisis, a la vista del primer tomo, se ocupa Pedro Insua en este mismo número de nuestra revista (El Catoblepas, nº 31, pág. 20)–, incluso parecían atenerse a la estructura que la filosofía materialista requiere para el tratamiento de cualquier Idea, en este caso, la Idea de España. Las entrevistas venían a constituir el saber «de primer grado» necesario antes de poder empezar a hablar, el «testimonio», mientras que los artículos posteriores reunían a distintos profesionales, incluidos historiadores, no tanto en calidad de tales, sino en cuanto filósofos mundanos que tienen algún juicio que emitir ante tales «testimonios» presentados.

Pero lo cierto es que la diferencia de formato en la presentación no obedecía a los contenidos mismos, ya que casi todas las contribuciones, de especialistas o no, trataron de «España» desde una perspectiva filosófica o ideológica; y, lo que acaso tenga más importancia, no necesariamente en contra del nacionalismo secesionista .El director del periódico El Mundo parafraseaba a Azaña, «mirando hacia atrás sin hiel», en una carta en la que se muestra la visión que el mismo periódico tiene sobre esta labor emprendida: «examinar nuestro pasado con la serenidad que proporciona un presente próspero y democrático».

Ante dicha misión, como lectores del periódico, y agradeciendo a El Mundo su iniciativa, nos gustaría formular la siguiente interrogación: ¿no es la absoluta falta de «serenidad» de nuestro presente democrático, «próspero» en partidos nacionalistas fraccionarios cuyo proyecto es acabar con España, y que no dudan en aliarse con una banda terrorista que asesina a españoles para conseguirlo, lo que nos hace «examinar nuestro pasado»?

Fundamentalismo democrático, Idea de España y secesionismo

Como sería prolijo comentar una a una cada intervención, seguiremos estos tres criterios para clasificar a cada uno de los autores: en primer lugar, si está preso o no del fundamentalismo democrático; en segundo lugar, si tiene al menos una fecha de comienzo más o menos definida para la existencia de España, lo que consideramos ligado inexorablemente a su identidad, y por último, si considera la unidad de España desde su identidad como nación, en beligerancia o no-beligerancia frente al secesionismo de alguna parte formal suya (País Vasco, Cataluña, &c.).

Salvando algunas partes, en las que se relatan episodios históricos segregables del marco ideológico en el que se insertan, la mayoría de los textos representan genuinamente la ideología del fundamentalismo democrático.

Esta ideología, consistente en creer que únicamente la sociedad democrática es la sociedad política verdadera, no sólo impide poder aquilatar la verdad histórica, sino que, al parecer, dicha verdad reside en la lista de «déficits» democráticos –intolerancia, racismo, elitismo– con los que la historia de España nos regala: Julio Valdeón, Manuel Fernández Álvarez, John Elliot, Josep Fontana, José Álvarez Junco, María Jesús San Segundo, Fernando García de Cortázar, Ángel Bahamonde, Eugenio Trías y Roberto Fernández Díaz así lo creen. De sus tesis, además, se deriva la indiferencia respecto al problema de la misma identidad histórica de España: fue una parte de la Humanidad, que hoy, sin embargo, se contempla desde la plataforma en la que la unidad de la misma Humanidad ya se ha cumplido o está camino de ello –descontando los déficits pertinentes entre los que a lo mejor se encuentra la misma España. La Historia Universal, bajo este prisma, es el periplo que nos conduce, tras largos siglos de desorientación, hasta las sociedades «prósperas y democráticas» –prósperas por democráticas–, desde las cuales echamos la vista atrás y reconocemos mutuamente los errores cometidos –a ser posible, para recompensarlos. Los historiadores ahora son diplomáticos del «pasado» que pueden, gracias a su ciencia, ponernos de manifiesto lo mucho que nos ha costado llegar donde estamos, es decir, en los umbrales del fin de la historia. Por ello, si bien se puede decir de España, por ejemplo, que ya existía en la Edad Media, lo cual es una tesis cierta contra muchas posturas secesionistas que incluso niegan su existencia, en el fondo, semejantes aseveraciones se circunscriben a un asunto menor, pues todo intento de puntualizar en estos detalles es como volver a «abrir la herida», precisamente en contra del cometido presupuesto. Lo cierto es que a los nacionalismos secesionistas, al margen de la mentira histórica que ellos alberguen y que será objetada desde la profesionalidad, se les percibe como proyectos ajenos al «sentido común» en un mundo globalizado donde toda ruptura de alguna parte de la Humanidad que ya está «casi» unida es vista como una «vuelta atrás», como camino que, más tarde o más temprano, tendrán que desandar.

Pero la Historia Universal dista mucho de ser esto. En primer lugar, porque no hay un sujeto protagonista de la misma como pueda ser la Humanidad, que no existe más que en cuanto objetivo de los proyectos globalizadores sostenidos por alguna parte de esa Humanidad –España, Gran Bretaña, Estados Unidos– siempre frente a otras partes. La Historia Universal es, pues, la historia de los Imperios Universales, uno de los cuales, y el primero que efectivamente cumplió un determinado proyecto de globalización desde su plan de «recubrir al Islam», fue el Imperio español. Y España es hoy una nación canónica resultado de la transformación política de aquel Imperio, que sigue conservando, no por casualidad, lazos de todo tipo –políticos, culturales, sociales, religiosos...– con el resto de naciones canónicas que se fraguaron en virtud de dicho Imperio: la América hispana. Es por eso que la génesis de España como una unidad histórica se advierte ya en los primeros pasos (siglos VIII y IX) de aquel programa que a lo largo del tiempo se mantuvo hasta su plenitud en los siglos XVI, XVII y XVIII. El «problema de España», entonces, no es el de una nación «reciente», pues tan «recientes» o más lo son el resto de las naciones del presente; o el de un Estado acaso mal consolidado por una historia tortuosa, que duda entre la «horizontalidad» o la «verticalidad», tal como algunos de los entrevistados suponen; ni siquiera el «problema de España» tiene su solución en la Historia. El «problema», de naturaleza filosófica, reside en el mismo proyecto de Imperio católico (universal) que, una vez «puesto en pie», y tras varios siglos de existencia, finalmente «cayó» ante las acometidas de otros imperios que se disputaban su lugar. Pero de esto, para el fundamentalista democrático, mejor es no hablar. Es curioso que muy pocos de los historiadores consultados utilicen la «categoría» política, no ya filosófica, de «Imperio» para explicar la realidad que desde la «Reconquista» se va forjando en la península ibérica. Y es que, ya nos hemos hecho cargo, esta es la «pars pudenda» de la Historia. Del concepto de «nación», sin embargo, se usa y se abusa; bien sea a costa del anacronismo de hacer de la España de los Reyes Católicos la primera nación europea, rompiendo con su secular «atraso» para sorprender con un «adelanto» de cuatro siglos, bien para «traducir» revueltas de estamentos privilegiados en «movimientos nacionales». Así, España, lo mismo que sus «patrias periféricas», «entran en sociedad» con Europa, unidad política que no se sabe muy bien conceptuar, pero desde la cual acaso logremos tender un puente con el resto de la Humanidad, incluso con los fragmentos de la España que, con razón, no se hace cargo de semejante pasado.

Para algunos –Valdeón o Álvarez Junco– se apela a la Historia para demostrar que «todo cambia con el tiempo», no teniendo sentido preguntarse por la identidad de lo que al fin se transformará. Otros incluso tienen miedo de que se quiera «volver al pasado», tal si fuera posible (véase Manuel Fernández Álvarez), alentando los cambios necesarios –«reforma constitucional»– que así nos lleven al futuro en el que no quede ni rastro de todo lo que la Leyenda Negra, es decir, la historia oficial de nuestros días, se ha encargado de señalar.

El funcionalismo democrático, sin embargo, aunque no garantiza ofrecernos una Idea de España en consonancia con la Filosofía de la Historia que acabamos de esbozar, al menos no la impide. Ya es suficiente con que permita que la idea de una democracia utópica no planee por cuantos hechos acaecidos puedan recogerse para ser dictaminados como «errores», «barbaridades» o «déficits» de lo que aún nos quedaba por alcanzar. Ahora la sociedad democrática española se explica por la causalidad histórica necesaria, en lugar de esta por aquella. Un buen ejemplo, que sirve para medir esta diferencia, es la valoración de la actual Constitución de 1978: para los fundamentalistas, en el límite, se identificará con la situación en que se encontraban los Reinos cristianos previamente a su unificación, valorando positivamente «regresar» al momento en el que se encontraban «libres», como «Comunidades Autónomas», haciendo de su posterior unificación desde el siglo XV hasta hoy, un hiato histórico en el que las «libertades» se vieron constreñidas; desde el funcionalismo, en cambio, la unificación de los diversos reinos lograda con el Imperio así como su unidad nacional desde el siglo XIX, serán los antecedentes que hoy permiten que tal Constitución tenga un sujeto político real definido en su artículo primero. Que los «privilegios» de última hora, que también apuntan en la misma Constitución, originados en la sociedad española en virtud de la misma debilidad del Estado, se quieran hacer pasar por leyes respetuosas con la «pluralidad», lingüística, cultural o incluso «nacional» es la prueba de que la Constitución del 78, desde este punto de vista, no es en sí misma ninguna solución.

En la clasificación que presentamos en la siguiente tabla adoptaremos, conforme a lo dicho, el criterio 1, que distingue entre fundamentalistas o funcionalistas democráticos, como el principal, modulado con los otros dos. Comentaremos en primer lugar los más representativos del bloque I, dejando para el final el comentario del bloque II de los «funcionalistas», aquellos que no «ahogan» el ser de España en su definición como «democracia»: Joseph Pérez, Stanley Payne, José Antonio Jáuregui y Esperanza Aguirre.

Criterio 1 →
Criterio 2 ↓
I
Fundamentalismo
II
Funcionalismo
A
Origen de España definido
IAa
Valdeón?
Fontana
IAb
Valdeón?
IIAa
IIAb
Pérez
Payne
B
Origen de España indefinido
IBa
Fernández, Elliot, Junco, San Segundo, Bahamonde, Fernández Díaz
IBb
Trías
García Cortázar
Umbral
IIBa IIBb
Aguirre
Jáuregui
Criterio 3 → a
No beligerancia contra el secesionismo
b
Beligerancia contra el secesionismo
a
No beligerancia contra el secesionismo
b
Beligerancia contra el secesionismo

Modelo IAa

Para Julio Valdeón, especialista en la España medieval, la idea de España en la Edad Media «la tiene sólo la minoría», la Reconquista «está en la conciencia de las minorías», la unión de los Reyes Católicos «es una unidad por arriba».Cabe preguntarse, entonces : ¿acaso «la mayoría» no hacía nada?, ¿quiénes luchaban en la Reconquista?, ¿estaban «los de abajo» en contra de la unidad de las coronas pero se dejaban llevar?; si así hubiera sido, nos parece que el intento de Valdeón de disculpar al «pueblo» para no comprometerle con tanta gesta, lo deja peor parado, por pusilánime, que si hubiera colaborado con «la minoría» como, por otra parte, sus operaciones demostraron. Escuetamente –con profesionalidad, como hemos dicho antes– refiere que «decir hoy que Sancho III el Mayor fundó el Estado vasco es incorrecto», pero explica el nacionalismo vasco y catalán por el «desarrollo económico», de ahí que no esté clara su perspectiva respecto al secesionismo y su nombre aparezca junto a una interrogación según el criterio 3. Prueba de esta indefinición es su caracterización de Madrid como ciudad universal, que más que por su relación con la Idea del Imperio Universal, parece ser una característica propia del cosmopolitismo debido a la «Globalización» del presente. No obstante, ofrece una fecha correcta para la nación española –siglo XIX–, y sitúa el comienzo de España en la Edad Media, aunque no precise más.

De Josep Fontana, sólo el titular seleccionado como resumen de la entrevista es suficientemente significativo: «La nación es un fenómeno de conciencia». Su fundamentalismo democrático queda claro cuando afirma que «los historiadores deberíamos ir guardando los mitos y los símbolos en el armario y tratar de reconstruir, de forma más clara y objetiva, lo que ha sido la historia real de los españoles. Es decir, la historia de las comunidades que han habitado en este territorio y de sus problemas, no sólo de los gobernantes, sino de las gentes de a pie y de los ignorados. Por ejemplo las mujeres, que no salen en la Historia más que como reinas, santas o cortesanas [¿le parece poco?]. En cambio, a las mujeres que descargaban carbón en la ría de Bilbao o a las que constituían la fuerza de trabajo fundamental no se las reconoce, porque la suya es una historia oscura, que no aporta nada a ese mundo donde sólo interesan quienes se ponen al pie de un cañón o cosas por el estilo», destilando la clásica demagogia del que cree poder saldar la injusticia secular del «pueblo oprimido», esta vez con la cuota femenina .

Con todo, podríamos interpretar lo que llama «origen del patriotismo tradicional hispánico»con el inicio de la identidad de España como Imperio –que no menciona–, según él, «luchando contra el moro». Claro que a modo de denuncia, pues dice que «tiene una base racista clara».

Y respecto a encuadrarle como no beligerante respecto al secesionismo, nos basamos en el criterio subjetivista con el que define el concepto de nación, que reducido a la «conciencia», tampoco permite una idea de España que no sea más que superestructural. Subraya hipócritamente respecto a Cataluña que «no existen fracturas internas en esta sociedad, por más que se haya intentado alentarlas». Este nacionalismo fraccionario «de conciencia» le lleva a estar incluso en contradicción con su democratismo cuando pondera el éxito producido en los años del franquismo cuando Cataluña supo «integrar» en el marco de la sociedad catalana la inmigración andaluza.

Modelo IBa

Dentro del modelo IBa se encuentran la mayoría de los autores. Nos fijaremos en los más significativos.

Manuel Fernández Álvarez, declarado pacifista, incide sin rubor en los tópicos de la Leyenda Negra. Respecto a su fundamentalismo democrático tenemos como muestra estas palabras, ante la pregunta sobre la influencia del franquismo en las figuras negativas de la historia: «La Historia es del pueblo y no se puede falsear», o, ante la figura de Olivares: «lo que hizo era una barbaridad», refiriéndose al hecho de romper el concepto de «Las Españas», que provocó, según él, la rebelión, por pensar en hacer unas Cortes de España; en definitiva, por querer acabar con «una frontera, una lengua y una justicia distintas».

Tópico principal: «Existe el peligro de volver al franquismo religioso [sic], y hay que tener cuidado con eso. Cuando oigo, incluso a colegas míos, decir: 'Bueno, es que la Inquisición hay que entenderla en su tiempo', pienso que de ahí a justificar la inquisición puede haber un paso muy peligroso.»

Y respecto a su secesionismo de condescendencia proclama: «Como español de hoy, veo que Cataluña tiene una personalidad impresionante, que hay que no sólo respetar, sino mantener y mimar [sic], que es algo grandioso. Pero entiendo que puede permanecer dentro de España, siempre que el resto de España sepa respetarla. Si ese catalán se ve respetado no tiene por qué haber ninguna fricción.» Deducimos que el bondadoso don Manuel, que suponemos sabe que hay fricciones, nos acusa al resto de españoles por portamos mal con Cataluña.

Y sobre la fecha desde la que situar el comienzo de España, su indefinición se manifiesta al suponer que hay una España romana, visigoda, cristiana...

John Elliot sorprende por sus afirmaciones acerca del período de Felipe V. Para él la Guerra de Sucesión fue una «revuelta nacionalista». En la línea del catalanismo, confunde privilegios medievales con libertades nacionales sólo existentes desde el siglo XIX, y no para Cataluña, sino para la nación española desde la Guerra de Independencia: «Fueron la revuelta de las patrias periféricas contra las tentativas de centralización y castellanización de España. Fueron unas revueltas de gente desesperada [sic] por el intento de la clase dirigente castellana de identificar España con Castilla.»

Su fundamentalismo democrático, en coherencia con lo anterior, se expresa del siguiente modo: «La última tentativa de centralizar y castellanizar la protagonizó el franquismo. El rechazo a esa fórmula en la Constitución de 1978 supone el regreso a la España horizontal y al sistema de la monarquía compuesta», y más abajo habla del sistema de las autonomías como «pionero» en el arreglo de tensiones «verticalizantes».

Respecto al origen de la nación española dice que existe como un concepto vago geográfico en el siglo XV, y sólo de las élites –de nuevo, los «déficits» democráticos.

De entre los que nos quedarían por comentar dentro de este modelo, para no resultar reiterativos, vamos a seleccionar el artículo de María Jesús San Segundo, especialmente interesante por ofrecer la visión que de la enseñanza de la Historia tiene la actual ministra de Educación y Ciencia. El título, «Respeto a lo diferente», es el «santo y seña» de la LOGSE, la cual revitaliza después del intento de su reforma en la pasada legislatura.

El preámbulo trata de cómo la Historia responde a la necesidad del ser humano de cultivar la «memoria histórica», si bien, según cada época, responde a «instrumentalizaciones» diferentes de los gobernantes. Según la ministra, desde la Segunda Guerra Mundial, la «voluntad política» de superar los enfrentamientos llevó a considerar que el «acuerdo» entre las naciones «chocaba con la historia construida por cada país», de modo que había que construir una historia nueva, apropiada para tal fin. Proyectos ambiciosos fueron aquellos que quisieron «poner fin a los prejuicios y modos de pensar estereotipados, invitando a cuestionar las ideas recibidas, a adquirir el sentido de la relatividad, a reconocer lo universal en el seno de las culturas» y un largo etcétera de objetivos que se resumen en lograr «ciudadanos conscientes».

De España, nada o casi nada, salvo la explicación de la reforma educativa que realizó el PSOE.

De la Historia, así interpretamos sus palabras, suprimamos las guerras.

Pues bien, mejorando su propuesta, no estudiemos Historia, ni de España, ni de nada. Acaso, cuando se logre ese estado de consciencia dejaremos a la posteridad un legado de paz con el que los historiadores tendrán material suficiente para contar un historia que no haya que «instrumentalizar».

Modelo IBb

García de Cortázar, en una brillante poesía épica –los árabes del 711 son los que «con su melancolía de codiciar lo eterno, cantaban el jazmín y la Luna»– hace un repaso de la Historia de España, sin precisión en cuanto a su origen efectivo –Hispania, Toledo, Al Andalus, España, son nombres de la misma realidad– en la que se reconocen los episodios más importantes sin que funcione la sordina respecto al imperio español. Todas las épocas, no obstante, son vistas como «pasos hacia delante» que tienen su fin en la democracia de 1978, de la que afirma ser «la primera Constitución pactada y no impuesta por el grupo dominante». Con ello, inintencionadamente, viene a poner en cuestión la constitución real previa, no ya jurídica, que a través de las distintas Constituciones, se ve reinterpretada como la constante imposición de un grupo dominante. Desde nuestro punto de vista, la «imposición de los grupos dominantes», que no negamos, habría de incluirse en la España del 78, y es una mala estrategia para acallar al nacionalismo fraccionario, sobre todo si se defiende la identificación de la nación española «con el ejemplo ético y liberal de aquellos que habían soñado la utopía republicana». La obra de Pío Moa pondría en duda este ejemplo.

Eugenio Trías titula su artículo así: «España, una novela.» Y con semejante metáfora la nación deviene en un gran relato con lógica interna; pero Trías se olvida de lo principal, o sea, quién lo escribe, aunque sí nos revela que el narrador es coral y lo leen «los de fuera». En fin, cree que «un país deja de interesarse en esa perpetua inclinación reflexiva y meditativa sobre su ser cuando este se halla proyectado en el curso mismo de su propia andadura de convivencia, y entra en una dinámica de plena efectividad democrática». Se podría encuadrar dentro de los beligerantes contra el secesionismo al afirmar que este relato «está bien construido».

Umbral nos describe una mítica tertulia madrileña entre Manuel Azaña, Alonso Quijano, Lope de Vega, Góngora, «republicanos de la vieja guardia» y «demócratas de rigor», amén de otros nombres. Ignoramos el criterio de selección de los personajes de esta tertulia, pero dice de ellos «ser lo mejor de España» y dado el protagonismo de Azaña y del personaje de «El Quijote», nos inclinamos a encuadrarlo dentro del fundamentalismo democrático que, a pesar de todo, no simpatiza con los españoles que no quieren usar la lengua de Cervantes.

Modelos IIAa y IIBa

La ausencia de representantes en nuestra tabla del funcionalismo democrático ligado a la no beligerancia contra el secesionismo en España (IIAa y IIBa) se debe, evidentemente, a que ninguno de los autores que han sido interpelados por El Mundo así se han manifestado. No obstante, es interesante preguntarnos por la misma posibilidad de tal situación, a saber, que desde una sociedad política de referencia, en nuestro caso España, cupiera ser funcionalista democrático y estar de acuerdo o no en contra de la secesión de alguna parte de la nación. Sin duda, creemos que sería absurdo que quien asumiera de un modo realista la democracia en España pudiera aceptar poner en peligro el equilibrio del Estado; ahora bien, desde fuera de España, sí hay sociedades democráticas que pudieran apoyar la secesión dentro de ella, lo cual es razón de su política interna, «funcional», frente a España, que sería mejor cuanto más débil. Por tanto, no consideramos que sean incompatibles ambos criterios, desde fuera de España. Los partidos nacionalistas, de hecho, perciben la identidad de su «nación» desde la unión con Europa o la Humanidad.

Modelo IIAb

En cuanto a los autores dentro del modelo IIAb, claramente Joseph Pérez y Stanley Paine, del primero hemos de decir que ofrece con total precisión la fecha del inicio de la construcción de España: «España es el territorio cristiano opuesto a Al-Andalus. Los españoles nacen con la conciencia de no ser moros, de rechazar el Islam.» El problema de su perspectiva reside no ya en el prejuicio de una idea de democracia pura, sino en que la realidad política positiva desde la cual pretende definir la identidad de España es Francia. De este modo incluso ofrece una fecha clara para la «caída» de España, a saber, la derrota de los Comuneros, al interpretar esta como una «revolución nacional», que en España quedaría postergada hasta su guerra con Francia en el XIX. La realidad con la que no cuenta Pérez es el Imperio, del que le parece que viene a ser el fracaso de la política nacional que hubiera debido abanderar Castilla, en contra de la política de los Austrias, imperial, pero no española. Ahora los déficits vienen por no seguir el modelo francés: si hubiera habido una escuela nacional como en Francia, si el ejército español hubiera sido como el francés, si no hubiera habido Imperio... Pero hubo Imperio, y no sólo no dejó de ser español, como cree Pérez, sino que hizo de España su núcleo para reproducirla fuera de sus fronteras.

No obstante es de agradecer que se atreva, desde su jacobinismo, con el «hueso» más duro de la Leyenda Negra: explica cómo no hubo convivencia en la edad media entre el cristianismo y el Islam, que la expulsión de los judíos se debió a una unificación política necesaria y que la Inquisición fue el instrumento de dicha unificación.

Payne se desmarca del fundamentalismo democrático al definir el periodo franquista como el de la modernización de España. En la línea de Pío Moa, atribuye a las izquierdas el fracaso de la II República y valora positivamente la restauración monárquica como institución nacional que garantiza la unidad, síntomas suficientes del funcionalismo que explica la democracia de la sociedad española actual por la causalidad histórica de múltiples factores. Se queja, además, con acierto, de que se quiera ver en la Constitución de un país el instrumento con el que resolver todos sus problemas y acusa a la «ausencia de bagaje intelectual» el reducir la Historia de España, un milenio, a Franco.

Modelo IIBb

Esperanza Aguirre realiza un informe técnico de su mandato como ministra de Educación de España entre 1996 y 1999. Informe revelador de cómo en una democracia se puede perfectamente socavar uno de los pilares fundamentales de la nación, su sistema educativo. Bastó con que el voto de socialistas y nacionalistas en un Pleno del Congreso de diciembre de 1997 paralizara el proyecto de Decreto de Enseñanzas Mínimas con el que el Gobierno de la Nación pretendía acabar con una situación en la que cada Comunidad Autónoma, abusando de sus competencias, impedía que los escolares españoles aprendieran, especialmente, la Geografía y la Historia de su país, en lugar de las de su Comunidad o su «nación mitológica». El hecho fue que la alianza de socialistas y nacionalistas secesionistas impidió tal Decreto y, aunque esto no lo cuenta Esperanza Aguirre, el hecho es que después de cuatro años con mayoría absoluta el PP tampoco consiguió arreglar un sistema educativo en el que los mitos siguen conservando la dignidad de «currículo» para los estudiantes.

Por último, el antropólogo José Antonio Jáuregui adopta, como es natural en su oficio, la perspectiva desde la que España es vista como una esfera cultural sustantiva cuyas «señas de identidad» enumera. Ahora bien, a pesar de que su esquema de partida sea equivocado, parece que por la escala desde la que se configuran dichas «señas de identidad» reclama que se pudieran aglutinar desde una estructura política que las explique, la Idea de Imperio Universal, aunque no la ofrezca. Su enumeración consiste, según él, en todo aquello que faltaría al «Patrimonio de la Humanidad» de no haber existido España: un idioma de 400 millones, California, Nevada, Arizona... Méjico, Argentina, Cuba..., es decir, un todo que sólo se explica desde una escala política universal. Incluso asevera que España fundó todos esos estados a su imagen y semejanza, dando así la clave de la condición generadora del Imperio. Aunque psicologista en su explicación de la unidad de España como «sentimiento», sin embargo la expresión «suspiros de España», que le sirve para identificar, desde Isidoro de Sevilla hasta Salvador de Madariaga , a quienes se han referido a ella como un problema, permite una interpretación más objetiva: «Pese a tanto intento de destrozar España, España aún sigue.»

 

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